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Agentes de la salud, entre los aplausos y la violencia.

Para plantear una problemática de violencia e intentar comprender sus posibles causas, en este caso, aquella
dirigida hacia los profesionales de la salud por parte de diversos ciudadanos, resulta de importancia una
comprensión de la naturaleza humana. De aquellos impulsos-pasiones constitutivos del individuo, asi como del
contexto macro social y discursivo que caracterizan a la época contemporánea.

Existe un entendimiento de la dinámica de los comportamientos hostiles y agresivos desde Freud,


planteados tempranamente en su obra, y definidos más claramente, en las últimas instancias sus trabajos. Ya en
1915 escribe “De guerra y muerte. Temas de actualidad” donde plasma una reflexión acerca de la pulsión humana
que se dirige hacia la guerra y la destrucción. Demostrando cierta estructura elemental del ser civilizado donde “la
esencia más profunda del hombre consiste en mociones pulsionales (…) ni buenas ni malas (…) las clasificamos así de
acuerdo con la relación que mantengan con las necesidades y exigencias de la comunidad humana” (Freud. S, 1985,
pp. 282-283). Habría entonces en todos los seres humanos, una herencia filogenética de impulsos hostiles, egoístas,
asociales y desadaptados donde “una vez superados tales destinos de pulsión se perfila lo que se llama el carácter de
un hombre” (Freud. S, 1985, p. 283). Por lo que continúa aludiendo a como es la preexistencia de mociones “malas”
en la infancia, la condición del viraje hacia el bien.

Se debe considerar que en el ser humano hay tendencias destructivas, y que la renuncia a su meta directa, es
condición necesaria para la subsistencia de toda cultura, quedando erigida sobre un posterior influjo de la
educación, por los cuales las tendencias agresivas son reorientadas para conseguir la adaptación social. La estructura
central de esto, el complejo de Edipo, marca el ingreso del individuo en la cultura en función de una represión
primordial de sus impulsos, proceso que Freud (1985) describe como obra de dos factores: uno interno, referido al
influjo ejercido sobre los impulsos agresivos y hostiles por los componentes eróticos, es decir, por la necesidad
humana de amor. Y otro como coerción externa de la educación, la cual representa las exigencias de la civilización
circundante.

Se vislumbra la existencia de un antagonismo y tensión entre las restricciones sociales y las exigencias
pulsionales. Que luego de confeccionado “Mas allá del principio del placer” (1920) deja de ser un conflicto entre
pulsiones sexuales y yoicas o de autoconservación, explicando la existencia de cierta compulsión a la repetición,
debido a la presencia de fenómenos psíquicos, que no respondían a la hipótesis de una regulación automática ante
la percepción del displacer, dejando de lado aquella visión de una tendencia hacia la estabilidad. Se hace lugar a un
nuevo dualismo pulsional, entre una pulsión de vida (que ahora incluye a las sexuales) y una pulsión de muerte (que
busca retornar a un estado inorgánico, libre de tensiones).

Es en 1930 donde se puede leer que “Malestar en la cultura” define como necesidad de la comunidad
misma, una lucha contra el instinto de destrucción propio de la pulsión de muerte, ya que “las multitudes de seres
humanos deben ser ligados libidinosamente entre si (…) a este programa de la cultura se opone la pulsión agresiva
(…) retoño y principal subrogado de la pulsión de muerte” (Freud. S, 1985, p. 118). Aporte que también se leerá en su
posterior carta a Einstein fechada en el año 1933, donde Freud (1985) da cuenta de la necesaria y paradójica
coalición entre estos dos tipos de pulsiones, porque es justamente la compulsión a la violencia y las ligazones de
sentimientos, o bien llamadas identificaciones, las que mantienen cohesionadas a una comunidad. Son ambas
indispensables, donde la pulsión de autoconservación de naturaleza erótica, necesita de la agresión para conseguir
su propósito, surgiendo de aquel interjuego los fenómenos de la vida.

La eficacia de la cultura reposa sobre necesarias renuncias pulsionales, conllevando una frustración y el
surgimiento de la enfermedad neurótica por la imposibilidad de satisfacción. El síntoma puede leerse en tanto una
satisfacción sustituta que posibilita con malestar, vivir en la cultura, acondicionando el comportamiento humano a
las exigencias planteadas por la realidad social. Para que la limitación se sostenga, es necesaria la constitución de
una instancia interna inhibidora, el Superyó que alberga la agresividad que hubiese destinado en otro, es decir que la
“la agresión es introyectada (…) vuelta hacia el propio yo (…) que se contrapone al resto como superyó (…) llamamos
consciencia de culpa a la tensión entre el superyó que se ha vuelto severo y el yo que le está sometido” (Freud. S,
1985, p. 119).

Con aquellos pensamientos, así como los manifestados en Psicología de las masas y análisis del yo (1920),
Freud (1985) deja asentado que toda comunidad se mantiene unida por la libido, donde aquella energía sexual es
necesaria para mantener a los sujetos unidos, invistiéndose para que no se disgreguen. Ello implica necesariamente
un proceso de amor, en la medida en que se debe renunciar a algo en pos del funcionamiento grupal. Es por la
esperanza de obtener amor, y debido al temor que produce el castigo, que el niño sacrifica parte de sus
satisfacciones pulsionales. De este mod quedan sentadas las bases para que la descarga de excitación pueda ser
postergada, a modo de resolver la tensión de manera simbólica, ya sea por un medio sublimatorio, o por la
construcción sintomática.

Se puede comprender, tomando como marco explicativo al psicoanálisis, que las erupciones de violencia se
ligan con una falla en los mecanismos defensivos yoicos para controlar las pulsiones. Un paso al acto donde la
palabra como medio simbólico para su manifestación socializada no tiene cabida. Y la tensión es resuelta de manera
directa por la acción, dándose una ruptura del orden social producido por las restricciones culturales.

Con estos parámetros, permanece la pregunta ¿Por qué los operadores de salud están siendo objeto de una
agresión y hostilidad cada vez más frecuente? Pasándose desde formas de intimidación escrita a una violencia física
donde no media ningún reparo.

Los protagonistas del sector salud, refieren a que “nunca vieron reaccionar a la gente como lo está haciendo
ahora”. Dentro de estas manifestaciones se encuentra la de una enfermera la cual le arrojaron café caliente, y que
manifiesta a pesar de ello, que el dolor más grande fue el “daño moral”. Otra trabajadora de CABA, relata agresiones
con un elemento cortante en el transporte público al notificar su licencia de salud. Frente a esto, es inevitable pensar
que el surgimiento impensado de la pandemia ha configurado un modo de traumatismo social, con la angustia
desorganizante que caracteriza a todo suceso traumático. Esto ya es suficiente para amenazar los vínculos
desplegados entre los individuos, producto de una descarga no mediada de angustia automática que no encuentra
los recursos simbólicos adecuados para ser nominada, configurándose diversos modos de conductas impulsivas.

Habría aquí un exceso real, que Cabral (2008) refiere como otro modo de nombrar los retornos del goce,
invitando a pensar esta crisis, en su sentido más literal, como un evento vital externo que sobrepasa las capacidades
de afrontamiento del aparato psíquico, transmudándose en montos de excitación que se descargan de manera
directa.

Aquel caos producido, es la posibilidad de dar lugar a un estado regresivo, que Freud (1985), en su texto de
1915 titulado “La transitoriedad”, refiere como un desnudo de la vida pulsional, a motivo de la primera guerra
mundial. Y si bien, no nos encontramos en una situación de conflicto bélico mundial, las condiciones están sentadas
para depositar la figura del enemigo en el otro. Bajo esta mirada, se puede entender esta violencia como algo del
orden de lo intersubjetivo ya que son “actos que se realizan entre un sujeto y otro vinculados, consistentes en el
despojo de su carácter de ajenidad y el intento de transformar en semejante (…) aquello otro que el yo no puede
inscribir como propio” (Berenstein. S, 2000, P. 02). Este virus, invisible, sin límite alguno, puede aparecerse como un
otro radical, donde el personal de salud, da forma física a aquel enemigo que atenta contra la existencia misma.

El evento mundial pandémico, se conjuga con otro traumatismo social propio del discurso capitalista, que
Cabral (2008) hace saber, se articula bajo el imperativo que Lacan enuncia como: ¡Goza! Por lo que “tropezamos
aquí con una de las consecuencias del deterioro de la función paterna” (Cabral. A, 2008, p. 62). Esto refiere la caída
de los grandes ideales, tradiciones y valores que daban un soporte simbólico más sólido al sujeto, habiendo en su
lugar un discurso que pone a modo de agente la satisfacción, el goce y la inmediatez, donde la imposibilidad no tiene
lugar. Situación que da el lugar a todo tipo de comportamientos impulsivos que se despiertan ante la presencia de la
ajenidad.

La discursividad propia de la época moderna, sienta las bases para que el impacto de la crisis viral sea aún
mayor. La pandemia como crisis, es también una crisis del mundo simbólico que da sentido, algo del orden de lo real
traumático que avanza sin que los recursos simbólicos logren tamizarlo. Su efecto es el de una alteración de la
realidad socialmente construida, donde el personal de salud queda implicado en aquel particular contexto, donde la
violencia es favorecida por una caída de la eficacia simbólica.

La violencia abrupta, da cuenta de “el peso que adquiere el goce sádico de la exclusión en el modelado del
vínculo con lo diferente” (Cabral. A, 2008, p. 63) y de cómo se ha debilitado la capacidad del yo en cuanto a la
ligadura que evita la descarga pulsional. Se articula, siguiendo a Cabral (2008), la intolerancia de lo diferente con un
debilitamiento del rol de las identificaciones simbólicas en la construcción social del lazo.

Resta por decir que, si hay algo que se puede leer en esta situación particular, es la manifestación de
agresividad que despierta la percepción de lo diferente, en este caso, la figura del personal sanitario, y que la eficacia
de la cultura reposa sobre la posibilidad de tratar por medio de ligazones amororas aquellos impulsos hostiles,
crueles, asociales, para ponerlos al servicio del yo. Tarea que nunca se completa de un modo absoluto, menos aún
en una sociedad individualista que fomenta una posición regresiva. Y que también, es detectable un
comportamiento por parte de los ciudadanos que no puede catalogarse ni de malo ni de bueno, y que está
debidamente justificado bajo una racionalización peculiar, propia del comportamiento de masa. En estas vías es que
Cabral (2008) retoma una conclusión de Browning, donde determina que son las motivaciones humanas normales y
corrientes las fuentes principales de la capacidad humana para la destrucción en masa. Es decir, que si bien los
comportamientos agresivos amenazan el vínculo social, los mismos no son más que propios de la naturaleza
humana.

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