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Diagnóstico detallado
de una enfermedad alemana
en su momento crítico
2.1. Stirner y su rebelión contra las causas ideales
Mientras los franceses e ingleses se ocupaban de la tierra y el mar, negociando
con la historia a través de la economía y la política, en 1844 veía la luz un libro
que comenzaba por dar cuenta de lo que verdaderamente agobiaba al hombre
alemán: El único y su propiedad, firmado con el seudónimo de Stirner. ʺEl
Libroʺ, como lo denomina Marx, se iniciaba con una denuncia de la dictadura
que sobre el individuo ejercen las causas ideales. Vivimos ʺagobiados por las
exigencias del Espírituʺ, al servicio de grandes abstracciones: la Humanidad, Dios,
la Verdad, etc. Como luego dirá Nietzsche, Stirner está convencido de que a lo
largo de la historia ʺnos han amargado el egoísmoʺ, y para él esto se ha hecho,
naturalmente, por puro egoísmo. Pues Stirner emprende una investigación de las
citadas Ideas y lo que descubre es que –al tiempo que nos exigen abnegación–
todas ellas están muy interesadas en su propio interés, es decir, que son egoístas. A
Dios lo único que le importa es Dios, a la Humanidad le trae sin cuidado la
carnaza humana que se sacrifique en su nombre, la Patria exige del individuo, en
su propio provecho, la entrega de su vida entera. Todas estas ʺbuenas causasʺ que
defendemos como nuestras causas son, en realidad, causas para sí mismas y sólo
miran por sus propios intereses.

Dios no se preocupa más que de lo suyo, no se ocupa más que de sí mismo, no piensa más
que en sí mismo y sólo en sí pone sus miras ¡Ay de todo aquel que contraríe sus designios! Y la
Humanidad, cuyos intereses debéis defender como nuestros, ¿qué causa defiende? [...] En vez de
continuar sirviendo con desinterés a esos grandes egoístas, seré Yo mismo el egoísta. Dios y la
Humanidad no han basado su causa en Nada, en nada que no sea ellos mismos. Yo basaré, pues,
mi causa en Mí; soy como Dios, la negación de todo lo demás, soy para mi Todo, soy el Único.
[...] No admito nada por encima de Mí. (Stirner, M., 1844: /24‐25).

La crítica de Marx y Engels –que realizan un seguimiento casi línea a línea de


ʺEl Libroʺ– es despiadada, salpicada de golpes de humor teñidos de sarcasmo. De
la situación descrita, Stirner podría haber concluido que un egoísmo basado en el
comportamiento egoísta de semejantes entes imaginarios tenía que ser tan
imaginario como esos mismos entes. Pero en lugar de ello, Stirner personifica
ridiculamente las Ideas, imaginando que le imponen sus propios intereses, y frente
a este ultraje egoísta decide ser él mismo más egoísta que nadie y ʺponerse a
competir con ellasʺ.
A partir de aquí, Stirner –ʺapóstol de una lucha contra molinos de vientoʺ–
emprende su materialista batalla contra cualquier cosa que se presente como Idea.
Feuerbach no es aquí menos combatido que Hegel o el cristianismo. Pues el
Hombre no es un ultraje al egoísmo menos que Dios o el Espíritu. ¿Quién
emprende la lucha contra la sacralidad de las ideas, entonces, si no puede ser el
hombre? Stirner responde de inmediato: el Único, ʺYoʺ, el ʺMíʺ, el individuo
que no está dispuesto a cargar con ninguna abstracción sobre sus espaldas.
Y en adelante, denunciará Marx, todo va a suceder en la imaginación del
Único, es decir, en la imaginación de Stirner. Primero imagina vivir en un mundo
gobernado por imaginarios ciudadanos egoístas: las Ideas. Luego imagina luchar
contra ese egoísmo imaginario y se imagina salir victorioso. Y lo que es más grave:
imagina haber sacudido el planeta en sus mismos cimientos.

2.2 La crítica del Hombre


En resumen ésta es toda la crítica de Marx y Engels a Stirner. Y se podría decir
que el asunto tampoco merece mucha más atención. Pero si La ideología alemana
emprende entonces un comentario minucioso del resto del libro no es por mero
entretenimiento. Y tampoco es por mero entretenimiento por lo que nosotros
vamos a seguir ese desarrollo. Pues aquí lo importante no es ya Stirner sino
localizar y realizar un seguimiento de los efectos teóricos desencadenados por su
postura. A Marx le interesa mostrar, ante todo, que el resultado teórico general
cierra todo camino a la investigación histórica y social. Y a la postre, lo que vamos
a intentar mostrar es que Stirner es más bien el efecto de que precisamente este
camino haya quedado cerrado. Lo que nos obliga a confirmar que en realidad las
puertas del continente historia se cerraron en otro sitio: en Hegel –por mucho que
al respecto proteste la historiografía habitual de la filosofía.
El enemigo mortal de Stirner es el Hombre, pues ésta es la Idea que ha
sustituido a todas las demás, secularizándolas sin por eso cambiar nada en la
estructura del imperio religioso: seguimos dominados por la Idea de Hombre,
igual que antes éramos dominados por la Idea de Dios. Éste es el motivo por el
que, si se trata de superar el imperio del Hombre, ha de ser fundamental para
Stirner trazar en detalle el desarrollo histórico de este personaje, lo que en rigor
supone contar la historia en la que el Hombre ha usurpado la vida de los
individuos que decía representar. Y por motivos que quedan enseguida claros,
antes de abordar esta ʺhistoriaʺ, el autor comienza por describir la biografía de su
protagonista.
Al principio el niño, que no tiene nada en propiedad y se enfrenta a todo ʺlo
Demásʺ. Vive en un mundo de cosas, en el que reinan las cosas y él no tiene
ningún poder. Los padres mismos se presentan como potencias naturales y el
mundo le es por entero ajeno.
Pero, poco a poco, el niño va conquistando su serenidad ante las afrentas de
las cosas, va mirando detrás de las cosas, descubriendo cómo funcionan. Y al
descubrir sus secretos, les pierde el miedo: se vuelve estoicamente imperturbable y,
podríamos decir, aprende a sostener la mirada a su padre. Y entonces el niño
comienza a sentirse más a Sí Mismo que al Mundo. Cuanto más se tiene a Sí
Mismo, menos miedo le da ya el mundo, más desprecia el mundo, más se siente
su verdadero Rey.
Este Sí Mismo que ha conquistado contra lo real es el Espíritu. Y con ello
termina la Infancia y comienza la Juventud. Instalado en el Espíritu, el joven deja
de luchar contra las cosas. Pero ahora tiene que comenzar a luchar contra la
razón, contra el espíritu mismo. Antes se ha visto sumido en una etapa febril de
entusiasmo juvenil: la fuerza del mundo parece algo irrisorio comparada con la
fuerza del espíritu. El mundo, con sus ciegas tormentas y temblores, puede tener
fuerza. Pero sólo el espíritu tiene autoridad. El Espíritu es lo primero que aparece
divinizado, sacralizado. El Espíritu aparece como un poder superior a todos los
poderes del mundo.
Pero el caso es que el joven se sabe espíritu. Él es el Espíritu. Pues,
precisamente, lo que ha conquistado contra el mundo, y por lo que ha perdido el
respeto al mundo, es el Espíritu. Por eso el joven se siente poderoso, animado por
sus ideales. Más poderoso que ningún otro poder terrestre. Antes, los padres eran
potencias naturales. Ahora, precisamente ʺhay que abandonar a tu padre y a tu
madreʺ, como mandan las Escrituras, precisamente para poner fuera de juego
cualquier poder natural, cualquier poder del mundo. Para este ʺHombre
Espiritualʺ que es el joven no existe familia.
Sin duda que los padres pueden luego renacer con otra forma. Igual que la
familia negada puede reaparecer como Patria. Pero aquí está lo importante: tales
poderes naturales han muerto como naturales y ya sólo tienen poder en tanto que
se han convertido en espirituales. Ahora es el Espíritu quien domina.
El joven siente que el Espíritu vive en el cielo, porque ha surgido de vencer
todo lo terrenal. Por tanto, el joven no atenderá a ningún poder que no sea
celestial. Los hombres mismos carecen de poder para él, en tanto que son criaturas
terrenales: ahora sólo atiende órdenes de Dios, autoridades que podríamos llamar
ʺsagradasʺ.
El niño tenía que plegarse a las leyes del mundo. Ahora el mundo ya no es
obstáculo ninguno. Pero existen, sin duda, otros obstáculos: sólo que ahora son
espirituales. Se dice ʺno se puede hacer eso: no es razonable, no es cristiano, no es
moral, no es patrióticoʺ. Lo que ahora se teme es la Conciencia.

Somos desde entonces, ʺlos servidores de nuestros pensamientosʺ; obedecemos sus órdenes,
como en otro tiempo las de los padres o las de los hombres. Son ellas (ideas, representaciones,
creencias), las que reemplazan a los mandatos paternos y las que gobiernan nuestra vida (Stirner,
1844: /32).

El joven descubre el pensamiento puro, que ya no es pensamiento de las cosas,


sino que es absoluto: la Verdad, la Humanidad, el Hombre, etc. Pero el espíritu
puede ser rico o pobre, perfecto o imperfecto. Al constatarlo, el joven empieza a
buscar la perfección espiritual: y entonces tiene que reconocer que él mismo no es
un espíritu perfecto. El Espíritu perfecto es Dios. Y entonces se muestra la
verdadera cara de toda esta supuesta liberación: pues, al fin y al cabo, ʺDiosʺ,
ʺPatriaʺ, ʺReyʺ son cosas ajenas a él. No son ʺsu Propiedadʺ, por muy
espirituales que sean. El joven se descubre dominado por el Espíritu, igual que el
niño estaba dominado por el mundo.

El hombre ya maduro difiere del joven en que considera el mundo tal como es, sin ver por
todas partes males que corregir, entuertos que enderezar, y sin pretender modelarlo sobre su
Ideal. En él se consolida la opinión de que uno debe obrar para con el mundo según su interés y
no según su Ideal (ibíd. /33).

El descubrimiento del Espíritu se ve entonces desplazado por el


descubrimiento del Egoísmo. Ahora se trata de que goce el individuo y no de
satisfacer el Ideal.
El niño se puso detrás de las cosas y descubrió el Espíritu: se hizo joven.
Ahora, el joven se pone detrás del Espíritu y alcanza la madurez... ¿y qué descubre?
Descubre el Único. Descubre que todo es su propiedad. Que Él es dueño y señor
de todo: de lo real y lo ideal. Él ha creado sus pensamientos y es su poseedor. A
este respecto, a veces es preciso citar para ser creído:

En la Edad del Espíritu, mis pensamientos proyectaban sombra sobre Mi cerebro, como el
árbol sobre el suelo que lo nutre; giraban a Mi entorno como ensueños de calenturiento, y me
turbaban con su espantoso poder. Los pensamientos mismos habían adquirido corporeidad y se
llamaban Dios, el Emperador, el Papa, la Patria, etc. Hoy destruyo su cuerpo, entro en posesión
de Mis pensamientos, los hago Míos y digo: sólo yo poseo un cuerpo. No veo ya en el mundo
más que lo que él es para Mí, es Mío, es mi propiedad. Yo lo refiero todo a Mí. No hace mucho
era Espíritu y el mundo era a mis ojos digno sólo de desprecio; hoy soy Yo su propietario y
rechazo esos Espíritus o esas Ideas cuya vanidad he medido. Todo eso no tiene más poder sobre
mí que el que las potencias de la tierra tienen sobre el Espíritu (ibíd. /35).

El hilo conductor del razonamiento stirneriano es sorprendente, pues


finalmente, como se ve, el mundo mismo se ha transformado en su propiedad.
Cuando en el párrafo acabado de citar alude a las ʺpotencias de la tierraʺ hay que
tener en cuenta lo siguiente: puesto que la juventud ya ha demostrado que las
potencias de la tierra no tienen ningún poder sobre el Espíritu, si ahora el Yo se
libera del Espíritu, entonces ya nada en el mundo (ni real ni espiritual) puede
tener poder sobre él. El realismo infantil y el idealismo juvenil han sido superados
por el egoísmo. Estamos, en efecto, frente a la más increíble refutación de Hegel
que se pueda imaginar. A lo que Marx viene a replicar: se ha refutado a Hegel con
un hiper‐Hegel degradado absolutamente trivial. Pues no sólo se admite que las
Ideas dominan el mundo, sino que se pretende que un acto de puro voluntarismo
espiritual puede liberarnos de las Ideas (y su implacable lógica hegeliana) y por
tanto del mundo mismo dominado por ellas.
El sarcasmo marxiano muestra que aquí, como en todas partes, todo resulta
también ʺmuy alemánʺ: el niño, en lugar de jugar con sus juguetes, se convierte
enseguida en metafíisico y prefiere trastear con los fundamentos de las cosas... Y el
joven que ʺasí se comportaʺ, ʺen vez de correr detrás de las muchachas y de otras
cosas profanas, no es otro que el joven ʹStirner’, el joven estudioso berlinés, que
cultiva la lógica de Hegel y admira al gran Micheletʺ (Marx, 1845: 130/132). Ese
joven, como buen alemán ʺllega siempre tarde para todoʺ: un día se hace maduro
y entonces descubre que él es el único espíritu corpóreo, y comienza a mirar más
por sus intereses corpóreos que por sus ideales... y mientras tanto, en los burdeles
de Londres y París pululan miles de jóvenes que aún no se han descubierto como
espíritus corpóreos y que ni falta les hace para llegar a las mismas conclusiones.

El hombre que, como joven, se pone en la cabeza toda una serie de estúpidas ideas acerca de
las potencias y relaciones existentes, tales como el Emperador, la Patria, el Estado, etc., y sólo las
ha conocido como sus propios ʺdelirios febrilesʺ bajo la forma de su propia representación,
destruye según San Max [Stirner] realmente estas potencias al quitarse de la cabeza su falsa
opinión sobre ellas (Marx, 1845: 135/137).

Lo que según Marx debía haber contado Stirner es lo siguiente: hay potencias
y relaciones reales; de ellas el joven se crea estúpidas ideas. Luego destruye esas
Ideas y se imagina que ha destruido las potencias y las relaciones en cuestión,
cuando, como es patente, lo único que ha destruido es su ʺdelirio febrilʺ de
aplicado adolescente.

Por ejemplo, ni siquiera resuelve la categoría ʺPatriaʺ, sino solamente la opinión privada
que él tiene de esta categoría, dejando en pie con ello la categoría de validez general [...] Pero
quiere hacernos creer que ha resuelto la categoría misma, por haber resuelto simplemente su
actitud privada de ánimo hacia ella, que ha destruido la potencia imperial por haber desechado
sencillamente su idea fantástica del emperador (Marx, 1845: 136/138).

Y por ese fantástico procedimiento –ʺque no figura en ningún manual de economíaʺ–,


Stirner (o el Único) se va apropiando del mundo entero. Los frutos y milagros que es capaz de
rendir esta forma de ʺapropiaciónʺ son desarrollados por todo ʺEl Libroʺ. Cuando está claro
que
en el fondo, [el Único] sólo ʺtomaʺ como lo suyo y se apropia, no ʺel mundoʺ,
sino solamente su ʺdelirio febrilʺ sobre el mundo. [...] Se olvida de que sólo ha
destruido la forma fantástica y fantasmal que las ideas de patria, etc., adoptaban
en el cerebro ʺdel jovenʺ, pero sin tocar todavía para nada estas ideas, en cuanto
expresan relaciones reales. Muy lejos de haberse convertido en dueño y señor de
las ideas, ahora ha llegado tan sólo a poder ʺpensarʺ (ibíd., 137/138).

En resumidas cuentas, el ʺadultoʺ en cuestión lo único que ha descubierto es


que de ʺjovenʺ no ha dicho más que estupideces. Ahora puede problematizar esas
ideas que antes adoraba, eso es todo. Destruyendo su delirio febril sobre cosas e
ideas (es decir, como dice Stirner, ʺhaciéndolo suyoʺ) lo único que ha hecho es
hacer suyas sus opiniones: ha descubierto, sin más, que las estupideces que
pomposamente pronunciaba sobre el mundo eran sus estupideces. A la postre, ni
siquiera ideológicamente ha ocurrido nada: pues lo único que ha hecho suyas son
sus opiniones sobre las Ideas, no las Ideas mismas. Y mucho menos las relaciones
reales que éstas expresan. En efecto, tal y como decía el texto de Marx acabado de
citar, el hombrecito en cuestión tan sólo se encuentra en un momento en el que
podría comenzar a pensar.
Y éste es precisamente el problema más grave. El joven stirneriano en lugar de
comenzar a pensar prefiere delirar sobre su propio delirio, pretendiendo hacer
pasar el incidente meramente personal de su mayoría de edad por una revolución
histórica sin precedentes. Y como su propio personaje, Stirner, en lugar de poner
manos a la obra para investigar las relaciones reales que su juventud le
escamoteaba, decide utilizar su esquema biográfico de las edades del hombre para
explicar la estructura general de todo desarrollo histórico. Se encamina entonces
hacia el nuevo continente de la historia y en vez de pensar ʺlo que
verdaderamente ha ocurrido en la transformación de las relaciones reales de la
propiedad y la producciónʺ, Stirner se pone a contar un fantástico entramado de
mitos históricos, que, frente a Hegel, destacan por su ingenua ociosidad.

2.3. El hiperidealismo de una supuesta investigación


materialista de la historia

Si las páginas anteriores han abusado de la paciencia del lector resumiendo


sin demasiado comentario la doctrina stirneriana ha sido con la intención de que
fuera posible calibrar los efectos epistemológicos que tiene su ʺilusión hegelianaʺ
a la hora de afrontar la investigación histórica.
Stirner, como se acaba de decir, utiliza el esquema niño‐joven‐hombre para
ordenar la historia en general y cada etapa de la historia en particular, de modo
que, podría decirse que gracias al engranaje de su delirio, ʺtodo está en todoʺ en
su mundo histórico. El triángulo en cuestión se impone pues como un método de
investigación histórica que funciona muy vistosamente de forma semejante a las
tríadas hegelianas. La diferencia con Hegel es, sin duda, que éste es mucho más
inteligente, pero, en opinión de Marx, ambos comparten la misma ʺmanera
alemana de concebir la historiaʺ: para todos los historiadores alemanes el
despliegue conceptual es el verdadero motor de la historia; una época no se
transforma en otra si no es porque el concepto de una necesita transformarse en el
concepto de la otra. En el sistema hegeliano se ha mostrado, en un golpe de efecto
de sorprendente belleza y de incontestable rigor, que, por lo que acaba de decirse,
la historia de la filosofía es la verdad de la historia en general. Nada ocurre en la
historia que no sea, en su verdad, filosofía. Lo que en cada etapa histórica
representa el juego de lo real consigo mismo queda desplegado en la filosofía que
esa etapa es capaz de producir. Lo que se está jugando en cada época es siempre
un determinado concepto. Situación teórica que Marx resume como un síntoma
fatal de la postura alemana frente a la historia: ʺLa idea especulativa, la
representación abstracta se convierte en la fuerza propulsora de la historia, lo que
hace de la historia, por tanto, simplemente la historia de la filosofíaʺ (ibíd.,
141/143) En capítulos posteriores de estas mismas páginas se intentará discutir la
inesperada fuerza de este planteamiento teórico hegeliano. Pero, en Stirner, esta
ʺmetodologíaʺ histórica tan ʺalemanaʺ se traduce finalmente en un ʺcandorʺ y
un ʺsimplismoʺ inauditos. La historia queda resumida –como ya ha podido
comprobarse más arriba– en la sucesión del Realismo (niño) al Idealismo (joven),
y de ahí a la síntesis de la negatividad pura: el Egoísmo (adulto). Lo que se ha
jugado en el fondo histórico estudiado por las legiones de historiadores,
antropólogos, economistas y sociólogos que pueblan nuestra comunidad científica
ha sido la biografía intelectual de un universitario alemán cualquiera del siglo
XIX. Cómo ha podido desembocarse en una situación de semejante esterilidad
científica es cosa que compete a estas páginas ir diagnosticando. Pero, primero, es
preciso describir de algún modo la aportación stirneriana.
El esquema general de las edades de la historia stirnerianas que Marx nos
proporciona (1845: 142‐143/144‐147), puede resumirse como sigue:
– Primer esquema general:

1. Realismo‐niño‐negro.
2. Idealismo‐joven‐mongol.
3. Egoísmo‐hombre‐caucasiano.

– Segundo esquema: el tercer punto (el hombre, el caucasiano) repite a su vez


el esquema general en su interior:

1. Antigüedad: Caucasianos negroides. Hombre infantil. Hombre


realista...
2. Modernidad: Caucasianos mongoloides.Hombre joven. Hombre
idealista.
3. Anuncio del nuevo mundo: el YO, el ʺcaucasiano caucásicoʺ:
superando el espíritu que ha superado el mundo, se hace dueño de
todo.

La ʺilusión hegelianaʺ se hace especial y chocantemente explícita en el


segundo apartado caucásico, en el que surge la Jerarquía. En la historia surgen dos
especies de grandes clases sociales: los cultos y los incultos. De entre los primeros,
en un momento ulterior, surge el hegeliano, del segundo el no hegeliano. Los
hegelianos dominan sobre los no hegelianos. Por eso Hegel representa el
momento supremo en el que todo está gobernado por las ideas... y por tanto, por
lo visto, por los ideólogos. De donde resulta la absurda conclusión de que Hegel
al menos debería haber reinado en el mundo –como sin duda reinó en el ámbito
universitario que para Stirner marcó el horizonte inconfesado de todas sus
miradas–. Así las cosas, se comprende que no haya más osada rebelión que
rebelarse contra Hegel y sus secuaces, incluidos aquí Feuerbach y Bruno Bauer. Lo
sorprendente de esta ingeniosa construcción es que la concepción alemana de la
historia como imperio de la idea se transmuta para Stirner en una etapa histórica
realmente fechada: una etapa dominada por los ideólogos.
Lo que, naturalmente, Stirner no puede evitar es que después de tan repetitivas
cancelaciones históricas sigan existiendo los negros y los niños, y lo que es peor:
su mundo, el mundo.

2.4. La enajenación y sus ejemplos


La obra de Stirner puede hoy día interesar más o menos o nada, igual que la
crítica de Marx. Lo que en cualquier caso es una advertencia, a la que no podemos
sustraernos, es la extraña situación por la que pueden tomarse por materialistas
posturas que en realidad no sólo siguen siendo idealistas sino que, en
comparación con Hegel, son incluso clasifícables de ultraidealistas. De hecho, en
el caso de la obra de Stirner y de otros textos de la izquierda hegeliana, nos
encontramos con lo que probablemente son los únicos testimonios en el interior
de la historia de la filosofía de lo que suele considerarse como idealismo en el
sentido más vulgar. El ingenioso esquema que este supuesto materialismo pone en
juego es –como se ha comprobado– el siguiente: ʺEl mundo está dominado por
las ideas –por culpa de los idealistas–. Como nosotros somos materialistas
luchamos contra las ideas. Y así nos hacemos dueños del mundoʺ. Fuera de estos
textos, se puede decir que ʺidealismoʺ nunca ha significado nada semejante en la
historia de la filosofía, a excepción de la propia tradición marxista, que para su
desgracia heredó el término en este sentido, y que, rizando el rizo de la farsa,
como hizo Ernst Bloch en 1951, pretendió destruir este idealismo esgrimiendo
religiosamente la idea (muy vivificada dialécticamente) de materia.
Lo mismo puede decirse de muchos supuestos intentos de superar la
especulación hegeliana. Sólo en el siglo XX, y partir de la década de los sesenta,
iba a mostrarse la extraordinaria dificultad que, para la filosofía, ha supuesto
poner un solo pie realmente fuera de Hegel. También aquí el caso Stirner tiene
que valer de advertencia. Pues es patente que en sus manos la especulación
hegeliana no queda superada más que en virtud de un recurso hiperespeculativo:
la lógica ha digerido todo lo real, hasta el punto de que una mera prestidigitación
lógica puramente voluntarista dispensa de todo trabajo para investigar cualquier
contenido real.
El truco lógico en cuestión tiene su profundo engranaje en el concepto de
enajenación o alienación, concepto con el que todo el siglo XX se ha peleado en
tormentosas polémicas. En los años sesenta, en especial, se hizo absolutamente
urgente decidir si Marx utilizaba ese concepto en toda su obra o si prescindía
radicalmente de él en algún corte epistemológico crucial. No viene al caso ahora
esta polémica. Sí es un hecho patente que en La ideología alemana Marx utiliza
este término siempre en un sentido irónico y despectivo, en frases de este tipo:
ʺ[digamos] enajenación, para expresarnos en términos comprensibles para los
filósofos...ʺ (1845: /36). Y es indudable que la hiperespeculación que Marx
denuncia en la izquierda hegeliana tiene su meollo lógico en dicho concepto.
Es absolutamente fundamental para comprender muchas de las encrucijadas
teóricas en las que se ha enredado en este siglo la polémica sobre el materialismo
advertir qué es exactamente lo que Marx tiene que reprochar en 1845 al concepto
de alienación.
Se ha hecho mucha mala literatura humanista sobre la alienación del hombre.
Si ha resultado un desatino poner esas letanías en boca de Marx no es porque él
tuviera que estar en especial desacuerdo, sino sencillamente porque Marx se
dedicó, durante toda su vida, a otra cosa. Marx no negaría, sin duda, que el
hombre en la sociedad capitalista está ʺalienadoʺ –o que lo haya estado en otros
modos de producción–, pero con este término se limitaría a resumir ʺen términos
comprensibles para los filósofosʺ algo que él habría estudiado en otro sitio, con
otras categorías y con otros procedimientos metódicos. Eso es todo. Y si, en
ocasiones como la de 1845, Marx denuncia este término como pernicioso es
precisamente porque entre sus servicios teóricos se encuentra el de eclipsar las
preguntas que han llevado a plantear esa otra investigación con otras categorías y
otros procedimientos metódicos. El engranaje de la Aufhebung hegeliana, del que
la enajenación es un momento fundamental, tiene para Marx un rendimiento
teórico estéril. Pero no sólo estéril, sino también nefasto para la investigación
histórica, pues dicho recurso especulativo permite que esa agitada esterilidad se
haga pasar por un verdadero desarrollo teórico y un avance de la búsqueda
científica. El tan cacareado antihumanismo de Marx, por el que prescinde
también de los servicios teóricos del concepto de hombre, es tan sólo una
consecuencia directa de haber renunciado a la problemática de la alienación como
vía de investigación del continente historia. Más adelante se comprobará esto con
más claridad.
Por el momento, conviene detenerse en la opinión que a Marx le merece la
utilización stirneriana de esta noción. Una vez más es preciso insistir en que lo
que Marx denuncia es la manera en la que el término alienación impide pensar y,
al tiempo, logra ocultar que no se ha pensado. Lo que Marx tiene que reprochar a
Stirner es que por un procedimiento hiperespeculativo ha cerrado todas las vías
por las que la investigación podría abordar la historia. Marx pone muchos
ejemplos al respecto. Sea cual sea la realidad histórica a pensar, ya se trate del
Estado, la Nación, el Dinero, el trabajo, la renta del suelo, o incluso el propio
Feuerbach, o un filósofo como Rousseau, el razonamiento de Stirner funciona a
partir de la misma matriz lógica de la enajenación, con arreglo a la ecuación
fundamental siguiente:

Yo no soy el Estado [por ejemplo]


Estado = no‐Yo
Yo = no del Estado.
No del Estado = Yo.
O dicho en otros términos: Yo soy la ʺnada creadora en la que desaparece el
Estadoʺ (1845: 331/325).

Esta ecuación le sirve a Stirner para destruir todo lo sagrado y convertirlo en


Mi propiedad. Se ha resaltado a menudo la estafa lógica por la que ilusoriamente
se pretende aquí haber destruido una realidad con un mero razonamiento. Pero
todo el acento del texto de Marx está puesto en otra parte, a saber, en el modo en
que dicho razonamiento permite ahorrarse el explicar la realidad supuestamente
destruida. Para Stirner, cualquier relación histórica es un ejemplo que funciona en
dicho esquema. Y esto es precisamente lo que desata las protestas de Marx: el
esquema mismo ya explica todo lo que hay que explicar, y el universo completo
de los contenidos históricos ingresa en su obra sin más interés que el de servir de
ejemplo. El resultado es pavoroso: el conjunto de todo lo que hay que pensar en el
continente historia, todo aquello con lo que la comunidad científica se rompe a
diario la cabeza, aparece sustraído a toda empresa teórica e inefabilizado bajo su
condición de ʺejemploʺ. Los contenidos históricos no aparecen como aquello que
hay que explicar, sino como ejemplos de algo ya explicado: el esquema con el que
el Único destruye lo sagrado, y lo convierte en su propiedad.

La gran tesis que sirve de base a todas estas ecuaciones es ésta: Yo no soy el no‐Yo. A este
no‐Yo se le dan diferentes nombres, que, de una parte pueden ser puramente lógicos, como por
ejemplo el ser en sí o el ser otro y, de otra parte, los nombres de representaciones concretas, tales
como el pueblo, el Estado, etc. [...] Pero como las relaciones reales introducidas de este modo
sólo se presentan como distintas modificaciones –distintas, además, solamente en cuanto al
nombre– del no‐Yo, no es necesario decir absolutamente nada acerca de estas relaciones reales
mismas (1845: 331/325).

El no‐Yo es lo ajeno al Yo. Por tanto, deduce Stirner, nada más ni nada
menos, es el yo enajenado. ʺAcabamos de encontrar la fórmula lógica con arreglo
a la cual se representa San Sancho [Stirner] como lo ajeno al Yo – como la
enajenación del Yo– cualquier objeto o relación, los que se le ocurran: de otra
parte, San Sancho puede, como veremos, presentar a su vez cualquier objeto o
relación como creados por el Yo y pertenecientes a élʺ (ibíd., 332/326). En efecto,
puesto que todo lo ajeno al Yo es su enajenación, si el Yo supera su enajenación,
hace del objeto su propiedad. Esto se logra gracias a otra ecuación adyacente: ʺlo
ajeno = lo sagradoʺ. Por tanto, superar la enajenación es superar el carácter
sagrado de algo. Basta dejar de creer que algo es sagrado para convertirte en su
propietario.

Por ser lo sagrado algo ajeno, todo lo ajeno se convierte en lo sagrado; por ser lo sagrado un
vínculo, una traba, todo vínculo, toda traba se convierte en lo sagrado. Con ello, San Sancho
consigue que todo lo ajeno se convierta en una simple apariencia, en una representación, de la
que él se libera sencillamente protestando contra ella y declarando que no se da en él semejante
representación. Exactamente como [...] veíamos que a los hombres les bastaba con cambiar de
conciencia para que todo el mundo marchase all right. Toda nuestra exposición ha puesto de
manifiesto cómo San Sancho critica las relaciones reales todas limitándose a declararlas como lo
sagrado, y las combate combatiendo la representación sagrada que él se había formado en ellas
(ibíd., 333/327).

Comprobamos así cómo, en efecto, la historia misma se ha convertido en una


mera cuestión de ideas. Lo único con que se juega en el terreno histórico es con
apariencias y representaciones, igual que en la historia de la filosofía lo único que
hay que hacer es pensar contra las apariencias y las representaciones de la
imaginación. Pero, como se viene señalando, no es sólo que Stirner crea hacer
revoluciones cuando ataca a los molinos de viento que él ha imaginado como
gigantes, sino que, de este modo, se libra de pensar cualquier contenido real. No
hay que olvidar que su guerra contra lo sagrado no sólo pretende ser una
revolución histórica, sino que funciona incansablemente como la base
epistemológica de toda una supuesta ciencia de la historia. Es por lo que Marx
señala lo siguiente:

La primera dificultad parece provenir del hecho de que lo sagrado es, en sí, muy diverso y
de que, por tanto, al criticar a un algo sagrado concreto, debería dejarse de lado su santidad, para
criticar el contenido concreto mismo (ibíd., 334/328).

Pero los contenidos a Stirner no le importan nada, puesto que como se ha


visto, le basta con saber que son ejemplos de lo sagrado. ʺOtro ejemplo de lo
sagrado es el Estado, otro ejemplo es la familia, otro es la sociedad, otro el
Hombre, otro, incluso, es el propio Feuerbach, etc.ʺ. De modo que quedamos
dispensados no sólo de explicar esas realidades, sino incluso de leer a Feuerbach.
Para Stirner es suficiente saber que si tales cosas son sagradas entonces de lo que se
trata es de despreciarlas hasta que se conviertan en nuestra posesión. Se ve con
claridad que lo que esta peculiar forma de ʺapropiaciónʺ impide, en cada ocasión,
es la apropiación teórica de la realidad en cuestión, es decir, su conocimiento.

2.5. El malentendido marxista en torno a la noción de prâxis


Si insistimos obsesivamente en este último punto es porque ha resultado
habitual en la tradición marxista considerar que la postura encubiertamente
idealista de Stirner tiene como efecto impedir alguna transformación del mundo –
que es ʺde lo que se trataʺ, como reza la conocida ʺTesis sobre Feuerbachʺ– o
entretener a sus lectores con ociosas y estériles empresas teóricas paralizando sus
posibilidades prácticas. Semejante interpretación tiene como irónico resultado el
dar una nueva vuelta de tuerca a la ilusión hegeliana. Pues, en efecto, parece negar
furiosamente a Stirner el papel de motor de la revolución para hacerle motor de la
reacción histórica, lo que no se ve por qué habría de resultar menos idealista. Hay
que insistir, por el contrario, en que el texto de Marx no reconoce a Stirner otra
capacidad que la de realizar un escamoteo teórico: lo que hace es crear la ilusión
de que se ha explicado cuando no se ha explicado y cuando ʺde lo que se trataʺ es
de explicar.
Lo que ha confundido a la tradición marxista y no marxista a propósito de
este escamoteo fundamental de la izquierda hegeliana es, sin embargo, harto fácil
de descubrir. Todo reside en que la forma en que textos como los de Stirner
sortean la investigación teórica presenta la apariencia de haber hecho algo
supuestamente más radical y poderoso que lo que la teoría podría aportar. Es
Stirner, precisamente, el que pretende ʺhaber transformado el mundoʺ en lugar
de limitarse a ʺinterpretarloʺ. No parece que repetir la 11.a Tesis sobre Feuerbach
que Marx escribió en una escuálida línea no publicada vaya, pues, a valer de
antídoto contra Stirner, ni contra Feuerbach, ni contra nada. Muy al contrario, es
el mejor modo de ser precisamente stirneriano y no ʺmarxistaʺ. Se dirá que
cuando Marx escribe su famosa tesis, está pensando en los movimientos obreros
franceses e ingleses, oponiéndolos al vano entretenimiento de los filósofos. Pero
entonces no se entiende por qué Marx no despachó con esa tesis todo lo que tenía
que despachar con los filósofos y, por el contrario, se dedicó toda su vida al
entretenimiento teórico de discutir con ellos.
Y es que Stirner, al mutar todos los conflictos y relaciones reales en meros
conflictos y relaciones del individuo con sus representaciones, lo que está
escamoteando no son los conflictos reales mismos –que naturalmente que siguen
existiendo sin preguntar su opinión a Stirner–, sino el conocimiento de esos
conflictos y relaciones. El texto de Marx insiste muy precisamente en este punto:

Las contradicciones reales en que se mueve el individuo se convierten, así, en


contradicciones del individuo con lo que él se representa, o como San Sancho lo expresa
también de un modo más simple, con la representación, con lo sagrado. [...] Por donde la
conclusión es que no se trata de la solución práctica del conflicto real, sino simplemente de
abandonar la representación que él se forma de este conflicto, a lo que, como buen moralista,
exhorta apremiantemente a los hombres. Una vez que San Sancho ha convertido, así, todos los
conflictos y contradicciones en que se mueve un individuo en simples contradicciones y
conflictos entre este individuo y sus representaciones, representaciones que se han hecho
independientes de él y han llegado a dominarlo, metamorfoseándose de este modo, ʺfácilmenteʺ,
en la representación, en la sagrada representación, en lo sagrado, al individuo no le queda ya, por
tanto, más camino que cometer el pecado contra el Espíritu Santo de abstraerse de esta
representación y declarar que lo sagrado es un espectro. Esta estafa lógica que el individuo
comete consigo mismo es considerada por nuestro santo como uno de los más altos esfuerzos
del egoísta. Pero, por otra parte, cualquiera puede darse cuenta de cuán fácil es, por este camino,
declarar como subordinados, desde el punto de vista del egoísmo, todos los conflictos y
movimientos que se presentan en la historia, sin necesidad de saber nada de ellos (SN), pues
basta para eso con destacar algunos de los tópicos con ellos relacionados, convirtiéndolos en ʺlo
sagradoʺ a la manera ya indicada, presentando a los individuos como subyugados por esta
potencia de lo sagrado y manifestando luego en contra de ellos su desprecio por ʺlo sagrado en
cuanto que talʺ (Marx, 1845: 339‐340/334).
Si se lee este texto con detenimiento se comprobará que lo que según Marx
nos ha escamoteado Stirner no es ʺla praxisʺ, sino la obligación teórica de
comprender lo que estaba en juego en esas relaciones y conflictos reales. Si para
ello nos ha hecho creer que nuestro esfuerzo ideológico ha resuelto prácticamente
el conflicto, eso no va a paralizar ninguna huelga ni en París ni en Berlín, ni
tampoco va a hacer creer a nadie que le han subido el sueldo. La cuestión es
bastante más modesta, en lo que pueda tener de modesto una empresa teórica:
Stirner ha hecho creer que se entendía lo que sigue fatalmente sin entenderse.

2.6. Primeras conclusiones sobre el materialismo y su dificultad


De semejante embrollo es preciso guardar una conclusión fundamental para
capítulos ulteriores. Si ʺmaterialismoʺ quiere decir algo contra ʺidealismoʺ ello
no puede ser sino una forma de demostrar que lo que el idealismo pretende dar
por entendido sigue en realidad sin entenderse y que para entenderlo es preciso
emprender un desarrollo teórico que demuestre ser distinto y que demuestre
entender mejor. Nadie puede lograr ser materialista con reivindicaciones de la
prioridad de la materia o cosas por el estilo. Marx, al menos, jamás siguió ese
camino. Lo que Stirner reprocha al idealismo es someter a los hombres a las ideas
como algo sagrado. Propone, pues, despreciar lo sagrado y Marx le acusa entonces
de hiperidealista. Pero la razón que nos da no puede llevar a engaño: ese
ʺdesprecio por lo sagrado en cuanto que talʺ con el que se ha investido lo real, no
es sino la forma en que se desprecia el esfuerzo por comprender la realidad en
cuestión. Tras todas estas páginas, lo único que se puede dar por sentado es que
para el materialismo el idealismo aparece como una solución de facilidad que
encubre y entorpece una tarea científica. Nada sabemos respecto a si esa tarea
necesita ser materialista a su vez o le vale sencillamente con ser científica.
En resumen, puede concluirse que no es posible saber lo que nombra la
palabra materialismo si no se llega a demostrar que el idealismo mismo es una
solución de facilidad que cuando pretende haberse hecho cargo de alguna
determinación ésta ha sufrido ya algún tipo de desgaste, de atraco o de inefabiliza‐
ción o nihilización. Este espejismo de progreso teórico, caracterizado en general
como una ilusión hegeliana, tiene que resultar difícil de probar respecto a un
pensador como Hegel, que, en la Fenomenología, se ha vanagloriado precisamente
del cuidado de la determinación, en honor de la ʺpaciencia del conceptoʺ. El
materialismo tiene su causa perdida si no logra demostrar que la ʺpaciencia del
conceptoʺ hegeliana esconde una pereza teórica fundamental. Y ello pese a que
Hegel no deje de acusar a Kant y a los filósofos críticos de perezosos. También al
amor se le reprocha su pereza; el amor ʺno sabe mantener firmes las
determinacionesʺ (Phä, III: 24/16). Pero el amor, al menos, sabe esperar; lo que
demuestra de todos modos una paciencia real, mientras que el concepto hegeliano,
que jamás deja de trabajar para proporcionarse la determinación, demuestra más
bien la impaciencia de un Dios que, incapaz de aguardar la llegada de un mundo
–función que en la historia de la filosofía se ha llamado sensibilida–, hubiera
decidido crearlo.

2.7. El humanismo y el "verdadero socialismo" alemán

El primer volumen de La ideología alemana se ocupa de Feuerbach, Bauer y


Stirner, es decir, de lo que Marx considera el paralelo alemán del movimiento
revolucionario de la burguesía francesa e inglesa. El segundo volumen se ocupa de
mostrar que el mismo tipo de escamoteos ideológicos acontecen en el paralelo
alemán de los movimientos proletarios. El ʺcomunismoʺ de los partidos obreros
franceses e ingleses se ha transformado en Alemania en el llamado ʺverdadero
socialismoʺ. Esta doctrina arranca fundamentalmente de Feuerbach y pretende
explicar a los franceses lo que ellos piensan sin saberlo. En la terminología propia
de la ideología alemana, los franceses han sido ʺen síʺ alemanes, razón por la cual
los franceses reales no han entendido lo que han hecho y sólo pueden esperar a
que un despliegue ʺpara síʺ se lo explique, por lo que podría decirse que Francia
no ha sido sino una astucia de lo alemán.
Su característica fundamental es el humanismo. Quien debe ser liberado ya no
es, como lo entienden los comunistas franceses, el proletariado, sino el hombre. Y
no debe ser liberado de la explotación, sino de la alienación. En principio, nada
hay que objetar a un planteamiento de este tipo, que también Marx defendió en
su momento. El problema es que mientras el socialismo y el comunismo tienen
sus partidos y sindicatos realmente existentes, el ʺhumanismoʺ, el ʺsocialismo
verdaderoʺ alemán, no necesita ningún partido o sindicato para ser el Partido
mismo, la idea misma de partido, podría decirse, cuando, en realidad, se trata de
una camarilla de insignificantes intelectuales que pretenden estar estremeciendo el
mundo.
ʺEn el humanismo–se puede leer en uno de los artículos renanos citados por
Marx– se borran todas las disputas en torno a los nombres: ¿para qué comunistas,
para qué socialistas? Todos somos hombres.ʺ A lo que replica Marx: ʺTous frères,
tous amis... [...] ¿Para qué hombres, para qué bestias, para qué plantas, para qué
piedras? ¡Todos somos cuerpos!ʺ (1845: 565/560‐561). Lo que se reprocha al
humanismo es haber sustraído tanto a la práctica como a la teoría todo un
universo muy determinado: el universo de condiciones sociales contra el que se
empeña prácticamente el movimiento comunista europeo y frente al que se sitúa
la investigación teórica de Marx. El hombre es una evidencia, como es una
evidencia que los hombres hacen la historia. Pero, el problema es que partiendo de
tales evidencias, como demostrará a la postre la obra de Marx, no hay forma de
emprender el análisis del universo de condiciones que en cada caso se ponen en
juego en la historia. Y ello, en principio, por una coherencia que no tiene de
antihumanista o de materialista más de lo que pueda tener Platón: aquello que
hace a las cosas ser lo que son no es visible entre las evidencias de lo directamente
vivido. La teoría tiene que arrancarse del tejido de evidencias en la que se despliega
lo vivido, para acceder a las estructuras que hacen de las cosas aquello que ellas
son. Más tarde se discutirá este problema. Por el momento, sólo hay que señalar
cómo, en un determinado período histórico, el humanismo ha tenido la potencia
de encubrir o sustraer –a la investigación teórica– el conjunto de problemáticas en
las que estaba comprometido el movimiento obrero europeo. Mientras en
Alemania se hablaba de la enajenación del hombre y se luchaba contra ella desde
la cátedras universitarias, unos movimientos que en principio no tendrían ningún
reparo en admitir que luchaban contra la alienación del hombre, se enfrentaban
en otros lugares contra estructuras que no se hacían visibles a partir del concepto
de hombre. De ahí que Marx, como el comunismo francés o inglés, dirigiera su
mirada en otra dirección y denunciara el humanismo como un dispositivo que
enmascaraba las problemáticas que ahí se divisaban. Habrá luego tiempo de
mostrar que, al dirigir su mirada a otro sitio, Marx cambia de mundo no menos
que Platón, pues lo hace, en realidad, en el mismo sentido: abandona el mundo de
las fantasmagorías de lo vivido para acceder al mundo de los conceptos capaces de
apropiarse teóricamente de este mundo, que es –quién lo pretendería negar– el
único. Entre un mundo y otro no hay más khorismós, pero tampoco menos, que
la diferencia que hay entre vivir las cosas y conocerlas.

2.8. La separación materialista de lo teórico y lo práctico


El hombre es una sombra en la caverna y la lucha contra la enajenación del
hombre sólo se debate con sombras. Por eso, en Alemania, donde sólo se
combaten representaciones, basta la universidad como campo de batalla.
Comentando uno de los artículos renanos del ʺverdadero socialismoʺ, nos dice
Marx lo siguiente:

En la pág. 172 se nos dice que ʺla consecuencia final del escolasticismo es la escisión de la
vida, que Hess destruyeʺ. Por tanto, la teoría se presenta aquí como la causa de la ʺescisión de la
vidaʺ. No se ve por qué estos verdaderos socialistas hablan para nada de la sociedad, si creen con
los filósofos que todas las divisiones reales son provocadas por escisiones conceptuales (1845:
565‐566/561).

El tipo de empresa en el que la intelectualidad socialista o liberal alemana está


comprometida se muestra descarnadamente en lapsus retóricos como éste al que
alude La ideología alemana:

Este varón [Bruno Bauer] imbuido del santo temor de Dios tiene la
desvergüenza de reprocharle a Feuerbach: ʺFeuerbach hace del individuo, del
hombre deshumanizado del cristianismo, no el hombreʺ, ʺel hombre verdaderoʺ
(!), ʺrealʺ (!!), ʺpersonalʺ (!!!), ʺsino el hombre privado de virilidad, el esclavoʺ,
afirmando con ello, entre otras cosas, el absurdo de que él, San Bruno, es capaz de
hacer hombres con su cabeza (1845: 106/102).

Se dirá que en esta ocasión el sarcasmo de Marx raya en la exageración. Se


puede dudar de que Bruno Bauer pensara estar ʺhaciendoʺ un nuevo tipo de
hombre con su obra, de modo que bastara leerla para que la historia variara su
curso.Y sin embargo, el lapsus retórico esconde un desplazamiento de
problemática altamente significativo para la empresa teórica en la que se pretende
estar comprometido. Para Marx jamás se trata de demostrar que el hombre es, por
ejemplo, ʺrealmente libreʺ. Pues una empresa teórica de este tipo presupone que
el hombre es, pues, ʺilusoriamente esclavoʺ, por ejemplo. Presupone, por tanto,
que la esclavitud es una enajenación que sufre el hombre respecto a lo que él es
realmente. Y entonces es como la lucha contra la esclavitud puede aparecer
lógicamente como una lucha contra esa ilusión, contra la ilusión en cuestión que
esclaviza de tal forma a los hombres. Ante este tipo de cuestiones, Marx sigue
siempre un camino completamente distinto: para él, de lo que se trataría en todo
caso sería de demostrar teóricamente que el hombre es realmente esclavo en esas
condiciones reales. ʺDemostrarʺ aquí significa: sacar a la luz en qué consiste esa
esclavitud real. Ello implica, contrariamente a lo que implica el camino de Bauer
o Feuerbach en el texto citado, demostrar que la esclavitud en cuestión no deriva
de una ilusión de la conciencia que con una nueva conciencia pudiera ser
destruida.
Para Bruno, para Stirner y los socialistas ʺalemanesʺ el problema es muy
distinto: ellos no cesan de afirmar que el hombre, ʺrealmenteʺ, no es un esclavo,
que lo que ocurre es que se encuentra ʺenajenadoʺ. ʺEnajenadoʺ quiere decir que
se encuentra en una situación en la que se hace siervo de lo que en realidad no es
sino su propia esencia, de lo que ʺverdaderamenteʺ le pertenece; siervo de lo que
él es ʺrealmenteʺ. Por consiguiente, el secreto profundo de cualquier servidumbre
es una ilusión religiosa. El hombre no adora en lo sagrado si no su propia esencia,
sólo que la adora como si no fuera suya. La esclavitud es una ilusión. Para dar la
victoria a Espartaco basta con que la conciencia se niegue de pronto a dejarse
engañar. Si el hombre es realmente libre lo que hace falta es devolverle su realidad,
destruir la ilusión sagrada que le separaba de ella. A lo que Marx replicaría: lo
único que se habrá logrado, en todo caso, será devolverle su esclavitud sin ropajes
religiosos. Porque el problema es que el hombre es –en determinadas condiciones–
realmente esclavo. Y por tanto, toda la cuestión estará –para la teoría– en saber qué
condiciones son ésas. Y para la práctica la cuestión radicará en cambiar esas
condiciones. Aquí, contra lo que muchas interpretaciones de las Tesis sobre
Feuerbach han sugerido, la argumentación marxista lo que hace es separar muy
radical y cuidadosamente lo teórico de lo práctico, al contrario de lo que hacen
precisamente los izquierdistas hegelianos, para los que la empresa teórica y la
práctica se confunden.
Para estos últimos, el itinerario teórico resuelve el problema práctico; pero
esto ocurre porque el problema mismo a resolver se ha disuelto en la confusión
entre lo teórico y lo práctico; el universo que había que pensar y sobre el que
había que actuar ha desaparecido, y sólo por ello, en el vacío resultante, actuar y
pensar pueden tener una eficacia idéntica a fuerza de nulidad.
Hay que constatar que la diferencia con el planteamiento de Marx se opera,
pues, en dos bandas. Por una parte, la tarea teórica no es sencillamente inversa,
sino que camina hacia objetos distintos. Para la izquierda hegeliana la tarea es
demostrar que el hombre es libre y que, por consiguiente se encuentra, en estas
condiciones, alienado. Para Marx se trata de demostrar que es esclavo, es decir, de
explicar las condiciones reales capaces de generar esa esclavitud.
Por el otro lado, en el plano práctico, la situación es también enteramente
distinta. Para la izquierda hegeliana la tarea práctica está contenida en el éxito de
la teórica: si se consigue demostrar al hombre su libertad, se habrá deshecho la
ilusión y, por tanto, se habrá superado su enajenación. Para Marx no se habrá
hecho nada prácticamente hasta que no se haya destruido realmente las
condiciones de esa esclavitud. La teoría no viene aquí más que a ʺañadirse a lo
realʺ proporcionando a la práctica el arma teórica de saber con qué condiciones
reales tiene que enfrentarse. No es ni mucho menos indiferente conocer que no
conocer, pero el conocimiento no introduce en lo real otro milagro que el haberlo
conocido.

2.9. Las Tesis sobre Feuerbach como problema


Marx se desgaja del universo ideológico alemán, por tanto, en dos planos
distintos. Al no reparar en ello, la interpretación de La ideología alemana acabó
trivializándose en la tradición marxista, generándose un conocido tópico que la
11.a tesis sobre Feuerbach se encargó de airear a los cuatro vientos. En concreto,
esta tesis nos impele a comprender la crítica de Marx en el siguiente sentido: ʺNo
se trata de demostrar que el hombre es libre y que por consiguiente se haya
alienado, sino de producir un hombre libre. No se trata, en definitiva, de
demostrar nada, sino de cambiar el modo de producción que hace a los hombres
esclavos. No es una tarea filosófica (teórica) sino histórica (práctica)ʺ. Pero esta
forma de plantear el problema eclipsa un problema fundamental, que es
precisamente aquel en el que se ocupará Marx toda su vida: el problema teórico de
comprender la esclavitud en cuestión. Esta 11.a Tesis ha hecho que toda La
ideología alemana haya sido interpretada como si lo que en suma hiciera Marx
contra los filósofos alemanes fuera contraponer la práctica a las teorías. Y sin
embargo, lo que encontramos en toda la obra es algo muy distinto: pues lo que
más les reprocha Marx es la forma en la que impiden pensar teóricamente las
distintas cuestiones del continente historia a las que van aludiendo. Si Marx
repasa página a página El único y su propiedad no es para reprochar a Stirner el
no militar en el partido comunista, sino para mostrar la forma en la que va
taponando todos los cauces teóricos que pudieran abordar las diferentes
cuestiones implicadas en su obra. Lo minucioso de su crítica no puede ser
resumido en el abstracto tópico que reclama actos en lugar de palabras. Menos
aún se explicaría entonces que Marx se tomara en adelante toda su vida para
escribir una obra estrictamente teórica, mientras que los comunistas no paraban
de reclamarle Manifiestos que nunca tenía tiempo de escribir. La obra posterior de
Marx no hace sino recorrer teóricamente los cauces de investigación obturados
por la ideología alemana.
Muchas de las maneras en las que se intentó solventar el manifiesto absurdo
de esta interpretación no hicieron sino empeorar el problema y en ello tuvo una
especial responsabilidad la sorprendente 2.a Tesis sobre Feuerbach (cfr. 1845,
Werke, II: 1‐4/665‐668), que convertía la práctica en el criterio de lo teórico.

El problema de si puede atribuirse al pensamiento humano una verdad objetiva no es un


problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre debe demostrar
la verdad, es decir, la realidad y el poder, la terrenalidad de su pensamiento. La disputa en torno
a la realidad o la irrealidad del pensamiento –aislado de la práctica– es un problema puramente
escolástico.

Pese a los concienzudos esfuerzos que se han llevado a cabo para mitigar o
dignificar el ramplón pragmatismo aquí enunciado, hay que decir que Engels no
tuvo, en principio, ningún reparo en acogerlo en toda su literalidad.

Pero, al lado de éstos, hay otra serie de filósofos que niegan la posibilidad de conocer el
mundo, o por lo menos, de conocerlo de un modo completo. Entre ellos tenemos, de los
modernos, a Hume y Kant, que han desempeñado un papel muy considerable en el desarrollo de
la filosofía. [...] La refutación más contundente de tales extravagancias, como de todas las demás
extravagancias filosóficas, es la práctica, o sea, el experimento y la industria. Si podemos
demostrar la exactitud de nuestro modo de concebir un proceso natural reproduciéndolo
nosotros mismos, creándolo como resultado de sus mismas condiciones, y si, además, lo
ponemos al servicio de nuestros propios fines, damos al traste con la ʺcosa en síʺ inaprehensi‐
ble de Kant (Engels, 1886, II: 340/29).

Resulta ocioso subrayar que ni Hume ni Kant tienen nada que ver con el
asunto planteado por Engels y que difícilmente podrían ser refutados por el
desarrollo industrial en un punto que ellos jamás defendieron.
A partir de 1845 –y apenas antes– no hay ni un solo texto de Marx que avale
el camino sugerido por la famosa 2.a Tesis. Tras pelearse durante dos décadas con
las famosas Tesis sobre Feuerbach, Althusser llegaba en 1982 a la conclusión de
que no se entienden, de que no se pueden entender y que lo poco que se entiende
en ellas es Fichte. Representan una amalgama –nos dice– en la que se mezclan
posturas hiperidealistas atemperadas con ciertas temáticas materialistas que Marx
ha tomado recientemente de Feuerbach. Engels fechó en su redacción ʺel germen
de una nueva concepción del mundoʺ, el germen del materialismo ʺmarxistaʺ.
Sin embargo,

es sabido que las Tesis sobre Feuerbach, que tienen por objetivo inmediato romper
con un hombre que inspiró a toda la izquierda hegeliana (ʹnosotros fuimos todos
feuerbachianosʺ, Engels), critican a Feuerbach mucho más en nombre de Fichte, y
de una amalgama entre Feuerbach y Fichte, que en función de una ʺnueva
concepción del mundoʺ. En relación a Hegel, estarían más bien – y de muy lejos–
en retirada, retrasadas respecto a la crítica de Fichte por Hegel mismo (Althusser,
1982a: 20).

En ellas, una ʺapología de la prâxis identificada con la producción subjetiva


de un Sujetoʺ (ibídem) se esgrime contra Feuerbach, con la esperanza de que, sin
embargo, el resultado sea, paradójicamente, un nuevo materialismo. La razón de
posibilidad de este misterioso trueque por el que se confiere a Fich‐ te la facultad
de ʺmaterializarʺ el materialismo mismo es que –como afirma la 1.a Tesis– ʺel
lado activo había sido desarrollado por el idealismoʺ. Pero lo más grave de esta
curiosa construcción es que sencillamente ni funciona ni llega a entenderse como
un todo coherente. Las famosas Tesis, lejos de contener el germen genial de una
nueva concepción del mundo, acaban –para Althusser– por ser lo que son: un
pliego manuscrito en el que Marx había garrapateado unas inconexas notas de
trabajo, intentando arreglar su propia, tortuosa y coyuntural crisis filosófica.

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