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La expresión “ver pasar la vida frente a tus ojos” siempre me ha confundido.

No podía
siquiera imaginar la sensación, hasta ese día. Un pie dentro y otro fuera, el aire frio de la
noche recorriendo la mitad de mi rostro, una orden entre susurros roncos y músculos
tensos, una aparente pequeña decisión, con las opciones inclinándose entre la vida y la
muerte, con cada segundo de afilado y expectante silencio condenando el aire, aplastando
mis pulmones.

En aquel momento podía escuchar mi reloj interno deteniéndose, mi corazón latiendo, la


sangre rebosante de adrenalina corriendo por mis venas. En aquellos eternos segundos de
duda, pude ver desplegados ante mí todas mis memorias, un libro con millares de páginas.
Uno tras otro, empezaron a reproducirse de forma vívida.

Recordé aquella noche calurosa de mitad de semana, hace 11 años. Una cena casual en un
restaurante de comida rápida, acompañada de mi padre, quien era profesor en una
universidad cercana. Él bromeaba y le sonreía, con una mirada que mi joven mente no
supo interpretar, a una jovencita cuya cara ubicaba vagamente dentro del salón de clase
unas horas antes. Gran parte de la conversación era vaga, sonidos inentendibles, ruido de
fondo. Aun así, recordaba la curiosidad inocente y la confusión ante las palabras raras que
usaban los mayores, ¿qué significaba eso de “embabazo” ?, ¿por qué la chica se ponía tan
roja? ¿estaba tan picante su arepa rellena? Le resté importancia y seguí comiendo,
balanceando las piernas en la silla y tarareando una melodía.

El ambiente cambió repentinamente. Las páginas del libro comenzaron a pasarse más
rápidamente, mostrando ecos de discusiones a mitad de la noche, gritos amortiguados
por la puerta, mientras veía como las nubes de malestar e irritabilidad con atisbos de odio
se condensaban alrededor de él. La tensión desbordaba las márgenes, palpable y densa,
haciendo cada vez más difícil respirar. Logré vislumbrar las caras de varias antiguas
empleadas, despedidas sin contemplaciones, cuyos ojos lucían el mismo brillo desafiante y
lascivo de la joven universitaria, también los estallidos de ira y las lágrimas calientes por el
terror. Las amenazas hacían eco en la distancia, mientras recordaba ponerme de cuclillas
tras la puerta aquel día que una de las muchachas se bajaba de un taxi luciendo
jactanciosa su redonda panza, e insistió en conversar con mi madre (quien me mandó a
jugar afuera por un par de horas, orden que la curiosidad impidió obedecer). Su vaporoso
cabello negro se caía con cada cambio de página, su rencor se acentuaba con cada
mentira, con cada deuda acrecentada, con cada préstamo a sus espaldas, con cada cuenta
vaciada indiferentemente.

De pronto, la ilusión se rompió. El tiempo volvió a correr, inmutable y cínico, al igual que
los escalofríos y el amargor del miedo que recorrían mi espalda. Volví a escuchar los
sollozos a mi espalda, rogándome que corriera sin mirar atrás. Mis nudillos estaban
blancos de lo fuerte que sujetaba el pomo de la puerta, con la amenaza de muerte
respirando en mi nuca.
Debía decidir si salir y salvarme, arriesgando a mi madre, o quedarme, obedecer, y ver
cómo salvarnos a ambas de alguna manera. Un paso de la bestia iracunda bastó para
trazar un plan. Escapé hacia el segundo piso, esquivándolo a él por los pelos,
retrasándome lo necesario para verlo arrastrar por el pelo a mi madre de regreso a las
sombras del patio.

El resto de la noche es borrosa. Recuerdo vagamente agarrar el celular, los dedos


demasiado temblorosos para desbloquearlo, el sudor frío empañando la vista. Un
mensaje, una llamada entre sollozos y un golpeteo en la puerta principal después, pude
volver a respirar a duras penas, llorando mientras me desmayaba del alivio, agradecida
por poder seguir sintiendo mi corazón latir un día más.

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