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“Lo bello ideal en A.R.

Mengs y la crisis del Ut pictura


poesis en G. E. Lessing en el pensamiento ilustrado,
“versus” el arte del desengaño en el barroco”

Celina Marco. MA Historia del arte.


Universidad de Salamanca.

Este ensayo crítico pretende analizar las contraposiciones entre la cultura visual
del barroco y sus imágenes atravesadas por el género discursivo de la vanitas, y como
esta práctica visual que buscar evidenciar la ilusión de la representación y que Ferrándiz
Sánchez define como “práctica visual para el desengaño” se vuelve obsoleta frente a las
nuevas ideas y aspiraciones que el pensamiento ilustrado plasma en la producción
teórica de la tratadística y manifiestos por parte de los artistas e intelectuales
protagonistas en el ámbito de la Academia de San Fernando.
Para este análisis nos centraremos en las ideas del artista Anton Rapahel Mengs
(1728-1779) y Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781). Ambos indagaron en conceptos
y categorías fundamentales a los fines de la representación figurativa del pensamiento
ilustrado. En A. R. Mengs encontramos categorías estilísticas vinculadas al concepto de
belleza, y en directa relación con el mundo de las Ideas. En la producción teórica de G.
E. Lessing sucede la crisis del ut pictura poesis concibiendo los lenguajes de la poesía y
de la pintura como dos lenguajes contrapuestos (Bozal, Valeriano 1996, 2004).
Pero las mutaciones para generalizar ese nuevo clasicismo, inspirado en la
antigüedad y fruto de nuevas corrientes de pensamiento provenientes de círculos
selectos de intelectuales, de la recuperación de la tratadística clásica, el descubrimiento
y puesta en valor de ruinas de la antigüedad, de la necesidad de un nuevo modelo
artístico que expresara los valores de un proyecto moderno, “iban a ser lentas y a veces
confusas en la España de la segunda mitad del siglo XVIII. El barroco ornamental
estaba tan anclado en los gustos populares –se había hecho castizo- que eran difícil de
transformar en poco tiempo. Además los artistas practicantes gremiales abusaban de
esos excesos decorativos” (García Melero, 1998).
En este aspecto la constitución de la Academia de San Fernando y su fundación
en el año 1752 aspiraba a la promoción de un lenguaje internacional y renovador, que
desplazara a las formas barrocas y a los artistas agrupados en gremios. A través de ella
se da el cambio de gusto en torno a las obras del nuevo Palacio Real de Madrid. Varios
artistas extranjeros son llamados a la corte entre ellos el pintor Anton Raphael Mengs,
quien a través de sus manifiestos y tratados se convierte en uno de los principales
ideólogos del neoclasicismo.
Según Henares Cuellar “la Academia de San Fernando se constituye como una
institución dirigida contra la organización corporativa, pero a la vez rigurosamente
controlada por la burocracia regia y por la nobleza. Con su fundación alcanzaba la
sanción jurídica una importante tradición reivindicativa de carácter estatutario
constantemente ejercitada ante la monarquía absoluta”. (Henares Cuellar, 1977)
En los frescos realizados para el Palacio Real de Madrid, Mengs expone los
conceptos estéticos enunciados en sus “Reflexiones sobre la belleza y gusto en la
pintura” escritos en el año 1762. Esta obra se desarrolla en paralelo a las investigaciones
de Winckelmann en torno a la arquitectura de la antigüedad Grecorromana.
En estos modelos se concebía que “la naturaleza era el modelo y se debía imitar;
pero ya el arte grecorromano la había filtrado por el intelecto seleccionando sus mejores
y más bellos ejemplos. Era preciso huir de lo anormal, de lo fantástico, de lo horrible,
de los desvaríos y extravagancias, porque no eran bellos al no ser generales. Se imponen
los conceptos de sencillez y claridad, haciendo que el arte fuera algo tan exacto como
inteligible” (García Melero, 1998).
Estas ideas se encontraban en las antípodas de las formas de representación
figurativas que el Barroco había desarrollado y que habían constituido a la Naturaleza
Muerta, la representaciones de alegorías y a la vanitas como géneros pictóricos
atravesados por la concepción de una “práctica visual para el desengaño” constituyendo
una modalidad de representación estructurante de cierta visión histórica del mundo. En
estas imágenes “la retina del pintor se acerca golosamente a las cosas que pasan a un
honorífico primer plano…la avecilla desangrada o la calabaza suculenta no centran la
tela por su calidad espiritual, sino por un mero capricho de técnica pictórica…En
adelante, las cosas no se valoran por lo que son ni por lo que representan, sino por su
simple y escueta apariencia”. Este sentido implica una concepción de la representación
ligada al artificio a la ilusión, que “no va más allá de sus límites”, “la belleza es
accidental. No siendo emisaria de una realidad egregaria y permanente, habrá de sentir
la injuria de cada instante” (Díaz – Plaja, 1983).
En las representaciones del Barroco esta idea de temporalidad se conjuga con un
interés de captación sensorial en la cual el órgano de la vista se constituye como la
forma de captación privilegiada de la realidad. La poesía barroca da muestras de su
tendencia al bodegón. La condición de pasajero de los elementos que se disponen en
estas descripciones, hace que la condición de belleza se exalte como un acontecer,
indefinido. En el barroco asistimos a este acontecimiento que se constituye en un “acto
de la visión” (Ferrándiz Sánchez, 2011), las descripciones Gongorianas de las
Soledades, ciertos versos de Quevedo de carácter sinestésico o las reflexiones de
Sariñana referidas a “leer los sepulcros”, “manifiestan la importancia de la mirada en la
retórica del desengaño” (Ferrándiz Sánchez, 2011).
Estas cuestiones son de interés dado que Lessing en su obra otorgará a la poesía
el estatuto temporal y al lenguaje plástico el espacial. De este modo evidenciamos la
crisis de esta cosmovisión de las artes de las cuales su consecuencia será la
conformación de las disciplinas artísticas de la poesía y la pintura, en el contexto de la
creciente autonomía del arte.
Esto nos conduce a la premisa de que el Barroco se trata de una cultura visual
que, definida por el empleo de las imágenes con un objetivo propagandístico, lleva a
constituir la vista como la forma primaria de percepción capaz de posibilitar el
desenmarascamiento de la ilusión, de producir el desengaño.
El desengaño implica “adquirir un sentido de la duración del tiempo y de la
insignificancia de los bienes terrenos”, el acto de desengaño de este modo se encuentra
vinculado al género de la vanitas el cual atraviesa gran parte de las representaciones del
Barroco “de este modo mirar, verdad y tiempo son los ejes sobre los que se articula el
concepto de vanitas y desengaño: mirar para desengañarse, mirar para alcanzar la
verdad eliminando las apariencias, mirar para acomodar la vida al ineludible paso del
tiempo” (Ferrándiz Sánchez, 2011).
El mundo es una ilusión y el desengaño es una forma de acceder a la verdad. Las
representaciones evidencian el mundo de las apariencias que desfilan ante nuestros ojos
reclamando la necesidad de ser analizadas, juzgadas. Según Ferrándiz Sánchez “el
desengaño debe servir para asumir la condición temporal del ser humano y abandonar la
ilusión de inmortalidad…el desengaño reduce la vida a un breve lapso, comprimiendo el
tiempo con la mirada al juntar el momento del nacer con el del morir. Así, la muerte, la
visión de la calavera, equivale al momento del desengaño porque la mentira y el engaño
quedan desplazados por la verdad” (Ferrándiz Sánchez, 2011).
En sintonía con este régimen visual virtual, el oculocentrismo propagado durante
el Barroco generó nuevas concepciones de la visión tendientes a encantar y seducir pero
en las cuales es evidente que “tienden a aniquilar la seguridad en la existencia de un
mundo real. Trompe l´oeil, trampantojos, entonces, bajo cuyo nombre fueron conocidas
estas formas de representación en el barroco hispano…ello genera un mundo otro
dotado de un relieve y una cartografía para-real que delira una escena en rigor
inexistente, pero que es ofrecida a la vista para su consumo alucinado” (R. de la Flor,
2009).
El gran despliegue de estrategias visuales llevadas a cabo durante el barroco se
vuelve obsoleto y arraigado en el gusto popular y masivo hacia el siglo XVIII. Maravall
define la cultura barroca por la dominación del gusto del vulgo “la época barroca ha
sufrido una importante alteración: el gusto. El pueblo masivo y anónimo actúa según su
gusto, tanto si aplaude a una pieza teatral, como si exalta la figura de un personaje, etc”,
y continua diferenciando el gusto del juico como categoría estética “El gusto es un
parecer que, a diferencia del juicio, no deriva de una elaboración intelectual; es más
bien una inclinación estimativa que procede por vías extrarracionales” (Maravall, 1975).
Frente a la conformación de una elite ilustrada, el programa visual del barroco,
teñido de la angustia de religiosa de la Contrarreforma y el gusto popular, los juegos de
engaño, artificio y seducción visual, traducidos en el realismo de los géneros al que el
barroco dedico su atención, ya no podían ser la actitud a partir de la cual se aprehendía
la realidad. “Se buscaba, por consiguiente un sistema de leyes universales y atemporales
por permanentes, de reglas fijas de perfección, que rigieran en todas las artes. Había que
retornar al concepto de belleza objetiva como fin de éstas, que se realizaba en la
conjunción del orden, la armonía, la simetría, la euritmia, la proporción y la propiedad”.
(García Melero, 1998).
Estas ideas se asentaron en un programa artístico que se definió como política
artística al reconocerse en las propuestas de una “la defensa de un tipo de
institucionalización y la justificación de un programa específico, una concepción de la
cultura” (Henares Cuellar, 1977).
Como resultado las teorías estéticas y tratados de arte adquieren gran relevancia
en torno a este debate artístico a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Esta
producción intelectual reúne serias críticas al sistema barroco en la obra de Piranesi,
proyectos de proyección utópica en Ledoux y Boullée. Las manifestaciones de las
nuevas mentalidades incluyen la crítica ilustrada, el sentido de la historia científica y
erudita y el inicio de los estudios arqueológicos cuyo mayor exponente será la obra de
Winckelmann “Historia del arte en la antigüedad” (1764) y “Reflexiones sobre la
imitación del arte griego en la pintura y la escultura” (1775). Pero estas indagaciones no
solo tenían un interés científico, tampoco buscaban recuperar modelos de modo
imitativo “sino que procuraban mirar al pasado desde las necesidades del presente.
Autores como Lessing en su Laocoonte y sobre todo Winckelmann…enfocan el mundo
griego con fines muy precisos: para ellos el arte moderno debía encontrar en este pasado
remoto de belleza, perfección y sencillez, su mejor modelo.” (Calvo Serraller y
González García, 1982).
La obra de Winckelmann propugna una gran admiración por el sentido clásico
de la belleza y se convierte en la base del Neoclasicismo, si bien las cuestiones sobre la
belleza ya habían sido iniciadas por Baumgarten en su Aesthetica (1750-1758) y que
serán constitutivas de la estética como discurso autónomo.
En el año 1758 Winckelmann viaja a Nápoles y allí visita las ruinas de Pompeya
y Herculano de las cuales luego publicará su descripción. Previo a ello, en el año 1755
conoce a Mengs en Roma, y sus reflexiones sobre la belleza, estilos y el gusto entran en
recíproca relación y compartirán su admiración al Neoclasicismo en sus posteriores
obras. En Winckelmann el ideal de belleza clásico caracterizado por “la noble sencillez
y la serena grandeza” hace de la Antigüedad “un pasado que puede ser futuro para su
tiempo”. Así el pasado se ofrece como “modelo de una grandeza que quizá nosotros
podemos alcanzar también” (Bozal, 1996, 2004), es decir un pasado articulado con el
presente que protagonizado por el sujeto ilustrado e histórico puede alcanzar como
condición de cambio. El arte es parte de este proyecto moderno y en el siglo XVIII, a
diferencia de la Antigüedad, “las artes se entienden como una experiencia subjetiva, la
construcción de los estético se hace en términos del sujeto y de sus habilidades
cognoscitivas e interpretativas” (Hontanilla, 2010). Estas percepciones son explicadas
racionalmente y ordenadas por el buen gusto como categoría del entendimiento.
Estos ideales se consolidarán en España con la subida al trono de Carlos III en el
año 1759, según Henares Cuellar “las más congruentes formulaciones de la política
artística propugnada por los ilustrados se hicieron en esta etapa…el relato interesado por
los ilustrados de sus obras en el reino de Nápoles le hizo aparecer como un monarca
ilustrado de manual” (Henares Cuellar, 1977). Mengs entra en contacto con Carlos VII
de Nápoles en Italia (futuro Carlos III), y quien lo nombrará como pintor de cámara al
ascender al trono español. Llega a Madrid en el año 1761 y allí ejercerá gran influencia
en el círculo intelectual y la familia real. En este año publicará “Reflexiones sobre la
belleza y gusto en la pintura” traducido al español en el año 1780 por José Nicolás de
Azara. Esta obra tuvo una acogida de gran repercusión y contribuyó a sentar las bases
del gusto Neoclásico en España.
En el año 1762 realizará los tres grandes frescos en los techos del nuevo Palacio
Real, “Aurora”, “Hércules” y “Trajano”, que bajo un gran esplendor aludía a la figura
de Carlos III. Estos frescos son un manifiesto de los ideales y teorías de Mengs e
incluían su interpretación sobre la historia clásica y la mitología.
Mengs mantuvo un profundo vínculo con la academia de San Fernando, sus
duras críticas al arte del Siglo de Oro español y el arte desarrollado durante el barroco
debido a la intensidad de sus formas y carga de sensibilidad hace que la única solución
posible para su progreso sea la de las normas, principios y reglas impartidas por la
Academia.
La labor de Mengs en sus reflexiones contribuye a constituir a la historia del arte
como disciplina científica (basada en las categorías de estilo con fases de “principio
progreso y decadencia”) debido al proceso de abstracción y conceptualización sobre el
pasado. Esta noción rechazaba todos los estilos carentes de rigor que se alejaran de lo
“bello ideal” uniendo su interpretación a la de una crítica artística. Ello traza un
paralelismo con las concepciones de Winckelmann expuestas en “Historia del arte en la
antigüedad” y publicadas tres años más tarde de las reflexiones de Mengs.
Sus reflexiones se encuentran divididas en dos partes, la primera dedicada a la
“Belleza” y la segunda al “Gusto”, articuladas en torno a categorías como “el bello
ideal”, “el buen gusto”, “la imitación”, “la naturaleza”, unificadoras de la historia del
arte y objetivos supremos a los cuales aspirar.
Nos centraremos en la primera parte vinculada a la belleza como categoría
estética. La captación de la Idea se vinculaba con un proceso de elección de las cosas a
representar que debía de elevarse por encima del orden natural y superarlo “varios
conceptos fundamentales de la teoría clásica se yuxtaponen como indisociables en esta
definición: la Naturaleza, su imitación por el arte, y la elección de la imitación de la
Naturaleza por el artista, pero ésta no debe detenerse en los detalles y en la copia servil
de aquella” (Gonzalez-Varas Ibañez, 1991). La belleza se asienta “como categoría
exclusiva por fuera de la relación al sujeto” (Bozal, 1996, 2004), esta proviene de la
conformidad entre materia e Ideas, provenientes del conocimiento “este conocimiento
nace de la experiencia y especulación sobre los efectos generales de las cosas: los
efectos se miden por el destino que el Criador ha querido dar a la materia; y este destino
tiene por fundamento la distribución graduada de las perfecciones de la Naturaleza.
Finalmente, la causa de todo es la inmensidad de la Divina sabiduría” (Mengs, 1780,
1989). Estas premisas ocupan un desplazamiento del sujeto en tanto causa final de
producción de sentido, según Mengs “la Belleza transporta los sentidos fuera del
hombre” (Mengs, 1780, 1989), de este modo “el sujeto no es fundamento ni garantía de
nada y su gusto un sistema de preferencias basado en el acierto que le permita descubrir
el destino de la cosa, es decir, el destino que el Criador ha querido dar a la materia”
(Bozal, 1996, 2004).
La elección de los elementos a imitar de la Naturaleza por parte del artista es un
proceso guiado por el conocimiento de las pautas y principios con el fin de “producir
una sola idea conforme en todo á su destino”. La elección es guiada por los fines de la
representación y el artista asume su saber e “ingenio” en ella al “escoger de la
Naturaleza lo más á propósito para hacer más inteligible y clara la expresión de su
pensamiento: y como la Naturaleza ha distribuido sus perfecciones por grados, el Pintor
debe hacer lo mismo, dando a cada parte su idea...” (Mengs, 1780, 1989).
Esta idea es también manifestada en las teorías de G. E. Lessing, según Vicente
Jarque “lo que Lessing espera del artista es que se comporte a imagen y semejanza del
Creador. El buen artista sería aquel que, para imitar en miniatura al genio supremo,
transpone, reduce, incrementa las partículas del mundo presente, a fin de formar con
ellas un todo que armonice con sus propias intenciones y fines” (Jarque, 1996). Esta
concepción así como sucede en Mengs se encuentra ligada a la autonomía del arte, y en
relación a ella al rechazo de todo el arte precedente movido por las convicciones
religiosas de la Contrarreforma la cual, según Lessing “en las representaciones plásticas
que le pedía el arte, atendía más a lo simbólico que a lo bello” (Lessing, 1766, 1982).
Según Valeriano Bozal la autonomía del arte “afecta también a su interior y tiene su
más clara manifestación en la crisis del ut pictura poesis…el lenguaje de la poesía y la
pintura no solo eran distintos sino por completo contrapuestos…las imágenes
representaban, de acuerdo con su propia naturaleza lingüística, aspectos que las
palabras, de acuerdo también con su específica naturaleza lingüística, no podía
aprehender…”. (Bozal, 1996, 2004).
Las artes plásticas y la poesía, servidas de “signos naturales” y “signos
arbitrarios” respectivamente, adoptan diferentes disposiciones. El lenguaje de las artes
plásticas que Lessing denominará como pintura adopta un carácter representacional
centrado en la espacialidad y la poesía se constituye como lenguaje cuya característica
principal es el carácter temporal, por lo tanto “la representación de un mismo asunto
queda condicionada por el propio medio artístico” (Arnaldo, 1996) y el grupo
escultórico del Laocoonte expondría en su gesto, “un punto de partida” de las fronteras
de la poesía y la pintura. A diferencia de Winckelmann, para Lessing su magnificencia
estará dada, por las posibilidades y la especificidad del medio, en este caso escultórico.

+ Conclusiones.

En este recorrido hemos destacado como en el barroco la predisposición de la


pintura a determinados géneros que perseguían un objetivo de representación realista,
las alegorías de los sentidos, el bodegón, la vanitas, las imágenes religiosas, las
descripciones visuales adoptaban un carácter temporal que Lessing sitúa como inherente
a la poesía: “la poesía la manía de describir, y en la pintura el afán de la alegoría, porque
se ha querido hacer de la primera un cuadro parlante, sin saber a punto fijo lo que debe
y puede describir; y de la otra, una poesía muda, sin considerar hasta qué punto puede
expresar las ideas generales sin desviarse de su objeto” (Lessing, 1766, 1982).
Según Valeriano Bozal sobre las manifestaciones barrocas “el lema horaciano ut
pictura poesis, lamentablemente descontextualizado y malentendido como una regla de
oro, había venido conduciendo, más que a una síntesis o auténtica comunicación entre
las distintas artes, a una especie de mutuo encadenamiento en donde solo prosperaba
una estéril erudición”. Por su parte la poesía asistía a “actos de visión” (Ferrándiz
Sánchez, 2011) y la utilización de ciertos recursos sinestésicos. Se mencionó el ejemplo
de las soledades Gongorianas donde la excesiva cualidad descriptiva de sus versos
expone no solo un acercamiento sino un deseo de igualar a las representaciones
pictóricas. El “arte como práctica para el desengaño” se encadenaba en sus lenguajes
dando muestras de virtuosismo transgresor.
El pensamiento ilustrado del siglo XVIII condujo a la elaboración de categorías
estéticas que vinculaban a la idea de lo Bello como cierto placer de perfección suprema
que trascendía lo temporal y empírico. Su contemplación generaba placer estético y este
provenía de una selección previa que mejorara las cosas percibidas.
De esta forma es que podemos observar, en contraposición, como la actitud
sostenida por el barroco en gran parte de su imaginería, que tomando el concepto de
Ferrándiz Sánchez definimos como “un arte para el desengaño”, comienza a sucederse
con el nacimiento y la conformación de las distintas disciplinas que tendrán lugar en el
pensamiento ilustrado, el desarrollo de categorías estéticas. Entre las diversas categorías
de análisis artístico que el pensamiento ilustrado ofreció se destacaron las pertenecientes
a Mengs (lo Bello Ideal) y Lessing (la crisis del Ut pictura poesis) por impactar en la
concepción de la representación figurativa, principalmente en la concepción temporal de
la imagen que se tenía en el barroco, cuestión que pasará a ser propia del lenguaje
poético y en el fin último al cual debe aspirar la obra de arte, es decir lo Bello Ideal cuya
causa es la sabiduría Divina que se encuentra en la Naturaleza. Estas concepciones se
asientan en un contexto de gran complejidad sobre el que fue configurándose el
pensamiento estético moderno que conducirá a la constitución del arte como esfera
autónoma y que marcan el inicio de una nueva etapa denominada como Neoclasicismo.
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