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Humildad

La belleza de la santidad

Rev. Andrew Murray

Humildad, La belleza de la santidad

Copyright 2018 Editorial Tesoro Bíblico

Editorial Tesoro Bíblico, 1313 Commercial St., Bellingham, WA 98225

Versión en inglés: Humility, The Beauty of Holiness

Primera impresión 1800

Todos los derechos reservados. Ninguna porción de este libro puede ser reproducida, ni
almacenada en ningún sistema de memoria, ni transmitida por cualquier medio sea electrónico,
mecánico, fotocopia, grabado etc., excepto por citas breves en artículos analíticos, sin permiso
previo de la editorial.

Murray, A. (2018). Humildad: La belleza de la santidad. (N. Cox, Trad.). Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico.
Exportado de Software B��blico Logos, 22:16 9 de enero de 2021. 1
Las citas bíblicas son tomadas de la Biblia Reina Valera (RVR) 1960.

© Sociedades Bíblicas Unidas. Usado con permiso.

Traducción: Noemí Cox

Digital ISBN: 9781683592594

Murray, A. (2018). Humildad: La belleza de la santidad. (N. Cox, Trad.). Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico.
Exportado de Software B��blico Logos, 22:16 9 de enero de 2021. 2
Contenido:
1. Prefacio
2. Humildad: La gloria de la creación
3. Humildad: El secreto de la redención
4. La humildad de Jesús
5. La humildad en la enseñanza de Jesús
6. La humildad en los discípulos de Jesús
7. La humildad en la vida diaria
8. La humildad y la santidad
9. La humildad y el pecado
10. La humildad y la fe
11. La humildad y la muerte del ego
12. La humildad y la felicidad
13. La humildad y la exaltación
14. Notas
Una oración por la humildad

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Prefacio
Hay tres grandes motivos que nos instan a alcanzar la humildad puesto que: nos
convierte en seres creados, en pecadores y en santos. El primer aspecto lo vemos en las
huestes celestiales, en el hombre antes de la caída y en Jesús como Hijo del Hombre. El
segundo tiene que ver con nuestra naturaleza caída, y señala el único camino por el que
podemos volver a nuestro lugar adecuado como creación. En el tercero, se encuentra el
misterio de la gracia, que nos enseña que, al perdernos a nosotros mismos en la
inmensidad del amor redentor, la humildad es para nosotros el cumplimiento de la
bienaventuranza y adoración eternas.
En nuestra enseñanza religiosa habitual, el segundo aspecto se ha puesto en primer
plano de manera muy exclusiva, de manera que algunos se han ido incluso al extremo de
afirmar que debemos seguir pecando si queremos seguir siendo humildes. Otros, por su
parte, han pensado que en la fortaleza de la auto-condenación es donde reside el secreto
de la humildad. Y la vida cristiana ha sufrido pérdida donde los creyentes no han sido
claramente guiados para ver que, incluso en nuestra relación como seres creados, nada
es más natural, hermoso y de bendición que no ser nada, de modo que Dios lo sea todo;
o donde no se ha aclarado que no es el pecado lo que más humilla, sino la gracia, y que
es el alma, guiada por medio de su pecaminosidad a ser ocupada con Dios en Su
maravillosa gloria como Dios, Creador y Redentor, la que de verdad escogerá el lugar más
bajo ante Él.
A través de estas meditaciones, por más de una razón, he dirigido la atención de
manera casi exclusiva a la humildad que nos convierte en seres creados. No se trata
solamente de que la conexión entre la humildad y el pecado esté expuesta de manera
muy abundante en todas nuestras enseñanzas religiosas, sino de que creo que para
alcanzar la plenitud de la vida cristiana es indispensable que se le otorgue prominencia al
otro aspecto. Si Jesús es verdaderamente nuestro ejemplo en humildad, necesitamos
entender los principios en los que se arraigó y en los que encontramos la base común
sobre la que nos encontramos con Él, así como los principios en los que debemos
alcanzar ser semejantes a Él. Si queremos ser humildes, no solo ante Dios sino también
hacia los hombres, si la humildad debe ser nuestro gozo, tenemos que entender que no
se trata únicamente de la marca de la vergüenza a causa del pecado, sino que, aparte de
todo pecado, se trata de ser un ser vestido con la belleza y la bendición del cielo y de
Jesús. Tenemos que ser conscientes de que al igual que Jesús encontró Su gloria al tomar
forma de siervo, de manera que, cuando Él nos dijo: “el que quiera ser el primero entre
vosotros será vuestro siervo”, sencillamente nos enseñó la bendita verdad de que no hay
nada tan divino y celestial como ser siervo y ayudador de todos. El siervo fiel, quien
reconoce su posición, encuentra verdadero placer en suplir los deseos del amo o de sus

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invitados. Cuando comprendemos que la humildad es algo infinitamente más profundo
que el remordimiento y la aceptamos como nuestra participación en la vida de Jesús,
empezamos a aprender que en ella reside nuestra verdadera grandeza, y que
demostrarlo como siervos de todos es el cumplimiento más elevado de nuestro destino,
como hombres creados a la imagen de Dios.
Cuando miro atrás a mi propia experiencia religiosa, o a la Iglesia de Cristo en el
mundo, me quedo maravillado con el hecho de la poca humildad que se busca como
rasgo distintivo del discipulado de Jesús. En la predicación y en el vivir, en el trato diario
en el hogar y en la vida social, en la comunión más especial con los cristianos, en la
dirección y en el desempeño de la labor para Cristo… ¡vaya!, cuánta evidencia hay de que
la humildad no se considera la virtud cardinal, es decir, la única raíz desde la cual las
bendiciones pueden crecer y la condición indispensable de la verdadera comunión con
Jesús. Que personas puedan decir de aquellos que aseguran estar buscando una mayor
santidad que esta no ha estado acompañada de una humildad cada vez mayor en sus
vidas, independientemente de la abundante o escasa verdad que haya en el cargo, es un
fuerte toque de atención a todos los cristianos honestos para demostrar que la
mansedumbre y la humildad de corazón son la señal principal por medio de la cual se
conoce a aquellos que siguen al Cordero de Dios, que es manso y humilde.

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Humildad: La gloria de la creación
‘Y echan sus coronas delante del trono, diciendo: Señor, digno eres de recibir la
gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad
existen y fueron creadas’. (Apocalipsis 4:11)

Cuando Dios creó el universo fue con el objetivo de hacer a sus criaturas partícipes de Su
perfección y bienaventuranza, y así mostrar la gloria de Su amor, de Su sabiduría y de Su
poder. Dios anhelaba revelarse a sí mismo en y a través de seres creados al comunicarles
Su propia bondad y gloria, tanto como fueran capaces de recibir. Sin embargo, esta
comunicación no se trataba de darle al ser humano algo que pudiera poseer por sí
mismo, como una cierta vida o bondad, o de lo que tuviera el cargo y la disposición; de
ninguna manera. Pero como Dios es eterno, omnipresente, quien actúa en todo tiempo y
sustenta todas las cosas con la palabra de Su poder y en quien todas las cosas subsisten,
es entonces que la relación de la creación con Dios únicamente puede ser de
dependencia incesante, absoluta y universal. Tan cierto como que Dios por Su poder llevó
a cabo la creación, así también por medio de este mismo poder Dios la mantiene en todo
tiempo. El ser humano no sólo tiene que mirar atrás al origen y primer comienzo de la
existencia para darse cuenta de que todo se debe a Dios; nuestro principal cuidado,
nuestra más elevada virtud, nuestra única felicidad, desde ahora y para toda la eternidad,
se trata de presentarnos como vasijas vacías en las que Dios pueda morar y manifestar Su
poder y bondad.
La vida que Dios ofrece no se confiere de una vez para siempre, sino que se lleva a
cabo en cada momento de manera continuada por medio del funcionamiento incesante
de Su majestuoso poder. La humildad, ese lugar de dependencia total en Dios, se
caracteriza por ser, desde la naturaleza misma de las cosas, el primer deber y la virtud
más elevada de la creación, así como la raíz de toda virtud.
Y, por consiguiente, la raíz de todo pecado y todo mal es el orgullo, es decir, la pérdida
de esta humildad. Cuando los ángeles caídos empezaron a mirarse a sí mismos con
autocomplacencia, les llevó a la desobediencia y fueron arrojados de la luz del cielo a las
tinieblas de afuera. Aun así, cuando la serpiente infundió en los corazones de nuestros
primeros padres el veneno de su orgullo, es decir, el deseo de ser como Dios, estos
también cayeron de su estado elevado a toda la miseria en la que el ser humano se
encuentra ahora sumido. En el cielo y en la tierra, el orgullo, es decir, la exaltación propia,
es la puerta, el nacimiento y la maldición del infierno. (Véase Nota A)
Por consiguiente, nada puede sernos de redención salvo la restauración de la
humildad perdida, la relación primera y única de la creación con su Dios. Y por ello vino
Jesús para traer humildad a la tierra, para hacernos partícipes y por medio de ello

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salvarnos. En el cielo se humilló a sí mismo para hacerse hombre. La humildad que vemos
en Él formaba parte de su naturaleza en el cielo; y fue esta humildad la que lo trajo a Él, y
Jesús la trajo aquí. En la tierra, “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la
muerte”; Su humildad le dio a la muerte de Cristo valor y de este modo se convirtió en
nuestra redención. Y ahora la salvación que Él imparte no es nada menos ni nada más
que un mensaje de Su propia vida y muerte, Su propia disposición y espíritu, Su propia
humildad, como base principal de Su relación con Dios y Su obra redentora. Jesucristo
tomó el lugar y cumplió el destino del hombre, como criatura, por medio de Su vida en
perfecta humildad. Su humildad es nuestra salvación; y Su salvación es nuestra humildad.
De este modo, la vida de los redimidos, de los santos, debe contar con este sello de
liberación del pecado y completa restitución a su estado original; una humildad
omnipresente tiene que marcar su completa relación con Dios y el hombre. Sin esto no
puede haber una verdad constante en la presencia de Dios, o una experiencia de Su favor
y del poder de Su Espírito; y sin esto no puede haber fe o amor o gozo o fuerza
permanentes. La humildad es la única tierra en la que las bendiciones echan raíces; la
falta de humildad, por su parte, es explicación suficiente para cada fallo y fracaso. La
humildad no es tanto una gracia o virtud con los demás; sino que es la raíz de todo,
porque por sí misma se toma la actitud correcta delante de Dios, y permite que Él, como
Dios, lo haga todo.
Dios nos ha constituido como seres razonables, así que cuanto más verdadera sea la
comprensión de nuestra naturaleza real o de la necesidad absoluta que tenemos de un
mandamiento, tanto más preparada y plena será nuestra obediencia. El llamado a la
humildad se ha considerado muy poco en la Iglesia, porque se ha comprendido muy poco
su verdadera naturaleza e importancia. No se trata de algo que le traemos a Dios, o que
Él nos ofrece; se trata sencillamente del sentido de no ser nada en absoluto, que viene
cuando vemos cómo Dios lo es todo, y por medio de lo cual hacemos espacio para que
Dios lo sea todo. Cuando el ser humano se da cuenta de que esta es la grandeza
verdadera y acepta alinear su voluntad, su mente y sus afectos, la forma, la vasija en la
que la vida y gloria de Dios tienen que trabajar y manifestarse, este ve que esa humildad
está sencillamente reconociendo la verdad de su posición como parte de la creación y le
cede a Dios Su lugar.
En la vida de los cristianos honestos, de aquellos que procuran y profesan santidad, la
humildad tiene que ser la señal principal de su rectitud. Pero a menudo se dice que no es
así. ¿Puede que una razón de esto sea que en la enseñanza y ejemplo de la Iglesia nunca
ha tenido ese lugar de suprema importancia que le corresponde? Y que esto, de nuevo,
se debe al descuido de esta verdad, al considerar que dependiendo de cuán grande sea el
pecado así se cuenta con un motivo para ser humilde; pero hay una influencia todavía
más amplia y poderosa, y esta es la que hace tan humilde a los ángeles, así como lo hizo

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con Jesús y lo hace con el más santo de los santos en el cielo. La primera y principal señal
de la relación de la creación, el secreto de su bendición, es, pues, la humildad y el no
considerarse nada lo que deja libertad a Dios para serlo todo.
Estoy seguro de que hay muchos cristianos que confesarán que su experiencia ha sido
muy similar a la mía en que habíamos conocido por mucho tiempo al Señor sin darnos
cuenta de que la mansedumbre y humildad de corazón deben ser la característica
distintiva del discípulo, tal y como lo fueron del Maestro. Y aún más, que esta humildad
no es una característica que viene por sí misma, sino que debe convertirse en objeto de
especial deseo y oración y fe y práctica. Conforme estudiamos la palabra, vemos las
instrucciones claras y constantes que Jesús dio a Sus discípulos en relación a este aspecto,
y cuánto tiempo les llevó entenderlo. Déjenos, al comienzo de nuestras meditaciones,
admitir que no hay nada tan natural en el hombre, nada tan insidioso y oculto de nuestra
vista, nada tan difícil y peligroso como el orgullo. Tan solo una espera muy determinada y
perseverante en Dios es lo que hará evidente la gran carencia que tenemos en la gracia
de la humildad y cuán incapaces somos de obtener lo que buscamos. Estudiemos el
carácter de Cristo hasta que nuestras almas se llenen del amor y de la admiración de Su
humildad. Y creamos que, cuando nos encontramos desolados por un sentimiento de
orgullo y por nuestra incapacidad para quitarlo de nosotros, Jesucristo mismo nos
impartirá esta gracia también, como parte de Su maravillosa vida dentro de nosotros.

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Humildad: El secreto de la redención
‘Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual,
siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse,
sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los
hombres’ (Filipenses 2:5–7)

Ningún árbol puede crecer si no es en la raíz de la que brotó. A través de toda su


existencia, solo puede vivir con la vida que estaba en la semilla de la que brotó. La
comprensión completa de esta verdad en su aplicación al primero y Segundo Adán puede
ayudarnos en gran manera a entender tanto la necesidad como la naturaleza de la
redención que hay en Jesús.
La necesidad. Cuando la Serpiente Antigua, que había sido expulsada del cielo por su
orgullo, cuya entera naturaleza como diablo era el orgullo, pronunció sus palabras de
tentación en el oído de Eva, dichas palabras llevaron consigo el mismo veneno del
infierno. Y cuando ella le escuchó y cedió su deseo y voluntad a la posibilidad de ser
como Dios, conociendo el bien y el mal, el veneno entró en su alma, sangre y vida
destruyendo para siempre esa bendita humildad y dependencia de Dios que habría sido
nuestra eterna felicidad. En lugar de esto, su vida y la vida de la raza que surgió de ella se
corrompió hasta la misma raíz con todos los pecados y todas las maldiciones más
terribles, el veneno del propio orgullo de Satanás. Toda la miseria de la que este mundo
ha sido la escena, todas las guerras y los derramamientos de sangre entre las naciones,
todo el egoísmo y el sufrimiento, todas las ambiciones y celos, todos los corazones rotos
y las vidas resentidas, con toda la infelicidad diaria, tienen su origen en lo que este
orgullo maldito e infernal, ya sea el nuestro o el de otros, nos ha traído. Es el orgullo lo
que hizo que la redención sea necesaria. Y nuestra comprensión de la necesidad de
redención dependerá en gran medida de nuestro conocimiento de la terrible naturaleza
del poder que ha entrado en nuestro ser.
Ningún árbol puede crecer si no es en la raíz de la que brotó. El poder que Satanás
trajo del infierno y lanzó dentro de la vida del hombre está operando diariamente, a cada
hora, con gran poder por todo el mundo. Los hombres lo sufren; temen, luchan y huyen,
y aun así no saben de dónde viene, de dónde proviene su terrible supremacía. No es de
extrañar que no sepan dónde o cómo vencerlo. El orgullo tiene su raíz y fuerza en un
terrible poder espiritual, fuera y dentro de nosotros. Tan necesario como es que lo
confesemos y lo condenemos como nuestro propio, es que lo conozcamos en su origen
satánico. Si nos lleva a la desesperación absoluta de conquistarlo o expulsarlo, nos
conducirá más pronto al único poder sobrenatural en el que podremos encontrar nuestra
liberación: la redención del Cordero de Dios. La lucha sin esperanza contra el

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funcionamiento del yo y del orgullo dentro de nosotros puede volverse más imposible si
pensamos en el poder de oscuridad que hay detrás; la desesperación absoluta nos servirá
para comprender y aceptar que hay un poder y una vida fuera de nosotros mismos, que
es la humildad del cielo que el Cordero de Dios trajo y acercó a nosotros para expulsar a
Satanás y su orgullo.
Ningún árbol puede crecer si no es en la raíz de la que brotó. Incluso cuando miramos
al primer Adán y su caída para conocer el poder del pecado que hay en nosotros,
tenemos que conocer bien al Segundo Adán y Su poder para darnos una vida de
humildad tan real, duradera y con dominio como ha sido la del orgullo. Tenemos nuestra
vida desde Cristo y en Cristo, como verdadera, y más verdadera, que desde Adán y en
Adán. Tenemos que caminar “enraizados en Él”, “aferrándonos a la Cabeza de la cual todo
el cuerpo crece con el crecimiento de Cristo”. La vida de Dios que entró en la naturaleza
humana en la encarnación es la raíz en la que debemos estar firmes y creer; es el mismo
poder omnipotente el que obró allí, y de ahí en adelante en la resurrección, el que obra a
diario en nosotros. Nuestra única necesidad es estudiar, conocer y confiar en la vida que
nos ha sido revelada en Cristo como la vida que es ahora nuestra y que espera nuestro
consentimiento para obtener la posesión y el dominio de todo nuestro ser.
Desde este punto de vista, es de una importancia inconcebible que tengamos
pensamientos correctos de quién es Cristo, de lo que realmente lo constituye a Él el
Cristo, y especialmente de lo que puede considerarse Su principal característica, la raíz y
la esencia de todo Su carácter como nuestro Redentor. Solo puede haber una respuesta:
es Su humildad. ¿Qué es la encarnación sino Su humildad celestial, Su vacío de Sí mismo
y hacerse hombre? ¿Qué caracteriza Su vida en la tierra sino la humildad, Él tomando
forma de siervo? ¿Y cuál es Su expiación sino la humildad? “Se humilló a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. ¿Y qué es Su ascensión y Su
gloria sino la humildad exaltada al trono y coronada con gloria? “Por lo cual Dios también
le exaltó hasta lo sumo”. En el cielo, donde estaba con el Padre, en Su nacimiento, en Su
vida, en Su muerte, en Su trono, todo es humildad. Cristo es la humildad de Dios
encarnada en la naturaleza humana; el Amor Eterno humillándose a sí mismo,
vistiéndose con el manto de mansedumbre y bondad, para ganarnos, servirnos y
salvarnos. Como el amor y la condescendencia de Dios lo hacen a Él benefactor, ayudador
y siervo de todos, así Jesús, de manera necesaria, se hizo la Humildad Encarnada. Y así Él
está todavía en medio del trono, el Cordero de Dios manso y humilde.
Si esta es la raíz del árbol, su naturaleza debe verse en cada rama, hoja y fruto. Si la
humildad es lo primero, la gracia que todo lo incluye de la vida de Jesús, si la humildad es
el secreto de Su expiación, entonces la salud y la fuerza de nuestra vida espiritual
dependerá por completo de que nosotros pongamos esta gracia primero también y de
que hagamos de la humildad lo primero que admirar en Él, lo primero que pedirle,

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aquello por lo que sacrifiquemos todo lo demás.1
¿Es de extrañar que la vida cristiana sea a menudo tan débil e infructífera cuando la
misma raíz de la vida de Cristo se descuida y desconoce? ¿Es de extrañar que el gozo de
la salvación se sienta tan poco cuando se busca tan poco donde Cristo la encontró y la
trae? Hasta una humildad que descansará en nada menos que en el final y en la muerte
del yo; que rechaza todo el honor de los hombres como Jesús lo hizo para buscar el honor
que proviene solo de Dios; que no se considera ni hace de sí absolutamente nada para
que Dios pueda serlo todo, para que solamente el Señor sea exaltado. Hasta que tal
humildad sea lo que buscamos en Cristo por encima de nuestra mayor alegría, y sea
bienvenida a cualquier precio, hay muy poca esperanza de que haya una religión que
venza al mundo.
No puedo pedirle a mi lector con demasiada sinceridad, en el caso de que todavía no
se haya percatado de la falta de humildad que hay en él o a su alrededor, que se pare y
cuestione si ve mucho del espíritu del Cordero de Dios manso y humilde en aquellos que
son llamados por Su nombre. Dejemos que considere cómo toda falta de amor, toda la
indiferencia ante las necesidades, los sentimientos, la debilidad de los demás, toda
expresión y juicio severo y precipitado, a menudo bajo la justificación de ser sincera y
honesta, todas las manifestaciones de temperamento, susceptibilidad e irritación, todos
los sentimientos de rencor y distanciamiento, tienen su raíz en el orgullo, que siempre
busca para sí mismo. Entonces, sus ojos serán abiertos para ver cómo un orgullo
tenebroso, por no decir diabólico, penetra en casi todo lugar, sin estar exentas las
reuniones de los santos. Dejemos que empiece a cuestionar cuál sería el efecto dentro de
él y en aquellos a su alrededor, en los compañeros santos y el mundo, si los creyentes son
guiados de manera permanente por la humildad de Jesús; y dejemos que diga si el
clamor de nuestro corazón, noche y día, no debería ser: “Que la humildad de Jesús esté
en mí y en quienes me rodean”. Dejemos que con honestidad vea su corazón falto de
humildad que se ha revelado en la semejanza de la vida de Cristo y en todo el carácter de
Su redención. Comenzará así a sentir que nunca ha entendido en verdad quién es Cristo y
Su salvación.
Creyente, estudia la humildad de Jesús. Ese es el secreto, la raíz oculta de tu
redención. Profundiza en ella día a día. Cree con todo tu corazón que este Cristo, a quien
Dios te dio, así como Su divina humildad hizo el trabajo por ti, entrará para habitar y
obrar en ti también, y hará de ti como el Padre desee.

1 Véase Nota B.

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La humildad de Jesús
‘Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve.’—LUCAS 22:27b.

En el Evangelio de Juan tenemos la vida interna de nuestro Señor de manera expuesta.


Jesús habla con frecuencia de Su relación con el Padre, de los motivos por los que es
guiado, de Su conciencia del poder y del espíritu en los cuales Él actúa. Aunque la palabra
“humilde” no se encuentra presente, no hay otro lugar en las Escrituras en la que
podamos ver con tanta claridad en qué consistía Su humildad. Ya dijimos que esa gracia
es simplemente el consentimiento del ser creado de permitir que Dios lo sea todo, en
virtud de rendirse a uno mismo de manera exclusiva a Su obra. En Jesús vemos cómo
tanto como Hijo de Dios en el cielo como hombre sobre la tierra, Él tomó una posición de
subordinación total y le dio a Dios el honor y la gloria que a Él le son debidas. Y lo que Él
enseñó tan a menudo se hizo verdad en Sí mismo: “[…] el que se humilla, será
enaltecido”. Y está escrito: “Se humilló a sí mismo […]. Por lo cual Dios también lo exaltó
hasta lo sumo […]”.
Presta atención a las palabras en las que el Señor habla de Su relación con el Padre y
observa cómo de manera incesante hace uso de las palabras “no” y “nada”. El “no yo”,
por medio del cual Pablo expresa su relación con Cristo, es el mismo espíritu que afirma
Cristo sobre Su relación con el Padre.

“No puede el Hijo hacer nada por sí mismo” (Juan 5:19).

“No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo,
porque no busco mi voluntad” (Juan 5:30).

“Gloria de los hombres no recibo” (Juan 5:41).

“Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad” (Juan 6:38).

“Mi doctrina no es mía” (Juan 7:16).

“Y no he venido de mí mismo” (Juan 7:28).

“Y que nada hago por mí mismo” (Juan 8:28).

“Pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió” (Juan 8:42).

“Pero yo no busco mi gloria” (Juan 8:50).

“Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta” (Juan 14:10).

“La palabra que habéis oído no es mía” (Juan 14:24).

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Estas palabras nos abren las raíces más profundas de la vida y obra de Cristo. Nos
enseñan cómo el Dios Todopoderoso pudo obrar Su redención maravillosa por medio de
Él. Muestran lo que Cristo consideró la condición del corazón que se convirtió en Él como
el Hijo del Padre. Nos enseñan lo que son la naturaleza y la vida esencial de esa redención
que Cristo cumplió y ahora transmite. Es esto: Él no era nada, de manera que Dios lo
fuera todo. Él renunció a Sí mismo, con Su voluntad y Sus poderes, para que el Padre
obrara en Él de manera completa. De Su propio poder, Su propia voluntad y Su propia
gloria, de toda Su misión con todas Sus obras y enseñanzas, de todo lo que dijo, Él afirmó:
No soy Yo, Yo no soy nada. Yo me he dado al Padre para que obre, Yo no soy nada, el
Padre lo es todo.
Cristo encontró un gozo y una paz perfecta en esta vida de completa abnegación, de
absoluta sumisión y de dependencia en la voluntad del Padre. No perdió nada dándoselo
todo a Dios. Dios honró Su confianza y lo hizo todo para Él, y luego lo exaltó poniéndolo a
Su derecha en gloria. Debido a que Cristo se había humillado a Sí mismo ante Dios y a
que Dios siempre estaba ante Él, pudo humillarse a Sí mismo ante los hombres también y
ser Siervo de todos. Su humildad era simplemente la entrega de Sí mismo a Dios para
permitirle hacer en Él lo que le placiera, no importando lo que los hombres pudieran
decir de Él o pudieran hacerle.
Es en esa mentalidad, en ese espíritu y en esa disposición que la redención de Cristo
tiene su virtud y eficacia. Nos trae esa disposición de que somos hechos participantes de
Cristo. Esta es la verdadera abnegación a la que nuestro Salvador nos llama, el
reconocimiento de que el ego no tiene nada de bueno, excepto como una vasija vacía
que Dios tiene que llenar y que no debe permitirse, ni por un momento, su reivindicación
para hacer cualquier cosa. Es en esto, por encima y ante cualquier otra cosa, en lo que
consiste la conformidad con Jesús, en no ser ni hacer nada por nosotros mismos para que
Dios lo sea todo.
Aquí tenemos la raíz y la naturaleza de la verdadera humildad. Nuestra humildad es
tan superficial y débil debido a que no se entiende ni se desea. Tenemos que aprender de
Jesús que Él es manso y humilde de corazón. Nos enseña dónde tiene su origen la
verdadera humildad y dónde encuentra su fuerza: en el conocimiento de que es Dios
quien opera todo en todos, que nuestro deber es rendirnos a Él en una perfecta
resignación y dependencia, en consentimiento completo de no ser ni hacer nada por
nosotros mismos. Esta es la vida que Cristo vino a revelar y a impartir: una vida para Dios
que vino a través de la muerte al pecado y al ego. Si sentimos que esta vida es demasiado
elevada para nosotros y que se encuentra más allá de nuestro alcance, debemos buscarla
en Él; Cristo que habita en nosotros es quien vivirá esa vida, de manera mansa y humilde.
Si lo anhelamos por encima de todas las cosas, si buscamos el secreto santo del
conocimiento de la naturaleza de Dios, entonces Él obra en cada momento todo en

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todos; el secreto del cual toda la naturaleza y ser creado, sobre todo cada hijo de Dios,
debe ser testigo es que: solo por medio de una vasija el Dios viviente puede manifestar
las riquezas de Su sabiduría, poder y bondad. La raíz de toda virtud y gracia, de toda fe y
adoración aceptable es que sepamos que no tenemos nada, tan solo tenemos lo que
recibimos de Él y nos reverenciamos en la más profunda humildad esperando en Dios.
Esa humildad no era un sentimiento temporal que se despertó y se ejercitó cuando Él
enseñaba de Dios, sino que era el mismo espíritu de toda Su vida, Jesús era tan humilde
en Su relación con los hombres como lo era con Dios. Él se sintió Siervo de Dios por los
hombres a quienes Dios creó y amaba; y como consecuencia natural, Él se consideró a Sí
mismo como Siervo de los hombres para que por medio de Él hiciera Dios Su obra de
amor. Ni por un momento Él pensó en buscar Su honra o en usar Su poder para vindicarse
a Sí mismo. Su espíritu fue por completo el de una vida de entrega a Dios para que
obrara. No es hasta que los cristianos estudian la humildad de Jesús como la propia
esencia de Su redención, como la propia bienaventuranza de la vida del Hijo de Dios,
como la única relación verdadera con el Padre y, por consiguiente, como la que Jesús
tiene que darnos si queremos tener parte con Él, que la terrible carencia de humildad
real, celestial y manifiesta se convertirá en una carga y en una pena, y nuestra religión
ordinaria se pondrá de lado para garantizarlo, la primera y principal de las marcas de
Cristo en nosotros.
Hermano, ¿estás revestido de humildad? Pregúntale a tu diario vivir. Pregúntale a
Jesús. Pregúntales a tus amigos. Pregúntale al mundo. Y empieza a alabar a Dios, pues en
Jesús ha sido abierta la humildad celestial de la que apenas has conocido y por medio de
la cual las bendiciones del cielo, que tal vez jamás hayas probado, podrán venir a ti.

Murray, A. (2018). Humildad: La belleza de la santidad. (N. Cox, Trad.). Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico.
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La humildad en la enseñanza de Jesús
“Aprended de mí, que soy manso y humilde” (Mateo 20:27). “Y el que quiera ser el
primero entre vosotros será vuestro siervo” (Mateo 20:27).

Hemos visto humildad en la vida de Cristo cuando nos reveló Su corazón: escuchemos Su
enseñanza. Para ello, debemos escuchar cómo habla de ella y cuánto espera Él que los
hombres, en especial Sus discípulos, sean humildes como Él lo fue. Estudiemos con
detenimiento los pasajes (los cuales rara vez hago más que citar) para recibir la completa
impresión de con qué frecuencia y con cuánta seriedad las enseñaba. Esto puede
ayudarnos a darnos cuenta de lo que Él demanda de nosotros.

1. Observa el inicio de Su ministerio. En las Bienaventuranzas con las que se


comienza el Sermón del Monte, Él dice: “Bienaventurados los pobres en espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque
ellos recibirán la tierra por heredad”. Las primeras palabras de Su proclamación
del reino de los cielos revelan la puerta abierta que es la única por la cual entrar. A
los pobres, que no tienen nada, viene el reino. De los mansos, que no buscan
nada en sí mismos, será la tierra. Las bendiciones del cielo y la tierra son para los
humildes. La humildad es el secreto de la bendición para la vida celestial y la
terrenal.

2. “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso


para vuestras almas”. Jesús se ofreció a Sí mismo como Maestro. Él nos dice lo
que es el espíritu, que podemos encontrarlo en Él como Maestro, y que podemos
aprenderlo y recibirlo de Él. La mansedumbre y la humildad es lo único que Él nos
ofrece; en eso debemos encontrar descanso perfecto para nuestra alma. La
humildad es nuestra salvación.

3. Los discípulos habían estado discutiendo sobre quién sería el mayor en el reino,
y habían acordado preguntarle al Maestro (Lucas 9:46; Mateo 18:3). Él colocó a un
niño en medio de ellos y dijo: “Así que, cualquiera que se humille como este niño,
ése es el mayor en el reino de los cielos”. “¿Quién es el mayor en el reino de los
cielos?” La pregunta presenta, de hecho, grandes implicaciones. ¿Cuál será la
principal distinción en el reino de los cielos? La respuesta sólo podía darla Jesús.
La principal gloria en los cielos, la verdadera inclinación celestial, la principal de
las gracias es la humildad. “El que es más pequeño entre todos vosotros, ése es el
más grande”.

4. Los hijos de Zebedeo le habían pedido a Jesús sentarse a Su derecha y a Su

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izquierda, el lugar más elevado en el reino. Jesús dijo que no era Él quien lo
concedía, sino el Padre, quien lo daría para quienes estaba preparado. Ellos no
deben pedirlo. Su pensamiento tiene que estar en la copa y en el bautismo de la
humillación. Después añadió: “El que quiera ser el primero entre vosotros, será
vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para
servir”. La humildad, al igual que es la marca de Cristo, será el único estándar de
gloria en el cielo: el más humilde es quien estará más cerca de Dios. La prioridad
en la Iglesia se promete a los más humildes.

5. Una vez que Cristo hablaba a la multitud y a los discípulos sobre los fariseos y
su amor a los primeros lugares, dijo: “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro
siervo” (Mateo 23:11). La humildad es la única escalera para honrar en el reino de
Dios.

6. En otra ocasión, en la casa de un fariseo, Él contó la parábola de un invitado a


quien se le invita a ocupar un lugar más elevado (Lucas 14:1–11), y añadió:
“Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será
enaltecido”. La exigencia es inexorable. No hay otro camino. Solamente quienes se
humillen serán exaltados.

7. Después de la parábola del fariseo y el publicano, Cristo dijo (Lucas 18:14):


“Cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido”.
En el templo, en la presencia y en la adoración de Dios, todo carece de valor si no
está impregnado de una humildad verdadera y profunda hacia Dios y hacia los
hombres.

8. Tras lavar los pies de los discípulos, Jesús dijo: “Pues si yo, el Señor y el
Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los
unos a los otros” (Juan 13:14). La autoridad del liderazgo y del ejemplo, todo
pensamiento, tanto de obediencia como de conformidad, hace de la humildad el
principal y más esencial elemento del discipulado.

9. En la mesa de la Santa Cena, los discípulos todavía disputaban sobre quién sería
el mayor (Lucas 22:26). Jesús dijo: “Sea el mayor entre vosotros como el más
joven, y el que dirige, como el que sirve”. El camino por el que Jesús caminaba y
que nos abrió, el poder y el espíritu en los cuales forjó la salvación, y por el que
nos salva, es siempre la humildad que me hace siervo de todos.

Qué poco se predica al respecto de esto. Qué poco se practica. Qué poco se siente o se
confiesa su carencia. Por no decir cuán pocos alcanzan una medida reconocible de
semejanza a Jesús en Su humildad. Más bien, cuán pocos piensan en hacer de ello un

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objeto específico de continuo deseo u oración. Qué poco lo ha visto el mundo. Qué poco
se ha visto, incluso en el círculo de la Iglesia.
“Y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo”. Que Dios nos
permita creer lo que Jesús realmente está diciendo. Todos sabemos lo que implica el
carácter de un siervo o esclavo fiel. Implica devoción a los intereses del amo, un estudio
cuidadoso y una preocupación por complacerlo, deleitarse en su prosperidad, en su
honra y en su felicidad. Hay siervos en la tierra en quienes se ha podido ver dicha
disposición y para quienes el nombre de siervos ha sido toda una alabanza. Para cuántos
de nosotros no ha sido un nuevo gozo en la vida cristiana saber que podemos rendirnos a
nosotros mismos como siervos, como esclavos de Dios, y descubrir que Su servicio es
nuestra más grande libertad, la libertad del pecado y del egoísmo. Tenemos que aprender
otra lección: que Jesús nos llama a ser siervos los unos de los otros y que si lo aceptamos
de corazón, ese servicio también será el más bendecido de todos, una libertad nueva y
completa del pecado y del ego. Al principio puede parecer duro porque el orgullo todavía
se considera importante. Si aprendemos que no ser nada ante Dios es la gloria de los
seres creados, el espíritu de Jesús, el gozo del cielo, recibiremos con todo nuestro
corazón la disciplina que tenemos al servir incluso a aquellos que quieren molestarnos.
Cuando nuestro corazón llegue a la verdadera santificación, estudiaremos cada palabra
de Jesús sobre la humillación de Sí mismo con un nuevo ánimo y ningún lugar será
demasiado bajo ni ninguna acción de rebajarse será demasiado humillante, y ningún
servicio será demasiado insignificante ni demasiado prolongado; pero para ello, debemos
compartir y probar la comunión que tenemos con Aquél que dijo: “Mas yo estoy entre
vosotros como el que sirve”.
Hermanos, aquí está el camino para la vida superior. ¡Bajo, más bajo! Eso es lo que
Jesús les dijo siempre a Sus discípulos que estaban pensando en ser grandes en el Reino y
en sentarse a Su derecha y a Su izquierda. No busquéis ni pidáis una explicación, pues esa
es obra de Dios. Más bien, humillaos a vosotros mismos y no ocupéis ningún lugar
delante de Dios o de los hombres, sino ocupad el lugar de siervo; esa es vuestra labor;
que ese sea vuestro único propósito y oración. Dios es fiel. De igual modo que el agua
busca y llena el lugar más bajo, así hace Dios cuando nos encuentra humillados y vacíos,
Su gloria y poder fluye en nosotros para exaltar y bendecir. Quien se humilla a sí mismo
(esa debe ser nuestra única preocupación) será exaltado. Es el cuidado de Dios; por Su
poder maravilloso y en Su gran amor, Él lo hará.
A veces los hombres hablan como si la humildad y la mansedumbre fuera a quitarnos
lo que es noble, audaz y humano en nosotros. ¡Que todos crean que humillarse para
convertirse en siervo de todos es la nobleza del reino de los cielos, el espíritu real que el
Rey del cielo mostró, algo divino! Ese es el camino al gozo y a la gloria de la presencia de
Cristo que hay en nosotros, Su poder que reposa en nosotros.

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Jesús, manso y humilde, nos llama para aprender de Él el camino hacia Dios.
Estudiemos las palabras que hemos estado leyendo hasta que nuestro corazón se llene
del pensamiento: Mi única necesidad es la humildad. Y creamos en lo que Él muestra, en
lo que Él da, en quién es Él, en lo que imparte. Como manso y humilde que es, Él vendrá y
habitará en los corazones que lo anhelen.

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La humildad en los discípulos de Jesús
“Sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige, como el que
sirve” (LUCAS 22:26).

Hemos estudiado la humildad en la persona y en la enseñanza de Jesús; enfoquémonos


ahora en el círculo de Sus compañeros escogidos: los doce apóstoles. Si, en la carencia de
la humildad, el contraste entre Cristo y los hombres es más evidente, eso nos ayudará a
apreciar el poderoso cambio que Pentecostés hizo en ellos y demostrará cuán real puede
ser nuestra participación en el triunfo perfecto de la humildad de Cristo sobre el orgullo
que Satanás infundió en el hombre.
En los textos citados de la enseñanza de Jesús, ya hemos visto cuáles fueron las
ocasiones en que los discípulos habían demostrado cuánta falta tenían de la gracia de la
humildad. Una vez, habían estado disputando sobre cuál de ellos sería el mayor. Otra vez,
los hijos de Zebedeo con su madre preguntaron acerca de los primeros lugares, para
sentarse a Su derecha y a Su izquierda. Más adelante, en la Santa Cena en la última
noche, hubo de nuevo una contienda que se podría considerar como la más grande. No
es que no hubiera momentos en que realmente se humillaron delante de Su Señor.
Pedro, por ejemplo, dijo: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador”. Y también
con los discípulos cuando cayeron en tierra y adoraron al Señor que había calmado la
tempestad. Pero esas expresiones ocasionales de humildad simplemente contrastan con
su actitud habitual, como se muestra en la revelación natural y espontánea del poder del
ego que se dio en otras ocasiones. El estudio del significado de todo esto nos enseñará
las lecciones más importantes.
En primer lugar, cuánta religión enérgica y activa puede haber mientras la humildad
siga estando tristemente ausente. Veámoslo en los discípulos. En ellos había un apego
intenso por Jesús; lo habían abandonado todo por Él. El Padre les había revelado que Él
era el Cristo de Dios. Creyeron en Él, lo amaron, obedecieron Sus mandamientos. Lo
dejaron todo para seguir a Jesús. Cuando otros retrocedían, ellos seguían con Él. Estaban
listos para morir con Jesús. Pero más profundo que todo esto, había un poder oculto y
abominable de cuya existencia no eran conscientes, y debía matarse y expulsarse ese
poder, de manera que pudieran ser testigos del poder de Jesús para salvar. Y sigue siendo
así. Podemos encontrar profesores y ministros, evangelistas y obreros, misioneros y
maestros, en quienes los dones del Espíritu son muchos y manifiestos, y son los canales
de bendiciones a multitudes, pero cuando les llega el tiempo de las pruebas, o bien una
relación más íntima nos permite conocerlos más detenidamente, es dolorosamente obvio
que la gracia de la humildad, como característica permanente, raramente puede verse en
sus vidas. Todo parece afirmar que la lección de la humildad es la principal y más elevada

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de todas las gracias; una de las más difíciles de obtener; a la cual nuestros primeros y
principales esfuerzos deberían dirigirse; una que solo viene en poder cuando la plenitud
del Espíritu nos hace partícipes del Cristo que habita y vive en nosotros.
En segundo lugar, cuán impotentes son todas las enseñanzas externas y todos los
esfuerzos personales para vencer el orgullo y poseer un corazón manso y humilde.
Durante tres años, los discípulos habían estado en la escuela de entrenamiento de Jesús.
Él les había dicho cuál era la lección principal que deseaba enseñarles: “Aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón”. Una y otra vez, les había enseñado a los fariseos y
a la multitud que la humildad era el único camino a la gloria de Dios. No había vivido solo
ante ellos como el Cordero de Dios en Su divina humildad, sino que más de una vez había
desarrollado el íntimo secreto de Su vida: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido,
sino para servir”; “Yo estoy entre vosotros como el que sirve”. Había lavado sus pies y les
había dicho que debían seguir Su ejemplo. Pero todo fue de poco provecho. En la Santa
Cena, aún hubo contienda sobre quién de ellos sería el mayor. Sin duda alguna, a menudo
intentaron aprender Sus enseñanzas y no apenarlo de nuevo. Pero todo fue en vano.
Quiso enseñarles a ellos y a nosotros las lecciones más necesarias, que ninguna
instrucción exterior, ni siquiera de Cristo mismo, ningún argumento, aunque pueda
parecer convincente, ningún sentido de la belleza de la humildad, aunque fuera
profundo, ningún esfuerzo personal, aunque fuera sincero, puede echar fuera el mal del
orgullo. Cuando Satanás echa fuera a Satanás, solo sirve para introducir de nuevo un
poder aún más fuerte. Lo único que puede resultar eficaz es que la nueva naturaleza en
su divina humildad se revele en poder para tomar el lugar de la vieja naturaleza, para así
convertir nuestra naturaleza en una tan verdadera como nunca antes.
En tercer lugar, solo podemos ser verdaderamente humildes porque Cristo mora en
nosotros y por Su divina humildad. Nuestro orgullo vino de Adán, por lo que nuestra
humildad debe venir de Alguien también. El orgullo es nuestro, y nos gobierna con un
poder terrible porque es nuestro, nuestra propia naturaleza. La humildad tiene que ser
nuestra de la misma manera, debe estar en nuestra misma naturaleza. Tal y como ha sido
natural y fácil ser orgulloso, así debe ser y será el ser humilde. La promesa es incluso en el
corazón, “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”. Todas las enseñanzas de
Cristo a Sus discípulos y todos sus esfuerzos en vano eran la preparación necesaria para
que el Señor entrara en ellos con poder divino para darles y ser en ellos lo que Él les
había enseñado a desear. En Su muerte, destruyó el poder del mal, alejó el pecado y
consumió una redención eterna. En Su resurrección, recibió del Padre una vida
completamente nueva, la vida del hombre en el poder de Dios, capaz de ser transmitida a
los hombres y de entrar y renovar sus vidas con Su divino poder. En Su ascensión, recibió
el Espíritu del Padre, por medio del cual haría lo que no podía hacer mientras estaba
sobre la tierra, puesto que se hizo a Sí mismo uno con aquellos a quienes Él amaba,

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viviendo en verdad su vida por ellos para que pudieran vivir delante del Padre en una
humildad como la Suya, ya que fue Él mismo quien vivía y respiraba en ellos. Y en
Pentecostés Él vino y tomó posesión. La obra de la preparación y de la condena, el
despertar del deseo y la esperanza que Sus enseñanzas efectuaron, todo fue
perfeccionado por el asombroso poder que trajo Pentecostés. Y la vida y las epístolas de
Santiago, Pedro y Juan evidencian que todo cambió y que el espíritu de mansedumbre y
de sufrimiento de Jesús se apoderó de ellos.
¿Qué podemos decir de todo esto? Estoy seguro de que entre mis lectores hay más
de un tipo de persona. Puede que haya algunos que nunca hayan pensado sobre el
asunto y no pueden percibir de una vez su inmensa importancia como una cuestión de
vida para la Iglesia y para todos sus miembros. Hay otros que se han sentido condenados
por sus defectos y se han esforzado con sinceridad, pero han fallado y se sienten
desanimados. Otros pueden dar testimonio de bendición espiritual y poder, y, sin
embargo, nunca han tenido la convicción necesaria de lo que aquellos que están a su
alrededor siguen anhelando. Y otros pueden testificar que en relación a esta gracia
también el Señor ha dado liberación y victoria, a la par que Él les ha enseñado cuánto
necesitan todavía la plenitud de Jesús. Sin importar a la clase que pertenezcamos,
debemos darnos cuenta de la necesidad de realizar una búsqueda con una profunda
convicción del lugar único que la humildad ocupa en la religión de Cristo y la completa
imposibilidad de que la Iglesia o el creyente sea lo que Cristo quiere que sea si Su
humildad no se reconoce como Su principal gloria, Su primer mandamiento y nuestra más
elevada bendición. Consideremos con profundidad cuánto avanzaron los discípulos
mientras seguían teniendo tanta carencia de esta gracia y oremos para que los otros
dones no nos satisfagan, para que nunca nos acostumbremos a que es debido a la
ausencia de esta gracia que el poder de Dios no puede hacer su obra poderosa.
Solamente cuando estemos en ese lugar en el que, como el Hijo, seamos realmente
conscientes y mostremos que no podemos hacer nada por nosotros mismos, que Dios lo
hará todo.
Cuando la verdad de que Cristo habita en nuestro interior ocupa el lugar que se
merece en la vida de los creyentes, la Iglesia se pondrá sus hermosos vestidos y la
humildad se verá en sus maestros y en los miembros, como la belleza de la santidad.

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La humildad en la vida diaria
“El que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien
no ha visto?” (1 Juan 4:20).

Qué pensamiento más solemne es este, que nuestro amor a Dios se medirá por nuestra
relación diaria con los hombres y el amor que demuestra. Nuestro amor a Dios será
tenido como un engaño a no ser que su veracidad se pruebe en las situaciones de prueba
de la vida diaria con nuestros semejantes. También ocurre así con nuestra humildad. Es
fácil pensar que nos humillamos delante de Dios, pero la humildad hacia los hombres
será la única prueba de que nuestra humildad ante Dios es real, de que la humildad ha
hecho su morada en nosotros y se hace nuestra propia naturaleza, de que en verdad,
como Cristo, hemos hecho de nosotros personas que no buscan la reputación. Cuando en
la presencia de Dios hay un corazón humilde, no una postura que asumimos durante un
tiempo, cuando pensamos en Él u oramos, este mismo espíritu de nuestra vida se
manifestará en nuestra manera de proceder con nuestros hermanos. La lección es de
gran importancia: la única humildad que es realmente nuestra no es la que intentamos
reflejar para mostrarla delante de Dios en oración, sino aquella que llevamos con
nosotros y la reflejamos en nuestra conducta diaria. Las cosas insignificantes de la vida
diaria son la importancia y la prueba de la eternidad, pues prueban cuál es en verdad el
espíritu que hay en nosotros. En los momentos más espontáneos es cuando de verdad
mostramos y vemos lo que somos. Para conocer al hombre humilde, para saber cuán
humilde es, tienes que seguirlo en el curso común de la vida diaria.
¿No es esto lo que Jesús enseñó? Él les enseñó sobre la humildad cuando los
discípulos discutían sobre quién sería el mayor, cuando Él vio cómo los fariseos amaban
los principales lugares en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, y
cuando les enseñó con el ejemplo de lavarles los pies. La humildad ante Dios no es nada
si no se muestra en humildad ante los hombres.
También ocurre así en las enseñanzas de Pablo a los Romanos cuando les escribe:
“Prefiriéndoos los unos a los otros”; “No altivos, sino asociándoos con el que es
humilde”; “No seáis sabios en vuestra propia opinión”. A los Corintios, también, les
escribe: “El amor [y no hay amor sin humildad como raíz] es sufrido, es benigno; el amor
no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no
busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor”. A los Gálatas les escribe: “No nos hagamos
vanagloriosos, irritándoos unos a otros, envidiándonos unos a otros”. A los Efesios,
inmediatamente después de los tres maravillosos capítulos sobre la vida celestial, les
escribe: “Os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados,
con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en

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amor”; “Dando siempre gracias por todo […]. Someteos unos a otros en el temor de
Dios”. A los Filipenses: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con
humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo […]. Haya, pues,
en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de
Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí
mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres”. Y a los Colosenses:
“Vestíos, pues, como escogidos, santos y amados, de entrañable misericordia, de
benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y
perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo
os perdonó, así también hacedlo vosotros”. Es en nuestra relación unos con otros que se
muestra la verdadera humildad de mente y corazón. Nuestra humildad delante de Dios
no tiene valor, pero nos prepara para revelar la humildad de Jesús a los hombres. Vamos
a estudiar la humildad en la vida diaria a la luz de estas palabras.
El hombre humilde busca en todo tiempo actuar de acuerdo con esta regla: “En honra
prefiriéndoos los unos a los otros; siervos los unos de los otros; considerando cada uno a
los demás como superiores a sí mismo; sujetándoos los unos a los otros”. La cuestión es
cómo podemos considerar a otros como superiores a nosotros mismos cuando vemos
que están por debajo en sabiduría y santidad, en los dones naturales o en la gracia que
han recibido. La cuestión demuestra que entendemos muy poco de lo que en realidad es
la humildad. La verdadera humildad viene cuando, a la luz de Dios, nos vemos a nosotros
mismos como nada y decidimos deshacernos de nuestro ego para que Dios lo sea todo. El
alma que ha hecho esto y puede decir: “Me he perdido a mí mismo encontrándote a Ti”
no se compara con otra; ha dejado todo pensamiento de ego en la presencia de Dios, no
se estima superior a nadie y no busca nada para sí, es siervo de Dios y por causa de Él,
siervo de todos. Un siervo fiel puede ser más sabio que el maestro y, aun así, conservar el
verdadero espíritu y postura de un siervo. El hombre humilde respeta a cada hijo de Dios,
aunque sea el más débil y el más indigno, y lo honra como al hijo de un Rey. El espíritu de
Aquél que lavó los pies de los discípulos hace que nos sea gozoso ser los menores, ser
siervos los unos de los otros.
El hombre humilde no siente celos ni envidia. Puede alabar a Dios cuando se prefiere
a otro o se le bendice antes que a él. Puede soportar escuchar que alaban a otros y ser
olvidado, porque en la presencia de Dios ha aprendido a decir con Pablo “Nada soy”. Ha
recibido como propio el espíritu de Jesús, que no se agradó a Sí mismo ni buscó Su propia
honra.
Cuando se encuentra frente a la impaciencia y la irritación, las duras opiniones y las
palabras bruscas que vienen de los fallos y de los pecados de cristianos, el hombre
humilde lleva en su corazón una determinación y la muestra en su vida: “Soportándoos
unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la

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manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros”. Lo ha aprendido
revistiéndose del Señor Jesús, que ha puesto en el corazón compasión, bondad, humildad,
mansedumbre y longanimidad. Jesús venció el ego y no es imposible perdonar como
Jesús perdonó. La humildad de Jesús no consiste meramente en opiniones o en palabras
de desvalorización personal, sino, como señala Pablo, consiste en “un corazón de
humildad” lleno de compasión y amabilidad, mansedumbre y longanimidad, la gentileza
dulce y humilde que se reconoce como la marca del Cordero de Dios.
Al esforzarse por conseguir las más altas experiencias de la vida cristiana, el creyente
a menudo está en peligro de pretender alcanzar y regocijarse en lo que se conocen como
las virtudes más humanas y valiosas como la valentía, la alegría, el desprecio del mundo,
el entusiasmo, el sacrificio propio (incluso los antiguos estoicos lo enseñaban y
practicaban). Sin embargo, raramente se consideran o valoran las gracias más profundas,
gentiles, divinas y celestiales, es decir, aquellas que Jesús enseñó sobre la tierra, porque
las trajo del cielo; las que están más conectadas con Su cruz y Su muerte, es decir, la
pobreza de espíritu, la mansedumbre y la humildad. Por consiguiente, revistámonos de
un corazón de compasión, bondad, humildad, mansedumbre y longanimidad, y probemos
nuestra semejanza a Cristo, no solo en nuestro celo por salvar a los perdidos, sino en toda
nuestra relación con los hermanos, soportándonos y perdonándonos los unos a los otros,
así como el Señor nos perdonó a nosotros.
Hermanos cristianos, estudiemos la postura de la Biblia con respecto al hombre
humilde. Preguntémosle a nuestros hermanos y al mundo si pueden reconocer en
nosotros la semejanza al original. No nos contentemos con nada menos que con tomar
cada uno de estos textos como la promesa de lo que Dios hará en nosotros, como la
revelación en palabras de lo que el Espíritu de Jesús nos dará dentro de nosotros. Que
cada fallo y flaqueza nos animen a ser humildes y mansos para el manso y humilde
Cordero de Dios, en la certeza de que donde Él es puesto en el trono del corazón, Su
humildad y gentileza será de torrentes de agua viva que fluyen de dentro de nosotros.1
Una vez más, repito lo que he dicho con anterioridad. Siento profundamente que
tenemos muy poca percepción de lo que la Iglesia sufre por la falta de esta divina
humildad, el ser nada que deja lugar para que Dios demuestre Su poder. No hace mucho
que un cristiano, con un espíritu humilde y amable, familiarizado con varios puntos de
misión de varias sociedades, expresó su profunda tristeza puesto que, en algunos casos,
el espíritu de amor y de tolerancia estaba tristemente ausente. Hombres y mujeres, que
en Europa podían elegir su propio círculo de amigos, encuentran difícil soportar, amar y

1 “Conocía a Jesús y Él era muy valioso para mi alma, pero encontré algo en mí que no era dulce, ni
amable ni paciente. Hice lo que pude para controlarlo, pero estaba ahí. Le supliqué a Jesús que
hiciera algo por mí y cuando le di mi voluntad, Él vino a mi corazón y sacó todo lo que no era dulce,
todo lo que no era amable, todo lo que no era paciente, y luego cerró la puerta” (George Foxe).

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mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz por estar cerca de otras personas
con opiniones incompatibles con la de ellos. Quienes deberían haber sido compañeros y
ayudadores del gozo de los otros, se convirtieron en un obstáculo y en un fastidio. Y todo
esto por una razón, la ausencia de humildad que se considera a uno mismo como nada,
que se regocija en ser contado como el menor y que solo busca, como Jesús, ser siervo, el
ayudador y consolador de los demás, incluso del más débil e indigno.
¿Cómo puede ser que hombres que con gozo se han dado a sí mismos por Cristo
encuentren muy difícil darse a sí mismos por sus hermanos? ¿Es culpa de la Iglesia? Ha
enseñado muy poco a sus hijos que la humildad de Cristo es la primera de las virtudes, la
mejor de todas las gracias y poderes del Espíritu. Ha demostrado muy poco que una
humildad como la de Cristo es lo que debe colocarse y predicares primero, como algo que
es en verdad necesario y posible a la vez. Pero no nos desanimemos. Dejemos que el
descubrimiento de la ausencia de esta gracia nos mueva a una mayor expectativa de
Dios. Veamos a cada hermano que intenta fastidiarnos como un instrumento de Dios para
nuestra purificación, para que ejercitemos la humildad que Jesús sopla en nosotros.
Tengamos esa fe en todo de Dios y en nada de nosotros para que solo en el poder de Dios
podamos servir a los demás en amor.

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La humildad y la santidad
“Que dicen: Estate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que
tú” (Isaías 65:5).

Hablamos sobre el movimiento de la Santidad en nuestros tiempos y alabamos a Dios por


ello. Escuchamos de una gran cantidad de buscadores de santidad y maestros de
santidad, de enseñanzas santas y de reuniones santas. Las verdades bendecidas de
santidad en Cristo y la santidad por la fe se enfatizan como nunca antes. La mayor prueba
de si la santidad que profesamos buscar o alcanzar es verdadera será si se manifiesta en
la humildad creciente que produce. En el ser humano, la humildad es lo más necesario
para permitir que la santidad de Dios habite en él y brille. En Jesús, el Santo de Dios que
nos santifica, una humildad divina fue el secreto de Su vida, Su muerte y Su exaltación. La
única prueba infalible de nuestra humildad será la humildad delante de Dios y de los
hombres que nos marca. La humildad es la fuerza y la belleza de la santidad.
La principal marca de la santidad falsa es su falta de humildad. Todo aquel que busca
la santidad necesita estar vigilando, para que, no inconscientemente, lo que se empezó
en el espíritu se perfeccione en la carne, y que el orgullo no entre donde su presencia no
se espera. Dos hombres fueron al templo para orar: uno era un fariseo, el otro un
publicano. No hay un lugar o una posición tan sagrada en la que el fariseo no entre. El
orgullo puede subírsele en el propio templo de Dios y hacer de la adoración a Dios la
escena de su propia exaltación. Desde que Cristo expuso el orgullo del fariseo, éste se
puso la vestimenta del publicano; y deben estar alerta el confesor de la profunda
pecaminosidad así como el profesor de la más elevada santidad. Cuando estemos muy
ansiosos por tener nuestro corazón como templo de Dios, encontraremos a los dos
hombres subiendo al templo para orar. El publicano demostrará que su peligro no viene
del fariseo que está a su lado, quien lo desprecia, sino del fariseo interior que elogia y
exalta. En el templo de Dios, cuando pensamos que estamos en el lugar más santo de
todos, en la presencia de Su santidad, debemos tener cuidado con el orgullo. “Un día
vinieron a presentarse delante de Jehová los hijos de Dios, entre los cuales vino también
Satanás”.
“Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos,
adúlteros, ni aun como este publicano”. El ego encuentra su satisfacción en el motivo de
las acciones de gracias, en las propias acciones de gracia que rendimos a Dios y en la
misma confesión de que Dios lo ha hecho todo. Incluso cuando en el templo el lenguaje
de penitencia y confianza en la misericordia de Dios es duro, el fariseo puede comenzar a
alabar y a agradecer a Dios por estar felicitándolo a él. El orgullo puede vestirse con ropas
de alabanza o de penitencia. Aunque las palabras “No soy como los otros hombres” se

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rechazan y se condenan, su espíritu puede encontrarse a menudo en nuestros
sentimientos y en nuestro lenguaje hacia nuestros compañeros adoradores y otros
cristianos. Si quieres saber si esto es así, simplemente tienes que escuchar la manera en
la que a menudo hablan los unos de los otros las iglesias y los cristianos.
Qué poco de la mansedumbre y de la bondad de Jesús se ve. Se recuerda muy poco
que la humildad profunda debe ser el principio predominante de lo que los siervos de
Jesús dicen de ellos mismos o de los demás. Hay muchas iglesias o asambleas de los
santos, muchas misiones o conferencias, muchas sociedades o comités, incluso muchas
misiones en lugares paganos, donde la armonía se ha perturbado y la obra de Dios se ha
impedido porque los hombres que se cuentan como santos han demostrado en
susceptibilidad, en precipitación, en impaciencia, en autodefensa, en autoafirmación, en
juicios severos y en palabras groseras, que ellos no consideran a los demás como mejores
que ellos mismos y que su santidad tiene poco de la mansedumbre de los santos.1 En su
historia espiritual, los hombres han tenido tiempos de gran humildad y quebrantamiento,
pero esto es muy diferente de estar vestido en humildad, de tener un espíritu humilde,
de tener una opinión humilde en la que cada uno se tiene a sí mismo como siervo de los
demás y así lo muestra, como lo hizo Jesucristo.
“Quédate donde estás, porque soy más santo que tú”: Qué parodia sobre la santidad.
Jesús, el Santo, es el Humilde: el más santo siempre será el más humilde. No hay ningún
santo sino solo Dios. Tenemos de santidad como tenemos de Dios. Y de acuerdo con lo
que tengamos de Dios, así será nuestra verdadera humildad, porque la humildad es la
desaparición del ego en la visión de que Dios lo es todo. El más santo será el más
humilde. Pero, ¡ay!, aunque no se encuentra a menudo al judío de los tiempos de Isaías
que se jactaba de su insolencia, incluso nuestras maneras nos han enseñado a no hablar
así, con qué frecuencia todavía se ve su espíritu, ya sea en el trato de los santos o de los
hijos del mundo. En el espíritu en el que se dan las opiniones, y se lleva a cabo el trabajo,
y se descubren los errores, con qué frecuencia, aunque la vestimenta sea la del
publicano, la voz sigue siendo la del fariseo: “Dios, te doy gracias porque no soy como los
otros hombres”.
¿Se puede encontrar, entonces, dicha humildad por la que los hombres se consideran
“menos que el más pequeño de todos los santos”, siervos de todos? Sí se puede. “El amor
es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se
envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo”. Donde se derrama el espíritu de

1 “YO es el personaje más exigente, requiere el mejor asiento y el mejor lugar para sí mismo, y se
siente gravemente herido si no se reconoce su reclamo. La mayoría de las peleas entre los obreros
cristianos surgen del clamor de este gigantesco YO. Qué pocos de nosotros entendemos el
verdadero secreto de tomar nuestros asientos en los lugares más bajos” (Sra. Smith, Everyday
Religion).

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amor en el corazón, donde la naturaleza divina llega a un nacimiento pleno, donde Cristo,
el manso y el humilde Cordero de Dios es verdaderamente formado dentro de nosotros,
ahí es donde se da el poder de un amor perfecto que se olvida de sí mismo y encuentra
su bendición al bendecir a los demás, al soportarlos y honrarlos, sin importar lo débiles
que puedan ser. Donde entra este amor, ahí entra Dios. Y donde Dios ha entrado en Su
poder y se revela a Sí mismo como Todo, allí el ser humano se convierte en nada. Y donde
el ser humano se hace nada ante Dios, no puede haber otra cosa que humildad hacia los
demás. La presencia de Dios no se convierte en un asunto de los tiempos o de las
estaciones, sino en la cubierta bajo la cual mora el alma, y su profunda humillación ante
Dios se convierte en el lugar santo de Su presencia de donde proceden todas sus palabras
y sus obras.
Que Dios nos enseñe que nuestros pensamientos, palabras y sentimientos con
respecto a nuestros semejantes son Su prueba de nuestra humildad hacia Él, y que
nuestra humildad ante Él es el único poder que puede capacitarnos para ser siempre
humildes con los demás. Nuestra humildad debe ser la vida de Cristo, el Cordero de Dios,
dentro de nosotros.
Que todos los maestros de santidad, ya sea en el púlpito o en la plataforma, y todos
los que buscan la santidad, ya sea en secreto o en una convención, tengan presente dicha
advertencia. No hay orgullo tan peligroso, porque ninguno es tan sutil e insidioso, como
el orgullo de la santidad. No es que un hombre diga ni piense: “Soy más santo que tú”.
No, de hecho, el pensamiento sería considerado como aborrecimiento. Pero crece, de
manera inconsciente, un hábito oculto del alma, que siente complacencia en sus logros y
no puede evitar ver cuál lejos está por delante de los demás. Se puede reconocer, no
siempre en una autoafirmación especial o en un elogio propio, con la ausencia de esa
profunda autodegradación que no puede ser sino la marca del alma que ha visto la gloria
de Dios (Job 42:5; 6; Isaías 6:5). Se revela a sí mismo, no solo en palabras o
pensamientos, sino en un todo, una manera de hablar de los demás, en la que quienes
tienen el don del discernimiento de espíritu pueden reconocer el poder del ego. Incluso
el mundo con sus ojos penetrantes lo nota y lo señala como una prueba de que la
profesión de una vida celestial no da ningún fruto especialmente celestial. Hermanos,
tengamos cuidado. A menos que hagamos, con cada avance en lo que pensamos que es
santidad, del incremento de humildad nuestro estudio, podemos pensar que nos hemos
estado deleitando en pensamientos hermosos y sentimientos, en actos solemnes de
consagración y fe, mientras la única marca segura de la presencia de Dios, es decir, la
desaparición del ego, era todo el tiempo deficiente. Ven y huyamos hacia Jesús, y
escondámonos en Él hasta que seamos cubiertos con Su humildad. Solo esto es nuestra
santidad.

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La humildad y el pecado
“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el
primero” (1 Timoteo 1:15).

La humildad a menudo se identifica con la penitencia y el remordimiento. Como


consecuencia, parece que no hay forma de fomentar la humildad que no sea
manteniendo al alma ocupada con su pecado. Hemos aprendido, creo, que la humildad
es algo más. Hemos visto en la enseñanza de nuestro Señor Jesús y en las Epístolas con
qué frecuencia se inculca la virtud sin ninguna referencia al pecado. En la naturaleza
misma de las cosas, en la relación total del ser humano con su Creador, en la vida de
Jesús tal como Él la vivió y nos la imparte, la humildad es la esencia misma de la santidad
como de la bienaventuranza. Es el desplazamiento del ego por la entronización de Dios.
Donde Dios lo es todo, el egoísmo no es nada.
Pero a pesar de que es este aspecto de la verdad el que he sentido especialmente
necesario presionar, no necesito decir qué nueva profundidad e intensidad el pecado del
hombre y la gracia de Dios otorgan a la humildad de los santos. Solo tenemos que mirar
al hombre como el apóstol Pablo para ver cómo, a través de su vida como un hombre
rescatado y santo, la profunda conciencia de haber sido un pecador vive de manera
inextinguible. Todos conocemos los pasajes en los que se refiere a su vida como un
perseguidor y blasfemo: “Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy
digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios. Pero por la gracia de
Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más
que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Corintios 15:9–10). “A mí,
que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de
anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo” (Efesios
3:8). “Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a
misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad […]. Cristo Jesús vino al
mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:13, 15).
La gracia de Dios lo había salvado; Dios no recordó sus pecados ya nunca más, pero él
nunca podría olvidar cuán terriblemente había pecado. Cuanto más se regocijaba en la
salvación de Dios, y cuanto más lo llenaba su experiencia de la gracia de Dios con un gozo
indescriptible, más clara era su conciencia de que él era un pecador salvado y que la
salvación no tenía significado o dulzura, excepto con el sentido de ser un pecador, que
fue lo que lo hizo precioso y real para él. Nunca podía olvidar por un momento que era
un pecador a quien Dios había tomado en Sus brazos y a quien había coronado con Su
amor.
Los textos que acabamos de citar a menudo se apelan a la confesión de Pablo sobre el

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pecado diario. Uno solo tiene que leerlos cuidadosamente en su conexión para ver cuán
pequeño este es el caso. Tienen un significado mucho más profundo, se refieren a lo que
dura toda la eternidad y que dará su trasfondo profundo de asombro y adoración a la
humildad con la que los rescatados se inclinan ante el trono, como aquellos que han sido
lavados de sus pecados en la sangre del Cordero. Nunca, nunca, ni siquiera en la gloria,
pueden ser otros que los pecadores rescatados; nunca por un momento en esta vida el
hijo de Dios puede vivir en la plena luz de Su amor, sino que siente que el pecado, del
cual ha sido salvado, es su único derecho y título para todo lo que la gracia ha prometido
hacer. La humildad con la que primero vino como pecador adquiere un significado nuevo
cuando aprende cómo se convierte en él como criatura. Y una vez más, la humildad, en la
que nació como ser creado, tiene sus más profundos y ricos tonos de adoración en la
memoria de lo que es ser un monumento del maravilloso amor redentor de Dios.
La verdadera importancia de lo que nos enseñan estas expresiones de San Pablo
surge con más fuerza cuando nos damos cuenta del hecho notable de que, a lo largo de
su vida cristiana, nunca encontramos de su pluma, ni siquiera en las epístolas en las que
tenemos más aspectos personales, nada que tenga que ver con la confesión de pecado.
En ninguna parte se menciona ninguna deficiencia o defecto, en ninguna parte se sugiere
a sus lectores que ha fallado en su deber o que haya pecado contra la ley del amor
perfecto. Por el contrario, hay pasajes, y no pocos, en los que se reivindica a sí mismo en
un lenguaje que no significa nada si no apela a una vida intachable ante Dios y los
hombres. “Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e
irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes” (1 Tesalonicenses
2:10). “Porque nuestra gloria es esta: el testimonio de nuestra conciencia, que con
sencillez y sinceridad de Dios, no con sabiduría humana, sino con la gracia de Dios, nos
hemos conducido en el mundo, y mucho más con vosotros” (2 Corintios 1:12). No es un
ideal o una aspiración, es una apelación a lo que había sido su vida real. Sin embargo,
podemos dar cuenta de esta ausencia de confesión de pecado, todos admitirán que debe
apuntar a una vida en el poder del Espíritu Santo, tal como rara vez se realiza o se espera
en estos días.
El punto que quiero enfatizar es este: que el solo hecho de la ausencia de tal
confesión de pecado solo da más fuerza a la verdad de que no es en el pecado diario
donde se encuentra el secreto de la humildad más profunda, sino en lo habitual. Nunca
debemos olvidarnos de nuestra posición, y que cuanto más abundante sea la gracia, más
viva se mantendrá. Nuestro único lugar, el único lugar de bendición, nuestra única
posición permanente ante Dios, tiene que ser el de confesarse como pecadores salvados
por gracia.
Con el profundo recuerdo de Pablo de haber pecado tan terriblemente en el pasado,
antes de que la gracia lo conociera, y la conciencia de ser apartado del pecado presente,

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siempre hubo un recordatorio permanente del oscuro poder oculto del pecado siempre
listo para entrar, y solo mantenido fuera por la presencia y el poder del Cristo que mora
en nosotros. “Y yo sé que en mí, esto es, mi carne, no mora el bien”, estas palabras de
Romanos 7:18 describen la carne como es hasta el final. La gloriosa liberación de
Romanos 8, “Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del
pecado y de la muerte”, no es ni la aniquilación ni la santificación de la carne, sino una
victoria continuada dada por el Espíritu conforme mortifica las obras del cuerpo. Como la
salud expulsa la enfermedad, y la luz se traga la oscuridad, y la vida conquista la muerte,
la morada de Cristo por medio del Espíritu es la salud, la luz y la vida del alma. Pero con
esto, la convicción de impotencia y peligro siempre atempera la fe en la acción
momentánea e ininterrumpida del Espíritu Santo en ese sentido de dependencia
disciplinada que hace de la fe y el gozo más elevados los siervos de una humildad que
solo vive por la gracia de Dios.
Los tres pasajes arriba citados muestran que fue la maravillosa gracia que se le otorgó
a Pablo, y de la cual él sentía la necesidad en cada momento, la que lo humilló tan
profundamente. Fue la gracia de Dios que estaba con él y que le permitió obrar más
abundantemente que todos ellos, la gracia de predicar a los paganos las inescrutables
riquezas de Cristo, la gracia que excedía en abundancia con la fe y el amor que está en
Cristo Jesús, la cual es la misma naturaleza y gloria que es para los pecadores, la que
mantuvo su conciencia de haber pecado una vez y ser responsable del pecado tan
intensamente viva. “Cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”. Esto revela cómo
la esencia misma de la gracia es tratar con el pecado y quitarlo, y cómo debe ser: cuanto
mayor sea la experiencia de gracia, más intensa será la conciencia de ser un pecador. No
es el pecado, sino la gracia que Dios le muestra al hombre y le recuerda siempre lo
pecador que era, lo que le mantendrá verdaderamente humilde. No es el pecado, sino la
gracia, lo que me hará conocerme a mí mismo como pecador, y hacer del lugar de la más
profunda humillación propia del pecador el lugar del que nunca me voy.
Me temo que no son pocos quienes, con fuertes expresiones de auto-condenación y
denuncia, han tratado de humillarse a sí mismos y deben confesar con tristeza que el
corazón humilde, un “corazón de humildad”, con sus acompañamientos de bondad y
compasión, de mansedumbre y paciencia, todavía sigue tan lejos como siempre. Estar
ocupados con el ego, incluso en medio de la abnegación más profunda, no puede
liberarnos nunca de nosotros mismos. La revelación de Dios es la que nos hará humildes,
no solo por la ley que condena el pecado, sino por Su gracia que nos libera. La ley puede
romper el corazón con temor. Solo la gracia es la que obra esa dulce humildad que se
convierte en gozo para el alma como su segunda naturaleza. Fue la revelación de Dios en
Su santidad, acercándose para darse a conocer en Su gracia, la que hizo que se inclinaran
en tanta humildad Abraham, Jacob, Job e Isaías. El alma en la que Dios el Creador, como

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el Todo de los seres creados en su nada, Dios el Redentor en Su gracia, como el Todo de
los pecadores en su pecaminosidad, es esperado, creído y adorado, se encontrará a sí
misma tan llena de Su presencia que no habrá lugar para el egoísmo. Tan solo se puede
cumplir la promesa: “La altivez de los ojos del hombre será abatida, y la soberbia de los
hombres será humillada; y Jehová solo será exaltado en aquel día”.
Es el pecador que mora en la plena luz del amor santo y redentor de Dios, en la
experiencia de esa total morada del amor divino, que viene por medio de Cristo y del
Espíritu Santo, quien solo puede humillarse. No estar ocupado con tu pecado, sino
ocuparse en Dios, trae liberación del ego.

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La humildad y la fe
“¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no
buscáis la gloria que viene del Dios único?” (Juan 5:44).

En un discurso que escuché recientemente, el orador dijo que las bendiciones de la vida
Cristiana más elevada eran a menudo como objetos que se exponen en un escaparate:
los puedes ver con claridad y, sin embargo, no puedes alcanzarlos. Si se le dice a alguien
que extienda la mano y lo coja, éste diría: “No puedo, hay un panel grueso de vidrio entre
eso y yo”. Y del mismo modo, los cristianos pueden ver con claridad las promesas
benditas de la paz y del reposo perfecto, del amor y de la alegría rebosante, de la
comunión y de la productividad duradera y, sin embargo, sienten que había algo en
medio que dificultaba la verdadera posesión. ¿Y qué podría ser? El orgullo. Las promesas
hechas en fe son muy libres y seguras, las invitaciones y los estímulos son muy fuertes, el
poder asombroso de Dios con que contamos está muy cerca y libre, por lo que debe
haber algo que obstaculice la fe y que impida que la bendición sea nuestra. En nuestro
texto, Jesús nos descubre que es, de hecho, el orgullo lo que hace que la fe sea imposible.
“¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la
gloria que viene del Dios único?” Cuando vemos cómo en su misma naturaleza tanto el
orgullo como la fe están irreconciliablemente en desacuerdo, aprendemos que la fe y la
humildad están en la raíz y que nunca podemos tener más de la fe verdadera de lo que
tenemos de la verdadera humildad. Veremos que podemos tener fuertes convicciones
intelectuales y certeza de la verdad mientras que el orgullo sigue en el corazón, pero que
hace que la fe viva, que tiene poder con Dios, se convierta en algo imposible.
Solo necesitamos pensar por un momento lo que es la fe. ¿No es la confesión de la
nada y la impotencia, la rendición y la espera para dejar que Dios obre? ¿No es en sí
mismo lo más humilde que puede haber, la aceptación de nuestra posición como
dependientes que no podemos hacer, ni reclamar ni obtener nada, salvo por lo que la
gracia nos otorga? La humildad es simplemente la disposición que prepara al alma para
vivir con confianza. Y todo, incluso la respiración más secreta de orgullo, la búsqueda de
uno mismo, la voluntad propia o la exaltación de uno mismo, es solo la fortaleza de ese
yo que no puede entrar en el reino ni poseer las cosas del reino, porque rechaza permitir
que Dios sea lo que Él es y debe estar ahí, el Todo en Todo.
La fe es el órgano o el sentido para la percepción y aprehensión del mundo celestial y
sus bendiciones. La fe busca la gloria que viene de Dios, que solo viene donde Dios lo es
Todo. Mientras nos apoderemos de la gloria de los demás, mientras busquemos, amemos
y guardemos celosamente la gloria de esta vida, el honor y la reputación que viene de los
hombres, no buscaremos ni recibiremos la gloria que viene de Dios. El orgullo hace que la

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fe sea imposible. La salvación viene a través de una cruz y de un Cristo crucificado. La
salvación es la comunión con el Cristo crucificado en el espíritu de Su cruz. La salvación es
unión y deleite; la salvación es la participación en la humildad de Jesús. ¿Es de extrañar
que nuestra fe sea tan débil cuando el orgullo todavía reina tanto y apenas hemos
aprendido a anhelar u orar por la humildad como la parte más necesaria y bendita de la
salvación?
La humildad y la fe están más relacionadas en las Escritura de lo que muchos piensan.
Se puede ver en la vida de Cristo. Hay dos casos en los que Él habla de una gran fe.
¿Acaso el centurión, de cuya fe Él se maravilló y dijo: “Os digo que ni aun en Israel he
hallado tanta fe”, no dijo: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo”? ¿Y acaso no
aceptó la madre a quien Jesús le dijo: “Oh mujer, grande es tu fe” que se refiriese a ella
como a un perro y le contestó ella: “Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas
que caen de la mesa de sus amos”? La humildad es la que hace que el alma se presente
ante Dios como nada, también quita todo lo que obstaculice a la fe, y hace que el único
temor sea deshonrar a Dios al no confiar totalmente en Él.
Hermano, ¿acaso no hemos sido aquí la causa del fracaso en la búsqueda de la
santidad? ¿No es esto, aunque no lo sabíamos, lo que hizo que tanto nuestra
consagración como nuestra fe fueran tan superficiales y efímeras? No teníamos idea
hasta qué punto el orgullo y el ego estaban obrando secretamente en nosotros, y cómo
solo Dios por medio de Su entrada en nosotros y Su asombroso poder podía expulsarlos.
Entendimos cómo solo la naturaleza nueva y divina, tomando por completo el lugar del
viejo yo, podía hacernos humildes de verdad. No sabíamos que la humildad absoluta,
incesante y universal debe ser la raíz de cada oración y de cada acercamiento a Dios, así
como de cada trato con el hombre; y que podríamos intentar mirar sin ojos o vivir sin
aliento, como creer o acercarnos a Dios o vivir en Su amor, sin una humildad
omnipresente y de corazón.
Hermano, ¿no hemos estado cometiendo un error al tener tantos problemas para
creer, mientras que todo el tiempo ha estado en nosotros el viejo ego en su orgullo que
busca poseer las bendiciones y las riquezas de Dios? No es de extrañar que no podamos
creer. Cambiemos nuestro curso. Busquemos primero humillarnos bajo la poderosa mano
de Dios: Él nos exaltará. La cruz, y la muerte, y la tumba, en la cual Jesús se humilló a Sí
mismo, eran Su camino a la gloria de Dios. Y asimismo, también son nuestro camino.
Dejemos que nuestro único deseo y que nuestra oración ferviente sea ser humillados con
Él y como Él; aceptemos con alegría todo lo que nos humille delante de Dios o de los
hombres, pues es el único camino a la gloria de Dios.
Quizás te sientas inclinado a hacer una pregunta. He hablado de algunos que tienen
experiencias que bendicen o que son medios para traer bendiciones a los demás y, sin
embargo, están carentes de humildad. Preguntas si esto no prueba que tienen una fe

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verdadera e incluso fuerte, aunque muestran demasiado claramente que todavía buscan
demasiado el honor que proviene de los hombres. Se puede dar al respecto más de una
respuesta. Pero la respuesta principal en nuestra conexión actual es esta: en verdad
tienen una medida de fe, en proporción a la cual, con los dones especiales que se les
otorgan, es la bendición que aportan a los demás. Pero en esa misma bendición la obra
de su fe se ve obstaculizada por la falta de humildad. La bendición es a menudo
superficial o transitoria, porque simplemente no son la nada que abre el camino para que
Dios lo sea todo. Una humildad más profunda traería, sin duda alguna, una bendición
más profunda y completa. El Espíritu Santo no solo trabaja en ellos como un Espíritu de
poder, sino que también mora en ellos en la plenitud de Su gracia y, en especial, en la
humildad; se comunicaría a través de ellos con estos conversos para una vida de poder,
santidad y firmeza, una vida que tan raramente se ve en la actualidad.
“¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la
gloria que viene del Dios único?” Hermano, nada puede curarte del deseo de recibir
gloria de los hombres, ni de la sensibilidad, el dolor y el enfado que viene cuando no se
da, sino solamente darte a ti mismo para buscar únicamente la gloria que viene de Dios.
Deja que la gloria del Dios glorioso lo sea todo para ti. Serás liberado de la gloria de los
hombres y del ego, y estarás gozoso y feliz de no ser nada. De esta nada crecerás fuerte
en la fe, dándole la gloria a Dios, y encontrarás que cuanto más profundamente te
hundes en humildad ante Él, más cerca está de cumplir cada deseo de tu fe.

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La humildad y la muerte del ego
“[Él] se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte” (Filipenses 2:8).

La humildad es el camino a la muerte, porque en la muerte da la mayor prueba de Su


perfección. La humildad es la flor de la cual la muerte del ego es el fruto perfecto. Jesús
se humilló a Sí mismo hasta la muerte, y abrió el camino por el que también nosotros
debemos caminar. Como no había forma de que Él demostrara Su entrega a Dios hasta el
extremo, o de renunciar y elevarse de nuestra naturaleza humana a la gloria del Padre si
no era por medio de la muerte, así sucede de igual modo con nosotros. La humildad debe
conducirnos a la muerte del ego: así demostramos cuánto nos hemos entregado a ella y a
Dios. Por consiguiente, tan solo somos liberados de la naturaleza caída y encontramos el
camino que conduce a la vida en Dios, por medio de ese nacimiento completo de la
nueva naturaleza, de la cual la humildad es el aliento y el gozo.
Hemos hablado de lo que Jesús hizo por Sus discípulos cuando les comunicó Su vida
de resurrección, cuando en la venida del Espíritu Santo, Él, el Manso glorificado y
entronado, vino del cielo para habitar en ellos. Él ganó el poder de hacerlo a través de la
muerte: en su naturaleza más íntima, impartió una vida fuera de la muerte, una vida que
se había entregado a la muerte y que había ganado por medio de la muerte. El que vino a
habitar en ellos era Él mismo, quien había muerto y que ahora vive para siempre. Su vida,
Su persona, Su presencia, llevan las marcas de la muerte, de ser una vida engendrada
fuera de la muerte. Esa vida en Sus discípulos siempre lleva las marcas de la muerte
también. Solo conforme el Espíritu de la muerte mora y obra en el alma es que el poder
de Su vida puede conocerse. La primera y principal marca de la muerte del Señor Jesús,
así como las marcas de la muerte que muestran quién es un verdadero seguidor de Jesús,
es la humildad. Por estas dos razones: solo la humildad conduce a la muerte perfecta, y
solo la muerte perfecciona la humildad. La humildad y la muerte son una en su
naturaleza: la humildad es el capullo, y en la muerte el fruto madura hasta alcanzar la
perfección.
La humildad conduce a la muerte perfecta. La humildad significa renunciar al ego y
tomar la posición de la nada perfecta delante de Dios. Jesús se humilló a Sí mismo y se
hizo obediente hasta la muerte. En la muerte, Él dio la prueba más alta y perfecta de
haber entregado Su voluntad a la voluntad de Dios. En la muerte, se entregó a Sí mismo,
con su reticencia natural a beber la copa. Renunció a la vida que tenía en unión con
nuestra naturaleza humana, murió a Sí mismo, y el pecado que lo tentaba. Por lo tanto,
como hombre, entró a la perfecta vida de Dios. Si no hubiese sido por Su humildad sin
límites, considerándose a Sí mismo como nada más que un siervo que debía hacer y sufrir
la voluntad de Dios, nunca habría muerto.

Murray, A. (2018). Humildad: La belleza de la santidad. (N. Cox, Trad.). Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico.
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Esto nos da la respuesta a la pregunta que tan a menudo se hace y de la cual el
significado rara vez se comprende con claridad: ¿Cómo puedo morir a mí mismo? La
muerte del ego no es trabajo tuyo, es la obra de Dios. En Cristo estás muerto al pecado; la
vida que hay en ti ha pasado por el proceso de la muerte y la resurrección; puedes estar
seguro de que estás muerto al pecado. Pero la plena manifestación del poder de esta
muerte en tu disposición y conducta, depende de la medida en que el Espíritu Santo
imparte el poder de la muerte de Cristo. Y esta es la enseñanza: si entras en una
comunión total con Cristo en Su muerte y conoces la liberación total del ego, humíllate.
Este es tu único deber. Ponte delante de Dios en tu total incapacidad, acepta de corazón
el hecho de tu impotencia para matar o darte vida a ti mismo, sumérgete en tu propia
nada, en el espíritu de una rendición a Dios que sea mansa, paciente y confiada. Acepta
cada humillación y mira a cada prójimo que intenta molestarte como un medio de gracia
para humillarte. Usa cada oportunidad de humillarte ante tus semejantes como una
ayuda para permanecer humilde ante Dios. Dios aceptará dicha humildad de tu parte
como prueba de que todo tu corazón lo desea, como la mejor oración para ello, como tu
preparación para Su poderosa obra de gracia cuando por el poderoso fortalecimiento de
Su Espíritu, Él revele a Cristo plenamente en ti, de modo que Él, en Su forma de siervo, se
forme verdaderamente en ti y habite en tu corazón. Es el camino de la humildad la que
conduce a la muerte perfecta, la experiencia plena y perfecta de que estamos muertos en
Cristo.
Luego sigue: Solo esta muerte conduce a la humildad perfecta. Ten cuidado del error
que muchos cometen, quienes preferirían ser humildes pero tienen miedo de ser
demasiado humildes. Tienen tantas calificaciones y limitaciones, tantos razonamientos y
preguntas, como qué se supone que es la verdadera humildad, que nunca se entregan sin
reservas. Cuidado con esto. Humíllate hasta la muerte. En la muerte del ego la humildad
se perfecciona. Asegúrate de que en la raíz de toda experiencia real de más gracia, de
todo avance verdadero en la consagración, de toda conformidad realmente creciente con
la semejanza de Jesús, debe haber una ausencia del ego que se demuestre a Dios y a los
hombres en nuestras actitudes y hábitos. Es tristemente posible hablar de la vida de la
muerte y del caminar en el Espíritu mientras que incluso el amor más tierno solo puede
ver la gran cantidad que hay de egoísmo. La muerte del ego no tiene una marca de
muerte más segura que una humildad que deja a uno mismo sin reputación, que le vacía
y le da forma de siervo. Es posible hablar mucho y con honestidad de la comunión con un
Jesús despreciado y rechazado, y de llevar Su cruz, mientras que no se ve ni se busca
apenas la gentil y amable humildad del Cordero de Dios. El Cordero de Dios quiere decir
dos cosas: mansedumbre y muerte. Busquemos recibirlo en ambas formas. En Él son
inseparables, por lo que deben estar en nosotros también.
¡Qué tarea tan desesperada si tuviéramos que hacer el trabajo nosotros! La

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naturaleza nunca puede vencer a la naturaleza, ni siquiera con la ayuda de la gracia. El
ego nunca puede echarse fuera a sí mismo, ni siquiera en el hombre regenerado.
¡Alabado sea el Señor! El trabajo ha sido hecho y terminado y perfeccionado para
siempre. La muerte de Jesús, de una vez para siempre, es nuestra muerte a nosotros
mismos. Y la ascensión de Jesús, Su entrada una vez y para siempre en el Lugar Santísimo,
nos ha dado el Espíritu Santo para comunicarse con nosotros en poder y para hacer
nuestro el poder de la vida de muerte. Cuando el alma, en la búsqueda y práctica de la
humildad, sigue los pasos de Jesús, se despierta su conciencia de la necesidad de algo
más, se acelera su deseo y esperanza, se fortalece su fe y aprende a buscar, a reclamar y a
recibir esa verdadera plenitud del Espíritu de Jesús, que diariamente puede mantener Su
muerte al ego y al pecado en su pleno poder, y hacer de la humildad el espíritu
omnipresente de nuestra vida.1
“¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido
bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por
el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros andemos en vida nueva”. Toda la autoconciencia del cristiano debe ser
imbuida y caracterizada por el espíritu que animó la muerte de Cristo. Siempre debe
presentarse a sí mismo ante Dios como quien ha muerto en Cristo, y en Cristo está vivo
de la muerte, llevando en su cuerpo la muerte del Señor Jesús. Su vida siempre tiene la
doble marca: sus raíces golpean con verdadera humildad en las profundidades de la
tumba de Jesús, la muerte del pecado y del ego; su cabeza se elevó en poder de
resurrección al cielo donde está Jesús.
Creyente, reclama en fe la muerte y la vida de Jesús como tuya. Entra en Su tumba,
en el reposo del ego y de su trabajo, entra en el reposo de Dios. Humíllate, con Cristo que
entregó Su espíritu en las manos del Padre, y desciende cada día a esa dependencia
perfecta de Dios. Dios te levantará y te exaltará. Húndete cada mañana en la nada
absoluta en la tumba de Jesús; la vida de Jesús se manifestará en ti todos los días. Que la
humildad voluntaria, amorosa y gozosa sea la marca que has reclamado como tu derecho
natural: el bautismo en la muerte de Cristo. “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos
para siempre a los santificados”. Las almas que entran en Su humillación encontrarán en
Él el poder de ver y contar su propia muerte y, como aquellos que han aprendido y
recibido de Él, de caminar con toda humildad y mansedumbre, indulgentes entre sí en
amor. La vida de la muerte se ve en una mansedumbre y humildad como la de Cristo.

1 Véase Nota C.

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La humildad y la felicidad
“Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que
repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las
debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque
cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:9, 10).

En caso de que Pablo se exaltase a sí mismo, debido a la extrema grandeza de las


revelaciones, se le envió un aguijón en la carne para mantenerlo humilde. El primer
deseo de Pablo era que se le quitara y le rogó al Señor tres veces que se fuera. La
respuesta fue que la prueba era una bendición, que en la debilidad y en la humillación, la
gracia y la fuerza del Señor podía manifestarse mejor. Inmediatamente, Pablo entró en
una nueva etapa en su relación con la prueba: en lugar de simplemente soportarla, se
glorió en ella con gozo; en lugar de pedir liberación, se deleitó en ella. Había aprendido
que el lugar de la humillación es el lugar de la bendición, del poder y del gozo.
Todo cristiano prácticamente pasa por estas dos etapas en su búsqueda de humildad.
Al principio, teme, huye y busca liberación de todo lo que puede humillarlo. No ha
aprendido todavía a buscar la humildad a cualquier precio. Ha aceptado el mandato de
ser humilde y de busca obedecerlo, aunque solo sea para descubrir cuánto falla. Ora por
humildad, a veces muy en serio, pero en su corazón secreto su oración es incluso mayor,
si no lo hace con palabras, porque su deseo es ser librado de aquello que lo harán
humillarse. Todavía no está tan enamorado de la humildad como la belleza del Cordero
de Dios y el gozo del cielo como para venderlo todo con el fin de procurarla. En su
búsqueda y en su oración todavía sigue habiendo un sentido de carga y esclavitud;
humillarse todavía no se ha convertido en la expresión espontánea de una vida y una
naturaleza que es en esencia humilde. Todavía no se ha convertido en su gozo y en su
único placer. Aún no puede decir: “De buena gana me gloriaré más bien en mis
debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo”.
Pero, ¿podemos esperar alcanzar la etapa en la que este sea el caso? Sin duda alguna.
¿Y qué nos llevará allí? Lo que llevó a Pablo allí: una nueva revelación del Señor Jesús.
Solo la presencia de Dios puede revelan y expulsar el ego. Se le debió dar a Pablo una
visión más clara de la profundidad de la verdad de que la presencia de Jesús aleja todo
deseo de buscar cualquier cosa en nosotros mismos y que nos hace deleitarnos en toda
humillación que nos prepare para Su manifestación más plena. Nuestras humillaciones
nos llevan, en la experiencia de la presencia y el poder de Jesús, a elegir la humildad
como la bendición más elevada. Probemos y aprendamos las lecciones que nos enseña la
historia de Pablo.
Es posible que contemos con creyentes avanzados, maestros eminentes, hombres de

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experiencias celestiales, que todavía no hayan aprendido por completo la lección de la
humildad perfecta, que con gozo se gloría en la debilidad. Lo vemos en Pablo. El peligro
de exaltarse a sí mismo se acercaba mucho. Todavía no sabía a la perfección lo que
implicaba no ser nada, morir para que Cristo solo viviera en él, complacerse en todo lo
que lo humillaba. Parece como si fuera la lección más importante que tuvo que aprender,
la conformidad plena con Su Señor en ese vaciamiento propio en el que se glorió en la
debilidad para que Dios pudiera serlo todo.
La lección más elevada que un cristiano tiene que aprender es la humildad. ¡Que todo
cristiano que busque avanzar en santidad lo recuerde bien! Puede haber una
consagración intensa, un celo ferviente, una experiencia celestial y, sin embargo, si no se
previene con tratos muy especiales del Señor, puede haber una exaltación del ego con
todo ello. Aprendamos la lección: la máxima santidad es la humildad más profunda.
Recordemos que no viene por sí misma, sino que se trata de un trato especial por parte
de nuestro fiel Señor y Su fiel siervo.
Echemos un vistazo a nuestras vidas a la luz de esta experiencia y veamos si con
alegría nos gloriamos en la debilidad, si nos complacemos, como hizo Pablo, en las
debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias. Sí,
preguntémonos si hemos aprendido a considerar una reprensión, justa o injusta, un
reproche de un amigo o de un enemigo, un daño, una prueba o una dificultad que otros
nos puedan ocasionar como una oportunidad de ver cómo Jesús lo es todo para
nosotros, cómo nuestro propio placer y honra no son nada, y cómo la humillación es en
verdad en lo que nos complacemos. Es en verdad una bendición, la felicidad profunda del
cielo, estar tan libre del ego que cualquier cosa que nos digan o nos hagan se pierda y se
trague en el pensamiento de que Jesús lo es todo.
Confiemos en Aquél que se hizo cargo de Pablo que también lo hará con nosotros.
Pablo necesitaba una disciplina especial y con ella una instrucción especial para aprender,
lo que era más precioso que incluso las cosas indecibles que había escuchado en el cielo,
qué es gloriarse en la debilidad y en la humildad. Nosotros también lo necesitamos
muchísimo. Aquél que se preocupó por él también nos cuidará. La escuela en la que Jesús
enseñó a Pablo también es nuestra escuela. Él vela por nosotros con celo y amor, “no sea
que nos exaltemos a nosotros mismo”. Cuando lo hacemos, Él busca descubrirnos el mal
y librarnos. En la prueba, en la debilidad y en los problemas, Él busca humillarnos hasta
que aprendamos que Su gracia lo es todo, para que nos complazcamos en cada situación
que nos trae y mantiene humildes. Su fuerza se perfecciona en nuestra debilidad, Su
presencia llena y satisface nuestro vacío, ese es el secreto de la humildad que nunca
fallará. Podemos así decir, como Pablo, a la vista de lo que Dios obra en nosotros y por
medio de nosotros, que: “En nada he sido menos que aquellos grandes apóstoles,
aunque nada soy”. Sus humillaciones lo habían llevado a la humildad verdadera, con su

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maravilloso gozo y complacencia en todo lo que produce humildad.
“De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el
poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades”. El hombre
humilde ha aprendido el secreto de la felicidad duradera. Cuanto más débil se siente, más
humilde está y más grandes son sus humillaciones, tanto más el poder y la presencia de
Cristo son su porción, hasta que, cuando dice: “nada soy”, la palabra de su Señor le trae
incluso más gozo: “Bástate mi gracia”.
Me gustaría volver a resumir todo en las dos lecciones: el peligro del orgullo es mayor
y está más cercano a nosotros de lo que pensamos, y también la gracia de la humildad.
El peligro del orgullo es mayor y está más cercano de lo que pensamos, especialmente
en los momentos de nuestras experiencias más elevadas. El predicador de la verdad
espiritual con una congregación llena de admiración, el orador talentoso en una
plataforma de santidad que expone los secretos de la vida celestial, el cristiano que da
testimonio de una experiencia de bendición, el evangelista que sigue en triunfo e hizo de
una bendición el regocijo de multitudes… ningún hombre sabe el peligro oculto e
inconsciente al que están expuestos. Pablo estaba en peligro sin saberlo: lo que Jesús hizo
por él está escrito para advertirnos de nuestro peligro y para que sepamos cuál es
nuestra única seguridad. Si alguna vez se ha dicho de un maestro de santidad que está
muy lleno de egoísmo, o que no practica lo que predica, o que sus bendiciones no lo han
hecho humillarse más, no lo digamos nunca más. Jesús, en quien confiamos, puede
hacernos humildes.
Sí, la gracia para la humildad es mayor y está más cerca también de lo que pensamos.
La humildad de Jesús es nuestra salvación: Jesús mismo es nuestra humildad. Nuestra
humildad es Su cuidado y Su obra. Su gracia es suficiente para nosotros, para enfrentar la
tentación del orgullo también. Su fuerza se perfeccionará en nuestra debilidad.
Decidamos ser débiles, humildes, no ser nada. Que la humildad sea nuestro gozo y
felicidad. Gocémonos con alegría y complazcámonos en la debilidad, en todo lo que
puede humillarnos y mantenernos humildes; el poder de Cristo estará sobre nosotros.
Cristo se humilló a Sí mismo, por lo que Dios lo exaltó. Cristo nos humillará y nos
mantendrá humildes; consintámoslo con sinceridad, aceptemos con confianza y alegría
todo lo que nos humille; el poder de Cristo estará sobre nosotros. Entenderemos que la
humildad más profunda es el secreto de la felicidad más verdadera, de un gozo que nada
puede destruir.

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La humildad y la exaltación
“El que se humilla, será enaltecido” (Lucas 14:11; 18:13).

“Dios da gracia a los humildes. Humillaos delante del Señor, y él os


exaltará” (Santiago 4:10).

“Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando
fuere tiempo” (1 Pedro 5:6).

Ayer mismo me preguntaron: ¿Cómo voy a conquistar este orgullo? La respuesta fue
simple. Se necesitan dos cosas. Haz lo que Dios dice que es tu trabajo: humíllate. Confía
en Él para hacer lo que Él dice que es Su obra: Él te exaltará.
El mandamiento está claro: humíllate. Eso no quiere decir que sea tu trabajo
conquistar y sacar el orgullo de tu naturaleza, y formar dentro de ti la humildad del santo
Jesús. No, esta es la obra de Dios; la esencia misma de esa exaltación, donde Él os eleva a
la auténtica semejanza del Hijo amado. Lo que el mandamiento quiere decir es esto:
aprovecha cada oportunidad de humillarte ante Dios y los hombres. En la fe de la gracia
que ya está trabajando en ti, en la seguridad de más gracia para lograr la victoria que
viene, hasta la luz que la conciencia irradia cada vez sobre el orgullo del corazón y su
funcionamiento, a pesar de todo lo que pueda haber fracasado, aguanta con persistencia
bajo el mandato inmutable: humíllate. Acepta con gratitud todo lo que Dios permite
desde dentro o fuera, ya venga de un amigo o de un enemigo, en lo natural o en la gracia,
para recordarte tu necesidad de humillarte y de ayudarte a lograrlo. Considera que la
humildad es la virtud madre, tu primer deber ante Dios, la única protección perpetua del
alma, y pon tu corazón sobre ella, ya que es la fuente de toda bendición. La promesa es
divina y segura: quien se humille será exaltado. Asegúrate de hacer lo único que Dios
pide: humíllate. Él hará lo que ha prometido. Él dará más gracia; Él te exaltará a su debido
tiempo.
Todos los tratos de Dios con el hombre se caracterizan por dos etapas. Está el tiempo
de la preparación, cuando ordena y promete, con la experiencia mezclada de esfuerzo e
impotencia, de fracaso y éxito parcial, con la expectativa santa de algo mejor que
despierte, entrene y discipline a los hombres para alcanzar una etapa superior. Luego
llega el tiempo del cumplimiento, cuando la fe hereda la promesa y disfruta de lo que
tantas veces había luchado en vano. Esta ley es buena en cada parte de la vida cristiana y
en la búsqueda de cada virtud por separado. Y eso se debe a que está basado en la
naturaleza misma de las cosas. En todo lo que concierne a nuestra redención, Dios debe
tomar la iniciativa. Cuando eso se ha hecho, llega el turno del hombre. En el esfuerzo
después de la obediencia y el esfuerzo, debe aprender a conocer su impotencia, en la

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desesperación de sí mismo por morir al ego y adaptarse de manera voluntaria e
inteligente para recibir de Dios el final, la realización de aquello que había aceptado al
principio en ignorancia. Así, Dios, quien había sido el Principio, antes de que el hombre lo
conociera correctamente o que entendiera completamente cuál era Su propósito, es
anhelado y recibido como el Fin, como el Todo en Todo.
Es así, también, en la búsqueda de la humildad. A cada cristiano el mandamiento le
viene desde el trono de Dios mismo: humíllate. El intento sincero de escuchar y obedecer
será recompensado, sí, recompensado, con el doloroso descubrimiento de dos cosas. La
primera tiene que ver con la profundidad del orgullo, que es la falta de voluntad para
tenerse a uno mismo y ser tenido como nada, para someterse absolutamente a Dios, y
que nadie sabía que existía. La otra tiene que ver con la importancia absoluta que hay en
todos nuestros esfuerzos y en todas nuestras oraciones por la ayuda de Dios para destruir
al monstruo horrible. Bienaventurado el hombre que ahora aprende a poner su
esperanza en Dios y preservarla a pesar de todo el poder del orgullo dentro de él, en
actos de humillación ante Dios y los hombres. Conocemos la ley de la naturaleza humana:
los actos producen hábitos, los hábitos generan disposiciones, las disposiciones forman la
voluntad y la voluntad formada correctamente es el carácter. No es de otra manera en la
obra de la gracia. Como los actos, repetidos de manera persistente, engendran hábitos y
disposiciones, y estos fortalecen la voluntad. Aquél que trabaja tanto en la voluntad
como en el hacer viene con Su poder asombroso y Su Espíritu; y la humildad del corazón
orgulloso con el que el santo arrepentido se arroja tan a menudo delante de Dios es
recompensado con “más gracia” del corazón humilde, en el cual el Espíritu de Jesús ha
conquistado y ha traído la nueva naturaleza a su madurez, y Él, el manso y humilde, ahora
habita para siempre.
Humillaos delante del Señor, y Él os exaltará. ¿Y en qué consiste la exaltación? La
mayor gloria de la criatura es ser solo un recipiente para recibir, disfrutar y mostrar
progresivamente la gloria de Dios. Puede hacer esto solo porque está dispuesto a no ser
nada en sí mismo, de manera que Dios pueda serlo todo. El agua siempre llena primero
los lugares más bajos. Cuanto más bajo, cuanto más vacío esté el hombre ante Dios, más
rápido y más pleno será el influjo de la gloria divina. La exaltación que Dios promete no
es, no puede ser, ninguna cosa externa aparte de Él mismo: todo lo que tiene que dar o
puede dar es solo más de Sí mismo, para tomar Él una posesión más completa. La
exaltación no es, como un premio terrenal, algo arbitrario, sin ninguna conexión
necesaria con la conducta a ser recompensada. No, pero es en su propia naturaleza el
efecto y el resultado de la humildad de nosotros mismos. No es más que el don de tal
humildad divina y permanente, tal conformidad y posesión de la humildad del Cordero de
Dios, como nos conviene para recibir plenamente la morada de Dios.
Jesús mismo es la prueba de la verdad de estas palabras. Él es la garantía de la certeza

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de su cumplimiento para nosotros. Tomemos su yugo sobre nosotros y aprendamos de Él,
porque Él es manso y humilde de corazón. Si estamos dispuestos a inclinarnos ante Él,
como Él se ha rebajado ante nosotros, Él aún se rebajará ante cada uno de nosotros otra
vez, y no nos encontraremos en un yugo desigual con Él. Al entrar más profundamente en
la comunión de Su humillación, y humillarnos o soportar la humillación de los hombres,
podemos contar con que el Espíritu de Su exaltación, “el Espíritu de Dios y de gloria”,
descansará sobre nosotros. La presencia y el poder del Cristo glorificado vendrán a
aquellos que son de un espíritu humilde. Cuando Dios pueda nuevamente ocupar Su
lugar legítimo en nosotros, Él nos levantará. Haz de Su gloria tu cuidado al humillarte; Él
hará de tu gloria Su cuidado para perfeccionar tu humildad y para soplar dentro de ti,
como tu vida permanente, el mismo Espíritu de Su Hijo. Como la vida omnipresente de
Dios te posee, no habrá nada tan natural ni nada tan dulce como no ser nada, sin un
pensamiento o deseo de egoísmo, porque todo está ocupado con Aquél que lo llena
todo. “De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí
el poder de Cristo”.
Hermano, ¿no tenemos aquí la razón por la cual nuestra consagración y nuestra fe
han servido de tan poco en la búsqueda de la santidad? Fue por el ego y por su fuerza
que la labor se hizo bajo el nombre de la fe; fue por el ego y su felicidad que se llamó a
Dios; fue, de manera inconsciente, en el ego y en su santidad que el alma se regocijó.
Nunca supimos que el elemento más esencial de la vida de la santidad que buscábamos
era la humildad, absoluta, duradera, presente, semejante a Jesús y que marca toda
nuestra vida con Dios y con el hombre.
Solo en la posesión de Dios me pierdo a mí mismo. Como se ve en la altura, en la
amplitud y en la gloria de la luz del sol que la pequeñez de la mota juega en sus rayos, así
la humildad es tomar nuestro lugar en la presencia de Dios para no ser nada sino morar
en la luz del sol de Su amor.

“¡Qué grande es Dios! ¡Qué pequeño soy yo!


Perdido, tragado en la inmensidad del Amor.
Ahí solo Dios, no yo”.

Que Dios nos enseñe a creer que ser humilde, no ser nada en Su presencia, es el logro
más elevado y la bendición más completa de la vida cristiana. Él nos dice: “Yo habito en la
altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu”. ¡Que esa sea nuestra
porción!

“Más vacío, más humilde,


Más miserable, desapercibido y desconocido,
Y ser para Dios un recipiente más santo,
¡Lleno de Cristo y solo de Cristo!

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Notas
NOTA A. “Todo esto para dar a conocer a través de la región de la eternidad que el orgullo
puede degradar a los ángeles más elevados en demonios, y la humildad puede elevar la
carne caída y la sangre a los tronos de los ángeles. Por lo tanto, este es el gran fin de Dios,
levantar una creación nueva fuera de un reino caído de ángeles; para este fin se
encuentra en su estado de guerra entre el fuego y el orgullo de los ángeles caídos, y la
humildad del Cordero de Dios, de modo que la última trompeta suene la gran verdad a
través de las profundidades de la eternidad, de manera que el mal no pueda empezar si
no es desde el orgullo, y sin fin si no es desde la humildad. La verdad es esta: el orgullo
debe morir en ti o nada del cielo puede vivir en ti. Bajo la bandera de la verdad, entrégate
al espíritu manso y humilde del santo Jesús. La humildad debe sembrar la semilla o no
puede haber cosecha en el cielo. No mires al orgullo solo como un temperamento
indecoroso, ni a la humildad solo como una virtud decente: porque una es la muerte y la
otra es la vida; una es todo el infierno, la otra es todo el cielo. Por mucho que tengas de
orgullo dentro de ti, tienes al ángel caído vivo en ti; tanto como tienes de humildad
verdadera, así tienes del Cordero de Dios en ti. Si pudieras ver lo que cada arrebato de
orgullo le hace a tu alma, rogarías a todo lo que encuentres para que te arranque la
víbora, aunque eso implique perder una mano o un ojo. Si pudieras ver cuán dulce, divino
y transformador es el poder que hay en la humildad, cómo expulsa el veneno de tu
naturaleza y deja espacio para que el Espíritu de Dios viva en ti, entonces desearías ser el
reposapiés de todo el mundo antes que desear el grado más pequeño de esto”. Spirit of
Prayer, Pt II. p. 73, Edición de Moreton, Canterbury, 1893.

NOTA B. “Necesitamos saber dos cosas: 1. Que nuestra salvación consiste completamente
en ser salvados de nosotros mismos, o de lo que somos por naturaleza; 2. Que en toda la
naturaleza de las cosas, nada podría ser esta salvación o nuestro salvador si no es por la
humildad de Dios que va más allá de toda expresión. De ahí el primer término inalterable
del Salvador para el hombre caído: salvo que un hombre se niegue a sí mismo, no puede
ser Mi discípulo. El ego es todo el mal de la naturaleza caída: la abnegación es nuestra
capacidad para ser salvados; la humildad es lo que nos salva… El ego es la raíz, las ramas
y el árbol de todo el mal de nuestro estado caído. Todos los males de los ángeles caídos y
de los hombres nacen del orgullo del ego. Por otro lado, todas las virtudes de la vida
celestial son las virtudes de la humildad. Solo la humildad es lo que hace que el abismo
sea indestructible entre el cielo y el infierno. ¿Qué es entonces, o en qué se basa, la gran
lucha por la vida eterna? Todo se basa en la lucha entre el orgullo y la humildad: el
orgullo y la humildad son los dos poderes maestros, los dos reinos en lucha por la
posesión eterna del hombre. Nunca hubo ni existirá una humildad que sea como la

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humildad de Cristo. El orgullo y el ego tienen el todo del hombre, hasta que el hombre
tenga todo de Cristo. Por lo tanto, solo lucha la buena batalla cuya lucha es que la
naturaleza auto idólatra que tiene de Adán sea matada por la humildad sobrenatural de
Cristo que ha cobrado vida en él”. W. LAW, Address to the Clergy, p. 52.

NOTA C. “Morir a uno mismo, o salir de debajo de su poder, no se puede hacer por
ninguna resistencia activa que podamos hacer por medio de los poderes de la naturaleza.
La única forma verdadera de morir al ego es el camino de la paciencia, la mansedumbre y
la resignación ante Dios. Esta es la verdad y la perfección de morir a uno mismo… Porque
si te pregunto lo que quiere decir el Cordero de Dios, ¿no me dirías que es la perfección
de la paciencia, la mansedumbre, la humildad y la resignación ante Dios? Por lo tanto, el
deseo y la fe de estas virtudes es una necesidad de Cristo, es entregarte a Él y a la
perfección de la fe en Él. Entonces, debido a que esta inclinación de tu corazón a hundirte
en paciencia, mansedumbre, humildad y resignación ante Dios, implica en verdad
abandonar todo lo que eres y todo lo que tienes del Adán caído, es dejar de manera
perfecta todo lo que tienes para seguir a Cristo; es tu mayor acto de fe en Él. Cristo no
está en ninguna otra parte sino en estas virtudes; cuando están ahí, Él está en Su propio
reino. Deja que este sea el Cristo al que sigues.
El Espíritu de amor divino no puede nacer en ninguna criatura caída, hasta que quiera
y decida estar muerto a todo el ego, en una resignación paciente y humilde al poder y la
misericordia de Dios.
Busco toda mi salvación a través de los méritos y la mediación del Cordero de Dios
manso, humilde, paciente y sufriente, quien por Sí solo tiene poder para dar luz al bendito
nacimiento de estas virtudes celestiales en mi alma. No hay posibilidad de salvación si no
es en y por el nacimiento en nuestras almas del Cordero de Dios manso, humilde, paciente
y resignado. Cuando el Cordero de Dios ha dado a luz un verdadero nacimiento de Su
propia mansedumbre, humildad y resignación completa ante Dios en nuestras almas,
entonces es el nacimiento del Espíritu de amor en nuestras almas, el cual, cada vez que lo
logramos, se deleitará con nuestras almas con tanta paz y alegría en Dios que borrarán
todo recuerdo de lo que antes llamábamos paz y gozo.
Esta manera para Dios es infalible. Esta infalibilidad se basa en el doble carácter de
nuestro Salvador: 1. Él es el Cordero de Dios, un principio de toda mansedumbre y
humildad en el alma; 2. Él es la Luz del cielo, bendice la naturaleza eterna y la convierte
en un reino del cielo (cuando estamos dispuestos a descansar en resignación mansa y
humilde ante Dios, entonces Él, como la Luz de Dios y del cielo, con gozo irrumpe en
nosotros, transforma nuestra oscuridad en luz y empieza en nosotros ese reino de Dios y
de amor que nunca tendrá fin”.—Véase Wholly for God, pp. 84–102. [Todo el pasaje
merece un estudio detallado, mostrando de manera muy notable cómo el hundimiento
continuo en humildad delante de Dios es, desde el lado del hombre, la única forma de

Murray, A. (2018). Humildad: La belleza de la santidad. (N. Cox, Trad.). Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico.
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morir a uno mismo].1

NOTA D. Un secreto de secretos: Humildad, el alma de la verdadera oración. Hasta que se


renueve el espíritu del corazón, hasta que se vacíe de todos los deseos terrenales y se
encuentre en un hambre y sed habitual de Dios, que es el verdadero espíritu de la
oración, hasta entonces, todas nuestras oraciones serán, más o menos, pero demasiado,
como oraciones dadas a los eruditos y en su mayoría las diremos solo porque no nos
atrevemos a descuidarlas. Pero no te desanimes, toma el siguiente consejo y puede que
luego vayas a la iglesia sin ningún peligro de hipocresía, aunque debería haber un himno
o una oración cuyo lenguaje sea más elevado que el de tu corazón. Haz esto: ve a la
iglesia como el publicano fue al templo, permanece por dentro en el espíritu de tu mente
en la forma que expresó exteriormente cuando miró hacia abajo y solo pudo decir: “Dios,
sé propicio a mí, pecador”. Permanece inmutable, al menos en tu deseo, con tu corazón
en este estado; esto santificará cada petición que salga de tu boca y cuando algo se lea,
se cante o se ore y esté más exaltado de lo que está tu corazón, si haces de esto una
ocasión para hundirte aún más en el espíritu del publicano, entonces serás ayudado y
altamente bendecido por aquellas oraciones y alabanzas que parecen pertenecer
únicamente a un corazón mejor que el tuyo.
Esto, amigo mío, es un secreto de secretos; te ayudará a cosechar donde no has
sembrado y a que haya en tu alma una fuente continua de gracia, porque todo lo que
interiormente se agita en ti, o lo que te sucede externamente, se convierte en un bien
real para ti, si es que esto encuentra o provoca en ti este humilde estado de ánimo. Nada
es en vano ni sin provecho para el alma humilde. Permanece siempre en un estado de
crecimiento divino; todo será entonces como un rocío del cielo. Guarda silencio, por lo
tanto, en esta forma de humildad; todo lo bueno está encerrado ahí, es agua del cielo
que convierte el fuego del alma caída en la mansedumbre de la vida divina y crea ese
aceite del cual el amor a Dios y a los hombres recibe su llama. Por consiguiente,
enciérrate siempre ahí; deja que sea como una prenda con la que siempre estás cubierto
y una faja con la que estás ceñido. No respires nada que no sea de este espíritu, ni veas
nada si no es con Sus ojos, ni escuches nada si no es con Sus oídos. Entones, tanto si estás
en la iglesia o fuera de ella, escuchando las alabanzas de Dios o recibiendo los males de
los hombres y del mundo, todo te será de edificación y todo te ayudará a avanzar en tu
crecimiento en la vida de Dios”. The Spirit of Prayer, Pt. II. p. 121.

1 El diálogo completo se ha publicado por separado con el título de Dying to Self: A Golden Dialogue
(La muerte del yo: un diálogo de oro) de William Law. Con notas de A. M. (Nisbet & Co., 1s.). Todos
los que estudien y practiquen la humildad encontrarán en este diálogo de oro lo que obstaculiza
nuestra humildad, cómo debemos liberarnos de ello y qué bendición de Espíritu de Amor llega a
quienes se humillan por parte de Cristo, el Cordero de Dios manso y humilde.

Murray, A. (2018). Humildad: La belleza de la santidad. (N. Cox, Trad.). Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico.
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Una oración por la humildad
Te daré un referente que probará todo a la luz de la verdad. Es el siguiente: aléjate del
mundo y de toda conversación, solo durante un mes. No escribas, ni leas, ni debatas nada
contigo mismo, deja todas las obras pasadas de tu corazón y de tu mente, y con toda la
fuerza de tu corazón permanece todo este mes, con tanta continuidad como puedas en la
siguiente forma de oración a Dios. Ofrécela con frecuencia de rodillas, pero ya sea que
estés sentado, caminando o de pie, anhélalo siempre en tu interior y ora con fervor esta
oración a Dios: “Que de Su gran bondad Él se te dará a conocer y quitará de tu corazón
toda clase, forma y grado de orgullo, ya sea que provenga de espíritus malos o de tu
propia naturaleza corrupta. Él despertará en ti la más intensa profundidad y verdad de
esa humildad que te puede capacitar en Su luz y Su Espíritu Santo”. Rechaza cada
pensamiento salvo el de esperar y orar en este asunto desde lo profundo de tu corazón,
con tal verdad y sinceridad como las personas que están en tormento y desean orar y ser
libradas… Si puedes y te entregas en verdad y sinceridad a este espíritu de oración, me
atreveré a decirte que, si tuvieras el doble de espíritus malignos dentro de ti de los que
tuvo María Magdalena, serían todos expulsados de ti y te verías obligado a llorar con
lágrimas de amor a los pies del santo Jesús. Ibídem. p. 124

Murray, A. (2018). Humildad: La belleza de la santidad. (N. Cox, Trad.). Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico.
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