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Karl Ritter: LA ORGANIZACIÓN DEL ESPACIO EN LA SUPERFICIE DEL GLOBO Y SU

FUNCIÓN EN EL DESARROLLO HISTÓRICO


Examinemos un globo terrestre. Por muy grande que sea, no puede aparecernos más que
como una miniaturización y una representación imperfecta del modelo externo de nuestro
planeta. Sin embargo, su perfecta esfericidad, que contiene tanta diversidad, no deja de
ejercer una profunda influencia sobre nuestra imaginación; y nuestro espíritu. Lo que nos
sorprende al observar un globo terrestre es la arbitrariedad que preside la distribución de las
extensiones de agua y de tierra. No hay espacios matemáticos, ninguna construcción lineal o
geométrica, ninguna sucesión de líneas rectas, ningún punto; sólo la red matemática
establecida a partir de la bóveda celeste nos permite medir artificialmente la realidad
inaprehensible: los propios polos no son más que puntos matemáticos definidos en función de
la rotación de la Tierra y cuya realidad se nos escapa todavía. No hay simetría en el conjunto
arquitectónico de ese Todo terrestre, nada que lo emparente en este sentido con los edificios
construidos por la mano del hombre o con el mundo vegetal y animal, cuyos organismos
presentan, tanto en los vegetales como en los animales y en el hombre, una base y una
cúspide, una derecha y una izquierda. Sí, este Todo terrestre perfectamente asimétrico, al no
obedecer aparentemente alguna regla y ser difícil de captar como un conjunto, nos deja una
impresión extraña y nos vemos obligados a utilizar diversos métodos de clasificación par borrar
la idea de caos que de él se desprende. Por eso han interesado más hasta ahora sus partes
constitutivas que su apariencia global, y los compendios de geografía se han dedicado
fundamentalmente a describir sus partes. Habiéndose contentado hasta ahora con describir y
clasificar someramente las diferentes partes del Todo, la geografía no ha podido, en
consecuencia, ocuparse de las relaciones y de las leyes generales, que son las que únicamente
pueden convertirla en una ciencia y darle su unidad.

Aunque la tierra, como planeta, sea muy diferente de las representaciones a escala reducida
que de ella conocemos y que no nos dan más que una idea simbólica de su modelado, hemos
tenido que acudir a esas miniaturizaciones artificiales del globo terrestre para crear un
lenguaje abstracto que nos permitiese hablar de ella como un Todo. Así es, en efecto, y no
inspirándonos directamente en la realidad terrestre, como hemos podido elaborar la
terminología de las relaciones espaciales. Sin embargo, teniendo en cuenta que la red
matemática proyectada sobre la Tierra a partir de la bóveda celeste se ha convertido así en el
elemento determinante, esta terminología ha permanecido hasta ahora incompleta y no
permite actualmente una aproximación científica a un conjunto estructurado considerado en
sus extensiones horizontales y verticales o en sus funciones.

Existe una diferencia fundamental entre las obras de la naturaleza y las creaciones del hombre:
por bellas, simétricas o acabadas que éstas últimas puedan establecer, un examen atento
revelará su falta de cohesión y su tosca trama. El tejido más fino, el reloj más elegante, el más
hermoso cuadro, el pulido más liso del mármol o de los metales nos reservaría, visto al
microscopio, semejante sorpresa. Inversamente, la asimetría y la apariencia informe de las
obras de la naturaleza desaparecen con un examen profundo. La lupa del microscopio hace
surgir en una tela de araña, en la estructura de una célula vegetal, en el aparato circulatorio de
los animales, en la estructura cristalina y molecular de los minerales, elementos y conjuntos de
una textura siempre más fina. Pero las obras de la naturaleza y las creaciones del hombre
difieren también por la amplitud y el carácter que se trasluce en su composición y en sus
funciones

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