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Diagnóstico detallado
de una enfermedad alemana
en su momento crítico
2.1. Stirner y su rebelión contra las causas ideales
Mientras los franceses e ingleses se ocupaban de la tierra y el mar, negociando
con la historia a través de la economía y la política, en 1844 veía la luz un libro
que comenzaba por dar cuenta de lo que verdaderamente agobiaba al hombre
alemán: El único y su propiedad, firmado con el seudónimo de Stirner. ʺEl
Libroʺ, como lo denomina Marx, se iniciaba con una denuncia de la dictadura
que sobre el individuo ejercen las causas ideales. Vivimos ʺagobiados por las
exigencias del Espírituʺ, al servicio de grandes abstracciones: la Humanidad, Dios,
la Verdad, etc. Como luego dirá Nietzsche, Stirner está convencido de que a lo
largo de la historia ʺnos han amargado el egoísmoʺ, y para él esto se ha hecho,
naturalmente, por puro egoísmo. Pues Stirner emprende una investigación de las
citadas Ideas y lo que descubre es que –al tiempo que nos exigen abnegación–
todas ellas están muy interesadas en su propio interés, es decir, que son egoístas. A
Dios lo único que le importa es Dios, a la Humanidad le trae sin cuidado la
carnaza humana que se sacrifique en su nombre, la Patria exige del individuo, en
su propio provecho, la entrega de su vida entera. Todas estas ʺbuenas causasʺ que
defendemos como nuestras causas son, en realidad, causas para sí mismas y sólo
miran por sus propios intereses.
Dios no se preocupa más que de lo suyo, no se ocupa más que de sí mismo, no piensa más
que en sí mismo y sólo en sí pone sus miras ¡Ay de todo aquel que contraríe sus designios! Y la
Humanidad, cuyos intereses debéis defender como nuestros, ¿qué causa defiende? [...] En vez de
continuar sirviendo con desinterés a esos grandes egoístas, seré Yo mismo el egoísta. Dios y la
Humanidad no han basado su causa en Nada, en nada que no sea ellos mismos. Yo basaré, pues,
mi causa en Mí; soy como Dios, la negación de todo lo demás, soy para mi Todo, soy el Único.
[...] No admito nada por encima de Mí. (Stirner, M., 1844: /24‐25).
Somos desde entonces, ʺlos servidores de nuestros pensamientosʺ; obedecemos sus órdenes,
como en otro tiempo las de los padres o las de los hombres. Son ellas (ideas, representaciones,
creencias), las que reemplazan a los mandatos paternos y las que gobiernan nuestra vida (Stirner,
1844: /32).
El hombre ya maduro difiere del joven en que considera el mundo tal como es, sin ver por
todas partes males que corregir, entuertos que enderezar, y sin pretender modelarlo sobre su
Ideal. En él se consolida la opinión de que uno debe obrar para con el mundo según su interés y
no según su Ideal (ibíd. /33).
En la Edad del Espíritu, mis pensamientos proyectaban sombra sobre Mi cerebro, como el
árbol sobre el suelo que lo nutre; giraban a Mi entorno como ensueños de calenturiento, y me
turbaban con su espantoso poder. Los pensamientos mismos habían adquirido corporeidad y se
llamaban Dios, el Emperador, el Papa, la Patria, etc. Hoy destruyo su cuerpo, entro en posesión
de Mis pensamientos, los hago Míos y digo: sólo yo poseo un cuerpo. No veo ya en el mundo
más que lo que él es para Mí, es Mío, es mi propiedad. Yo lo refiero todo a Mí. No hace mucho
era Espíritu y el mundo era a mis ojos digno sólo de desprecio; hoy soy Yo su propietario y
rechazo esos Espíritus o esas Ideas cuya vanidad he medido. Todo eso no tiene más poder sobre
mí que el que las potencias de la tierra tienen sobre el Espíritu (ibíd. /35).
El hombre que, como joven, se pone en la cabeza toda una serie de estúpidas ideas acerca de
las potencias y relaciones existentes, tales como el Emperador, la Patria, el Estado, etc., y sólo las
ha conocido como sus propios ʺdelirios febrilesʺ bajo la forma de su propia representación,
destruye según San Max [Stirner] realmente estas potencias al quitarse de la cabeza su falsa
opinión sobre ellas (Marx, 1845: 135/137).
Lo que según Marx debía haber contado Stirner es lo siguiente: hay potencias
y relaciones reales; de ellas el joven se crea estúpidas ideas. Luego destruye esas
Ideas y se imagina que ha destruido las potencias y las relaciones en cuestión,
cuando, como es patente, lo único que ha destruido es su ʺdelirio febrilʺ de
aplicado adolescente.
Por ejemplo, ni siquiera resuelve la categoría ʺPatriaʺ, sino solamente la opinión privada
que él tiene de esta categoría, dejando en pie con ello la categoría de validez general [...] Pero
quiere hacernos creer que ha resuelto la categoría misma, por haber resuelto simplemente su
actitud privada de ánimo hacia ella, que ha destruido la potencia imperial por haber desechado
sencillamente su idea fantástica del emperador (Marx, 1845: 136/138).
1. Realismo‐niño‐negro.
2. Idealismo‐joven‐mongol.
3. Egoísmo‐hombre‐caucasiano.
La gran tesis que sirve de base a todas estas ecuaciones es ésta: Yo no soy el no‐Yo. A este
no‐Yo se le dan diferentes nombres, que, de una parte pueden ser puramente lógicos, como por
ejemplo el ser en sí o el ser otro y, de otra parte, los nombres de representaciones concretas, tales
como el pueblo, el Estado, etc. [...] Pero como las relaciones reales introducidas de este modo
sólo se presentan como distintas modificaciones –distintas, además, solamente en cuanto al
nombre– del no‐Yo, no es necesario decir absolutamente nada acerca de estas relaciones reales
mismas (1845: 331/325).
El no‐Yo es lo ajeno al Yo. Por tanto, deduce Stirner, nada más ni nada
menos, es el yo enajenado. ʺAcabamos de encontrar la fórmula lógica con arreglo
a la cual se representa San Sancho [Stirner] como lo ajeno al Yo – como la
enajenación del Yo– cualquier objeto o relación, los que se le ocurran: de otra
parte, San Sancho puede, como veremos, presentar a su vez cualquier objeto o
relación como creados por el Yo y pertenecientes a élʺ (ibíd., 332/326). En efecto,
puesto que todo lo ajeno al Yo es su enajenación, si el Yo supera su enajenación,
hace del objeto su propiedad. Esto se logra gracias a otra ecuación adyacente: ʺlo
ajeno = lo sagradoʺ. Por tanto, superar la enajenación es superar el carácter
sagrado de algo. Basta dejar de creer que algo es sagrado para convertirte en su
propietario.
Por ser lo sagrado algo ajeno, todo lo ajeno se convierte en lo sagrado; por ser lo sagrado un
vínculo, una traba, todo vínculo, toda traba se convierte en lo sagrado. Con ello, San Sancho
consigue que todo lo ajeno se convierta en una simple apariencia, en una representación, de la
que él se libera sencillamente protestando contra ella y declarando que no se da en él semejante
representación. Exactamente como [...] veíamos que a los hombres les bastaba con cambiar de
conciencia para que todo el mundo marchase all right. Toda nuestra exposición ha puesto de
manifiesto cómo San Sancho critica las relaciones reales todas limitándose a declararlas como lo
sagrado, y las combate combatiendo la representación sagrada que él se había formado en ellas
(ibíd., 333/327).
La primera dificultad parece provenir del hecho de que lo sagrado es, en sí, muy diverso y
de que, por tanto, al criticar a un algo sagrado concreto, debería dejarse de lado su santidad, para
criticar el contenido concreto mismo (ibíd., 334/328).
En la pág. 172 se nos dice que ʺla consecuencia final del escolasticismo es la escisión de la
vida, que Hess destruyeʺ. Por tanto, la teoría se presenta aquí como la causa de la ʺescisión de la
vidaʺ. No se ve por qué estos verdaderos socialistas hablan para nada de la sociedad, si creen con
los filósofos que todas las divisiones reales son provocadas por escisiones conceptuales (1845:
565‐566/561).
Este varón [Bruno Bauer] imbuido del santo temor de Dios tiene la
desvergüenza de reprocharle a Feuerbach: ʺFeuerbach hace del individuo, del
hombre deshumanizado del cristianismo, no el hombreʺ, ʺel hombre verdaderoʺ
(!), ʺrealʺ (!!), ʺpersonalʺ (!!!), ʺsino el hombre privado de virilidad, el esclavoʺ,
afirmando con ello, entre otras cosas, el absurdo de que él, San Bruno, es capaz de
hacer hombres con su cabeza (1845: 106/102).
Pese a los concienzudos esfuerzos que se han llevado a cabo para mitigar o
dignificar el ramplón pragmatismo aquí enunciado, hay que decir que Engels no
tuvo, en principio, ningún reparo en acogerlo en toda su literalidad.
Pero, al lado de éstos, hay otra serie de filósofos que niegan la posibilidad de conocer el
mundo, o por lo menos, de conocerlo de un modo completo. Entre ellos tenemos, de los
modernos, a Hume y Kant, que han desempeñado un papel muy considerable en el desarrollo de
la filosofía. [...] La refutación más contundente de tales extravagancias, como de todas las demás
extravagancias filosóficas, es la práctica, o sea, el experimento y la industria. Si podemos
demostrar la exactitud de nuestro modo de concebir un proceso natural reproduciéndolo
nosotros mismos, creándolo como resultado de sus mismas condiciones, y si, además, lo
ponemos al servicio de nuestros propios fines, damos al traste con la ʺcosa en síʺ inaprehensi‐
ble de Kant (Engels, 1886, II: 340/29).
Resulta ocioso subrayar que ni Hume ni Kant tienen nada que ver con el
asunto planteado por Engels y que difícilmente podrían ser refutados por el
desarrollo industrial en un punto que ellos jamás defendieron.
A partir de 1845 –y apenas antes– no hay ni un solo texto de Marx que avale
el camino sugerido por la famosa 2.a Tesis. Tras pelearse durante dos décadas con
las famosas Tesis sobre Feuerbach, Althusser llegaba en 1982 a la conclusión de
que no se entienden, de que no se pueden entender y que lo poco que se entiende
en ellas es Fichte. Representan una amalgama –nos dice– en la que se mezclan
posturas hiperidealistas atemperadas con ciertas temáticas materialistas que Marx
ha tomado recientemente de Feuerbach. Engels fechó en su redacción ʺel germen
de una nueva concepción del mundoʺ, el germen del materialismo ʺmarxistaʺ.
Sin embargo,
es sabido que las Tesis sobre Feuerbach, que tienen por objetivo inmediato romper
con un hombre que inspiró a toda la izquierda hegeliana (ʹnosotros fuimos todos
feuerbachianosʺ, Engels), critican a Feuerbach mucho más en nombre de Fichte, y
de una amalgama entre Feuerbach y Fichte, que en función de una ʺnueva
concepción del mundoʺ. En relación a Hegel, estarían más bien – y de muy lejos–
en retirada, retrasadas respecto a la crítica de Fichte por Hegel mismo (Althusser,
1982a: 20).