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Clase 3 - Del Libro A Las Redes - Compatibilidades Históricas Entre Tecnologías, Cuerpos y Subjetividades
Clase 3 - Del Libro A Las Redes - Compatibilidades Históricas Entre Tecnologías, Cuerpos y Subjetividades
3: Del libro a las redes: compatibilidades
históricas entre tecnologías, cuerpos y
subjetividades.
Paula Sibilia
Sitio: FLACSO Virtual
Curso: Diploma Superior en Lectura, Escritura y Educación Cohorte 13
Clase: Clase 3: Del libro a las redes: compatibilidades históricas entre tecnologías, cuerpos y
subjetividades.
Impreso
Rafael Andrés Pérez
por:
Día: miércoles, 14 de junio de 2017, 10:15
Tabla de contenidos
Presentación
Introducción
Leer y escribir: ser en la intimidad
Visibles y online: ser conectados
Una pregunta final
Cierre
Bibliografía obligatoria
Bibliografía optativa
Itinerarios de lectura
Presentación
En esta clase Paula Sibilia*, nos propone explorar los cambios que traen aparejados los usos de las
nuevas tecnologías de la comunicación y de la información en la configuración de subjetividades. Un
primer interrogante abre la indagación y nos obliga a desandar algunos supuestos: ¿estas tecnologías nos
moldean o las inventamos como una necesidad frente a cambios de otra índole (socioculturales, políticos,
económicos)?
La indagación seguirá para la autora una vía genealógica al
comparar las formas de construcción de la subjetividad del
sujeto “moderno” y del sujeto contemporáneo. Así, nos
invitará a recorrer los cambios en los dispositivos y en los
sentidos de las prácticas: “del libro a las redes”, lectores y
escritores se convierten en “seres compatibles con el
universo* de su época”. De la comparación surge una imagen
fuerte y contrastante más allá de la práctica común de la
lectura y la escritura: un hombre solo y en silencio, frente a
un hombre que necesita volverse constantemente visible. En
efecto, mientras que el sujeto moderno moldea su interioridad
en un espacio íntimo, detrás de los muros de su hogar, la
intimidad del hombre del siglo XXI se encuentra filtrada por “cantidad de miradas y de diálogos” en
medio de una conexión permanente que derriba fronteras.
Dos escenas, reconocibles en nuestra historia. Ambas conviviendo y dando formas a nuestras prácticas de
lectura y escritura. La clase, en este sentido, despliega las modalidades no excluyentes a través de las
cuales leemos y escribimos y visibiliza el papel de las tecnologías en esa configuración mostrando sus
relaciones con las sensibilidades y las disposiciones sociales y culturales de una época.
Nuestro lugar allí y la posibilidad de desnaturalizar sus efectos será una constante del planteo de la
autora, especialmente pensando en nuestro papel activo frente a las nuevas tecnologías y, en diálogo con
la idea de mediación que trabajaremos más adelante, nuestra función para su apropiación. No parece
posible hacerlo sin revisar cuán “compatibles” somos con las nuevas herramientas, y, en definitiva,
cuánto de seducción o de dificultad conlleva ese vínculo. Algo así como re ubicarnos en el mapa de
mutaciones que acarreó la crisis del modelo de subjetividad y sociabilidad típicamente moderno y desde
el cual fue pensada la enseñanza escolar de la lectura y la escritura.
Introducción
Quisiera presentar una reflexión sobre los nuevos dispositivos de comunicación e información,
especialmente aquellos que configuran los fenómenos que se han dado en llamar “cultura de la
movilidad” o “vida en red”, potencializados por el uso cotidiano cada vez más intenso y diseminado de
los dispositivos portátiles de comunicación e información. El foco de este análisis apunta a las
transformaciones ocurridas en nuestra sociedad en particular, en la medida en que afectan los modos de
ser y de vivir a partir de la popularización de esos aparatos que permiten y estimulan la comunicación
móvil.
En primer lugar, cabe destacar que es plenamente comprensible la fascinación suscitada por esos aparatos
que, con tanta rapidez, se tornaron fundamentales en la vida de un creciente número de personas,
evidentemente maravilladas por todo lo que esos pequeños objetos permiten hacer, y por todo lo que
tanto ellos como sus sucesores todavía prometen. Ese deslumbramiento y ese entusiasmo no tienen nada
de sorprendentes. De hecho, se trata de algo realmente fascinante, que muy poco tiempo atrás habría sido
del orden de lo impensable, algo aparentado con la cienciaficción y hasta con la magia. De modo que no
sorprende que todo eso esté afectando nuestras vidas con una velocidad y una intensidad inusitadas,
especialmente si consideramos que ese “admirable mundo nuevo” de la hiperconexión digital no tiene
mucho más que una década de existencia: su perfil se identifica con el siglo XXI.
Sin embargo, lo que quisiera subrayar aquí es que no se trata tan sólo de un fabuloso conjunto de “nuevas
tecnologías” que han surgido de repente para alterar de forma radical nuestros modos de vida,
poniéndonos a tono con la flamante emergencia del nuevo milenio. No fueron los aparatos los que
cambiaron al mundo y, en ese movimiento, terminaron transformándonos a nosotros también,
imprimiendo su marca sobre los cuerpos y las subjetividades de las nuevas generaciones. Sugiero revertir
esa lógica causal, insinuando que fuimos nosotros quienes los inventamos, y que eso ocurrió porque algo
o mucho ya había cambiado en nuestra sociedad, en nuestros valores y en los modos de ser y vivir.
De manera que voy a concentrarme en esos cambios socioculturales, políticos y económicos, todos
estrechamente relacionados con dichas herramientas técnicas, para formular una serie de cuestiones y
esbozar sus posibles respuestas. ¿Cuál es el sentido de esas transformaciones históricas? ¿De qué modo
se relacionan con las nuevas tecnologías? ¿En qué medida afectan las configuraciones corporales y los
“modos de ser” de los sujetos contemporáneos? ¿Cuáles son las diferencias entre estos cuerpos y estas
subjetividades que emergen y se fortalecen en el momento presente, y aquellos que caracterizaban al
sujeto moderno de los siglos XIX y XX?
Leer y escribir: ser en la intimidad
Para intentar explorar esas indagaciones, optaré por el camino genealógico. En primer lugar, por tanto,
cabe postular algunas definiciones. ¿Quién es “el sujeto moderno”? Esa expresión alude a un tipo
histórico: aquel individuo que se configuró en el siglo XVIII europeo, cuyo protagonismo histórico tuvo
su auge a lo largo de los siglos XIX y XX. Una de las características más importantes de ese “modo de
vida” es que la existencia de ese sujeto moderno transcurría en dos espacios claramente definidos y
delimitados: el ámbito público y la esfera privada. Además, ese último ambiente fue altamente valorado
en ese período histórico: se lo consideraba moralmente superior a su polo opuesto, el espacio público, del
cual lo separaban los sólidos muros del hogar burgués: una barrera compuesta por ladrillos, puertas,
cerrojos y pudores. En ese cuadro, el ámbito público se consideraba un territorio peligroso, reino de las
frías formalidades, la mentira y la falsedad, todo lo cual terminó motivando su gradual vaciamiento y su
creciente estigmatización.
“Hombre leyendo”
John Singer Sargent, s/f
Al fin y al cabo, era en el silencio y la soledad del hogar burgués, en la amena compañía de la lectura y la
escritura, de los seres y los objetos íntimos y, sobretodo, en la densa compañía de uno mismo donde se
desarrollaba algo sumamente apreciado por los protagonistas de aquella época: el yo. No se trata de
cualquier ser, sino precisamente de aquel tipo de yo hipertrofiado, cultivado, adorado y también
monstruoso del individuo moderno.
A partir de esa breve síntesis que esboza ese carácter históricamente constituido, quisiera apuntar que los
medios de comunicación contemporáneos, desde internet hasta los teléfonos celulares es decir, los
canales y dispositivos móviles e interactivos que estamos enfocando aquí evidencian una crisis de ese
modelo de subjetividad y de sociabilidad típicamente moderno. Estaría desvaneciéndose y
metamorfoseándose, entre nosotros, ese modo de vida que fue hegemónico en los siglos XIX y XX. Esa
configuración está perdiendo preeminencia, en la medida en que ese tipo de sujeto se torna cada vez más
anticuado en una era como la nuestra, que ve surgir y desarrollarse nuevos modos de ser y estar en el
mundo.
Por tales motivos, propongo que concentremos la atención en esas herramientas con las cuales tenemos
un fluido contacto cotidiano computadoras, celulares, Internet para pensar de qué modo nos hemos
vuelto compatibles con ellas. Adecuamos nuestros cuerpos y nuestros modos de vida a esos artefactos, y
ésa es una característica importante de nuestra condición de sujetos históricos: es algo que nos hace seres
típicamente contemporáneos, hijos y hermanos de nuestra época. De una manera comparable al modo en
que los cuerpos y subjetividades de nuestros padres, abuelos y bisabuelos, eran compatibles con otras
herramientas y con otro universo, con otras formas de vivir, de ser y estar en el mundo.
En ese sentido, propongo tomar el ejemplo del libro impreso, con el fin último de contraponer algunas de
sus características a este instrumental más contemporáneo, e intentar comprender los sentidos de esas
diferencias. ¿Qué es un libro?. Entre otras cosas, podría afirmarse que ese tipo de objeto también es una
herramienta, y por tanto tiene su propia fecha de nacimiento y toda una serie de factores y rituales
asociados. A mediados del siglo XV apareció en Europa una nueva tecnología, que hizo posible el
surgimiento de ese artefacto: la imprenta con tipos móviles. A pesar de ese linaje técnico que remonta a
los albores del Renacimiento, hizo falta al menos un requisito importante para que ese invento tuviera la
potencia que de hecho ha tenido: la alfabetización en masa de las poblaciones nacionales, que recién se
promovió tras las revoluciones burguesas y sus ímpetus tan democráticos como industriales y capitalistas.
A partir del siglo XVIII, pero con su auge en los dos siglos siguientes, se desarrollaron las enseñanzas
escolares y todo el oleaje que acompañó ese inmenso movimiento. Inclusive surgieron, en aquel
entonces, la industria editorial y el mercado del libro, y se consolidó el gran género literario de la era
burguesa e industrial; es decir, de aquellos siglos XIX y XX que estamos tematizando aquí como el
período en el cual reinó el “sujeto moderno”, una época de la cual nos estamos distanciando cada vez
más. Ese género es la novela, junto con la cual también se desarrolló algo primordial: la lectura en
silencio. Ese detalle es fundamental para el argumento que pretendo desarrollar aquí.
¿Por qué el nacimiento de la lectura en silencio fue tan importante? La respuesta no es modesta: por todo
lo que implicó para convertirnos en lo que somos. Y, tal vez, en lo que estamos dejando de ser, con la
ayuda de los aparatos móviles y los medios de comunicación interactivos que son objeto de nuestro
análisis. Como se sabe, a lo largo de ese extenso y conturbado período histórico, cierta “ética protestante”
promovió el “espíritu del capitalismo”* , sosteniendo e impulsando a la sociedad industrial con sus modos de
vida urbanos, en las ciudades occidentales que en aquellos tiempos crecían descontroladamente. Junto
con los valores y creencias individualistas que se engendraron en ese magma, también se desarrolló un
modo de ser “interiorizado”. ¿En qué consiste esa “interiorización” de la subjetividad? Se trata de algo
sumamente importante para entender quiénes somos hoy en día y qué estamos dejando de ser.
En ese contexto de los siglos XIX y XX, leer y escribir eran actividades consideradas de gran relevancia.
Y, en la mayoría de los casos, esas tareas ocurrían en silencio y en soledad, pues su principal objetivo era
fomentar un fértil diálogo consigo mismo: un monólogo interiorizado. De manera que esas herramientas
de uso cotidiano los libros, las lapiceras y los papeles; en síntesis, todo el ceremonial de la escritura y la
lectura eran importantísimas en la vida de los sujetos modernos. Reitero aquí algo crucial: cuando aludo
a “modernos” no pienso nosotros sujetos del siglo XXI, informatizados, conectados, y compatibles con
el universo digital sino que hago referencia a ese tipo de hombres y mujeres que se constituyeron al final
del siglo XVIII y protagonizaron los dramas del siglo XIX y buena parte del XX.
Para esos sujetos modernos, leer y escribir era vital, y su labor se ejercía en diversos géneros: novelas,
cuentos, ensayos, cartas, diarios íntimos, inclusive periódicos y otros medios masivos de comunicación
en formato impreso. Esa lectura y esa escritura eran realizadas con una cotidiana devoción, de algún
modo comparable a nuestra dedicación actual a las herramientas digitales. Pero hay un detalle primordial:
la lectura y la escritura de aquella época requerían el ambiente íntimo y privado del hogar para poder
realizarse en plenitud. Necesitaban la intimidad acogedora de las casas burguesas, un dispositivo* edilicio
o una tecnología arquitectónica que también se hizo habitual en esa época, erigiéndose en el modelo del
espacio más adecuado para desarrollar la propia vida, con sus salas de estar, sus cuartos particulares, sus
cocinas, sus baños y sus bibliotecas.
Ese tipo de espacio privado e íntimo fue generado en aquella época como una demanda histórica
perfectamente compatible con el proyecto de mundo que lo hizo surgir. Y una de las actividades que
tenían lugar en esos ambientes privilegiados eran, justamente, la lectura y la escritura, que por definición
exigían cierta soledad y cierto grado de silencio para desarrollarse plenamente. Esas prácticas cotidianas
eran vitales, no sólo para comunicarse con los demás, sino sobre todo para edificar la propia subjetividad:
para que cada uno pudiera pensarse a sí mismo en ese ejercicio diario de la introspección, con un libro o
un lápiz en la mano. De ese modo se constituían como sujetos modernos; es decir, como individuos
compatibles con ese mundo tan novedoso que floreció en los siglos XIX y XX.
Es por ese motivo que hoy consideramos que la práctica de leer a solas y en silencio inauguró un nuevo
tipo de subjetividad “interiorizada”, un modo de ser y de estar en el mundo que era inédito hasta
entonces: una subjetividad volcada hacia “dentro” de sí mismo, donde se hospedaba y se creaba
diariamente la esencia de cada uno. El sociólogo norteamericano David Riesman* acuñó el concepto de
“carácter introdirigido” para aludir a ese tipo de subjetividad, como un modo de ser histórico que se
construía en torno de un eje situado “dentro” de sí mismo, y que por tanto debía dedicarse
cotidianamente a la minuciosa edificación introspectiva de un yointerior. En su libro La multitud
solitaria, ese autor analiza los cambios impulsados por los avances de la alfabetización a lo largo de los
siglos XIX y XX. Es decir, un cuadro previo a la aparición de los medios audiovisuales electrónicos
como la televisión y, más todavía, de los canales interactivos de la actualidad como los celulares e
Internet. Según palabras del mismo Riesman, gracias a esos avances de la alfabetización en un mundo
moderno que tenía a la “cultura letrada” como un horizonte de realización, una cantidad creciente de
ciudadanos de los países occidentales obtuvo acceso al “refugio impreso”.
¿Qué significa eso? Se refiere al gesto de cobijarse en un libro, leyendo romances y cuentos, o bien en el
universo privado del papel y la lapicera, escribiendo cartas y diarios íntimos. La expresión no es
exagerada, como muestra el novelista Marcel Proust* , por ejemplo, al describir la ansiosa voracidad con
que se entregaba a ese “placer divino” que era la lectura de ficciones. O la intensa “felicidad clandestina”
experimentada por la niña Clarice Lispector* , cuando la escritora brasileña logró tener contacto con un
libro por primera vez en su vida. Los ejemplos son innumerables, y algunos son realmente muy bellos y
elocuentes: permiten tener una idea de qué implicaba, para esos sujetos, la aventura de compatibilizarse
con ese tipo de herramientas para autoconstruirse.
Además de propiciar una zambullida dentro de las propias profundidades, la lectura y la escritura
permitían embarcar en un viaje rumbo al mundo de la imaginación plasmado en los libros. Y puede
resultar curioso para nosotros, como sujetos del siglo XXI que somos, pero en aquellos tiempos ya
bastante remotos, la literatura podía convertirse en una especie de “vicio” capaz de empujar a sus
víctimas hacia la evasión del mundo real por los suaves caminos de la ficción. En aquel entonces, no
todos los libros gozaban del prestigio que hoy poseen por el mero hecho de ser materiales de lectura,
como ocurre en nuestro mundo tan dominado por los medios audiovisuales cada vez más interactivos y
hasta tridimensionales en cuyo horizonte la “cultura letrada” parece estar amenazada de un franco
declive. En cambio, a lo largo del siglo XIX, en su apogeo, la voraz degustación de folletines y
“romances baratos”, por ejemplo, solía ser un hábito bastante criticado. Como una especie de mala
costumbre o un vicio que, de algún modo, puede compararse a cierto modo de considerar actualmente al
consumo excesivo de dispositivos como Internet, la televisión y los videojuegos.
Esa actitud censora de los viejos tiempos modernos se justificaba porque se creía que dichos artefactos
propiciaban una fuga con respecto a las tareas importantes del mundo real, como una especie de
“opiáceo” o un narcótico capaz de invadir e infectar las mentes de quienes deseaban vivir en aquellos
maravillosos mundos “de novela”. Sin embargo, más allá de la calidad de cada obra y de la moralidad de
la época que reglamentaba su producción y su consumo, lo cierto es que para las personalidades
introdirigidas de aquellos sujetos de antaño, que se refugiaban tanto en la lectura de ficción como en la
escritura de cartas y diarios íntimos, la lectoescritura constituía una vía para evadirse de sus vidas
cotidianas, que parecían anodinas o deslucidas al ser comparadas con los fulgurantes universos
ficcionales. Esas tecnologías servían como plataformas de acceso a otros mundos, que permitían
desdoblar al yo lector o escritor en múltiples dimensiones, para vivir grandes aventuras en la imaginación
y, por tanto, dentro de sí mismos. De modo que esa lectura y esa escritura tanto los evadía de sus vidas
como los invadía, enriqueciendo el acervo de sus interioridades y alimentando su autoconstrucción.
En síntesis: tanto los libros como los cuadernos y los papeles, escritos o para escribir, constituyeron
importantes herramientas al servicio de la edificación de la subjetividad moderna. Así, en contacto
cotidiano e intenso con esos artefactos, lectores y escritores de todo tipo se convertían en seres
compatibles con el universo de su época: se tornaban sujetos afinados con los ritmos y exigencias de
aquellos ya envejecidos tiempos modernos, individuos compatibles con ese proyecto de mundo que rigió
a lo largo de la era industrial. Por eso, aunque todavía sigamos usando esa palabra para referirnos a algo
reciente o novedoso, conviene volver a aclarar que solamente aquellos individuos de los siglos XIX y XX
eran absolutamente “modernos”, y por el mismo motivo ya lucen un tanto anticuados para nosotros.
Por eso mismo también sorprende que, aun habiendo sido un instrumento tan eficaz para la producción
de sujetos “útiles” en el contexto de ese tipo de sociedad, la lectura de ficciones fuera vista como un acto
a veces adictivo y hasta vergonzoso, cuyo abuso debía ser evitado. Y no sólo la lectura, sino también la
escritura de romances era considerada, en ciertos casos, algo condenable: no sólo leer demasiado, sino
también escribir mucho podía ser algo digno de censura. Por tal motivo, en algunos casos había que
esconder el cuadernito de los diarios íntimos, por ejemplo, cuya práctica tenía connotaciones
“masturbatorias”, como decían algunos médicos y moralistas de la época. Algo especialmente peligroso
para las jóvenes damas: eran actividades adictivas y pecaminosas, por ende, muy sospechosas y
potencialmente prohibidas. Por eso era necesario disimular, ocultar, esconder ese diálogo interno y
cotidiano, evitando cuidadosamente la vergüenza impensable que podría significar ser descubiertos. En
ese lejano contexto, la intimidad debía ser preservada a cualquier costo; en cierto sentido, constituía un
tesoro más valioso que la propia vida.
De todos modos, ya fuera cayendo en el vicio o no, fuese escribiendo o leyendo, parece evidente que
“estar sólo con un libro”, en la era moderna, era “estar sólo de un modo novedoso”, como nunca antes
había ocurrido en la historia. Algo sólo pensable y posible gracias a la utilización de esas herramientas
típicas de aquella época: libros, cuadernos, papeles, lápices, plumas y lapiceras. Tal vez porque esa nueva
soledad de la era moderna algo que habría sido tan raro y hasta indeseable en la Edad Media, por
ejemplo no consistía exactamente en “estar solo”. Por un lado, durante el acto de la lectura se estaba en
compañía virtual en un diálogo profundo, aunque silencioso con el autor del libro; pero además, sobre
todo y quizás principalmente, también se estaba en íntimo contacto consigo mismo.
En síntesis, saber leer en silencio fue una condición necesaria para que surgiesen las nuevas prácticas que
contribuyeron al desarrollo de una “vida interior”, esa fabulosa invención moderna, reforzando así otro
invento de esa época: la intimidad individual. Fui así como nació y se fortaleció la creencia en un yo
singular, enraizado en una esencia interiorizada “dentro” de cada individuo. Todos esos factores fueron
fundamentales para la constitución de los sujetos modernos. Por tales motivos, ahora, ese aislamiento que
demandaban la lectura y la escritura constituye una pieza clave para comprender algo importante: ¿qué
cambió en los últimos tiempos?
Visibles y online: ser conectados
A pesar de las evidentes continuidades, muchas cosas se han transformado, algunas de forma radical,
pero hay una que resulta especialmente inquietante: lo que cambió es ese tipo de individuo. Ese sujeto
moderno que leía y escribía solo, concentrado y ensimismado en un ambiente libre de ruidos y otras
intromisiones, buscando y construyendo en ese acto tanto su yo como “el sentido de la vida”. Porque
todas esas actividades y ciertos rituales concernientes al modo de efectuarlas, que hoy se consideran
típicos de aquella época eran esenciales para la formación de esa peculiar subjetividad: aquel modo de
ser y estar en el mundo, esa manera histórica de tratar consigo mismo y con los otros, que hoy estamos
abandonando de la mano de las nuevas tecnologías y los modos de vida que ellas propician.
En suma: aquel espacio íntimo y denso que constituía la sólida base de la interioridad de la “vida
interior”, de aquel núcleo oculto y verdadero, que residía “dentro” de cada sujeto moderno y era el núcleo
su yo fue construido y reforzado gracias al tipo de lectura y de escritura que floreció en el mundo
burgués de los siglos XIX y XX. Y ese modo de ser “interiorizado” necesitaba, para edificarse, no sólo
artefactos como los libros, las lapiceras, los papeles y las libretas, sino también algo sumamente valioso:
la intimidad. Por eso era vital contar con un espacio privado en el cual confinarse y recrearse junto a
grandes dosis de soledad y silencio. Ese tipo de subjetividad exigía intimidad y privacidad: para poder
crecer y ser, debía fortalecerse entre cuatro paredes y detrás de las cortinas, a la sombra de las miradas
ajenas.
Un ejemplo muy atinado para comprender ese cuadro y, sobretodo, para indagar cómo está cambiando
hoy en día, es la ardiente defensa del “cuarto propio” realizada por la escritora británica Virginia Woolf* en
la década de 1920. Se trata de una serie de conferencias luego publicadas bajo la forma de ensayos, en los
cuales la novelista reivindicaba el derecho de las mujeres a esa privacidad individual como un requisito
necesario y, sin embargo, todavía escamoteado, aun a principios del siglo pasado para que ellas también
pudieran ser alguien en el mundo moderno. El tono bellamente anticuado de esa clamor permite pensar,
ahora, en las diferencias entre todo eso y lo que sucede en pleno siglo XXI. Porque ahora son otras las
herramientas que utilizamos para la autoconstrucción, y por ende son otras las reivindicaciones políticas
que luchan por el derecho a ser alguien en el mundo contemporáneo, aunque muchos de esos
instrumentos más actuales todavía involucren el ejercicio de la lectura y la escritura.
La propuesta, entonces, consiste en analizar de ese modo a los aparatos digitales e interactivos: a esos
flamantes medios de comunicación e información móviles y portátiles con los cuales nos estamos
volviendo cada vez más compatibles. ¿Qué implica esa metamorfosis? ¿Por qué somos cada vez más
compatibles con esos aparatos teléfonos celulares, ipods y iphones, computadoras e Internet y cada vez
menos con aquellos otros más anticuados, como los libros impresos, las lapiceras y las cartas, los
cuadernos y los diarios íntimos? ¿En qué medida esas prácticas más contemporáneas nos distancian del
cuadro anterior, es decir, de aquel mundo de los siglos XIX y XX y de los sujetos modernos que lo
protagonizaron? ¿Cuáles son los impactos de esa transformación en el campo sociocultural, político y
económico? Mi intención, al formular este tipo de preguntas, es intentar comprender por qué y cómo
estamos cambiando, y cuál es el papel de los nuevos artefactos técnicos en esa mutación.
Algunos estudiosos del tema afirman que, en estas nuevas prácticas, se trata de acumular “capital social”
para destacarse de los demás frecuentadores de una misma red; y, de ese modo, ganar reputación. Ese
capital suele medirse en términos de la cantidad de amigos, de los contactos o de los seguidores que cada
uno es capaz de conquistar en sus participaciones, como criterios de valor para definir quién es cada cual
y para evaluar las flotantes cotizaciones de cada uno. Sin embargo, con el fin de desestabilizar la lógica
incuestionable y naturalizada de la acumulación de capital, que parece poder aplicarse a todos los
ámbitos de manera indistinta y con idéntica eficacia, quizás cabría preguntar: ¿para qué necesitamos
tantos contactos, amigos o seguidores? ¿Qué hacemos con ellos, en función de qué proyecto nos resultan
“dóciles y útiles”? ¿Y, de modo semejante, a qué se sirve cuando se adhiere a esos mandatos?
Es probable que aún sea demasiado difícil responder esas preguntas, pero vale la pena dejarlas abiertas,
sobre todo en su capacidad de iluminar nuestra condición histórica a la luz del cuadro decimonónico que
acabamos de visitar. En todo caso, gracias a la proliferación de estos nuevos dispositivos y a la creciente
importancia que desempeñan en la vida de cada vez más gente, pareciera que la antigua intimidad se ha
dejado infiltrar por una enorme cantidad de miradas y diálogos: una multitud de presencias virtuales y
reales que atraviesan las paredes de nuestros blindados ambientes privados y se despliegan en las
pantallas de las computadoras u otros dispositivos de comunicación.
Sin embargo, si hoy estamos en contacto con tanta gente, si nos exhibimos públicamente y conversamos
todo el tiempo con centenares o miles de personas, cabría preguntarse qué se ha hecho del silencio y de
aquella soledad que han sido tan importantes hace no tanto tiempo atrás. ¿Tal vez ya no son más
necesarios? Pero si el silencio y la soledad han perdido su vieja preeminencia, ¿eso significa que ya no
precisamos practicar la introspección para ser alguien? Y si es así, ¿cuál sería el tipo de sujeto, los modos
de ser, las subjetividades así como las formas de relacionarse con los demás, es decir, las sociabilidades
que florecen junto con las nuevas herramientas técnicas? ¿Quiénes y cómo somos ahora, y por qué?
Podríamos deducir, tal vez, que en estas nuevas prácticas no se trata más de ocultarse y encerrarse en la
soledad del cuarto privado para desarrollar la interioridad en diálogo intimista con las propias
profundidades; y, mucho menos, utilizando como instrumental prioritario a la escritura y la lectura en
papel.
Vivimos en una sociedad en la cual no por casualidad, y cada vez más es necesario hacerse visible para
ser alguien y, además, hay que estar (bien) conectado. Hay que conquistar el campo de la visibilidad de
preferencia, mediática para construir una subjetividad atractiva: elaborar y saber vender un yo visible. Y
también hay que estar siempre online, disponible e incluso reportándose todo el tiempo, siempre todos
“enredados” y en contacto con los demás. De modo exponencial, pareciera que no se trata tan sólo lo de
una opción entre muchas otras, sino que se ha vuelto imprescindible saber manejar esos recursos
mediáticos e interactivos para sobrevivir y para ser alguien en el medio ambiente del siglo XXI. Así
como en aquellos tiempos cada vez más lejanos de los dos siglos inmediatamente anteriores, otras
habilidades eran necesarias y, por tanto, se estimulaban y desarrollaban otras características tanto
individuales como colectivas.
Herramientas como los celulares e Internet, los aparatos portátiles y los dispositivos de comunicación
móvil, así como los blogs y fotologs, las redes sociales como Twitter* y Facebook* , los sitios para
intercambiar videos como YouTube* , son algunos de los canales que hoy tenemos a nuestra disposición
para consumar esa ambición. Para responder creativamente (o no) a esas demandas que forman parte de
nuestra cultura, y que por tanto constituyen el “sujeto contemporáneo”. Esos instrumentos nos
“alfabetizan” en esas tareas cada vez más imprescindibles para modelar lo que se es: enseñan a producir
lo que somos y lo que deberíamos ser, instruyen sobre los diversos modos de generarse mediáticamente
usando recursos audiovisuales e interactivos. Así, lo que muchas veces hacemos al utilizar esos
instrumentos es nada menos que elaborar y posicionar lo que somos: una tarea que no sólo es placentera
sino que también puede ser extenuante, pero en todo caso es constante y vital para cada sujeto
contemporáneo. Aprendemos cotidianamente, con eses aparatos, a administrar esa insistente obligación
de construirse como un yo visible y de estar conectados para existir; es decir, para estar en condiciones de
ser alguien en la sociedad contemporánea.
No sorprende, por tanto, que toda esa actividad también se pueda convertir en un “vicio”, retomando la
retórica moralizante que censuraba el exceso de lectura y escritura en el siglo XIX. O, usando un léxico y
un prisma más políticos: se trata de algo que puede constituir, también, una “tiranía” para los sujetos del
siglo XXI. Así como el refugio en la lectura y la escritura íntima lo han sido algún tiempo atrás,
envueltos como estaban en aquello que el sociólogo norteamericano Richard Sennett denominara “las tiranías de
la intimidad”* . Ahora, ese intimismo decimonónico fue recubierto por otras tendencias que también
pueden asumir un rostro despótico, y que apelan a la visibilidad y la conexión constantes.
Es evidente que mucho se ha ganado con los nuevos hábitos y costumbres ligados a las herramientas
digitales. Se han conquistado varias libertades con respecto a aquel sujeto interiorizado del mundo
decimonónico, por ejemplo. De algún modo, ese individuo también estaba aprisionado en sus propios
meandros interiores, y por eso solía hacer del silencio y la soledad dos bastiones tan cultivados en los
ambientes privados de la era burguesa e industrial su propia cárcel íntima y solipsista. Porque así como
la escuela, la fábrica y la prisión, el hogar burgués también era una “institución de confinamiento” de
ésas que articulaban a la sociedad industrial o “disciplinaria”, como la denominara el filósofo francés Michel Foucault* .
Instituciones en las cuales los cuerpos y las almas de los sujetos modernos eran minuciosamente
trabajadas y cinceladas, todos los días y con insidiosa persistencia, para que funcionasen con eficacia
dentro de aquel tipo de proyecto sociopolítico y económico: el capitalismo de los siglos XIX y XX.
Ahora, en cambio, son otros los cuerpos y las subjetividades que nuestro mundo necesita para ser
productivo y eficaz. La sociedad contemporánea precisa de cuerpos y subjetividades más compatibles
con sus propias premisas y objetivos; un proyecto que, a pesar de las continuidades, cada vez se distancia
más de su predecesor. Eso significa, en primer lugar, que los sujetos más útiles de la actualidad no
deberían volcarse hacia dentro de sí mismos, sino hacia afuera y, sobre todo, hacia la mirada ajena; por
eso no son más introdirigidos sino alterdirigidos. Por el mismo motivo, los muros de las escuelas, las
casas y las empresas ya no son tan importantes para definir a esas instituciones y para tornarlas viables.
El confinamiento se está volviendo obsoleto porque se ha convertido en una estrategia cada vez más
ineficaz: ya no es necesario encerrarnos para que trabajemos o para que, de algún modo, hagamos
funcionar la maquinaria del capitalismo globalizado. Ahora hay otro mecanismo de poder mucho más
valioso y eficiente que el confinamiento. ¿Cuál sería ese dispositivo*? Quizás se trate de la conexión. Y
tal vez sea por ese motivo, también, que hemos dejado de ser aquellos sujetos modernos y, hace ya
algunas décadas, estamos en plena metamorfosis rumbo a otras configuraciones corporales y subjetivas.
No somos más aquellos cuerpos enclaustrados en los espacios cerrados de la era industrial, que recurrían
a la escritura y la lectura para autoconstruirse porque necesitaban esas herramientas para crearse y para
ser quienes eran o quienes deseaban ser. Por eso las usaban activamente, las amaban y también las
detestaban, gozaban y sufrían con y por ellas. Pero ahora somos otros: junto con la obsolescencia de
aquellos utensilios también nos liberamos, de algún modo, de las presiones que imperaban en aquellos
tiempos. Aunque es muy probable que no se trate, como siempre, de una mera liberación. No hubo tan
solo una evolución tecnológica ni tampoco un simple progreso en el nivel técnico, cultural, social,
político, económico o moral. Junto con todo lo que este nuevo universo* tiene de fascinante y
promisorio, también encarnamos nuevas vulnerabilidades y fragilidades, nuevos riesgos y peligros que se
derivan de las novedades, que son consecuencia de esta mutación tanto en nuestro mundo como en
nuestros modos de ser y vivir.
¿Cuáles serían esas vulnerabilidades y fragilidades, esos riesgos y peligros de nuevo cuño? Uno de ellos
tal vez sea la amenaza quizás adictiva, a veces incluso tiránica involucrada no sólo en la necesidad de
estar siempre a la vista, sino también en las ambiguas ganas de estar todo el tiempo conectados y
disponibles. Aprovecharé estas intuiciones para lanzar aquí algunas cuestiones que pueden provocar el
debate y disparar otras líneas de pensamiento. Esas nuevas presiones que se descargan sobre nosotros y a
las cuales respondemos de forma tan interactiva como hiperactiva, ¿tal vez impliquen un nuevo pánico a
la soledad, encarnado en esa necesidad espasmódica de estar en contacto permanente unos con otros? ¿O,
inclusive, tal vez mascaren una creciente incapacidad de época: la de estar a solas y en silencio?
No sería necio aventurar que, quizás, todo eso nos esté convirtiendo en una clase de sujeto más útil, más
eficaz y productivo, más funcional, más compatible con este tipo de sociedad en que vivimos.
Parafraseando, de nuevo, a Michel Foucault, podríamos indagar lo siguiente: ¿cuando estamos
fervientemente online, por acaso nos estamos volviendo un tipo de cuerpo más dócil y útil en el contexto
de la sociedad contemporánea? Si es así, ¿en qué medida y por qué? O, como preguntaría otro filósofo
francés, Gilles Deleuze* ¿para qué se nos usa cuando embarcamos en esas actividades? Y, algo que es más
importante todavía: ¿cuáles son las herramientas y prácticas que inventaremos para reinventarnos, ya sea
a bordo de este mismo instrumental o de cualquier otro? Es decir, ¿cómo haremos para cuestionar y
reinventar lo que somos y este mundo en que vivimos?
Para ir concluyendo este periplo, cabe citar un último ejemplo: los flamantes dispositivos que brindan
servicios de geolocalización. De algún modo, estos aparatos constituyen un avance más rumbo a aquello
que el mismo Deleuze denominara “sociedad de control”, ya que ofrecen recursos seductores y útiles
para equipar los modos de vida contemporáneos. Sin embargo, en contrapartida, también contribuyen a
ajustar, cada vez más, las redes de poder que movilizan al mundo actual; y que de alguna manera también
nos amarran a sus engranajes. Por supuesto, no se trata de un tipo de poder centralizado y jerárquico que
estaría controlándonos a todos como una especie de Big Brother totalitario y represor, sino de un tipo de
control mucho más complejo y sutil. Todo el tiempo, todos, estamos siendo controlados por todos, sin
olvidarse del imprescindible autocontrol.
Y, además, nos gusta. Esa experiencia suele vivirse como una elección libre y personal, según la cual
nadie considera estar obligado a nada, inclusive pensamos que podemos desistir en cualquier momento y
ejercer la “desconexión” a gusto. Sin embargo, también sabemos que una actitud de ese tipo resulta cada
vez más difícil, y tanto la intensificación del uso de los dispositivos de comunicación móviles como la
expansión de los sistemas de geolocalización confirman esa tendencia. Por un lado, las herramientas de
ese tipo nos atraen y las adoptamos rápidamente, se van incorporando a la vida cotidiana y terminamos
acostumbrándonos a contar con ellas. Por otro lado, el componente “tiránico” también se hace presente
en esa múltiple interdependencia, suscitando una incomodidad que puede llegar a despertar cierta
impresión de asfixia. O de excesivo control, justamente, suscitada por el hecho de tener que reportarnos
constantemente en redes como Twitters y Facebooks, por ejemplo, o la necesidad de estar siempre
disponibles a través del celular, dejando vestigios de por dónde andamos al usar las tarjetas de crédito y
los más diversos medios de comunicación móviles, y actualizándonos sin pausa sobre todo lo que hacen
o no hacen nuestros múltiples contactos desperdigados por el planeta.
No sorprende que todo eso esté empezando a provocar cierto agotamiento, que también corre el riesgo de
naturalizarse para integrar la textura habitual de nuestras vidas. Ese deseo de desconexión es cada vez
más insistente, aunque mezclado con él y de un modo aparentemente contradictorio, también crezcan las
ganas de conectarse. Y aunque a veces se la desee intensamente, esa desconexión se ha vuelto cada vez
más utópica, imposible de lograr en medio a un torbellino constante y creciente de estímulos y presiones.
Basta con pensar en el clásico imaginario de la isla desierta, por ejemplo, que prácticamente no existe
más, ni siquiera como un sueño o una fantasía. Porque ya no es posible huir hacia un lugar que no tenga
conexión alguna, e incluso porque probablemente no nos gustaría si llegáramos a encontrarlo: no es tan
descabellado pensar que quizás no toleraríamos por mucho tiempo esa desconexión que, inundada de un
silencio y una soledad cada vez más inauditos, podría llegar a ser insoportable.
Es en este sentido, por tanto, que las nuevas herramientas técnicas se enquistan en la vida cotidiana y
ayudan a modelar un nuevo mecanismo de poder, mostrando así la faz menos luminosa de estas
maravillosas conquistas del siglo XXI. Además de inocularnos diariamente sus enormes dosis de
regocijos y placeres, además de ser muy útiles y hasta imprescindibles en la vida de cada sujeto
contemporáneo, también nos amarran y nos presionan. De ese modo, nos constituyen como sujetos
típicamente contemporáneos, estimulando la configuración de cuerpos y subjetividades compatibles con
sus formatos, e inhibiendo desarrollos alternativos al impedir el surgimiento de otros modos de ser y estar
en el mundo.
Una pregunta final
“La lectura”
Pablo Picasso, 1932
Para concluir, quisiera esbozar una pregunta final. En esta “sociedad del espectáculo” en que vivimos,
altamente mediatizada e hiperconectada, se están modificando las maneras en que construimos lo que
somos porque cambian las reglas y los sentidos de la edificación del yo así como los modos en que nos
relacionamos con los demás, privilegiando la conexión permanente con más y más personas al mismo
tiempo, además de las características visibles de la personalidad como el aspecto físico y la
performance, en vez de ciertas cualidades antes consideradas más valiosas, pero que se pensaban como
siendo ocultas, esenciales o “interiores”. La cuestión es la siguiente: en este contexto en fascinante
mutación, ¿cómo podemos aprovechar estas herramientas de un modo realmente creativo y liberador?
¿Es posible apropiarse de ellas para usarlas de una manera disruptiva, capaz de desafiar esta lógica que le
es propia y en la cual nos mantiene amarrados? ¿Cómo utilizar eses aparatos de una forma que sea capaz
de cuestionar sus propios mecanismos, su método despótico y sus sentidos utilitarios? Buscar posibles
respuestas para esas preguntas equivaldría a cuestionar nada menos que lo que somos, en nuestra
condición de sujetos históricos, ampliando así tanto el campo de lo pensable como el de lo posible.
Cierre
Modificación de las maneras en que construimos lo que somos y, también, de los modos de relacionarnos
con lo demás. Vaya cambio para pensar en los múltiples efectos que esto conlleva como así también en
las reglas de juego e intercambio que lo sostienen. Se trata de una mutación profunda, de forma y de
fondo, estructural. Imposible de ser negada. Su carácter vertiginoso, multidireccional y poco medible
opaca nuestra capacidad de análisis. Y nuestro carácter de testigos en presente de estos cambios dificulta
nuestra posibilidad de distanciamiento para ello
Por eso, vale la pena dejar picando la pregunta de la autora sobre el modo creativo y liberador de
aprovechar estas transformaciones. Una alerta que también vale para leer aquello que se mantiene,
aquello que pervive, aquello que se actualiza. Porque, en definitiva, los cambios tecnológicos no son más
que invenciones humanas y, frente a lo inevitable de su influencia en nuestros modos de ser y de
relacionarnos, también juega nuestra capacidad de reinvención.
Hagamos jugar esto en relación con la escuela, con nuestro papel allí e incluyendo en el análisis las
formas culturales que en ella conviven y nos toca ayudar a procesar. Ensayemos la posibilidad de mirar la
relación entre tecnología, cultura y sujetos como movimientos que trazan distintas cartografías, no
excluyentes, todas válidas y valiosas para pensarnos en sociedad.
Para eso, como bibliografía obligatoria les proponemos un artículo de la misma autora de la clase en el
que avanza en sus reflexiones argumentando sobre la escuela posible y la escuela deseable para
acompañar este los cambios culturales en presente. Desde allí, y retomando una mirada histórica sobre el
papel de la escuela en la conformación de subjetividades, analiza diversas instantáneas sociales,
culturales y escolares de nuestro tiempo y se pregunta* por la función actual de la escuela en tiempos de
sociedades informatizadas, redes sociales y permanente conexión.
Como lectura optativa les proponemos un texto de Leonor Arfuch* en el cual la autora se pregunta y nos
pregunta acerca del impactante desarrollo que han tenido en nuestra época las narrativas del "yo"
(biografías, autobiografías, entrevistas, diarios íntimos, cuadernos de viaje, reality show, talk show, entre
muchas otras) y acerca de la relación entre esas narrativas y la construcción de la subjetividad. Estas dos
cuestiones se tejen desde la necesidad de construir tanto la propia historia como la historia de los otros a
través de la escritura y desde la necesidad (o voracidad) por la lectura de textos que narren esas historias
de vida y nos permitan espejarnos en las vidas de los otros. En otras palabras, la escritura y la lectura de
estas narraciones dan lugar a la construcción de la subjetividad, a la búsqueda de sentido de la propia
historia, al proceso de identificación en diálogo con la subjetividad de los otros.
Bibliografía obligatoria
Sibilia, Paula (2012) La escuela en un mundo hiperconectado: ¿redes en vez de muros?. En Revista
Educación y Pedagogía, vol. 24, núm. 62, eneroabril, 2012, pp. 135144. Accedé haciendo clic aquí.
Bibliografía optativa
Arfuch Leonor (2005) “Historias de vida: subjetividad, memoria, narración”. En Diploma Superior en
Lectura, escritura y educación. FLACSO Virtual.
Itinerarios de lectura
1) Si desean conocer reflexiones y estudios sobre el impacto de los cambios culturales en la
construcción de subjetividades les recomendamos:
Sibilia, Paula (2005) El hombre postorgánico: Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales. Buenos
Aires, Fondo de Cultura Económica.
A través de un análisis reflexivo, Paula Sibilia nos invita a recorrer los nuevos mecanismos del
capitalismo postindustrial. En el cruce entre la biología y la informática, la autora recorre los meandros
de la tecnociencia contemporánea poniendo la lupa en la insistencia por superar las limitaciones
naturales. Como telón de fondo a estas operaciones, la transformación del ciudadano en consumidor y la
mutación de los mecanismos de control. Sobre el planteo central de este libro, la misma autora
caracterizó: “Es una reflexión bastante amplia sobre cómo las nuevas tecnologías, en especial dos áreas
de la tecnociencia, la teleinformática y las nuevas ciencias de la vida (genética, neurociencia, biología
molecular), y sus descubrimientos recientes están afectando en la última década la forma en que
pensamos la vida, la naturaleza y el cuerpo, y también, nuestra concepción de ser humano.”
Illouz, Eva (2007) Intimidades congeladas. Buenos Aires, Katz Editores.
Habitualmente se ha afirmado que el capitalismo tiene un rostro frío, desprovisto de emociones, guiado
por la racionalidad burocrática, ajeno a los sentimientos; que el comportamiento económico está en
conflicto con las relaciones íntimas y que las esferas pública y privada se oponen irremediablemente.
Sin embargo, en esta obra tan inteligente como provocadora, Eva Illouz muestra de qué modo el
capitalismo ha alimentado una intensa cultura emocional, favoreciendo el desarrollo de una nueva cultura
de la afectividad. Así, mientras el yo privado se manifiesta más que nunca en la esfera pública, las
relaciones económicas han adquirido un carácter profundamente emocional y las relaciones íntimas se
definen cada más por modelos económicos y políticos de negociación e intercambio. Eva Illouz explora
este "capitalismo emocional", que se apropia de los afectos al punto de transformar las emociones en
mercancías, en una variedad de lugares sociales, desde la literatura de autoayuda, las revistas femeninas y
los grupos de apoyo, hasta las nuevas formas de sociabilidad nacidas de Internet.
Sibilia, Paula (2008) La intimidad como espectáculo. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
“¿Cómo se llega a ser lo que se es? Esto se preguntaba Nietzsche en el subtítulo de su autobiografía
escrita en 1888, significativamente titulada Ecce Homo y redactada en los meses previos al ´colapso de
Turín´.
Después de ese episodio, el filósofo quedaría sumergido en una larga década de sombras y vacío hasta
morir “desprovisto de espíritu”, según algunos amigos que lo visitaron. En los chispazos de ese libro,
Nietzsche revisaba su trayectoria con la firme intención de decir ´quién soy yo´. Para eso, solicitaba a sus
lectores que lo escucharan porque él era alguien, ´pues yo soy tal y tal, ¡sobre todo, no me confundáis
con otros!´.”. Recuperando tal pregunta filosófica, la autora inicia este libro a través del cual analiza las
claves con las que se presenta la exhibición de la intimidad en la escena contemporánea y los diversos
modos que asume el yo de quienes deciden abandonar el anonimato para lanzarse al dominio del espacio
público a través de blogs, fotologs, webcams y sitios como YouTube y FaceBook. A partir de la hipótesis
de que todos estos fenómenos representan un momento cultural de transición que anuncia una verdadera
mutación en las subjetividades, Paula Sibilia analiza el veloz distanciamiento que se ha producido en los
últimos años respecto de las formas típicamente modernas de ser y estar en el mundo, y de aquellos
instrumentos que solían usarse para la construcción de sí mismo, hoy casi totalmente eclipsados.
2) Si desean leer trabajos sobre la cultura digital* y sus efectos en la idea de tiempo y comunicación, les
recomendamos:
Fernández Porta, Eloy (2008) Homo Sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop. Barcelona,
Anagrama.
Catalogado en alguna crítica literaria como “el hijo de Deleuze” este joven autor nos presenta tres
ensayos en los que, a manera de bricoluer, se amalgaman el estilo universitario con el registro de una
revista de tendencias. Su tema central: el tiempo e la sociedad de consumo. Articulando sus reflexiones
alrededor de tres categorías (lo Urpop, el Real Time, y el Trash deluxe) la hipótesis que sobrevuela es la
desaparición de toda frontera entre la “alta cultura” y la “cultura de masas”. En sus propias palabras, el
Homo sampler es un “crítico y un activista que ve que su tiempo es tecnológicamente producido y
reacciona utilizando medios técnicos, a través del arte o de la red 2.0 de Internet”.
De Ugarte, David (s/f) El poder de las redes. Manual ilustrado para personas, colectivos y empresas..
Disponible en http://www.deugarte.com/gomi/el_poder_de_las_redes.pdf [fecha de consulta: mayo
2012].
Interesado en el fenómeno individual y social de las redes, este autor propone un análisis desplegado en
tres temas centrales. En la primera parte presenta una breve historia de cómo las redes sociales, el mapa
de relaciones a través del cual se mueven las ideas y la información, han cambiado a lo largo del tiempo
impulsadas por las distintas tecnologías de comunicación. La segunda parte se centra en los nuevos
movimientos políticos, desde las Revoluciones de Colores en el Este de Europa hasta las ciberturbas en
distintos lugares del mundo, para finalmente trazar los dos modelos fundamentales de ciberactivismo que
llevan a la difusión masiva de nuevos mensajes desde la propia red. Y en la tercera parte se presentan
algunas conclusiones para personas, empresas y colectivos de todo tipo sobre cómo comunicar
socialmente en un mundo en red distribuido, un mundo en el que todos somos potencialmente
ciberactivistas. Una propuesta interesante que ya desde su presentación pone en movimiento los valores
asumidos en la era digital (la publicación es de dominio público) ya que, como sostiene su autor: “Si la
estructura de la información –y por tanto del poder– adoptaba hasta ahora una forma “descentralizada” –
con poderes “jerárquicos” e instituciones y personas con “poder de filtro”–, las tecnologías como Internet
la impulsan a asumir cada vez más una forma “distribuida” en la que cualquiera puede, potencialmente,
encontrar, reconocer y comunicar con cualquiera”.
Igarza, Roberto (2009) Burbujas de ocio. Nuevas formas de consumo cultural.. Buenos Aires, La Crujía
Ediciones.
Nadie mejor que su propio autor para presentar el eje y los contenidos de este libro (En:
http://robertoigarza.wordpress.com/ [fecha de consulta, febrero 2011): “El libro focaliza en las nuevas
formas de consumir cultura a partir de la transformación en la distribución de los tiempos de ocio, sobre
todo, de las personas que habitan en las grandes ciudades. El ocio se distribuye y consume cada vez más
en pequeñas dosis de fruición. La vida laboral y extralaboral se ha colmado de pequeñas pausas. Las
nuevas generaciones entremezclan las actividades de producción y de entretenimiento de manera muy
diferente de las generaciones anteriores. Su mundo está repleto de micropausas que coinciden con el
tiempo de ver un video en Internet o consultar un blog. El ocio se ha vuelto intersticial, se escurre entre
bloques económicamente productivos, entre las tareas para el colegio, en los tiempos de espera, durante
los cortos desplazamientos. Con la aparición de estas burbujas de tiempo, los nuevos medios y los
dispositivos móviles tienden a jugar un rol protagónico en la vida de las personas y en el consumo
cultural. Son los que mejor se adaptan a estas nuevas formas de distribución de los tiempos de ocio. Más
que ninguna otra, la recepción móvil favorece el empleo de estas burbujas para acceder e, incluso,
producir y distribuir contenidos que, generalmente, son brevedades”.