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Literatura, Estado y Nación en el siglo XIX argentino: el poder instituyente del


discurso y la configuración de los mitos fundacionales de la identidad

Resumen

A lo largo del siglo XIX los procesos de territorialización y apropiación discursiva del
espacio en Argentina fueron configurados desde procesos escriturarios y desde
interacciones discursivas que instituyeron performativamente un proyecto de país, de
Estado y de Nación, definiendo el «cuerpo de la patria y sus límites, su territorio y su
identidad, lo que debía formar parte de ese cuerpo y lo que no, su política de inclusiones y
de exclusiones bajo el conjuro de una idea de lo que debía ser «la Nación». Cuando
relacionamos performatividad y prácticas literarias fundacionales aparecen convocados
dos aspectos relacionados : por un lado el papel jugado por las élites criollas en su
esfuerzo por articular discursos nacionales con intenciones de constituir imaginarios
culturales de identidad, y, por otro, el hecho de que esos discursos aparecen impuestos a
través de las relaciones que se instauran entre el poder que inviste a los productores de
esos discursos y la legitimidad que emerge del conocimiento que ostentan gracias a ese
poder. En este marco, el objetivo de nuestro trabajo lo constituye el análisis de la
performatividad que opera en los «discursos fundacionales» de la «literatura nacional», en
la Argentina del siglo XIX.

Performatividad, discurso e identidad

Literatura y Nación en el siglo XIX argentino

Los dispositivos fundacionales y la construcción hegemónica de la identidad


nacional

Las cadenas de lectura y los procesos de exclusión

Literatura, identidad y memoria

A lo largo del siglo XIX los procesos de territorialización y apropiación discursiva del
espacio en Argentina fueron configurados desde procesos escriturarios y desde
interacciones discursivas que instituyeron performativamente un proyecto de país, de
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Estado y de Nación, definiendo el «cuerpo de la patria y sus límites, su territorio y su


identidad, lo que debía formar parte de ese cuerpo y lo que no, su política de inclusiones y
de exclusiones bajo el conjuro de una idea de lo que debía ser «la Nación». (Moyano,
2002: 51)

En este marco, el objetivo de nuestro trabajo lo constituye el análisis de la


performatividad1 que opera en los «discursos fundacionales» de la «literatura nacional»,
en la Argentina del siglo XIX. Para ello, partimos del reconocimiento de un doble proceso
performativo en el que es visible que, en la misma medida en que fueron desarrollando
desde las primeras décadas del siglo XIX un proyecto de «Nación política» y las bases de
un Estado liberal, el grupo de escritores-proyectistas de ese propio «programa
nacionalizador» funda una idea y un proyecto de «Nación literaria». Simultáneamente, ese
proceso de performatividad alcanza un segundo estadio en la configuración discursiva de
«lo real» cuando los «realizadores del 80» terminaron por definir la constitución del
Estado-nación instituyendo un «discurso único» que desde la mirada retrospectiva de una
lectura fundacional de «la Nación» configuró como línea definidora de una «literatura
nacional» a los textos que perfilaron inicialmente y construyeron discursivamente el
diagrama ideológico, político, cartográfico y literario de ese mismo programa
nacionalizador.

En el marco de este proceso nos interesa mostrar cómo la acción performativa


instituyente que este proceso configuró todavía no ha sido alterada significativamente por
las búsquedas de subjetividades y subalternidades, diferencias e identidades marginales
que operan las narrativas hegemónicas de la crítica cultural contemporánea, y cómo, pese
a los cambios paradigmáticos en la lectura de las operaciones culturales, subsisten
intactos agujeros negros y «huecos» en la memoria del primer genocidio sobre el que se
erigió «la Nación» argentina heredada y su literatura (Moyano, 2004-b), toda vez que
continúa vigente el discurso-tópico de referencia a una «literatura sin indios», entendidos
como cuerpos y como «voz-otra» en su configuración y su lenguaje.

En función de ello, desde esa paradoja nos proponemos realizar una lectura crítica sobre
las cadenas de lectura instituidas y sus circuitos de producción y circulación en el marco
de la literatura argentina del siglo XIX, pues ellas son producto de operaciones canónicas
performativas que instituyeron un «mapa de exclusión» al dibujar un cuerpo fundacional
de la «literatura nacional» como «cuerpo de la Patria» construido a partir de la violencia
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ejercida sobre los cuerpos muertos y las voces-otras, ocultas, ausentes, silenciadas,
marginadas de los otros en la «Nación política» y la «Nación cultural».

Performatividad, discurso e identidad

La proximidad de la conmemoración del Bicentenario de la Revolución de Mayo de 1810 y


del proceso que culmina en la Independencia nacional, se constituye en una instancia
propicia para la exploración identitaria de «la argentinidad», la lectura y la revisión de las
condiciones de producción de las formaciones discursivas históricas penetradas y
perfiladas por la reflexión sobre «la nacionalidad», en un momento histórico marcado por
rupturas epistemológicas y cambios paradigmáticos a la hora de realizar investigaciones
discursivas y literarias en el seno de las ciencias sociales y humanas.

Este proceso, si bien comporta naturalmente un desarrollo al que no dudaremos en llamar


«histórico», tiene mucho que ver con desarrollos discursivos en tanto, desde las
concepciones que entienden que la historia desde una perspectiva disciplinar es
básicamente un «relato»2, las modulaciones del lenguaje asumen un poder mediador y/o
configurador frente a las instancias de lo que podemos entender como «lo real». En este
sentido, uno de los supuestos significativos de los que partimos insiste en dar cabida y
lugar a la necesaria reflexión sobre la dimensión performativa del lenguaje y su poder
instaurativo de nuevas realidades, marco desde el cual reconocemos que, según Hugo
Aguilar (2007), si bien a veces «el lenguaje parece rendirse ante el poder de la
materialidad de lo real, y lo que manda no es la flexible liviandad de las palabras, sino el
frío estupor de las cosas», otras muchas veces «el lenguaje se nos presenta como
materia fundante y definitiva de lo real», razón por la cual, en esa dialéctica propia de la
vida social del lenguaje, cabe preguntarse cómo la performatividad llega a ser un impulso
formante del sujeto y su identidad, así como de las creencias y vehiculizaciones
alegóricas que dan también forma a las identidades nacionales. Es precisamente bajo
esta concepción sobre el discurso que la indagación sobre los procesos de «construcción
identitaria de la nacionalidad» puede articularse como lectura crítica de la/s identidad/es
en su lucha por instaurar realidades en orden a las matrices e ideologemas3 que guiaron
la configuración, reproducción y/o revulsión de los proyectos hegemónicos de la
nacionalidad construida y por construir.

Cuando relacionamos performatividad y prácticas literarias «fundacionales» aparecen


convocados dos aspectos relacionados : por un lado el papel jugado por las élites criollas
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en su esfuerzo por articular discursos nacionales con intenciones de constituir imaginarios


culturales de identidad (Anderson, 1996), y, por otro, el hecho de que esos discursos
aparecen impuestos a través de las relaciones que se instauran entre el poder que inviste
a los productores de esos discursos y la legitimidad que emerge del conocimiento y la
legalidad paradigmática discursiva que ellos mismos ostentan gracias a ese poder.

En este sentido, Arturo Arias (2004) sostiene que, al constituirse inicialmente, los Estados
nacionales buscaron construir desde la «razón occidental» identidades nacionales sobre
la base de discursividades literarias, como una operación concreta de legitimación
ideológica que deviene acto constitutivo de la identidad en el proceso propio de su
enunciación. Así R. Hozven (1998) cree que la «identidad nacional» no se constituye
como un objeto de conocimiento unificado proveniente de un presunto substrato nacional
popular, en realidad, la «identidad nacional» se forma a posteriori, a la manera de un
mosaico expositivo retroalimentado por la historia:

La identidad nacional se realiza o construye de un modo performativo y no meramente


constatativo de fuentes o documentos preexistentes. Emerge como un efecto o
construcción de lo que se va pensando y escribiendo al hacerla y de lo que no se tenía
idea antes de comenzarla. (Hozven ,1998: 68)

Desde la perspectiva de la crítica postestructuralista –en cuyo espíritu R. Hozven se sitúa-


se propone «estudiar a ‘la nación’ tal como ha sido ‘contada’», ya que «la nación» es
primordialmente una construcción o sistema cultural. Es decir que, en este contexto, la
nación vendría a ser «efecto de una forma de afiliación social y textual ‘narrada’, que cada
uno de sus miembros lleva en su cabeza como un relato posible o no de ser actualizado»,
por lo que examinar esos efectos es examinar la representación discursiva que se ha
dado de «la Nación» en sus formas de conciencia social y en sus realizaciones
temporales particulares.

En esta línea de trabajo, Benedict Anderson (1996) concibe a «la Nación» como una
«comunidad imaginada» cuya realidad reside en última instancia «en la verosimilitud de
esta interpelación conjuradora», la que a la vez se asienta en la efectividad de los
procedimientos retóricos y operaciones discursivas convocadas en los textos que la
fundan. Desde esta perspectiva entonces, «la nación» y el sentimiento de «identidad
nacional» constituyen «realidades que se leen», lo que imbrica esos conceptos como
realidades objetuales con las propias discursividades que los vehiculizan y representan,
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definiendo de este modo la naturaleza performativa de este doble proceso de


actualización circular.

Literatura y Nación en el siglo XIX argentino

Todo el siglo XIX americano aparece atravesado por el problema de definir una idea de
«patria», de configurar una «Nación», de otorgar soberanía a los nacientes Estados, con
lo cual este problema se enlaza íntimamente con la reflexión sobre el territorio y sus
límites. Pero también ello se complejiza porque -además de que es sobre un territorio que
se define una idea de «patria», un perfil de Nación, y sobre el cual el Estado se define
ejerciendo una soberanía- ese territorio es un espacio no conocido, inexplorado y no
sometido, que la escritura debe exorcizar. Escritura, Territorio y Nación se constituyen
entonces en aspectos indisociables. (Moyano, 2004: 32)

Domingo Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi, como los
escritores más renombrados de la pléyade del 37 durante la primera mitad del siglo XIX
en el Río de la Plata, constituyen la avanzada política generacional de un discurso
fundacional que elige la palabra y el poder de la escritura como herramienta configuradora
y arma de combate en el proceso configurador de un imaginario identitario que pudiese
funcionar como alegoría instituyente de una «Nación política» sobre los postulados
básicos de un Estado liberal, a partir de la construcción de un dispositivo simbólico de
ideologemas articuladores de sentidos asociados a una idea que los amalgamara como
«lo nacional», desde la dicotomía madre «civilización-barbarie». A posteriori, hacia 1880,
cuando triunfe este proyecto político diseñado a partir de esa «avanzada discursiva
nacionalizadora», desde el poder de un Estado que se afianza en un territorio
sobreimprimiendo en él el dominio político de las élites liberales triunfantes, los rasgos
iniciales configuradores de aquel proyecto inicial erigirán a sus textos como monumentos
cuasi-sagrados y símbolos literarios de la «nacionalidad» alcanzada.
Si «Facundo» (1845), «La Cautiva»(1834), «El Dogma socialista» (1837) habían definido
la fundación del Estado-nación construido, a fines de siglo ese Estado-nación proyectado
por la Generación del 37 y consolidado en 1880 «refunda» con ellos la «Literatura de la
Nación», (Moyano, 2004: 12) articulando una cadena textual legitimada desde el poder
instituyente de las élites letradas que impusieron, junto con su hegemonía política y su
proyecto cultural, su concepto de Estado y de Nación y el imaginario de «su literatura»
como constructo identitario único de «la Nación» y «lo nacional», marginando y dejando
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fuera del sistema cultural, y por ende político, del Estado y sus voces, los «discursos-
otros» de gauchos e indios, como agentes sociales y culturales disonantes con su
hegemonía o en resistencia cultural, jurídica, social y política.

Este proceso cultural opera así como un ejemplo foucaultiano del funcionamiento del
«orden del discurso», ya que -en contextos determinados de la historia- una nación tiene
un discurso determinado en cuya elaboración operan disciplinas e instituciones
controlando y organizando las normas y convenciones del funcionamiento de una
sociedad, para la distribución de códigos, pautas y procedimientos sociales, (Walia, 2001,
36) siendo los dispositivos identitarios nacionales, tales como la literatura, constructos
hegemónicos y homogeneizantes de la «adscripción nacional». Es en este sentido que
sostenemos que la construcción de las literaturas nacionales en América Latina, y en
particular en el Río de la Plata, ha estado al servicio de proyectos de unidad orientados
por las élites liberales del siglo XIX, con el propósito de homogeneizar la adscripción
nacional de distintos sectores contradictorios bajo su régimen. Como lo señala Kaliman
(1993: 313), la «Nación literaria» es, a todas luces, un constructo gestado en función de
intereses ideológicos identificables con nitidez.

Se trataba de definir desde la literatura el «cuerpo de la patria», lo que debía formar parte
de «la Nación» y lo que no. Hacer coincidir el mapa cultural de la patria con la soberanía
territorial del Estado y sus límites había sido en la primera mitad del siglo XIX, y seguiría
siéndolo en la segunda, una cuestión de «política nacional», porque de ello se trataba, de
definir el cuerpo orgánico de la Nación, y en ese proyecto la literatura y el poder simbólico
y configurador de sentidos de su discurso jugaba un rol estratégico.4 El territorio, «el
cuerpo de la patria», en el siglo XIX, será en la Argentina un proceso de búsqueda y
consecución, un ansiado deseo que busca un perfil, constituirse en un mapa definido, el
límite soberano de un espacio. Pero ese espacio y ese mapa no constituyen sólo un afán
geográfico o geopolítico, un sentido de ocupación material. Para las élites liberales del
siglo XIX la posesión de ese espacio, supondrá también la posesión de una identidad
clara y definida del incipiente Estado que le permita sentirse «Nación»: precisamente, ésa
es la función poderosa asumida por la literatura a lo largo del siglo, pues el dominio sobre
el territorio supondrá también un dominio simbólico sobre ese cuerpo que implicará
exorcizar sus males, liberarlo e imponer sobre él la marca del «Estado civilizador».
«Civilización y barbarie», pasado y presente, identidad y diferencia serán los pares, los
términos en pugna en esa lucha entre realidad y Estado por definir lo que debe formar
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parte de «la Nación» y lo que no, lo cual supone explorar y dibujar fronteras político-
territoriales, pero a la vez trazar fronteras culturales de inclusión y de exclusión en orden a
un proyecto de Estado y de Nación.

Será en este marco que los llamados «textos fundacionales» de la literatura argentina
inscriben la prédica de las élites liberales letradas en su camino por trazar la cartografía
simbólica de la patria, perfilando un territorio que para definirse debe exorcizar los
fantasmas de una frontera cultural difusa y ubicua. En este proceso, «civilización y
barbarie» constituirán las líneas que la escritura irá trazando, la marca divisoria, la
frontera que separe el ser y el deber ser de «la Nación». Frontera ubicua que se extiende
horizontalmente, tierra adentro sobre el territorio, pero también transversalmente para
separar un «nosotros» –blanco, civilizado y letrado- de los fantasmas de diversos «otros»
que lo habitan –esto es, la barbarie de gauchos, matreros e indios. No otra cosa revelan
los textos fundacionales: La Cautiva, El Matadero, Facundo y hasta Martín Fierro.

En este proceso se inscribe la operación de territorialización de la literatura del siglo XIX


como una de las «estrategias nacionalizadoras» del incipiente Estado para construir un
discurso que configure la idea misma de Nación, que exige representar en el espacio del
mundo el «cuerpo de la patria» y perfilar ese cuerpo internamente trazando las fronteras
de una identidad. Ello implica definir un mapa simbólico, sus líneas de inclusiones y
exclusiones a través del uso de los valores de la cultura letrada europea. La elección de
las élites letradas en el contexto de los intentos de conformación del Estado determinó
definiciones centrales: el proceso de conformación del «cuerpo de la Nación» implicaba
delimitaciones territoriales, una ubicación en el espacio que involucraba no sólo una
colocación en las líneas trazadas por una Europa que diseñó el «mundo», sino también
una colocación en el espacio de los discursos ideológicos, políticos y culturales que
legitimaban ese diseño del mundo y la centralidad que en él ocupa el desarrollo de las
«naciones civilizadas». En este marco, el desafío para el nuevo Estado que pretende
crearse implica entonces definir una configuración territorial y establecer su continuidad
con las «zonas civilizadas» de la tierra. Pero simultáneamente también, aparece la
necesidad de «diseñar el espacio de la cultura y la ‘zona civilizada’ dentro del propio
Estado nacional». (Montaldo, 1999: 27)

Será en esta tarea que los letrados encuentran su espacio político e intelectual de
realización, en la constitución de los grandes metarrelatos legitimantes de una idea de
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«Nación civilizada». El ejercicio de la escritura supondrá la puesta en práctica de una


función de «mediación intelectual» entre los modelos culturales metropolitanos alineados
en una «marcha civilizadora universal» y la necesidad de perfilar internamente el cuerpo y
la identidad de una «nación soberana y original» que encuentre su lugar en ese «devenir
civilizador» de la historia.

La literatura, así, participa de las formas de construcción de la autoridad y la legitimidad


desde la cual se distribuyen los grados de civilización o barbarie, de ingreso en el mundo
de la cultura o de exclusión hacia la zona salvaje de la otredad irreversible. El éxito mismo
de la fórmula civilización-barbarie, promovida por Sarmiento en 1845, muestra de qué
modo la cultura letrada europea era uno de los instrumentos más adecuados para definir
identidades en América Latina, (Montaldo, 1999: 29) demostrando con ello que el saber y
la ciencia no son las únicas estrategias constitutivas de los procesos de territorialización,
sino que también, desde «la autoridad universal de la belleza», se promueve la
conformación de una literatura donde la construcción del espacio asume un rol
fundamental: mientras «funda» una «literatura nacional» perfila discursivamente los
límites del cuerpo mismo de «la Nación» a imagen de una proyección histórico-política.

De este modo, el «nacionalismo cultural» como búsqueda y proyecto se expande a lo


largo de las prácticas escriturarias del siglo XIX, a partir de sus proyecciones iniciales,
cuando las definiciones políticas constituían todavía sólo proyección y modelos y las
fronteras internas no se han estabilizado: cuando «civilizar», ocupar la frontera, expulsar
la «barbarie», poblar el «desierto», «culturalizar la naturaleza», educar al ciudadano,
institucionalizar el Estado y perfilar una «identidad nacional civilizada», todavía eran sólo
eso: palabras.

Los dispositivos fundacionales y la construcción hegemónica de la identidad


nacional

En este proceso de constitución identitaria, los procesos de territorialización discursiva


constituyeron la estrategia que operó como andamiaje y «cuerpo» sobre el que debía
materializarse «la Nación». Así, en los textos escritos en Argentina desde la
independencia hasta que se concreta la modernización del Estado en 1880, el territorio
fronterizo emerge en la literatura como un espacio donde entran en juego los conflictos
centrales en el proceso de constitución de «la Nación»: la lucha entre la «civilización» y la
«barbarie», la tensión entre cultura y naturaleza, el pasado y el futuro. (Fernández Bravo,
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1999) Trazar «el mapa de la patria», los límites de lo que debe formar parte de la Nación y
lo que no, establecer los paradigmas de las inclusiones y exclusiones, será para
Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mansilla, Zeballos, incluyendo los autores de la saga
gauchesca, precisamente entablar la discusión sobre las bases de configuración de una
«identidad nacional civilizada», definir sus contenidos y dimensiones como parte del
proceso de lucha política en que se inscriben sus discursos. Si de lo que se trataba era de
configurar «la Nación» definiendo sus límites, esos discursos literarios -pese a sus
matices y diferenciales leves- buscaron igualmente, mediante esas operaciones de
inclusiones y exclusiones, la integración sujetos bio-políticos de identidad «civilizada» y
«seres de derecho», pues «la identidad estaba supeditada a la ciudadanía» (Arias, 2004)
y -como lo sostiene Achugar (1997: 18)- «lo que hacen [los parnasos nacionales] es
construir desde el poder el referente de un país donde sólo los hombres libres tienen
derecho a la producción simbólica, donde las mujeres, los negros, y los indios no son
ciudadanos, no lo son de modo pleno».

Este juego monopolizador de una «identidad preclara y hegemónica» se asienta


precisamente en el establecimiento de su diferencia: aquella que define a la «Nación»
como «república, destino y poder de los iguales», previa segmentación y
homogeneización de las diferencias y exclusión de los diferentes.

En este sentido, el montaje de «la Nación literaria» del discurso decimonónico configuró
una «memoria discursiva» a la que instauró como monumento identitario a partir de
distintas operaciones de exclusión:

1. Por un lado, la referencia en sus discursos a una «otredad» que debe dejar de ser
«otredad-gaucha» para incorporarse a «la Nación» en su estatura de «símbolo»,
representada en el uso, simulación y usurpación que de su voz-otra hacen los dispositivos
de fundación de la «identidad nacional», perfilando una «inclusión» que -pese a resultar
paradojal «metáfora de una exclusión real»- se postula como estrategia constitutiva de la
cultura nacional, homogeneizando diferencias y estetizándolas «en un espacio simbólico
meta-ideológico que cree símbolos nacionales para uso cotidiano y disfrace hasta cierto
punto la naturaleza ilusoria de la nación» (Arias, 2004), toda vez que las élites -incluso
hasta en el género que nominativamente le es propio- nombran al gaucho, hablan por él o
en supuesta defensa de él, pero nunca «con él», representándolo como agente subalterno
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desde el que se oye simulada la voz del Estado integrando enunciación, ley, identidad y
Nación.

2. Por otro lado, la ausencia discursiva de la «otredad-india» -cuyo estatuto de


«diferencia» aparece en la literatura del siglo XIX conjurada bajo el estigma de la barbarie
o manipulada en el silencio por su no-palabra, por la ausencia de «su relato»- se
constituye en operación de exclusión discursiva, que tanto más fuerte es cuanto se funda
en la exclusión material de los cuerpos, en el «genocidio simbólico y material» de la
diferencia : en una «literatura sin indios» en un «territorio sin indios». (Moyano, 2005)

Las cadenas de lectura y los procesos de exclusión

En correlación con esta mirada, a partir de que la instauración de los estudios culturales,
poscoloniales, posoccidentales y de las teorías de la subalternidad5 dominan el horizonte
académico como enfoque paradigmático de la crítica cultural, las líneas de investigación y
debate parecen haberse desplazado hacia la mirada de la heterogeneidad, la diversidad
cultural, la subalternización de culturas y la coexistencia múltiple y diversa de
manifestaciones discursivas de subjetividades y «alternatividades otras» diferenciales y
culturalmente heterodoxas frente a las categorías de análisis y perspectivas de los modos
de conocimiento tradicionales de la modernidad.

En este marco, la configuración de identidades plurales, así como la restitución o


reconstrucción de la memoria y las subjetividades retaceadas en las representaciones de
la «memoria pública» y los imaginarios socio-oficiales del discurso del Estado, comienzan
a ocupan un lugar central en los estudios críticos y en las reflexiones sociocríticas, como
respuesta emergente frente a la constelación de «agujeros negros, baches, inflexiones de
máxima o puntos de fuga, decisiones colectivas, consensos oscuros o ‘inconscientes’,
acuerdos para ‘barrer’ de la memoria pública ciertos ‘hechos traumáticos’» del pasado y el
presente de «la joven constelación histórica argentina», en el decir de Casas y Chacón
(1996: 6).

La identificación de estos puntos de fuga y los silencios de la historia convierten al


lenguaje y sus relaciones con las representaciones de «lo real» en un dispositivo central
para la reflexión sobre la constitución de estos procesos, ya que la historia -tanto como
disciplina cuanto como memoria histórica- deviene en objeto a partir de los actos
discursivos que la configuran como relatos o narrativas articuladas a través del discurso.
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En este sentido, el reconocimiento de esta incidencia de la praxis discursiva ocupa un


espacio central en las producciones culturales literarias y metaliterarias que buscan
reconstruir la memoria plural implícita en los huecos y silencios de los relatos de la
historia, y como una lámina radiográfica en negativo de los agujeros negros de la tortura,
el genocidio y la adulteración de personas e identidades operadas del pasado reciente
argentino, se vuelve la mirada hacia la revisión de los procesos discursivos que operaron
a lo largo del siglo XIX en la constitución de los relatos identitarios y alegorías de la
nacionalidad, fundados también como otros «agujeros negros» de exclusión y olvido que
fagocitaron otro genocidio : el que operó sobre los cuerpos de los indios -como el otro
más otro ajeno a la Nación, en tanto no-ciudadano de ley, proscripto de voz, tierra y
derecho.6

En este contexto, la crítica actual -inspirada en las refundaciones epistemológicas


promovidas por los «estudios culturales», los «estudios poscoloniales o posoccidentales»,
o las «teorías de la subalternidad»- se ha internado en el desmontaje y el reconocimiento
de los procesos discursivos de «nacionalización literaria» por parte del incipiente Estado
en formación, observando cómo parte de ese corpus textual canónico del siglo XIX se
inscribe en esos procesos: los textos de los «viajeros», los textos de Sarmiento, los del
propio Echeverría, Alberdi o Mansilla, por citar algunos de los abordados en los estudios
de Fernández Bravo, Prieto, Montaldo, Sorensen, Svampa, Andermann, entre otros. Sin
embargo, y pese a la importancia de una producción crítica que aborda estos procesos
renovando desde otra perspectiva la lectura de la literatura argentina del siglo XIX, debe
reconocerse que los procesos de «territorialización» inscriptos en los discursos sociales
hegemónicos de configuración de la Nación debieran profundizarse, restituyéndolos en el
campo de las luchas discursivas y los contextos dialógicos contra hegemónicos que se
dieron en ese largo proceso de consolidación del Estado y configuración de la Nación. Y
ello, porque, precisamente, para que se constituyera definitivamente el «cuerpo de la
patria» y la idea de una Nación, el discurso del Estado debió disolver –una vez concluido
el proceso de su consolidación en 1880- las luchas discursivas y los contextos dialógicos
en que el discurso del Estado originariamente fue inscribiéndose. Con ello, el Estado
triunfante se convirtió en un «Estado glosófago», al descontextualizar a los textos
entronizados como «fundadores de la nacionalidad» del marco de las luchas discursivas
en que los mismos se produjeron. Esta operación del discurso del Estado puede
ejemplificarse en las cadenas de lectura canónicas que se instituyeron y cristalizaron en el
circuito letrado-culto retrospectivamente desde 1880.
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Por un lado, el corpus «oficial» de esa «literatura nacional» entroniza la producción textual
de la Generación del 37 y el proyecto político-literario que la constitución definitiva del
Estado está llevando a la práctica en 1880. Con ello, la «literatura nacional» por definición
se «arma» como cadena en que la «nacionalidad construida» se reconoce como un
«continuum discursivo del Estado» en el circuito de producción «letrada»: de la «Literatura
de Mayo» (con la producción poética de Juan Cruz Varela como eje) y la «Literatura de la
Generación del 37» (con Echeverría, Sarmiento, Mármol y Alberdi como sus autores
fundamentales), a la «Generación del 80» como heredera de la «nacionalidad político-
literaria» construida anteriormente y fijada por la crítica coetánea (Juan María Gutiérrez,
Paul Groussac, Martín García Merou, etc.) como «discurso único» que dará lugar a una
nueva producción literaria como extensión del Estado en orden al modelo de
«Nacionalidad» construido. Por otro lado, en ese mismo proceso, se separa ese corpus
«letrado-culto» del «circuito popular-oral» de la gauchesca y la saga criollista, como si
constituyera un «discurso-otro», cualitativamente diferente, en los términos canónicos de
«la literatura nacional» instituida y su lenguaje, y fuera concebido todavía como deudor de
la «rémora» de luchas políticas del pasado –que en el contexto del 80 se presentan desde
el poder como carentes de significatividad.

Pero asimismo, reforzando esta operación de exclusión, puede observarse que hasta este
«discurso-otro» está internamente segmentado y «producido» como cadena, ya que de él
se excluyeron las discursividades generadas en orden al contra discurso de un incipiente
modelo político de Estado diferente al triunfante, representado en su momento por el
Rosismo. Prueba de este «modelo de exclusión» y «borramiento de los discursos-otros»
-presentes en los contextos semióticos en que la literatura «oficializada como nacional»
iba produciéndose- fue la «negación» original de la propia gauchesca, ya que en los
«circuitos letrado-cultos» no se le reconoció calificación y estatuto literario aún a la
cadena representativa armada en esta línea, y habrá que esperar hasta que el nuevo
Estado construido después de 1880, necesite de otros «mitos fundantes de la
nacionalidad» que, en orden a «lo popular», la «identidad» y el «lenguaje», se puedan
oponer a la «masa de inmigrantes» que es percibida social y culturalmente como
amenaza para el Estado. En el contexto del «Centenario», será la operación de Ricardo
Rojas y de Leopoldo Lugones sobre Martín Fierro la que «legalice» el estatuto literario de
la gauchesca y vuelva a realizar una operación «fagocitadora» compleja: por un lado,
absorbiendo como factor legitimante del «discurso del Estado» a una producción popular,
a partir de una des-historización de El gaucho Martín Fierro y de una cristalización del
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mismo como «mito fundante de la literatura nacional» en términos de una «épica de los
orígenes». Por otro, separando esa «producción popular» de su cadena de lectura original
y nuevamente de las luchas político-discursivas en las que se inscribía.

No otra cosa representa precisamente la Excursión a los indios ranqueles leída fuera del
plexo del campo discursivo de la frontera y la red de discursos con las que confronta,
debate, adhiere y dialoga: no sólo Facundo o Martín Fierro y sus reflexiones sobre el indio
o la barbarie, sino también los otros textos de Mansilla integrados en la cadena de los
discursos del Estado parlamentario, su intervención y postura, la Ley de ocupación de la
frontera de 1867, las cartas e informes militares que se enfrentan y las cadenas
epistolares del debate religioso, militar e indígena presente en el corpus de las Cartas de
Frontera.

Reflexión idéntica podemos hacer sobre la lectura de la trilogía de Estanislao Zeballos


-Callvucurá. Painé. Relmú- sin la resignificación producida por las otras voces que
resuenan y reenvían a relatos, lenguajes y cosmovisiones que reconfiguran los huecos de
la memoria heredada al intersectar en esa lectura las Memorias del ex cautivo Santiago
Avendaño, recientemente identificadas como el manuscrito oculto en el propio Archivo de
E. Zeballos, al cual el autor aludía sin nombrar como base de la «rigurosidad histórica» de
su Callvucurá.

Literatura, identidad y memoria

Este trasfondo ideológico que sustenta las operaciones canónicas performativas que
instituyeron un «mapa de exclusión» al dibujar un cuerpo fundacional de la «literatura
nacional» como «cuerpo de la Patria» poniendo el acento en una «identidad civilizada» y
superior frente a una «otredad bárbara», articula la «causa del poder» -a través de la
voluntad de dominio que debía encarnarse en el poder de un Estado y su voluntad de
constitución de una «identidad nacional»- con la construcción cultural que operó como
sustrato ideológico y base modélica para la instauración de una «nación moderna» en
orden de continuidad con el modelo europeo. Y, en esta línea de análisis, poder, sustrato
y modelo se asimilaron en una etnia, una política, una historia, una razón y una cultura
«civilizadas».

Perilli (1994: 15) sostiene que bajo esa égida ideológica los procesos fundacionales del
Estado-nación en el siglo XIX se sustentaron en la constitución de un «mito de origen
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argentino» que instauró un Fantasma producido a partir de la negación y la eliminación de


sociedades y culturas, calificadas como no-sociedad y como no-cultura, y su sustitución
utópica por La Sociedad y La Cultura generadas desde la clase dirigente enajenada en los
modelos europeo y norteamericano. Negación y afirmación, vaciamiento y trasplante son
movimientos complementarios dentro de nuestra historia.

La negatividad de la «barbarie», en este sentido, pareciera haberse fundado en una


sobre-interpretación de la herencia europea, en el pensamiento que señala una
correlación entre el desplazamiento hacia los confines de la «civilización» y la disminución
de la «calidad humana» de sus habitantes, dando cuenta de que el núcleo del campo
semántico de la «civilización» entronizada por el logos de la modernidad mantiene
vigente, por un lado, un imaginario espacial que sitúa al «yo civilizado» en un centro y al
«otro bárbaro» en una periferia que degrada su humanidad en la medida en que se aleja
de ese centro, a la vez que, por otro, agrega una dimensión temporal que separa y diferencia
«modernidad civilizada», «evolución», «razón» y «progreso» frente a «barbarie»,
«regresión», «primitivismo» y «atraso» condenados a desaparecer por la «marcha racional»
de la historia.

Esta «negatividad de la barbarie» funda los procesos de territorialización del siglo XIX en el
«mapa partido» que la literatura dibujó para configurar el Estado-nación, delineando desde el
«cuerpo de la escritura» el «cuerpo de la patria», separando y distribuyendo lo que debía
pertenecer a la totalidad de «la Nación» y lo que no.

Recuperar en su contexto de producción la semiosis de los discursos que interactuaron en el


proceso de constitución de la Nación, implica reconocer los intersticios que dejan leer al
plano de la escritura como un campo de batalla por la «apropiación territorial», para observar
cómo los huecos y agujeros negros de la memoria fundacional se hunden en la génesis de
una historia heredada, tanto en sus dimensiones políticas como en las manifestaciones
textuales que fundaron la Nación instituyendo el territorio discursivo de un «nosotros» sobre
las voces silenciadas y el itinerario de exclusión dibujado en la desterritorialización de los
«otros». Esta lectura crítica de la «identidad homogénea» de la Nación y su literatura
fundacional, obviamente se escapa de los márgenes disciplinarios trazados por las líneas de
investigación literaria canónicas para fundar un ejercicio hermenéutico sobre una semiosis
que sigue «viva» en la palabra y requiere de intérpretes, porque no casualmente la
«literatura de frontera» se configura en el límite político, geográfico y cultural de la alteridad y
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se contamina de «lo otro» en su decurso : de lo que es «no-literatura», de lo que es «no-


cultura», de lo que es «no-Nación», sino pura emergencia «bárbara» de un debate discursivo
que se creía irrecuperable y olvidado.

El desafío entonces, es destituir, suspender momentáneamente el juicio del canon, para que
ingrese al diálogo la voz contra hegemónica y la palabra de los sin voces indios en sus
metarrelatos, narrativas, memorias y testimonios, para dejar que se escriba, se registre, se
lea y dibuje un nuevo cuerpo de la memoria, más allá de que para hacerlo, el canon literario,
su palabra y el peso de su «estética histórica» deban quedar suspendidos en el juego de la
cultura, para dar paso al juego dialógico de «las culturas» (plurales, diversas, superpuestas),
de «las palabras» (orales, re-escritas, traducidas) y de «las historias» (divergentes,
«revueltas», fragmentarias) del nosotros y de los otros en su debate de poder por la
«identidad-una» y su hegemonía.

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Notas

1 Entenderemos a la «performatividad» como la capacidad del lenguaje para generar,


inducir o sugerir una modificación en los parámetros del mundo (Aguilar, 2004).

2 L. Area (2002) señala en particular que los discursos de la nación, la literatura y la
historia -según afirma F. Unzueta (1996)- «están entrelazados por medio de múltiples
conexiones que adquieren características específicas y temporalmente determinadas : la
historia usa modelos literarios y una de las principales preocupaciones de la historiografía
es la formación de la nación; la nación se concibe en los términos ideológicos e históricos
del proyecto liberal y se imagina, sobre todo, a través de la literatura; y la literatura, a su
vez, se vuelve tanto histórica (e historicista) como nacional o americanista».

3 Se entiende aquí por «ideologema» una función intertextual, que recorre varios textos y
se lee o materializa en distintos contextos sociales, como un modo dominante del
pensamiento, como una función textualmente activa en una tradición discursiva.

4 Una descripción más profunda de este proceso de territorialización discursiva puede


explorarse (Moyano, 2004).
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5 Estas miradas teórico-epistemológicas pretenden instaurarse como paradigma


alternativo en tanto se proponen definir nuevos lugares epistemológicos de enunciación
crítica, desde enfoques transdisciplinarios y trasculturaldores. Al respecto, remitimos a las
perspectivas teóricas desarrolladas por Z. Palermo y a W. Mignolo.

6 En este sentido, J. Derridá señala que «Todos los Estados-naciones nacen y se fundan
en la violencia» porque no se puede justificar la fundación de algo en nombre de lo que
funda y que en ese gesto performativo siempre subyace un acto de violencia : «Creo
irrecusable esa verdad. Incluso sin exhibir, en relación a esto, espectáculos atroces basta
subrayar una ley de estructura : el momento de fundación, el momento institutor es
anterior a la ley o a la legitimidad que él instaura. Por consiguiente, está ‘fuera de la ley’, y
por eso mismo, es violento» (Derrida, 1989).

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