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Resumen
A lo largo del siglo XIX los procesos de territorialización y apropiación discursiva del
espacio en Argentina fueron configurados desde procesos escriturarios y desde
interacciones discursivas que instituyeron performativamente un proyecto de país, de
Estado y de Nación, definiendo el «cuerpo de la patria y sus límites, su territorio y su
identidad, lo que debía formar parte de ese cuerpo y lo que no, su política de inclusiones y
de exclusiones bajo el conjuro de una idea de lo que debía ser «la Nación». Cuando
relacionamos performatividad y prácticas literarias fundacionales aparecen convocados
dos aspectos relacionados : por un lado el papel jugado por las élites criollas en su
esfuerzo por articular discursos nacionales con intenciones de constituir imaginarios
culturales de identidad, y, por otro, el hecho de que esos discursos aparecen impuestos a
través de las relaciones que se instauran entre el poder que inviste a los productores de
esos discursos y la legitimidad que emerge del conocimiento que ostentan gracias a ese
poder. En este marco, el objetivo de nuestro trabajo lo constituye el análisis de la
performatividad que opera en los «discursos fundacionales» de la «literatura nacional», en
la Argentina del siglo XIX.
A lo largo del siglo XIX los procesos de territorialización y apropiación discursiva del
espacio en Argentina fueron configurados desde procesos escriturarios y desde
interacciones discursivas que instituyeron performativamente un proyecto de país, de
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En función de ello, desde esa paradoja nos proponemos realizar una lectura crítica sobre
las cadenas de lectura instituidas y sus circuitos de producción y circulación en el marco
de la literatura argentina del siglo XIX, pues ellas son producto de operaciones canónicas
performativas que instituyeron un «mapa de exclusión» al dibujar un cuerpo fundacional
de la «literatura nacional» como «cuerpo de la Patria» construido a partir de la violencia
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ejercida sobre los cuerpos muertos y las voces-otras, ocultas, ausentes, silenciadas,
marginadas de los otros en la «Nación política» y la «Nación cultural».
En este sentido, Arturo Arias (2004) sostiene que, al constituirse inicialmente, los Estados
nacionales buscaron construir desde la «razón occidental» identidades nacionales sobre
la base de discursividades literarias, como una operación concreta de legitimación
ideológica que deviene acto constitutivo de la identidad en el proceso propio de su
enunciación. Así R. Hozven (1998) cree que la «identidad nacional» no se constituye
como un objeto de conocimiento unificado proveniente de un presunto substrato nacional
popular, en realidad, la «identidad nacional» se forma a posteriori, a la manera de un
mosaico expositivo retroalimentado por la historia:
En esta línea de trabajo, Benedict Anderson (1996) concibe a «la Nación» como una
«comunidad imaginada» cuya realidad reside en última instancia «en la verosimilitud de
esta interpelación conjuradora», la que a la vez se asienta en la efectividad de los
procedimientos retóricos y operaciones discursivas convocadas en los textos que la
fundan. Desde esta perspectiva entonces, «la nación» y el sentimiento de «identidad
nacional» constituyen «realidades que se leen», lo que imbrica esos conceptos como
realidades objetuales con las propias discursividades que los vehiculizan y representan,
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Todo el siglo XIX americano aparece atravesado por el problema de definir una idea de
«patria», de configurar una «Nación», de otorgar soberanía a los nacientes Estados, con
lo cual este problema se enlaza íntimamente con la reflexión sobre el territorio y sus
límites. Pero también ello se complejiza porque -además de que es sobre un territorio que
se define una idea de «patria», un perfil de Nación, y sobre el cual el Estado se define
ejerciendo una soberanía- ese territorio es un espacio no conocido, inexplorado y no
sometido, que la escritura debe exorcizar. Escritura, Territorio y Nación se constituyen
entonces en aspectos indisociables. (Moyano, 2004: 32)
Domingo Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi, como los
escritores más renombrados de la pléyade del 37 durante la primera mitad del siglo XIX
en el Río de la Plata, constituyen la avanzada política generacional de un discurso
fundacional que elige la palabra y el poder de la escritura como herramienta configuradora
y arma de combate en el proceso configurador de un imaginario identitario que pudiese
funcionar como alegoría instituyente de una «Nación política» sobre los postulados
básicos de un Estado liberal, a partir de la construcción de un dispositivo simbólico de
ideologemas articuladores de sentidos asociados a una idea que los amalgamara como
«lo nacional», desde la dicotomía madre «civilización-barbarie». A posteriori, hacia 1880,
cuando triunfe este proyecto político diseñado a partir de esa «avanzada discursiva
nacionalizadora», desde el poder de un Estado que se afianza en un territorio
sobreimprimiendo en él el dominio político de las élites liberales triunfantes, los rasgos
iniciales configuradores de aquel proyecto inicial erigirán a sus textos como monumentos
cuasi-sagrados y símbolos literarios de la «nacionalidad» alcanzada.
Si «Facundo» (1845), «La Cautiva»(1834), «El Dogma socialista» (1837) habían definido
la fundación del Estado-nación construido, a fines de siglo ese Estado-nación proyectado
por la Generación del 37 y consolidado en 1880 «refunda» con ellos la «Literatura de la
Nación», (Moyano, 2004: 12) articulando una cadena textual legitimada desde el poder
instituyente de las élites letradas que impusieron, junto con su hegemonía política y su
proyecto cultural, su concepto de Estado y de Nación y el imaginario de «su literatura»
como constructo identitario único de «la Nación» y «lo nacional», marginando y dejando
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fuera del sistema cultural, y por ende político, del Estado y sus voces, los «discursos-
otros» de gauchos e indios, como agentes sociales y culturales disonantes con su
hegemonía o en resistencia cultural, jurídica, social y política.
Este proceso cultural opera así como un ejemplo foucaultiano del funcionamiento del
«orden del discurso», ya que -en contextos determinados de la historia- una nación tiene
un discurso determinado en cuya elaboración operan disciplinas e instituciones
controlando y organizando las normas y convenciones del funcionamiento de una
sociedad, para la distribución de códigos, pautas y procedimientos sociales, (Walia, 2001,
36) siendo los dispositivos identitarios nacionales, tales como la literatura, constructos
hegemónicos y homogeneizantes de la «adscripción nacional». Es en este sentido que
sostenemos que la construcción de las literaturas nacionales en América Latina, y en
particular en el Río de la Plata, ha estado al servicio de proyectos de unidad orientados
por las élites liberales del siglo XIX, con el propósito de homogeneizar la adscripción
nacional de distintos sectores contradictorios bajo su régimen. Como lo señala Kaliman
(1993: 313), la «Nación literaria» es, a todas luces, un constructo gestado en función de
intereses ideológicos identificables con nitidez.
Se trataba de definir desde la literatura el «cuerpo de la patria», lo que debía formar parte
de «la Nación» y lo que no. Hacer coincidir el mapa cultural de la patria con la soberanía
territorial del Estado y sus límites había sido en la primera mitad del siglo XIX, y seguiría
siéndolo en la segunda, una cuestión de «política nacional», porque de ello se trataba, de
definir el cuerpo orgánico de la Nación, y en ese proyecto la literatura y el poder simbólico
y configurador de sentidos de su discurso jugaba un rol estratégico.4 El territorio, «el
cuerpo de la patria», en el siglo XIX, será en la Argentina un proceso de búsqueda y
consecución, un ansiado deseo que busca un perfil, constituirse en un mapa definido, el
límite soberano de un espacio. Pero ese espacio y ese mapa no constituyen sólo un afán
geográfico o geopolítico, un sentido de ocupación material. Para las élites liberales del
siglo XIX la posesión de ese espacio, supondrá también la posesión de una identidad
clara y definida del incipiente Estado que le permita sentirse «Nación»: precisamente, ésa
es la función poderosa asumida por la literatura a lo largo del siglo, pues el dominio sobre
el territorio supondrá también un dominio simbólico sobre ese cuerpo que implicará
exorcizar sus males, liberarlo e imponer sobre él la marca del «Estado civilizador».
«Civilización y barbarie», pasado y presente, identidad y diferencia serán los pares, los
términos en pugna en esa lucha entre realidad y Estado por definir lo que debe formar
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parte de «la Nación» y lo que no, lo cual supone explorar y dibujar fronteras político-
territoriales, pero a la vez trazar fronteras culturales de inclusión y de exclusión en orden a
un proyecto de Estado y de Nación.
Será en este marco que los llamados «textos fundacionales» de la literatura argentina
inscriben la prédica de las élites liberales letradas en su camino por trazar la cartografía
simbólica de la patria, perfilando un territorio que para definirse debe exorcizar los
fantasmas de una frontera cultural difusa y ubicua. En este proceso, «civilización y
barbarie» constituirán las líneas que la escritura irá trazando, la marca divisoria, la
frontera que separe el ser y el deber ser de «la Nación». Frontera ubicua que se extiende
horizontalmente, tierra adentro sobre el territorio, pero también transversalmente para
separar un «nosotros» –blanco, civilizado y letrado- de los fantasmas de diversos «otros»
que lo habitan –esto es, la barbarie de gauchos, matreros e indios. No otra cosa revelan
los textos fundacionales: La Cautiva, El Matadero, Facundo y hasta Martín Fierro.
Será en esta tarea que los letrados encuentran su espacio político e intelectual de
realización, en la constitución de los grandes metarrelatos legitimantes de una idea de
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1999) Trazar «el mapa de la patria», los límites de lo que debe formar parte de la Nación y
lo que no, establecer los paradigmas de las inclusiones y exclusiones, será para
Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mansilla, Zeballos, incluyendo los autores de la saga
gauchesca, precisamente entablar la discusión sobre las bases de configuración de una
«identidad nacional civilizada», definir sus contenidos y dimensiones como parte del
proceso de lucha política en que se inscriben sus discursos. Si de lo que se trataba era de
configurar «la Nación» definiendo sus límites, esos discursos literarios -pese a sus
matices y diferenciales leves- buscaron igualmente, mediante esas operaciones de
inclusiones y exclusiones, la integración sujetos bio-políticos de identidad «civilizada» y
«seres de derecho», pues «la identidad estaba supeditada a la ciudadanía» (Arias, 2004)
y -como lo sostiene Achugar (1997: 18)- «lo que hacen [los parnasos nacionales] es
construir desde el poder el referente de un país donde sólo los hombres libres tienen
derecho a la producción simbólica, donde las mujeres, los negros, y los indios no son
ciudadanos, no lo son de modo pleno».
En este sentido, el montaje de «la Nación literaria» del discurso decimonónico configuró
una «memoria discursiva» a la que instauró como monumento identitario a partir de
distintas operaciones de exclusión:
1. Por un lado, la referencia en sus discursos a una «otredad» que debe dejar de ser
«otredad-gaucha» para incorporarse a «la Nación» en su estatura de «símbolo»,
representada en el uso, simulación y usurpación que de su voz-otra hacen los dispositivos
de fundación de la «identidad nacional», perfilando una «inclusión» que -pese a resultar
paradojal «metáfora de una exclusión real»- se postula como estrategia constitutiva de la
cultura nacional, homogeneizando diferencias y estetizándolas «en un espacio simbólico
meta-ideológico que cree símbolos nacionales para uso cotidiano y disfrace hasta cierto
punto la naturaleza ilusoria de la nación» (Arias, 2004), toda vez que las élites -incluso
hasta en el género que nominativamente le es propio- nombran al gaucho, hablan por él o
en supuesta defensa de él, pero nunca «con él», representándolo como agente subalterno
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desde el que se oye simulada la voz del Estado integrando enunciación, ley, identidad y
Nación.
En correlación con esta mirada, a partir de que la instauración de los estudios culturales,
poscoloniales, posoccidentales y de las teorías de la subalternidad5 dominan el horizonte
académico como enfoque paradigmático de la crítica cultural, las líneas de investigación y
debate parecen haberse desplazado hacia la mirada de la heterogeneidad, la diversidad
cultural, la subalternización de culturas y la coexistencia múltiple y diversa de
manifestaciones discursivas de subjetividades y «alternatividades otras» diferenciales y
culturalmente heterodoxas frente a las categorías de análisis y perspectivas de los modos
de conocimiento tradicionales de la modernidad.
Por un lado, el corpus «oficial» de esa «literatura nacional» entroniza la producción textual
de la Generación del 37 y el proyecto político-literario que la constitución definitiva del
Estado está llevando a la práctica en 1880. Con ello, la «literatura nacional» por definición
se «arma» como cadena en que la «nacionalidad construida» se reconoce como un
«continuum discursivo del Estado» en el circuito de producción «letrada»: de la «Literatura
de Mayo» (con la producción poética de Juan Cruz Varela como eje) y la «Literatura de la
Generación del 37» (con Echeverría, Sarmiento, Mármol y Alberdi como sus autores
fundamentales), a la «Generación del 80» como heredera de la «nacionalidad político-
literaria» construida anteriormente y fijada por la crítica coetánea (Juan María Gutiérrez,
Paul Groussac, Martín García Merou, etc.) como «discurso único» que dará lugar a una
nueva producción literaria como extensión del Estado en orden al modelo de
«Nacionalidad» construido. Por otro lado, en ese mismo proceso, se separa ese corpus
«letrado-culto» del «circuito popular-oral» de la gauchesca y la saga criollista, como si
constituyera un «discurso-otro», cualitativamente diferente, en los términos canónicos de
«la literatura nacional» instituida y su lenguaje, y fuera concebido todavía como deudor de
la «rémora» de luchas políticas del pasado –que en el contexto del 80 se presentan desde
el poder como carentes de significatividad.
Pero asimismo, reforzando esta operación de exclusión, puede observarse que hasta este
«discurso-otro» está internamente segmentado y «producido» como cadena, ya que de él
se excluyeron las discursividades generadas en orden al contra discurso de un incipiente
modelo político de Estado diferente al triunfante, representado en su momento por el
Rosismo. Prueba de este «modelo de exclusión» y «borramiento de los discursos-otros»
-presentes en los contextos semióticos en que la literatura «oficializada como nacional»
iba produciéndose- fue la «negación» original de la propia gauchesca, ya que en los
«circuitos letrado-cultos» no se le reconoció calificación y estatuto literario aún a la
cadena representativa armada en esta línea, y habrá que esperar hasta que el nuevo
Estado construido después de 1880, necesite de otros «mitos fundantes de la
nacionalidad» que, en orden a «lo popular», la «identidad» y el «lenguaje», se puedan
oponer a la «masa de inmigrantes» que es percibida social y culturalmente como
amenaza para el Estado. En el contexto del «Centenario», será la operación de Ricardo
Rojas y de Leopoldo Lugones sobre Martín Fierro la que «legalice» el estatuto literario de
la gauchesca y vuelva a realizar una operación «fagocitadora» compleja: por un lado,
absorbiendo como factor legitimante del «discurso del Estado» a una producción popular,
a partir de una des-historización de El gaucho Martín Fierro y de una cristalización del
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mismo como «mito fundante de la literatura nacional» en términos de una «épica de los
orígenes». Por otro, separando esa «producción popular» de su cadena de lectura original
y nuevamente de las luchas político-discursivas en las que se inscribía.
No otra cosa representa precisamente la Excursión a los indios ranqueles leída fuera del
plexo del campo discursivo de la frontera y la red de discursos con las que confronta,
debate, adhiere y dialoga: no sólo Facundo o Martín Fierro y sus reflexiones sobre el indio
o la barbarie, sino también los otros textos de Mansilla integrados en la cadena de los
discursos del Estado parlamentario, su intervención y postura, la Ley de ocupación de la
frontera de 1867, las cartas e informes militares que se enfrentan y las cadenas
epistolares del debate religioso, militar e indígena presente en el corpus de las Cartas de
Frontera.
Este trasfondo ideológico que sustenta las operaciones canónicas performativas que
instituyeron un «mapa de exclusión» al dibujar un cuerpo fundacional de la «literatura
nacional» como «cuerpo de la Patria» poniendo el acento en una «identidad civilizada» y
superior frente a una «otredad bárbara», articula la «causa del poder» -a través de la
voluntad de dominio que debía encarnarse en el poder de un Estado y su voluntad de
constitución de una «identidad nacional»- con la construcción cultural que operó como
sustrato ideológico y base modélica para la instauración de una «nación moderna» en
orden de continuidad con el modelo europeo. Y, en esta línea de análisis, poder, sustrato
y modelo se asimilaron en una etnia, una política, una historia, una razón y una cultura
«civilizadas».
Perilli (1994: 15) sostiene que bajo esa égida ideológica los procesos fundacionales del
Estado-nación en el siglo XIX se sustentaron en la constitución de un «mito de origen
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Esta «negatividad de la barbarie» funda los procesos de territorialización del siglo XIX en el
«mapa partido» que la literatura dibujó para configurar el Estado-nación, delineando desde el
«cuerpo de la escritura» el «cuerpo de la patria», separando y distribuyendo lo que debía
pertenecer a la totalidad de «la Nación» y lo que no.
El desafío entonces, es destituir, suspender momentáneamente el juicio del canon, para que
ingrese al diálogo la voz contra hegemónica y la palabra de los sin voces indios en sus
metarrelatos, narrativas, memorias y testimonios, para dejar que se escriba, se registre, se
lea y dibuje un nuevo cuerpo de la memoria, más allá de que para hacerlo, el canon literario,
su palabra y el peso de su «estética histórica» deban quedar suspendidos en el juego de la
cultura, para dar paso al juego dialógico de «las culturas» (plurales, diversas, superpuestas),
de «las palabras» (orales, re-escritas, traducidas) y de «las historias» (divergentes,
«revueltas», fragmentarias) del nosotros y de los otros en su debate de poder por la
«identidad-una» y su hegemonía.
Bibliografía
ACHUGAR F., citado por A. Figueroa, «La escritura de la ciudad para el establecimiento
de la nación, y la generación de mitos históricos en el Movimiento literario de 1842 : Bello,
Larrastria, Sarmiento», en Estudios Filológicos, nº 37, Valdivia, 2002.
CASAS F. CHACÓN P., «Los Agujeros Negros», en Página 30, Año 5, nº70, mayo de
1996.
PERRILLI C., Las ratas en la Torre de Babel, Buenos Aires, Ediciones Letra Buena, 1994.
Notas
2 L. Area (2002) señala en particular que los discursos de la nación, la literatura y la
historia -según afirma F. Unzueta (1996)- «están entrelazados por medio de múltiples
conexiones que adquieren características específicas y temporalmente determinadas : la
historia usa modelos literarios y una de las principales preocupaciones de la historiografía
es la formación de la nación; la nación se concibe en los términos ideológicos e históricos
del proyecto liberal y se imagina, sobre todo, a través de la literatura; y la literatura, a su
vez, se vuelve tanto histórica (e historicista) como nacional o americanista».
3 Se entiende aquí por «ideologema» una función intertextual, que recorre varios textos y
se lee o materializa en distintos contextos sociales, como un modo dominante del
pensamiento, como una función textualmente activa en una tradición discursiva.
6 En este sentido, J. Derridá señala que «Todos los Estados-naciones nacen y se fundan
en la violencia» porque no se puede justificar la fundación de algo en nombre de lo que
funda y que en ese gesto performativo siempre subyace un acto de violencia : «Creo
irrecusable esa verdad. Incluso sin exhibir, en relación a esto, espectáculos atroces basta
subrayar una ley de estructura : el momento de fundación, el momento institutor es
anterior a la ley o a la legitimidad que él instaura. Por consiguiente, está ‘fuera de la ley’, y
por eso mismo, es violento» (Derrida, 1989).