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Rae Muir
2º Wedding trail
Argumento:
Rachel Godfroy alardeaba de que sólo una gran pasión podría hacer que se
casara. Sin embargo, pronto, y contra su voluntad, las dificultades del viaje
al oeste la ataron a Will Hunter, el desconocido que puso fin a su niñez y
despertó su corazón inquieto.
Will sabía que el espíritu de aventura era lo que hacía falta para emprender
el viaje al oeste, porque la vida en la pradera estaba llena de sorpresas. Y
que una boda precipitada podía calmar el alma de un anciano agonizante y
destrozar los sueños de un hombre joven. Sin embargo, aunque los votos
fronterizos que le había hecho a Rachel Godfroy resultaron ser ilegales, no
tardó en descubrir que el deseo tiene leyes propias…
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Prólogo
Pittsburgh. Octubre de 1847
Will se quitó la camisa limpia que acababa de ponerse, la colgó sobre el poste de
la cama y buscó en el costal de la ropa sucia la que se había puesto el día anterior. No
tenía sentido estropear aquella camisa recién lavada en el horno que era el despacho
de su padre. Subió los escalones de dos en dos, se detuvo en el pasillo para tomar
una última bocanada de aire fresco, y abrió la puerta lo estrictamente necesario para
evitar que se formaran corrientes. Por supuesto, el fuego ardía a toda mecha, a pesar
de que era un amanecer cálido de principios de otoño.
—¿Quería verme? —preguntó.
Su padre se dio la vuelta. A Will se le encogió el corazón al ver la ira que
relampagueaba en sus ojos.
—Cierra la puerta —dijo y cambió su lugar junto a la chimenea por el asiento de
su despacho.
Lo miró bajo sus cejas espesas y grises y dejó caer unas cuartillas enrolladas
sobre la mesa.
—¿Qué significa esto?
No hacía falta desplegar las páginas, no hacía falta leer el título. Pero, ¿cómo
había encontrado el manuscrito, si lo guardaba secretamente en el fondo de sus botas
de montar?
—Aventuras de un deportista en las montañas de Pennsylvania —contestó—.
Una relación de viajes de caza. Nada importante —añadió Will, ventilando el trabajo
de varios meses con un ligero gesto de la mano. Los papeles crujieron cuando su
padre los alisó.
—Aquí se da a entender que es el relato de un solo viaje, un viaje largo que no
recuerdo haberte visto emprender.
—Pensé… Pensé que las anécdotas de mis cacerías tendrían mayor interés si las
relataba en forma de diario, como si formaran una única expedición.
—O sea que has escrito mentiras.
El padre se sentó y condenó el manuscrito con un papirotazo de sus dedos.
—No. No son mentiras, más bien una técnica para despertar el interés.
—¿El interés de quién?
La carne estaba en el asador. Su padre se daba cuenta de que era la copia
corregida, lista para enviar a la imprenta.
—¿De quién? —repitió y se puso en pie—. Trabajas como empleado en mi
oficina. Te pago para que aprendas el negocio, no para que malgastes el tiempo
escribiendo mentiras y las prepares para presentarlas a unos editores que sólo te
animarán a que incluyas sucias…
—No hay nada inmoral en lo que escribo y tampoco lo hago en la oficina —se
defendió Will.
El padre hojeó las páginas como si buscara algo concreto.
—Tienes una memoria muy selectiva cuando se trata de encubrir tus pecados.
Eso por no mencionar que has descuidado tus obligaciones del domingo. Eso por no
hablar de la mujerzuela de Clarion River.
«Mi primer lector», pensó Will amargamente. «Mi crítico más feroz».
—Tendrías que haber hablado de ella, así los lectores podrían juzgar las
inmoralidades que resultan de la vida de un deportista para malogro de nuestra
alma inmortal.
Will se obligó a adoptar un gesto que esperaba fuera de resignación, fijó la vista
en el cuadro de la pared, por encima de la cabeza de su padre. Era su madre en una
pose angelical. ¿Debía negar la acusación de mala conducta sexual? Sería una
negación muy desgastada que siempre era recibida con una incredulidad cáustica. Su
padre no podía concebir que fuera posible pasear inocentemente en compañía de una
mujer.
—Vete a tu habitación.
—Pero estoy con la lista de embarque para el Lady of Pittsburgh. Ni siquiera
llevo la mitad y zarpa para Louisville mañana por la mañana.
—Otro empleado se encargará del trabajo. Pasarás lo que resta de día
meditando sobre la enormidad de tu error. No consentiré que mi hijo se sume a las
filas de los escritorzuchos que corrompen a la juventud del país con ideas insidiosas
de individualismo y ambición egoísta. Robert subirá a inspeccionar tus libros, la
criada me informa de que tus lecturas no son decentes para un caballero cristiano.
¡La criada! ¡Espiaba para su padre! Las piernas le temblaron como la piel de un
caballo acosado por tábanos.
—La culpa es mía —dijo el padre—. Cuando eras joven, no presté la suficiente
atención a la literatura que esa estúpida institutriz francesa traía a esta casa. Novelas
e historias de viajes. Mayor razón para ser estricto ahora. Otro incidente como éste —
dijo agitando las cuartillas hasta que sonaron como las hojas del otoño—, y te echaré
de mi casa, desheredado.
El padre se giró hacia el fuego con el brazo levantado. Las páginas enrolladas
volaron por el aire y se esparcieron sobre las llamas.
—¡No! —gritó Will.
—Mejor que sean ellas las que ardan en el fuego y no tú —dijo el padre.
Aferró el atizador como si fuera una espada vengadora y levantó las hojas que
se habían quedado en el guardafuego de latón, empujándolas a las llamas. Primero
prendieron por las esquinas, doblándose agónicas sobre sí mismas. Will descubrió
—Pero ella «se encontraba» en Nueva York. No importa lo que diga padre, mi
escapada no la mató.
La boca de su reflejo parecía moverse a un ritmo distinto. «Vete enseguida,
antes de que el invierno cierre los pasos del río».
Will sacó las mantas de la cama y las enrolló con dos camisas, varios pares de
calcetas y los libros que había escondido bajo el colchón. Titubeó ante la librería,
seleccionó dos más y los añadió al fardo. ¿Y su diario? Lo dejó caer sobre las sábanas
arrugadas, nada de su pasado importaba un comino. Ese mismo día compraría un
diario nuevo y emprendería una nueva vida con la primera página en blanco.
Desenroscó la bola decorativa que remataba el poste de la cama y, con dos
dedos, extrajo una bolsa de cuero. Cada moneda y billete de su paga, que había
atesorado durante los últimos once meses. Casi doscientos dólares, lo suficiente para
pagarse el pasaje por el Ohio hasta Saint Louis, y por el Missouri a las ciudades de la
frontera. No era la mejor época del año para cruzar las praderas, tendría que
encontrar un sitio donde esconderse durante el invierno. Se vistió con la ropa
resistente que llevaba en las montañas y sacó su rifle de debajo de la cama.
Oyó la voz quejumbrosa de Robert cuando bajaba la escalera.
—Su trabajo en la oficina ha sido intachable y eficiente. No tengo ninguna queja
de él —decía—. Pero si crees que es mejor que no se acerque a los muelles…
Robert había olvidado cerrar la puerta del todo. Su padre debía estar
terriblemente distraído para no notar la corriente. Will apoyó el arma contra la pared
y abrió la puerta. Desde el umbral tiró las llaves con tanta fuerza que rebotaron en el
cartapacio del escritorio y cayeron al suelo.
—Que significa esto —rugió su padre—. ¿Por que vas hecho un desharrapado?
—Me marcho. No necesito las llaves de la casa ni de la oficina.
—Si te vas haré venir a mi abogado Te borraré de mi testamento, te
desheredaré.
—No, no te daré ese gusto soy yo el que renuncia a tu apellido —dijo, haciendo
un gesto hacia el montón de cenizas de la lumbre—. No te preocupes, no tendrás que
verlo en un libro de cuentos de caza.
Will recogió el bulto de ropa, el rifle y cruzó el vestíbulo con un taconeo sonoro
de sus botas sobre el sucio de nogal.
—No puedes marcharte —dijo Robert, corriendo a su lado—. Aún no eres
mayor de edad.
Will lo ignoró, abrió y salió al estrecho pórtico. El verano del membrillo, una
ligera bruma en el ciclo, las hojas encendidas cayendo al suelo. Un día perfecto para
dejar Pittsburgh para siempre.
—Adiós, Robert —dijo extendiendo la mano—. Esta es la última vez que nos
vemos.
Capítulo 1
Río Missouri. Marzo de 1848
Rachel se asomó para asegurarse de que la cubierta se hallaba vacía y luego guió a
madre e hija detrás de una pila de troncos. La mayoría de los pasajeros se apretujaba
en la barandilla de estribor, la rueda de babor giraba inútilmente en el aire. El barco
dio una guiñada de costado contra la corriente. La señora Brown lanzó un alarido
mientras abrazaba a su hija.
—Dispérsense —gritó una voz desde arriba—. ¡No corran todos hacia el mismo
lado como una manada de vacas estúpidas!
Los hombres se alejaron de la barandilla. Rachel divisó a su padre, una vez más
enfrascado en una conversación con el desconocido del abrigo bordado. Decidió
forzar la presentación con la esperanza de librarse un momento de la presencia
constante de la señora Brown.
—Padre —llamó.
La palabra sonaba extraña en sus labios, pero el señor Godfroy sonreía de oreja
a oreja cada vez que la decía y ella la utilizaba a menudo.
—No deberías estar aquí. El piloto va a ordenarnos a todos que corramos —dijo
mientras miraba ceñudo el giro de las palas.
—Nosotras también correremos —dijo la señora Brown alegremente—.
Necesito un poco de ejercicio y Mary Merrill no puede pasarse cada minuto del día
encerrada en ese camarote.
El señor Godfroy miró a la señora Brown y al desconocido y torció la boca en
un gesto de indecisión. ¿Por qué titubeaba su padre? Las normas de la cortesía le
obligaban a presentarlos.
—Señora Brown, éste es el señor Will Hunter.
El señor Hunter levantó su sombrero bajo y amagó una inclinación.
—Buenos días, señora Brown. Buenos días, señorita Godfroy.
El color castaño de su pelo ondulado era igual que el de la barba, apenas
sugerida. Los ángulos dominaban su rostro, cejas rectas, nariz fuerte, y una boca
desapasionada. El mentón era cuadrado. Era joven, excepto por sus ojos, que
brillaban alerta, fríos y cautos.
—¡Oh, es encantador! —gorjeó la señora Brown—. Esta es Mary Merrill Brown,
mi hijita —dijo poniendo a la pequeña en el suelo.
El señor Hunter entornó los ojos sin arrugar la frente. Rachel podía ver hacia
dónde dirigía su mirada, no al rostro de la señora Brown, sino a su busto, que
enseñaba por encima de un escote bajo, de lo más inapropiado para el luto de una
viuda.
—La pobre niñita, desgraciadamente, nunca conocerá a su padre —dijo
señalando el negro lúgubre de su falda—. Di hola al señor Hunter.
—Papá —dijo Merri.
El señor Hunter abrió mucho los ojos y las cejas rectas se arquearon
ligeramente. El azul cambió de gélido e intrigado a gélido y alarmado.
—¡Aúpa!
El hombre que la recogió llevaba un abrigo bordado.
—¡Oh, señor Hunter! —gritó la señora Brown saliendo del refugio de troncos—.
Muchas gracias. Dale las gracias a este buen hombre, Merri.
—Papá —dijo Merri.
—Manténgala en brazos —dijo Hunter, los ojos simplemente gélidos—. Podrían
atropellarla.
Ni la sombra de una sonrisa para la niña, ninguna emoción en aquellos labios
rectos, ni siquiera un ceño de desaprobación hacia la madre. Les dio la espalda y se
alejó.
—Los hombres jóvenes son muy poco compasivos —se quejó la señora Brown
mirándolo—. Me parece que Merri ya se ha divertido bastante por hoy.
Se alejó despacio por la cubierta, haciendo caso omiso del peligro que suponía
que el piloto volviera a gritar. Pero el vapor se deslizó con una serie de sacudidas y,
en medio de un gran ruido de succión, se liberó del banco de arena.
—Está desesperada por conocer a los hombres que subieron al barco en
Independence —dijo Rachel—. No la comprendo. Se conforma con cualquier marido,
el amor no importa.
—El amor no importa en la mayoría de los matrimonios —dijo su padre con
ternura—. Tú deberías saberlo. No era el amor lo que unía a tu madre y su marido.
Piensa en las dificultades de la señora Brown y procura ser más paciente.
Rachel se lo quedó mirando. Su padre nunca la había reprendido antes, ni
siquiera suavemente.
—Está sola, es una viuda que carga con una hija. Quizá se escapó con el hombre
que sus padres no aprobaban y ahora que la ha abandonado, se avergüenza de
volver.
Rachel contempló el río y mantuvo en silencio la sospecha de que nunca había
habido un marido.
—El señor Hunter nos podría ser de ayuda —dijo su padre, retomando el tema
de su conversación—. Le he pedido que se una a nuestro grupo. Si contratamos a un
cazador profesional, los jóvenes no tendrán excusan para malgastar pólvora y
municiones, además de cansar innecesariamente a los caballos.
Rachel no estaba segura del motivo de aquellas justificaciones. Era una decisión
de su padre, no suya.
—Si cree que es lo mejor…
—No te pediría que pasaras cinco o seis semanas en compañía de un hombre si
te pareciera ofensivo.
—¡Pero si apenas lo conozco!
—¿Pero qué te parece?
—Desde luego, nada ofensivo. Un poco frío, quizá. Pero es posible que finja ser
frío y poco emotivo para dar la impresión de ser mayor. Es muy joven.
El Señor Godfroy no hizo caso de aquella objeción.
—La tierra de los jóvenes está al otro lado del Missouri. Yo tenía quince años la
primera vez que lo crucé.
—¿Tendremos habitaciones separadas?
—Es una cabaña doble, o sea dos habitaciones bajo el mismo techo. Nosotros
tendremos una.
—Entonces, no habrá problemas.
No tendría que hacer vida social con el señor Hunter. Cuando llegaran sus
amigos, su padre y ella irían a acampar con ellos al otro lado del río y el estólido
señor Hunter no sería más que otro contratado, como los jóvenes que conducían los
bueyes.
arrancado por las tormentas de invierno a centenares de millas aguas arriba. Las
raíces se extendían hacia el cielo, como dedos malevolentes que se alargaran para
arrastrar a los débiles humanos a una tumba de agua. Pero conforme el tronco
pasaba por su lado, las raíces retorcidas se transformaron en una mano abierta que
suplicaba que la rescataran. El árbol no deseaba abandonar su bosque salvaje. Un
bosque que Will nunca vería, a no ser que se uniera al grupo de Godfroy como
cazador.
Sacó el diario de la cartera. El librito cayó abierto en la última carta de Robert.
Vuelve a Pittsburgh en octubre para celebrar tu mayoría de edad… es tu deber para con
un padre anciano… Padre pregunta por ti todos los días.
Doblado en el interior de la carta iba el mayor soborno que había recibido hasta
la fecha, el permiso para retirar dinero sin límite de los fondos de la compañía. Will
había quemado el documento para alejar de sí la tentación. Volvería a casa por
decisión propia y cuando llegara el momento. Pagaría el pasaje del barco con las
monedas que había ganado aprovisionando de caza el hotel. Volvería al este con su
manuscrito, una recopilación de sus aventuras, listo para pasar a limpio y presentarlo
ante un editor.
Estar en Pittsburgh en octubre significaba no ir más allá del Paso sur, la cima de
las Rocosas. Quizá para entonces tuviera material suficiente para su libro. Quizá
deseara dejar la lenta caravana cargada de mujeres y niños, carretas y bueyes
poderosos, con granjeros que se quejaban de la lluvia y el calor y nunca se
contentaban con su suerte.
—Me han ofrecido trabajo de cazador en una caravana que se dirige a
California —dijo de repente, volviendo la cara hacia el trampero con la esperanza de
llamar su atención—. El explorador del grupo se llama Godfroy.
—¿Trail?
Los ojos decolorados por el sol perdieron su mirada soñadora. Will estaba
desconcertado ante la pregunta misteriosa que contenía aquella única palabra.
—¿El mestizo?
Will no había pensado en la raza de Godfroy porque casi todos los hombres y
mujeres de la frontera estaban morenos como una nuez. Sin embargo, al recordar su
rostro, se dio cuenta de que el hombre llevaba sangre india en las venas,
probablemente más de la mitad.
—Puede ser, no me había fijado. Se encuentra a bordo, con su hija.
—¿Trail ha logrado traer a su hija? Vaya, siempre estaba hablando de ella.
Siempre, y a veces antes de que acabara la estación de caza, en cuanto llegaba la
primavera, él recogía sus pieles y no volvíamos a verlo hasta las primeras nieves. ¿Es
bonita? Trail decía que sí, pero creíamos que mentía.
Bonita. No, no era tan sencilla de describir con su amplia boca y sus ojos
grandes.
—Es bastante bonita, aunque de un modo poco habitual.
—De modo que Trail andaba buscando un cazador, ¿eh? —musitó el trampero
con los ojos entornados y los labios proyectándose sobre la barba boscosa—. ¿Cuánto
paga?
—No lo sé.
De repente, Will se alegró de haber evitado los detalles del contrato. El
trampero jugueteó con los flecos de su camisa, los ojos convertidos en dos rendijas
pensativas.
«Va a hablar con su viejo amigo Trail Godfroy para hacerse con el puesto de
cazador de la caravana».
Will se quedó helado viendo cómo su última oportunidad de cazar en las
praderas se desvanecía. El barco se sacudió.
—¡Condenación! —gritó el trampero—. Otra vez encallados. Habríamos llegado
antes andando. Bueno, pues un servidor no piensa correr arriba y abajo. Que los que
llevan esta bañera se encarguen de manejarla.
—Voy a averiguar contra qué hemos chocado ahora —dijo Will.
Se puso en pie con cierta dificultad, el barco se había escorado hacia estribor y
daba pequeñas e inquietantes sacudidas en esa dirección, como si se deslizara hacia
un abismo. Llegó a la cubierta superior sujetándose a la barandilla.
—¡Todos a babor! —gritó la voz del puente.
Will hizo caso omiso de la orden y buscó a Godfroy, que todavía estaba
apoyado indolentemente en la barandilla de popa. Se colocó a su lado y contempló la
espuma color chocolate que levantaban las ruedas del barco.
—Ese grupo de emigrantes, ¿cuántos son?
—Unos treinta, contando a Rachel y a mí. Mi socio, Jed Sampson, los trae desde
Ohio en quince o dieciséis carretas. Además de los boyeros y un puñado de críos que
darán más problemas que otra cosa. Lo que necesitamos son más hombres.
—Si me uno a ustedes, ¿podría estar de vuelta en julio? Agosto, como muy
tarde… tengo responsabilidades familiares.
Las últimas palabras sonaban falsas hasta para él mismo. El señor Godfroy
podía pensar que había dejado embarazada a alguna mujer.
—Mi padre está muy mayor.
—Podrías dar la vuelta en el Paso sur, o en el valle del Río del Oso. No hay
demasiadas dificultades más allá del río aunque es en el desierto donde un cazador
es más útil. Quizá no cace mucho, pero, desde luego, lo que sea sabrá mejor que un
tocino de tres meses.
Capítulo 2
El hedor de cuerpos que no se lavaban, a tabaco mascado y a animales
enjaulados, se había hecho insoportable durante la noche, forzando a Will a buscar la
cubierta superior para ver amanecer. Una figura envuelta en una manta estaba junto
a la barandilla como una estatua, contemplando la tierra oscura y silenciosa.
—Señorita Godfroy.
La chica se sobresaltó como si acabara de despertarse.
—Señor Hunter —dijo al cabo de unos segundos saludándolo con un
movimiento de cabeza.
—Se levanta temprano.
—La niña de la señora Brown ha pasado una mala noche. Mi padre dice que
seremos sus huéspedes en Saint Joseph y que cruzará las praderas con nosotros.
No había dudas sobre su raza con la manta sobre la cabeza y la cara iluminada
por las estrellas. Era menos que una mestiza, toda una india según los dictados de la
buena sociedad de Pittsburgh.
—El otoño pasado arrendé una cabaña. Hay una habitación separada para su
padre y usted, señorita Godfroy.
—Por favor, llámeme Rachel. No estoy acostumbrada a ser la señorita
Godfroy…
—¿Cómo que no está acostumbrada? —repitió él con extrañeza.
—Mis tíos me criaron como a su propia hija, me llamaban con el apellido de mi
tío, Ridley. Es abogado, miembro del cuerpo legislativo del Estado de Indiana. El
invierno pasado descubrí que el señor Godfroy era mi verdadero padre.
—¿Y se ha aventurado a viajar con un desconocido?
—¡No es ningún desconocido! —exclamó ella riendo, un sonido como el
tintineo de pequeñas monedas de plata—. Todo el mundo en Pikeston conoce al
señor Godfroy. Va todos los veranos, después de hacer el viaje desde las Rocosas, y
acampa en el White River. Comercia con pieles y vive en una tienda puntiaguda que
llama tipi.
—¡Debe haber sido maravilloso para usted! —dijo él—. Cuando era niño,
soñaba con que un jefe indio llamara a nuestra puerta y exigiera que los rostros
pálidos le devolvieran a su hijo. Su hijo era yo, naturalmente.
La manta se movió. Will no podía ver su expresión, pero la postura de aquella
chica se burlaba de su fantasía y lamentó haber hablado.
—No fue tan maravilloso cuando el señor Godfroy… papá, llegó a casa de mis
tíos y me contó la verdad —dijo ella con una nota de testarudez—. La tía Carolina
está enferma y, durante un tiempo, la mente le falló.
Titubeó para elegir con cautela sus palabras. Si mencionaba los sirvientes, ella
sabría más cosas sobre su vida de las que él estaba dispuesto a revelar.
—Iba a una casa cercana, con una familia que me gustaba. Mandaban a mi
hermano Robert, que es dieciocho años mayor que yo, a buscarme.
Los bordes gruesos de los potes de terracota, sus primeros sorbos de café
servido directamente del puchero junto a la lumbre, sin leche ni azúcar. Y las
primeras palabras que recordaba haber escrito, unas gracias garrapateadas con
esfuerzo en una nota que había deslizado bajo la puerta de la cocina en la quietud de
la noche.
—¿Y luego?
Aquella pregunta expresaba su rencor por todas las expediciones que el río
había abortado.
—Mi familia visitaba a un hombre que vivía en las montañas. Cuando tenía
ocho años, un granjero me llevó en su carro durante veinte millas, el resto lo hice
caminando.
El otoño, el esplendor de las montañas, la escarcha de las mañanas en la cabaña
del guardés. Will había dado la espalda a la masa civilizada del país de su familia,
fingiendo que no existía. Su primera cacería, su primera pieza, la culpa al ver cómo la
muerte se enseñoreaba de unos ojos vivientes.
—¿Y su hermano lo encontró?
—El montañés mandó un mensaje. Mi padre perdió dos días de trabajo en ir a
buscarme. De vuelta a casa, cortó una rama de sauce y, siempre que parábamos a
descansar, me sacudía en el trasero.
—¿Y aprendió a quedarse en casa?
—Aprendí a ir adonde no pudieran encontrarme, a utilizar un nombre distinto.
«Will Hunter», estuvo a punto de decir. Se repitió que no debía confiar en ella
sólo porque fuera una mujer atractiva, una mujer que también había crecido
añorando escaparse de casa.
—¡Mira! ¡La estrella de la mañana!
Will siguió la dirección en que apuntaba su mano hacia una luz que colgaba
como un fanal de un árbol sin hojas.
—La estrella del cazador.
—Nunca he oído que nadie la llamara así.
—Los cazadores se levantan temprano, al mismo tiempo que esa estrella.
Las estrellas parecieron dejarse caer un poco más. Casi como si Will pudiera
tomar una y regalársela a Rachel en honor a la belleza que la mezcla de razas había
logrado en ella. Se volvió ligeramente para que ella no pudiera ver su sonrisa.
Imaginaba a su propio padre y a Robert saliendo en tromba de los camarotes con
palabras de censura cuando descubrían que estaba acompañado. El tono pontifical de
su padre brotó de algún rincón profundo de su mente.
«¿Por qué debería gastar mi dinero en misiones para los salvajes? Les hemos
ofrecido oportunidades de sobra para que mejoren, pero se empeñan en regresar a su
paganismo y a sus mugrientas casuchas. Lo único peor que un indio educado es un
«squaw», un blanco renegado que, aun conociendo las enseñanzas de la civilización
y el cristianismo las abandona».
Las palabras del trampero siguieron a las de su padre. «Mi familia no la
quiere». La fina hebra de seda le acarició la cara. Si se casaba con una mujer como
Rachel Godfroy, su familia lo despreciaría para siempre llamándolo indio y
renegado. No importaba que tuviera mejores modales que la mayoría de las damas
que él conocía, no importaba que fuera elegante y hermosa. Se acabarían las cartas, se
terminarían los fajos de billetes que minaban su determinación.
¿Casarse con Rachel Godfroy por su raza? Era una razón estúpida y trivial para
tomar esposa. Había visto hombres que se casaban para tener hijos o una compañera.
Tenía amigos, apenas unos años mayores que él, que se habían casado para poner las
manos encima de las fortunas de sus mujeres. Naturalmente, todos se llenaban la
boca con palabras de amor hasta que el alcohol y la conversación a altas horas de la
madrugada desenmascaraban la verdad.
¿Matrimonio? Nunca antes lo había pensado. Claro que nunca antes había
conocido a una mujer que añorara fugarse y correr grandes aventuras. Se frotó el
cuello para quitarse la hebra de seda, pero tampoco encontró nada.
indio? ¿Que utilizaba un nombre falso? Porque ahora estaba segura. Los años no
habían atemperado su rebeldía. En realidad, ahora que era un hombre…
Las estanterías estaban muy cera de la cama, tan cerca que él podía tumbarla
con facilidad. Rachel forcejeó con dedos torpes contra la lata de azúcar. Will se la
quitó y abrió la tapa atascada. Arrugó la nariz cuando olió la levadura.
—Nunca me acuerdo de refrescar la reciente.
—Haré galletas.
Rachel contempló el fuego. No había horno. Nunca había cocinado en un fuego
abierto, aunque había ayudado a su amiga Faith, que se las arreglaba para alimentar
a seis personas sin horno.
—O mejor tortas.
Si hubiera esperado a los demás para emprender el viaje, ahora estaría con sus
amigas y no con aquel desconocido. Cuando hiciera buen tiempo, Faith, Meggie,
Tildy y ella soltarían los bueyes. Por las noches, la abuela MacIntyre las hubiera
instruido en el arte de cocinar en una hoguera. Pero no, ella estaba demasiado
ansiosa por comenzar su aventura. Decidió ignorar a Will mientras preparaba la
mezcla de harina en la artesa.
—¿Viene su prometido con las carretas?
—No —dijo ella sin apartar los ojos de su trabajo.
De repente se detuvo, si no hubiera sido por la masa se habría llevado la mano
a la boca. ¡Tendría que haber dicho sí! Will no trataría de propasarse si pensaba que
su prometido estaba en camino.
—Señorita Godfroy, no tenga miedo. Se encuentra absolutamente a salvo
conmigo.
Rachel no se fiaba de mirarlo. Cuando confió en sí misma lo suficiente como
para levantar la cabeza, vio que él recogía el rifle del dintel.
—Iré a buscar un poco de carne, su padre necesitará más de una hora para
llegar al río, montar la carreta y encontrar un tiro para volver.
Rachel se dio cuenta de que se había olvidado de la carreta que habían
embarcado por piezas en Indiana.
—Se sentirá más cómoda si salgo.
«Sin la menor duda», pensó ella. Puso el puchero del café en el gancho que
había sobre el fuego. A pesar de la vestimenta montañesa de Will, sus ademanes y
sus palabras delataban la educación de un caballero.
¿Qué debía pensar de que ella temblara por encontrarse a solas con un hombre?
Que era una mocosa, no una mujer que había cumplido los dieciocho la semana
anterior. Lo suficientemente mayor como para tomar esposo, mayor incluso, según
sospechaba, que la señora Brown, que ya se había casado, dado a luz un hijo y
perdido a su marido.
—Bueno, está Pete MacIntyre, que construye carros y carruajes. El que lleva mi
padre lo hizo él. También lo desmontó para que pudiéramos traerlo en el vapor.
—¿Y dinero?
Rachel no pudo evitar su desprecio. ¡Qué mujer tan vulgar, yendo al grano tan
directamente!
—Su padre es granjero. Bueno, lo era antes de que vendiera la granja para venir
al oeste.
—¿Cuántos años tiene ese Pete?
—Veintidós o veintitrés.
La señora Brown sacudió la cabeza con tanta energía que los bucles le azotaron
la nariz.
—Tan jóvenes tienden a sentir compasión. ¿No hay solteros mayores, o quizá
viudos?
—El señor Tole es viudo. Su hija Faith se encarga de llevar la casa para él y para
sus hermanos.
—¿Qué oficio tiene?
—Es herrero.
—¿Y cuántos hijos?
—Cuatro. Pero Kit, el mayor, tiene diecisiete y el menor, diez. No hay pequeños
a los que cuidar.
—Sí, pero comerán como caballos. La mujer que les prepare la comida se pasará
la vida en los fogones —dijo, aunque pareció animarse un poco—. Por favor,
preséntame a tus amigos cuando lleguen. Puede que me anime a ir a California. Ven
a visitarme a la ciudad —dijo ampulosamente.
Rachel dejó la Biblia junto a El libro de los Peregrinos, no sin antes echarle otro
vistazo a la dedicatoria. Un chiste, en realidad, un chiste doble. La viuda no se había
dado cuenta porque casi no conocía a Will. El nombre no era tan divertido como el
hecho de que Will se hubiera quedado quieto el tiempo suficiente como para prestar
total atención a algo. A algo tan decente como para dedicarle una Biblia, claro.
Capítulo 3
Will ató las mulas a un árbol con una cuerda doble. Estaban exhaustas, las
cabezas a la altura de las rodillas, pero se fiaba de unas mulas salvajes lo mismo que
de un oso herido. Había visto algunas que se escapaban cuando su dueño temía que
iban a morir.
Se dejó caer al suelo tratando de respirar, los hombros doloridos. Apoyó la
espalda en un árbol junto a Godfroy, que se había tendido en el suelo cuan largo era.
—Gracias —jadeó Godfroy—. Sabía que eras un buen hombre.
—¿Ah, sí? ¿No es un poco pronto para enjuiciarme?
—Bueno, a esa mujer guapa con la niña la mandaste a paseo sin pestañear. El
hombre que puede mantenerse firme con una frescachona se mostrará firme con todo
lo demás.
¿Firme? Cuando se trataba de mujeres lo que ocurría era que les tenía un miedo
mortal. Ahora que lo pensaba, nadie le había calificado de firme en su vida. Robert y
su padre le decían que era débil e inseguro. Quizá lo hubiera sido, hasta el día en que
vio que el fuego devoraba su manuscrito.
—Tendría que devolver estas bestias a los muelles antes de que se recuperen —
murmuro Godfroy—. El baúl de Rachel sigue en el desembarcadero y, además,
tendría que traer provisiones.
—Hay suficiente para la comida. Rachel está preparando un guiso de conejo.
Godfroy se pasó la lengua por los labios y Will se encontró imitando su gesto.
El desayuno en el barco había sido escaso y hacía horas de eso, el estómago se le
retorcía de anticipación al pensar en una comida decente.
—Supongo que, si nos encargamos cada uno de una mula, podríamos llevarlas
a la cabaña.
Pero las bestias se resistieron, decididas a recuperar la libertad que acababan de
perder. Al final, una se rindió entre protestas ruidosas. Por suerte, Will era más
grande que ella y pudo arrastrar a su obstinada compañera por el camino.
—Gracias por ofrecernos alojamiento —dijo Godfroy—. Rachel se ha criado en
una casa refinada. No digo que no sepa cocinar y coser y cuidar una huerta, su tía le
enseñó todo eso, ya que la madre murió cuando era un bebé.
«Y no supo que tú eras su padre hasta el invierno pasado». Podría haberle
preguntado, pero los misterios preferían desvelarse por sí solos. No había necesidad
de presionar al hombre para que hiciera unas confesiones que podían resultarle
dolorosas de hacer ante un desconocido.
—Haré fortuna en California. Rachel es una belleza que podrá elegir el marido
que le parezca.
—¿La dejará elegir marido?
—Le haré sugerencias, pero le enoja que los padres sean quienes eligen los
esposos. Su madre se casó con el hombre que su familia había elegido para ella. No
tenía virilidad, por eso ella se volvió hacia mí. El último invierno, el padre de una de
sus amigas encerró a la muchacha hasta que accedió a casarse con un yanqui gordo.
Parte del misterio se había aclarado. La madre de Rachel era la esposa de otro
hombre cuando Godfroy la dejó embarazada.
—¡Pobre criatura!
Will recordó las lágrimas amargas que su hermana pequeña había derramado la
mañana de su boda, con diecisiete años era incapaz de entender nada.
—Bueno, en ese caso todo acabó bien. El yanqui demostró ser un sinvergüenza
y la chica se casó con el hombre que quería. Matt Hull. Los conocerás cuando lleguen
las carretas.
—¿Y quién le recomendaría usted a Rachel? ¿Qué debería buscar en un marido?
—¿Estás diciéndome que quieres que te tenga en cuenta? —preguntó el
trampero con una sonrisa ladeada.
—Su hija es muy bonita —contestó Will evasivamente.
—En el barco, los hombres se amontonaban a su alrededor. Individuos de la
ciudad en viaje de negocios, propietarios de plantaciones con cientos de esclavos, de
todos los tipos. Yo le dije que se asegurara de que su hombre fuera firme y decidido
—dijo con un guiño—. Que dedicara el tiempo suficiente a una cosa como para no
ser un patán. Si un hombre pasa de granjero un año a tendero el siguiente, puedes
estar seguro de encontrar niños con hambre en su cabaña. Todas las riquezas del
mundo no traen la felicidad, eso lo sé, pero sin cierta cantidad de bienes razonable, la
mujer se enfrentará a una vida de hambre y miseria. Le dije a Rachel que encontrara
un hombre con el dinero suficiente para que pudiera vivir cómodamente.
En vez de dirigirse a la cabaña, se desviaron a un bosquecillo donde pudieran
atar las mulas.
—Pero eso fue egoísmo puro —continuó Godfroy—. Rachel es mi única hija, mi
linaje continuará sólo si tiene niños. Quiero que mis nietos estén cuidados. Puede que
las mulas se comporten mejor si las recompenso con un poco de grano. ¿Tienes algo
de maíz o de cebada?
—Sólo harina. La caza es tan buena por los alrededores que ni siquiera he
comprado un caballo.
—Mañana traeremos grano. Hay cinco docenas de bueyes en camino desde
Indiana y cuentan conmigo para encontrar pienso cuando lleguen. Empezaré a
buscar esta misma tarde.
Will decidió que Godfroy era un hombre con quien podía trabajar. Una persona
práctica que no se engañaba a sí mismo. Algún día le confesaría qué motivos tenía
para acompañarle al oeste.
Los platos de estaño estaban sobre la mesa, con los cubiertos colocados en el
lugar correcto. La cabaña olía a guiso de conejo, con el aroma de las cebollas que se
había reforzado con el almacenaje. Pero había otro, una presencia femenina que no
acababa de identificar. ¿Perfume? No, no se trataba de perfume. Rachel puso el
puchero en el centro de la mesa.
—No he encontrado una fuente de servir, de modo que…
—No tengo. El puchero está bien.
Rachel ocupó su sitio a la mesa, lo que le pareció extraño a Will, ya que las
tortas siseaban y burbujeaban en la parrilla y habría que darles la vuelta enseguida.
Cuando alargaba la mano hacia el cacillo, vio que Rachel juntaba las suyas y se
detuvo.
—Señor, te damos gracias por los alimentos que vamos a tomar. Te
agradecemos que nos hayas traído sanos y salvos. Bendice a todos los de esta mesa,
especialmente a los que nos traen la comida.
—Y a la que la prepara —añadió Will recordando la coletilla de los sirvientes
para la cocinera—. Amén —dijeron ambos.
Rachel le sonrió agradecida.
—Sírvanse —dijo volviendo al fuego.
Will empujó el cacillo hacia Godfroy mientras miraba a su alrededor. No había
pertenencias de la chica a la vista, a excepción de la capa colgada en la puerta. Sin
embargo, la cabaña parecía distinta, como si todo hubiera cambiado sutilmente a
pesar de que nada parecía fuera de su sitio.
Limpiar y cocinar eran tareas de mujeres. Will había supuesto que ella las
asumiría en el momento en que él saliera por la puerta. Sólo los solteros ponían la
olla al fuego o levantaban una escoba. Rachel no era una mujer grande, pero su
feminidad impregnaba cada rincón de la casa. Sirvió las tortas sobre una bandeja de
madera. Bonita, limpia, hogareña. Cuando él hacía tortas, las ponía sobre un plato de
latón o, a veces, se las llevaba directamente a la boca.
—Tampoco he encontrado el cántaro —dijo ella, poniendo un pote de latón
junto a las tortas.
Rachel había calentado la melaza, de modo que caía en un hilillo. Will pensó
que no contaba con aquella complicación. Las mujeres se adueñaban de las casas,
tanto física como espiritualmente. Claro que la casa era el mundo natural de la mujer.
En su propia casa, su madre había sido la reina absoluta cuando le apetecía estar allí.
Con todo, no había imaginado que en un par de horas… masticó un bocado de torta
y se detuvo. Azúcar. Aquel extraño olor femenino era azúcar caramelizada en la
plancha. El olor se hizo más fuerte al meterse la torta en la boca, borrando por
completo el del guiso. Tenía que decirle que no le gustaba el azúcar en las tortas,
pero después de comer. Si quería algo dulce, pedía un pastel. Aunque, con el
segundo mordisco, sabiendo ya lo que podía esperar, no sabía tan mal. Si aquella
mujer era capaz de provocar un cambio tan radical en un instante, tendría que
pensarse detenidamente la posibilidad de tomar esposa. ¿Para qué servía que se
declarara independiente de su familia si se dejaba gobernar por una esposa?
Rachel vertió otro cucharón de masa sobre la plancha, el olor envolvió a Will.
Las faldas y las enaguas no ocultaban del todo la curva de aquellas caderas. Will
cerró los ojos, pero no podía apartar de sí la fragancia dulce que lo envolvía como
melaza caliente. Rachel, con las faldas y enaguas levantadas a la misma altura que el
vestido de la mujer Pies Negros, enseñaba los tobillos, la curva de la pantorrilla.
Abrió los ojos. ¿Por qué pensaba en ella de un modo tan sensual? La chica no
había hecho nada para seducirlo, al contrario que la señora Brown con aquella
exhibición ridícula de sus pechos. Rachel era inocente. Al quedarse a solas con él,
había tenido miedo. Quizá incluso la más inocente de las mujeres podía ser una
seductora para un hombre que estuviera dispuesto a dejarse tentar. Como aquel
amanecer en el barco… Rachel había invadido su cabaña, su refugio más seguro.
—¿Conoces algún granjero que tenga grano o heno para vender?
Will demoró la respuesta con una cucharada de estofado con el que borró el
sabor de las tortas.
—A una milla hacia el este, hay un hombre, Perry, que tiene heniles detrás del
establo.
Rachel llegó a la mesa con otro montón de tortas, el aroma se adueñó de su
nariz. Will creía que se había deshecho de la telaraña en el barco, pero la hebra se
enredó en tomo a su garganta, acelerándole el pulso. ¡El hilo de plata venía de ella! se
encontraba tan cerca que sólo tenía que levantar el brazo para rodearle la cintura. El
corpiño delineaba su busto. El cuello alto rodeaba una garganta esbelta, de algún
modo su recato resultaba diez veces más incitante que unos pechos grandes y
blancos.
—¿Quieres acompañarme dando un paseo, Rachel? —preguntó Godfroy—.
Quizá haya alguna mujer con la que puedas hablar.
—No, tengo que lavar los platos. Y tampoco podemos acabar con la comida del
señor Hunter. Iré a comprar a la ciudad.
—No vayas sola —dijo Godfroy.
El último bocado de torta se le atragantó a Will. ¡Godfroy iba a pedirle que la
acompañara! Estarían juntos, a solas sin una carabina que le refrenara si le fallaba la
contención.
—Volveré al muelle a recoger tu baúl en cuanto acabemos de comer,
aprovechando que las mulas están demasiado cansadas para rebelarse. Yo compraré
lo que necesitemos.
Will tragó la comida y suspiro. Con alivio, le pareció. Lo que lo pilló por
sorpresa fue el desencanto que sentía. Tenía que salir de allí.
—Y yo me encargaré de buscar algo mejor que un conejo.
Olvidando que compartía el banco con Godfroy, empujó con todas sus fuerzas
para apartarlo de la mesa y a punto estuvo de tirar al suelo al trampero. Sin
detenerse a mirar atrás, tomó el rifle y salió diciendo que no lo esperaran a cenar.
¡Lujuria! No como la chica de Clarion River, cuando había pensado que tomarle
la mano era un atrevimiento. Nunca le había sucedido nada parecido, al menos
despierto. El corazón le latía como si ya hubiera subido a la cresta de la colina.
Apretó con fuerza el rifle porque le parecía que sus manos se debilitaban mientras
que toda su energía se concentraba en las ingles.
Obligó a sus piernas a moverse, a que conquistara la cuesta. Tenía que
olvidarla. Godfroy lo había dejado bien claro. Su yerno había de ser alguien bien
situado en la vida. Quizá tuviera razón. Sólo un hombre acomodado merecía
disfrutar de una esposa y una familia. Los empleados de la oficina bromeaban sobre
las mujeres de los muelles, mujeres que aceptaban dinero por aliviar órganos
henchidos, el fuego de las ingles. Will nunca había pensado que aquella necesidad…
que debiera tener en cuenta aquel pecado.
Encontró un seto espeso desde el que se dominaba una huella de venados que
bajaba al río. Se metió en él con cuidado para no desgarrarse los pantalones con las
espinas. Antes de sentarse, sacó el diario y el lápiz del bolsillo, preparándose para
una larga espera. No habría nada que acechar hasta que el sol empezara a ponerse.
Nunca había escrito sobre sensaciones sexuales, las palabras le parecían
vulgares, torpes, obscenas. Nada de lo que escribía podía publicarse en su libro, por
supuesto, pero plasmarlo le ayudaba a poner orden en su caos personal. El venado
pasó por su escondite antes de que encontrara eufemismos para sustituir el sucio
argot de su mundo juvenil, las únicas palabras que se le ocurrían. La necesidad de
concentrarse, de atender a la caza, venció a su obsesión con su ardor.
Will destripó al venado en la colina. Bajó abrumado con el peso muerto y tuvo
que detenerse. Las mulas estaban estacadas en el claro, ramoneando la hierba muerta
del último año. No era mucho, pero tendrían que conformarse hasta que Godfroy
llegara con el heno. A través de un hueco entre los árboles, vio que Godfroy
regresaba. Llevaba la espalda doblada, como si cargara con un peso mayor que el del
venado.
—Perry no ha querido venderle el heno —dijo Will en voz alta.
Godfroy era un cazador, no un recolector de hierba y grano. Will se daba cuenta
de que ir de granja en granja no tenía que hacerle mucha gracia. Igual que la
consignación de cifras en los libros mayores era insufrible para él. Godfroy y Will
tenían muchas cosas en común.
El humo salía por la chimenea en volutas lánguidas, recordándole la ninfa que
había tomado posesión de su cabaña. El olor del azúcar tostado le llegó incluso a esa
distancia y una leve excitación lo envolvió como la seda de una telaraña.
Rachel metió el dedo por el agujero del saco de cebada y contempló el rastro de
grano que salía por la galería y continuaba fuera. Una rata, o algún ratón, había
descubierto el pienso. Le dio la vuelta al pesado saco para que no siguiera
derramándose. Cada grano era vital, su padre no había encontrado un solo granjero
dispuesto a venderles heno. Buscó una aguja y un hilo fuerte, pensando que tenía
que convencer a los hombres para guardar el pienso dentro de la cabaña.
No, era mejor que les hiciera sitio en su habitación. Su padre y ella ya le habían
causado bastantes problemas a Will. Llevaba días lamentando que él les hubiera
ofrecido la suya. Su descontento se notaba en sus ojos recelosos, en la actitud fría con
que la trataba. Sólo hablaba con Rachel lo estrictamente necesario, aun cuando ella
hacía todo lo posible por complacerlo. El día anterior, su padre había comprado un
horno refractario en la ciudad y ella había preparado un pastel. Will ni siquiera se
había dado cuenta. Como de costumbre, engulló su comida en un abrir y cerrar de
ojos y salió con su rifle hacia la colina.
—Hola. Tú debes ser la hija de Godfroy, me dijo que sabías coser —dijo la
mujer que le tapaba la luz—. Soy Hester Perry.
Rachel clavó la aguja en la última puntada, dejó las tijeras en el suelo y se puso
en pie.
—Por favor, pase. Prepararé una taza de té.
Rachel no entendía el desacuerdo entre su padre y el señor Perry, sólo que el
granjero se negaba a venderle ni una sola bala de heno. Tenía que ser amable con la
señora Perry. Hay ocasiones en que las mujeres se ponen de acuerdo con más
facilidad que los hombres.
—No tengo tiempo para meriendas. Tu «padre» quiere comprarnos dos heniles.
—Sí. Está ansioso porque nuestros amigos…
Con un gesto, Hester la hizo callar.
—Lo sé. Nos habló del grupo de emigrantes. No tiene nada que ver con tu
«padre» y lo que es, pero no comprende que el señor Perry aborrece desprenderse de
lo que es suyo. Bien, no culpo al señor Perry por sentirse orgulloso de sus heniles,
pero yo necesito una mujer que sepa coser. Mi hija va a casarse.
¡Un ajuar de boda!
—Sé coser cosas sencillas y colocar mangas y puños. Ayudé a una amiga a hacer
volantes…
—Alice puede ocuparse de su ropa, sin embargo, no ha terminado su edredón
de bodas. El señor Godfroy dijo que tú sabías hacerlo.
—He terminado tres para mí y ocho más con mis amigas. Siempre trabajamos
juntas.
—Eso fue lo que dijo tu padre. Ven a mi casa todos los días, acaba el edredón y
yo te daré el heno. Mi marido no se dará cuenta hasta que empiece a segar este
verano, quizá ni siquiera entonces.
Rachel unió las manos bajo el delantal para contenerse. No debía portarse como
una niña y abrazar a la señora Perry. Si trabajaba todo el día… si los Perry se
conformaban con un dibujo sencillo… podía terminarlo en menos de tres semanas.
Pero no podía dejar sola la cabaña. Había puesto al fuego un asado de venado y
debía darle vueltas con frecuencia. Todavía tenía que mezclar, extender y cortar las
galletas para hornearlas. Le dijo a Hester que no podía pasar el día lejos de allí.
—¿Hay aquí sitio para un bastidor de colchas? —preguntó Hester, empezando
a dudar.
—Pase, por favor. Tornemos un té. ¿Qué motivo quiere para el edredón?
—La estrella de Belén, pero Alice la llama la estrella solitaria porque su novio es
de Texas —dijo la señora Perry, bloqueando la puerta para inspeccionar la
habitación—. Si lo apartamos todo, supongo que habría sitio, pero éste no es un suelo
adecuado.
—La colcha no estaría en el suelo.
—Pero se te caerá la aguja o el hilo y el edredón se llenará de polvo.
—El señor Hunter tiene pieles de sobra. Las extenderemos sobre el suelo bajo el
bastidor…
—Deja que vea tu trabajo, no quiero precipitarme.
La señora Perry arrastró el pie por el suelo mientras olisqueaba el aire.
—No traje los edredones en el barco, sólo los bordados.
—¡Vaya una pérdida de tiempo! —exclamó Hester con evidente desdén—.
¿Bordados para una chica como tú? Bueno, veámoslos.
Rachel abrió el baúl mientras se preguntaba qué clase de chica le parecía a la
señora Perry. Desdobló el papel blanco que guardaba las cintas y los bordados de lo
que algún día serían los cobertores de su mejor cama. Perry apenas les echó un
vistazo, le dio la vuelta a la tela y estudió la puntada.
—Muy bueno —dijo con un gesto hacia el baúl—. Quita aquella bandeja.
A Rachel le pareció una orden chocante, pero le dejó ver la ropa arreglada en
montones ordenados.
—Bastante bien. Siempre recelo de los mestizos. Tienes un aspecto decente y
hablas bien, además de tener la cabaña limpia —dijo volviendo a restregar un pie—.
Pero la tendencia al salvajismo y al desaliño siempre está presente en la sangre.
Rachel sintió que se quedaba sin aire en los pulmones. ¿Desaliño? ¿Salvajismo?
¡Era una acusación! Rachel se levantó de un salto y levantó un brazo para ordenarle
que se largara. En la puerta estaba el saco de grano, sólo grano. Nada de heno. Los
bueyes hambrientos ya estaban en camino. Bajó el brazo. Hizo un esfuerzo por
mantener el equilibrio entre la fina línea que separa el orgullo de la humildad.
—Mi padre es nieto de François Godfroy, jefe de los miamis. Y el padre del jefe
Godfroy era francés, descendiente del rey de Jerusalén.
—No hace falta que te des esos humos. Nunca lo hubiera adivinado al mirarte,
pero tu «padre» no puede negarlo. Tiene algo de esa mirada taimada de los indios.
Te iría mejor sin él. Podrías encontrar una buena familia y pasar por blanca.
—Ya he vivido así durante años —«Por desgracia», añadió para sí—. Por eso
voy a California con mi padre.
—Supongo que allí nadie le dará importancia, ya que todos son medio
mestizos. Haré que mi hijo Lem…
La señora Perry bajó la cabeza y torció la boca mientras pensaba.
—No, mi marido traerá el bastidor y el edredón cuando acabe su faena. No es
razonable correr el riesgo de que Lem se sienta tentado por ti. Vendría a babear a tu
puerta todos los días después del trabajo. Te mandaré hilo, pero nada de agujas o
alfileres. Eso tendrás que procurártelo tú misma. Dale a una costurera agujas y
alfileres y no volverás a ver ni la mitad. ¡Y eso con suerte!
—¿Y el heno? ¿Cuando podrá mi padre empezar a cargarlo?
—Cuando vea que avanzas en el edredón y sienta en los huesos que vas a
terminar lo que has empezado.
Una ráfaga de lluvia en el techo pareció anunciar otro chaparrón, pero acabó
convirtiéndose en una llovizna débil. Rachel, inclinada sobre el bastidor, seguía la
fina línea de tiza que marcaba el motivo. La luz era escasa y gris, pero no se atrevía a
dejar de dar puntadas. Ya había pasado una semana. Un ligero chapoteo le recordó
que debía tirar el agua del cacharro que había puesto bajo la gotera. Si se derramaba,
el suelo se convertiría en un barrizal.
La estridente protesta de una mula anunció la llegada de otra carga de heno.
Hubo un murmullo de voces masculinas. Will debía estar ayudando a su padre.
Llegarían mojados y hambrientos, dispuestos a comer.
Rachel clavó la aguja en la puntada y se levantó. Atizó el fuego y puso a
calentar lo que quedaba del pastel de zanahoria. Era un triste remedo de pastel, pero
no había encontrado nada más, aparte de unas manzanas secas. Con pan y venado
frío, servirían para cenar.
El enguatado le dejaba muy poco tiempo para cocinar, sólo cuando se hacía
demasiado oscuro como para ver el trazo de tiza lo dejaba. Además, pasaba las horas
pelando verdura, amasando, cociendo y asando, carne, patatas y pan, tareas que la
obligaban a estar constantemente junto al fuego. Aquella noche iba a hervir la última
pieza de venado con una cebolla y lo que restaba de las zanahorias. Al día siguiente,
cubriría las sobras con bolas de harina hervidas.
Para su satisfacción oyó los gualdrapazos de los abrigos al ser sacudidos. Por
dos veces habían entrado su padre y Will cubiertos de vilanos, pajas y barro, lo que la
había obligado a limpiar concienzudamente la habitación. Asombrada, se daba
cuenta de que aceptaban sus órdenes como niños vergonzosos. Desde entonces, se
limpiaban con mucho cuidado antes de entrar. Rachel sonrió cuando se abrió la
puerta. Apareció Will, que llevaba un gran pez por la agalla.
—Hoy no había caza, pero he tenido suerte en el río.
Capítulo 4
—Padre.
Godfroy estaba acurrucado junto al fuego. Asintió para que viera que la
escuchaba.
—Creo que deberíamos buscar un sitio en la ciudad. Will se muestra muy
reservado, creo que se arrepiente de…
—Será difícil encontrar un sitio lo bastante grande para el bastidor.
—Acabaré con el edredón dentro de una semana, si trabajo todas las horas de
luz —dijo ella.
—Yo… voy a darle a Will… el puesto de cazador.
Godfroy se pasó la mano por la frente y sacudió la cabeza como si quisiera
aclararse los ojos de la lluvia.
—Estás temblando, padre. Ponte ropa seca.
Rachel empezó a limpiar y cortar el pescado. Godfroy se desnudó frente al
fuego hasta quedarse en calzones. Cuando ella acabó de rebozar el pescado con
harina de maíz, Godfroy ya se había puesto los pantalones y la camisa.
—A Will no le importa que tú organices la cabaña. Le gusta hacer que te sientas
cómoda.
Aquello la sorprendió tanto que estuvo a punto de dejar caer un trozo de
pescado al fuego.
—¡Pero si apenas me dirige la palabra! Siempre es frío e indiferente, por mucho
que me esfuerce, come menos que un pajarillo y sale corriendo.
—No es indiferente. Está en la edad en que los muchachos más piensan en las
mujeres, le resulta muy difícil estar junto a ti. ¿No te has dado cuenta? A mí me lo ha
dicho.
—¿Cómo?
¿Habían hablado de los anhelos masculinos? La habían mencionado a ella
como… hembra. La piel le hormigueó como si un animal viscoso la hubiera rozado.
—Will pensó que yo acabaría dándome cuenta. Me prometió que jamás haría
nada indecoroso. Contigo, me refiero.
—¿Pero sí con las mujeres de la ciudad?
La señora Brown. ¿Ella sería capaz de recibir a un hombre en su cama y dejar
que le hiciera lo que hacían los hombres después de casarse?
—Eso no es asunto tuyo. A todos los jóvenes les gusta echar una cana al aire.
Sin embargo, Rachel se lo imaginaba con Louisa Brown, aunque la escena no
pasaba de los besos porque ella no estaba muy segura de qué ocurría a continuación.
Rachel obedeció. Will extendió un cuero sobre el suelo y la abrigó con la piel de
búfalo. Le dio las gracias. Will podía ser muy considerado, cuando quería. Godfroy la
despertaba con sus gemidos cada vez que se adormecía. Will se había tendido sobre
el petate junto al fuego, pero Rachel no vio que durmiera. De vez en cuando se
levantaba para echar leña a la lumbre y preparar una infusión tras otra que ella hacía
tomar a su padre con una cuchara.
—Será un ladrón que cobrará dinero por matarme. Sé morirme sin ayuda. Pero
ve a buscar a un predicador y tráelo aquí. Rachel tiene que quedar a buen recaudo.
Godfroy trató de volver despacio a la almohada, pero había agotado sus fuerzas
y simplemente se derrumbó. Tenía los ojos en blanco, luchaba por respirar. Rachel
trató de hablar para replicar a sus palabras, pero sólo podía sollozar. Apoyó la oreja
contra su pecho, el corazón le latía regularmente, la respiración seguía entrecortada.
—No lo haré a menos que Rachel esté de acuerdo —dijo Will.
—¿Hija? —preguntó Godfroy con una voz apenas audible.
—Sí. Sí. ¡Por supuesto!
¡Lo que él quisiera! Nada importaba, excepto la necesidad de aliviar el dolor
que contraía su rostro, el miedo que relucía en sus ojos.
—Sí, me casaré con quien usted diga.
El corazón redobló sus latidos en aquel pecho. ¿Un redoble de muerte?
—Date prisa, Will.
Will le puso las manos sobre los hombros para apartarla de su padre, pero ella
lo empujó.
—Corre, ve por el predicador —dijo Rachel sin siquiera mirarlo, sin darse
cuenta de que lo tuteaba.
Will desapareció.
—¿Quieres que rece, papá? ¿Que te lea la Biblia?
—Sólo agua.
Al levantarse, la falda se enganchó y se desgarró. Pero no tenía tiempo para
pensar en eso. Le dio infusión de corteza exprimiéndola de un trapo en su boca.
Godfroy tragó unos cuantos sorbos diminutos y tosió, exhausto. Rachel se arrodilló a
su lado y juntó las manos.
—Padre nuestro…
—Ahora depende de ti, Rachel. El heno y las provisiones…
—No hables, padre.
—No debería… haberte traído.
Le pesaba su trabajo inacabado, lamentaba dejar en aquella situación a la hija
que había sacado de una casa confortable y segura para arrastrarla a la frontera,
donde no tenía ni amigos ni familia.
—Todo estará listo para cuando lleguen las carretas —dijo ella tan alegremente
como pudo—. Y ya verá cómo para entonces se habrá curado.
Trató de sonreír, pero sólo consiguió una mueca.
—Will te ayudará… El dinero…
¿Dónde estaba? No podía comprar provisiones sin dinero.
—¿Dónde?
—En la bota.
—¿En su bota?
Godfroy asintió débilmente. A duras penas conseguía respirar.
—Déjame morir —dijo lentamente—. Sigue con la colcha.
—No. Ahora no podría dar una sola puntada decente.
Puso una mano sobre la frente que parecía arder. Buscó un trapo, pero los había
ensuciado todos limpiando la noche anterior. Godfroy gimió. Rachel se levantó la
falda, desgarró la enagua y empapó el trozo en agua fría.
—¡Ah, qué bien! —musitó él al sentir que le refrescaba la cara.
Rachel recordó que su tía Caroline le había puesto compresas en la frente
cuando cayó enferma de sarampión. Las sujetó con la mano mientras apoyaba la
cabeza junto a la de él.
«Padre nuestro, perdónalo, mamá y él no hicieron nada malo. Sólo se
enamoraron. Si papá pudiera reunirse con ella, ir al cielo y encontrarla
esperándolo…»
Una voz masculina carraspeó. Will hizo pasar a un hombre bajo con una barba
larga y descuidada. Llevaba una levita de faldones largos y cubierta de lamparones
de grasa. Rachel recordó que, con aquel tiempo, poca gente de Saint Joseph podía
darse el lujo de lavar la ropa y mucho menos asearse.
—Es el reverendo Kraft.
—¿Esta es la novia?
Rachel asintió mientras se levantaba.
—Quítate el delantal, muchacha. ¿No vas a vestirte para la ceremonia?
Sólo tenía un traje de presentable, pero estaba en el fondo de baúl. Sin embargo,
el aspecto y la respiración trabajosa de su padre le hicieron sacudir la cabeza. Qué
distinto era todo aquello del vestido de brocado, del velo ribeteado de oro con que
soñaba la tía Caroline.
—¡Un momento!
Guardaba un paño dorado en la bandeja superior del baúl, tan fino que la luz se
filtraba a través de él. Rachel lo dobló en diagonal y se lo ató sobre los hombros.
—Perteneció a mi abuela. Me lo mandaron mis primas de Virginia para que me
lo pusiera el día de mi boda.
—¿Tenemos anillo? —preguntó el reverendo.
—No —explicó Will—. No ha habido tiempo.
—¡Sí! —jadeó una voz que los hizo volverse a todos—. ¡En mi bolsa!
—Voy a buscarla. Aguante un par de horas, Godfroy. Dos horas nada más, ¿me
oye? Vive al otro lado del río. Tendré que mandar al balsero a buscarla.
Rachel contemplaba el anillo. No quería estar casada con Will Hunter, o como
se llamara. Había visto cómo se apareaban los perros, cómo las hembras trataban de
escapar de la sujeción del macho. ¿Era lo mismo entre hombres y mujeres? Quizá
Will sintiera pasión por ella, pero Rachel no tenía otra cosa que miedo en el corazón.
Se levantó para mojar la compresa y tropezó con un jirón de su falda. Se había casado
con un vestido hecho jirones.
Capítulo 5
Una brisa que olía a primavera acariciaba la tierra. Las yemas verdes cubrían
los sauces. Una semilla alada de arce flotó rozando el hombro de Will. La primavera.
Era amargo que Godfroy tuviera que morir en un día así.
—¿Siguen los pottawatomi acampados en la otra orilla? —le preguntó al
propietario de la balsa.
—Ajá —dijo el hombre con un lado de la boca y sin mover siquiera la pipa.
Will sacó dos monedas y le pidió que fuera a buscar a Mujer Gris. El barquero le
dijo que el doctor MacDonnal acababa de llegar, pero no le quitaba el ojo a las
monedas. Evidentemente, estaba dividido entre la posibilidad de embolsárselas y las
ganas de seguir holgazaneando al sol.
—Godfroy no quiere un médico blanco, cree que sólo cobran por matar más
deprisa a los enfermos.
—Ninguno de mis negros habla la jerga de los pottawatomi.
Sin embargo, se levantó e hizo una seña a los esclavos. Se guardó las monedas
antes de subir a la balsa. Will los vio alejarse, avanzaban en la corriente crecida a
fuerza de remos. Tardarían más de una hora en volver, y eso contando con que el
campamento de los indios se encontrara cerca del río.
Will se dio cuenta de que ahora tendría que llegar hasta California, Rachel
Godfroy se había convertido en la señora Hunter. «Mi esposa, Rachel». Tendría que
escribirle a su hermano en Pittsburgh.
Puesto que la espera iba a ser larga, se encaminó hacia el edificio de ladrillos del
hotel Robidoux. Si Rachel y él volvían algún día a Saint Joseph se alojarían ahí.
Quizá, dentro de algunos años, Robert y él pudieran reunirse en esa misma ciudad.
Robert tendría que abandonar su papel de hermano mayor que trataba de controlar
al rebelde de la familia. Se preguntó si Robert se negaría a reconocer a Rachel. Para
entonces, era posible que ya tuvieran un hijo. Will se detuvo frente al hotel. ¡Un hijo!
Eso sería un problema, una carga para un hombre que soñaba con cazar tigres en la
India. Bueno, quizá pudiera dejar a la madre y al niño al cuidado de Godfroy. Lo
malo era que Godfroy estaba agonizando.
El acto de engendrar un hijo ya no era un sueño, ahora habría una mujer de
carne y hueso en su cama. Hizo una mueca. Considerando la inocencia de Rachel, y
la suya, la noche de bodas iba a ser más torpe que satisfactoria. Además, Rachel se
encontraría destrozada por la muerte de su padre. En consideración a ella tendría
que posponer el ritual hasta que se recuperara, quizá hasta que comenzaran el viaje.
Hasta que él consiguiera reunir el valor suficiente. Sonrió y la sonrisa le calmó los
nervios.
—Hola, señor Hunter.
La señora Brown estaba asomada a una de las ventanas del edificio. Will se
levantó el sombrero e inclinó levemente la cabeza, lo justo como para que pudiera
pasar por un saludo.
—Espero que se encuentre bien —añadió ella.
—Yo sí, pero el señor Godfroy está consumido por las fiebres. Hay pocas
esperanzas de que se recupere.
Aquel busto blanco surgía por encima del encaje negro del corpiño y ocupaba
todo su campo visual.
—Y ha venido a la ciudad a buscar al médico.
—No, no quiere médicos. He mandado a buscar a la curandera pottawatomi, a
Mujer Gris.
—¡Una india! —exclamó ella llevándose una mano a la piel resplandeciente de
los senos—. Pero, claro. Al fin y al cabo, Godfroy también es mestizo. Tiene sentido.
Will no podía seguir aquella lógica, quizá la exhibición de aquella piel blanca lo
distraía. Decidió mantener los ojos fijos en su rostro, pero su visión periférica seguía
las subidas y bajadas de aquel busto.
«La señora Brown es una mujer con experiencia que trata por todos los medios
de conquistar un marido. Es posible que, a cambio de dinero, me enseñe cómo
hacerle el amor a Rachel».
El sexo fuera del matrimonio era un pecado, tener esposa y acostarse con otra
mujer era adulterio, un pecado aún mayor. Sin embargo, ¿no debía adquirir
experiencia antes de meterse en la cama con su esposa?
—Esto… Tengo asuntos con Robidoux —balbuceó él.
—Con todo, me alegro de verlo tan bien —dijo ella con una amplia sonrisa.
Robidoux le hizo sitio en su propio escritorio para que escribiera una carta que
resultó mucho más breve de lo que había imaginado. Las frases que anunciaban su
matrimonio hubieran debido ocupar muchas páginas, pero allí estaba la verdad
desnuda, se había casado con una joven que se llamaba Rachel Godfroy, cuyo padre
era mitad indio Miami y mitad francés. Era preciosa, con grandes ojos y pelo castaño.
Se había educado en una casa culta, la había criado su tía, una mujer blanca. De
ninguna manera supondría un desdoro para la familia. Will dobló la hoja dos veces,
en la cara exterior escribió el nombre de su hermano y lo dirigió a la sede de la
compañía en Pittsburgh, Pennsylvania. Dio por terminada la carta con una gota de
lacre.
Desde la oficina de correos vio que la balsa regresaba. Corrió hacia el
embarcadero con ganas de gritarle a todo el mundo que se había casado. En dos o
tres semanas, su familia celebraría una reunión secreta. Se retorcerían de dolor por la
oveja negra, pero acabarían descartándolo como si se tratara de una mercancía que se
hubiera echado a perder. Robert retiraría su invitación de que volviera. Sin embargo,
esa otra carta nunca acabaría en manos de Will, cuando la recibiera en Saint Joseph
iba a estar camino de California con Rachel, que era hermosa, aventurera y que le
hacía hervir la sangre cada vez que la miraba.
Will la sujetó por ambas muñecas de modo que no le quedó más remedio que
mirarlo a la cara.
—¿Lo dices por lo de «maldito»? Eso no es una maldición. No para los indios.
Así es como llaman a los blancos. Es lo que siempre les oyen decir. La hechicera se
refería a que todavía hay posibilidades de que se cure.
Rachel se dejó caer contra él sin darse cuenta de que lo estaba utilizando para
apoyarse hasta que sintió el calor y la textura de su camisa en la mejilla. Iba a
apartarse para demostrarle que no se fiaba de él, pero después, cuando se hubiera
recuperado, cuando recobrara las fuerzas.
Mujer Gris recogió el resto de las cortezas que se secaban frente al hogar y las
agitó frente a Will haciendo el movimiento de un hacha con las manos.
—Supongo que quiere que vaya a buscar más. Vaya, parece que, después de
todo, lo hemos estado haciendo bien.
Sin perder tiempo, buscó el hacha y salió de la cabaña. La india echó toda la
corteza en la olla y la colocó en la parte más caliente del fuego. Empezó a gesticular,
hizo como si metiera un dedo en la jofaina, luego lo probó y sonrió. Rachel le dio la
lata de azúcar, pero ella la rechazó. ¿Quizá prefería melaza? Mujer Gris sí la aceptó y
puso una buena cantidad en la olla de la infusión. Con más gestos, le indicó a Rachel
que debía remover la mezcla, se echó el chal por encima y salió de la cabaña.
Rachel se limitó a poner sus enaguas sobre la mesa y a seguir removiendo la
olla. Mujer Gris regresó con cinco piedras del tamaño de manzanas grandes y las
puso junto a las brasas.
—¡Claro! ¡Debería haberme acordado! La tía Caroline me puso un ladrillo
caliente en los pies cuando tuve el sarampión.
Mujer Gris le sonrió con el gesto de quien no entiende pero quiere agradar. Se
acercó al bastidor y tomó una piel de ardilla. Se quedó mirando el edredón. Rachel
contuvo el aliento, había visto las uñas negras de la india.
—¿Tú? —preguntó la india.
—Sí, lo estoy haciendo yo.
Como cualquier otra anciana, la mujer se apartó un poco para ver mejor. Pasó la
mano sobre una de las estrellas, sonrió y movió los dedos para indicar su parpadeo.
—Sí —dijo Rachel, también sonriendo—. Estrella.
Mujer Gris dio dos pasos y le puso la mano en el pecho.
—Estrella —dijo.
—Estrella —repitió una voz jadeante.
Godfroy las observaba desde la cama. Era el nombre que él le había puesto al
nacer, Rachel sólo lo había sabido el otoño anterior. Dejó el cucharón y se acercó a la
cama.
—¿Cómo lo sabe? ¿Le ha dicho usted que me llamo Estrella?
Godfroy negó con un gesto. Habló, pero estaba tan débil que Rachel tuvo que
acercarse para entenderlo.
—Es una mujer sabia… Sabe sin ver… Nosotros no lo comprendemos…
La mujer tomó un cacharro más pequeño e indicó por gestos que necesitaba
agua. Desató una bolsa de su cinturón y eligió uno de los paquetes de cuero y papel
que atesoraba dentro. Vertió parte del contenido en el cacharro y a continuación
señaló al fuego. Rachel puso la nueva pócima sobre la plancha.
—¿Es suficiente? —preguntó Will desde la puerta.
Dejó una bolsa llena a medias junto a la chimenea.
—Manta —dijo la mujer.
Will trajo la suya. Mujer Gris indicó mediante mímica que necesitaba un dosel
sobre la cama. Will asintió y volvió a tomar el hacha. Volvió con dos arbolillos.
Rachel le ayudó a fijarlos, aunque se apartaba cada vez que sus manos se tocaban. La
mujer pidió más pieles y con ellas envolvió las piedras calientes, que dispuso a los
pies del enfermo y a lo largo de sus piernas.
—¡Hace demasiado calor! —se quejó Godfroy.
—El calor favorece la transpiración —explicó Will—. Eso ayudará a acabar con
la fiebre.
—Dejad que muera en paz.
—No puede morir —lo atajó Will—. Hay demasiada gente que depende de
usted. Mujer Gris cree que se va a recuperar.
La risa cascada de la indígena resonó junto al fuego. Rachel se apartó de ella
todo lo que pudo.
—¡Todos hombres… morir, morir!
La mujer india hizo una pantomima de la juventud y la vejez. Rachel contuvo la
risa por respeto a su padre. La escenificación de la anciana le recordaba a su tío
cuando comía demasiadas ostras en la taberna y pensaba que lo habían envenenado.
Era un hipocondríaco. Incluso a los diez años, a instancias suyas, había tenido que
escribirle un testamento que él firmó, sólo para zamparse una fuente de setas en
cuanto se pudo levantar de la cama.
Mujer Gris balanceó el cacharro acompañándose de gestos y salmodias. Will le
bajó un poco más la manta sobre la cama. La anciana se puso las enaguas rojas, se
acuclilló frente a las llamas y tamborileó con los dedos mientras canturreaba, era el
hechizo de una bruja.
Cuando estuvo claro que la curandera pretendía quedarse, Will le sugirió a
Rachel que se acostara en la otra cama. Aquello la alarmó. El miedo a que él tratara
de poseerla hizo que se excusara diciendo que tenía que coser.
Se puso a trabajar lamentando no poder comunicarse con la anciana, de otro
modo le habría pedido que le explicara qué iba a hacerle Will, exactamente. Podía
intentarlo con la señora Perry, pero estaba segura de que aquella mujer vulgar iba a
reírse de ella y pregonar su ignorancia por toda la ciudad.
¿A quién podía recurrir? Su padre estaba demasiado débil y, además, no tenía
la suficiente confianza con él. Hacía muy poco tiempo que ejercía de padre. Eso
dejaba únicamente a Will. Cuando llegara el momento, Rachel tendría que confesarle
su ignorancia.
se preguntó si eso iba a gustarle. Pero iba a tratar de ser una buena esposa. Si él podía
esperar, tendría tiempo para hablar con la señora Brown.
—No pasará nada si duermes un par de horas —dijo Will—. Cuando hierva el
cacharro, lo pondré bajo el dosel.
—Despiértame si ocurre algo, bueno o malo —ordenó ella.
Will asintió con un brillo amable en los ojos y Rachel pensó que, al fin y al cabo,
estar casada con él, no tenía por qué ser tan malo.
Capítulo 6
Rachel sólo se daba cuenta del paso de los días por el cambio en el ángulo de la
luz. El vapor de los cacharros que hervían empañaba los cristales y humedecía todo
lo que tocaba. Con el tiempo, Mujer Gris no hizo otra cosa que sentarse juntó al fuego
y canturrear. Rachel cosía, cuidaba a su padre y preparaba comidas descuidadas que
servía a Will y a la india en platos, sin molestarse en poner la mesa.
Hacía días que no se desnudaba, limitándose a envolverse en una manta y
tumbarse sobre las pieles bajo el bastidor. Mujer Gris se movió silenciosamente entre
el fuego y la cama. Su marido estaba arrodillado junto a su padre, las manos juntas.
El corazón le dio un vuelco. Will dejó caer la cabeza sobre las manos implorantes.
«Papá está muerto. Will tiene miedo de decírmelo».
Fue a arrodillarse a su lado, le pasó una mano por el hombro para que supiera
que se había unido a sus plegarias. Su marido. Había jurado obedecer al hombre que
su padre había elegido para ella. Había sido su último acto en la tierra, procuraría
obedecerle.
—La fiebre ha bajado —susurró Will.
Guiada por su mano, Rachel le tocó la frente. Estaba húmeda y fría.
—¡Rachel! ¡Rachel!
Will la zarandeaba y su cabeza iba de un lado para otro. Algo le cayó en la
frente, Rachel se lo quitó, se abrazó a su marido y apoyó la cabeza contra su pecho.
—¡Cielos, hija mía! —dijo una voz débil—. ¿Te desmayas cuando te dicen que
estoy mejor? ¿Qué harás cuando me muera?
A tientas, Rachel dejó que Will la sostuviera.
—No te estás muriendo, papá. Mujer Gris dijo desde el principio que no ibas a
morir.
—Quizá ahora no, pero algún día tendrá que ser. Todo lo que vive ha de morir.
Con un poco de suerte, llegaremos a California y todavía me quedará tiempo para
dejarte una fortuna antes de que las garras del diablo encuentren mi corazón.
—Vivirás para ver crecer a sus nietos —dijo ella con testarudez.
—¿Os habéis casado?
—Sí —dijo Will—. Hace tres o cuatro días, ya he perdido la cuenta.
Godfroy tenía el rostro consumido y ojeroso. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza
en la almohada, jadeando de agotamiento.
—Creía que… he tenido sueños extraños.
—Sir Anders dice que tiene un castillo en Inglaterra. Yo no lo creo, faltaría más.
Estamos en 1848, ¡por amor de Dios! Ya no quedan caballeros ni dragones. No son
más que cuentos de hadas.
Rachel se lavó las manos.
—¿Ha hablado con él? —preguntó—. Ven aquí Merri, vamos a lavarte la cara y
las manitas.
—No —dijo la niña.
Corrió a la cama y se apoyó en ella, retándolas a que la obligaran a obedecer.
—Sir Anders y el señor Brant Reid han tomado habitaciones en el Robidoux. No
veáis cómo dobla el lomo el viejo Robidoux, lo que ellos deseen y al instante. Hooper
llega con…
—¿Quién es Hooper?
—El criado de sir Anders. Pues Hooper llega con un paquete y dice, «sir Anders
sólo toma este té, traído de sus propias tierras en India». Y claro, vacían la tetera
antes de que los demás nos hayamos servido para volver a ponerla al fuego con agua
fresca, como diría el propio Hooper.
—Sir William no era así. Vivía igual que los demás tramperos.
—Oa —dijo Merri mirando al enfermo.
La pequeña soltó una mano del armazón de la cama y, cautelosamente, le
acarició la mejilla. La viuda no se movió y Rachel se resistía a llamar al orden a una
niña que no era suya. Encontró una corteza de pan en la estantería y se la ofreció a la
criatura.
—Asia —dijo Merri.
Se sentó en el suelo, estudió un momento la corteza y se metió un extremo en la
boca. Rachel la miraba asombrada.
—¿Gracias?
—¿No es la niña más lista que hayas visto? —dijo la madre, orgullosa—. Y eso
que mañana hará un año. Bueno, lo que yo quiero saber es, ¿son ricos todos los
«sires» ingleses? A pesar de todo, podía mentir sobre el castillo. ¿Tenía castillo ese tal
sir William?
Rachel se dio la vuelta para que la viuda no viera los esfuerzos que hacía para
contener la risa. ¿Cómo podía creer que ese inglés iba a casarse con ella y llevarla a su
castillo?
—¿Y a qué ha venido a Saint Joseph? Me parece un sitio bastante raro para un
inglés.
—Tienen la intención de cazar en las praderas. No te imaginas la cantidad y las
clases de rifles que han traído. Algunos llevan incrustaciones de oro y plata y las
partes de madera están grabadas con escenas de cacería.
—Sir Anders es muy orgulloso. Más que cualquier otro hombre que haya
conocido. Se cree que está en lo alto de una montaña y el resto nos arrastramos como
ratones a sus pies.
—Quizá sólo ande buscando una querida —dijo Rachel sin miramientos.
La viuda abrazó a Merri tan fuerte que la niña gritó.
—Las mujeres debemos ser tremendamente precavidas. Si oyes algo sobre sir
Anders, ¿me lo contarás? Me refiero a si te enteras de si le ha propuesto cosas
parecidas a otras mujeres.
—Por supuesto. Pero la única mujer que veo es la señora Perry y dudo mucho
que a sir Anders pueda interesarle. Ella es como una estatua de cementerio.
Rachel se rió de su propia gracia, pero la viuda le lanzó una mirada iracunda y
echó a andar. Rachel volvió a la cabaña y se ofreció a leer la Biblia en voz alta para su
padre. Buscó la Biblia mancillada de Will y no tardó en encontrar el versículo que
deseaba.
No debía condenar a la señora Brown, sino ofrecerle apoyo en sus tribulaciones.
Todos los cristianos sufren cuando uno de ellos padece. Debía tener caridad y no
pensar siquiera que la viuda había podido pecar con un hombre que no era su
marido.
«La caridad se regocija en la verdad», acabó.
—¿Pero cuál es la verdad? —preguntó mirando a su padre.
—No me hagas preguntas que son imposibles de contestar.
—Pero estoy convencida de que la señora Brown es una chica de ciudad. Habla
de las partes de madera de las armas, no de las provisiones. ¿Una chica de ciudad
que busca marido en una ciudad de la frontera? Seguro que nunca ha estado casada.
—¡Rachel!
—¡Y ese inglés! Cualquiera puede decir que es sir y a nadie de por aquí le
importaría. Will dice que su apellido es Hunter por su abuelo, pero su Biblia está
dedicada William Shakespeare. ¡Que no venga diciendo que no es un nombre falso!
¡Y eso que estoy casada con él!
La expresión de su padre era una mezcla de asombro e ira, pero no tardó en
desaparecer porque toda emoción era excesiva en su estado de debilidad.
—Rachel, Will es un buen hombre. He cazado en las tierras vírgenes de las
Rocosas y conozco todas las señales del bien y del mal. Aún es muy joven, nada más.
Ten caridad, como dice la Biblia.
Entonces, Godfroy le pidió que le leyera el cruce del Mar Rojo.
—Una vez, los Pies Negros estaban tan cerca que podía oír sus gritos, pero el río
que tenía delante siguió corriendo. Me pregunto cómo se las arreglaron los judíos
para convencer a Dios de que apartara las aguas.
Will no se atrevía a quitarle el ojo de encima a las mulas para mirar a Rachel. Su
esposa aferraba el edredón como si pudiera ocurrirle algún desastre.
—Se acerca una caravana —dijo en voz alta para que ella pudiera oírlo desde
atrás—. No te levantes. Si a las mulas les da por salir al galope, no quiero que te tiren
al suelo.
—¿Dónde? —preguntó ella—. Yo no veo nada.
—La verás en cuanto salgamos de esta curva.
Tras forzar a las mulas a caminar, se encontraron de frente con tres yuntas de
bueyes y unos toldos de carreta tan blancos que Will supo que eran nuevos. Will se
preparó para que los animales dieran una espantada, pero se comportaron como si
estuvieran acostumbrados a tropezarse todos los días con carros.
—¡Alto! —gritó el hombre que caminaba junto a los bueyes.
—¡Alto! —fue repitiéndose a lo largo de la hilera.
—¿Adónde van? —preguntó Will.
—Por hoy, nos conformamos con llegar a Saint Joe.
—Pues casi han llegado. ¿Y luego?
—A Oregón. Estamos buscando un sitio donde meter el ganado y comprar heno
y grano. ¿Conoce a alguien que pueda vendérnoslo? Hemos preguntado en la última
granja, pero la mujer nos ha dicho que ya lo había vendido. También hay algunos
que quieren comprar bueyes nuevos…
—Será mejor que lo pregunten en la ciudad.
—¿Vienen de muy lejos? —preguntó Rachel.
—De Mississippi, cerca de Hannibal.
—Nosotros esperamos un grupo de Indiana, dirigido por Jed Sampson. ¿No se
habrán cruzado con ellos por casualidad?
—No, pero he oído hablar de él —dijo el hombre, echándose el sombrero hacia
atrás—. ¿También se dirigen a Oregón?
—No, a California.
—No importa, podríamos hacer juntos gran parte del camino. No tenemos guía
y quisiéramos unirnos a un grupo que ya lo haya contratado.
—Pueden hablar con… —empezó Will, pero un codazo de Rachel en las
costillas le detuvo.
—No menciones a mi padre —dijo en voz baja—. Irán a verlo y necesita
descansar.
—… Con Sampson o con el jefe de la caravana.
Bueno, voy a quitar estas mulas del camino para que puedan pasar, pero
deberán tener un poco de paciencia. Hace un par de semanas eran tan salvajes como
pumas.
Bajó de la carreta y le sorprendió que Rachel lo siguiera. Conforme se acercaba a
la primera mula de la derecha, tuvo una visión horrible. El animal lanzaba una coz
que derribaba a su mujer.
—Rachel, vuelve a subir a la carreta.
—Será mejor que sujetemos a las dos mulas.
Para su asombro, vio que Rachel empezaba a canturrearle a su animal una
retahíla de palabras sin sentido. La bestia la obedeció sumisamente.
—Muy bien, muchacho —le dijo a su mulo, imitándola—. Ese es el ruido que
hacen las ruedas, no le persigue el diablo.
Los látigos restallaron y la caravana empezó a pasar. Los niños eran numerosos.
Las mujeres hablaron apresuradamente con Rachel mientras avanzaban. Will las
envidió por ser capaces de expresar abiertamente sus preocupaciones.
—Will, ¿cuántos conseguirán llegar a Oregón?
—¿Tienes miedo del viaje?
—No por mí. Tengo a mi padre para cuidarme y él conoce los peligros de los
caminos. ¡Y también te tengo a ti! Pero los niños son otra cosa, por mucho que sus
madres los vigilen.
—Godfroy y Sampson saben lo que se hacen. Lo demuestra el hecho de que
hayan enviado a tu padre por delante para reunir las provisiones. Será más difícil
con los bueyes. El ejército ha hecho público que comprará mil yuntas para Fort
Leavenworth. Subirán los precios. Mañana mismo iré a la ciudad y compraré las
mulas.
—Y vinagre —dijo Rachel—. Papá le dijo a todo el mundo que no cargaran con
el peso de los encurtidos porque los haríamos aquí.
—Se lo preguntaremos a la señora Perry. Eres buena con las mulas.
—Mi tío me enseñó a cabalgar cuando tenía cuatro años. Como vivíamos en la
ciudad no teníamos caballos, pero yo montaba el poni de Meggie.
—¿Quien es Meggie?
—Margaret MacIntyre. Casi toda su familia viene en la caravana. Ella… Bueno
ella… El caso es que monta a pelo, con una pierna a cada lado del caballo, se levanta
las faldas y muchos hombres dicen que es una salvaje. No es verdad, Meggie es una
chica muy cristiana que podría comportarse como una dama si quisiera. Su prima
Tildy, Faith, la hija del herrero y yo formábamos un grupo de costura.
—Cuando lleguen, quizá te ayuden a confeccionar tu propio edredón de bodas.
—Ya están hechos. Los trae Faith para que yo no tuviera que molestarme con el
equipaje en el barco.
Will pensó que estaba dispuesto a esperar a que llegaran las colchas y de ese
modo convertir su noche de bodas en un ritual. La piel de su estómago se tensó y su
miembro empezó a excitarse. Debía comprar una tienda de lona para llevar en la
carreta y poder disfrutar de un poco de intimidad por las noches.
Se imaginaba a Rachel durante el viaje, caminando junto a la carreta. No, su
esposa no debía andar. Se vio a sí mismo llevándole un caballo. Debía comprar dos o
tres caballos, ¿por qué no añadir uno más para ella?
Esperaba que la caravana se diera prisa con las colchas.
Capítulo 7
La señora Perry debió oír el golpe del bastidor contra la pared porque abrió la
puerta.
—Ya era hora —exclamó apoderándose del edredón—. Espera hasta que Alice
dé el visto bueno. ¡Alice! —gritó.
Rachel se quedó mirando desde la puerta mientras madre e hija extendían la
colcha sobre la mesa haciendo comentarios en voz alta. ¡Qué descaro! Se alejó hacia el
henil para demostrar su desdén. Will la estaba mirando con la horquilla en la mano.
La clavó en la paja con furia y desvió los ojos hacia la casa.
«¡Will no comprende a la señora Perry», pensó Rachel mientras corría hacia él.
—¿Cómo es que no te ha invitado a pasar?
—Tú no lo entiendes. Sigue con el heno.
—Lo que yo entiendo es que la señora Perry insulta a mi esposa…
—Si dices una palabra, no tendré oportunidad de comprar el vinagre para los
encurtidos. Por favor, sigue con el heno.
—¿Y tolerar que ocurra esto? ¿Que te deje en la puerta como si fueras una
vulgar…?
—Sí. La señora Perry cree que debería abandonar a mi padre, que nadie se
imagina lo que soy hasta que lo ven.
Will le besó la palma de la mano, cálida, sensualmente. Aquél era un beso
distinto.
—Por lo que más quieras, Will. Por ahora tengo que soportarlo.
Will dejó escapar un profundo suspiro de frustración.
—Pero sólo por ahora. Cuando esto acabe, cualquiera que se atreva a tratarte
como una proscrita…
—El heno, Will. Por favor.
Su marido asintió. Nunca lo había visto tan tenso. La señora Perry apareció y se
apoyó contra el quicio de la puerta. Rachel volvió sobre sus pasos.
—Alice dice que servirá. Le gustan las plumas.
—Bien, hoy mismo acabaremos con el heno. Mi padre quiere saber si podríamos
comprarle una barrica de vinagre o algunos encurtidos.
La señora Perry torció la boca y adoptó una expresión astuta.
—Puede ser.
—Necesitamos la barrica para repartirla entre seis o siete familias. Si me dice
cuánto…
—No quiero dinero. Pero quizá puedas hacer un trabajo para mí.
Rachel se dio cuenta del placer que sentía al mantenerla sobre ascuas. Esperó.
Hester estaba deseando que le preguntara pero ella había decidido no seguir
humillándose.
—Tengo otra colcha retalera —dijo Hester.
Rachel respiró aliviada. Sólo era otro edredón, no algo degradante como había
imaginado. Rachel aceptó el trato.
—Voy a envolverlo. Pásate cuando acabéis con el heno y lo tendrás listo.
Rachel asintió en silencio y se alejó. ¡Otro edredón! Al menos, su padre se
estaba curando, con lo que no tendría que pasarse la mitad de la noche en vela
cuidándolo. «Con éste iré más deprisa», se prometió a sí misma.
Discutió con su marido, que no estaba dispuesto a dejarla cargar heno, pero
acabó convenciéndolo. Nunca había manejado una horquilla, pero tampoco había
cocinado antes en un fuego abierto y ahora se sentía toda una experta. Descubrió que
clavar la horquilla no presentaba dificultades. Sólo que, para cargar el heno en la
carreta necesitaba utilizar una serie de músculos de su espalda que ni siquiera sabía
que existieran. Tras una docena de apaleos tuvo que detenerse a descansar. Will se
apoyó en su horquilla.
—Esta noche limpiaré la carreta. Quizá Godfroy pueda explicarme cómo hacer
cajones con las tablas y colocar el doble fondo.
—Pete MacIntyre, el constructor, pensaba que los compartimentos en el doble
fondo serían útiles para evitar que hubiera trastos por el medio. Sacúdeme un poco la
paja. La señora Perry no quiere vender el vinagre, prefiere un trueque. Me lo dará a
cambio de que cosa otro edredón. ¿Habrá sitio para volver a cargar el bastidor?
—Lo afianzaré a un lado —dijo Will, quitándole las briznas de paja del vestido.
Le pasó las manos por los hombros, por la espalda, apretando un poco más de
lo necesario. Se arrimó a ella y Rachel sintió su peso. Will le rozó la oreja con los
labios.
—Eres una esposa maravillosa, Rachel. Pocas mujeres están dispuestas a echar
una mano con el heno.
—¿Por qué no iba a hacerlo? Mi padre está solo, sin nadie que lo vigile, no
tardara en levantarse de la cama. Cuanto antes volvamos, mejor, los convalecientes
necesitan reposo.
—No todas las mujeres hubieran visto esa necesidad.
—¿Necesidad? La necesidad es lo que hace que las mujeres trabajemos todo el
día y parte de la noche.
Notaba el peso de aquellas manos sobre los hombros. La agotaba. Era el peso
que el hombre imponía a la mujer.
—Yo tengo que encargarme de todo, la costura, la comida, la ropa y, encima,
cuidar a mi padre. Tú te vas por ahí, vuelves con un pescado y me lo das como si
fuera una criada. Y ahora tengo que coser otro edredón sólo porque…
Se cubrió la cara con las manos, estupefacta por lo que había dicho, llorando de
vergüenza y agotamiento. Estaba segura de que Will se apartaría de ella, o le gritaría
como su tío le gritaba a tía Caroline.
Pero sintió que aquellos dedos se ponían rígidos y que Will la obligaba a
mirarlo. Le acarició las mejillas, un polvillo de paja se elevó de su cara cuando él le
secó las lágrimas.
—Lo siento, Rachel. No lo comprendía —dijo en voz baja.
Los dedos exploraron su espalda hasta encontrar la protuberancia de las
vértebras. Le pasó las manos hacia abajo, hasta que las palmas llegaron a las caderas.
Las piernas empezaron a temblarle.
—Estás agotada. Hace demasiado tiempo que no duermes una noche entera.
—Anoche sí dormí —sollozó ella.
—En el suelo. Godfroy sigue en tu cama y yo me fui a la mía dejándote en el
suelo. Por favor, perdóname. Esta noche cambiaremos de sitio, para ti la cama y para
mí el suelo. Yo estoy acostumbrado a dormir en tiendas o al raso.
—Mi padre y yo te hemos echado de tu propia casa.
—Rachel, tú eres mi mujer, mi responsabilidad. Me parece que esa señora Perry
tenía algo para ti.
—Será el edredón —dijo ella, limpiándose las lágrimas con la manga.
—Ve a por él. Mientras ajustaré el bastidor.
Rachel se bajó la papalina sobre la cara todo lo que pudo para que Hester no se
diera cuenta de que había estado llorando.
—¿Cuánto vas a tardar?
Rachel tuvo que aclararse la garganta. Por dentro deseaba que llegaran sus
amigas y pudiera contar con ayuda.
—Dos o tres semanas —dijo—. Mis amigas de Indiana llegarán un día de éstos.
Confío en que me ayuden.
—¿Saben coser tan bien como tú? —preguntó la señora Perry con recelo.
—¡Ah, sí! Y Tildy, mucho mejor. Es capaz de dar las puntadas más pequeñas
que yo conozco.
—No me gustaría ver esta retalera con puntadas largas que se enganchen en las
uñas de los pies.
—¡Por supuesto que no!
Rachel fue a la carreta. ¡En las uñas de los pies! Nunca se había sentido tan
insultada. Hester siempre encontraba la manera de hacerlo. No quedaba espacio en
la carreta para el edredón, Rachel tuvo que ponérselo encima, eliminando cualquier
posibilidad de que la abrazara durante el camino.
Rachel extendió la masa del pastel con una botella, puesto que no tenía rodillo y
tampoco tenía sentido comprarlo cuando faltaba tan poco para emprender el viaje.
Todo lo que se cargara en la carreta debía ser imprescindible.
Los emigrantes de Oregón estaban acampados a un cuarto de milla de la
cabaña, cerca del camino a Saint Joe. Con la leche de sus vacas y unos huevos de pato
que Will había llevado, pensaba hacer un pastel de natillas especial para él, por haber
sido tan considerado con ella cuando rompió a llorar.
«Si pesco algo, lo limpiaré antes de traerlo», le había susurrado al oído antes de
salir hacia el río.
Contempló furiosa el edredón. Jamás, jamás, habría tenido que cerrar aquel
trato. La señora Perry, tan criticona como era con el trabajo de los demás, había
cosido los retales sin orden ni concierto, de modo que ahora no formaban ningún
dibujo. Los retales tampoco eran del mismo tamaño y Hester los había forzado con
pliegues y fruncidos.
—No es muy bonito, que digamos —dijo su padre, sentado contra la pared, con
la espalda protegida con pieles—. Si no fuera por el vinagre… Alguien viene, oigo
caballos. Quizá sea el grupo de Oregón del que me has hablado.
Rachel sacó la cabeza de la campana de la chimenea a tiempo de oír los cascos
en el claro. Se preguntó si Will había acabado dando su dirección a los emigrantes.
Ella le había pedido que no lo hiciera.
—¡Hunter! ¡Hunter! ¿Estás ahí?
No sabía quién podía ser, pero sí que se iba a librar de ellos. Su padre no estaba
en condiciones de recibir visitas. Will tardaría bastante en regresar. Lo que tuvieran
que hablar con él, podía esperar al día siguiente.
—Parecen los ingleses —dijo Godfroy.
—¡Hunter!
Rachel se detuvo en la puerta, asombrada al ver los dos hombres que montaban
caballos elegantes, con las crines y las colas trenzadas. Otros hombres, en monturas
mucho menos espectaculares, llevaban dos reatas de mulas con alforjas vacías.
—¿Tú eres la hembra de Hunter? —preguntó el que estaba más cerca.
El desconocido llevaba polainas de ante blancas y una chaqueta de caza de
largos flecos que ondulaban con el menor movimiento del caballo. La parte superior
de sus mocasines estaba adornada de cuentas de vidrio que lanzaban destellos rojos
y azules bajo el sol.
¿La hembra de Hunter? Rachel bajó los ojos, recelando de las implicaciones de
aquella manera de hablar.
—El señor Hunter no tardará en llegar —dijo evasivamente, con la esperanza de
que ellos supusieran que no se encontraba muy lejos.
—Robidoux nos ha participado que podíamos contratarlo. Deseamos dirigirnos
a Fort Laramie con la idea de cazar bisontes.
Rachel hizo un esfuerzo para no sonreír con aquel tipo, feo y altanero que debía
ser sir Anders. Llevaba el flequillo largo, la nariz estrecha apenas separaba sus ojos,
las mejillas se hundían hasta formar papadas azules. Sir Anders levantó una mano
imperiosa.
—Hooper, Tibbles, que las mulas coman de ese heno. Han trabajado todo el día
y se lo han ganado.
—No se acerquen al heno —les advirtió ella.
Los criados miraron a su señor esperando órdenes.
—¡Haced lo que os mando! —estalló el noble—. ¿Acaso debo repetirlo?
Los criados jalaron las riendas y espolearon a sus caballos.
—¡No! —gritó ella.
Rachel se subió las faldas y corrió a impedirles el paso, pero sir Anders hizo
avanzar a su caballo y se interpuso entre las mulas y ella.
—Estamos adiestrándolas para que lleven alforjas y es hora de que coman.
—No de mi heno —gritó ella mientras trataba de esquivar el caballo inquieto.
—No te preocupes. Arreglaré cuentas con el señor Hunter.
—¿Dinero? El dinero no vale de nada cuando no se puede comprar heno.
¿Dónde se había metido Will? ¿Por qué había tenido que irse cuando más le
necesitaba? Él sólo tendría que apuntar con su rifle a aquellos señoritingos ingleses
y… ¡El rifle! ¡El rifle de su padre! Echó a correr a la cabaña y estuvo a punto de caer
en el porche.
—¿Qué pasa, Rachel?
Godfroy estaba levantándose, ya tenía las piernas flacas fuera de la cama. El
rifle se encontraba a los pies de la cama, donde lo había dejado días atrás. Rachel
suspiró al ver que estaba cargado.
—¡Los ingleses no se aprovecharán de mi heno!
—¡Rachel! —gritó Godfroy a su espalda.
—¡Vuelve a la cama! —chilló ella desde la puerta.
Will subió al porche sin dejar de apuntarles. Los caballos empezaron a salir
lentamente del claro. Cuando desaparecieron, se volvió y preguntó con una alegría
que a Rachel le pareció fuera de lugar:
—¿Todo el mundo sigue vivo?
—Si te parece que es divertido para una mujer verse atada y…
Will la abrazó sin soltar el rifle. Se le clavó en el mismo sitio donde le había
golpeado la pared, pero no pudo decírselo porque la estaba besando en la boca. El
olor de Will llenó sus pulmones.
—Lo siento, pero me siento como borracho —dijo él cuando acabó el beso—.
Daban lástima yéndose con el rabo entre las piernas. ¡Y tú estás a salvo!
Tampoco la soltaba a ella. El brillo de sus ojos la pilló por sorpresa,
cautivándola una vez más. Estaba atrapada en un fuego recién encendido, en un
fuego de peligro. El grito de Will todavía resonaba en sus oídos. «¡Yo la quiero!»
—Guarda los rifles —dijo él.
Rachel los recogió. El suyo estaba caliente en el lugar donde había tenido la
mano. Will ayudó a Godfroy.
—¿Qué es ese olor?
—¡El pastel! —exclamó ella.
Sin soltar los rifles corrió al fuego y salvar la fuente por lo menos. Sin embargo,
no se había quemado, sólo había empezado a hacerse por los bordes.
—Creía que se habría quemado. Me ha parecido que han sido horas.
Will se encargó de colgar un rifle sobre la puerta y de dejar el otro a los pies de
la cama. Para Rachel, sus movimientos eran irreales, extremadamente lentos. Sintió
que le ponía una mano en el hombro, en el que se había hecho daño con la culata. Sin
embargo, el gesto evocó en ella el recuerdo del placer que había sentido con sus
brazos en la espalda.
—Abrázame. Me duele el hombro. El disparo…
—Rachel, Rachel…
Will le besó la frente, las mejillas, se frotó la cara contra su pelo. Una mano se
posó en su cadera y la obligó a cerrar el espacio que los separaba. No había duda
sobre lo que deseaba. En aquel momento, Rachel supo que a los hombres llevados
por la lujuria también les crecía el miembro, igual que a los animales.
—Había hecho un pastel de crema… —balbuceó antes de que él volviera a
besarla.
Y no sólo con los labios, sino con la lengua. Una hebra de fuego se retorció en
sus entrañas. Rachel forcejeó para apartarlo.
—El pastel —suplicó.
—Sólo una cosa más, Rachel —dijo él rodeando su cintura, reteniéndola,
apretándola contra sí—. Cuando te enfrentes a alguien con un rifle, recuerda que sólo
tienes una baja. Amenaza, ¡no dispares! En cuanto dejes de tener esa bala el arma no
te servirá.
—Gracias, no lo olvidaré. Ahora, déjame. Tengo que vigilar el pastel.
No era del todo cierto, claro. Se plantó frente al horno y trasteó con la leña y los
cacharros sin necesidad. Recordaba la cópula de los perros en la calle de Pikeston y
cómo la tía Caroline había tratado de evitar que asistiera a aquel espectáculo. Pero
eso era lo que Will quería de ella y Rachel debía consentir porque había arriesgado su
vida para salvarla. Había dicho que estaba dispuesto a esperar, que podría dormir
sola. Pero, ¿y si volvía sir Anders? Will debía dormir en su cama, ella necesitaba un
protector.
Capítulo 8
Will se dio cuenta de que Rachel se llevaba la mano al hombro derecho. El rifle
de Godfroy era muy capaz de haberle roto la clavícula con el retroceso.
—Deja que te eche un vistazo a ese hombro —dijo poniéndole una mano en el
cuello.
De pronto, sintió el torrente de su propia sangre en la punta de sus dedos.
Rachel se llevó ambas manos a la garganta, hizo una mueca y abrió la mano sobre el
hombro.
—Estás herida. Venga, déjame verlo.
Rachel se aflojó el cuello del vestido, soltó el primer botón y retiró dos pulgadas
de tela. Will le desabrochó el siguiente.
—Will, no…
Otro botón. La vena de su cuello palpitaba. Ojalá su corazón hiciera lo mismo
por él. Will vio una zona enrojecida con la forma de la culata. Antes de que
amaneciera se habría puesto del color del hígado crudo.
—Ponte una compresa fría ahí y vete a la cama.
—Tengo que preparar la cena. Además, si me obligas a meterme sola en esa
habitación, lloraré y me moriré de miedo bajo las mantas al recordar lo que ese
hombre horrible ha intentado hacerme. Gritaré cada vez que oiga a un ratón.
Will comprendió que debía mantenerse ocupada, pero tenía marcas sucias de
las correas de cuero con las que la habían atado y las manos todavía le temblaban
mientras cortaba el tocino. Will le quitó el cuchillo de las manos. Ella se dedicó a
hacer tomar a su padre una taza de caldo. Estaba claro que el convaleciente mejoraba
a pesar del esfuerzo que había realizado para defender a su hija.
—El grupo que va a Oregón quiere unirse a otro —dijo Will cuando hubo
acabado su primer plato de beicon y pan. Tenía que romper el silencio, distraer a
Rachel—. Dieciocho carretas. No les importa que nosotros nos dirijamos a California,
seguiremos el mismo camino hasta más allá de Fort Hall.
—Habrá que mirar su equipo —dijo Godfroy—. Si traen carretas viejas y pocas
provisiones, sólo serán un estorbo. No sería justo para los hombres de Pikeston que
se han esforzado por comprar carretas nuevas.
—Mañana iré a la ciudad y buscaré mulas. La gente empieza a alborotarse,
todos quieren sacar beneficios. Usted no podrá ir a la ciudad en un par de días.
Ni en un par de semanas, pero no podría deprimirlo con la cruda realidad.
Godfroy tendría que empezar el viaje como un inválido, acostado en el carromato.
—Nada de mulas. Estoy harto de esas bestias caprichosas. Mejor que sean
bueyes. Y también estoy harto de tantas solemnidades. A partir de ahora quiero que
nos tuteemos. Casi parecemos esos señoritos ingleses.
—Pasaremos por Fort Laramie y allí seguro que encontrarán un indio o algún
trampero que esté deseando servirles de guía a cambio de unos cuantos dólares —
insistió Godfroy.
—Debe disculpar mi desconcierto, señor. No podía esperar, considerando los
últimos acontecimientos, una oferta tan generosa. ¿Cuánto cobraría?
—Los emigrantes, cada hombre, nos pagan a Sampson y a mí diez dólares por
el verano. Para usted y Anders sería lo mismo. Los criados no pagarían nada, puesto
que no van a hacer todo el viaje hasta California. Pero usted y Anders deben
empeñar su palabra de honor en que nos seguirán paso a paso durante todo el
camino.
—Yo… Bueno, evidentemente, he de consultar con sir Anders —balbuceó el
inglés.
Paseó la mirada por la cabaña, deteniéndose en cada uno de sus habitantes. Se
detuvo en Rachel un instante y Will vio complacido cómo ella se la devolvía
furibunda y sin amilanarse.
—Señora Hunter, ¿no le sería incómoda nuestra presencia?
—Cuento con mi padre y mi marido. Ya han visto esta mañana que mi marido
es muy celoso y me protege de las impertinencias de otros individuos —dijo y soltó
una carcajada—. Me parece que ustedes ya han quedado advertidos, si es que sir
Anders se ha molestado en escuchar.
Brant Reid volvió a retroceder. Rachel lo había insultado.
—Señor Godfroy, señor Hunter… —dijo tratando de no retorcerse las manos—,
en conciencia debo hacerles una confesión que un caballero no haría en
circunstancias normales. Puede que descubran que sir Anders es un compañero
difícil para un viaje tan largo.
—Entonces, es un verdadero monstruo —dijo Godfroy—. ¿Teme que se
dedique a atar a todas las mujeres de la caravana y a cargarlas sobre su caballo?
Brant Reid cerró los pesados párpados un instante. «No está acostumbrado a
que la gente le hable sin humillarse», pensó Will.
—Sir Anders espera ser el que esté al mando. Su padre fue un oficial de Su
Majestad…
—Algo mencionó —dijo Rachel con sorna—. Sí, no se qué de Waterloo.
—Y tiene el nombramiento de coronel en uno de los regimientos de Su
Majestad, aunque no desempeña un papel activo. Tengo entendido, por lo que he
oído en Saint Joseph, que las caravanas eligen a sus líderes. Supongo que los
hombres de su grupo elegirían a uno de los suyos y no a sir Anders para que fuera su
general, ¿me equivoco?
—Sí, pero es capitán —dijo Godfroy—. El jefe de una caravana se llama capitán.
—¿Por qué deberíamos los americanos elegir a un John Bull gordo y fofo para
que nos dirija? —explotó Will.
—No creo que Anders sirva para otra cosa que darnos problemas —dijo Rachel
con un gesto de desprecio.
Will la miró con admiración y pensó si no debía comprarle un cuchillo y una
vaina para llevarlo al cinto.
—No es la primera vez que veo un hombre como Anders —dijo Godfroy—. Se
crece frente a los débiles, pero se derrumba como una tienda a la que se le quitan los
palos cuando un hombre fuerte le planta cara. Hoy, por primera vez desde que ha
llegado a este país, alguien se le ha enfrentado. Al otro lado del Missouri aprenderá
una lección nueva cada día y entonces nos seguirá y obedecerá las órdenes como un
perrillo faldero. Este Brant Reid puede que sea un flojucho, pero no es malo. Los
criados estarán a acostumbrados a hacer lo que les manden, pero son los muleros los
que necesitamos, hombres que conocen qué significa atravesar las praderas. Vamos,
Rachel. Necesito otra taza de ese caldo empalagoso, pero esta vez con un poquito de
pan. Mi estómago me dice que podría comerse una vaca asada —añadió para acallar
sus protestas.
Mientras Rachel atendía a Godfroy, Will fregó platos y cubiertos. Recogió la
sartén que había en la chimenea. Rachel le dijo que la dejara, que quería aprovechar
la grasa del tocino.
—No deberías fregar los platos, Will.
—Tú me has ayudado con el heno. Es lo justo.
Will contuvo el aliento. No estaba seguro de cuál iba a ser la reacción de su
esposa.
—¡El pastel! —exclamó ella—. ¡Ese inglés ha hecho que me olvidara del pastel!
—No manches más platos —dijo él—. Me lo comeré con los dedos.
—¡Yo también! —se apuntó Godfroy.
—¡Ni soñarlo!
Will no sabía a qué se refería, si a que comiera con los dedos o si hablaba para
su padre. Rachel cortó un trozo de pastel y lo puso en un plato sin mirar siquiera a
Godfroy.
—Por favor, Rachel. Todavía se me hace un nudo en el estómago al pensar en lo
cerca que he estado de morir.
—Pero los huevos frescos y la leche no son buenos.
—Tampoco lo es morirse de hambre.
Rachel cedió. Empujó a Will al pasar por su lado.
—Siéntate. No me gusta ver a un hombre comiendo de pie, no puede ser bueno
para la digestión.
Will obedeció. Ella se sentó a su lado y se sirvió pastel.
—Fíjate lo débil que soy. Un hombre lloriquea un poco y me rindo.
Rachel le puso la mano sobre el hombro, era como si lo tatuara a fuego vivo. Un
trozo de pastel se le atravesó en la garganta y Will no pudo responder.
Will se quitó las botas y los pantalones en la galería. Estaba a punto de hacer lo
mismo con la cazadora, cuando se lo pensó mejor. Tiró de los faldones para que le
cubrieran los muslos. Así podía excusarse diciendo que sólo había ido a ver cómo
seguía el hombro.
Tiró del pestillo sin la menor intención de ser sigiloso y entró. Ella se movió en
la cama, con la última luz del atardecer vio que extendía una mano hacia él. Era un
gesto inequívoco, él hubiera esperado a que llegaran los carromatos con las colchas,
pero si ella esta ha dispuesta…
—¿Te duele el hombro?
—Un poco.
—¿Y los brazos?
—No. Anders no debe ser muy experto atando mujeres. Me habría librado en
un momento. ¿Cuánto llegaste a ver?
—Llegué cuando ya estabas sobre el caballo y Anders trataba de quitarte el
anillo. Gracias al cielo que no me quedé en el río más tiempo. Pero tenía hambre y no
podía dejar de pensar en lo bien que cocinas.
Will se sentó en la cama. El suelo húmedo le estaba dejando los pies helados.
—No sabes cuánto te lo agradezco.
Will se preguntó si tendría que esperar mucho a que ella lo invitara a su lado, se
le habían puesto las piernas de carne de gallina.
—Will.
—¿Sí?
—Hiciste lo que debe hacer un marido, proteger a su esposa. Te lo agradezco
tanto… Por eso quiero demostrarte que yo también puedo ser una buena esposa…
—Ya lo has demostrado. Tienes la cabaña limpia, cocinas y, cuando acabes con
esa maldita colcha, coserás para nosotros.
—No me refiero a eso.
Rachel le puso la mano en el muslo, movió los dedos un momento y avanzó
hacia la rodilla.
—Por favor, Will. Eres mi marido.
Decidió que aquello tenía que ser la invitación. Fue a ella tan precipitadamente
que se enredó con las mantas y, en los escasos segundos que tardó en librarse, su
miembro se puso rígido y ardiente. Ella llevaba un camisón de muselina sin botones,
sólo una cinta que recogía la plenitud de sus senos. Will tiró de ella y luchó con la
tela hasta que liberó su seno derecho. Rachel contuvo un gemido y Will sintió que
toda la sangre se le agolpaba en las ingles. La besó para distraerse de las demandas
de su cuerpo. Pero era peor. Mucho peor. Debía haber un nervio que conectara
directamente los labios con el sexo. Tiró del borde del camisón y consiguió destapar
una rodilla. Will introdujo la mano entre sus piernas.
—Will, por favor. ¿Qué vas a hacer?
Se quedó paralizado, luchando contra la opresión que le atenazaba el pecho,
tratando de dominar su respiración. Tenía que enseñarla. La tomó de la mano y se la
llevó debajo de su cazadora, donde ella pudo tocar su sexo anhelante.
—Voy a entrar en ti, entre tus piernas.
Rachel apretó las rodillas y se apartó ligeramente de él.
—Ya me parecía a mí que iba a ser algo así. Hace tiempo que vi… ¿Duele?
—No lo sé.
Will se arrepintió de no haber prestado más atención, de apartarse siempre que
tenían lugar burdas conversaciones sobre los mecanismos del sexo. Los marineros
eran muy claros, bochornosamente gráficos, sumamente explícitos. Tendría que
haber copulado con una desconocida, con una mujer que no le importara…
—Dime cómo quieres que me…
—Así, como estás. Tumbada.
Con una mano, le acarició el interior del muslo mientras con la otra buscaba su
abertura. Se puso sobre ella y buscó aquel sitio mágico a punto de perder el control.
Un estorbo tirante, una resistencia. Rachel parecía muy pequeña… si pudiera
dominarse. Algo empezó a ceder, un cierre…
—¡No! —gritó ella.
Lo empujó y se apartó de él. Con una convulsión violenta, su semilla se
derramó dolorosamente, estremeciendo todo su cuerpo con espasmos. Will se aferró
al camisón, quería tenerla bajo su cuerpo, pero no le quedaban fuerzas.
—¡Duele, duele mucho! —gimió ella—. Me has hecho daño.
Rachel se acurrucó contra la pared de la cabecera, empujando débilmente para
sacar los pies de debajo de su pecho. Will se los sujetó y le besó los tobillos. Al
menos, no podría huir.
—¿Esto es lo que una esposa debe dejarle hacer a su marido?
—Sí —jadeó él.
—Pues bien, a mí no me da la gana.
—Pero estamos casados. Ya verás como, con el tiempo, es más fácil.
—¿Y tú cómo lo sabes? Has dicho que nunca lo habías hecho.
—Y es cierto, pero los hombres hablan.
Capítulo 9
La luna arrojaba sombras largas e irregulares ante él. Will recorrió Faraon
Street, dejó atrás el juzgado y se acercó a las calles bulliciosas que daban al río. El
hotel de Robidoux daba la bienvenida a sus clientes con hileras de farolillos y velas
en las ventanas. Will se dirigió a la que se había asomado la señora Brown. La viuda
abrió en cuanto Will llamó, pero se llevó un dedo a los labios. Will se dio cuenta de
que la niña dormía y su madre estaba escribiendo una carta.
—Necesito hablar con usted —musitó.
La señora Brown llevaba un camisón amplio de luto que parecía azul y plateado
cuando le daba la luz de la lámpara. Echó un vistazo por encima del hombro a la
niña y empujó a Will en el pecho.
—Bajo el árbol.
Un sicomoro daba sombra a la mitad del porche. Will dejó el rifle contra el
tronco.
—Bien, ¿para qué ha venido a verme?
Sus palabras se derramaban como miel. Estaba tan cerca de él que casi le rozaba
con los senos. La viuda sólo le llegaba a mitad del pecho, por fuerza tenía que mirar
hacia abajo y ver aquel busto envuelto en encajes.
—Necesito saber… Usted estuvo casada… Es viuda, de modo que tiene
experiencia… con los hombres, me refiero —dijo tímidamente.
—¡En absoluto!
Will decidió que no habría nada que hacer a menos que le contara toda la
embarazosa historia. Ella no se relajó escuchándolo. Al cabo, retrocedió un paso y se
lo quedó mirando.
—¡Señor Hunter! Me tiene en tan poca estima que viene a mi habitación a
confesar que se ha arrojado en brazos de una virgen y le ha hecho daño, ¡Y, para
colmo de insultos, me pide que le ayude a acabar de seducirla y así consumar su
perdición!
—No pretendo perjudicarla —protestó él—. Estamos casados.
—¿Qué?
La viuda estaba estupefacta, colérica. Su busto subía y bajaba agitado.
—Sí, nos hemos casado —repitió él.
La señora Brown dejó escapar el aliento y sacudió la cabeza.
—Leo todos los números de la Gazette en la que aparecen las listas de todas las
licencias matrimoniales y no he visto su nombre. Ni el de la señorita Godfroy, ya que
estamos.
—¿Licencias? —dijo él, tratando de tragar saliva.
—Licencias, por supuesto. ¿Para qué piensa que es ese bonito edificio de los
juzgados?
—No hubo tiempo. Su padre pidió que nos casáramos porque se sentía morir…
—Pues parecía bastante repuesto cuando yo lo vi el otro día.
—Lo está. Incluso hoy ha tomado pastel de postre. El caso es que llevé a un
reverendo a la cabaña, nos hizo repetir sus palabras y yo le di un anillo a Rachel.
—Un bonito detalle. Supe que era usted un caballero desde el primer momento.
Me encantan las ceremonias con anillos. Sin embargo, por lo que me dice, Rachel está
molesta porque se comportó torpemente haciéndole el amor.
Las palabras recobraron su tonalidad melosa.
—Sí, y no puedo soportar la idea de dejarla sufriendo. Si usted me dijera…
—Sí, pero no aquí. Hay más gente a la que le gusta sentarse bajo el árbol en la
oscuridad.
Will se encontró en su cama, contemplando cómo ella se desataba el lazo del
busto y se subía el camisón hasta la cintura. Will pensó que su cuerpo se convertía en
líquido por debajo de la correa, a excepción de su sexo, que estaba tenso como una
cuerda. ¡Tenía que salir de allí! El colchón de plumas lo sujetaba como un monstruo
suave que se hinchaba por un lado cuando él se apoyaba en otro. La viuda le tomó la
mano y se la llevó al pezón.
—A una mujer le gusta que la acaricien y la abracen. Hazlo y no tardará en
suplicarte que la poseas.
—No creo que Rachel me permita tocarla.
Will trató de levantarse, pero la cama se lo impedía. La viuda se bajó el corpiño.
—Pon tu mano aquí.
—No hace falta. Usted dígame cómo he de hacerlo.
—La práctica es mejor que la teoría.
El vello de su sexo era como alambre, completamente distinto de la sedosidad
que había descubierto en Rachel.
—Tienes que tocarla ahí, porque es en ese sitio donde una mujer siente placer.
Cuando él apartó la mano, descubrió que ella había rodeado su erección con la
suya. ¡Dios! ¿Cuándo le había desabrochado la bragueta?
—No, estoy casado.
Detestaba su olor, espeso y animal, que emanaba de los pliegues fofos de su
vientre y sus muslos y le revolvía el estómago.
—No del todo. Recuerda que no tienes licencia matrimonial —dijo ella,
deslizándose sobre sus piernas—. Yo seré una buena esposa para ti.
«Para amarte y honrarte». Pero ése era el voto que le había hecho a Rachel, con
o sin licencia.
—Rachel.
Alguien la sacaba de la seguridad de su sueño. Abrió los ojos. Su padre estaba
sentado en su cama.
—Rachel, criatura, ¿estás enferma? Hace horas que amaneció.
Se frotó los ojos y movió la boca. Tenía un sabor asqueroso en la lengua. El de la
repugnancia. Movió las nalgas y se mordió los labios para no gemir. El desastre no
había sido un mal sueño.
—No he dormido bien. Lo siento, debes tener hambre.
Había esperado despierta hasta oír que Will volvía haciendo ruido.
—¿No decías que quedaban huevos de pato? —preguntó Godfroy—. Pues
quiero dos, fritos en grasa de tocino.
—Padre, eso no puede ser bueno para ti.
—Tampoco lo era el pastel. Pero esta mañana, si un oso entrara por la puerta,
tendría que vérselas conmigo antes de convertirnos en su desayuno.
Se vio obligada a encender el fuego porque había olvidado cubrir las brasas tras
la cena. Will debía seguir durmiendo. Fue a llamarle, pero no obtuvo respuesta.
Entonces vio las evidencias de que había cobrado una pieza la noche anterior, debía
haber ido a venderla en el hotel.
—Voy a ir a la ciudad, si no te importa quedarte solo un par de horas —dijo
mientras le servía los huevos a su padre, que había insistido en sentarse a la mesa.
Cuesta abajo no era tan malo, pero cuando se trataba de subir, el dolor
empeoraba. Will había roto algo en sus entrañas. Se preguntó por qué la señora
Brown estaba tan desesperada por encontrar marido si era algo que dolía tanto. Lo
que tenía que hacer la viuda era abrir un taller de costura o una escuela de primeras
letras y alegrarse de que el señor Brown hubiera muerto.
Tuvo que evitar a un borracho. Tres hombres se peleaban a puñetazos un poco
más allá. Rachel echó a correr en cuanto vio que uno sacaba un cuchillo. Por una calle
lateral, encontró a otro que hacía un cartel en forma de diente. Este parecía sobrio.
—Discúlpeme, caballero. Estoy buscando el hotel del señor Robidoux. Pero…
¡Vaya, reverendo Kraft! No esperaba…
—Ya no soy el reverendo Kraft. He decido establecerme como dentista. ¿Te
duele alguna muela?
—¿Cómo? ¿Ya no va a predicar el evangelio?
—Cuando llegué a Saint Joe traté de enseñar en la escuela, pero los críos de aquí
tienen el pellejo tan duro que las varas de nogal no les hacen nada. De modo que me
decidí por la palabra del Señor, pero eso no da dinero. Cualquiera puede leer la
Biblia. Entonces pensé que, con todos los emigrantes que pasan por la ciudad,
siempre habrá algunos que necesiten que les saquen una muela. Para ir al hotel sólo
tienes que doblar aquella esquina y bajar la cuesta. No tiene pérdida, la acera está
adoquinada.
Rachel le dio las gracias y echó a correr a pesar del dolor. Se apoyó en un muro
a medio construir, los albañiles trabajaban en un andamio por encima de ella. ¿Que
Kraft no era reverendo? Entonces, ¿Will y ella tampoco eran marido y mujer? «Quizá
no estemos casados».
¡No estaban casados! Saltó al centro de la calle, el cielo era más azul, el sol más
luminoso. ¡No estaban casados! Echó a andar al ritmo de la cantinela hasta que
descubrió que la repetía en voz alta.
—Hola, me preguntaba cuándo vendrías por la ciudad —dijo la señora Brown.
La viuda estaba sentada en un banco bajo el enorme dosel de un árbol. El sol se
filtraba entre las hojas y Merri trataba de atrapar una de las manchas de luz sobre los
adoquines.
—Mírala. Ha cumplido un año esta semana y ya trota como un caballo francés
—la señora Brown miró a Rachel—. Me he enterado de que te has casado con el señor
Hunter, aunque me confesó que no teníais licencia, por lo que no creo que sea legal.
—¿Usted… ha hablado con el señor Hunter?
—Vino a verme anoche.
¡Había ido a que la viuda lo aconsejara!
—Siéntate. No hay nada de lo que avergonzarse. Él es demasiado remilgado y
correcto. No tardarías en ponerte a su altura si tuviera un poco de experiencia, pero
es tan ignorante como un crío. ¿Tú también quieres que te aconseje?
Rachel recordó el motivo de su visita y negó con un gesto. Sin embargo, tuvo
que aclararse la garganta.
—Sir Anders fue ayer a nuestra cabaña y se comportó de un modo abominable.
El señor Brant Reid fue después a presentar sus excusas en nombre de su amigo. Nos
advirtió de que sir Anders es… desagradable a veces. No me refiero a que el señor
Brant Reid dijera algo descortés sobre él, pero creía que usted debía saberlo, ya que…
—Sir Anders me hizo un gran cumplido al dignarse a cenar conmigo anoche.
Dijo que Merri era maravillosa.
—Tiene un castillo —dijo Rachel—. Se lo pregunté al señor Brant Reid.
—¿De verdad?
—El señor Brant Reid dice que es demasiado pequeño para la alcurnia y fortuna
de los Trout, que sólo disponen de cuarenta o cincuenta habitaciones.
—¡Por todos los…! ¿Y sabes si le aguarda una esposa en ese castillo?
—¿Quiere decir que no lo sabe? —se escandalizó Rachel—. Suponía que se
habría enterado, ya que coquetea con él.
—Yo no he coqueteado. Me he limitado a estar donde él podía aparecer.
Esperaba que pasara por aquí esta mañana, por eso he traído a Merri antes de su
siesta. Ojalá le hubieras preguntado al señor Brant Reid si tiene esposa.
—No se me ocurrió.
Levantarse los senos como si fueran dos melones asomando por encima de un
carro. ¡En Indiana eso era coquetear!
—Mi padre les sugirió que nos acompañaran hasta Fort Laramie.
La señora Brown la miró frunciendo las cejas. Se mordió el labio, una costumbre
poco decorosa, y no le hizo ningún caso a la pequeña, que gimoteaba a sus pies.
—En las carretas de Indiana. ¿viajan mujeres solas? ¿Son jóvenes?
—Mis amigas, Meggie MacIntyre y Faith Tole.
—¿Y son bonitas?
—Meggie tiene un cabello pelirrojo precioso. Es más simpática que bonita. Pero
Faith es rubia y yo siempre he pensado que no había mujer en todo el país que se
pudiera comparar con ella.
—¡Hum! Tengo que ir a mi habitación. Merri querrá mamar antes de dormir.
¿Sabes si alguna familia estará buscando una mujer que cuide de sus hijos?
—No creo que haya ninguna con niños tan pequeños.
—Cuando lleguen, dile a todas las que tengan familias grandes que estoy
buscando un trabajo de institutriz o de mucama. Algo que me ayude a llegar a Fort
Laramie.
Se fue a su habitación sin despedirse. Estaba claro, la señora Brown había
decidido echar el lazo a sir Anders.
Rachel entró en un almacén, más por curiosidad que por otra cosa. Compró una
nuez moscada porque se había quedado sin nada con el pastel. Se alegró de no tener
que llevar paquetes, el dolor entre sus piernas había empeorado mientras se sentaba
con la viuda. Tuvo que descansar tres veces para subir la cuesta de los juzgados. No
le extrañaba que los padres enseñaran a sus hijas a mantenerse vírgenes hasta el
matrimonio. Si supieran lo que las esperaba, ninguna querría casarse.
Desde lo alto de la colina divisó el camino que se dirigía al Este. Captó un
movimiento, una línea blanca, como una oruga lenta y descoyuntada. ¡Carretas! No
quería hacerse ilusiones, pero corrió el cuarto de milla que quedaba para el cruce,
ignorando el dolor. Allí, se sentó a esperar sobre un tronco.
Matt Hull se levantó sobre los estribos, tratando de ver más allá de la colina.
Sampson se rió al ver su excitación.
—En la cima de la siguiente podrás ver Saint Joe, capitán Hull.
—Gracias a Dios. Necesitamos descansar unos días.
Los nervios se habían disparado hacía un par de días, las riñas eran constantes
entre los hombres. Y aún más preocupante era la debilidad de los bueyes. Las
últimas lluvias habían embarrado la tierra y el pasto escaseaba.
Capítulo 10
Rachel sacó un pañuelo limpio del baúl, se secó las lágrimas y se sonó la nariz.
Al arrugarlo en la mano, se dio cuenta de que llevaba puesto el anillo. Se lo sacó del
dedo y lo dejó caer en el baúl.
—No deberías quitártelo —dijo Tildy.
—Trae mala suerte —añadió Meggie.
—¡Mala suerte! —exclamó Rachel—. ¿Es que no me habéis oído? No sé cómo
iba a ser peor. Venga, decidme, ¿estoy casada o no?
Meggie y Faith fruncieron el ceño mientras trataban de tomar una decisión.
—¿Has firmado algo con el señor Hunter? —preguntó Tildy—. ¿Algún
certificado?
Claro, tenía que ser Tildy la que pensara en firmas y papeleos. Su marido era
abogado.
—No, el reverendo Kraft, que ahora se hace llamar doctor Kraft, no puso nada
por escrito. Quizá ni siquiera sepa escribir —dijo recordando que no había letras en
el cartel, sólo la figura de un diente.
—¿Y testigos?
—Mi padre. Pero cuando empezó a recuperarse, preguntó si nos habíamos
casado realmente o sólo había sido un sueño.
Tildy movió la cabeza.
—En un tribunal de justicia…
—Tildy, déjate de galimatías legales —la atajó Meggie—. Sólo porque Matt sea
abogado…
—¿Y por qué no va a hablar? —intervino Faith—. Estuvo ayudando a Matt
mientras estudiaba. Si las mujeres pudiéramos ser ahogados, Tildy sería una letrada
estupenda.
Tildy le dio las gracias a Faith por defenderla.
—Para que una boda sea legal, debe celebrarse ante testigos. Pero, ¿un testigo
con delirios? Dudo mucho que ante un juez…
—¡La culpa es mía! —gimió Rachel—. Tendría que haberme acordado de los
testigos y del certificado. Tendría que haberme dado cuenta de que Kraft era un
impostor. Espero que nadie tenga un dolor de muelas y confíe en ese cartel.
—¡No es culpa tuya! —dijo Meggie—. Estabas más aturdida que un abejorro
delante de un pote de almíbar caliente.
Rachel la abrazó. Las tonterías de Meggie siempre hacían que se sintiera mejor.
—No tiene gracia, Meggie —dijo Faith.
A través de la ventana abierta, Rachel oyó que su padre hablaba con el señor
Sampson.
—Mi padre no debería andar levantado y fuera de la cabaña, paseando y
hablando con todo el mundo. Tendrá una recaída.
—Déjalo que hoy haga lo que quiera —dijo Faith—. En la caravana ha venido
un reverendo de verdad, el señor Ludlow, el cuñado del señor Sampson. Él podrá
casaros como es debido.
—¡Yo no quiero casarme!
—Pero has hecho una promesa y nada puede cambiar eso. La licencia, los
testigos, un reverendo falso, nada de eso tiene importancia si los votos se han
formulado delante de Dios.
—¡Tonterías! —exclamó Tildy—. Hizo esos votos porque creía que su padre se
estaba muriendo. Ningún matrimonio es válido si el consentimiento de la mujer es
forzado. El matrimonio es un contrato civil. Sin licencia y sin certificado, no hay
matrimonio que valga. Rachel es libre como el viento.
—Pero ella sabía lo que estaba haciendo…
—¡Seguro que sí! —dijo Meggie—. Si mi padre estuviera agonizando al borde
del cielo….
—De la muerte, Meggie.
Rachel trató de hablar, pero luego cerró la boca. Podía hablar de la parte sexual
con Tildy, pero no delante de las otras dos.
—¿Qué os parece el edredón? —preguntó par cambiar de tema.
Faith lo miró con desdén. Meggie soltó una risilla. Tildy levantó un dedo
condenatorio y lo movió negativamente de un lado a otro.
—¿Tienes que acabar esto? —preguntó Meggie.
—Para que la señora Perry nos dé una barrica de vinagre.
—En tal caso, lo mejor será que nos pongamos a trabajar —dijo Tildy tras
pensarlo un momento—. Repasaremos las costuras, aunque no están muy rectas.
¿Crees que se dará cuenta si alargamos la puntada?
—Desde luego. No os imagináis lo criticona que es con el trabajo de las demás.
—Me parece que no me gustaría como amiga —dijo Faith—. En fin, supongo
que en estas tierras no habrá mucho donde elegir.
—No es amiga mía —se defendió Rachel—. La verdad es que ni siquiera me
deja entrar a su casa por… por mi padre.
—¿En serio? —preguntó Tildy alzando las cejas—. Entonces, no quiero coser su
edredón andrajoso. Compraremos el vinagre en otra parte.
—No sois los primeros en llegar —dijo Rachel—. Todos los que llegan a la
ciudad quieren comprar provisiones, vinagre y encurtidos. No os lo podéis imaginar,
los precios que piden hacen que se te ponga el pelo de punta.
Los niños terminaron su cena en la mesa sobre caballetes que habían instalado
delante de la cabaña. Will recordó cuando tenía aquella edad y siempre estaba
hambriento. El estómago paciente debía ser una señal de madurez. Los hombres se
congregaban alrededor de la fogata que habían instalado en el centro del claro.
Cientos de cuentos eran relatados a la vez, entretejiéndose, separándose, como un
gran río que fluyera entre islas. Las mujeres recorrían una y otra vez el camino entre
la cabaña y las carretas, las manos ocupadas con ollas y sartenes, tazas y platos. Veía
a Rachel de vez en cuando, pero ella no le devolvía la mirada. Su mujer había
desaparecido, tragada por el círculo de las demás mujeres.
Godfroy estaba tumbado, apoyado en un tronco, conversando con Jed Sampson
y el capitán Hull. Will esperaba que un capitán fuera más viejo. Hull debía tener su
edad, quizá veintidós o veintitrés.
Sintiéndose fuera de lugar, se escabulló entre las sombras. Godfroy lo había
presentado, pero Will no conocía a aquella gente tanto como ellos entre sí. Y las
conversaciones siempre volvían hacia Indiana. Sin embargo, se dijo que iban a ser sus
compañeros hasta California y que aquélla era su oportunidad para estudiarlos.
Enfrente del grupo de Godfroy había otro con rasgos similares entre sí, los
hermanos MacIntyre, Ira y James. Godfroy lo llamaba Jim Mac. También estaba el
hijo mayor de Jim Mac, Pete. Observando la confianza con que se conducían y la
calidad de sus equipos, Will decidió que debían ser el alma del grupo. No lejos
estaba Tole, el herrero. No había misterios en él, una cara sincera, un hombre de
músculos recios, con cuatro chicos que parecían seguir siempre sus pasos.
El mayor, Kit, llevaba camino de convertirse en una réplica exacta de su padre.
Un poco más allá, había otros dos hombres, Burdette y Marshall. Hombres que
se habían sumado al grupo porque confiaban en el buen juicio de los MacIntyre y
Tole. Hombres que, sin un líder, se hubieran quedado en casa. Cerca de Sampson
veía al reverendo Ludlow, un alfeñique que en vez de cazadora llevaba una levita
negra sin cuchillo ni pistola. Un hombre con una misión, dedicado a llevar la palabra
de Dios a los pecadores.
—Will, acércate —lo llamó Godfroy—. El embarcadero de la balsa está en
medio de la ciudad. Tendremos que llevar el ganado por las calles. Pero el
trasbordador de Parrott está cuatro millas al norte, rodeado de campo abierto —dijo,
pronunciando el nombre como la gente de allí, con acento francés—. Además, tiene
un pasto vallado para guardar el ganado durante la noche.
—Y cobrará por eso, no te quepa duda —dijo Burdette—. Además, ¿por qué has
de decidir por nosotros sin una votación?
A Will le desagradó el resentimiento que percibía en la voz de Burdette. Tenía
la esperanza de que sus preparativos fueran mejor recibidos. Miró a Hull esperando
una explicación, pero el capitán tenía los ojos fijos en el fuego.
—Me pones enfermo, Burdette —dijo el trampero—. Will y Rachel tuvieron que
cargar el pienso como mejor pudieron y lo han hecho bastante bien. A tus bueyes les
encanta el pienso de mi hija.
—¿Cómo que de tu hija? Te entregamos dinero para que lo compraras.
—Y no lo he gastado —dijo Godfroy, sacando una bolsa de cuero del interior de
su chaqueta—. Rachel tuvo que hacer edredones para que la señora Perry nos diera
su heno. Igual que está haciendo ahora para conseguir vinagre. De modo que hay
dinero que rembolsar para todos los que contribuyeron al fondo.
—Parte de ese dinero debería ser para Rachel —dijo Hull—. Por su trabajo.
—¡Bah! —se burló Burdette—. ¿Qué es un poco de costura? ¿Vamos a
recompensarla por sentarse a parlotear con las demás mujeres?
—No había más mujeres —dijo Will.
Burdette le lanzó una mirada furiosa. Un hombre que sospechaba de todos,
automáticamente hostil, un tipo de hombre que Will difícilmente soportaba.
—Rachel hizo todo el edredón sola, al mismo tiempo que cuidaba a Godfroy y
de la cabaña. Y hubo que traer el heno desde la granja de Perry. También me ayudó
en eso.
La charla suave de las mujeres cesó por completo. Las faldas se apartaron y
Rachel se adelantó hacia el fuego.
—Si va a causar resentimientos, prefiero que no hablen de dinero. No esperaba
que me pagaran.
—No estamos hablando de lo que esperaba, Rachel —dijo Hull—. Estamos
hablando de lo que es correcto. Usted hizo el trabajo que nos ha proporcionado el
heno. Tal como yo lo veo, si no hubiera trabajado, ahora nos encontraríamos en un
terrible aprieto.
—Bien, pero el vinagre no cuenta, puesto que he tenido ayuda. Nos hemos
vuelto a reunir el grupo de costura y la tarea es divertida otra vez.
Burdette se acercó a Godfroy.
—Quiero mi parte del dinero que hay en…
—¡Señor Godfroy!
El saludo venía del camino. Dos hombres se acercaban a caballo, sus siluetas
vagamente delineadas por la última luz del día. Burdette sacó una pistola larga de su
cinto. La acción le recordó a Will que las suyas seguían bajo la cama, descargadas, y
su rifle encima de la puerta. Burdette podía acusarlo de ser un cazador descuidado e
inútil por no tener sus armas a mano.
—¿Señor Godfroy? —repitió Brant Reid.
—Acérquense —dijo el trampero—. Han venido en buen momento. Las carretas
han llegado hoy mismo.
Brant Reid desmontó, pero Anders siguió en su silla. Tenía una expresión
ansiosa. Se había presentado armado hasta los dientes, cuchillo, pistolas al cinto y
rifle en la silla, pero ya no llevaba los mocasines blancos. Algún trampero debía
haberle dicho que eran una ridiculez. ¿Y Rachel? Will se sintió satisfecho al ver que
ella lo miraba fijamente hasta hacerle bajar la cabeza. Godfroy tenía razón. Unas
cuantas lecciones de cómo era la vida en la pradera y Anders sería tan manso como
un corderillo.
Brant Reid le ofreció la mano a Godfroy, que hacía esfuerzos por levantarse.
Rachel le hizo señas de que se estuviera quieto. Will lo vio y se acercó al trampero.
—Salúdalo sin moverte —le susurró al oído—. Sabe perfectamente que has
estado enfermo.
Mientras Rachel se encontraba pendiente de su padre, Anders desmontó y
contempló con recelo aquella multitud.
—Estos dos caballeros desean viajar con nosotros —anunció Will, alzando la
voz—. Brant Reid, de Henley del Támesis, y sir Anders Trout, del castillo de
Lindenlore, Inglaterra.
—Que esos caballos no se acerquen al heno —masculló Burdette.
Rachel se echó a reír. Burdette centró en ella sus iras.
—¡Por Dios! Si tengo que pagarle por coser, nadie va a aprovecharse hasta que
pongan su parte. Vamos, Hunter, todavía no ha contestado. ¿Qué cobra ese Parrott
por los animales y las carretas? No soy ningún crío para que me timen. Tengo una
copia de la Saint Joseph Gazette de ayer. Hay un anuncio de ese tal Parrott en que se
jacta de que sus precios están fijados por ley.
—Es el mismo hombre, aunque el apellido es francés —dijo Will.
Burdette clavó otra de sus miradas rencorosas en él. Will anotó aquel dato,
Burdette detestaba que le corrigieran.
—Yo… Tal como se ha dicho, me llamo sir Anders Trout —dijo el inglés
elevando la voz para recabar la atención de los presentes—. Ha habido ciertos
malentendidos entre nosotros… —añadió con un gesto hacia Godfroy—. Los cuales
me gustaría rectificar, puesto que el señor Brant Reid y yo hemos llegado a la
conclusión de que nuestra mejor oportunidad para cruzar las llanuras es sumarnos a
un grupo tan estratégicamente organizado.
Brant Reid miraba al suelo. Anders debía ser un compañero embarazoso para
cualquier hombre honorable.
—Como gesto de buena voluntad, y para zanjar cualquier recelo de que
busquemos aprovechamos de vuestra situación, yo… —dijo haciendo una pausa
para darle más énfasis al pronombre—. Yo, repito, pagaré los gastos derivados del
uso del transbordador por todo el grupo, ya sea vuestra decisión utilizar el de Parrott
o el embarcadero de Felix Street.
—¡Vaya ésa si es la oferta de un caballero, si es que alguna vez he oído alguna!
—aplaudió Burdette—. ¿Qué trasbordador quiere…?
Anders lo silenció con un gesto.
—Eso depende de vuestros exploradores.
El noble se llevó un monóculo resplandeciente al ojo para contemplar a Godfroy
y Sampson. Las llamas se reflejaban en el cristal. A Will le evocaba un ojo maligno
que brillaba para hechizarlos con sus brujerías. No podía olvidar la imagen de
Anders echando a Rachel sobre su caballo.
—Vuestros exploradores han pasado más tiempo en estas tierras que ninguno
de los que están en torno a este fuego. El señor Robidoux sólo tiene alabanzas para
ellos.
Al menos Anders tenía el sentido común de alabar a los exploradores y no
trataba de socavar su autoridad frontalmente. Quizá Robidoux le había aleccionado
sobre las realidades del oeste.
—¿Quién anda ahí? —gritó Sampson poniéndose en pie de un salto y mirando
hacia el camino, ahora completamente a oscuras—. No merodees. Un hombre
honrado avisa de su presencia. Seas quien seas, levanta las manos —dijo
desenfundando un arma.
—No puedo levantar las manos —respondió una voz femenina—. Llevo a Merri
dormida en mis brazos.
Rachel corrió hacia ella. Will sabía que se haría cargo de la pequeña. La señora
Brown retiró la capucha de su capa y contempló asombrada a aquel grupo de gente.
—De modo que han llegado tus amigos —le dijo a Rachel—. No es buen
momento para devolverte la visita, lo siento. No lo sabía.
Era una hora muy extraña para que una mujer sola y a pie devolviera una visita
tan lejos de la ciudad.
—Hace unas horas que llegaron. Venga, deje que la presente.
Rachel se la llevó al grupo de mujeres que habían sacado los bancos y se
sentaban cerca de la cabaña.
—¿Ha venido todo el camino cargando con Merri? Debe estar agotada.
—Al principio ha caminado un poco, pero luego estaba demasiado oscuro para
de andar sola.
Una mujer se levantó para dejarle el sitio. Pero, en vez de sentarse, la viuda se
acercó a la hoguera.
—Buenas noches, sir Anders —dijo con afectación—. Buenas noches, señor
Brant Reid.
Estaba claro por qué había aparecido. Pero la señora Brown se encontró
ignorada y regresó al banco.
—Creo que, cuando crucemos el río, deberíamos reorganizamos —dijo
Burdette, retomando la conversación.
—Haremos una nueva votación.
Will estaba lo bastante cerca de Hull como para oír que suspiraba. Se encogió de
hombros y trabó los pulgares en el cinto.
—La costumbre es hacerlo cuando se lleva una semana en la pradera —dijo
Sampson—. Lo normal es cuando se cruza el Big Blue River. A veces ocurre que la
primera elección no es la mejor.
Burdette asintió. Rodeó el fuego hasta encontrarse frente a Anders y extendió la
mano.
—Encantado de conocerlo.
El noble miró aquella mano extendida a través del monóculo como si fuera un
insecto desconocido. Brant Reid le dio un golpecito en el hombro y, al final, Anders
ofreció la suya.
—Esta noche, nuestros animales necesitarán una ración de grano mayor —dijo
el reverendo.
Will le había ayudado a atar a sus mulas exhaustas para que no se escaparan.
—No —dijo Godfroy—. Hay pasto en la ladera. Un poco de grano esta noche y
un poco más mañana, un poco menos cada día para que se vayan acostumbrando a
la hierba.
—Debo oponerme, capitán Hull, y pedirle que intervenga en este asunto —dijo
Ludlow.
Hull suspiró abiertamente. Will frunció el ceño, no le gustaban aquellos
indicios. Un grupo de granjeros que iban a reñir durante todo el viaje, separándose,
volviendo a formar facciones, recombinándose hasta que un desastre, o las
dificultades naturales del viaje… Sería mejor que pidiera sus cincuenta dólares por
adelantado. Estaba claro que algunos de aquellos zoquetes no iban a llegar a Fort
Laramie y mucho menos a California.
—Mire, reverendo. Esas mulas suyas son tan útiles como un tiro de gatos —dijo
Marshall—. Retrasan a todo el grupo. Véndalas y cómprese unos bueyes.
—¿Y usted me critica? —se indignó Ludlow—. Burdette y usted traen cinco
vacas lecheras que requieren el esfuerzo de todos para hacerlas andar.
El reverendo, que de por sí tenía una tez rojiza, se puso escarlata, dando
muestras de una ira poco adecuada para un ministro de Dios.
—Han sido sus gallinas las que se han escapado esta mañana y nos han
retrasado más de dos horas —replicó Marshall—. Y hablando de gatos, MacIntyre,
ese gato debería quedarse.
—El señor MacIntyre también tiene gallinas —protestó Ludlow—. ¿Por qué
tiene que meterse solamente con las mías?
Will se apartó de la hoguera, Rachel había desaparecido. Quizá fuera mejor que
renunciara a su puesto, decirle a Godfroy que había cambiado de opinión y quería
quedarse en Saint Joe. ¿Y Rachel? No era distinta de las demás mujeres. Hablaba de
aventuras, de hacer realidad sus sueños, pero cuando se enfrentaban a la disyuntiva
entre la aventura y el hogar, se decantaban hacia la familia y los amigos.
—¿Y qué me dice del barril que perdía agua? —gritó Burdette.
—¡Silencio!
Will se asomó por detrás de un árbol y vio que una mujer mayor se interponía
entre los hombres que disputaban. La abuela MacIntyre, la madre de dos de los
hombres que permanecían al otro lado del fuego. Burdette levantó un brazo como si
quisiera lanzarla a la hoguera, pero acabó juntando las manos a la espalda y mirando
a las estrellas como si suplicara que le concedieran la virtud de la paciencia.
—Este no es lugar para una mujer, señora MacIntyre —dijo el reverendo, igual
que si estuviera sermoneando a sus feligreses.
—¡Ya está bien! escúchenme —dijo la abuela dándote la espalda a Ludlow. Sus
ojos relucían como los de una hechicera—. ¿Es que no han aprendido nada en el
camino? Si vamos hacia atrás para ver dónde empezaron los retrasos llegaremos
hasta Adán y será difícil echarle la culpa. Ustedes dos siempre están echándose la
culpa de pequeñas tonterías. ¿Quién ha visto que Ludlow dejara que sus gallinas se
escaparan? ¿Es que ha visto usted alguien que rondara su barril para robar le agua?
—le preguntó a Burdette. Entonces, se dio la vuelta para apuntar con un dedo a la
nariz del reverendo—. Hace un momento que he visto a la señora Ludlow con un
cacharro de leche de las vacas del señor Marshall. Pero quizá me equivoque porque
mis ojos son viejos.
Nadie dijo palabra. Marshall bajó la cabeza y Burdette se agitó incómodo. Will
se dio cuenta de que la abuela no era un espectro de la noche, sino la verdadera alma
de aquel grupo. Quizá los hombres de la familia MacIntyre no pudieran mantenerlos
unidos, pero a la abuela le sobraban fuerzas.
—De ahora en adelante no se echen la culpa entre ustedes. Cúlpenme a mí
porque, a partir de este instante, maldigo esta caravana.
La abuela levantó los brazos que se cubría con el chal. A Will le pareció un
murciélago. Sintió escalofríos. La lógica le decía que era una estupidez, pero no por
eso dejó de sentirlos.
—Desde este momento, cada carreta de esta caravana quedará maldita con
lenguas largas y hachas embotadas. Vuestros bueyes se hundirán bajo el peso de la
yunta y vuestras mulas morirán de repente. Las vacas se quedarán sin leche, los
caballos perderán sus herraduras, el perro será mordido por el lobo salvaje y la gata
se quedará preñada de un lince. Eso es lo que profetizo y todos lo recordarán, pero
cuando suceda, no se echen la culpa unos a otros, echádsela a la abuela. Los hombres
siempre dicen que deben ser los jefes por naturaleza, que está escrito en la Biblia. Si
ésa es la verdad de Dios, los hombres deberían atender a sus responsabilidades
porque, si fallan, todos moriremos en el desierto.
El reverendo chasqueó la lengua repetidamente. Burdette soltó una carcajada
nerviosa, pero se calló cuando se dio cuenta de que nadie lo acompañaba. Rachel le
había contado que la abuela podía curar a hombres y animales con sus hierbas.
¿Había algo más? ¿Una magia como la de Mujer Gris canturreada en una
interminable salmodia monocorde? ¿Una magia capaz de mantenerlos unidos? Will
decidió prestarle mucha atención, llevarle piezas de caza selectas, ayudarle a
encender el fuego… Quizá conociera un filtro de amor que mantuviera a Rachel a su
lado, de modo que la carta que había enviado a Pittsburgh no fuera mentira.
¡Debían seguir casados! Todo lo que había prometido había sido de corazón,
aunque hubiera sido ante el sinvergüenza de Kraft. Si Godfroy se hubiera acordado
de que hacía falta un certificado… Pero Godfroy estaba a punto de morir de fiebre.
«¡Es culpa mía!» El novio debía ser quien demandara la firma del documento.
Sampson había vuelto a levantarse.
—Este campamento está más concurrido que un bar del río —gruñó—.
Acércate, seas quien seas. Manos arriba y dinos cómo te llamas.
Alguien echó un leño seco al fuego y las llamas prendieron de inmediato. Will
creyó que se le había parado el corazón. Cerró los ojos. «Cuando despierte de esta
pesadilla, Robert habrá desaparecido». Abrió un ojo despacio y su hermano siguió
acercándose.
Capítulo 11
—Busco a un hombre que dice llamarse Will Hunter.
—¡Will! —lo llamó Godfroy—. Vaya, pero si estaba detrás de mí —añadió entre
toses.
A Will le parecía que tenía las botas llenas de plomo, tan difícil era dar un paso.
—Aquí estoy. ¿Cómo me has encontrado?
Robert dejó escapar una carcajada.
—¿No me esperabas tan pronto? ¿Creías que ibas a escapar de mí y perderte en
California? Cuando me encuentro en Saint Louis, el oficial de correos me aparta las
cartas dirigidas a la compañía en Pittsburgh. Recoge tus cosas. Te vienes al hotel para
que podamos subir mañana al primer vapor. Has demostrado que no se puede
confiar en ti.
—Tiene un contrato con nosotros —dijo Sampson—. Es nuestro cazador.
—¿Un contrato? —repitió Robert desdeñoso—. No es mayor de edad, luego
tampoco puede firmar un contrato que sea válido. ¿Dónde está esa mestiza con la
que te has casado? —añadió mirando a las mujeres—. Supongo que tendré que
pagarle para que desaparezca.
—¿Rachel? —llamó Will hacia la oscuridad.
Rachel se apartó de sus compañeras y Will la tomó de la mano.
—Rachel, éste es mi hermano Robert Shakespeare, de Shakespeare y compañía,
Pittsburgh.
—¡Shakespeare! —exclamó ella en un susurro.
—¡Shakespeare! —repitió Hull—. ¡Caramba! El ejército compraba la mitad de
sus cajas y barriles a esa compañía. No creía que fuera un nombre de verdad.
—Mi abuelo, Helmut Shakespeare, fundó una oficina comercial en Philadelphia
—dijo Robert orgullosamente—. Conforme se fue desarrollando el territorio de Ohio,
se trasladó a Pittsburgh.
—El apellido del abuelo era Jäger —dijo Will—. No te he mentido. Quería un
apellido inglés y Shakespeare fue el mejor que se le ocurrió.
—¡Shakespeare! —gruñó Anders—. ¿Un comerciante de las colonias que se
llama Shakespeare?
—A mi padre le pareció gracioso ponerme William. ¿Te imaginas lo que supone
crecer con los demás niños del barrio llamándote William Shakespeare?
Los hombres se rieron a carcajadas. Las mujeres más discretamente.
—¡Cuánto quieres por zanjar este asuntos? —dijo Robert—. Preferiría tratar con
su padre, si es que está por aquí.
—Aquí estoy —balbuceó Godfroy entre toses—. Rachel y Will están… casados.
—Will no puede casarse sin un permiso expreso de su padre, sólo tiene veinte
años. Y, desde luego, mi padre jamás dará su bendición a la unión con una mestiza.
Además, va a volver…
—¡No! —dijo Will.
—O vienes conmigo, o daré parte al sheriff. Se te busca por robo. Papá te
denunció a las autoridades de Pittsburgh, te fugaste con mantas, ropa, libros, un rifle
y una cantidad no determinada de dinero.
—No me llevé nada que no fuera mío.
—Un menor no tiene propiedades —dijo Robert—. Todo pertenece al padre
hasta que se lo dona al hijo cuando llega a la mayoría de edad.
Rachel le apretó la mano.
—¡No! —dijo en un susurro.
Robert se soltó la parte superior de la chaqueta y sacó una chequera.
—¿Cuánto? —le preguntó a Godfroy—. Porque supongo que sería virgen.
—¿Desde cuándo te preocupa arruinar la vida de una chica virgen «señor
Brown»?
Las llamas resplandecían sobre el busto de la señora Brown, pero sus ojos
ardían con un fuego propio. Empujó a Merri hacia delante. La pequeña se restregó
los ojos y los puso en Robert.
—Papa —dijo.
—Flamante como un penique nuevo. Apenas acaba de cumplir el año y ya
puede hablar.
—Ni la conozco ni sé de qué está hablando, señora.
Sin embargo, su expresión delataba su incertidumbre.
—Fue en Natchez, hace un año y nueve meses —dijo la señora Brown con una
voz como miel venenosa.
Robert volvió a guardarse la chequera.
—Yo no estaba… Jamás he estado en Natchez. La compañía tiene un agente
para manejar nuestros asuntos en esa ciudad.
—Sí, sólo que hace unos dos años que murió —murmuró Will, que aún no salía
de su asombro.
¿Robert pillado teniendo un trato carnal y pecaminoso en sus viajes?
—Esta mujer miente —gritó su hermano—. Tiene una hija bastarda y acusa a un
hombre con dinero y posición de ser el padre. No es la primera vez que me pasa, hay
demasiadas putas en las ciudades fluviales.
Varios hombres asintieron.
—¡Me sedujo! —gritó la señora Brown—. Me dijo que su esposa había muerto y
necesitaba una mujer buena, que iba a construir una casa en la colina. Me dijo que era
Will pensó que lo seguía siendo. El intento sexual con Rachel había salido tan
mal que ella no quería volver a oír hablar de ese tema.
—Esto es el fin, Robert. O me dejas que siga mi propio camino o le contaré a
papá tus correrías. Y no te excuses diciendo que no sabrás qué contarle. Cualquier
hombre de Pennsylvania que se haga pasar por tratante de esclavos en Natchez es
capaz de inventar una historia plausible para explicar la ausencia de su hermano.
—Te nombraré nuestro delegado en Saint Louis. Papá nunca conocerá a esa…
mestiza.
Aquella palabra se clavó como un puñal en el vientre de Will.
—Robert, acabas de ver a Rachel. ¿Cómo puedes utilizar esa palabra?
Robert pareció rendirse.
—¿Cuánto quieres por tu silencio?
—Nada. Si no podemos tratarnos como hermanos, olvida que estoy vivo.
—Will, apenas dispongo del efectivo suficiente como para contentar a la señora
Brown. Y eso contando con que se conforme con menos de cien dólares. No puedo
darte dinero para financiarte un viaje.
—No te pido dinero, Robert. En realidad —dijo sacando el paquete de su
chaqueta—, aquí tienes todo lo que me has mandado. No lo necesito. Me marcho con
la caravana. Me pagan cincuenta dólares por ser su cazador, lo suficiente para volver
al este y escribir un libro sobre el viaje a California. Y después emprenderé otra
aventura. Quizá vaya a la India.
Robert se detuvo desconcertado ante seis yuntas de bueyes que bloqueaban el
paso al hotel.
—¡Estos emigrantes han convertido mi viaje en un suplicio! Casi todos van a
Oregón para reclamar tierras. ¿Por qué se han decidido tus patanes por California?
—Es obra de Godfroy y Sampson. Han estado allí y dicen que es un paraíso
terrenal.
—Estúpidos. Y tú lo serás más si vas con ellos. Tienes una fortuna esperándote,
sólo has de dominar un poco tu carácter. ¡Ven conmigo! No le diré a papá que te has
estado revolcando con una «squaw».
Will apretó los dientes, pero no dijo nada.
—No tendrás problemas para encontrar a otra en Pittsburgh. Seremos
compañeros, verdaderos hermanos.
—Hermanos unidos por los más oscuros secretos —dijo Will con sorna.
—Y no sólo en Pittsburgh. Si quieres utilizar tu verdadero apellido, encontrarás
que hay montones de mujeres dispuestas a ser amables con un Shakespeare. Pero es
peligroso. Lo mejor es utilizar otro nombre. Tendrás mujeres en todos los puertos,
incluso en Nueva Orleáns, la raza no importa. ¿Por qué has tenido que encapricharte
de una mestiza?
Will se dio cuenta de que todos sus esfuerzos eran vanos con Robert. Enrojeció
de vergüenza.
—Rachel es preciosa…
—Bueno, bueno. Will, dime la verdad. ¿Crees que esa niña puede ser hija mía?
¿Le ves algún parecido con la familia?
—El color del pelo es muy parecido, desde luego. Tú eres tan rubio como papá.
Además, es innegable que la niña es inteligente.
—¿En serio? Vaya. Si me aprietas un poco, incluso podría casarme con esa zo…
mujer. Podría dejarla en Cincinnati y papá nunca lo sabría. ¿Me guardarías ese otro
secreto? —dijo y se echó a reír—. Pero sólo un idiota puede aconsejar el matrimonio,
si la mujer resulta una arpía, habrás perdido un amigo. Ya has oído a esa mujer, sus
exigencias no tendrán fin. Y ahora que conoce mi apellido, no descartaría que llegara
al chantaje.
—Es muy posible —dijo Will.
—Mañana le ofreceré el matrimonio, me saldrá más barato a la larga. ¿Quieres
hablar con ella por mí? ¿Asegurarle que siempre le fui fiel a Eulalie?
—¿Lo fuiste? —preguntó Will mientras cruzaban la calle—. ¿Lo fuiste? —
insistió mientras su hermano subía los primeros escalones—. Ya veo. No, tendrás que
ganártela por tus propios medios. Adiós.
Will extendió su mano, pero Robert no quiso aceptarla.
—Robert, he crecido. Tenía que llegar el momento en que ya no pudieras
llevarme a casa con palizas y amenazas.
Robert le dio la espalda y comenzó a subir las escaleras.
Capítulo 12
Will no tenía más remedio que respetar el sentido común con que Godfroy
hablaba del matrimonio. Un caballero no pronunciaba aquellos votos en vano. Llamó
a la puerta de Rachel antes de abrir. Rachel se cubrió la cabeza con las sábanas.
—¡No! —dijo ella en cuanto entró—. ¡No!
—Rachel, tenemos que hablar.
—No te acerques a mí.
Will entró a oscuras tratando de mantener las distancias con ella. Tropezó con el
bastidor del edredón. Rachel dio un salto en la cama.
—¡No tires la colcha al suelo!
—Rachel, creo que no estamos casados.
—¡Mejor! No quiero casarme, ¡jamás!
—Pero te he arrebatado la virginidad. Mi deber de caballero es casarme contigo.
—No, gracias. Y, ahora, vete.
—Tu padre cree que sí estamos casados. Dice que las licencias y los reverendos
no son necesarios, que hemos formulado los votos, que nos hemos acostado…
—¿Lo sabe?
Will empezó a ver el camisón blanco. Ella se había sentado en la cama y tenía
los pies en el suelo.
—Me lo ha preguntado claramente. No podía mentirle.
—¡Dios todopoderoso! Nos llevará ante el reverendo Ludlow a punta de rifle.
—No. Cuenta con tus amigas para que te convenzan, pero ya sé que no te
importa. ¿Te casarías conmigo si sintieras una pasión arrebatadora?
—No sé lo que puede ser eso. Will, ¿tú me amas?
—No me hagas preguntas imposibles, ni siquiera estoy seguro de lo que es el
amor. Te respeto, eres una mujer buena, pero quieres una gran pasión.
—¡Ya no! He tenido bastante pasión para el resto de mi vida.
—Entonces, no te cortejaré. Pero vamos a tener que compartir una carreta
durante cuatro o cinco meses, Rachel. ¿No podemos ser amigos? ¿Hermano y
hermana?
El blanco desapareció cuando ella se cubrió las piernas con la manta.
—Siéntate aquí, a mi lado. Dime la verdad, quién eres. ¿Por qué William
Shakespeare?
—Es el nombre que me pusieron al nacer. Lo he cambiado por el de Will
Hunter.
—Sí, supongo que debe ser difícil vivir con un nombre así, sobre todo de niño,
los niños pueden ser muy crueles. Pero ya eres un hombre adulto.
—No es difícil, es imposible. Ya le he contado a tu padre mi secreto. Eres mi
hermana y confío en ti —dijo tomándole la mano—. No podía quedarme en casa
porque quiero ser escritor. Mi padre lo considera un oficio despreciable. ¿Y te
imaginas lo que pensaría un editor si le mando un manuscrito firmado como William
Shakespeare?
—Me hago cargo.
—No se lo digas a nadie, pero llevo un diario de este viaje. Quiero escribir un
libro sobre la caravana a California. Ha de ser un secreto, si la gente lo supiera no me
tratarían como a un cazador.
Rachel le apretaba la mano. Se inclinó hacia él y rió.
—Burdette se llevaría un pasmo al ver las cosas que dice en papel impreso.
—Precisamente. No se lo dirás a nadie, ¿verdad? ¿Ni siquiera a tus amigas?
Rachel le soltó la mano y se cubrió la boca con la suya.
—Bien. Buenas noches.
—Espera, tengo más preguntas. ¿Aceptaste la ceremonia por la misma razón
que yo, porque pensabas que papá se moría?
—Por eso y porque eres muy bonita.
—¿Y deseabas tenerme en tu cama? —preguntó ella venciendo su timidez.
—Eso también.
—¿Aún me deseas?
—Pero sólo si tú quieres, Rachel.
—Pero, a ti… ¿sientes lo que todos los hombres por las mujeres?
—Sí.
—Entonces, tu hermano…
—Es un libertino.
Era lo menos que podía decir de él.
—Para una mujer es difícil preguntarlo pero, ¿sientes lo mismo por otras
mujeres?
—Yo también era virgen cuando me acosté contigo —exclamó él un tanto
dolido por su acusación, pero también amargado al recordar su erección a manos de
Louisa Brown.
—Lo siento. Pero tenemos que ser prácticos. Si sientes la necesidad de seducir a
alguna mujer… Bueno, en la caravana no se me ocurre quién podría aceptar un… Lo
que quiero decir es que hay mujeres públicas en la ciudad. Si te parece que ese
impulso va a ser irresistible, antes de salir hacia el oeste, podrías…
Will se levantó. Estaba tan cerca que le rozaba la rodilla con la pierna.
—Yo no soy mi hermano, Rachel.
—Lamento haber dicho nada.
—No, te he pedido que seas sincera conmigo. Es el único modo de que
podamos superar esto.
—Nunca debemos volver a estar juntos a solas.
—No te preocupes No hay demasiada intimidad en una carreta en medio de las
praderas.
—Si mi padre o mis amigas tratan de que estemos juntos…
—Ya encontraremos alguna excusa para separarnos. Podemos pasarlo muy
bien, Rachel. Hermano y hermana conchabados, saboteando las estratagemas de los
adultos. No he tenido hermanos ni hermanas de mi edad, nadie con quien jugar a
este juego.
—Yo no he tenido hermanos de ninguna clase —dijo ella.
Se apartó el pelo que le caía sobre la frente con gesto seguro. Pero, los hombros
hundidos daban a entender que tenía sus dudas.
Rachel hizo un nudo en su hilo y lo cortó. Cambió de sitio para seguir la línea
de hilvanes que iba más allá de las campanillas de Tildy. Su amiga había llegado al
despuntar el alba para terminar el centro.
—¿Vamos a tener boda esta noche? —preguntó en un susurro.
—No.
—Pues yo creo que, cuanto antes, mejor.
—Anoche, Will y yo decidimos que no íbamos a casamos.
Tildy se acercó a ella hasta que las cabezas se rozaron.
—¡Pero, Rachel! ¿Y si estás embarazada?
—No te preocupes.
—¿Estás diciéndome que… Will y tú tomasteis precauciones? Me alegro de que
Matt haya insistido en lo mismo. No quería que hiciera el viaje embarazada, aunque
llegaríamos a California antes de que naciera el niño.
Rachel echó un vistazo a la puerta y a la ventana por si había alguien
escuchándolas.
—Sólo lo hicimos una vez y me dolió mucho. No le dejé terminar. Eso no
cuenta.
—A mí me parece que sí —dijo Tildy—. Da igual lo que sucediera. Si te hizo
daño es que ya no eres virgen.
—Hay pocas diferencias entre una esposa y una esclava —se quejó Faith
conteniendo las lágrimas—. Tú tienes suerte, Tildy. Desde que te casaste con Matt
has vivido con tu familia. Ya verás cuando tengas que ocuparte de la casa y lleguen
los niños, entonces sabrás lo que es la vida de una esposa. Fíjate en Rachel, los dedos
en carne viva y aún tiene que hacer todo el trabajo de la casa.
—¡Eso no es verdad! —protestó Rachel—. Will me ayuda todo lo que puede,
pero papá está enfermo y…
—¡Justamente! —exclamó Faith—. Tu padre se pone enfermo y, ¿quién tiene
que pasarse la noche en vela cuidándolo? ¡Tú! El trabajo extra siempre le toca a la
mujer. Y luego, cuando se hace de noche, el hombre empieza a hacerte proposiciones
y nunca puedes descansar.
Rachel se volvió hacia el edredón para que no pudieran verle la cara. Cuidar al
enfermo, cocinar, limpiar, coser. ¿Hasta cuándo iban a dolerle aquellos pocos
instantes con Will?
—¿Qué voy a hacer? —sollozó Faith.
—Dejar de lloriquear y ponerte a trabajar para que tengamos vinagre —le
espetó Rachel.
—Lo siento —dijo Faith tras un momento de desconcierto.
Rachel sintió que todas la miraban con reprobación.
—Hay trabajo que hacer —dijo Faith con un suspiro—. Quizá me preocupe por
nada. Puede que papá no le proponga matrimonio, puede que esa mujer deteste a los
niños.
—Espero que tu padre tenga sentido común y sea cauteloso —dijo Rachel—. La
señora Brown aceptará cualquier cosa que lleve pantalones.
Faith sollozó.
—La vida es muy dura para una mujer sola, lo sé. Pero si se casa con mi padre,
seré yo la que se quede sola.
—No, nada de eso —dijo Rachel—. Seremos dos. Yo tampoco voy a casarme.
—¡Rachel no digas eso! —protestó Tildy. Pero Rachel la hizo callar con una
mirada. Se arrepintió de haber compartido con ella confidencias sobre sexo.
—Cuando lleguemos a California, Faith, tú y yo encontraremos el modo de
ganarnos la vida —dijo Rachel—. Piensa en lo que he conseguido aquí cosiendo.
—No habrá muchas mujeres que quieran edredones o vestidos en California —
dijo Meggie—. La abuela dice que los primeros años en un nuevo territorio siempre
son duros.
—¿Y qué otra cosa podría hacer una mujer respetable? —dijo Tildy—. Quizá
deberíais pasar el verano con la abuela, apuntar todo lo que diga y luego estableceros
como comadronas.
—Las mujeres esperan que las comadronas hayan tenido hijos propios —
apuntó Faith.
—Rachel —dijo Will, guiñándole un ojo con disimulo—. Tu padre dice que, en
cuanto acabes el edredón, te lleve a la granja de Perry a recoger el vinagre.
Rachel le devolvió el guiñó.
—No me parece que eso sea muy práctico.
Will tenía razón. Aquello podía ser divertido.
—La carreta está a medio cargar. Si la utilizamos para ir a la granja, moveremos
todos los fardos.
Entre las cuatro podemos ir a pie. Además, queremos ver la cara que pone la
señora Perry. Le pediremos prestada la carretilla para traer la barrica.
—Parece un buen plan —dijo Will sonriendo.
—Acabaríamos antes si la nueva esposa del señor Tole supiera coser —dijo
Meggie.
Will se quedó con la boca abierta. Salió tan rápido de allí que levantó una
nubecilla de polvo.
—Por supuesto que sé coser —dijo la señora Brown al otro lado de la puerta—.
Pero, a esta hora del día, debería prepararte la comida.
—No pienso permitir que cocines hoy. Es el día de tu boda —dijo Tole,
haciéndola pasar—. Faith, la señora Brown y yo hemos llegado a un acuerdo. Se me
ha ocurrido que os acompañe para que vayáis conociéndoos mientras yo voy a
recoger la licencia.
La señora Brown miraba al suelo. Recogió a Merri de brazos del herrero y la
puso frente a ella como si fuera un escudo. La niña tenía el pulgar en la boca. Rachel
buscó una corteza de pan para ella.
—Asia —dijo la cría.
Faith se levantó de la banqueta con la mano en la boca. Rachel no sabía si iba a
reír o a llorar.
—¿Ya habla? ¡Pero si es muy pequeña!
—Es una criatura asombrosa —dijo Rachel.
—Por favor, sean amables con ella —susurró la señora Brown—. Anoche os
enterasteis de la verdad, es una hija bastarda. Pero el señor Tole dice que le dará su
apellido.
—¡Oh, no se preocupe por eso! —dijo Tildy enarbolando la aguja—. Mi marido
también es bastardo y lo han elegido capitán. ¿Por qué no nos tuteamos? Así no
perderíamos tanto tiempo.
A la señora Brown le tembló la barbilla. Miró a Rachel, que bajó los ojos un
momento.
—Vamos, siéntate, Louisa —dijo señalándole el sitio que Faith había dejado—.
Lo siento, pero el edredón ha de estar terminado mañana y no tengo tiempo de hacer
té.
—No importa. Dadme una aguja y enseñadme lo que tengo que hacer. Estoy
deseando que Kit traiga mi baúl, aunque el señor Tole me ha pedido que cambie los
vestidos. No le parece bien que una mujer casada enseñe tanto… cuello. Es un
hombre maravilloso —dijo mirando a Faith—. Tú debes saber qué estilo le gusta más.
¿Me ayudarás a reformar los vestidos?
A Faith se le trabó la lengua y Rachel se vio obligada a intervenir.
—Todas te ayudaremos, pero antes tenemos que acabar esto.
Capítulo 13
La balsa se detuvo bajo las orillas escarpadas y boscosas. El barquero tiró de
una cuerda y encalló el trasbordador en los bajíos. Will saltó a la arena.
—Llevad los caballos hasta el escarpe —les dijo a los chicos.
El silencio nervioso en que habían cruzado terminó en cuanto sintieron tierra
firme bajo sus pies.
—Vosotros dos —dijo a los más pequeños—. Quedaos con los caballos. Los
demás volved a tirar de la carreta.
La otra orilla parecía una colmena ajetreada. Los gritos de los hombres,
apoyándose en el restallar de los látigos, eran arrastrados por las silenciosas aguas
del amanecer. Otro carromato estaba en posición de ser cargado. Kit, su
lugarteniente, parecía adelantarse a todas sus órdenes.
Un tronco flotante puso en apuros a la balsa, pero Will y sus muchachos no
tenían tiempo para mirar. Llamó a los que recorrían los bancos de arena con ramas
de sauce en las manos y les mandó que arrearan a un grupo de seis mulas que se
apelotonaban en una isleta arenosa.
—¿Dónde están las de Anders? —preguntó Godfroy—. Esas son las de Ludlow.
—Quizá sus muleros las hayan atado para cruzar —aventuró Will.
Godfroy negó con un movimiento de cabeza.
—Maldito grupo, separándose antes de comenzar el viaje —se lamentó el
trampero—. Por culpa de mi debilidad no puedo subirme a un caballo. ¿Alguien está
con los demás caballos?
—Voy yo. Haré que los muchachos reúnan dos yuntas de bueyes para llevar la
carreta a lo alto de la orilla.
En lo alto del escarpe, Will sacó su telescopio de bolsillo y vio que tres hombres
se habían lanzado al agua en un bote de remos. No les envidiaba el trabajo de tener
que cortar el tronco para librar el trasbordador, ya tenía bastante con los caballos, los
bueyes y las mulas. Encontró una pendiente orientada al sur donde el sol había
estimulado que la hierba creciera antes. Era un terreno pequeño, los animales darían
cuenta de él en pocas horas y empezarían a dispersarse buscando más. Pero claro,
para eso habían traído las carretas con el heno. ¡Las carretas! ¡El pienso estaba en la
otra orilla! Hasta que Parrott liberara la balsa, los muchachos y él debían rodear al
ganado para evitar que se alejara del río. Aquello iba a prolongarse hasta el medio
día, eso pensaba. Kit apareció ante él, retorciendo el sombrero entre sus manos.
—El cable se ha partido.
El cable. La cuerda que unía ambas orillas. El tiempo se alzó ante él como una
barrera, como un enemigo. Volver a tender el cable llevaría horas, quizá días. Kit
comprendía la dimensión del problema, su expresión era preocupada. Will pensó
que si seguía retorciendo el sombrero de paja acabaría por hacerlo jirones.
—Me parece que uno de los hombres que cortaba el tronco, ha sido arrastrado
río abajo con él.
—¿Estás seguro? ¡Dios mío! No tiene muchas posibilidades de sobrevivir.
¿Estás completamente seguro?
—No. Pero… creo que lo oí gritar cuando lo arrastró —dijo el muchacho con los
nudillos blancos—. Y ése es el tipo de trabajo al que siempre mandan a papá.
—No —dijo Will—. Parrott enviaría a uno de los suyos, no a un hombre con
esposa y seis hijos. Tendría que ser alguien que conozca los canales del río, que sepa
salir si se produce un accidente.
—Es lo que siempre hace papá —insistió Kit.
Tenía que conseguir que volviera a pensar en el trabajo.
—¿Han descansado bastante las mulas como para que suban la cuesta?
—Sólo han cruzado seis. Hemos ido a mirar corriente abajo, pero no hemos
encontrado las otras cuatro. A Ludlow se lo van a llevar los demonios.
—A los reverendos no se los llevan los demonios —dijo Will.
Kit trató de sonreír.
—Usted no lo conoce. Mientras las buscábamos. Josh vio lo que pasaba en el río.
Yo también miré y…
—Haz que los más pequeños cabalguen alrededor de los demás animales. Hay
que evitar que se dispersen. Sólo tenemos dos sillas de montar.
—No importa. Todos estamos acostumbrados a montar a pelo.
Otra sonrisa fugaz. Will se imaginó la furia de los campesinos de Pikeston
cuando descubrieran que los caballos que habían dejado en el prado para que
descansaran estaban agotados, como si hubieran pasado el día trabajando.
—Si ha sido papá…
—Deja de preocuparte sin motivo. No sabes quién había sobre ese tronco.
Kit asintió, pero Will alcanzó a oír que le castañeteaban los dientes. El cabo
deshilachado del cable estaba a sus pies. ¿Qué podía hacer?
«Lo primero que tienes que hacer cuando decides que te has perdido es sentarte
y pensar». Zack, el guardés de la casa de campo, se lo había aconsejado de pequeño.
Will se sentó en un arbolillo doblado por la corriente y contempló la otra orilla. La
balsa se había alejado a la deriva y ahora estaba a un cuarto de milla corriente abajo
del embarcadero. A juzgar por los movimientos de los hombres, la habían atado con
cuerdas y la empujaban con pértigas. Se preguntó si se dedicarían a esas tareas de
haberse ahogado un miembro del grupo.
Si el ganado estuviera del otro lado, les quedaría la posibilidad de volver a Saint
Joe. No podía hacerles cruzar otra vez. Los bueyes que probaban dos veces las aguas
del Missouri quedaban inservibles para la yunta. Tendría que esperar a que Sampson
o Hull cruzaran en el esquife y le dieran órdenes.
«Deja de hacerte preguntas que no puedes responder. Eres peor que Kit,
sacando conclusiones antes de tiempo».
Su trabajo era proteger el ganado y mantenerlo cerca del río. Eso significaba
organizar turnos de guardia durante la noche. Los niños mayores sabían manejar un
arma. Y habría que comer. Tenía que hablar con Rachel de eso. Los niños estarían
muertos de hambre tras el magro desayuno de aquella mañana. Había comida de
sobra en la carreta.
Los niños debían ir a todas partes en pareja. Mandaría a una para que buscara
alguna fuente o arroyo por los alrededores. Rachel tendría agua para preparar café.
No podían correr riesgos. Era una zona infestada de renegados blancos que se
ocultaban más allá de la jurisdicción de los alguaciles de Missouri.
No había que preocuparse por los indios, a menos que se encontraran con una
banda de pawnees. La noticia de que había ganado fácil se extendería rápidamente
por el río. Godfroy conocía mejor a los indios. Will echó a andar.
Rachel utilizaba el portón de cierre de la carreta como mesa de trabajo. El sol se
reflejaba en su hachuela de carnicero. Godfroy se había refugiado bajo la carreta para
escapar del calor del medio día.
—¿Dónde están los muchachos?
—Kit ha encontrado un arroyo y ha mandado a uno de sus hermanos para que
trajera agua.
—Bien, pero deben ir de dos en dos. En cuanto vuelvan, hay que poner el toldo
de la carreta. Godfroy necesita un lugar más cómodo para descansar.
—Podemos hacerlo nosotros —dijo Rachel.
—Tú tienes que preparar la comida.
—No puedo cocer el jamón sin agua. Además, tengo cuatro docenas de galletas
hechas de ayer.
Pusieron manos a la obra, aunque no era fácil tensar la lona entre dos. El agua
llegó antes de que acabaran. El niño se ofreció a sustituirla para que ella pudiera
dedicarse a cocinar.
—¡Indios! —gritó el niño de pronto—. Se llevan una de las mulas.
Conservando la calma, Rachel se puso delante de su padre.
—Tráeme el rifle —ordenó Godfroy, oculto tras sus faldas.
La mula se tambaleó un instante cuando llegaba a lo alto de la cuesta. El
hombre, Will sólo veía a uno, aunque sabía que podía haber toda una banda ocultos
en los arbustos, guiaba al animal por las crines. Tanto la mula como el hombre eran
de un color rojizo.
—No es un indio —dijo Will—. Lleva camisa y pantalones.
—Los indios también pueden ponerse ropa normal —dijo una voz ahogada bajo
la lona.
Brant Reid se lavó en un remanso del arroyo hasta que el riachuelo se cubrió de
una espuma sucia.
—Acababa de subirme al tronco cuando, de repente, cedió.
—Tiene mucha suerte de estar vivo.
—No lo estaría si no llega a ser porque una corriente ha llevado el tronco una
milla río abajo y luego lo ha empujado a la orilla. Me quité las botas y pude nadar.
Unas botas hechas a la medida y ahora están en el fondo del Missouri. Aunque no
debería quejarme. Esa condenada mula estaba esperándome en un banco de grava.
—¿Por qué estaba usted en el tronco? ¿Por qué no había uno de los hombres de
Parrott?
—Parrott no es el dueño de esos hombres, sólo su patrón. Si alguno muriera,
tendría que pagarle su valor al amo. Sólo quiero una manta hasta que llegue sir
Anders.
—Pero, no llegará hasta que la balsa…
—Después de que usted cruzara, sir Anders y Parrott discutieron por las mulas.
Sir Anders se marchó hecho un basilisco a Saint Joe, con las mulas y nuestros
hombres. Se reunirá con nosotros aquí.
—Lo siento, Rachel —dijo sentándose con las piernas cruzadas frente a ella—.
Lamento que haya sucedido esto, que nos veamos atrapados aquí, solos, sin tus
amigos.
—No es culpa tuya que el cable se rompiera. No hace falta que te disculpes.
—Bueno, hay algo más. No puedo prometerte que no voy a tener erecciones a lo
largo del viaje. Creo que lo sabes. Anoche, cuando estábamos frente a la hoguera, te
pasé una taza, nuestras manos se tocaron y…
—¡Cállate!
Volvió a extender el percal y buscó el lápiz.
—Lo tienes bajo… la falda —dijo él.
Por el modo en que había dicho «falda», Rachel sabía que se refería a la pierna.
La idea de que él hubiera estado allí, de que la hubiera acariciado en un sitio tan
íntimo… Sentía ganas de gritar de humillación. Pero no iba a darle ese placer, se
mordió la lengua.
—¿Dónde has estado? —preguntó ásperamente.
—He subido a la colina a ver si veía a Anders. No quiero que pase de largo.
—Es imposible, tiene que cruzar este camino.
—Quizá insulte a un caballero, pero sir Anders es capaz de pasar de largo de
todo lo que no le recuerde a Londres.
Rachel tuvo que contener la risa y la línea sobre el percal se torció.
—Trae, deja que yo haga eso —dijo Will—. Iremos más deprisa. Yo dibujo las
líneas y tú recortas.
Rachel se cuidó de darle la plantilla y el lápiz de forma que sus dedos no se
rozaran.
—Necesito cuarenta y ocho triángulos de la tela de flores y otros cuarenta y
ocho de muselina. No, no los dibujes tan apretados. Hay que dejar tela para coserlos.
Eso es, perfecto.
Will pasaba la plantilla sobre el percal, sus dedos ejercían la presión justa.
Rachel sintió que le temblaban los muslos con el recuerdo de sus caricias y aquel
dolor palpitante comenzó de nuevo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó él.
—Una estrella. Una mujer en el vapor de Saint Louis tenía la plantilla y dejó
que la copiara.
Will trazó media docena de triángulos en silencio.
—Espero que Anders y sus hombres lleguen antes de que oscurezca. Los chicos
no deberían hacer guardia toda la noche para cuidar del ganado.
Un músculo se movió nerviosamente en su mandíbula. Rachel sabía que debía
tener piedad de él. Había quedado a cargo de los animales y sólo contaba con seis
niños para ayudarlo, además de un anciano enfermo y otro adulto que tenía que
sujetarse el estómago cada vez que probaba un bocado de comida sólida.
—¿Tienes más de ésta? —preguntó él levantando un trozo de percal estampado
cubierto de triángulos dibujados a lápiz.
Rachel rebusco entre las telas se quedo inmóvil al rozar el patrón del principio
La verdad era que no se parecía en nada a su sexo, duro y suave al mismo tiempo,
ardiente y húmedo.
—¿Qué te pasa, Rachel? ¿No habrá una serpiente en esos trapos?
—No es nada —se apresuró a responder ella—. Es que acabo de darme cuenta
de que es hora de que me ponga a preparar la cena.
Will la sujetó por la muñeca.
—¿Hacemos las paces, Rachel?
—Por mí, hechas —dijo ella.
—Vamos a ser hermano y hermana. Eso significa que tenemos que ser sinceros
el uno con el otro.
—Will, cuando un hombre ha estado con una mujer, ¿quiere volver a hacerlo, a
pesar de que haya sido tan horrible?
—Quiere volver a hacerlo.
—Faith y yo nos hemos prometido que, cuando leguemos a California, vamos a
abrir una escuela para hijos de emigrantes. Las dos vamos a quedarnos solteras,
doncellas para siempre.
«¡Solteras! Puede que Faith sea doncella, pero no yo!»
Capítulo 14
Las judías todavía no estaban tiernas, pero los niños las devoraron sin una
queja. El señor Brant Reid mordisqueó un trozo de pan.
—¿Más café, señor Brant Reid? —preguntó ella.
—Por favor, vamos a tuteamos. Llámame Reid. Tanto nombre suena ridículo en
plena naturaleza.
—No tan ridículo como sir Anders —apostilló ella.
—¿Y qué te parece lord Brittlebane?
Rachel sonrió.
—Suena a marca de caramelos. Es crujiente como el azúcar fundido. Estás
riéndote de mí.
—En absoluto. Es el título de mi hermano.
—¡Oh! Lo siento.
—No lo había pensado nunca, pero es verdad que suena a marca de caramelos.
Por suerte, mi hermano tiene un heredero, de modo que no corro peligro de
convertirme en lord Caramelo.
Se puso en pie sin ayuda. Por la mañana habría recuperado sus fuerzas. El
inglés fue a reunirse con Will y los niños.
—¿Qué he de hacer?
—¡Por Dios! Nada, Brant Reid. Ha estado a punto de ahogarse.
—No es que estuviera a punto, sólo tragué un par de galones de agua del
Missouri. Y, por favor, tuteémonos. Ya se lo he dicho a Rachel, prefiero que me
llaméis Reid. Brant era el apellido de soltera de mi madre. Mi padre pensó que si lo
anteponía al suyo, la herencia sería más jugosa. Vana ilusión. El abuelo dejó toda su
fortuna para fundar un orfanato.
—Puedes encargarte de que el fuego no se apague en toda la noche, de ese
modo, Anders…
—Ese es mi trabajo —dijo Godfroy—. Aunque no podré recoger leña. Hay que
mandar a los niños antes de que se haga de noche.
—Insisto en hacer mi parte —dijo Reid.
—Bueno, ve al río a ver si descubres cómo marchan los trabajos de reparación.
Reid se alejó arrastrando un poco los pies. Desde el primer momento, Rachel lo
había catalogado como un hombre sin sangre en las venas. Ahora admiraba su
determinación.
Will envió a los niños a que recogieran leña y luego volvieran dando un rodeo y
arreando el ganado. Rachel se apartó para sacudir el saco de harina. Un hombre, un
hombre blanco según podía ver, ya que iba totalmente desnudo, se acercaba
caminando por la cresta. Con un alarido, volvió hacia el carromato, sin conseguir
apartar los ojos de él por mucho que lo intentara.
—Buenas tardes, señorita Godfroy —dijo haciendo una inclinación.
—¡Anders! —gritó su padre. Se quitó a toda prisa la chaqueta y se la tiró al
inglés—. Cúbrase.
Anders cruzó las manos como un Adán y se acercó a la chaqueta caminando de
lado. Optó por atarse las mangas a la espalda, como si fuera un delantal.
Entonces levantó la cabeza.
—Han sido los indios, pero los cobardes que contraté para escoltarme huyeron
y me dejaron solo para defender mis pertenencias.
—Sin mucho éxito, por lo que veo —dijo el trampero.
—Me sujetaron y las… mestizas me desnudaron. Mataré a la bruja que las
azuzaba. Una de ellas no era nada fea, pero sin mulas, no tenía nada con lo que
tentarla.
—¡Sir Anders! —exclamó Reid, dejando caer una brazada de leña—. ¿Qué hace
usted… de esta guisa?
—¿A usted qué le parece?
Anders volvió a repetir sus gimoteos sobre los indios.
—Se presentaron como pedigüeños, pero a mí no me engañaron con sus trucos
Querían hacernos prisioneros, torturarnos.
—Los indios no suelen luchar con sus mujeres —dijo Godfroy.
Sir Anders hizo una mueca desdeñosa.
—Por suerte, tenía mi rifle listo y apunté…
—¿No le enseñaron unos papeles?
Sir Anders se olvidó por un momento de su actitud arrogante.
—Quizá. Puede que uno o dos de esos salvajes se acercase con unos papeles
mugrientos, pero retrocedieron en cuanto derribé al joven de su jamelgo.
—¿Que lo derribó? —repitió Rachel. Si había matado a un indio, lo habrían
seguido—. ¡Los niños! ¡El ganado!
—Con una bala en el hombro. Se la habría metido en el corazón, pero ese
cobarde de Hooper desvió el tiro y echó a correr seguido de los muleros.
—Rachel, ve a buscar a los niños y tráelos aquí —ordenó Godfroy—. Reid, has
lavado tu ropa. Dásela a Anders para que pueda recuperar mi chaqueta.
Rachel echó a correr hacia los árboles con el paño de cocina en la mano.
—¡Will! ¡Kit! ¡Josh!
Estuvo a punto de tropezar con uno de los pequeños, que llevaba una carga de
leña más grande que él.
—No la plantes demasiado cerca del fuego —le aconsejó Godfroy—. No vaya a
ser que una chispa prenda en la lona y tengamos un incendio la primera noche.
—Bueno, por lo menos no estamos en un campo de amapolas asesinas —musitó
Josh, paseando la mirada por sus amigos reunidos en tomo a la fogata.
—¿Cómo es eso? —preguntó Reid.
—¿No lo sabe? La amapolas asesinas son las peores plantas de toda América,
atrapan a los hombres que duermen demasiado cerca de ellas —dijo Kit.
—En Indiana, conocíamos a un hombre al que se le habían comido el pie —dijo
Josh en tono siniestro. Estaba acampado junto a un río, y la amapola asesina se
arrastró hasta su pie. Tuvo que cortárselo para escapar.
—Nunca había oído hablar de tales plantas —dijo Anders—. He consultado
todos los tratados botánicos…
—Claro que no —dijo Kit—. La gente del río no se lo cuenta a nadie. Si los del
este y los extranjeros lo supieran, no vendrían más y el oeste se quedaría vacío.
Reid sonrió y Josh le dio un codazo. Automáticamente, la expresión de Reid se
ensombreció.
—Hunter, mira bien dónde plantas esa tienda.
—Pues yo nunca… —insistió Anders.
—Pues menos mal que tampoco hay hierbaglobo por estas tierras —dijo Kit—.
He oído decir que crecen cerca de las Rocosas.
Rachel apretó los dientes cuando su padre decidió intervenir.
—¡Ah, ésas sí que son un problema para los tramperos! Crecen a lo largo de los
arroyos donde hay castores. Si la pisas, se infla de golpe, y te tira al suelo. Pero lo
peor es cuando un caballo o una persona las come por accidente. Se inflan en la
barriga. Si comes demasiadas, te revientan como un ziquitraque.
—¡Dios santo! —exclamó Anders—. ¿Cómo vamos a proteger a las mulas?
—Hay que examinar muy de cerca los pastos. Si se encuentra una hierba con la
flor en forma de almohada, hay que alejarse.
Un crujido. El chasquido de una rama al partirse bajo una bota. Rachel se asomó
por debajo del toldo, Will atizaba el fuego. Se acuclilló y extendió las manos hacia la
fogata. Entonces se metió la mano en un bolsillo, sacó un pañuelo con el que se rodeó
la cabeza y se lo ató bajo la barbilla.
Rachel también sentía la mordedura del frío húmedo del río, pero se alegró de
no haberse desvestido. Will llevaba despierto toda la noche, debía estar helado.
Rachel se envolvió en el chal. Will tuvo que oírla porque la llamó en voz baja.
—¿Tienes frío?
—Lo que más. Quizá las amapolas asesinas se hayan enrollado alrededor de
mis tobillos y me hayan cortado la circulación.
Rachel soltó una risilla.
—Los chicos de los Tole y los MacIntyre son muy imaginativos en sus bromas
pesadas.
—¡Toda la ciudad las sufría! Josh y sus hermanos derramaban los orinales en
Halloween y hacían batallas de bolas de nieve en la plaza, todo el mundo corría el
riesgo de que le atizaran en la cabeza. Una vez, Kit consiguió convencer a la mitad de
los hombres de Pikeston de que los indios miamis habían vuelto a Indiana. Hizo
tomahawks en la forja y fingió que los había encontrado ocultos junto al río. ¿De
verdad crees que Anders se ha tragado esos cuentos sobre la amapola asesina y la
hierbaglobo?
—Estuvo examinando con mucho cuidado el suelo antes de dejarme plantar la
tienda.
—Si es tan ingenuo, los chicos le harán la vida imposible.
—Tengo que moverme. Se me van a dormir las piernas.
Will cambió de postura y le dio un rodillazo en el muslo. Con el impacto, volvió
aquel viejo dolor palpitante. ¿Acaso iba a durar toda la vida?
—Le preguntará a la abuela si tiene hierbaglobo —dijo riendo mientras volvía a
echarle el aliento sobre las manos—. Podría ayudar a alguien con problemas de
pecho.
El hombro de Will y el suyo se rozaban. Aquel movimiento pareció deslizarse
hasta su vientre donde se unió al dolor.
—Creo que será mejor que empiece con el desayuno.
—Pero si aún es de noche.
—Ya no está tan oscuro. El cielo del este se ha puesto un poco gris.
Rachel se bajó de la carreta con cuidado de no mover las manos. Al darse la
vuelta para recoger el chal, encontró a Will de pie a su lado. Sin previo aviso, le puso
las manos en las caderas y la sentó otra vez en la plataforma.
—Te he dicho que es demasiado temprano. Métete ahí y descansa.
—No puedo. Los niños están a punto de llegar. Vendrán helados, pidiendo café
a gritos. ¿Sabes si alguien se acordó anoche de traer agua?
—Lo dudo. Hubo demasiada agitación con la llegada de Anders. Trae, iré yo.
Will se puso las botas y buscó el cubo, que sonó como un tambor cuando lo
recogió.
—¡Sst! —le chistó ella—. Vas a despertar a papá.
Rachel se agachó junto al fuego, el bulto de piel de bisonte se movió.
—Ya estoy despierto. Hacéis más ruido que un par de gatos en celo.
Capítulo 15
—¡Ninguna banda de ladrones salvajes va a dejar me sin mi cacería de verano!
—dijo Anders.
Will pensó que él también parecía un indio, envuelto en aquella manta de los
pies a la cabeza. Se dirigió a Reid, que estaba sentado junto al flanco de una vaca.
—Brant Reid ensilla dos caballos. Iremos a Saint Joseph y recabaremos la ayuda
del señor Robidoux para reponer nuestro equipo. ¡Ah! Y los dos chicos mayores a
caballo y armados por si acaso los salvajes siguen al acecho.
—No —dijo Will—. Parrott ya está en el esquife tendiendo un cable nuevo. Al
medio día podrá funcionar. Pídale los caballos a Parrott.
—¡No confío en Parrott ni en su bañera!
—No podemos prescindir de un solo caballo.
Will le dio la espalda para que entendiera que no había nada más que hablar.
Sin el inglés, la mañana habría sido perfecta. Estaba asombrado de lo bien que se
sentía a pesar de no haber pegado ojo. Quizá fuera el calor que le había insuflado
Rachel, aunque lo más probable era que se debiera a su pudding de manzana.
—Me obliga a actuar en mi calidad de oficial.
—¡Cierre el pico, Anders! —dijo Godfroy—. Los niños no pueden acompañarlo,
los necesitamos aquí para guiar a las yuntas, aquí no hay sitio para dieciséis carretas.
¿Caballos? Rachel y yo tenemos que ir a buscar un nuevo lugar para acampar a cinco
o seis millas camino adentro.
—Pero yo debo tener caballos y sus sillas correspondientes —protestó Anders—
. No soy un salvaje para montar a pelo.
—Los animales no pueden pasar otra noche aquí —dijo Will—. Se han comido
toda la hierba.
—No pienso aceptar órdenes de un mocoso que constantemente está dando la
lata con los animales.
—¡Lo hará! —dijo Godfroy—. Will Hunter es mi delegado.
—Y esos críos inútiles —prosiguió Anders—. Lo único que hacen es cansar a las
monturas con cabalgadas sin sentido.
¿Monturas? Will se dio la vuelta despacio. Los muchachos habían bajado los
caballos al río por si acaso Parrott necesitaba que le ayudaran a tirar del cable nuevo.
Las armas… Comprobó la situación de los rifles y pistolas.
—Rachel, ponte detrás de mí —dijo con calma, imitando el comportamiento de
Godfroy.
Escudriñó la cresta. Ocho caballos, quizá más. Era imposible saberlo con la
bruma de la mañana. Reid abandonó su tarea y se apoyó en la vaca.
—¿Son indios?
Traicionó su nerviosismo al tirar el cubo de leche sin darse cuenta siquiera.
Anders rodeó la fogata y se arrastró detrás de Godfroy, que estaba sentado con las
piernas cruzadas sobre su piel.
—¡Ahora enseñarán una bandera blanca, igual que ayer! —dijo Anders con voz
trémula—. Sabandijas traicioneras.
—¿Se presentaron con una bandera blanca? —preguntó Godfroy sin mover los
ojos.
—Por supuesto, para acercarse mejor a nosotros, para ganarse nuestra
confianza y quedarse con nuestros cueros cabelludos de recuerdo. No puede esperar
que los aborígenes comprendan los honores inherentes a la bandera blanca.
—¡Es usted el bastardo más idiota del mundo! —gritó Godfroy.
Se puso en pie de un salto. Rachel se colgó de su brazo.
—No me atosigues, niña. Estoy bien. Lo que necesitaba eran unas cuantas
noches durmiendo sobre el suelo.
Godfroy echó a andar entre la hierba con pasos inseguros pero con los brazos
firmemente extendidos a los lados para demostrar que no llevaba armas. Dos siluetas
desmontaron y se acercaron a él, una llevaba pantalones y camisa, la otra un traje de
cuero oscuro.
—Mujer Gris —murmuró Rachel.
Anders tenía los ojos como platos.
—¡No me entreguen a esos salvajes! Le disparé al niño y van a torturarme. ¡Por
el amor de Dios!
—¡Calle, Anders! —estalló Will.
Godfroy se encontró con la pareja y los tres volvieron a la fogata.
—Maldito no morir —dijo Mujer Gris a Rachel, torciendo la boca para señalar a
su padre. Anders se ocultó tras Reid y Rachel, balbuceando insensateces sobre brujas.
La hechicera no le prestó atención. Will sabía que el grupo de Mujer Gris no era el
responsable del ataque al inglés.
—Este es Jack Bordeau —dijo Godfroy, indicando al hombre alto que había a su
lado—. Es el hijo de Mujer Gris.
—Estábamos buscándolos —dijo Bordeau—. Parrott nos contó que sólo su
carreta había logrado pasar.
—¡Habla inglés! —gritó Anders.
—Fui a la escuela en Saint Louis. Ayer por la mañana, mi madre intentó ir a
verlo, pero habían dejado la cabaña.
Mujer Gris sacó un paquete pequeño de su vestido y se lo entregó a Rachel.
—Mala medicina —dijo.
Los fuegos de acampada ardían fuera del círculo de las carretas. Will se sentó
sobre sus talones junto a Godfroy y Sampson, frustrado al no poder recuperar su
diario. Rachel y sus amigas estaban reunidas junto a la carreta, cubiertas por una
ventisca de retales de colores.
—Hoy os habéis portado bien —dijo Sampson—. Buena idea la de reservar este
lugar bien temprano, las carretas de Oregón han cruzado por Saint Joe esta misma
mañana.
—Quizá sean Anders y Reid. ¿Traerán sus criados? ¿No sería mejor que
acercáramos los animales a las carretas?
—Sí —dijo el trampero—. Siempre hay que hacer lo que sea más seguro.
Cuando estemos a cuatrocientas millas de aquí, no habrá modo de reparar las reatas
ni las yuntas. Podemos hacer un ensayo de modo que nadie tome malas costumbres.
Kit, ve a avisar a Sampson y a Hull. Will, sube al caballo y, si es la banda de Bordeau,
cabalga con ellos y parlamenta. Es demasiado tarde para que nos hagan una visita.
Will no se molestó en ensillar y se alejó al galope hacia la fuente que los había
aprovisionado de agua fresca. Will se relajó, Jack Bordeau se separó del grupo y
cabalgó hacia él tirando de una mula de carga.
—Los iowas dicen que el «maldito» puede quedarse con estas cosas porque está
loco y necesita un fardo para su espíritu.
—Muchas gracias. Espero que el niño se recupere —dijo Will y Bordeau
asintió—. El inglés y sus amigos tienen que venir de Saint Joe. Esta vez, pagarán con
dinero por pasar.
—Eso espero —dijo Bordeau sonriendo.
Volvió la grupa de su caballo y fue a reunirse con su familia, que ya había
desaparecido entre las sombras del este. Will esperó a que el sonido de los cascos se
perdiera para regresar. Pasó junto a las mujeres que cosían, unos ojos oscuros
seguían todos sus movimientos. Will sintió que un hilo, leve y fuerte como una
telaraña, se tensaba en torno a su cuerpo… ¡La hebra de estrella! Por mucho que
intentara separarse de Rachel, la hebra los había atado desde la primera vez que se
encontraron a solas.
«No existen los hilos de estrella», pensó mientras bajaba del caballo. «Eres más
crédulo que Anders».
Pero aquella hebra seguía quemándole la piel.
—Mocasines blancos —se rió Sampson, ayudándolo a descargar—. Una
escopeta. Inútil para ellos, los indios no tienen municiones. Un escritorio portátil,
libros.
—¡Ostras! ¡Ostras en conserva! —exclamó Will.
—Haremos un guiso. Godfroy espera que pronto tengamos algo que celebrar —
dijo bajando la voz—. Rachel y tú.
—Rachel no me quiere.
—¿Y tú sí la quieres?
¿Cómo iba a responder sinceramente cuando la hebra todavía le quemaba el
pecho?
—La boda fue una equivocación, lo hicimos por Godfroy. ¿Pero cómo voy a
explicárselo a él?
Sampson rió entre dientes.
—Una vez me vi en un brete parecido con un jefe de los gros ventres. Le regalé
un caballo que le gustaba y, a la mañana siguiente, encontré a su hija sentada delante
de mi tienda, vestida con su mejor traje.
—¿Qué pasó? ¿Cómo te las arreglaste para devolverla?
—No la devolví. Es mi esposa. Voy a reunirme con ella y los niños en Fort
Bridger.
—¿Cuánto hace que no la ves?
—Desde el verano pasado, cuando volvíamos de California. Este año la llevaré
conmigo.
Años que pasaban, niños que se quedaban tan solos como él en la casa de
Pittsburgh. No era justo para los pequeños.
Matt detuvo el caballo sobre una elevación para contemplar la línea de carretas
como veleros blancos surcando un mar verde. El viento amenazaba con llevarse su
sombrero. Lo dobló y se lo metió en el cinto. Hubiera sido un día hermoso si no fuera
por el viento. Había sugerido que quitaran los toldos de los carromatos, pero la
señora Ludlow no había querido ni oír hablar de eso, convencida de que sus gemelos
de dos años caerían enfermos si les daba el sol. Y, además, Tole estaba tan
obsesionado con su nueva mujer y su hija pequeña que había dejado que la señora
Ludlow lo convenciera de que las insolaciones eran fatales.
Dos perros trotaban junto a la carreta de Tole, el chucho blanco y negro de Kit y
otro canela que se les había unido en Saint Joe. Nadie se responsabilizaba de él, pero
los críos le daban a hurtadillas las suficientes galletas como para que sobreviviera.
También podía ver a la gata de la abuela dormitando sobre una de las cuatro
carretas de Jim Mac. Sólo en Illinois, cuando los maullidos de la carnada recién
nacida traicionaron su presencia, se había enterado él de que los acompañaba. Era
extraño cómo los animales se adaptaban a la marcha. Matt creía que cualquier
mañana se quedarían abandonados. Pero, invariablemente, cada vez que los bueyes
se ponían en marcha, la gata salía de algún matorral con una nueva víctima que se
retorcía en la boca.
Matt frunció el ceño, Tildy caminaba junto a la yunta del tercer carromato. Su
esposa no debería conducir a los bueyes, pero todos los jóvenes de Saint Joe preferían
buscar nuevos horizontes en Oregón. Era la carreta de la abuela, parecía una
herboristería al aire libre. La abuela seguía el ritmo de los bueyes, pero a varios
metros de la huella y siempre mirando al suelo y el delantal convertido en un hatillo
al hombro que ha llenando de hierbas olorosas.
Le agradecía a Dios que les hubiera mandado a Will. Hasta que Godfroy no
pudiera montar a caballo, Will era imprescindible. A veces, Matt sentía pena de él, un
desconocido en medio de un grupo de amigos y parientes. Por lo que Tildy le había
contado entre susurros, Matt sabía que el matrimonio había sido consumado. No se
explicaba por qué Rachel se aferraba a una excusa tan inconsistente para no
considerarlo válido. El sexo era más importante que cualquier papel legal o
sacramento. Desde el día en que Tildy y él se habían encontrado junto al río, una cosa
había llevado a la otra y estaban casados. Además, Godfroy sufría y se desesperaba
al ver que no había visos de que Rachel y Will se reconciliaran.
Dos carretas se habían quedado muy atrás. No era Ludlow, que ocupaba su
lugar correspondiente. ¡Burdette! Matt espoleó su caballo. Sospechaba que Burdette
se había quedado durmiendo. Sin embargo, en cuanto lo vio acercarse, Burdette gritó
¡So! John, de doce años, que llevaba el carro de atrás, también se detuvo.
—Este camino es más retorcido que un juez —gritó Burdette—. Debería
llevarnos por el que usted ha venido.
—No es camino para una carreta, el caballo apenas ha podido pasar.
Burdette se rascó la cabeza. John imitó el gesto.
—No estamos dirigiendo al sur, no al oeste. Haremos el doble para llegar a
Platte River.
—Tenemos que seguir la línea de las colinas —dijo Matt, tratando de mantener
la calma.
Sampson había estado explicando aquella obviedad al mediodía.
—Tiene que haber un camino mejor —insistió Burdette—. Entonces, ¿para qué
contratamos exploradores si nos llevan por el camino de siempre?
—El camino es antiguo por una buena razón —masculló Matt—. Porque es la
mejor ruta. Alcance al resto y no vuelva a quedarse atrás.
—Me caigo de sueño después de pasar la noche de guardia con el ganado.
Quiero unas nuevas elecciones.
—Como dice Sampson, espere hasta que lleguemos a Big Blue River. Es la
costumbre. Y ahora espabile, el ganado suelto va a pasarle y no quiero que lo
retrasen aún más.
Burdette se quedó protestando. Matt estaba deseando que celebraran elecciones
y cargaran a otro con aquel trabajo ingrato. Así tendría tiempo para hablar con su
esposa.
Media milla adelante, tres jinetes cruzaron el camino. Rachel, la única mujer
que poseía silla propia. Meggie, fácilmente reconocible porque las faldas volaban a
su espalda. Por suerte, había hecho un cambio con una india y había conseguido
unas polainas de ante, de modo que ahora llevaba las piernas cubiertas. El tercero
debía ser Reid.
Vio que Meggie se dirigía hacia Sampson, Rachel hacia las carretas y Reid hacia
el sur por entre las hierbas. Problemas, seguro. Ya que Anders no estaba a la vista,
algo tendrían que ver con él.
—Es un caballo salvaje —dijo Rachel—. Anders creía haber acorralado a un
puma, pero fue el caballo lo que salió de los matorrales.
Solía suceder que los cimarrones se unieran a las caravanas atraídos por el
pienso y el grano. Era un golpe de suerte. Había gente que no había comprado
caballos para montar.
—Dígale a Reid que lo traiga.
—Ni Anders ni él pueden atraparlo. El caballo lleva bridas y una silla colgando
de la panza. Reid dice que tiene las ancas desolladas por eso. Pero cuando tratan de
acercarse, el caballo resopla y suelta coces. Pobre criatura.
—Rachel, ¿no tienes terrones de azúcar en tu carreta? Pues toma un puñado y
dile a Will que te acompañe. Reid os puede ayudar.
Matt había decidido aprovechar la ocasión y hacerle un favor a Godfroy.
—Estoy segura de que, entre Reid y Will…
—Mire, Rachel. Ya sé que no quiere estar cerca de Will, pero si ese caballo se ha
escapado de una familia, estará acostumbrado a las mujeres. Los caballos saben muy
bien que es más probable que las mujeres lleven una zanahoria o un terrón de azúcar
entre las faldas. Sólo tiene que extender la mano y hablarle con dulzura. Lo más
probable es que se acerque a usted y deje que Will corte la cincha.
Rachel no sólo frunció el ceño, sino que hizo una mueca de disgusto. Will
también frunció el ceño al oír el plan. Llenó su sombrero de grano, lo dobló y se lo
metió en la correa. Un hombre que sabía cómo atrapar un caballo, Matt estaría
contento de él.
Rachel mantuvo las distancias, había decidido mantener a raya a todos los
hombres del mundo. Matt se acarició la barba y pensó que Tildy tenía razón, aquella
tontería se prolongaba demasiado. Tendría que consultar con la abuela, era la mejor
casamentera de los alrededores.
Capítulo 16
El caballo retrocedió cuando Anders galopó hacia él. La silla le golpeaba en las
ancas, Rachel vio el miedo y el dolor en los movimientos frenéticos de su cabeza.
—Avísale que deje de acosarlo —le dijo Will a Reid.
Reid gritó, Anders titubeó. Reid insistió una segunda vez. Al cabo, Anders dejó
en paz al animal y se acercó a ellos. Llevaba un cuchillo en la mano.
—He estado a punto de conseguirlo.
—¿Trataba de matarlo? —preguntó Rachel, asombrada ante la longitud de
aquella hoja.
—No, de cortar las cinchas.
—Yo también saldría pitando si un hombre se me acercara blandiendo ese
cuchillo —dijo Rachel, volviéndose hacia Will, buscando su apoyo.
Pero Will no le prestaba atención. Ni los ingleses tampoco, todos se inclinaban
sobre las sillas y contemplaban el caballo perdido.
—Lo que debemos hacer es rodearlo —dijo Anders—. Con diez o quince
hombres bastaría. Uno de mis muleros es experto con el lazo, podría echárselo si se
acerca ocho o diez yardas.
La propuesta de Anders era ridícula. Sólo había veinte hombres en todo el
grupo. Rachel se fijó en la reacción de Will. Contemplaba al caballo como el cazador a
su presa. El animal dio un paso hacia ellos, listo a volver la grupa si lo amenazaban.
—¿Qué le parece? —preguntó Anders, impaciente. Will tenía una ligera sonrisa
en la comisura de los labios. «¡Estaba esperando que Anders le pidiera consejo!»,
pensó Rachel. Claro, si Anders solicitaba su opinión, luego no podría protestar y
decir que «no aceptaba órdenes de un mocoso». Rachel se llevó la mano a la boca y
fingió toser.
—Hagámosle creer que nos hemos rendido —dijo Will—. Pero Reid y usted lo
rodearán. Desde lejos, que no se dé cuenta. Si levanto los brazos, deténganse. Y si los
echo hacia una lado, acudan todo lo deprisa que puedan.
—Rodearlo, ¡ya lo decían yo! —exclamó Anders—. Vamos, Reid.
El noble tiró de las riendas con una mano. La otra, la que sujetaba el cuchillo, la
llevaba apoyada sobre el muslo.
—Y no lleve desenfundado el cuchillo cuando cabalgue —gritó Will a su
espalda—. Un tropiezo podría hacérselo clavar en la barriga. Eso suele ser fatal.
Anders se detuvo el tiempo justo como para envainar el cuchillo.
—¿Qué vamos a hacer nosotros? —preguntó Rachel.
—Por el momento, quedamos quietos.
Will sacó el catalejo del bolsillo, apuntó al animal y se echó a reír.
El caballo mostró los dientes un par de veces antes de hundir los ollares en el
grano.
—Pobrecito, mira que tener que cargar con una silla tan pesada —dijo Will
mientras la colocaba sobre el lomo.
El caballo volvió la cabeza y su piel tironeó. Contempló a Will unos segundos y
luego volvió a la cebada.
—Yo lo llevaré, Rachel. Ve tú por nuestros caballos.
Las carretas se habían acercado mientras ellos atrapaban al caballo.
—Toma, tu sombrero. Tenías razón al alejar a Ander de aquí. Se comporta como
un toro, embiste a todo lo que se le opone. Dispararle a ese chico de los Iowa…
—¡A ti también te atacó! —exclamó él—. La otra noche soñé que él te sujetaba y
me desperté dispuesto a estrangularlo. Si llego a tardar dos minutos más…
La conversación se adentraba por un terreno que no era el que Rachel deseaba.
—Pero Reid no es como él. Al principio pensé que era un cobarde, pero mira
cómo se puso a desmochar aquel tronco del río. No comprendo cómo permite que
Anders…
—Le tiene comprado. La familia de Reid es pobre. Anders le paga para que sea
su amigo y le pagará para que se case con su hermana.
—¡Oh! ¡Pero eso es una perversidad!
—No, simplemente es la vida, una opción. Yo podría hacer lo mismo, volver a
casa, ingresar en la Shakespeare y Company y dedicarme a ser muy rico.
—No es lo mismo, Will. Es el negocio de tu familia, el dinero de tu padre.
—Pero no es la vida que yo quiero, de modo que me comprarían igual. Puede
que no sea una mala manera de vivir.
¡Will rindiéndose! Rachel se asomó por detrás de los caballos y vio una sonrisa
que chispeaba en sus ojos.
—Una casa elegante, una mujer hermosa. Y, como Robert, una querida en cada
ciudad del río.
—¡Tú no harías eso!
—¿Ah, no?
Sus ojos relampagueaban. Menos mal que las carretas aparecieron a lo lejos y
ella tuvo una excusa para apartar la mirada.
—Eres demasiado bueno corno para ser un inmoral —protestó—. ¡Mira, las
carretas están formando un círculo y no estoy allí para preparar el fuego y darle su
medicina a papá.
—El capitán le habrá contado que has salido conmigo a buscar al caballo. Eso lo
pondrá contento. Creo que Hull forma parte de la conjura para que estemos juntos.
—Sí —dijo ella.
—Hola, Rachel —dijo la abuela sin levantar la vista de los manojos de hierbas
que estaba atando.
—Abuela, mi padre se queja de su medicina, pero no creo que deba dejar de
dársela. Todavía se encuentra débil.
—La infusión de corteza de sauce es amarga. ¡Hombres! En cuanto se sienten
un poco mejor, creen que están curados.
—¿No hay alguna otra cosa que podamos usar?
—Bueno, el té de moras, o menta, quizá. Un estimulante suave. ¿Se queja de
dolores en las piernas?
—Sólo cuando se esfuerza demasiado. Esta noche se quejará, ha montado a
caballo toda la mañana.
—Tú también pareces un poco congestionada, hija. Espero que no tengas fiebre
ni nada por el estilo.
—Yo también he estado cabalgando. El sol ya se encontraba muy bajo y me ha
dado en plena cara.
—Zarzaparrilla. Ayúdame a colgar las hierbas que he recogido esta mañana y
de paso buscaremos la zarzaparrilla.
La abuela sacó unas raíces largas y oscuras de una caja de lata y las ralló hasta
conseguir una buena cucharada. Lo envolvió en un trozo de paño que luego
convirtió en una bolsa. Le recomendó que hiciera un té para su padre y ella tomara
una taza.
—¿Tienes cebollas?
—Unas cuantas.
—Envuelve una en barro y métela entre los rescoldos esta noche. Mañana la
abres y se la das a tu padre con un poco de miel. Bueno, ahora siéntate —ordenó—.
¿Qué es todo esto de que Will es tu marido pero tú no quieres ser su mujer?
—No es mi marido. No es mayor de edad.
—¡Memeces! Jimmy MacIntyre tenía diecinueve años cuando nos casamos y a
nadie se le ocurrió decir que no éramos marido y mujer. Las licencias sólo es una
manera que tiene el gobierno de sacarnos más dinero con impuestos. Jimmy y yo
tampoco teníamos. Pero el reverendo sí nos firmó un papel, aunque no lo he vuelto a
ver tras el invierno de las inundaciones. El reverendo Ludlow puede haceros uno sin
problemas.
—No quiero estar casada —musitó Rachel.
La abuela no tenía derecho a meterse en sus asuntos. Se arrepintió de haberle
hecho confesiones íntimas a Tildy.
—Will está a punto de caer enfermo de deseo.
—¡No está enfermo! Todo lo contrario. Tendría que haber visto lo contento que
estaba hoy. Will tiene tantas ganas de estar casado como yo —dijo, viendo una
oportunidad para cambiar de tema—. Les ha tomado el pelo a los ingleses.
—Sí, ya he oído la historia. Y también sé cómo te trató ese noble inglés. Matt
sólo tiene alabanzas para ese muchacho, aunque no sea mayor de edad. Vuestro
comportamiento cuando se rompió la balsa fue intachable. Sé cómo comen los chicos
de Tole y no tuvo que ser nada fácil.
La abuela le pidió que le detallara cómo lo había conseguido. Rachel le explicó
las comidas que había preparado, la suerte que tuvieron al ordeñar las vacas y hacer
un pudding con manzanas pasas.
—Me alegro de que les gustara, aunque el único que lo mencionó fue…
—¿Quién? —preguntó la abuela, poniéndole una mano en la rodilla.
—Will.
—¿Un marido que le da las gracias a su esposa por prepararle la comida?
—Will no es mi marido.
—Cualquiera que le dé las gracias a su esposa es una verdadera joya. Mi
marido nunca me las daba, aunque a veces me decía que me quería. Bueno, era algo
que yo sabía aunque él no lo dijera.
—¿Cómo lo sabía? ¿Le hacía regalos o le traía flores?
—No. Algunas noches, cuando los chicos ya estaban durmiendo y yo en la
cama, él apagaba la vela y le oía reírse mientras se desnudaba. Eso significaba que no
se iba a poner el camisón.
Rachel notó que le dolían las manos. Bajó la vista y vio que se las estaba
retorciendo con los pliegues de la falda.
—¿Y no le parecía horrible?
—¿Horrible? —repitió la abuela muy despacio—. ¿Ese es el problema entre Will
y tú? ¡Ay, mi niña! ¡Ay, mi pequeña! ¡Pero eso es algo que Will y tú podéis solucionar
fácilmente!
—No. Jamás volveré a permitir que se me acerque ningún hombre —dijo Rachel
poniéndose en pie—. Ya lo hemos solucionado. No estamos casados.
—¿Y qué proponen? —preguntó Sampson—. ¿Que dejemos a los bueyes andar
a su antojo?
—¿Y por qué no? En casa no tenía que pasarme la noche con el ganado —dijo
Burdette.
—En casa tenía cercas en los prados —gruñó Godfroy—. Dentro de poco
estaremos en pleno territorio pawnee y no volveremos a ver todo animal que ande
solo. Y cuando vean su primera tormenta, ya se darán cuenta de todo lo que puede
correr un buey.
—Hay otra cosa —rezongó Burdette—. Ninguno de los dos tenemos caballos
para montar, pero pusimos dinero para el pienso. No es justo que ese grano se le dé a
unos caballos que no vamos a montar.
—Ustedes pusieron dinero para todos los animales —dijo Sampson.
Era un hombre que raramente dejaba entrever sus emociones, pero Will notó la
exasperación en su voz.
—Él no —dijo Burdette señalando a Will.
—Estuvimos de acuerdo en poner cincuenta dólares más comida para el
cazador. Supongo que eso también cubre a sus caballos.
—Sí, pero él le ha dado grano a ese caballo perdido. Eso no estaba en el
acuerdo. ¿Y dónde está la carne fresca que tenía que traer?
—Yo podría haberle acertado a un antílope hoy —dijo Anders—. Pero el rifle
que compré en Saint Joseph para reemplazar el que me robaron los salvajes, se desvía
a la derecha.
Reid, entre las sombras, movió la cabeza.
—Hunter está haciendo su trabajo —dijo Godfroy sentado en un cubo al
revés—. Hasta que yo me recupere, él me sustituye. No será por mucho tiempo. La
abuela me está dando medicinas nuevas y ya me siento mejor.
—Remedios de brujas —se burló Anders.
—Hunter traerá caza a su debido tiempo —insistió el trampero.
—¡Sí, caballos del ejército! —farfulló Marshall—. Yo creo que, para lo que hace,
mejor sería que lo mandáramos de vuelta a Saint Joe y nos ahorráramos el dinero.
Que haga el vago en otra caravana.
Burdette asintió. Will prefirió guardar silencio.
—Podríamos ahorrar dinero —dijo Burdette—. Como los cincuenta centavos
que tuve que dar ayer para que dos indios mugrientos nos dejaran en paz. No tenían
derecho…
—Tienen todos los derechos —lo interrumpió Will, decidiendo que sí podía
salir en defensa de los indios—. Es su leña la que…
—¿Pero quién demonios ha oído decir que haya que pagar por recoger leña en
las tierras vírgenes?
—¡Burdette por una vez en la vida utilice los ojos que tiene en la cara! Aquí no
hay más árboles que los que crecen a la orilla de los arroyos. Esto no es Indiana,
donde crecen en cuanto una bellota cae al suelo. ¡Piense, hombre!
—¡Estoy pensando! —chilló Burdette—. Y pienso que voy a ser más pobre que
un ratón cuando llegue a California, además de arrastrar el sueño atrasado de varios
meses. No nos dijeron que tendríamos que dar dinero a cada indio sarnoso que
pusiera la mano.
—Debe ser una de las maldiciones de la abuela —murmuró Godfroy, divertido.
Todas las cabezas se volvieron hacia la carreta de la abuela MacIntyre. Sampson
aprovechó para desperezarse e indicar que la discusión estaba zanjada.
—Bien. Mañana cruzaremos el Nemaha River, pero no tendría que pasar nada.
El reverendo Ludlow carraspeó.
—Señor Sampson, mañana es domingo. No deberíamos viajar en domingo.
—Reverendo, hay veinticuatro carretas a un día por detrás de nosotros. Traen
gran cantidad de ganado y nada de pienso. Ahora, nuestros animales pueden pastar
hierba fresca. Si los de Oregón nos pasan, esos bueyes medio muertos de hambre que
llevan acabarán con la hierba de la ruta. Bueno, como estaba diciendo, mañana
cruzaremos el Nemaha, un río pequeño que no debería darnos problemas. Si salimos
temprano, podremos llegar al medio día y tener tiempo para un servicio de acción de
gracias, reverendo.
—Que Dios se apiade de nosotros por ignorar sus mandamientos —dijo
amargamente el pastor.
—Esa es otra cosa de la que debemos hablar —intervino Burdette—. Las mulas
del reverendo comen más grano que mis bueyes y, sin embargo, pusimos el mismo
dinero.
—Haremos que rece una plegaria por nosotros dos veces al día y que no pase el
cepillo —dijo Godfroy—. Eso igualará las cosas —añadió levantándose.
—¡Un momento! Todavía no hemos hablado de las elecciones —protestó
Burdette.
—No —dijo Sampson.
Se unió a Godfroy y a Will y echaron a andar. Marshall y Burdette eran los
encargados de sembrar las semillas de la duda. Conforme avanzaran, los hombres
buscarían maneras cada vez más irrazonables de ahorrar su dinero. Como por
ejemplo, librarse del cazador.
«Saldré mañana temprano, con la estrella del cazador, a buscar alguna pieza».
Pero Rachel necesitaba que la ayudara a recoger la tienda. Hasta que Godfroy no se
encontrara restablecido del todo, no se atrevía a dejarle todo el trabajo.
—¿Will? ¿Puede ayudarnos un momento?
Meggie sostenía un martillo y una cuerda gruesa. Detrás estaban Tildy y
Rachel.
—Verá, los gatitos quieren bajar, pero no pueden clavar las uñas en la madera
barnizada. Se me ha ocurrido clavar una cuerda para que puedan volver a subir.
—Will, no has venido a cenar esta noche, te has quedando viendo cómo los Tole
cuidaban al caballo del ejército. ¿Te parece que Louisa es una mujer bonita?
—¿Louisa?
Se quedó con la boca abierta. ¿Estaba celosa Rachel?
—Bueno, es bastante atractiva, pero también es la esposa de otro hombre. Me he
quedado mirando porque…
Sí, ¿por qué?
—Porque es agradable ver una familia como los Tole. Así deberían ser todas.
—¿Y has aprendido algo? —insistió ella, molesta.
—Sí, he aprendido que no es bueno que un padre esté lejos de casa año tras año
y luego espere que sus hijos sigan el camino que él les ha trazado. Ningún niño es
feliz solo. Si me caso, eso es lo que sucederá. Rachel, no pienso cometer el mismo
error que mis padres.
Capítulo 17
—Tendría que probar el caballo del ejército —dijo Will—. Quiero ver cómo se
comporta antes de que los niños empiecen a montarlo.
«Buena idea», pensó Rachel. Así no tendría que verle hasta que llegaran al río.
Vio la expresión en la cara de su padre y aguardó a que encontrara alguna excusa
para mandarla con Will.
—Tuvo que perder su jinete en algún punto del camino a Leavenworth. Rachel,
sería mejor que acompañaras a Will. No debería salir solo con un caballo que puede
ser traicionero.
—Que le acompañe Meggie —dijo ella, apretando la mano sobre el tenedor
hasta que le dolió la palma.
—Su poni es demasiado juguetón —dijo Godfroy—. Will necesita un
acompañante que vaya en un caballo tranquilo.
—¿No dijiste que ibas a montar esta mañana? —replicó ella—. Pues ve tú con él.
—Estoy un poco anquilosado. Caminaré junto a los bueyes hasta el río.
Rachel buscaba alguna excusa lógica. ¿La comida? No, porque ya la tenía
preparada.
—Faith y Louisa me han pedido que vaya con ellas —mintió—. Como el camino
es tan llano, pensábamos coser.
—¿En domingo? —dijo su padre.
Rachel se mordió los labios. Había olvidado qué día era. Por supuesto, nadie
cosería en domingo.
—Sólo vamos a llegar hasta el Nemaha. Cuatro o cinco millas. El reverendo
celebrará un servicio cuando lo crucemos. Si hay hierba suficiente, quizá acampemos
allí. Podéis adelantaros y esperarnos en el río.
Will se inclinó sobre ella con la excusa de dejar su pote.
—Cuatro o cinco millas, una hora. Dale esa satisfacción. Tráete la costura.
Meggie y tú podéis sentaros a charlar cuando lleguemos.
—¿De escaleras para gatitos? —dijo ella.
—Nos veremos en el río —dijo Anders pasando a su lado con sus mulas.
Meggie lo seguía a cierta distancia.
—Ve con ellos —dijo Rachel.
—Lo haría, pero si el caballo no se comporta, podría espantar a las mulas.
Esturrearían su equipaje por toda la pradera y ya tengo bastante con aguantar a
Anders tal como es. Lo siento.
—Iré contigo si nos quedarnos a la vista de las carretas. Tengo que estar cerca
por si mi padre me necesita.
—Venga. En marcha, deprisa —gritó el capitán. Los chicos de Tole llevaban los
bueyes a las carretas. Will echó una mano con las yuntas y las cadenas. Los
carromatos de Burdette salieron del círculo, las carretas que habían ido a la cola el día
anterior, automáticamente iban las primeras al siguiente. Will ensilló los caballos. El
animal del ejército no se mostró incómodo. Rachel aceptó que la ayudara a montar
para lo que Will le hizo estribo con las manos.
—Quédate atrás. A veces, los caballos del ejército echan a correr en cuanto
sienten peso en la silla.
Pero el animal estaba tranquilo. Will chasqueó la lengua y lo espoleó
suavemente. El caballo echó las orejas hacia atrás.
—No es buena señal —dijo Rachel.
El caballo movió las ancas y corcoveó sin demasiado entusiasmo.
—Si es lo mejor que sabe hacer, estoy a salvo —dijo Will.
El caballo azotó la cola violentamente, como si con eso pudiera bajar al jinete de
su silla. Alzó la cabeza, saltó hacia delante y galopó en zigzag por el camino.
—Quédate detrás —gritó Will.
El caballo saltó y se retorció, pero Will se mantuvo. Se detuvo con las patas
separadas y la cabeza gacha. Will le dio un palmetazo en las ancas. Volvió a arrancar,
sobrepasó el carromato de Burdette al galope y Rachel tuvo que espolear a Josefa
para mantenerse cerca. A lo lejos, casi en la línea del horizonte, Rachel vio a los
ingleses, sus sirvientes y los hombres que habían contratado. El camino describía una
curva, la hilera de caballos y mulas dibujaban un arco brillante cuando el sol se
reflejaba en los arreos.
La pista seguía la cumbre de una colina prominente. Rachel vio las
ondulaciones verdes de la pradera que se perdían de vista a sus pies. El caballo del
ejército debía estar cansándose porque Josefa acortaba distancias.
—Ya puedes acercarte, se está tranquilizando —dijo Will—. No creo que se
sienta feliz, pero obedece.
—Nos hemos adelantado demasiado a las carretas —dijo ella.
—Vamos a parar. Quiero averiguar si es capaz de quedarse quieto un poco,
mientras esperamos a las carretas.
A su derecha, la hierba y los matorrales aparecían salpicados con brotes tiernos
de espadañas. Las espadañas siempre significan que el suelo es pantanoso, pero la
ladera parecía seca y crecían justo al principio de ella. Hizo girar a Josefa.
—Mira. Ahí hay más hierba de la que la abuela estaba recogiendo ayer.
—¡Ve con cuidado! Puede haber agua.
—Ya llevo cuidado —dijo ella, inclinándose hacia delante sobre el cuello de
Josefa para ver la profundidad de sus pisadas.
Nada peligroso. La hierba era más alta cerca de las espadañas. Saltó de su
yegua. Una nube de insectos zumbó y la cegó en el momento en que puso los pies en
el suelo.
—¡Rachel ve con cuidado!
La población de insectos zumbantes se dobló en cuanto Will bajó de su caballo.
Se quitó el sombrero y lo agitó en el aire.
—Es un sitio perfecto para encontrar serpientes.
Rachel también se había quitado el sombrero y lo sacudía a su alrededor. Si se
inclinaba a recoger hierba, los insectos encontrarían el campo despejado para picarle
en el cuello.
—¿Qué demonios está haciendo Burdette?
Rachel dejó de mover el sombrero el tiempo justo como para mirar hacia el
camino, pero no había ningún carromato a la vista.
—Tendría que haber girado a la izquierda para rodear este pantano —dijo él.
Rachel se puso el sombrero y agitó las manos delante del rostro. Una recua de
bueyes, en vez de girar a la izquierda, iba directamente hacia ella. La ladera era tan
empinada que, desde abajo, podía ver todo el toldo.
—¡El muy idiota! —exclamó Will, echando a andar por el barrizal que le llegaba
a mitad de las botas—. ¡Rachel, vuelve atrás! ¡Vuelve o se quedará atascado! Tírame
la cuerda de mi silla, no pienso perder estas botas.
Sacó un pie del fango con un fuerte ruido de succión. El pie sobre el que se
mantenía empezó a hundirse. Rachel tiró de la brida.
—Sigue hablando, Will. Así sabré que voy hacia ti. Tengo que mirar al suelo
para no meterme en sitios profundos.
—¡Te digo que vuelvas! —le ordenó él.
—¡No puedes darme órdenes, Will Hunter!
El barro le cubrió la bota que acababa de poner en el suelo. Rachel se detuvo.
Demasiado cerca, no podía seguir por allí.
—Te lanzaré la cuerda para que Josefa tire.
El primer lanzamiento se quedó corto.
—Ata algo al cabo para que tenga peso —dijo Will.
Rachel no llevaba nada de peso en la silla. Sólo el percal y los hilos. También las
tijeras, pero eran un tesoro demasiado precioso para arriesgarlo.
—¡Tendría que haber imaginado que esto eran arenas movedizas! —rezongó
Will.
«¡Arenas movedizas!» ¡El horror de las praderas! Pero Rachel creía que serían
distintas. Aquello parecía… Bueno, nada más que barro. Pasó el cabo de la cuerda
por el ojo de las tijeras.
Lo primero que Will vio fue al capitán Hull, cubierto de barro, tambaleándose
bajo las pesadas yuntas. Otros hombres, con el lodo por la cintura, lazaban cuerdas y
cadenas a los animales que se debatían por salir del barrizal. El reverendo
zascandileaba por el borde del pantano, evitando a los hombres y tapándose las
orejas con las manos. Will podía imaginarse las blasfemias que llenaban el aire.
—¡Ha sido por su culpa! —gritó Burdette en el momento en que Will echó pie a
tierra.
Burdette blandió el puño y refunfuñó como si lamentara no haber alcanzado
ninguna mandíbula.
—Me hacía señales de que cruzara por aquí. Me gritó que no había necesidad
de que rodeara toda la colina.
—¿A más de un cuarto de milla, le dije todo eso? —gritó Will a su vez.
Entonces recordó la paciencia con que Sampson trataba a aquel individuo y
contó hasta cinco lentamente.
—No tiene derecho a dar instrucciones sobre la ruta —dijo Burdette—. Eso es
trabajo de Sampson.
—¡Bien pensado! —exclamó un capitán cubierto de barro hasta las orejas—. Los
animales de Burdette no están en condiciones de trabajar. Si tenemos la suerte de
sacar la carreta de una pieza, contaremos esto como la parada del mediodía y
volveremos a adelantar a los de Oregón en el río.
Las cadenas se tensaron, la carreta se alzó lentamente, crujiendo con la fuerza
de las cuerdas. Los hombres sujetaban el mástil, resbalando y cayendo mientras la
sacaban del barro.
—¡Ahora! —gritaban una docena de voces a coro.
Un látigo restalló, el buey tiró con toda su energía y el carromato salió al
camino.
—Parece entera.
Entonces, con un crujido que creció hasta estallar, la rueda delantera se vino
abajo.
Will tomó un poco más de queso y galletas y bebió el café que quedaba en el
puchero sin molestarse en servirlo en un pote.
—Voy a buscar ropa limpia.
—¡Espera! —dijo ella, corriendo para que él no subiera a la carreta—. ¡No se te
ocurra tocar nada! Yo te buscaré la ropa. Ve a bañarte y deja la ropa en la orilla.
Ahora iré a llevarte la limpia.
—Será mejor que des un grito para asegurarte que estoy solo.
—Sí. Por supuesto.
Rachel encontró a su padre hecho un ovillo, profundamente dormido. Subió a
las cajas de provisiones y anduvo a cuatro patas hasta que encontró la bolsa de Will.
Dio con los pantalones y la camisa por la textura de las telas. Luego, contó hasta
trescientos mientras fregaba la olla horno. Confiaba en que eso le daría a Will tiempo
suficiente. Unas cuantas luces reflejaban la luz del atardecer e iluminaban el camino.
Un chapoteo hizo que se detuviera en seco.
—¡¿Will?! ¿Estás solo?
—Benditamente mojado y solo.
Su cabeza era una mancha oscura en el agua.
—Deja la ropa en la cruz de ese árbol, justo a tu derecha.
Rachel vio que ya había dejado la ropa sucia colgada en otra rama y dejó la que
llevaba al lado.
—Pon a hacer café —añadió él.
A unos pasos de ella, en la senda por donde había llegado, una cola peluda
ondeó entre la hierba. Rachel pensó que sería la gata de Meggie. Pero la criatura de
hocico afilado que apareció entre la hierba era negra con una banda blanca a lo largo
del lomo. Rachel se apoyó en el tronco de un árbol. La mofeta se volvió hacia ella,
titubeó y miró hacia atrás. Otra naricilla asomó entre la hierba, pequeña y negra, y
luego otra más.
¡Una madremofeta con sus hijos! Rachel giró lentamente sobre sus talones,
procurando dejar el árbol entre ella y aquella familia. Tenía que volver al río.
Retrocedió hasta otro árbol, éste tan delgado que no le ofrecía protección. Dio un
respingo cuando algo le rozó el hombro. Era la ropa embarrada de Will. Tanteó con
los pies, hasta que uno cayó por la orilla del río.
—Will —llamó en voz baja, tratando de amortiguar la voz contra el hombro y
sin dejar de mirar hacia la senda.
—¿Qué haces aquí? —dijo él, justo debajo.
—Viene una mofeta con toda su familia —dijo ella en un susurro.
Rachel oyó el chapoteo y supo que Will había vuelto al agua.
—Quítate los zapatos y ven aquí —susurró él.
Rachel se quitó los mocasines que llevaba cuando acampaban, los dejó en la
rama con la ropa limpia, se sentó y dejó caer las piernas por el escarpe. Sus pies
tocaron el agua.
—Están buscando un sitio bajo para beber.
El menor movimiento podía alertar a la madre. Sintió la mano de Will que
tiraba de ella. El agua le cubrió las pantorrillas, la falda se le pegó a las piernas.
—No —dijo ella.
—¡Calla! La ropa del árbol es la única limpia que me queda —susurró él.
El lecho del río descendía abruptamente. El agua le llegaba a la cintura. La falda
y la enagua flotaban a su espalda.
—Mira —susurró él.
La madre mofeta llevó a su camada hacia un sitio donde la orilla descendía
suavemente en una ensenada del río. Cuatro hociquillos bajaron al mismo tiempo.
Una de ellas estornudó y resopló, pero la madre no le hizo caso. Examinaba la orilla y
el río como si olfateara el peligro.
—Abajo —dijo Will en un hilo de voz. El agua fría le llegó a los senos—. Estoy
de cuclillas. Siéntate sobre mis rodillas.
Rachel tuvo que sujetarse a sus hombros porque la falda flotante amenazaba
con arrastrarla aguas abajo. La madre, satisfecha de que su familia se encontrara a
salvo, también bebió. Con el hocico, apartó a los cachorros del agua y, bajo sus
apremios, subieron por la orilla hasta una cueva que se abría bajo la raíz de un árbol.
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —preguntó Rachel.
—Nos dejaremos llevar río abajo. ¿Sabes nadar?
—No.
—Entonces, sujétate.
El río se hacía más profundo en la curva, Will se puso de espaldas. A Rachel no
le quedó más remedio que subirse a él y sujetarse.
—Bien, ahí hay un árbol. Subiremos por las raíces. La falda empapada
amenazaba ahora con arrastrarla al fondo. Rachel se la levantó para liberar sus pies y
poder buscar apoyo en la maraña de raíces.
—Para —dijo Will—. Deja que salga yo y te ayude.
Las piernas y el torso parecían blancos, como si Will fuera una criatura que se
encontrara más a gusto en el agua que en la tierra. Rachel cerró los ojos.
—Dame la mano —dijo él.
Para eso tuvo que volver a abrirlos. Desde aquel ángulo, Will parecía
desmesuradamente alto.
—¿Te has sujetado?
—Sí.
—¡En pie!
Con un tirón final, Will la llevó a la orilla. Los fuegos del campamento ardían a
menos de cincuenta pasos. Will estaba desnudo, ella completamente empapada. Seis
carretas la separaban de la salvación.
—Voy a buscar mi ropa.
—Por favor, no te olvides de mis mocasines.
—Dile a la gente que te has bañado y has aprovechado para lavar la ropa —
sugirió Will ácidamente. Rachel temblaba—. Sécate y cámbiate de ropa deprisa.
Rachel trató de correr, pero la ropa pesaba una tonelada. Gracias al ciclo que
había ido quitándose enaguas. Las hierbas escondían un millón de semillas que se le
clavaban en los pies. «Pero si no tengo frío». Los escalofríos que la sacudían no tenían
nada que ver con la temperatura, sino con Will.
Se recogió el ruedo de la falda y comenzó a subir a la carreta. Entonces recordó
que su ropa la guardaba justo debajo de donde dormía su padre. Al ordenar la
carreta, le había parecido muy práctico poner bragas y enaguas en el compartimento
que había debajo de su almohada. Ahora era sumamente incómodo. Puso judías y
manzanas a remojo. La señora MacIntyre le había dado una pinta de leche que tenía
que colgar para poner a salvo de los animales. Quería hacer tortas de leche para el
desayuno. Las nubes del oeste pasaron del rojo coral al gris oscuro mientras se
derramaban desde el horizonte. ¿Un anuncio de lluvia? Extendió sus faldas mojadas
ante el fuego.
—¿No te he dicho que te cambiaras? —dijo Will que llevaba un bulto de ropa
chorreante en la mano—. He enjuagado el barro todo lo que he podido. Me pondré
esta ropa si tengo que volver a meterme en un pantano.
Will colgó su ropa en las ruedas.
—Mi ropa está justo debajo de mi padre. Está tan cansado que no he querido
despertarlo. Tendré que dormir en la tienda.
Will se la quedó mirando, pero en la oscuridad Rachel no podía ver su
expresión.
—Creo que deberíamos subir el portón de la carreta y tensar las lonas. Creo que
va a llover.
—Métete en la tienda, cámbiate de ropa y métete en la cama. No deberías estar
al aire mojada.
Rachel ni se había dado cuenta de que la brisa se había convertido en viento. Se
metió desnuda en las mantas de su padre y se cubrió con la piel de búfalo. Se frotó
las manos para calentarlas. Pensó que debería haberle preguntado a Will cuánto
tiempo les llevaría reparar la carreta. Quizá tuviera tiempo de instalar el horno
refractario y hacer un pastel.
«¡Scriich!»
Rachel se sentó alarmada. La mofeta estaba en la tienda.
Capítulo 18
Will caminaba río abajo, bajo la estrella del cazador que brillaba en el este. No
vio caza mayor que se descubriera a su paso. Anders había llevado pollos de la
pradera y se había ganado una reputación como cazador. Levantó el rifle cuando un
conejo saltó desde un arbusto, pero volvió a bajarlo. Llevar un conejo a un
campamento de cuarenta personas era más ridículo que volver con las manos vacías.
Tendría que soportar sus pullas hasta que encontraran bisontes. Eso si no lo
despedían antes.
Desde el otro lado del río se elevaban los gritos de la caravana que se dirigía a
Oregón. No tendrían la oportunidad de adelantarlos aquel día, había que reparar la
rueda de Burdette.
Volvía cuando el sol empezó a despuntar sobre el horizonte. Ningún hombre
hizo comentarios sobre su regreso, todos se habían reunido en torno a Pete
MacIntyre, que estaba colocando los radios de recambio. Su estómago protestó al
recordar que no tendría desayuno.
En todas las carretas había un barreño de latón al fuego. Rachel se inclinaba
sobre el suyo, lavando rítmicamente una enagua. El puchero del café humeaba junto
a la fogata. Will encontró un plato de tocino y galletas sobre la plataforma, pero hacía
tiempo que estaba helado.
—No podía perder tiempo si quería lavar la ropa —dijo ella.
—No esperaba que lo hicieras.
Will se sentó lo bastante lejos del barreño como para que no le alcanzaran las
salpicaduras.
—No había nada de caza.
—Papá dijo que la habría.
Su tono inexpresivo le advirtió que estaba enfadada. Seguramente porque había
mencionado el matrimonio. Rachel tenía razón, claro. Los votos del matrimonio eran
sagrados y permanentes. Burlarse de ellos hubiera sido un pecado terrible, aunque
Will no conseguía recordar un sólo versículo de la Biblia que prohibiera
expresamente los matrimonios de conveniencia. Rebañó el plato, la grasa helada del
tocino con pan.
—Veré lo que puedo hacer para arreglar la brida de Burdette —dijo él para
despedirse.
Rachel no dijo nada.
Se alejó todo lo que pudo del grupo que presenciaba la reparación de la carreta.
Silbó mientras trenzaba el cuero nuevo, cortaba las partes más dañadas de la brida y
cosía sólidas junturas. Recordó el día en que Robert lo había descubierto trabajando
bajo la tutela de un viejo artesano de arneses. Robert lo había azotado dos veces. Una
por escaparse y otra por hacer trabajos de siervos.
Las mujeres empezaron a atar mantas a los árboles que rodeaban el sitio donde
se había bañado. Will fue consciente a medias de la interminable procesión de
mujeres y niñas hacia el río. Estudió la silla y decidió que trataría de reparar la cincha
raída.
—Will.
Kit, Josh y sus hermanos lo habían rodeado.
—Queremos enseñarte una cosa.
¿Estaba enfermo algún caballo? ¿Más problemas con las carretas? Se puso en
pie.
—¿Qué pasa?
—Ven. Ya lo verás.
Will se quitó el protector de cuero de la mano izquierda y lo dejó junto con la
lezna y el hilo.
—Tienes que estarte muy callado —le advirtió Kit.
¿Habrían encontrado el cubil de la mofeta? Kit hacía esfuerzos para no reírse.
¡Habían encontrado el modo de espiar a las mujeres mientras se bañaban!
—Kit, no creo que sea decente…
Pero Kit se dirigía en dirección contraria al río. Debía ser algo divertido porque
los chicos apenas podían controlar la risa.
Los dos más pequeños echaron a correr y tiraron de dos estacas de su propia
tienda. Eran ellos quienes habían ayudado a Rachel a montarla. ¿Querían enseñarle
una manera astuta de desmontarla? El brazo robusto de Kit se cerró sobre su cuello
mientras le tapaba la boca. Will se retorció demasiado tarde, otros brazos le sujetaban
las muñecas. Dio patadas para liberar sus piernas, pero sólo consiguió que se las
sujetaran con más firmeza. Sintió que le levantaban en peso.
—¡Adentro! —gritó Josh.
Chocó contra el suelo con tanta violencia que su cabeza estalló con un ruido
seco. Rodó por el interior de la tienda hasta que el polvo acalló su grito de pánico.
Rachel también gritaba, gritaba y se cubría con una enagua. Sólo llevaba una
camisa corta. Sus piernas esbeltas se alzaban justo ante los ojos de Will como
columnas blancas que soportaran la arquitectura de sus caderas. Will se pasó la
manga por la cara y la lengua. Rachel se puso la enagua por la cabeza, moviendo con
rapidez aquel trasero firme. Increíble.
—¡Cómo te atreves! —gritó en el momento en que la enagua bajó por su cabeza.
Will apenas pudo oírla con los aullidos victoriosos que sonaban fuera de la
tienda. Trató de sujetar la lona, pero el peso de dos o tres muchachos la echó abajo.
Cayó a cuatro patas y escupió hierba. Mientras buscaba la salida, pensó en cómo
diablos iba a explicarle aquello a Rachel. La enagua colgaba de sus hombros y, con el
brazo que le quedaba libre, enarboló su cepillo del pelo.
Los aullidos subieron de tono. Se imaginó que los niños estaban caminando en
círculo al estilo indio. Rachel tenía el pelo húmedo y enredado, como Medusa. Echó
hacia atrás el cepillo. Will se tiró al suelo cubriéndose la cabeza con las manos y
esperando el golpe.
—¡Rachel por favor!
—¡Lo hemos conseguido, Meggie! —gritó un mocoso.
—¿Ellos… te han obligado? —preguntó ella estupefacta.
—¡Obligado! Creo que Kit me ha descoyuntado el brazo —gimió tratando de
despertar su compasión—. Ahora sé cómo te sentiste cuando Anders…
Trató de mover el brazo y esta vez gimió de verdad.
—¡Bestias! —gritó Rachel, como una madre que defendiera a sus hijos. Se lanzó
hacia la solapa de la lona, enarbolando de nuevo el cepillo—. Les voy a poner el
trasero….
Will alcanzó a sujetarla de la enagua.
—No, Rachel.
Rachel se dejó caer de rodillas y se tapó la cara con una mano.
—Ríete —susurró él.
Rachel echó un vistazo entre los dedos con una expresión que lo sentenciaba
como demente.
—¡Oh, qué vestido más bonito! —gritó él mientras le señalaba el que había
colgado del palo.
—¡Ah! —susurró ella—. ¡Ja, ja, ja!
Su risa sonaba muy artificial. Tomó la falda.
—Ja, ja, ja. Deja que te ayude a cepillarte el pelo —gritó él.
—Mi corsé —susurró ella bajo la falda—. Alcánzame el corsé. ¡Ja, ja, ja!
—Déjalo y vístete —siseó él—. Creí que ibas a romperme la cabeza con ese
cepillo. ¡Ja, ja, ja!
La cabeza de Rachel emergió de la falda.
—Bueno, ¿qué esperabas al irrumpir en la tienda de una mujer?
—Yo no he irrumpido, ¡ellos me han tirado dentro!
—¡Vaya broma más infantil! —gritó ella en dirección a los aullidos, que
parecieron amainar un poco.
El faldón de su corpiño cubría la cintura de la falda. Will la ayudó con los
botones.
—He caído sobre el hombro. ¿Podrías darme un masaje? Creo que me lo he
dislocado.
—¿Qué está pasando aquí?
—Pero, ¿y si algún día conoces a una mujer con la que quieras casarte? Esta vez,
el reverendo Ludlow nos dará un certificado. Seré tu esposa legal.
Will le apartó el pelo de la frente.
—Dentro de muchos años, a miles de millas en el futuro, probablemente jamás,
cruzaré ese puente, si es que alguna vez lo cruzo. Vamos, me parece oír vivas junto a
la carreta de Burdette. Espero que hayan acabado con la rueda. Vamos a salir riendo
y diciendo que ha sido una broma estupenda, que estábamos pensando que lo mejor
será casarnos. ¡Ja, ja, ja!
—Quizá esto profetice una gran ciudad en California con sesenta toneladas de
oro —dijo Anders con un guiño a Reid—. En tal caso, la montaña quedaría al este.
—¡Claro eso es! —exclamó Kit—. ¡A California!
—El resto de los chicos se unieron a su grito.
—¡Aornia! —gritó Merri.
—¡A por el baile y el pastel! —dijo Tildy.
—¡El pastel! —sentenció el capitán secamente—. ¡Y luego a la cama! Tenemos
que salir al alba para adelantar al grupo de Oregón cuando se detengan al mediodía.
Y nada de celebraciones de boda, carretas que se desvían ni palos de tienda que se
pierden —añadió con una dura mirada hacia los chicos—. Primero cuidar del ganado
y luego a vuestras camas, la noche pasa deprisa.
Rachel arreó al buey que tenía mas cerca gritando a pleno pulmón. Las cadenas
se tensaron cuando los bueyes echaron a andar siguiendo a la carreta que iba delante
Rachel fingió que conducía ella, pero sabía perfectamente que los bueyes hacían lo
que les venía en gana. Confiaba en que Will cazara algo. Todos, hasta el señor
Burdette, estaban decididos a demostrar que eran consumados cazadores para, a
continuación, poder argüir que no necesitaban un profesional.
—Hola —saludó Louisa.
—Oa —dijo Merri, sacando la cabeza del chal con que su madre se la sujetaba a
la cadera.
Louisa sonrió.
—Me parece que el matrimonio te sienta bien.
—Sí.
«Fantásticamente», pensó Rachel con amargura. El día anterior, Will y ella
habían pasado toda la jornada separados y ni una sola persona había tratado de
engañarlos para que estuvieran juntos. Por la noche, ella se había sentado con sus
amigas y Will con los hombres, y nadie había hecho la menor insinuación de que
había que hacer una escalera para gatitos.
—Nunca te he dado las gracias por haber traído al señor Tole a mi vida.
—¿Yo? No hice nada…
—Me dejaste ser tu amiga. Estoy segura de que sabías que no era viuda, pero lo
mantuviste en secreto. Jamás me habría atrevido a seguir a sir Anders aquella noche
si no hubiera tenido la excusa de ir a verte.
—Me alegra haber servido de ayuda.
—¡Es un marido maravilloso! El señor Tole me dice «exactamente» lo que tengo
que hacer, así sé que le complazco. No como otros hombres que creen que las
mujeres podemos leer el pensamiento. El señor Brown… Robert, era así. Nunca decía
una palabra, pero se ponía de morros cuando yo no actuaba como a él le parecía
correcto.
—Eso ha de ser difícil —dijo Rachel, fingiendo que tenía toda su atención en el
tiro.
La voz de Louisa se convirtió en un murmullo.
—Y es terrible por las noches.
Capítulo 19
—Algo se mueve ahí abajo. Un lobo.
La sangre la hervía con tanta fuerza que Will apenas podía sostener el catalejo.
El viento les daba en la cara, lo que quería decir que el lobo no podía olerlos.
Corriente arriba de la guarida del lobo, una roca sobresalía de las aguas. Para Will
era la expresión del deseo que sentía por Rachel.
—Agáchate —dijo en un susurro.
El lobo estaba descansando, apenas resultaba visible sobre la roca gris. Dos
cachorros jugueteaban entre las grietas, entrando y saliendo. Will le pasó el catalejo y
sus manos se rozaron. Fue como una sacudida, incluso con los guantes puestos. Supo
el instante en que logró enfocarlos porque Rachel se estremeció.
—Will, son como perritos. ¡Míralos! ¡Son adorables!
—Pero el año próximo serán lobos hechos y derechos —le recordó él—. Me he
dejado el rifle…
—¡No la mates, Will! ¡No les dispares!
—Me he dejado el rifle en el caballo.
Aquella mirada suplicante le forzaba a una sensibilidad femenina, despertaba
en él las emociones que hacían de las mujeres unas malas cazadoras. Trató de sonreír,
pero supo que no había tenido éxito.
—¿Quién va a querer carne de lobo? Además, no hay tiempo para curar las
pieles.
Rachel bajó la cabeza.
—Soy una mala esposa, ¿verdad? Lo siento, Will. No soy como Louisa, capaz de
andar sobre ascuas si el señor Tole se lo pidiera.
Will pensó en ponerle el dedo debajo la barbilla y hacer que levantara la cabeza
para ver aquella disculpa en sus ojos y no sólo oírla. Pero, si la tocaba, aunque fuera
ligeramente, no podría detenerse ahí. Haría todo lo que había soñado, le levantaría
las faldas y se hundiría en ella, empujando una y otra vez, ignorando sus gritos de
miedo y dolor mientras alcanzaba la furia definitiva del sexo.
—Eres una buena esposa.
—No, te doy órdenes. Fui yo la que juró obedecer.
—Tenías los dedos cruzados. Puedes darme todas las órdenes que quieras.
Bajemos al río.
—Pero yo vi que te olvidabas de cruzar los tuyos —dijo ella con una sonrisa que
fue otra descarga en sus ingles—. Te estaba mirando cuando pronunciaste los votos.
—Tenía miedo de que se me metiera el anillo en un dedo y no pudiera sacarlo a
tiempo.
Will ayudó a los chicos a cruzar con el ganado el Big Blue River. Las flores,
iguales a las que todavía llevaba en el ojal, seguían cubriendo la tierra. Cuando
regresó al vado descubrió que la caravana se había dividido en dos grupos. Burdette
y Marshall se habían quedado con Anders, los criados y los muleros. El resto de los
hombres formó una piña alrededor de Matt Hull. Will echó a andar hacia el capitán
al mismo tiempo que Anders.
—Tengo entendido que éste es el Big Blue River —dijo Anders—. Cuento nueve
hombres tras de mí y únicamente siete tras el capitán Hull.
—Es toda suya —dijo Matt con un gesto que abarcaba la caravana entera.
—Acamparemos aquí durante el resto del día —dijo Anders altivamente antes
de dirigirse a Kit—. ¿Has encontrado un pastizal conveniente?
Kit asintió. El muchacho estaba tan dolido al verse privado de voto mientras los
criados ingleses sí lo tenían, que estampó los pies contra el suelo y pisoteó las flores.
—No hay necesidad de hacer guardias si el pasto es bueno, pero habrá que
andar alerta por si encontramos alguna de esa hierbaglobo. Bueno, supongo que aún
no nos encontramos tan al oeste. Godfroy, Sampson, quedaos conmigo y explicadme
las exigencias del camino a la meseta.
—Me voy de caza —dijo Burdette—. Esta noche habrá carne fresca.
El caballo del ejército manoteó, corcoveó y, finalmente, se tranquilizó. Will
regresó a su montura.
«No volveré hasta que no encuentre alguna pieza».
Buscó en cada seto del río. Llegó junto a la roca alta que sobresalía y dejó su
caballo pastando para subir el acantilado. La loba dormitaba en su lugar soleado. No
había señal de los lobeznos, por lo que supuso que también estarían durmiendo. Will
se dispuso a esperar. Aquélla era la vida que él había soñado, el campo abierto, sin
ataduras, sin compasión femenina, sin lazos de amor culpable. Aquella noche,
Anders convocaría una reunión para despedirlo. Ni trabajo ni cincuenta dólares.
Quizá pudiera encontrar otra caravana que saliera de Independence. Tendría que
salir ya para llegar al cruce al anochecer.
Pero también podía quedarse con Godfroy. Se recordó que el trampero era
ahora su suegro. El pobre hombre, no tenía la más remota idea del engaño que
Rachel y él habían urdido. Si dejaba abandonada a Rachel, la vergüenza caería sobre
ella, Godfroy acabaría sabiendo la verdad y pensando mal de él. No soportaba la idea
de que el trampero pensara mal de él. ¡Estaba atrapado! ¡Como si se hubiera casado
en la iglesia más grande de Pittsburgh! Sencillamente, no podía escapar.
La loba alzó la cabeza, otro animal subía el acantilado desde el río. Era una
familia de lobos. Presentaban un blanco perfecto. Se saludaron frotando los hocicos,
lamiéndose, juntando sensualmente las lenguas mientras daban grititos de
bienvenida. ¿O de amor? Un cachorro tiró de su madre para llamar su atención.
Will dejó el rifle y se llevó las manos a la bragueta para contener la excitación
que sus pantalones eran incapaces de atajar. Se acurrucó entre los helechos, gimiendo
con el dolor que le abrasaba las ingles. El dolor de desear a Rachel. Una rama de
helecho le acarició el cuello y su suavidad volvió a recordarle a su esposa.
La última vez que lo abrazaron fue dos años atrás, cuando le dijo a Zack y a
Alma que había prometido quedarse un año con su padre. Incluso Zack, tras un
apretón de manos viril, lo había abrazado para desearle buena suerte.
Y después Pittsburgh, la mansión fantasma, donde todos guardaban las
distancias. A excepción de los criados, el mayordomo lo había abrazado en la
despensa, la cocinera le había manchado la levita de harina. Quince años antes, en su
primera escapada del cuarto de los niños, había acabado en su casa, detrás de la
mansión.
Ahora se daba cuenta de que su búsqueda, disfrazada de aventuras y correrías,
era la búsqueda de cariño. Todo habían sido excusas, seguía huyendo del cuarto de
los niños para encontrar unos brazos que lo rodearan, unos labios que le dieran un
beso de buenas noches.
—¡Rachel! —gimió.
Besó la hoja de un helecho como le habría gustado hacer con ella. Tendría que ir
a buscarla y confesarle que las cosas habían cambiado, que la amaba, que también
quería a su padre. Que necesitaba que ellos también lo quisieran.
Los setos le impedían ver el vado, pero oía los gritos. Los demás debían haber
tenido éxito en su caza. Pero entonces oyó el chapoteo de los caballos.
Un grito. ¿Sería un puma? ¡Una mujer gritaba! Renegados o pawnees. ¿Rachel
gritando mientras un desconocido la subía a su caballo? ¿Mientras la violaba? Metió
el caballo en el agua antes de llegar al vado.
—¡Rachel! ¡Rachel! ¡Ya voy! —murmuró entre dientes—. Aguanta, resiste.
Eran casacas azules, sucias, no los enjutos hijos de las praderas. ¡Soldados!
—¡Ahí está! ¡Ese hombre robó el caballo! —gritó Burdette.
Se encontraba entre dos soldados y tenía las manos atadas. ¡Dios! Will se echó a
reír y detuvo a su caballo cubierto de espuma. No tardaría en aclararse el
malentendido. Pero le tiraron al suelo antes de que hubiera acabado de desmontar.
—¡Dónde está el resto de los caballos? —preguntó desde su silla un soldado
quemado por el sol.
—¿De qué está hablando?
—¡Él me dio el caballo! —berreó Burdette.
—¡Cierre el pico!
El oficial asintió. Will sintió que su cerebro explotaba como si hubiera estallado
un relámpago dentro. Trató de volver a preguntar a qué caballos se refería, pero un
lado de su cara no se movía. Tanteó a ciegas y sintió el suelo en las manos.
—Creo que está tristemente equivocado respecto a la secuencia de los
acontecimientos —dijo la voz aguda de Anders.
—Largo de aquí, petimetre.
—¡Pero, usted no lo entiende! Soy sir Anders Trout, del castillo de Lindenlore.
—¡Como si quieres ser Dios Todopoderoso! Un hombre que lleva un traje de
ante blanco tendría que acabar atado sobre un hormiguero. Que los hombres tomen
posiciones y se dispersen.
El grito explosivo resonó en la cabeza de Will.
—Buscad en cada barranco. Han debido esconderlos.
Unos brazos fuertes lo pusieron de pie. Will deseaba que lo dejaran en el suelo,
todo el mundo giraba a su alrededor.
—¿Dónde están los caballos?
La última vez que había oído aquellas palabras…
—¡Alto!
Una voz femenina. ¿La abuela?
—Están equivocados. Yo traje ese caballo a la caravana.
—Llevaos a esta mujer de aquí.
Will abrió los ojos y lo vio todo doble. Dos Racheles, dos caballos. Si cerraba un
ojo, veía a una sola Rachel aferrándose al estribo del oficial. Will trató de acercarse,
pero la debilidad y las ataduras se lo impidieron.
—Estaba solo, perdido, el caballo, me refiero. Tenía la silla en el vientre y le
golpeaba las ancas… Yo tomé un gorro lleno de cebada y…
El oficial le lanzó un puntapié. Rachel lo esquivó y se aferró al estribo con más
fuerza.
—Fue el animal el que vino a mí.
—Eso tiene sentido, sargento —dijo alguien que estaba junto a Will—. Tawny
siempre se ha comportado mejor con las mujeres.
—Hemos encontrado su ganado. No hay ninguno de nuestros caballos.
—Por supuesto que no —dijo Will, pero las palabras no eran claras y supuso
que nadie lo había entendido.
—Por supuesto que no —dijo Rachel—. No hables, Will. Yo lo explicaré.
Perfecto. Rachel iba a arreglarlo todo porque se había acordado de tener los
dedos cruzados.
—¿Se supone que teníamos que dejar al animal así? Herido y…
No era la primera vez que ocurría. Will ya se había dado cuenta de que Godfroy
y él solían pensar lo mismo y al mismo tiempo.
—Estoy orgulloso de ti, Rachel —continuó el trampero—. Hasta los hombres
tenían miedo. Tú has sido la única con agallas suficientes para enfrentarte a los
soldados.
—Me ha salvado el pellejo —dijo Will.
—La verdad hubiera salido a la luz en cuanto el capitán Hull hablara con el
sargento. Yo sólo apresuré las cosas al gritar.
—Sí, me pareció que era una pantera defendiendo a sus cachorros —dijo
Godfroy—. ¿Ya está listo el café?
—No te preocupes, Rachel —dijo Will—. Yo me encargo.
—Pero tendrías que guardar reposo.
—No me atosigues.
—Gracias —dijo ella sonriendo.
—Sampson y yo fuimos hasta el cruce—. Hay un grupo acampado justo al sur
de aquí, Hull quiere que todo el mundo esté preparado en cuanto despunte el alba.
De ese modo mantendremos la ventaja.
Will ayudó al trampero a plegar la tienda y la guardaron en la carreta.
—Hay sitio de sobra para vosotros dos ahora que hemos metido las provisiones
en el doble fondo.
Godfroy se envolvió en su piel de bisonte y se acostó junto al fuego. Rachel
subió a la carreta y estuvo un rato en silencio.
—Will —dijo Rachel.
Will habría preferido un paseo por el campamento, aunque pasear en pleno
vendaval no era demasiado romántico. Will subió y descubrió sus dos petates
extendidos. Rachel se había envuelto en el chal y estaba sentada sobre las mantas. Se
quitó las botas y comenzaba a entrar bajo el toldo cuando Rachel lo dejó paralizado.
Se había abierto el chal. Estaba completamente desnuda.
—Will, tú no eres como tu hermano. No te lo permitiría.
—¡Rachel!
—Si los hombres no hubieran cambiado de capitán otra vez, la abuela
amenazaba con volver andando a Saint Joe. Dijo que, a veces, son las mujeres las que
hemos de sacrificarnos para hacer que los hombres recuperen el juicio. ¡No
consentiré que seas como tu hermano!
Will se sentó sobre los talones, junto al portón. La sombra de sus senos se
proyectaba sobre la lona.
—No. La primera vez que me permitiste entrar en tu cama fue por gratitud.
Ahora pretendes sacrificarte para salvar mi alma. Tengo tres cosas que decirte.
convirtiendo en pálpitos de fuego que la abrasaban por dentro. Will le sujetó las
nalgas y la apretó contra sí.
—¡Hazlo! —masculló ella con los dientes apretados.
La espera era peor que el dolor.
—¡Hazlo!
¿Acaso tenía que suplicarle? ¿Quería que se humillara ante él, que fuera como
Louisa Tole, su esclava?
—Te quiero —susurró él.
Fuerza y energía, un espasmo tremendo, se quedó paralizada aunque estaba
llena de pánico. Luchó por soportar el sufrimiento, por ahogar su grito, pero todo su
cuerpo se derrumbó hacia dentro, envolviendo a la roca que se movía como un río
desbordado, una y otra vez, hasta que el caos se suavizó en una cadencia y el mar de
las praderas se derramó en ella oleada tras oleada.
—¿Te he hecho daño?
Rachel pasó la mano por donde sus cuerpos se unían. Estaba toda húmeda. Y él
también. Como un sentimiento familiar, el pálpito se tranquilizó hasta transformarse
en un lejano temblor.
—No, ya ha pasado. El dolor aparecía siempre que pensaba en ti, siempre que
te tocaba. Últimamente era insoportable. Decidió que no había nada peor, ni siquiera
que tú entraras en mí.
—Duele desear tanto a alguien —susurró él.
—No sabía que querer a alguien doliera tanto.
—No temas. Estamos juntos, ya somos la Reina de Saba y el Rey Salomón.
Rachel se rió y su unión se movió al mismo ritmo. Se apretó contra él, como si
quisiera retenerlo para siempre.
—Estaba sufriendo por una gran pasión y ni siquiera me daba cuenta.
¿Podemos volver a hacerlo?
—No hasta esta noche. Empieza a clarear y ya ha salido la estrella del cazador.
Hull quería que saliéramos en cuanto despuntara el alba.
Fin