A diferencia de la mayoría de las personas – que entienden idiomas pero no los
hablan –, a mí me sucede con el portugués que lo hablo, pero no lo entiendo. Es decir, aprendí la música pero me falta la letra. Y como saben que adoro a Brasil, aunque nos haya secuestrado a Amparito Grisales, mis amigos me aconsejaban que tomara unas clases para aprenderlo como Deus manda. Yo pensé que era una pendejada, pues español y portugués se parecen tanto que no precisaba tomar clases. Sin embargo, para salir de dudas, resolví preguntárselo a Norma Ramos, una buena amiga brasileña con la que me encontré cierto día en que ambos almorzábamos en una churrasquería rodizio. –Norma: dime la verdad. Siendo el portugués un dialecto derivado del español, ¿tú crees que necesito tomar clases de portugués? – le pregunté en el mejor portugués de que fui capaz. –Al fondo a la derecha – me contestó Norma, y siguió comiendo. Fue una experiencia terrible. Allí mismo decidí que no sólo iba a tomar clases de portugués, sino que Norma tendría que ser mi profesora. Ella – que es puro corazón y mechas rubias – aceptó con resignación misericordiosa. Y como yo le insistiera que me hablase en portugués todo el tiempo, me dijo que desde el lunes nos sentaríamos a estudiar dentro de su escritório. Me pareció bastante estrecho el lugar, pero llegué ese lunes decidido a todo. Yo creía que el portugués era el idioma más fácil del mundo. Pero la primera lección que saqué es que resulta peligrosísimo justamente porque uno cree que se trata tan solo de español deshuesado. Escritório no quiere decir escritorio, sino oficina; en cambio, oficina quiere decir taller; y talher significa cubiertos de mesa. No me atrevía a preguntar a Norma cómo se dice escritorio (nuestro tradicional escritorio de cajones y bade, en el caso de gerentes de medio pelo); pero ella, que es tan inteligente, lo adivinó en mis ojos aterrados. “Escritorio se dice escrivaninha”, observó Norma. “¿Escriba niña?”, comenté desconcertado: “Así le decimos a la secretaria”, Norma sonrió con benevolencia. Le pedí que decretáramos un rato de descanso. “Un rato en portugués es un ratón”, respondió inflexible. “Fíjate lo que me pasa por hablar como un loro”, traté de disculparme. “Un louro en portugués es un rubio”, dijo ella. “Y rubio seguramente se dirá ‘papagayo’, comenté yo tratando de hacer un chiste. Glacial, Norma aclaró: –Ruivo es pelirrojo; y papagaio es loro. –Perdóname, Norma, pero es que yo hablo mucha basura. –Vassoura, no. Lixo. Vassoura quiere decir escoba. –Y escoba, ¿significa…? –Escova significa cepillo. Era suficiente para el primer día. A la siguiente lección regresé dispuesto a cometer la menor cantidad posible de errores. Le rogué a Norma que me regalara un tinto, a fin de empezar con la cabeza despejada. Me lo trajo de café brasileño, a pesar de lo cual quise ser amable y dije que lo encontraba exquisito. –No veo por qué te desagrada – me comentó ella. – Al contrario: lo encuentro exquisito – insistí yo, sin saber que ya había cometido el primer error del día. “Exquisito quiere decir en portugués, desagradable, extraño”, suspiró Norma. Confundido, le eché la culpa a la olla. “La panela”, corrigió Norma. “No lo noté endulzado”, comenté yo. “La panela, en portugués, es la olla”, dijo Norma. “¿Y olla no quiere decir nada?”, pregunté yo, “Olha, quiere decir mira”, contestó ella. “Supongo que tendrán alguna palabra para panela”, me atreví a decir. “Panela se dice rapadura”, sentenció Norma. No quise preguntar cómo llamaban a la raspadura. Simplemente le dije que salía un segundo al baño y solo volví una semana más tarde. Norma estaba allí, en su escritório (¿en su panela?¿en su lixo?), esperándome con infinita paciencia. Siempre en portugués, le pedí perdón y le dije que me tenía tan abrumado el portugués, que ya no me acordaba ni de mi apellido. “De su sobrenome, dirá”, comentó ella: “apelido quiere decir apodo”. Intenté sonreír: “Trataré de no ser tan torpe”. Dijo Norma: “no exagere: torpe es infame; inábil sí es torpe”. Con este nuevo desliz se me subió la temperatura. Quise tomar un vaso de agua (“vaso es florero – corrigió ella -; copo es vaso y floco es copo”) y me justifiqué diciendo que el viaje hasta su escritorio había sido largo, porque venía de una finca. “Comprido, no largo; fazenda, no finca”, dijo Norma. “Largo quiere decir ancho, así como salsa significa perejil y molho significa salsa”. Me di por vencido. Acepté que el portugués era un idioma difícil y entonces sí se le iluminaron los ojos a Norma. La cuestión era de orgullo. De ahí en adelante no me regañó sino que me mostró todas las diferencias que existen entre palabras homófonas de los dos idiomas. Caro se dice costoso, porque custoso quiere decir difícil; morado se dice roxo, porque rojo se dice vermelho; escenario se dice palco, porque palco se dice camarote; cadeira no es cadera, sino asiento; bilhete no es billete sino nota; pero en cambio nota sí quiere decir billete; maluco es loco y caprichosa es limpia; distinto es distinguido y presunto es jamón. “Pero – remató Norma – sobre todo, nunca vas a decir buseta en el Brasil, porque vuseta en realidad es cuca y cuca quiere decir cabeza, de manera que esta última, aunque no la puedes decir en Cuba, sí puedes mencionarla en el Brasil”. Era demasiado. Pedí permiso para no volver nunca a clases de portugués, el idioma más difícil del mundo. Norma me preguntó por qué. –La verdad, Norminha, estoy “mamao” … –Mamao, no – corrigió Norma antes de que yo huyera para siempre: esgotado. Mamao quiere decir papaya. Pero no vas a decirlo nunca en Cuba.