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100% Algodón

David James Poissant


El cielo de los animales 2015

La noche es fría. Los edificios son altos. El cielo, salvo donde hay estrellas, es
negro. Negro como las piezas negras del juego de damas o los rescoldos de la
madera después del fuego.
También debería mencionar que hay un arma de gran calibre apuntándome a
la cara.
Y como hay un arma de gran calibre apuntándome a la cara las cosas se
aceleran como en los documentales sobre la naturaleza, cuando la semilla se abre,
brota, saca un tallo y crecen hojas en menos de diez segundos.
Las cosas se están acelerando de esa manera. Las estrellas giran
centrifugadas más allá de los edificios. La luna sube,baja, vuelve a subir. Y entonces
las cosas se lentifican muchísimo.
-Si no quieres que te vean muerto con esa remera - dice-, será mejor que te
la saques.
El tipo del arma no bromea. Yo no sé nada de armas de fuego, pero esta es
grande. Parece de esas que tienen un montón de balas, las que dejan tu cadáver
irreconocible cuando llegan los policías, lo cual está muy bien porque a mí no me va
a extrañar nadie, no queda nadie en este planeta que gira como un trompo que vaya
a desmayarse cuando el forense levante la sábana y descubra mi cara cosida a
balazos.
El arma me apunta porque el tipo me pidió la billetera y yo le dije que no.
-No -dije yo.
Y él dijo:
-¿Cómo te gustaría morir?
Yo dije:
-Bueno, no me gustaría morir con esta remera puesta. Lo cual no es exactamente
cierto. Si yo no hubiera querido que me mataran con esta remera puesta, no me la
habría puesto. Pero parecía adecuada para la ocasión. Es negra y tiene bordado el
emblema de la calavera cruzada por huesos en el bolsillo, el mismo que aparece
impreso en las botellas, de esas que tienen tapas a prueba de niños y viejos.
Tal vez la calavera y los huesos no hayan sido una elección inspirada, pero
qué mierda. Elige con qué remera quieres morir.
Al tipo del arma no le gustó el tono de mi voz.
-No me gusta tu tono -dijo. No captó mi pedantería, no se dio cuenta de que
era a propósito, así que volví a decirlo, eso de que no quería morir con esta remera
puesta, y entonces me dijo que me la sacara. Cosa que seguro te atraviesa como
una bala.
Me saqué la remera por la cabeza. Me arrodillé y la doble sobre la vereda, un
rectángulo perfecto como-de-tienda-de-ropa. Si uno trabaja cinco años en Gap
realmente aprende a doblar prendas.
-Se ve que nunca te asaltaron -dice el tipo del arma.
Podría decirle la verdad, que es la tercera vez esta semana, que durante
meses miré los noticieros locales para descubrir la intersección de Atlanta donde
fuera más probable que me atacaran. Que elegí esta calle en este barrio para andar
todas las noches. Que me pegaron, me insultaron y me robaron. Perdí dos
billeteras, un reloj, mi teléfono, pero ninguno tiró del gatillo porque resulta ser que lo
que quieren en realidad no es sangre: es dinero.
Decidí que la desobediencia era mi mejor opción.
Anoche canté, bailé un poco. My milk shake brings all the boys to the yard! La
canté a grito pelado, meneando las caderas, pero lo único que conseguí fue
espantar al ladrón. Ni siquiera esperó que le diera el dinero.
Pero este tipo. Este tipo da la sensación de que no le importaría vaciarte un
cargador en la frente si encontraras las palabras correctas para provocarlo.
-La billetera -dice-. Ahora.
Estoy de rodillas. La remera es lo único que hay entre sus pies y yo. Estamos
en la oscuridad donde me asaltó, pero la luz de la luna alcanza a iluminar la
calavera, que no es del mismo material que el resto de la remera, sino de algo más
firme, gomoso, como las calcomanías que se pegan con una plancha en el suéter
de un chico.
Señalo la remera.
"Cien por ciento algodón", digo en lenguaje de signos. El inglés es mi primera
lengua. La segunda es el lenguaje de señas.
El tipo mira a su alrededor. Se está poniendo nervioso.
Así fue como murió mi padre.
Mi padre nació sordo y me enseñó su lenguaje, aunque no era su lenguaje, al
menos no lo fue durante muchos años. En la historia de este país hubo un tiempo
en que el lenguaje de señas no estaba permitido y a los sordos les enseñaban a
hablar en lenguas, a emitir sonidos que no podían escuchar cuando salían de sus
labios, como si los Estados Unidos en pleno tuviera miedo de las manos, de que los
sordos pudieran hacer con un lenguaje propio.
Mi padre encontró la felicidad con una mujer sorda que le enseñó a hablar
con el cuerpo. Se quedó con él justo lo suficiente para darle un hijo. Él nunca se
volvió a casar. Murió el año pasado cuando un hombre le pidió la billetera. Papá
siguió caminando y el hombre le disparó.
-Tu padre no sabía leer los labios? -pregunta la gente, como si la respuesta a
esa pregunta determinara de quién es la culpa de que esté muerto.
Se levanta viento. A falta de remera, se me pone la piel de gallina. La vereda
me lastima las rodillas.
-Voy a hacer una cuenta regresiva desde cinco -dice el tipo-. Cinco.
En Gap yo leía las etiquetas para aprender de qué material estaba hecha la
prenda con sólo tocar una manga. Incluso podía reconocer las mezclas de algodón
y poliéster, errándole en menos de un diez por ciento a la proporción de la mezcla.
Mi remera, entre nosotros, se ve solitaria y me pregunto si mi padre habrá
caído así, si se dobló o se arrugó como una remera arrojada al suelo.
"Lavar en lavarropas con agua tibia, con colores similares", digo en lenguaje
de señas.
-Cuatro.
Yo no sé si mi padre malinterpretó a su asesino, si vio el arma, si siguió
caminando sabiendo lo que iba a ocurrir
"Ciclo suave", digo en lenguaje de señas.
-Vamos -dice el tipo. Su pulgar salta. Algo hace clic en el arma. Da un paso
hacia mí y casi pisa la remera. Tienes borceguíes negros con cordones.
Esto no va a durar mucho tiempo.
-Tres.
Ustedes quieren saber por qué quiero morir, ¿pero podría darles una
respuesta lo suficientemente buena para ustedes, que quieren vivir?
Poner en palabras algo así es como tratar de explicar lo que separa a la
gente, lo que nos impide comunicarnos - quiero decir, comunicarnos de verdad-
unos con otros.
Pasamos los días con las manos a los costados del cuerpo, y creo que es
eso lo que nos arresta, lo que mantiene a la gente a raya, y tal vez sea eso mismo lo
que hizo que mi madre se colgara del cuello con una soga anaranjada de las vigas
del ático.
Tal vez sea lo que me canta al oído que la siga.
Ella no tuvo miedo de hacerse a sí misma lo que yo le estoy pidiendo a otro
que me haga a mí.
"Secado en ciclo delicado", digo en lenguaje de señas.
Si caigo hacia adelante, mi cabeza caerá sobre la remera como si fuera una
almohada. Estoy listo.
-Dos.
Nosotros hablamos en sueños, y los sordos también. Algunas noches me
metía en el cuarto de mi padre y lo veía mover las manos sobre el pecho, hablando
en lenguaje de señas. Era el lenguaje de los sueños, incomprensible, pero era
hermoso. Sus manos subían y bajaban como pájaros al ritmo de su respiración.
-Uno.
Salvo que a veces, a veces irrumpía el sentido. Una transmisión. Mi padre,
que pasó su vida extrañando a mi madre, hacía ese signo: los dedos índices
llamando, después las manos agarrando el aire y llevándoselo al corazón.
Cierro los ojos y está ahí, el cañón del arma, hielo entre mis ojos.
Quiero gritar. Contengo el aliento.
Espero.
Espero.
Ustedes quieren saber lo que decía mi padre; yo se los voy a decir. Es lo que
grito cuando el tipo del arma renuncia, cuando vuelve a meter el arma en el bolsillo
de su chaqueta. Es lo que les grito a sus talones que rebotan contra la vereda.
Es mi voz hablándole al tipo del arma y son las manos de mi padre
hablándole a mi madre en la noche, llamando: vuelve. Vuelve. Vuelve.

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