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Exótico documental sobre las ciudades balnearias y los insensatos rituales que los turistas practican en
ellas.
Intérpretes:
Verónica Voz en
Llinás off
Mario Mactas Voz en
off
Liliana Mirta Cuomo
Alejandro Zucco
Equipo Técnico
Producción:
Manuela Willimburgh
Jefe de Producción:
Alejandro
Israel
Fotografía:
Lucio Bonelli
Montaje:
Agustín Rolandelli
Música:
Gabriel Chwojnik
Sonido:
Federico
Esquerro
Investigación:
Agustín Mendilaharzu
Argentina
Duración:
80 minutos
Color
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Los rubios (2003)
Los rubios es un recorrido por diversos estados de la memoria a partir de la ausencia de los padres de la protagonista. Fragmentos,
fantasías, relatos y fotos dan forma a una realidad que pertenece al pasado y se proyecta en el presente. Un equipo de filmación a la
deriva, una actriz y unos Playmobiles felices construyen el universo fracturado en que la protagonista descubre una y otra vez lo
imposible de la memoria.
Intérpretes:
Analía Couceyro
Equipo Técnico
Producción:
Albertina Carri
y
Barry Ellsworth
Producción ejecutiva:
Pablo Wisznia
Jefe de Producción:
Paola Pelzmajer
Asistente de Dirección:
Marcelo Zanelli y
Santiago Giralt
Fotografía:
Catalina Fernández
Cámara:
Carmen Torres y
Albertina
Carri
Montaje:
Alejandra
Almirón
Música:
Gonzalo Córdoba
Sonido:
Jésica Suárez
Temas Musicales:
Ryuchi Sakamoto y
Charly García
Títulos:
Nicolás Kasakoff
Tape to film:
Emiliano López
Argentina
Duración:
89 minutos
Blanco & Negro - Color
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Título alternativo:
Documental 1 (notas para una ficción sobre la ausencia)
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CINEISMO RECOMIENDA
LOS RUBIOS
Argentina, 2003
“Y me lancé al camino, hacia lo no sabido, limpio y sin carga. La memoria guardará lo que valga la pena. La memoria sabe
de mí más que yo; y ella no pierde lo que merece ser salvado”, escribe Eduardo Galeano en “Días y noches de amor y de
guerra”. Algo parecido se propone Albertina Carri en su película Los rubios. Desandar los senderos de la memoria, recorrer
los vericuetos en los que nos envuelve, detenerse en las grietas abiertas entre el pasado y el presente, aceptar lo que se
recuerda, tanto como lo que se olvida o se reinventa. La directora invita al espectador a reflexionar sobre la construcción de la
propia identidad –la suya, la de toda una sociedad– a partir de una ausencia: la de sus padres, desaparecidos y asesinados por
la última dictadura militar argentina.
Sin embargo, Los rubios no relata la vida ni la desaparición (cuando Albertina, la menor de tres hermanas, tenía tres años) del
matrimonio Carri. La película no apuesta a narrar El Pasado, lejano e intocable, sino que más bien decide interpelar ese
pasado, confrontarlo con y desde el presente, desde lo que implica para la joven Carri como persona, mujer, hija, directora de
cine. Tampoco se persigue, por lo tanto, un fin determinado (recopilar datos, recabar testimonios, averiguar cómo fueron los
hechos para llegar a la verdad, si bien hay algo de todo esto). Se trata de la búsqueda, de recorrer todos esos posibles caminos
del mundo de la memoria.
La realizadora encuentra en el cine mismo (su metier, su presente) la mejor manera de exponer sus inquietudes, de exponerse.
Al realizar una película sobre la realización de una película –que de eso también se trata Los rubios– se pone al descubierto el
artificio (los mecanismos de construcción) y se comienza a jugar en tres niveles: realidad, ficción y documental. Como los
espacios en blanco, los huecos de la memoria y los vacíos, la narración de Los rubios está fragmentada y aparentemente
desestructurada. Decir que se van intercalando los relatos de los hechos del pasado con algunas lecturas y fotos; los testigos
de esos años, amigos y vecinos, con los lugares que habitaron como la casa o el campo; la representación de sensaciones y
temores reales o imaginarios de la infancia con los integrantes del equipo de filmación, los ensayos y las tomas... es decir
poco.
Las capas de sentido también se van multiplicando gracias a la utilización de diferentes recursos estéticos y de puesta en
escena: el color y el blanco y negro, la utilización de televisores y voces en off, la animación de muñecos Playmobil, las
pelucas rubias con las que los miembros del equipo se “disfrazan“ de esos Carri que inventó la memoria.
Y hay otra vuelta de tuerca todavía. En la película que se está filmando Albertina Carri es interpretada por la actriz Analía
Couceyro. Ella no solamente hace de Albertina sino que además aparece enunciándolo: “Soy Analía Couceyro y en esta
película represento a...”. Esto distancia al espectador, evita su identificación directa con la realizadora (con su dolor) y
habilita, una vez más, la reflexión. Al desdoblarse, sin embargo, Carri es más protagonista que nadie y su compromiso con lo
que está contando es aun mayor, porque narra en primera persona por dos: cuando Couceyro es Carri y cuando Carri le dice
como hacer de sí misma.
El final condice con el tono de todo el film: lejos de la solemnidad; cerca de una mirada esperanzadora y de cara al futuro, sin
perder de vista que todos somos hijos de una generación masacrada; con más preguntas que respuestas pero con la certeza de
habernos acercado a la película –o la historia– que a Carri le hubiese gustado que le contasen.
La versión de “Influencia” cantada por Charly García es tan acertada y pregnante como la imagen final de esos cinco rubios
que caminan hacia el horizonte.
Yvonne Yolis
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Clarín.com » Edición Jueves 23.10.2003 » Espectáculos » La fábula de la
reconstrucción
CINE: CRITICA
La fábula de la reconstrucción
Diego Lerer
dlerer@clarin.com
En Los rubios, el rosebud parece estar planteado de entrada, no hace falta descubrirlo.
Los padres de Albertina Carri fueron detenidos y desaparecieron en 1977, en el marco
de la última y sangrienta dictadura militar. En la búsqueda por saber qué fue de ellos,
Carri y su equipo de filmación se encuentran con un discurso demasiado armado,
demasiado monolítico: lo que ofrecen los testimonios de amigos y conocidos es
compasión, reaseguro. Nada más lejano a lo que Albertina busca, que, finalmente, más
que rearmar la historia de sus padres es construir la propia.
Allí empieza la historia de Los rubios, un filme sobre cómo la identidad se construye
con lo que no está, con lo que falta, con el vacío. Esa ausencia, ese misterio, ese elusivo
rosebud (de hecho, se puede decir que Los rubios cita a Velvet Goldmine, que no es
otra cosa que una relectura en clave cultura rock de El Ciudadano), es el que
engrandece a esta película, el que la transforma en única. ¿Cómo se arma un
rompecabezas sin piezas?
No sólo disputa Los rubios la reconstrucción narrativa, épica, del pasado, sino que se la
toma de a golpes con el discurso cinematográfico que se ha construido en torno a él.
Utilizando por momentos el recurso de la ficción, Carri pone a la actriz Analía
Couceyro (A.C. por A.C.) a hacer de ella en ciertas escenas, mientras que se reserva el
lugar para aquellas otras en donde poner el cuerpo implica cuestiones morales de
imposible evasión.
Los rubios se enfrenta, así, a varios vacíos juntos. Además del desafío de rearmar la
identidad desde la ausencia, Carri debe encontrar un discurso fílmico que sostenga ese
cuestionamiento. Y lo encuentra, luego de varias circunvalaciones, en los testimonios de
los vecinos del barrio donde secuestraron a los Carri. Son ellos los que le dan la pista
por donde seguir, son ellos los que vieron (o crearon) a los rubios del título. Los rubios
son los otros (los Carri, los militantes, los que no están, los desaparecidos, los que
emigraron, los ausentes), y a partir de allí es que el filme se transforma en un viaje al
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encuentro de nuevos rubios, que no son otros que los que acompañan a Albertina en la
búsqueda.
Hay una escena clave en el filme, que sintetiza casi todo lo que hay en él. Una
compañera de cautiverio de la madre de Carri se niega a salir en cámara, pero le dibuja
un plano del lugar donde ambas estuvieron encerradas. Lo que le llega al espectador es
la versión rubia de esa escena: Cou ceyro (no Carri) dibuja en un papel lo que,
suponemos, esta mujer no quiso (o no pudo) mostrar en cámara. La memoria como
ficción, conformada por una serie de reflejos deformantes.
Los rubios
Género:Doc/Fic (ARG., 2003)
Duración: 94 MIN SAM 13
Dirección: A. CARRI
Intérpretes: A. COUCEYRO
Salas: CINEMARK, GAUMONT, VILLAGE RECOLETA.
MUY BUENA
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Los rubios
Argentina. 2003. Dirección y Guión Albertina Carri. Fotografía Catalina Fernández. Montaje Alejandra
Almirón, Catalina Fernández, Carmen Torres. Música Gonzalo Córdoba, Charly García, Ryuichi
Sakamoto. Con Albertina Carri, Analía Couceyro, Santiago Giralt, Jésica Suarez, Marcelo Zanelli.
Los rubios es una pelicula que le saca muchas cabezas a cualquier critica que se escriba o intente
escribir sobre ella. Es una pelicula única que inaugura nuevos espacios en el cine nacional y a la vez
cancela otros: aquellos que recorre para lograr un film que avasalla por su inteligencia, destruye por su
emoción y quema por la capacidad de su directora Albertina Carri para logara este hermoso objeto
documental no identificado.
Albertina es hija de Roberto Carri y Ana Caruso, ambos fueron secuestrados y desparecidos en 1977.
Albertina tenia solo tres años de edad cuando esto sucedió y, por ende, la imagen de sus padres es un
recuerdo borroso, casi impregnable a ninguna memoria, un completo espacio vacio sin forma de ser
ocupado.
Carri, debido a ese dolor en constante fuga, a una furia infinita, se permite ser cínica. Pero no de la
forma más zonza sino a través de una lucidez que apabulla y sin muletas de sensibleria para armarse
con sus paiones.
Carri con Los Rubios produce un film que no tiene precedentes en mi existencia, la del eterno cine
no sólo nacional sino universal. Su documental prodece como algo extremadamente noble y personal,
no se habla de los padres sino del hueco que lo padres dejaron en Carri, de como ese sentimiento de
desolación se convirtió en una sensación normal. Lo normal no reduce la importancia y Carri lo sabe, su
cámara y sus elecciones son perfectas. La desición de introducir el fragmento en el cual se lee el fax del
INCAA que sugiere que la película deberia ahondar más en la reconstruccion de sus padres. El viejo
modelo de reconstruir a partir de entrevistas, tan explotado no sólo aquí sino en infinitas versiones.
Agustina sabe tomar distancia y entonces será representada en el film por una actirz, sabe pero
también nota que el dolor sera siempre de ella. Aquellos momentos en que el eterno ¨por algo se los
habran llevado¨ estalla con un descaro de ese que sobre en la calle frente a su camara, Carri no podra
con él y su tritseza e indignacion creemos es la nuestra, pero no, siempre es ella.
Los rubios será el equipo de filmación, ese lugar en le mundo que Carri hara sin darse cuenta su
familia. Un lugar de grandezas sin exigir, un mundo diferente, eso son Los rubios.
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M (2007)
Dirección: Nicolás Prividera
Guión: Nicolás Prividera
Cerca de cumplir los 36 años, la misma edad que tenía su madre cuando fue secuestrada
por la última dictadura militar, Nicolás Prividera inicia una investigación para descubrir
lo sucedido con su madre, Marta Sierra. Al no encontrar mayores datos sobre su destino
ulterior, empieza a indagar en su pasado militante para develar el porque de su
desaparición.
Equipo Técnico
Producción:
Nicolás Prividera
Pablo Ratto
Producción ejecutiva:
Vanessa Ragone
Pablo Ratto
Cámara:
Carla Stella
Josefina Semilla
Nicolás Prividera
Montaje:
Malu Herdt
Sonido:
Demian Lorenzatti
Asistente de producción:
Nahuel Machesich
Carolina Urbieta
Argentina
Duración:
140 minutos
Blanco & Negro – Color Documental
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30/8/2007 CINE : CRITICA - LOS ESTRENOS DE LA SEMANA
El sonido y la furia
Miguel Frías
mfrias@clarin.com
Hasta los tramos más siniestros de la Historia pueden ser vistos "sin riesgo" en cine,
siempre que se simplifique y banalice el mal: entre la conmoción y el replanteo —
individual y colectivo— hay un largo camino. Sin atenuar la culpa de los ejecutores del
genocidio, Prividera no se conforma con reduccionismos ni explicaciones monolíticas.
Desestructura a sus entrevistados —gente que conoció a su madre— con preguntas de
agudeza psicoanalítica, remarcando las grietas discursivas, mientras la cámara lo
complementa captando gestos tan leves como significativos. Lo sutil sustituye a lo
retórico: lo terrible, Prividera lo sabe, no necesita un énfasis suplementario.
Igual, el director pone su cuerpo (en un rol casi de detective) y su punto de vista en el
filme: sin buscar la mera empatía con él, Prividera involucra en sus cuestionamientos al
espectador y por momentos declama su bronca a través de diálogos con su hermano. En
estas secuencias íntimas, inflamadas, lo vemos en otro rol: ya no de "investigador" ni
"psicoanalista" sino de hombre dolido que lanza argumentos provocativos y, a la vez,
busca un exorcismo cinematográfico, al estilo de Jonathan Caouette en Tarnation.
Aunque en M predomina el relato coral con eje social.
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En las buenas ficciones (por caso Black Book, de Paul Verhoeven), los personajes son,
antes que buenos o malos, complejos; y la realidad, inasible. En M, también. Al final,
uno siente que los hombres y mujeres evocados merecen mucho más que una placa o un
discurso recordatorio: merecen debates que los revelen en su dimensión humana,
incluso en facetas que preferimos ignorar. En cuanto a la reconstrucción de sus finales,
el Estado tiene mucha tarea pendiente. Prividera, solo, no consigue saber qué grado de
militancia tuvo su madre, ni su conciencia del peligro, ni dónde estuvo detenida: la otra,
persistente, subsanable desaparición de los desaparecidos.
M intenta lo opuesto: soltar y dejar que suene. Aunque ese sonido nos incomode, nos
inquiete, nos obligue a escuchar lo que no siempre queremos.-
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Un espejo para reflexionar
Jueves 30 de agosto de 2007
Calificación LA NACION:
Calificación lectores:
Nicolás Prividera, director y anfitrión, hijo de Marta Sierra, una maestra del
INTA desaparecida en 1976 Foto: 791Cine
Un film, del género que fuere, puede ser valioso por diferentes motivos. Algunas veces
por el peso de su lenguaje, la cuestión formal e incluso por su capacidad de proponer
nuevas alternativas en cuanto a narración; otras por su contenido, su capacidad de
sorprender o de reflexionar, llegado el caso, a propósito de temas que superan, incluso,
lo expuesto. Cuando estos dos aspectos se unen en una misma obra, el juicio es sólo una
consecuencia directa de las emociones que nos deja, una vez que termina la proyección.
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La madre de Prividera -Marta Sierra-, maestra en la escuelita del INTA e integrante del
grupo Montoneros, fue secuestrada y desaparecida poco después del golpe militar de
1976. A los 36 años, el ahora cineasta se convierte en un detective que busca, con
desesperación, saber qué fue lo que realmente ocurrió con ella cuando él tenía seis años,
hasta dónde llegó su militancia y cuál fue su destino final. Uno de esos caminos fue
llevar a juicio a Jorge Zorreguieta, en 1976 puesto al frente de la Secretaría de
Agricultura y Ganadería -de quien depende el INTA-, quien a raíz de este suceso, en
2002 no pudo ser testigo presencial del casamiento de su hija Máxima, a la hora de
convertirse en princesa de Holanda. Los Países Bajos acreditan una feroz autocrítica del
colaboracionismo civil durante la Segunda Guerra Mundial: la mancha en la historia de
Zorreguieta como alto funcionario del Proceso, generó polémica y reacciones. Sin
embargo, para Prividera, en M aquel suceso es una excusa. Prefiere sacar conclusiones a
partir de los dichos y recuerdos de parientes y compañeros -de trabajo y militancia- de
su madre. Su tarea es poner a la sociedad de cara frente a un espejo bien pulido tanto a
los que se resisten a reconocer la derrota, como a los que sí lo hacen, y, sin renunciar a
sus posturas, además de repasar sus utopías, asumen debilidades, contradicciones y,
finalmente, las traiciones que se dieron en las organizaciones en la clandestinidad.
Prividera acompaña este largo paseo por la memoria con superochos familiares, en los
que se ve a su madre de luna de miel en París poco después de mayo de 1968, con
amigos, con su hermano y él mismo, niños todavía. Quizá por eso cada episodio del
film comienza con títulos que recuerdan a los de las propuestas del por entonces
contestatario Jean-Luc Godard.
Claudio D. Minghetti
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Jueves, 30 de agosto de 2007
La M del título alude por supuesto a la inicial del nombre de su madre pero también a la de Montoneros, la agrupación en la que Marta habría sido una militante de
base, o al menos una simpatizante, que participó en charlas de discusión política y tareas de alfabetización en la comunidad de Castelar. Sobre esa indefinición
empieza a trabajar Prividera, quien al comienzo solamente parece saber el nombre –Jorge Zorriegueta, padre de la princesa Máxima– del primer secretario de
Agricultura (y por lo tanto responsable del INTA) del gobierno de Jorge Rafael Videla, lo que lo lleva a plantear la responsabilidad de la sociedad civil en el golpe
militar, siguiendo la idea de “la banalidad del mal” de Hannah Arendt. Pero a la manera de un detective privado, que se calza su impermeable y sale a la calle en
busca de pistas ocultas y personajes olvidados, Prividera no se conforma con ese único dato y comienza una pesquisa con la que intentará armar el puzzle
incompleto que para él siempre fue su madre. Como en un film policial, que sugiere la obsesión de su protagonista, Prividera desnuda frente a cámara una pizarra
en la que cuelgan postales de cine y recuerdos personales y los reemplaza por una foto de su madre, un centro a partir del cual irá agregando recortes periodísticos,
documentos y apuntes de su investigación.
A diferencia de esa “ficción de la memoria” que era Los rubios, de Albertina Carri (un film que también trabajaba sobre el recuerdo de los padres desaparecidos de
la directora), M no reniega de su carácter documental, pero aun así se permite introducir elementos narrativos o signos provenientes del campo de la ficción. De
hecho, esta construcción de sí mismo como personaje que hace Prividera no es solamente una manera de “poner el cuerpo” en el film sino también de afirmar la
subjetividad de su mirada, que va dando cuenta no sólo de sus progresos sino también de sus fracasos, decepciones y callejones sin salida. En este sentido, M se
permite señalar la burocratización de sindicatos y organismos de derechos humanos, que trabajan alrededor de la palabra “memoria”, pero en muchos casos
tienden –por acción del tiempo, por impotencia– a fosilizarla en un concepto abstracto, vacío de contenido.
En ese trabajo de campo de Prividera que documenta M, las entrevistas con familiares, amigos y ex compañeros de trabajo de su madre se convierten casi en
interrogatorios. Y los diálogos de montaje entre unos y otros pueden considerarse verdaderos careos, en los que los distintos personajes entran en contradicciones,
dudas y vaguedades acerca del grado de militancia de Marta y de quién la pudo haber “señalado” a sus secuestradores. Ante esas incertidumbres, Prividera elige
refugiarse en las muchas imágenes que conserva de su madre, viejas películas caseras en blanco y negro o color en las que asoma una mujer joven, bella, de rostro
sensible. Es significativo que Prividera se sume a esos viejos fotogramas, incorporando su figura a las proyecciones y, en una de ellas, ocultando con su sombra la
imagen de su padre. El padre es uno de los dos grandes ausentes de M, un testigo esencial a quien el director elige omitir de su investigación sin que la película
ofrezca ninguna explicación al respecto. El otro es Chufo, una referencia recurrente y fantasmal en todos los relatos, un líder militante que habría reclutado a
Marta, pero de quien apenas se conservan unas imágenes borrosas.
La fuerza de M está en la obstinación de su protagonista, que cuestiona a sus testigos, interroga a los monumentos de la historia (placas, monolitos, mausoleos) y
se atreve a poner en crisis las frases hechas y los discursos anquilosados. “¿Por qué? ¿Por qué?” Esa misma pregunta, repetida una y otra vez, de distintas maneras,
es el signo, el poder de la película. Su peligro es que la indignación que mueve a Prividera le haga perder foco, precisión en su relato. Y que su solipsismo, esa
omnipresencia de su figura (el director no duda en filmar unos aplausos a sus propias palabras), amenace con eclipsar la del objeto de su búsqueda.
8-M
Argentina, 2007.
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Lo que nos
hacen
Por Gustavo Noriega
“Podrían encontrarse fuera de lugar mis reservas tratándose de una obra tan poderosa.
Cuando el horror del hecho ha sido tan extremo y el dolor tan vivo, ¿es necesario
plantearse tantas preguntas y exigir juicios matizados? Claro que también se podría
alegar en sentido inverso: es precisamente en aquel que ha ido tan lejos en el
conocimiento del mal en quien se querría encontrar la mayor sabiduría. Lanzmann tiene
sin duda razón en odiar el mal como lo hace, y de guardar intacto su “resentimiento”.
[…] Pero su obra no es solamente una evocación del pasado, es también un acto
acabado en el presente, que se debe apreciar en sí mismo. Sin embargo, la enormidad
del mal pasado no justifica un mal presente, aunque este sea infinitamente menor.”
Cuando se exhibió M en los festivales de Mar del Plata y Buenos Aires hubo un pequeño
chisporroteo entre su director, Nicolás Prividera y Albertina Carri, la creadora de Los
rubios. En algunas entrevistas, Prividera dejaba constancia del papel que aquella película
había tenido en la génesis de M pero aclarando que a partir de cierto momento había
decidido desechar esa filiación buscando una forma propia. Y, luego de algunas críticas
a la relación de Los rubios con la Historia, agregaba una idea poco feliz sobre la distinta
condición militante de su madre –“perejil”—y de los padres de Carri –dirigentes
importantes y sociólogos reconocidos--. Albertina Carri calificó esta distinción de
“miserable” e ironizó: “Es como si fuéramos enfermos terminales compitiendo a ver
quién está peor”. Luego de ese encono fugaz la sangre, quizás lamentablemente, no llegó
al río y con buenos modales ambos se llamaron a silencio.
Si ambas películas tienen elementos tan similares, ¿cuáles serían las diferencias que las
pondrían en distintos lugares en algún tipo de confrontación? Dejando de lado la
mencionada discusión pública entre los directores, no es difícil comprobar que el punto
de vista que tanto una como otra toman como eje simboliza dos maneras de encarar la
evocación de los años de plomo y la representación de sus consecuencias.
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Simplificando brutalmente vamos a decir que Albertina Carri pretende elevar su voz y
que esta sea única, no en el sentido en que no haya otras experiencias como la suya sino
que la misma no se pierda en un coro, que su dolor no pierda individualidad, reclamando
el derecho a dejar constancia de su historia particular. En el libro editado en el último
Bafici Los rubios, Cartografía de una película, Carri dice: “Porque considero que
siempre se me ha dejado de lado al hablar de las víctimas de una manera globalizada. El
discurso histórico, cuando la historia es tan reciente como en este caso, se convierte en
algo desarticulado y vano: pone en primer plano la anécdota, sin considerar que cada
manera personal de atravesarla es una excepción inalienable a la generalización.”.
Albertina reclama la singularidad de su voz y, consecuentemente, la legitimidad de
cuestionar todo, desde la criminal acción represiva hasta la lucidez política de la
generación de sus padres.
Por su parte, para Nicolás Prividera, su tragedia no es personal sino social, histórica. En
una de las primeras escenas de M, una periodista extranjera le pregunta si está enojado, y
Prividera le contesta: “Por supuesto que estoy enojado. Creo que todos debemos estar
enojados, ésta es la cuestión. No es un enojo personal por algo que me hicieron.” (el
énfasis lo pone Prividera en su entonación). En una entrevista publicada en Radar, el
director de M refuerza la idea: “Donde dije que estaba enojado y que todos tendríamos
que estar enojados, debería haber dicho indignados. Es que el enojo es individual; la
indignación es colectiva”.
En esa dicotomía –lo que “nos” hicieron reemplaza a lo que “me” hicieron— se centran
los problemas de M, su confusión ideológica y su debilidad relativa respecto de Los
rubios. Los militares secuestraron y asesinaron a su madre y luego hicieron desaparecer
su cadáver. Por más contexto social y político que uno considere, por más que uno
recuerde que, como consecuencia de un plan político, lo mismo le pasó a miles y miles
de otras personas como su madre, si semejante crimen no es algo que la Dictadura le
haya hecho a él en particular, si una persona no tiene derecho a enfurecerse
personalmente por tal crueldad, no sé porqué habría uno de enojarse en la vida. La
disolución del reclamo personal en uno únicamente general, social, colectivo, es un gesto
aparentemente político pero de difícil ejecución y de consecuencias dudosas. Veamos un
par de ejemplos en la película donde al director le resulta imposible mantener esa
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premisa.
En los primeros comentarios aparecidos sobre M, Prividera era, salvando las lógicas
distancias, comparado con Claude Lanzmann y su metódico e intransigente método de
interrogación desplegado en Shoah. Justamente, al ver estas dos escenas consecutivas, al
de la señora enferma que pide dejar sus recuerdos apartados y la imprecación de Nicolás,
uno recuerda el comentario que Tzvetan Todorov hiciera en su magnífico libro Frente al
límite sobre la película de Lanzmann: “La lección que Lanzmann transmite a sus
espectadores a través de estas escenas es, poco más o menos, la siguiente: usted no debe
tener en cuenta la voluntad del individuo si ella le impide alcanzar su objetivo. En
cualesquiera otras circunstancias, semejante procedimiento podría haber pasado
desapercibido al envolvernos en su eficacia; pero, tratándose de la representación de un
universo en el que uno de los rasgos sobresalientes era el rechazo de la voluntad
individual, uno acaba deseando que Lanzmann hubiera sido un poco más circunspecto en
la elección de sus medios.” Todorov se refiere específicamente a algunos testimonios
obtenidos por Lanzmann mediante cámaras ocultas; aunque Prividera no llega a esos
extremos, la idea se aplica perfectamente a M. De todas maneras, no queda claro que la
señora haya autorizado poner en la película esa conversación telefónica en la cual se
habla de su enfermedad. En este caso particular, uno acaba deseando que Nicolás
hubiera sido un poco más circunspecto.
Pero a esto hay que sumarle otro problema. Hay en M una ausencia notable, la del padre
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de Nicolás. Prácticamente no se habla de él, no hay testimonios ni fotos ni su presencia
actual. Ignoramos si militaba junto a su mujer o no, de qué trabajaba, qué papel jugó
luego de la desaparición de ella, etc. Su invisibilidad es absoluta. Cuando Jorge García le
preguntó a Nicolás en el número 179 de El Amante por su padre, contestó: “El no quiso
participar, como muchas otras personas y yo respeté su decisión. Por otra parte, es claro
que esa ausencia tiene su peso en la película. Creo que es una más de las varias
‘ausencias’ que hay en el film.”. Lo último no es totalmente cierto ya que la ausencia del
padre no es una construcción de la película sino un escamoteo sistemático. No es un
personaje en off al que se alude sin mostrar sino que, a los efectos de la película, Nicolás
podría no haber tenido padre en aquellos años. Y lo primero, el respeto por la voluntad
de no estar en la película, se da de bruces con la filípica que Nicolás le propina (vía su
hermano) a esa pobre señora enferma que no quería participar. Al igual que Todorov me
parece muy bien respetar la voluntad de las personas: entonces, hubiera sido bueno que
la tolerancia hacia su padre se extendiera hacia todos los que no quisieron hablar del
tema.
Y no es difícil pensar que todo eso deriva de una consigna política autoimpuesta, aquella
que señalaba la necesidad de articular explícitamente la historia de su madre con la
historia general de aquellos años, como si una cosa no derivara naturalmente la otra,
como si al contar lo que pasó con una persona que fue secuestrada por los militares en
1976 no se diera una información enormemente relevante sobre la historia del país. En la
entrevista realizada por Jorge García, Prividera decía “Hay que salir de lo personal para
tratar de entender la historia”, una frase que solo puede ser falsa o banal. Es falsa tomada
literalmente ya que siempre hay que partir de lo que le pasó a cada uno. Y si se toma
como la necesidad de no quedarse en lo anecdótico y tratar de enmarcar lo personal en la
historia general del país es tan cierta como banal.
Y en el fondo, más que banal o trivial, hay algo autoritario en la idea, algo del orden del
deber ser que fuerza la película y que ha forzado algunas lecturas negativas de Los
rubios. Según esta mirada, el dolor de una persona a quien de chiquita le arrebataron a
sus padres demasiado temprano, tiene que articularse con la historia, tiene que escuchar
a los compañeros de sus padres, tiene que estar imbricado en una lectura política
determinada, etc. No es algo que a la directora de Los rubios “le” pasó, sino algo que
“nos” pasó. ¿Con qué derecho alguien le puede reclamar semejante cosa a Albertina
Carri?
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La cuestión de la primera persona en el documental latinoamericano contemporáneo. La
representación de lo autobiográfico y sus dispositivos
Dentro del campo de los estudios sobre cine de no-ficción, es seguramente Bill Nichols quien ha
diseñado –a través de un análisis sistemático– la tipología más difundida. La misma, según sus
propias palabras, intenta generar “formas básicas de organizar los textos en relación a ciertos
rasgos o convenciones recurrentes” (1997: 32). A lo largo de diversos estudios Nichols postula la
existencia de seis modos de representación en el cine documental: expositivo, de observación,
interactivo o participativo, reflexivo, performativo y poético1. Según el autor, estos modos no
tienen un carácter evolutivo2 en la historia del cine de no-ficción, sino que coexisten en el tiempo
y, a su vez, también pueden hacerlo en el interior de una misma película. Las inscripciones del yo
en el discurso documental comprenden (aunque no exclusivamente) la esfera de dos de los modos
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definidos por Nichols: el participativo y el performativo3.
En el modo participativo la intervención del director se observa en forma de “mentor,
participante, acusador o provocador en relación con los actores sociales” representados (Idem:
32). Podríamos decir que el realizador actúa como “agente catalizador” (expresión original de
Erik Barnouw) dentro de la narración, ya que su intervención explícita moviliza procesos de
transformación en los sujetos y agentes sociales abordados, pero no necesariamente reconoce que
la interactividad puede repercutir de manera directa en su experiencia subjetiva y en sus
afecciones4.
En el modo performativo, en cambio, hay un trastorno observable de la experiencia del director –
de su cuerpo, de sus disposiciones psicológicas y de sus actitudes–, que desvía nuestra atención
de la cualidad referencial del documental. Este desvío tendría como propósito “subrayar los
aspectos subjetivos de un discurso clásicamente objetivo” y dar un mayor énfasis a “las
dimensiones afectivas de la experiencia para el cineasta” (Weinrichter, 2004: 49). En este sentido,
es esencial la diferencia de grado respecto a lo que este modo documental afirma en sus
enunciados. Siguiendo al teórico español Antonio Weinrichter, “el documental performativo se
desvía de la vieja problemática de la objetividad/veracidad que tanto ha acompañado al género, y
al mismo tiempo pone en primer término el hecho de la comunicación” (Idem: 50). Los
enunciados performativos no serían verificables, a diferencia de los enunciados descriptivos;
“aplicando la analogía al discurso del documental: decir ‘el mundo es así’ puede ser cierto o no;
pero decir ‘yo digo que el mundo es así’ escapa a este tipo de verificación” (Idem: 51).
Asimismo, en contraste con el modo reflexivo –eminentemente moderno en su construcción–, la
inscripción de la subjetividad del documentalista se impone sobre la mostración de los procesos y
mecanismos mediante los cuales se construye el film. El director literalmente “actúa”, siendo una
primera persona que se materializa en la escena, ya sea interviniendo con su propio cuerpo o a
través de un narrador omnipresente. Este procedimiento puede rastrearse en los trabajos de
documentalistas contemporáneos de diversas latitudes y estilos como Chantal Ackerman, Agnès
Varda, Ross McElwee, Lourdes Portillo, Alan Berliner y Michael Moore, entre tantos otros.
Con el fin de desentrañar y organizar el cada vez más extenso corpus de films documentales que
incorporan, de una u otra forma, la primera persona a sus relatos, he distinguido en un trabajo
previo tres formas en que la subjetividad del autor se materializa en la imagen y el sonido,
teniendo en cuenta las relaciones de proximidad existentes entre el objeto de la enunciación o
tema y el sujeto que se adjudica explícitamente dicha enunciación5. En primer lugar, se
encuentran los documentales propiamente autobiográficos en los que se establece una relación de
cercanía extrema entre el objeto y el sujeto de la enunciación6. En segundo lugar, se hallan los
relatos que denomino de experiencia y alteridad. En éstos se produce una retroalimentación entre
la experiencia personal del realizador y el objeto de la enunciación, observándose una
contaminación entre ambas instancias, resultando la experiencia y percepción del sujeto
enunciador profundamente conmovida y el objeto del relato resignificado al ser atravesado por
una mirada fuertemente subjetivizada7. En tercer lugar, se encuentran los relatos epidérmicos. En
éstos la primera persona es sólo una presencia desencarnada o débilmente vinculada a la historia
que se narra. Se dificulta distinguir en ellos si el objeto de la enunciación es una mera excusa para
la mostración de la figura del realizador (un excedente del relato) o si la primera persona es
realmente esencial para contar una historia determinada y no otra8. Resumiendo y simplificando
la clasificación, podrían distinguirse tres instancias de enunciación: un sujeto que habla sobre sí
mismo, un sujeto que habla con el otro y un sujeto que habla sobre el otro.
19
Bases históricas y teóricas del proceso de subjetivación del cine documental
Existe una serie de factores estéticos, discursivos, sociales y tecnológicos que habilitan y explican
las transformaciones decisivas que desembocan en la creciente subjetivación de las prácticas
documentales de las últimas décadas observable en la esfera regional e internacional. Para dar
cuenta de dichos elementos retomaremos las propuestas de algunos estudiosos de la materia.
4) Parafraseando una idea de María Luisa Ortega, existiría una tendencia –asentada en el relevo
que la televisión hace del documental como práctica referencial durante la década de los sesenta–
a pensar el cine documental como práctica discursiva y ya no como práctica mimética, lo que lo
emparentaría con el trabajo de experimentación sobre la materia narrativa realizado por las
vanguardias. En este marco, películas como Berlin, Die Symphonie der Großstadt (Walter
Ruttmann, 1927) y À propos de Nice (Jean Vigo, 1930) serían algunos de los antecedentes de esta
20
tendencia no mimética experimental que se habría visto domesticada por un giro socio-político
del documental ocurrido hacia la década de los treinta, con el fin de “hacer sus mensajes más
directos y efectivos como instrumento de acción” (Ortega, Op. cit.: 188).
6) Por último y a manera de hipótesis, es posible pensar que la reiterada utilización de la primera
persona en el documental latinoamericano de la última década se basa en la imposibilidad del
documental clásico de dar acabada cuenta de verdades históricas sobre los hechos traumáticos de
la historia reciente. Resignificando la lectura del pasado a través de la propia subjetividad de los
realizadores, el documental subjetivo encuentra verdades parciales, tentativas y provisorias, pero
profundamente encarnadas y operativas para la construcción de una memoria cercana que transite
de lo individual a lo colectivo, invirtiendo de esta forma la parábola del cine político militante de
la década de los setenta.
La autobiografía tiene una nutrida historia como género literario y se han generado intensos
debates acerca del estatuto de su régimen narrativo. La autobiografía, como “estructura especular
en la que alguien, que dice llamarse ‘yo’, se toma por objeto del relato” (Sarlo, 2005: 38), será
severamente cuestionada por un crítico deconstruccionista como Paul de Man, quien la ubica en
el orden de la prosopopeya, un tropo por el que se otorga la palabra a un muerto o ausente9. Lo
complejo de esta voz es que se trata de un tropo que hace las veces de sujeto de lo que narra sin
poder garantizar identidad entre sujeto y tropo (Idem: 39). En este sentido, De Man concluye en
que no hay verdad, sino una máscara que dice decir su verdad. Aunque las apreciaciones de De
Man sean significativas respecto a la validez general de las enunciaciones autobiográficas en las
artes narrativas, debemos reconocer, siguiendo los planteos de Elizabeth Bruss, que:
21
Luego, merece destacarse que la autobiografía, en cuanto tal, presenta
una relación indexial con el mundo histórico, pues pretende recuperar la
experiencia de vida del autobiografiado, conexión muy similar a la que
presenta el registro documental respecto al mundo histórico o empírico,
debido a un fuerte predominio de la función referencial (Cuevas, 2005:
222).
En esta modalidad se ubican documentales como Un pasaporte húngaro
(Sandra Kogut, 2001), Rocha que voa (Eryk Rocha, 2002), Calle Santa Un pasaporte hungaro
Fe (Carmen Castillo, 2006), Los rubios (Albertina Carri, 2003),M (Sandra Kogut, 2001)
(Nicolás Prividera, 2006) yPapá Iván (María Inés Pérez Roqué, 2000),
entre otros.
El denominador común en los films citados es la presencia de un realizador que, frente a la
cámara, organiza sus materiales y dirige la investigación indagando sobre pasado y presente de
sus vínculos familiares y afectivos. Las estrategias discursivas en este tipo de relatos, lejos de ser
homogéneas, se caracterizan por la diversidad, observándose una ecuación paradójica: para narrar
historias personales, circunscriptas al ámbito del yo, los realizadores parecen necesitar de los más
complejos y variados dispositivos narrativos. La experimentación es entonces el correlato formal
necesario cuando la experiencia es la materia narrativa. Uno de los casos más extremos de esta
tendencia es Los rubios. Albertina Carri recurre a una serie de artificios, como la delegación de la
primera persona en una actriz, la narración de situaciones traumáticas a través del uso de
muñecos Playmobil y la manipulación consciente, explícita y crítica de los testimonios que
tradicionalmente estructuran los relatos del cine documental. Mediante los mencionados artificios
y otras estrategias propias del cine de ficción, Carri parece sostener que la única posibilidad de
representar y ejercitar la memoria es a través del distanciamiento y de diversas capas mediadoras
entre el sujeto y su experiencia.
22
lo largo de todo el relato. La persistencia y la estabilidad de estos dispositivos narrativos12 sólo se
verá vulnerada, como analizaremos más adelante, en instancias clave del desarrollo del
documental. Asimismo, es importante destacar, que la elección del dispositivo y las
características que éste adopta, están fuertemente vinculadas a la relación que los autores tienen
con el tópico abordado y a su grado de participación en el relato. A modo de hipótesis, podríamos
sostener que el compromiso ético y afectivo que significa poner en circulación pública un
fragmento de historia personal –desde una práctica documental subjetiva en la que la autoría
encuentra un correlato en la participación real del director en el interior de la narración– necesita
de un dispositivo férreo que sostenga formalmente este compromiso. Dicho dispositivo funciona
al mismo tiempo como una garantía de verdad que el autor brinda al espectador, pero también
como un soporte que regula los intercambios intelectuales y afectivos entre el documentalista y
los diversos componentes del mundo representado.
Un pasaporte húngaro (2001), de Sandra Kogut, es una suerte de diario íntimo de las travesías de
la directora entre Brasil, Hungría y Francia; crónica kafkiana de las frustrantes y absurdas
experiencias por las que debe pasar una ciudadana brasileña en busca de un pasaporte húngaro.
Este periplo la confronta también con cuestionamiento esenciales – compartidos por más de un
relato autobiográfico– sobre la herencia, la memoria, la identidad y la nacionalidad.
Tal como lo anticipábamos, la puesta a punto del dispositivo narrativo mantiene estrechas
vinculaciones con la estructura dramática de la historia que se documenta. Un pasaporte húngaro,
a diferencia de Rocha que voa y Calle Santa Fe, plantea una estructura narrativa lineal. La
intriga, casi a la manera de un film de detectives, se traza desde la siguiente pregunta: ¿podrá la
directora superar los obstáculos que le imponen la burocracia brasilera, la intransigencia de la
burocracia francesa y las incongruencias absurdas de la burocracia húngara, y obtener,
finalmente, su pasaporte húngaro?13 Podríamos sostener que la característica esencial del
dispositivo construido por Sandra Kogut es el ocultamiento. Ocultamiento doble, ya que su
cuerpo (con dos breves y justificadas excepciones) no aparece frente a la cámara, pero también
ocultamiento de la cámara como instancia enunciativa, ya que si bien su presencia es revelada en
algunas oportunidades por los entrevistados que la observan frontalmente, la cámara ocupa el
lugar del cuerpo elidido de la realizadora. Esta es una forma narrativa cercana a lo que la
narratología cinematográfica denomina ocularización interna. De esta manera, el lugar físico
vacante desde el cual la voz off de Kogut transmite sus preguntas, disquisiciones y dudas a los
entrevistados, puede ser fácilmente ocupado por los espectadores, provistos, gracias al dispositivo
narrativo, de una centralidad poco frecuente. Entonces, el drama identitario, personal, subjetivo e
intransferible de Sandra Kogut, es vivenciado y experimentado por el espectador, a partir del
lugar central que le otorga el dispositivo, pero también a través del funcionamiento de los
procesos de identificación primaria y secundaria propios del cine de ficción.
Ahora bien, el dispositivo, se complementa con la inserción de imágenes documentales de Brasil
y Hungría de los tiempos en que los abuelos de la directora iniciaron su camino de inmigración,
huyendo de la escalada nazi en Europa. Este contrapunto de imágenes, muy frecuente en el
documental tradicional, otorga un espacio de distensión y reflexión, interrumpiendo el fluir de la
narración creando una atmósfera sugestiva y melancólica. Finalmente, el dispositivo narrativo
sufre una fuerte modificación cuando la directora, un año después de comenzada la travesía,
consigue un pasaporte húngaro. Este quiebre del dispositivo muestra a Kogut por primera vez
frente a la cámara y desanuda la emotividad contenida en el instante preciso en que el film
encuentra su clímax.
23
Rocha que voa (2002), de Eryk Rocha, aborda una de las etapas más
desconocidas de la vida del cineasta brasileño Glauber Rocha: el exilio
en Cuba entre 1971 y 1972. Se trata de una época en la que los debates
acerca de la función del arte en los procesos revolucionarios del tercer
mundo estaban en auge. En este marco, Glauber Rocha se descubre como
un ferviente admirador de la revolución cubana, pero desde un discurso
crítico que intenta problematizar los dogmas nacientes en el desarrollo
del proceso revolucionario. El documental, dirigido por el hijo del gran
cineasta brasileño, es además una revisión histórica de las discusiones
Rocha que voa
planteadas en torno a la encrucijada artística y política sobre la que se
(Eryk Rocha, 2002)
construyó el Nuevo Cine Latinoamericano, movimiento cinematográfico
continental que tuvo su apogeo a comienzos de la década del setenta.
Sin duda, se trata del documental en el que menos resuena la voz de un yo y la constitución
concreta de una primera persona. El dispositivo narrativo dispuesto por el realizador oculta
sistemáticamente todas las huellas que puedan dar cuenta de su identidad y la relación de
parentesco que éste tiene con la figura de Glauber Rocha (relación filial que es difícil no intuir
desde los mismos créditos del film). Nuevamente, las características del dispositivo parecen
concordar con la perspectiva que Eryk Rocha desea brindarle al relato sobre su padre. A
contracorriente de lo que sucede en la gran mayoría de los documentales autobiográficos, el eje
de la representación se desplaza de la esfera privada, de la historia íntima, de la relaciones
familiares y de las dimensiones afectivas que se ponen en juego cuando un hijo ensaya un relato
para abordar todos aquellos acontecimientos que constituyen la memoria de su padre. En este
caso, las relaciones filiales parecen ser las establecidas por la figura de Glauber Rocha como uno
de los padres del Nuevo Cine Latinoamericano, y por Eryk Rocha, cineasta, que se reconoce
como hijo artístico de ese movimiento. Colocando las filiaciones cinematográficas por sobre las
filiaciones biológicas el director construye un dispositivo narrativo en el que las trasgresiones al
documental tradicional están sostenidas por una batería compleja de intervenciones estilísticas
sobre la enunciación. La ausencia de cuerpo y de voz, tiene como contrapartida la mostración del
autor en la materialidad del discurso. En consecuencia, el silencio biográfico amplifica el gran
relato de la inmensa figura de Glauber Rocha y el aporte revolucionario de su pensamiento para
la construcción –todavía inconclusa y en “trance”– de un auténtico cine latinoamericano. Así lo
señala el crítico brasilero José Carlos Avellar:
en lugar de convencionales cabezas parlantes, cada uno de los convocados son distorsionados, de-
formados. Alfredo Guevara habla a través de una pantalla de televisor, García Espinosa aparece
fuera de foco, mientras un abrupto primer plano registra la mitad inferior de su cara, luego un ojo;
de Birri, también, los anteojos y un ojo magnificado. Y es que Eryk los ve y nos los muestra de
una manera diferente. Es como si a través de esas distorsiones pusiera una distancia entre los
contemporáneos de su padre y el presente. El presente le pertenece, y en el presente otra es la
estética (2003).
El dispositivo narrativo está construido además por recurrentes inserts de planos que muestran el
cielo y el mar de Cuba. Estos elementos brindan lapsos de distensión a un relato que, por
momentos, parece sobrecargarse de información debido a la superposición de la palabra de los
entrevistados y de la voz del propio Glauber Rocha que ocupa incesantemente el espacio de la
reflexión intelectual. Únicamente en las últimas secuencias del film, cuando éste arriba a su
clímax, el rostro del realizador se hace presente en la imagen de forma casi fantasmal y sin
índices precisos que den cuenta de su identidad. En primer lugar, una sobreimpresión intermitente
transmuta los ojos de Fernando Birri con los de Eryk Rocha, mientras el primero presta un
testimonio que bordea el discurso místico. En segundo lugar, cuando el testimonio de Teresa, su
24
último amor cubano, toma la palabra, la imagen de un joven (¿quién otro que Eryk Rocha?) surge
fundida entre las olas de ese mar hermoso y lejano que acaricia las costas de la isla. De esta
manera, a partir de las fisuras del dispositivo narrativo previamente configurado, la dimensión
afectiva se impone sobre la intelectual en las instancias conclusivas del documental.
25
vozen off. Pero la presencia de esta voz inconfundible que se autodenomina a la vez como el
objeto y el sujeto de la enunciación, es acompañada por extensas secuencias en las que el cuerpo
de Carmen Castillo permanece frente a la cámara. Se genera entonces un desdoblamiento: el yo
de la vozen off se complementa con el yo de la presencia corporal en el cuadro, transformándose
este desdoblamiento en duplicación en los momentos de mayor emotividad del film, a partir de la
copresencia en el mismo segmento narrativo de los dos componentes de subjetividad que
constituyen el dispositivo. Así como sucedde en la película de Sandra Kogut, los elementos que
escenifican la primera persona en el documental, son alternados, a través del montaje, con
imágenes de archivo en las que se visualizan los eventos aludidos por la voz narrativa principal
de la reconstrucción histórica que atraviesa el film. Sin embargo, en el caso de Calle Santa Fe,
las imágenes de archivo tienen una doble procedencia. Por un lado, se encuentran las imágenes
que documentan la historia compartida, la historia pública de los acontecimientos. Este grupo de
imágenes produce el avance cronológico de la narración, y representa la puesta en común de una
memoria popular. Por otro lado, acentuando la relación dialéctica elaborada durante todo el film
entre lo público y lo privado, aparece un grupo de imágenes que reafirman la memoria individual
de la realizadora, su vida en el exilio parisino y su primer retorno a Chile. Se trata sin duda de un
dispositivo narrativo híbrido en el cual lo privado convive con lo público y genera múltiples
intercambios y resignificaciones. Esta es la apuesta estética y política sustancial del documental
de Carmen Castillo.
Por último, dos obras del documentalista chileno Patricio Guzmán, presentan un dispositivo
narrativo diverso respecto a los anteriormente analizados. Salvador Allende (2004) y Mon Jules
Verne (2005) comparten la inscripción del yo del realizador en el seno del relato pero el
desplazamiento del terreno eminentemente autobiográfico se transcribe en el despliegue de
estrategias discursivas heterogéneas y formalmente dispersas.
26
De forma análoga, durante los primeros minutos de su documental sobre Salvador Allende, la voz
en off de Guzmán señala cómo la figura del presidente chileno marcó su vida para siempre, en un
estilo casi confesional: “yo no sería lo que soy si él no hubiera encarnado la utopía en aquellos
tiempos”. Inmediatamente después, desde una cámara subjetiva, vemos sus brazos cascando las
antiguas capas de pintura que yacen sobre un muro. Ese ejercicio de remoción se descubre como
un figuración del doloroso trabajo de la memoria que significa el recorrido del film. La
experiencia sigue siendo el eje rector desde el cual se estructuran los testimonios que
recompondrán el itinerario político y personal de Salvador Allende, ya que la cámara de Guzmán
se posa sobre militantes y amigos que construyen su discurso desde la experiencia afectiva antes
que desde la evaluación intelectual. La voz en off del realizador retornará intermitente al relato
pero ya no como una voz subjetiva en primera persona sino como un relator que articula los
diversos testimonios sobre Allende.
El análisis de ambos documentales de Patricio Guzmán demuestra que los dispositivos narrativos
de la modalidad de experiencia y alteridad pareciesen estar conformados por una estructura más
libre en cuanto a la organización de sus elementos discursivos.
Los rubios y M poseen varias características en común. Se trata en ambos casos de ejercicios de
memoria e identidad, de reconstrucciones de un pasado familiar emprendido por sus directores,
hijos de militantes del peronismo revolucionario desaparecidos durante la última dictadura. No
deseo en este apartado extenderme sobre las maneras en que ambas películas trabajan los tópicos
de la memoria y el duelo, ya que excelentes ensayos se han escrito en los últimos años sobre el
tema a partir de la consabida polémica que se generó tras el estreno de Los rubios,iniciada por la
lúcida crítica de Martín Kohan en la revista Punto de vista (2004) y la posterior defensa de
Gonzalo Aguilar en su ensayo Otros mundos (2006). A estos artículos se suman los análisis sobre
las representaciones de la post-memoria realizados por Ana Amado en la revista Pensamiento de
los confines (2005).
La hipótesis que guía el presente análisis es que, si bien ambos
documentales comparten una fuerte inscripción de la subjetividad a partir
de la mostración del propio cuerpo de los autores frente a la cámara,
éstos sustentan visiones contrapuestas respecto a la posibilidad de
construir un discurso propio sobre la historia política y social argentina.
La imposibilidad, en el film de Albertina Carri, y la posibilidad, en el
film de Nicolás Prividera, se articulan a través de determinadas Los rubios
estrategias narrativas. (Albertina Carri, 2003)
Subjetividad y ética en el documental
Los rubios emplea diversos recursos del cine de ficción para cimentar su relato. Se destacan en
este sentido las animaciones con muñecos Playmobil y la incorporación de una actriz que, tal
como se explicita en la diégesis, interpreta el papel de Albertina Carri. Podríamos sostener
entonces que la autora realiza una delegación de la primera persona –teniendo esta decisión
diversas implicancias narrativas y semánticas–, pero esto no sería del todo preciso. La delegación
de Carri es parcial y está más cercana a un desdoblamiento que, como bien señalaba el artículo de
Kohan (2004), exacerba su subjetividad duplicando la presencia del yo en la imagen. A nivel
espacial, Analía Couceyro, la actriz que representa a la directora, ocupara generalmente una
posición de centralidad y frontalidad en el plano, mientras que la Carri real se mantiene en la
periferia del plano. Esta novedosa estrategia le permite a la realizadora participar de la acción
dramática sin abandonar la distancia y el lugar privilegiado tras la cámara que detenta usualmente
el director de cine. De cierta forma, el recurso del desdoblamiento es el principio constructivo del
27
film, ya que atraviesa toda la narración dotando a Carri de las herramientas para reflexionar,
actuar, enunciar y construir proposiciones significantes complejas frente a la mirada del
espectador. Ahora bien, esta estrategia narrativa se torna conflictiva cuando se encuentra con el
referente real. Este referente no es otro que una sociedad modelada desde hace décadas por el
miedo, la desinformación y los prejuicios ideológicos. Cuando es interpelada, lo que esta
sociedad tiene para decir moviliza en Albertina Carri la rabia, el dolor y el espanto, y ésta no
puede evitar devolver el golpe interviniendo directamente con su cuerpo y su voz en la
representación. Desde una perspectiva ética, resulta problemática la escenificación de la
indignación –a posteriori, frente a la cámara y en privado– por parte de la directora y el equipo de
producción tras el testimonio de los antiguos vecinos del barrio. Testimonio que, vale la pena
recordar, se obtuvo diciendo ser quienes realmente no eran, operación similar al desdoblamiento
de Carri en la actriz Analía Couceyro.
En el film de Nicolás Prividera, la inscripción corporal del director en el plano se registra en tres
niveles diferenciales. Los recorridos de Prividera por los espacios significativos de su historia
están compuestos por planos en los que su cuerpo se encuentra siempre fragmentado y de
espaldas, produciéndose un desplazamiento parcial que ubica al espectador en ese lugar vacante.
El espectador investiga junto al realizador sin olvidar que su cuerpo lo acompaña, adquiriendo
esta participación espectatorial un carácter consciente y crítico. En una segunda instancia, durante
las entrevistas, el cuerpo de Prividera comparte el plano equilibradamente con el testimoniante.
La implicancias de este permanecer en el plano las veremos en el análisis próximo sobre el
tratamiento de los testimonios. Por último, el cuerpo de Prividera se posiciona frontal y
centralmente en el plano sólo en los momentos claves del documental. En dichos pasajes, el alto
grado de exposición de la subjetividad se justifica como una interpelación directa al espectador,
un pedido de reflexión conjunta, en el que el director intenta que su historia personal trascienda el
ámbito de lo privado activando debates que atraviesan a todo el cuerpo social.
Albertina Carri aspira a romper con toda una tradición del cine documental que le otorga a los
testimonios un fuerte valor de verdad. En las prácticas documentales canónicas los testimonios
ocupan un espacio de centralidad. Esta actitud de desconfianza hacia los testimonios está en línea
con las propuestas teóricas de Beatriz Sarlo en su reciente ensayo Tiempo pasado (2005),en el
que la autora desarrolla un enfoque crítico respecto al contemporáneo recurso de considerar a la
experiencia personal como argumento de verdad para la construcción de los relatos históricos y
de una memoria colectiva. Albertina Carri no puede evitar registrar los testimonios de los
compañeros de militancia de sus padres, pero los ubica en la periferia del relato mediante su
auricularización en off, la intervención de su doble sobre los tapes de las entrevistas, y la
recursiva mostración y escamoteo de los testimonios mediatizados por la pantalla de un monitor.
Los testimonios parecen ser el fondo, el rezagado coro sobre el cual la palabra adquiere volumen.
La voz de Albertina Carri, puro presente enunciativo, necesita de todas esas voces denegadas y
arraigadas en el pasado para hacerse oír. La expresión de esta subjetividad implica, entonces, una
relegación de lo colectivo, pero nunca su completa desaparición de la esfera de la representación,
siendo ésta la estrategia de la directora para desarticular, según sus propios dichos, un discurso
generacional que no cesa de armarse políticamente.
Aunque Prividera también efectúa un corrimiento respecto de las formas tradicionales de utilizar
los testimonios en el cine documental, el desplazamiento es de orden inclusivo y no exclusivo
como en el caso de Carri. Los testimonios están situados en el centro del relato, pero se
encuentran intervenidos por la palabra y el cuerpo del director. Intervención intelectual
desplegada a través de su habilidad para posicionarse como entrevistador/psicoanalista, pero
también afectiva, ya que actualiza con su presencia física como hijo la ausencia del cuerpo de su
28
madre14. Como señala el propio Prividera, “cuando se investiga la ausencia de alguien, la
presencia del cuerpo de uno está en lugar de esa ausencia”15 convirtiéndose en una especie de
“médium”. Existe, por lo tanto, una doble operación que tiende a desnaturalizar los testimonios y
a dotarlos de una riqueza significante poco habitual. En primer lugar, se opera en el interior de la
entrevista, empleando los recursos de un periodista que no abandona su rol de protagonista de la
acción y maneja los tiempos de las preguntas, los tonos, los intersticios de la comunicación con el
entrevistado, pero también la mirada y la proxemia corporal. En segundo lugar, se opera en el
exterior de la entrevista mediante un montaje dialéctico de las diferentes voces, capturando
disonancias, contradicciones, disputas, olvidos y discordias.
Para finalizar, podemos sostener que, en el campo común del documental en primera persona en
su modalidad autobiográfica, se observan dos posiciones enfrentadas respecto a la interpretación
del pasado histórico y político de la Argentina. El tratamiento crítico pero inclusivo de los
testimonios en M, da cuenta de un interés por construir una memoria social colectiva en la cual
las voces de los protagonistas de la historia necesitan ser escuchadas y entendidas dentro de un
complejo entramado de discursos sociales. Se revela la intención de enunciar una verdad sobre el
cuerpo social que se desarrolla en paralelo a una memoria personal e intransferible abordada
desde el modo performativo del documental. En el caso de Los rubios, aunque Carri –como
sostiene Gonzalo Aguilar– encuentra en sus compañeros de rodaje un nuevo grupo de pertenencia
que al finalizar el film le permitirá realizar el aplazado duelo, la operación destinada a desplazar
las voces del pasado dificulta la posibilidad de que la película despegue del campo de lo privado
y subjetivo hacia una dimensión pública, colectiva y políticamente transformadora.
Conclusión
BIBLIOGRAFIA:
29
Aguilar, Gonzalo (2006), Otros mundos. Un ensayo sobre el nuevo cine argentino, Buenos Aires,
Santiago Arcos Editor.
Amado, Ana, “Escenas de post-memoria”, en Pensamiento de los confines, n.º 16, julio de 2005.
Avellar, José Carlos, “El mañana comenzó ayer. Rocha que voa”, en El ojo que piensa, n.º 1,
Guadalajara, agosto de 2003.
Comolli, Jean-Louis (2007), Ver y poder: la inocencia perdida: cine, televisión, ficción,
documental, Buenos Aires, Aurelia Rivera y Nueva Librería.
Kohan, Martín, “La apariencia celebrada”, en Punto de vista, n.º 78, Buenos Aires, Siglo XXI,
abril de 2004.
Palacio, Manuel, “El eslabón perdido. Apuntes para una genealogía del cine documental
contemporáneo”, en Torreiro, Casimiro y Josetxo Cerdán (eds.) (2005), Documental y
vanguardia, Madrid, Cátedra, 161-184.
Weinrichter, Antonio (2004), Desvíos de lo real. El cine de no ficción, Madrid, T&B Editores.
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30
respectivamente.
2 La aseveración del autor sobre el carácter no evolutivo de los modos de representación según su
propuesta teórica puede ser discutida si se realiza una lectura atenta de sus textos. Revisar en este
sentido los cuadros sinópticos presentados en Nichols (2001).
3 Las inscripciones del yo no se limitan a estos dos modos de representación documental, pero es
en éstos en los que las mismas adquieren un rol central en la construcción discursiva por sobre
otras funciones como la observación, la reflexividad y la exposición.
4 Podría decirse que uno de los primeros films que articula su discurso sobre formas precisas de
la primera persona dentro del modo participativo de representación es Chronique d'un été (Edgar
Morin y Jean Rouch, 1960). En este paradigmático documental, los realizadores colocan su
cuerpo frente a la cámara y se cuestionan acerca de los modos a partir de los cuales mostrarán una
determinada realidad social y a los sujetos que en ella interactúan. Los protocolos de negociación
entre los cineastas y los testimoniantes son puestos en primer término, y los primeros resultan
“agentes catalizadores” de las historias personales narradas en el film. Sin embargo, la
transformación interna que los propios cineastas sufren a lo largo de la película es acotada. Este
es un rasgo esencial que diferencia el modo participativo del performativo.
5 Piedras, Pablo, “Considerations on the appearance of the first person in the Argentine
contemporary documentary”, Inédito, 2009.
7 Dos películas, en el plano internacional, se nos ocurren como ejemplo de esta modalidad de la
primera persona: Los espigadores y la espigadora (Agnès Varda, 2002) y Sherman’s March
(Ross McElwee, 1987). En la primera, la identidad de la directora resulta profundamente
conmovida por la relación que se establece con los hombres y mujeres que viven de la
recolección de basura y desperdicios. Varda estructura su film recurriendo a una forma
ensayística en la que alterna entrevistas con reflexiones personales y planos detalle de sus manos
de su cuerpo y sus objetos personales. La vinculación con seres humanos que a primera vista
pueden resultar lejanos modifica sustancialmente su subjetividad al llevarla a encontrar –tal como
el título del film lo indica– una clara correspondencia entre el mundo de los recolectores de
desechos y su propia práctica como documentalista recolectora de imágenes. En el documental de
Ross McElwee sucede algo similar. Siguiendo la ruta que el general Sherman emprendió durante
su campaña en el sur de los Estados Unidos en tiempos de la guerra civil, el director –
recientemente abandonado por su novia– emprende una búsqueda interna a través de encuentros y
charlas con diferentes mujeres a lo largo del camino. De esta forma, la película se convierte en el
31
retrato de la crisis personal del realizador y al mismo tiempo en un divertido análisis sobre las
características de las mujeres del sur de Estados Unidos.
8 En la variante del documental de autor, se adscribirían a esta modalidad obras como Crónica de
un verano, de Jean Rouch y Edgard Morin, y también Le joli mai (Chris Marker, 1963), en las
que la escenificación del cineasta funciona como un agente catalizador de la acción. Dentro de
la tendencia televisiva, se encontraría, entre otros, un cineasta como Michael Moore, que, en
films como Roger and me (1989) o Bowling for Columbine (2002), se convierte en portavoz de un
discurso político alternativo al hegemónico, pero –como señala María Luisa Ortega– “tan seguro
de sí mismo y de su poder explicativo como éste” (2005: 205). La voz de Michael Moore es la de
un narrador “sin fisuras epistemológicas ante el mundo y su forma de interpelar a los sujetos
sociales obedece no tanto a un ejercicio de preguntar y preguntarse, sino a una práctica más
clásica: testimonios e interacciones al servicio de un discurso preestablecido” (Idem: 205).
9 Por definición la prosopopeya es una figura más amplia, el recorte del concepto responde a los
fines de nuestra exposición.
11 María Inés Pérez Roqué emprende una indagación para comprender las razones que llevaron a
su padre, Juan Julio Roqué, alias “Iván Lino”, fundador de las Fuerzas Armadas Revolucionarias
(FAR), a seguir el camino de la militancia política y armada postergando a su familia. Al
recorrido por una serie de testimonios brindados por los compañeros de militancia de su padre,
parientes y su propia madre, antecede una frase pronunciada en el prólogo del film por la
realizadora en off, que condensa su articulación entre la esfera privada/personal y la esfera
pública/política: “Yo preferiría tener un padre vivo que un héroe muerto”.
12 Hemos adoptado la noción de dispositivo porque nos parece el concepto más adecuado para
referirnos a una serie de estrategias discursivas y narrativas sólidas y definidas que el autor de la
obra sostiene sistemáticamente durante todo el relato. Este dispositivo es un mediador necesario
para delimitar el tipo de vínculo con el autor que la obra le solicita al espectador. Esta concepción
amplia de dispositivo estaría cercana a la definición que de éste realiza Giorgio Agamben (2005)
“llamaré literalmente dispositivo a cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de
capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas,
las opiniones y los discursos de los seres vivientes”. De esta manera, el director se transforma en
sujeto protagonista del relato autobiográfico sólo a través de la intervención del dispositivo como
instancia de mediación.
13 Podría decirse que la construcción de este documental mantiene afinidades con las narrativas
de ficción clásicas dado que plantea una serie de preguntas al comienzo del relato que serán
respondidas cuando éste finalice. El teórico del documental Carl Plantinga (1997) denomina
“voces formales” a este tipo de organización narrativa.
14 Es inevitable que los testimonios de los compañeros de los padres obtenidos por los hijos de
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desaparecidos difieran, en su carga emotiva e informativa, de aquellos recogidos a las mismos
individuos por entrevistadores más lejanos. Papá Iván, de María Inés Pérez Roqué, es un
exponente privilegiado de esta situación dado que la realizadora se enfrenta en las entrevistas con
los posibles entregadores y asesinos de su padre, provocando una fuerte disrupción en la cohesión
y credibilidad en el discurso de los testimoniantes.
15 Entrevista realizada por Mariano Kairuz en el suplemento “Radar”, Página 12, ejemplar del
domingo 18 de marzo de 2007.
16 Según Bill Nichols (1997) éstos incluyen los discursos de las ciencias, la economía, la política
y la historia, que afirman describir lo real, con pretensiones de verdad respecto a su referente.
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EL PUEBLO QUE FALTA”
UBA-CONICET-IUNA
El artista propiamente político hoy, para Deleuze, es aquel que muestra que lo que falta es el
pueblo. Una afirmación desafiante que adoptamos como clave de lectura para resignificar el
vínculo con el espacio de lo popular de la literatura argentina de los años ’60 y del cine
documental contemporáneo, particularmente aquel que intenta pensar de otro modo la dictadura
militar ’76-’83. La literatura supo ver claramente esta cuestión: la relación con lo popular
siempre implica cierto deslizamiento, cierto escurrirse de los personajes y del lenguaje. Una
incomunicación esencial, que señala ante todo la ausencia del pueblo en su sentido subjetivo, el
pueblo como sujeto revolucionario. El cine que se concentra en la configuración del sujeto de la
militancia no puede evadir esta tensión: ella se sostiene en el hiato entre el militante formado, de
extracción burguesa o clase media, y el ámbito de lo popular. La militancia es, de algún modo,
en el carácter contradictorio de ese lazo, lazo que se tiende hacia un pueblo por venir, un pueblo
por crear.
34
Nos detenemos especialmente en dos documentales recientes, Los rubios (2003) de Albertina
Carri y M (2007) de Nicolás Prividera, porque ambos habilitan un enfoque peculiar para su
consideración, ya que plantean problemáticas estético-políticas que trazan el vínculo con
discusiones más amplias en relación con la especificidad de la literatura y el arte argentino en
general. Nos referimos a la tensión que se verifica en el arte nacional, por un lado con las
vanguardias europeas y el problema de la configuración de una identidad propia, y por otro con
el vínculo que el arte –entendido como manifestación propia de la cultura– entabla con un
espacio de lo popular sistemáticamente relegado al mundo de la barbarie, pero al mismo tiempo
admirado y fascinante. Particularmente nos detendremos en este segundo aspecto. Es por ello
que, antes de analizar las películas, haremos un repaso de estas tensiones en el campo de la
literatura esperando aportar elementos para su abordaje.
I.
Si existe un tópico inaugural en la reflexión en torno del problema del arte es el de su vínculo
con la política. Cuando Platón expulsa a los poetas de la república ideal lo hace convencido de
su potencia subversiva respecto del orden de la polis. Claro que algo ha cambiado. En la
modernidad el arte deja de ser potencia subversiva para convertirse en agente y depositario de
una cultura, una civilización, que a través de la autonomía del arte se celebra a sí misma
expresando sus contenidos universales. Sin embargo, ¿qué puede ser la relación entre arte y
política en el mundo colonizado?, ¿qué lugar le cabe en la pugna entre civilización y barbarie?
La historia de la literatura argentina hace patente en sus textos fundacionales el lugar incómodo
que le cabe al hombre de cultura, al hombre civilizado, o al intelectual. Tanto en El matadero
de E. Echeverría como en Facundo de D. F. Sarmiento, se evidencia por un lado la inevitable
convicción de que es necesario “civilizar” un pueblo bárbaro, materia indómita para una
práctica política basada en los textos fundacionales de la modernidad. Por otro lado entrevemos
la fascinación y la necesidad de dar voz a ese espacio de lo popular. La tensión es la del
encuentro de la conquista, reproducido, invertido, repetido o sublimado. Un ideario
universalista, modernizador, es decir, el ideario de los colonizadores, y un ideario popular,
bárbaro, tradicionalista, inculto, en fin, el ideario atribuido a los colonizados.
Este gesto inaugural se polariza en las discusiones que en los ’20 se efectúan respecto de cómo
debe construirse un “arte nacional”, a través de la clásica polémica “Florida” / “Boedo”.
Brevemente, estos espacios que geográficamente remiten a ámbitos bien diferenciados de la
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ciudad de Buenos Aires, la modernidad, la cultura, la ciudad europea, por un lado, y el barrio, el
crecimiento de una incipiente clase obrera, el desbordamiento de la ciudad hacia sus suburbios,
por otro. La polémica se centra en un problema tanto de estilo como de temas. Los escritores
que formaron parte de la revista Martín Fierro, grupo correspondiente al universo de “Florida”,
pugnaron por una literatura de avanzada, que revolucione el lenguaje, a tono con las
vanguardias de principios de siglo europeas. Contra esto, el grupo “Boedo” se atribuía un mayor
compromiso social y un sesgo más popular. No es casual que parte de esta polémica se plantee
explícitamente en términos de la necesidad de un contenido político del arte que “Florida”
contestó con la necesidad de que el arte se convierta él mismo, en la revolución de sus
lenguajes, en vanguardia política.
Quizá sea en El niño proletario de Osvaldo Lamborghini donde se tramite una verdadera
transvaloración del tópico “civilización-barbarie”. Se trata de un relato breve en el que el autor
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se burla de las mistificaciones realizadas en la literatura sobre la clase obrera y nos impide, con
una crudeza enorme, cualquier idealización sobre la vida y la figura de ese “niño proletario”:
Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las
consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a
pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras
la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa,
el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se
emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.
Querríamos abordar las películas que nos ocupan aquí retomando esta perspectiva doble. En
principio, retomando esta síntesis que en el campo literario argentino se produce y afianza luego
de los ‘60, en la que la politicidad del arte no se piensa desde el punto de vista de los contenidos
“representados”, sino a través de las operaciones y procedimientos que atraviesan el propio
hacer del arte o de lo literario, y que establecen particulares vínculos con el hacer político.
Luego, volviendo a observar en las elecciones que M y Los Rubios realizan, la tensión que se
evidencia entre Walsh y Lamborghini, más precisamente en relación con el problema de la
posibilidad de identificación del arte burgués con el discurso de los sectores populares.
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II.
El cine político moderno, en cambio, es tal porque “sabe mostrar que el pueblo es lo que falta”
(Deleuze, 1986: 286). Mientras que en el cine clásico “el pueblo está ahí, aun oprimido,
engañado, juzgado, aun ciego o inconsciente”, la premisa del cine moderno debería ser, para
Deleuze “El pueblo ya no existe, o no existe todavía… ‘el pueblo falta’” (Deleuze, 1986: 286).
El objetivo de este cine no es convocar a un pueblo que ya está ahí (al que sólo hay que
despertar, concientizar, desalienar), sino mostrar la falta del pueblo, el conjunto vacío (o lleno
de elementos heterogéneos) que mienta ese concepto. En todo caso, el cine político moderno
apuesta por la invención de un pueblo una vez constatada su ausencia. Pensar al pueblo resulta
aquí fundamental ya que quizás se trate del punto de mayor distancia entre las películas que
analizaremos. A su vez, nos permite pensar el paralelo entre los documentales y la tensión entre
el intelectual del ’60 y el mundo de lo popular tal como ha sido referida respecto de Walsh y
Lamborghini. En este sentido es necesario observar no sólo qué lugar decide ocupar el director
respecto de esas voces “populares”, sino al mismo tiempo cómo son construidas esas voces.
Antes de ingresar en esta cuestión, haremos una breve presentación de los documentales. El
primero de ellos es Los Rubios, del año 2003, realizado por Albertina Carri, hija de Roberto
Carri y Ana María Caruso, secuestrados y desaparecidos en 1977 cuando la directora tenía tres
años. Según la directora este documental trata sobre “sobre la ficción de la memoria” (Moreno,
2003), podríamos agregar: sobre la imposibilidad misma de la memoria completa y de la
identidad personal, junto con la reconstrucción documental del pasado. Su singularidad quizás
consista en que no respeta casi ninguno de los tópicos documentales que se venían gestando en
el cine sobre la dictadura. En efecto, en el año 2003 esos tópicos ya poseían una cierta
uniformidad y homogeneidad, salvo contadas excepciones (3). En Los Rubios la recusación por
momentos provocativa de esos tópicos suscitó (y suscita) polémicas tanto entre los espectadores
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comunes como entre críticos e intelectuales (4). No podemos extendernos en este punto, pero
algunos ejemplos de este carácter novedoso son el desdoblamiento de la directora con la
incorporación al film de una actriz, que explicita que la representa, conviviendo las dos en
pantalla y estableciendo una serie de relaciones complejas; o el recorrido apurado, realizado casi
con fastidio, por todos las fuentes que se consideran “esenciales” para la recolección de datos
sobre los desaparecidos (organismos de derechos humanos, antropología forense, centro de
detención, testimonios de amigos y familiares, fotos, documentos, etc.). Estos circuitos de
búsqueda son simplemente sugeridos, en algunos casos sólo para ser negados mediante gestos o
cortes bruscos, en otros simplemente esbozados como caminos ya recorridos, podemos suponer,
antes de la realización de la obra. Es por ello que en Los Rubios, no se percibe la vocación de
“reconstruir” la historia. Más bien, se trata de una reflexión meta-discursiva sobre la posibilidad
misma de realizar documentales histórico-biográficos y, en última instancia, la constatación de
una imposibilidad verificada doblemente: en el plano de la vida y en el plano de la realización
documental.
La segunda película que vamos a trabajar es M (2007) de Nicolás Prividera. Nicolás P. es el hijo
de Marta Sierra, desaparecida por la dictadura militar cuando Nicolás tenía 6 años y su hermano
unos pocos días de vida. En esta película resulta también evidente que no se trata tanto de
reconstruir los hechos que rodearon la desaparición de Marta Sierra, como de establecer
responsabilidades sobre la misma. Hay aquí una apuesta historiográfica importante, que se
traduce en una discusión y debate con todas aquellas concepciones de la historia que la
instituyen como “río, viento o cualquier fuerza natural” (Prividiera, 2006: 40), como
movimiento que arrastra a los sujetos sin que puedan poner resistencia. Nicolás Prividera
intentará, a lo largo de la película, establecer la responsabilidad de cada actor sobre sus
acciones, más allá de la propia conciencia que los sujetos tengan sobre el rol que jugaron en
aquel momento. Es así como se forzarán las situaciones y se intentarán afirmar sólo aquellos
elementos que sirvan para un fin, la justicia
El saber sólo tiene sentido si hay una finalidad mayor que lo trasciende: la
Justicia y no la mera satisfacción morbosa. Y si esa Justicia no es posible (porque
está cercada por el poder), la búsqueda del saber debe tocar ese límite y mostrar
sus contradicciones, aún poniéndose en riesgo. Porque saber también puede ser
una trampa… Y saber –o confirmar lo que ya sabemos (que la mayoría de los
desaparecidos fueron arrojados al mar, por ejemplo), no nos aporta nada. Como
tampoco nos aporta nada escuchar el relato de su sufrimiento. Al menos, insisto,
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que ese saber conduzca a otro superior, y podamos saber quiénes han sido los
responsables de ese destino. (Prividera, 2006:40-43.)
En este sentido, Nicolás P. reivindica una mirada fuertemente teleológica del relato histórico,
recusando las posiciones contextualistas. La finalidad es el modo de reunir las memorias
dispersas y darles sentido. Se trata de construir una búsqueda para realizar un mapa de la
situación. Esto es, detectar a los responsables de cada destino, establecer el rol de las personas
que participaron: desde el que torturó, hasta el que planificó, desde el que ideó una política de
Estado, hasta el que escribió un “inocente” informe sobre sus subalternos en el lugar de trabajo.
M como documental es ese mapa o rompecabezas en el caso de Marta Sierra. Afirma Nicolás P.:
“Todos deben ser interpelados (dando vuelta la consigna de la dictadura: ¿dónde estabas en
aquella época?), pero sobre todo aquellos que no pueden excusar neutralidad (¿pero quién
podría realmente hacerlo?)” (Prividiera, 2006: 43). Podríamos pensar que M se construye sobre
la premisa que ya, de algún modo, sentó Los Rubios: reconstruir y comprender de modo total es
imposible. Sin embargo, apuesta a que la reconstrucción y la comprensión no resultan
necesarias para hacer justicia. Es más aún, la excesiva comprensión para con los actores
históricos parece impedir la posibilidad de toda justicia. En su forma, está mas cerca de aquellos
documentales sobre la dictadura con los que Carri rompe; no así en su discurso y tono. Se trata
de una obra sumamente crítica, con una perspectiva formada y bastante clara respecto del tema,
que construye una posición incómoda y hasta ese momento sólo esbozada en el ámbito
cinematográfico (5).
Según la distinción deleuziana, proponemos pensar que mientras Los Rubios se puede adscribir
a la corriente moderna, M se atiene a los cánones del cine clásico. En efecto, el sesgo clásico en
M puede observarse de un modo privilegiado en el trabajo que realiza sobre los testimonios y en
la utilización que hace de los mismos para afirmar un discurso “verdadero” que se confirma a
través de la voz de los “representantes del pueblo”. Como en Walsh, la voz del narrador se
vuelca hacia la voz del pueblo, para convertirse en denuncia y develamiento de la verdad.
Prividera realiza un trabajo artesanal con los testimonios: prepara dispositivos particulares para
cada entrevista, regula su participación en las mismas, edita luego insertándolas en diferentes
secuencias de montaje. Si bien cada testimonio que se recoge en esta película tiene una
40
especificidad, podríamos distinguir, a grandes rasgos, algunos grupos con características
similares: están en primer lugar los que tienen como entrevistados al mismo Nicolás P. y a su
hermano y algunas “charlas” (6) entre hermanos, que funcionan como fragmentos de la “voz
oficial” del film. Luego, entre los que cuentan con la intervención de Nicolás Prividera como
entrevistador, podemos encontrar un abanico de actitudes diversas en su participación, que van
desde el silencio, a la pregunta amable, la repregunta insistente, hasta la adopción de un tono
admonitorio y abiertamente confrontativo.
Además, también resulta significativo el análisis de los silencios del entrevistador, ya que son
de muy diverso signo. En algunos casos el silencio es provisorio y se trata de un
acompañamiento de escucha para el relato de los entrevistados: las amigas de la madre, los
familiares directos, son escuchados ya que, mayormente, refieren la historia, llevan sobre sus
espaldas la responsabilidad de destejer la trama. Aún así son por momentos increpados, ya que
Nicolás repregunta mostrando insatisfacción con algunas respuestas. Hay otros silencios que
son mucho más significativos. Algunos de ellos admonitorios, como es el caso de la entrevista a
Haydée López, jefa de la madre en la guardería donde trabajaba, sospechada de delación. En
esta entrevista hay poca iluminación, la entrevistada se ve muy nerviosa, fumando y tomando
algo en un vaso que parece de whisky y Nicolás Prividera la entrevista tenso, sin conceder un
respiro a la entrevistada. En otros casos el silencio es de asentimiento y respeto, tal como
ocurre en la entrevista a Tino, militante obrero. Esta entrevista se halla, además, en consonancia
con las posiciones, críticas y puntos de vista vertidos en los monólogos de Nicolás P..
Significativamente, Tino y su familia son los protagonistas también del único tramo que no
cuenta con la presencia de Nicolás Prividera como entrevistador. En el epílogo se produce un
encuentro entre los testimoniantes sosteniendo una discusión entre ellos: los ex-militantes
universitarios discuten con el militante obrero y su familia.
Esta escena nos importa especialmente, ya que en ella se realizan varias operaciones que
resultan significativas para la lectura que estamos realizando de la película. Si, como dijimos, el
director fue construyendo una mirada personal y una posición propia durante toda la película a
través de sus dichos y confrontaciones, marcando siempre su presencia, en el epílogo se retira
para dejar hablar a los protagonistas de la historia. Le interesa, creemos, especialmente este
encuentro porque en él se hallan representadas las dos facciones preponderantes de la militancia
de aquella época: las clases medias universitarias y los obreros. Este encuentro es tenso:
mientras que los militantes universitarios tienen una actitud de rememoración distendida,
41
recuerdan con nostalgia y no sostienen ninguna militancia actual, el obrero y su familia (que
está presente en la escena) siguen participando en política y son fuertemente críticos de la
organización de la militancia en aquella época, del desamparo al que se sometió a las bases y
del progresismo contemporáneo. Por el desarrollo del film, podemos saber claramente que es
con esta última postura que se identifica el director. ¿Por qué su retiro de la escena?
Nuestra hipótesis es que hay allí una operación que da veracidad y reafirma la posición del
director respecto del tema. En principio, no es nuevo que los mecanismos de transparencia sean
especialmente útiles para proponer un supuesto acceso no mediado, una identificación “natural”
con las posturas que aparecen en pantalla. En esta escena sin mediación del director tenemos la
sensación como espectadores de ser uno más en esa mesa. Por otra parte, el retiro del director y
su sustitución ideológica con la figura del obrero y su familia no es una operación de mero
intercambio, sino que reafirma una idea de verdad, apelando a aquella identificación de las
clases populares con la esencialidad de la verdad en política. La misma verdad de la que Walsh
se hacía vocero en la literatura, el mismo pueblo que esclarecido, esclarece al espectador y
reafirma la voz del intelectual (en este caso, el cineasta que realiza el film). M parece querer
decir en su epílogo: el pueblo existe, y aún en su lenguaje un poco tosco y dubitativo, tiene una
lección para darnos ya que su posición coincide con nuestras más avanzadas teorías.
Opuesto es, a nuestro entender, el planteo de Los Rubios. Allí los testimonios de los compañeros
de militancia, amigos y familiares –aquellos que se podrían considerar más “autorizados”– están
editados, mediatizados por pantallas, referidos por la actriz o por la misma Albertina C.,
intervenidos con comentarios gestuales, etc. Sólo hay tres momentos testimoniales que se
presentan a la manera del documental clásico y que se despliegan en la película límpidamente,
sin intervenciones: el testimonio de dos mujeres mayores y unos niños, vecinos del barrio donde
desaparecieron los padres. En el caso de la primera vecina, ésta se niega hablar y dice no
recordar nada, aunque, por algunas menciones fallidas, da a entender que sabe más de lo que
quiere o puede recordar. Esta vecina parece haber tenido contacto con la familia Carri. La
segunda vecina, en cambio, se explaya al menos en dos oportunidades, en la segunda incluso se
pinta y arregla para salir en cámara. Esta vecina no conocía personalmente a la familia, sólo “de
vista” o a través de relatos de otros vecinos.
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Este testimonio es muy rico en su contenido y en su gestualidad, y tiene la particularidad de ser
para el espectador del documental especialmente molesto: la vecina dice despectivamente “la
tipa” y “el tipo” para referirse a los Carri, los acusa de haberla querido “hacer mierda”
denunciando su casa, los llama “extremistas”, sospecha apelando a la complicidad del
espectador que en esa casa “algo había”. Todo eso, refiriendo datos evidentemente falsos, como
que habían encontrado computadoras en la casa de los Carri (evidentemente, en el `77 no había
computadoras en casas de familia) y que era una familia donde “todos eran rubios” (de ahí el
título de la película) aunque este dato sea explícitamente negado por el aspecto y la palabra de la
directora, como también por fotos que aparecen en imagen.
Este testimonio, junto con el de los niños que no habían nacido ni tienen memoria del proceso
militar, y sin embargo se explayan sobre antiguos habitantes de la casa de los Carri y muertes
dudosas en el barrio, son los que podríamos considerar más lejanos: sus referencias están llenas
de conjeturas, reconstrucciones y falsedades evidentes. Albertina C. decide detenerse en
aquellos relatos, aún sabiéndolos más sesgado, falsos, incorrectos en la mayoría de sus
apreciaciones. Es el testimonio de la fábula, del mito barrial.
En ese relato su familia deviene “rubia” y, con ello, se distancia del entorno; ser rubio resume la
diferencia. Detenerse en este testimonio, dejarlo desarrollarse es un desafío. La hija es la que se
detiene y parece decir a los padres que estuvieron inmersos en un gran malentendido. Fue por el
pueblo, encarnado en esa vecina de barrio, que ellos dieron la vida, pusieron en juego su familia
y paradójicamente, la vecina los consideró extranjeros, los creyó culpables, pudo delatarlos
sintiéndose “amiga” de la ley y el orden. Dice un texto de la película: “Si todo el mundo pudiera
ser así, como recuerdos, amaría a la humanidad entera y moriría por ellos”. Pero las señoras del
barrio son de carne y hueso y no se parecen al “pueblo”, ni a la “clase obrera” por los cuales es
un gusto dar la vida. Desafío incómodo, triste, problemático para una generación que creyó que
esa lucha era posible.
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trata simplemente de aplicar una valoración binaria, sino de trastocarla por completo.
Paradójicamente, Carri decide tomar para sí la fabulación de la vecina, poner “Los Rubios”
como nombre a su película y termina su documental junto al equipo de filmación, todos
caminando hacia el horizonte portando pelucas rubias. La valoración del testimonio de la vecina
por parte de Carri nos invita a pensar estas tensiones de otra manera. La directora pone en juego
un mecanismo que Deleuze describe del siguiente modo:
Al tomar la reformulación fabulada de la vecina como parte de su propia identidad Carri realiza
el doble devenir que postula Deleuze: se monta sobre la ficcionalización de la vecina y formula
ella también una nueva leyenda sobre su origen y su familia, lo hace con toda la película y lo
reformula en el final, realizando una auto-asignación de identidad y grupo de pertenencia. El ser
rubio se transforma en un símbolo puesto en acción, y en una nueva asignación colectiva, que
delimita un grupo de pertenencia. Reafirma la historia de los padres, pero en un nuevo contexto,
trastocando completamente su significado.
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(7) de la historia. La relación de los films con el discurso de las clases populares devela un
escollo de la memoria, una obstrucción a la hora de pensar los años pre-dictatoriales: la
necesidad de una elaboración crítica del rol de los movimientos revolucionarios,
particularmente en relación con sus desaciertos.
El posicionamiento de los directores respecto de este tema resulta central para una lectura
política de la obra. En este sentido, si para Prividera el lugar de la justicia posible se encuentra
en la voz de la familia obrera, Carri avanza un paso más allá, observando trágicamente, como
Lamborghini quizás, el vínculo entre clases medias y populares, tramándolo como comunidad
imposible. Pero ¿qué hacer político es posible en esta comunidad imposible? Un amplio espacio
de interrogantes se despliega al confrontar estas dos miradas. Una voz que se nos impone como
la de un “pueblo”, pero un “pueblo” construido como tal en el proceso de enunciación de los
films, nos interpela a través de sus arquetipos más extremos: la voz de la justicia y la verdad, y
la del autoritarismo y la complicidad con el poder. Dos voces que se afirman aquí demasiado
cercanas y por ello mismo demasiado inquietantes.
Notas:
1. Cf. PIGLIA, Ricardo, 2001; “Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)”,
en ROZITCHNER, León y PIGLIA, Ricardo; Tres propuestas para el próximo milenio (y
cinco dificultades)- Mi Buenos Aires querida. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
Volver.
2. Hay que tener en cuenta que el 9 de marzo de 1956, el entonces presidente de facto por la
llamada “Revolución Libertadora” emitió el decreto que prohibía “La utilización, con fines de
afirmación ideológica Peronista, efectuada públicamente, o propaganda Peronista, por cualquier
persona, ya se trate de individuos aislados o grupos de individuos, asociaciones, sindicatos,
partidos políticos, sociedades, personas jurídicas públicas o privadas de las imágenes, símbolos,
signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas, que pretendan tal
carácter o pudieran ser tenidas por alguien como tales pertenecientes o empleados por los
individuos representativos u organismos del Peronismo”. En este decreto se aclara que “Se
considerará especialmente violatoria de esta disposición la utilización de la fotografía, retrato o
escultura de los funcionarios Peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el
nombre propio del presidente depuesto o el de sus parientes, las expresiones “peronismo”,
“peronista”, “ justicialismo”, “Justicialista”, “tercera posición”, la abreviatura PP. , las fechas
exaltadas por el régimen depuesto, las composiciones musicales “Marcha de los Muchachos
Peronista” y “Evita Capitana” o fragmentos de las mismas, y los discursos del presidente
depuesto o su esposa o fragmentos de los mismos.” Volver.
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3. Especialmente Juan, como si nada hubiera sucedido dirigida por Carlos Echeverría en 1987.
Volver.
4. Es interesante señalar que en los últimos años se produjo gran cantidad de bibliografía
respecto de este documental, parte de la cual está señalada al final de este artículo. Volver.
5. Podemos arriesgar también que esta crítica resulta bastante novedosa –o al menos está en
consonancia con una corriente reciente – en el campo del pensamiento sobre la dictadura. Pilar
Calveiro con sus libros Política y/o violencia. Una aproximación a la guerrilla de los años 70
(2005) y Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina (2006) es el
referente teórico explícitamente citado en la película. Volver.
6. Relativizamos con las comillas el carácter de “charlas” de estas escenas, ya que el hermano
de Nicolás P. funciona en esas escenas como contraimagen, que duda o relativiza mediante
gestos, pero que poco expresa sobre su propia posición sobre los discursos que dice el director.
Podríamos pensarlos también como monólogos comentados gestualmente. Volver.
Bibliografía:
Amado, Ana, 2003. “Ficciones Criticas de la Memoria” en Pensamiento de los Confines, Nº 13,
Buenos Aires, Diótima.
Calveiro, Pilar, 2005. Política y/o violencia. Una aproximación a la guerrilla de los años 70,
Buenos Aires, Ed. Norma.
Carri, Albertina, 2007. Los Rubios. Cartografía de una película, Buenos Aires, Ediciones
Gráficas Especiales.
Casullo, Nicolás, 1997. “Los Años Sesenta y la Crítica Histórica” en Pensamiento de los
Confines, Nº4, Buenos Aires, Diótima.
Deleuze, Gilles, 1983. 1984. La imagen movimiento. Estudios sobre cine 1, Barcelona, Paidós.
Deleuze, Gilles, 1985. 1986. La imagen tiempo. Estudios sobre cine 2, Barcelona, Paidós.
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Echeverría, Esteban, 1961. “El Matadero” en 20 relatos argentinos: 1838-1887, Buenos Aires,
Eudeba.
Kohan, Martín, 2004. “La apariencia celebrada” en Punto de Vista Nº 78, Buenos Aires.
Moreno, María, 2003. “Esa rubia debilidad. Entrevista a Albertina Carri”, Diario Página/12,
Suplemento Radar, Buenos Aires, 9/10/2003. Link:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1001-
2003-10-19.html
Rozitchner, León y Ricardo Piglia, 2001. Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco
dificultades)- Mi Buenos Aires querida, Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica.
Prividera, Nicolás, 2006. “Restos” en El ojo mocho. Críticas & tribulaciones, Buenos Aires,
Cultural Ediciones, Nº 20.
Sarmiento, Domingo F. 1845. 1990. Facundo: civilización y barbarie, Buenos Aires, Colihue.
Sartora, Josefina y Silvina Rival (eds.), 2007. Imágenes de lo real. La representación de lo
político en el documental argentino, Buenos Aires, Libraria.
Walsh, Rodolfo, 1965. 1986. Los oficios terrestres, Buenos Aires, Ediciones De la Flor.
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