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Este texto es un fragmento del libro de Juan Carlos Siurana titulado Felicidad a golpe
de autoayuda. Tu vida en manos de un best seller, Plaza y Valdés, Madrid, 2018,
páginas 313-325.
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por qué. Piensa que esta tarea es el primer paso para poder realizar después una crítica
de la cultura actual.
La exploración del discurso terapéutico es un terreno ideal para comprender
cómo funciona nuestra cultura por varios motivos:
1.- El discurso terapéutico hace emerger nuevos códigos y significados
culturales.
2.- No hay otro marco cultural, con la excepción del liberalismo político y la
eficiencia económica, que haya ejercido una influencia tan decisiva en los modelos del
yo del siglo XX. Según datos que ella maneja, casi la mitad de los estadounidenses han
consultado a un profesional de la salud mental. Además, la perspectiva terapéutica ha
sido institucionalizada en varias esferas de la sociedad contemporánea, como las
empresas, los colegios o las familias. El discurso terapéutico ha llegado a constituirse en
uno de los principales códigos con los cuales expresar, conformar y guiar al yo.
3.- La psicología ofrece un cuerpo de conocimientos que se ha difundido a lo
largo del mundo a través de una amplia variedad de industrias culturales: libros de
autoayuda, talleres, talk shows televisivos, programas de radio con llamadas de los
oyentes, películas, series de televisión, novelas, revistas, etc.
Illouz nos desvela que la principal estrategia de su libro es examinar “de qué
manera el discurso terapéutico ha sido incorporado dentro de diferentes escenarios
institucionales, tales como la empresa, la familia y las prácticas corrientes de la
autoayuda (…), y cómo organiza las relaciones sociales en cada una de estas esferas”. Y
añade: “El objetivo de este libro, entonces, es no solo documentar los diversos aspectos
de la cultura terapéutica sino también localizar la emergencia de una nueva estructura
cultural, una tarea que rara vez ha sido emprendida por los sociólogos de la cultura”.
La posición de Illouz es que “el discurso terapéutico representa un modo
formidablemente poderoso y moderno por excelencia de institucionalizar el yo”.
Esta autora se pregunta por qué y cómo el lenguaje terapéutico ha llegado a
definir la manera en que el individuo se interpreta a sí mismo y su idea de vida buena.
También se pregunta qué hay de objetivo en esta visión terapéutica de las personas y
por qué tiene tanto éxito.
En las conclusiones de su libro, Illouz escribe: “Mi argumento principal ha sido
que la terapia se ha convertido en la lingua franca de la nueva clase de los servicios en
la mayoría de los países con economías capitalistas avanzadas, porque brinda el juego
de herramientas para que los yoes desorganizados puedan manejar las conductas de sus
vidas en las organizaciones sociopolíticas contemporáneas”.
Piensa que la disciplina del psicoanálisis se apoderó rápidamente de la cultura
estadounidense porque ofrecía recetas, planes de acción, metáforas y patrones narrativos
que ayudaron a los hombres y a las mujeres modernos a arreglárselas con la
complejidad creciente y la incertidumbre normativa de las vidas modernas, más
notablemente en el lugar de trabajo y en la familia.
A partir de entonces, el yo se ha convertido en el emplazamiento principal para
el manejo de las contradicciones de la modernidad, entre ellas las siguientes:
1.- Tornarse independiente, pero atento a las necesidades de otros.
2.- Manejar las relaciones de manera muy racional, pero estar muy concentrado
en las emociones propias y las de otros.
3.- Ser un individuo único, pero cooperar constantemente con los otros.
La psicología ha ofrecido técnicas para manejar esas contradicciones. Y la
ideología del lenguaje promovida por la terapia reside en las siguientes creencias:
1.- Que el autoconocimiento se obtiene mediante la introspección.
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2.- Que la introspección puede a su vez ayudarnos a entender, controlar y
adaptarnos a nuestro entorno social y emocional.
3.- La expresión verbal es clave para las relaciones sociales.
Pero Illouz piensa que la narrativa terapéutica ha producido una multiplicidad de
formas de sufrimiento: “Hay una ironía dolorosa en el discurso terapéutico. Cuanto más
se sitúan las causas del sufrimiento en el yo, más se comprende al yo en términos de sus
problemas, y más numerosas son las enfermedades ‘reales’ del yo que se producirán.”
El yo es invitado a concebirse a sí mismo como una entidad que padece
problemas emocionales y psicológicos. En la visión del mundo terapéutica
contemporánea el sufrimiento se ha convertido en un problema que debe ser manejado
por expertos de la psiquis. “La perturbadora pregunta en relación con la distribución del
sufrimiento (o teodicea) (¿Por qué los inocentes sufren y los malos prosperan?), que ha
obsesionado a las religiones y a las utopías sociales modernas, ha sido reducida a una
banalidad sin precedentes por un discurso que entiende el sufrimiento como el efecto de
emociones mal manejadas o de una psiquis disfuncional, o incluso como una etapa
necesaria del propio desarrollo emocional.”
Para Illouz, la psicología clínica es el primer sistema cultural que se deshace
totalmente del problema de la teodicea, haciendo que la mala fortuna sea el resultado de
una psiquis herida o mal manejada. Cumple así con uno de los objetivos de la religión:
explicar, racionalizar y en última instancia, siempre, justificar el sufrimiento.
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necesitamos arremangarnos y ponernos a luchar contra unos obstáculos terribles. El
primer paso es que nos despertemos de esa fantasía colectiva que es el pensamiento
positivo.
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Si las cosas van mal, la paciente solo se puede culpar a sí misma: no está siendo
lo bastante positiva; posiblemente sea esa actitud suya, tan negativa, lo que de hecho
atrajo el cáncer. Llegados a este punto, la exhortación a pensar en positivo es una carga
más para la paciente. El peso de no ser capaz de pensar en positivo gravita sobre el
paciente como una segunda enfermedad.
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Antes de que se iniciara la crisis económica en 2008, conocida como La Gran
Recesión, los excesos eran habituales: los ricos viajaban en avión privado, mantenían
varias casas abiertas y contrataban a un ejército de asistentes personales, se alojaban en
habitaciones de hotel de 34.000 dólares por noche, y podían tomarse el Martini de
10.000 dólares del hotel Algonquin, que se servía con un diamante en la copa.
A pesar de las grandes desigualdades mundiales, en los indicios del siglo XXI, el
discurso era que todo iba bien y que, para quienes estuvieran dispuestos a hacer un
esfuerzo iban a ir muchísimo mejor.
En 2004 se publicó un libro de autoayuda, escrito por Harvey Mackay titulado,
We Got Fired!... And It’s the Best Thing That Ever Happened to Us. [¡Nos
despidieron!... Y es lo mejor que nos ha pasado nunca]. Los empresarios confiaban en
que el pensamiento positivo aplacara a las víctimas de las reestructuraciones y
fomentara en los supervivientes las ganas de hacer un esfuerzo aún más heroico.
Para los pensadores positivos, las desigualdades económicas tampoco eran
motivo de preocupación, ya que cualquiera podía hacerse millonario en cualquier
momento si se concentraba en esa idea.
Dos investigadores de la Brookings Institution comentaban en 2006: “La
mayoría de los estadounidenses encuestados cree que en el futuro ganará más que la
media (a pesar de que eso sea una imposibilidad matemática)”.
Casi nadie predijo el colapso financiero, porque los optimistas profesionales
dominaban el mundo de las predicciones económicas. Y la gente usaba su casa como
aval para créditos al consumo.
A finales de 2008 Paul Krugman se preguntó por qué no se había visto lo que
venía: “a nadie le gusta un aguafiestas” se contestó.
Según Ehrenreich, “el optimismo explica por qué gastamos tanto y ahorramos
tan poco”. A eso hay que añadir la sensación de “yo lo valgo” que lo acompañaba. Así,
nos cuenta la historia de una persona que tras ver el deuvedé de El Secreto se compró un
bolso porque se lo merecía.
En 2006 la deuda de los hogares alcanzó un récord: suponía el 133 por ciento de
los ingresos.
Un espécimen ejemplar de esta gestión irracional fue Joe Gregory, ex presidente
y ex jefe de operaciones de la ex compañía de inversiones Lehman Brothers. Según un
artículo publicado en la revista Time en 2008, el tedio de los análisis de riesgo bien
detallados no iba con él. En un discurso público dijo: “Confiar en tus corazonadas, en tu
juicio, creer en ti mismo […] y tomar decisiones respaldadas por esa confianza es algo
de una potencia asombrosa”. A veces suponía hacer exactamente lo contrario de lo que
recomendaba un informe.
Una de las escasas voces discordantes era Eric Dezenhall, “gestor de crisis”, que
se presentaba así: “Le voy a decir algo que no le va a gustar: una crisis no es una
oportunidad”. Ehrenreich le preguntó si creía que los cargos directivos de las empresas
habían llegado al punto de creerse la “ley de la atracción”. Le contestó que esa forma
de pensar era “un virus” en las empresas norteamericanas.
Y el sector financiero no fue inmune a ese “virus” del pensamiento positivo. Las
empresas contrataban a oradores motivacionales o “entrenadores”, y en algunos casos
incluso generaron los suyos propios.
También nos cuenta la historia de un mártir del sistema, Mike Gelband, que
dirigió la división inmobiliaria de Lehman Brothers. Gelband estaba nervioso en 2006
porque le parecía que se estaba creando una burbuja inmobiliaria. Al presidente y jefe
ejecutivo, Richard Fuld, le dijo que tenían que replantearse el modelo de negocio. Fuld
lo despidió. Dos años más tarde, Lehman quebró.
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Los coaches o motivadores recomendaban purgar a la “gente negativa” de la
plantilla. En el Reino Unido, se estima que uno de cada tres directivos de las primeras
cien empresas por valor en Bolsa tenía un coach, es decir, un “entrenador” particular en
2007.
Los altos ejecutivos promovían el pensamiento positivo entre sus subordinados,
regalándoles libros de motivación o invitándoles a esas conferencias en las que se
hablaba de visualizar el éxito, de trabajar más y de quejarse menos.
Los pensadores positivos decían: “controla tus pensamientos, ajusta tus
emociones, concéntrate en tus deseos, y quítate de en medio a la gente negativa”.
Ser positivo es lo normativo, lo que uno tiene que ser. Hemos llegado a utilizar
los términos “positivo” y “bueno” casi como sinónimos. Ehrenreich ve en ello una ética
que nos rodea, donde solo hay dos opciones: “o ves el lado bueno de las cosas y te pasas
el día controlando tu actitud y revisando tus percepciones… o te vas al lado oscuro”
Ella no defiende que seamos negativos, porque eso es igual de engañoso. La
alternativa es tratar de ver las cosas “como son”, sin pintarlas con nuestra fantasía.
Ehrenreich nos pone el siguiente ejemplo: Confiamos en que los pilotos de avión
sepan anticipar un fallo en el motor, no que piensen que siempre aterrizarán sin
incidencias.
La psicóloga Julie Noren llama “el pesimismo defensivo” a esta necesidad de
ponerse en el peor de los casos, algo que también necesita hacerlo el que conduce un
coche.
La mayoría elegiríamos a un médico que esté dispuesto a investigar si el
diagnóstico podría ser el peor posible, en vez de uno que llegue enseguida a la
conclusión de que todo está fenomenal.
Para un cuidador concienzudo de niños, el mundo es un campo de minas: hay
juguetes con partes pequeñas que los bebés tragan, alimentos perjudiciales o tóxicos,
conductores locos, pederastas y perros agresivos.
Y si los niños llevan un rato callados, la madre y el padre pensarán que un
hermano ha estrangulado a otro, o que han metido un tenedor en el enchufe.
Además es necesario tener una visión abierta y crítica de las cosas. Los mejores
estudiantes son aquellos capaces de hacer preguntas incisivas, incluso a riesgo de poner
al profesor en un apuro. Un licenciado universitario debería ser capaz de defender un
punto de vista contrario al de sus compañeros o apoyar una teoría nueva. La sociedad
necesita a gente que haga eso que los gurús del pensamiento positivo nos instan a evitar:
analizar e intelectualizar “demasiado”.
Atul Gawande, médico, dice que, para él, la verdadera clave es el pensamiento
negativo: buscar, y a veces incluso esperar, los fallos.
El ser realista es un requisito básico para la supervivencia. Martin Seligman se
refiere a la angustia y al pesimismo como vestigios inútiles del pasado. Pero sigue
habiendo peligros, por ejemplo, el cambio climático.
En los últimos veinte años quienes no comulgaban con el pensamiento positivo
dominante se veían aislados, ridiculizados, instados a superar ese apego morboso hacia
las ideas negativas. En Estados Unidos, si te quejabas de la injusticia económica, te
acusaban de haberte buscado tu propia suerte. Pero también en la antigua Unión
Soviética, igual que en los países del Este y en Corea del Norte, los censores han
exigido que el arte, la literatura y el cine estuvieran llenos de alegría, para no cuestionar
el sistema.
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Milan Kundera escribió en 1968 una novela titulada La broma, en la que un
personaje envía una tarjeta postal con la frase “El optimismo es el opio del pueblo”. Al
personaje le acusan de enemigo del pueblo. El propio Kundera fue expulsado del
Partido Comunista, sus libros desaparecieron de librerías y bibliotecas, y se le prohibió
viajar a los países occidentales.
Los regímenes estalinistas se apoyaban en el aparato del Estado para imponer el
optimismo, pero las democracias capitalistas confían en el mercado para que les haga el
trabajo. En Occidente los líderes del pensamiento positivo venden discursos, libros y
deuvedés.
Pero, como reconocía un reportaje de la revista Psychology Today en enero de
2009 los estadounidenses en conjunto se han vuelto más tristes y más angustiados.
Ehrenheim escribe: “A veces necesitamos dar rienda suelta a nuestros miedos y
nuestros pensamientos negativos, y siempre viene bien estar alerta ante el mundo que
nos rodea, aunque eso nos obligue a absorber malas noticias y a prestar oídos a la gente
‘negativa’. Ya deberíamos haber aprendido que es peligroso no hacerlo”.
En términos globales, el mayor obstáculo para la felicidad es la pobreza. Los
países más felices del mundo suelen ser los más ricos. El New York Times hizo una
encuesta en 2009: las zonas más felices de Nueva York eran también las más
acomodadas.
Los pensadores positivos atribuyen la pobreza a una incapacidad obstinada para
abrazar la abundancia. Ehrenreich concluye: “Nos enfrentamos a problemas reales, y
solo podremos afrontarlos si pensamos menos en nosotros mismos y nos ponemos
manos a la obra en el mundo real. Habrá que construir diques, llevar comida a los
hambrientos, encontrar remedios y dotar adecuadamente al personal de primeros
auxilios. Quizá no todo nos salga bien, seguramente no todo salga bien a la primera,
pero –si se me permite terminar confesando mi secreto personal de la felicidad-
podemos pasarlo muy bien mientras lo intentamos”.