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9/8/2021 Apogeo y decadencia de Occidente | Opinión | EL PAÍS

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Apogeo y decadencia de Occidente


PIEDRA DE TOQUE: Niall Ferguson explica las ventajas de la cultura
occidental y las razones de su declive aunque se olvida de un elemento
esencial de su fuerza: su espíritu crítico

MARIO VARGAS LLOSA

12 ENE 2013 - 20:49 ART

En su ambicioso libro Civilización:


Occidente y el resto, Niall Ferguson expone
las razones por las que, a su juicio, la cultura
occidental aventajó a todas las otras y
durante quinientos años tuvo un papel
hegemónico en el mundo, contagiando a las
demás con parte de sus usos, métodos de
producir riqueza, instituciones y
costumbres. Y, también, por qué ha ido
luego perdiendo brío y liderazgo de manera
paulatina al punto de que no se puede
descartar que en un futuro previsible sea
desplazada por la pujante Asia de nuestros
días encabezada por China.

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Seis son, según el profesor de Harvard, las


razones que instauraron aquel predominio:
la competencia que atizó la fragmentación
de Europa en tantos países independientes;
la revolución científica, pues todos los
grandes logros en matemáticas,
astronomía, física, química y biología a
partir del siglo XVII fueron europeos; el
imperio de la ley y el gobierno
representativo basado en el derecho de
propiedad surgido en el mundo anglosajón;
la medicina moderna y su prodigioso
avance en Europa y Estados Unidos; la
sociedad de consumo y la irresistible
demanda de bienes que aceleró de manera
vertiginosa el desarrollo industrial, y, sobre
todo, la ética del trabajo que, tal como lo
describió Max Weber, dio al capitalismo en
el ámbito protestante unas normas severas,
estables y eficientes que combinaban el
tesón, la disciplina y la austeridad con el
FERNANDO VICENTE
ahorro, la práctica religiosa y el ejercicio de
la libertad.

El libro es erudito y a la vez ameno, aunque no excesivamente imparcial, pues privilegia los
aportes anglosajones y, por ejemplo, ningunea los franceses, y acaso sobrevalora los efectos
positivos de la reforma protestante sobre los católicos y los laicos en el progreso económico y
cívico del Occidente. Pero tiene muchos aspectos originales, como su tesis según la cual la
difusión de la forma de vestir occidental por todo el mundo fue inseparable de la expansión de
un modo de vida y de unos valores y modas que han ido homogenizando al planeta y
propulsando la globalización. Por eso, con argumentos muy convincentes Niall Ferguson
sostiene que la promoción del pañuelo y el velo islámicos no es una moda más, sino forma
parte de una agenda cuyo objetivo último es limitar los derechos de la mujer y conquistar una
cabecera de playa para la instauración de la sharía . Así ocurrió en Irán tras la Revolución de
1979 cuando los ayatolás emprendieron la campaña indumentaria contra lo que llamaban la
“occidentoxicación” y así comienza a ocurrir ahora en Turquía, aunque de manera más lenta y
solapada.

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Esta civilización tiene un legado siniestro que también constituye


parte de ella

Ferguson defiende la civilización occidental sin complejos ni reticencias pero es muy


consciente del legado siniestro que también constituye parte de ella —la Inquisición, el
nazismo, el fascismo, el comunismo y el antisemitismo, por ejemplo—, pero algunas de sus
convicciones son difíciles de compartir. Entre ellas la de que el imperialismo y el colonialismo,
haciendo las sumas y las restas, y sin atenuar para nada las matanzas, saqueos, atropellos y
destrucción de pueblos primitivos que causaron, fueron más positivos que negativos pues
hicieron retroceder la superstición, prácticas y creencias bárbaras e impulsaron procesos de
modernización. Tal vez esto valga para algunas regiones específicas y ciertos tipos de
colonización, como los que experimentó la India, pero difícilmente sería válido en el caso de
otros países, digamos del Congo, cuya anarquía y disgregación crónicas derivan en gran parte
de la ferocidad de la explotación y del genocidio de sus comunidades que impuso el
colonialismo belga.

El libro dedica muchas páginas a describir la fascinante transformación de la China


colectivista y maoísta del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural de Mao Tse-tung a la
que impulsó Deng Xiaoping, la de un capitalismo a marchas forzadas, abriendo mercados,
estimulando las inversiones extranjeras y la competencia industrial, permitiendo el
crecimiento de un sector económico no público y de la propiedad privada, pero conservando
el autoritarismo político. Al igual que la Inglaterra de la Revolución Industrial que estudió Max
Weber, el profesor Ferguson destaca el poco conocido papel que ha desempeñado también
en China, a la vez que su economía se disparaba y batía todos los récords históricos de
progreso estadístico, el desarrollo del cristianismo, en especial el de las iglesias protestantes.
Las cifras que muestra en el caso concreto de la ciudad de Wenzhou, provincia de Zhejiang, la
más emprendedora de China, son impresionantes. Hace treinta años había una treintena de
iglesias protestantes y ahora hay 1.339 aprobadas por el gobierno (y muchas otras no
reconocidas). Llamada “la Jerusalén china”, en Wenzhou buen número de empresarios
emergentes asumen abiertamente su condición de cristianos reformados y la asocian
estrechamente a su trabajo. La entrevista que celebra Ferguson con uno de estos prósperos
“jefes cristianos” de Wenzhou, llamado Hanping Zhang, uno de los mayores fabricantes de
bolígrafos y estilográficas del mundo, es sumamente instructiva.

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Aunque no lo dice explícitamente, todo el contenido de Civilización: Occidente y el resto deja


entrever la idea de que el formidable progreso económico de China irá abriendo el camino a la
democracia política, pues, sin la diversidad, la libre investigación científica y técnica y la
permanente renovación de cuadros y equipos que ella estimula, su crecimiento se estancaría
y, como ha ocurrido con todos los grandes imperios no occidentales del pasado —Ferguson
ofrece una apasionante síntesis de esa constante histórica—, se desplomaría. Si eso ocurre, el
liderazgo que la civilización occidental ha tenido por cinco siglos habrá terminado y en lo
sucesivo serán China y un puñado de países asiáticos quienes asumirán el papel de naves
insignias de la marcha del mundo del futuro.

Las críticas de Niall Ferguson al mundo occidental de nuestros días son muy válidas. El
capitalismo se ha corrompido por la codicia desenfrenada de los banqueros y las élites
económicas, cuya voracidad, como demuestra la crisis financiera actual, los ha llevado
incluso a operaciones suicidas, que atentaban contra los fundamentos mismos del sistema. Y
el hedonismo, hoy día valor incontestado, ha pasado a ser la única religión respetada y
practicada, pues las otras, sobre todo el cristianismo tanto en su variante católica como
protestante, se encoge en toda Europa como una piel de zapa y cada vez ejerce menos
influencia en la vida pública de sus naciones. Por eso la corrupción cunde como un azogue y
se infiltra en todas sus instituciones. El apoliticismo, la frivolidad, el cinismo, reinan por
doquier en un mundo en el que la vida espiritual y los valores éticos conciernen sólo a
minorías insignificantes.

El hedonismo, hoy valor incontestado, ha pasado a ser la única religión


respetada y practicada
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Todo esto tal vez sea cierto, pero en el libro de Niall Ferguson hay una ausencia que, me
parece, contrarrestaría mucho su elegante pesimismo. Me refiero al espíritu crítico, que, en
mi opinión, es el rasgo distintivo principal de la cultura occidental, la única que, a lo largo de su
historia, ha tenido en su seno acaso tantos detractores e impugnadores como valedores, y
entre aquellos, a buen número de sus pensadores y artistas más lúcidos y creativos. Gracias a
esta capacidad de despellejarse a sí misma de manera continua e implacable, la cultura
occidental ha sido capaz de renovarse sin tregua, de corregirse a sí misma cada vez que los
errores y taras crecidos en su seno amenazaban con hundirla. A diferencia de los persas, los
otomanos, los chinos, que, como muestra Ferguson, pese a haber alcanzado altísimas cuotas
de progreso y poderío, entraron en decadencia irremediable por su ensimismamiento e
impermeabilidad a la crítica, Occidente —mejor dicho, los espacios de libertad que su cultura
permitía— tuvo siempre, en sus filósofos, en sus poetas, en sus científicos y, desde luego, en
sus políticos, a feroces impugnadores de sus leyes y de sus instituciones, de sus creencias y
de sus modas. Y esta contradicción permanente, en vez de debilitarla, ha sido el arma secreta
que le permitía ganar batallas que parecían ya perdidas.

¿Ha desaparecido el espíritu crítico en la frívola y desbaratada cultura occidental de nuestros


días? Yo terminé de leer el libro de Niall Ferguson el mismo día que fui al cine, aquí en New
York, a ver la película Zero Dark Thirty, de Kathryn Bigelow, extraordinaria obra maestra que
narra con minuciosa precisión y gran talento artístico la búsqueda, localización y ejecución de
Osama bin Laden por la CIA. Todo está allí: las torturas terribles a los terroristas para
arrancarles una confesión; las intrigas, las estupideces y la pequeñez mental de muchos
funcionarios del gobierno; y también, claro, la valentía y el idealismo con que otros, pese a los
obstáculos burocráticos, llevaron a cabo esa tarea. Al terminar este film genial y atrozmente
autocrítico, los centenares de neoyorquinos que repletaban la sala se pusieron de pie y
aplaudieron a rabiar; a mi lado, había algunos espectadores que lloraban. Allí mismo pensé
que Niall Ferguson se equivocaba, que la cultura occidental tiene todavía fuelle para mucho
rato.

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2013

© Mario Vargas Llosa, 2013

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