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La estrella del cazador

Rae Muir
2º Wedding trail

La Estrella del Cazador (1998)


Título Original: Twice a bride (1998)
Serie: 2º Wedding trail
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Internacional 179
Género: Histórico Oeste
Protagonistas: Hill Hunter y Rachel Godfroy

Argumento:
Rachel Godfroy alardeaba de que sólo una gran pasión podría hacer que se
casara. Sin embargo, pronto, y contra su voluntad, las dificultades del viaje
al oeste la ataron a Will Hunter, el desconocido que puso fin a su niñez y
despertó su corazón inquieto.
Will sabía que el espíritu de aventura era lo que hacía falta para emprender
el viaje al oeste, porque la vida en la pradera estaba llena de sorpresas. Y
que una boda precipitada podía calmar el alma de un anciano agonizante y
destrozar los sueños de un hombre joven. Sin embargo, aunque los votos
fronterizos que le había hecho a Rachel Godfroy resultaron ser ilegales, no
tardó en descubrir que el deseo tiene leyes propias…
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Prólogo
Pittsburgh. Octubre de 1847

Will se quitó la camisa limpia que acababa de ponerse, la colgó sobre el poste de
la cama y buscó en el costal de la ropa sucia la que se había puesto el día anterior. No
tenía sentido estropear aquella camisa recién lavada en el horno que era el despacho
de su padre. Subió los escalones de dos en dos, se detuvo en el pasillo para tomar
una última bocanada de aire fresco, y abrió la puerta lo estrictamente necesario para
evitar que se formaran corrientes. Por supuesto, el fuego ardía a toda mecha, a pesar
de que era un amanecer cálido de principios de otoño.
—¿Quería verme? —preguntó.
Su padre se dio la vuelta. A Will se le encogió el corazón al ver la ira que
relampagueaba en sus ojos.
—Cierra la puerta —dijo y cambió su lugar junto a la chimenea por el asiento de
su despacho.
Lo miró bajo sus cejas espesas y grises y dejó caer unas cuartillas enrolladas
sobre la mesa.
—¿Qué significa esto?
No hacía falta desplegar las páginas, no hacía falta leer el título. Pero, ¿cómo
había encontrado el manuscrito, si lo guardaba secretamente en el fondo de sus botas
de montar?
—Aventuras de un deportista en las montañas de Pennsylvania —contestó—.
Una relación de viajes de caza. Nada importante —añadió Will, ventilando el trabajo
de varios meses con un ligero gesto de la mano. Los papeles crujieron cuando su
padre los alisó.
—Aquí se da a entender que es el relato de un solo viaje, un viaje largo que no
recuerdo haberte visto emprender.
—Pensé… Pensé que las anécdotas de mis cacerías tendrían mayor interés si las
relataba en forma de diario, como si formaran una única expedición.
—O sea que has escrito mentiras.
El padre se sentó y condenó el manuscrito con un papirotazo de sus dedos.
—No. No son mentiras, más bien una técnica para despertar el interés.
—¿El interés de quién?
La carne estaba en el asador. Su padre se daba cuenta de que era la copia
corregida, lista para enviar a la imprenta.
—¿De quién? —repitió y se puso en pie—. Trabajas como empleado en mi
oficina. Te pago para que aprendas el negocio, no para que malgastes el tiempo

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escribiendo mentiras y las prepares para presentarlas a unos editores que sólo te
animarán a que incluyas sucias…
—No hay nada inmoral en lo que escribo y tampoco lo hago en la oficina —se
defendió Will.
El padre hojeó las páginas como si buscara algo concreto.
—Tienes una memoria muy selectiva cuando se trata de encubrir tus pecados.
Eso por no mencionar que has descuidado tus obligaciones del domingo. Eso por no
hablar de la mujerzuela de Clarion River.
«Mi primer lector», pensó Will amargamente. «Mi crítico más feroz».
—Tendrías que haber hablado de ella, así los lectores podrían juzgar las
inmoralidades que resultan de la vida de un deportista para malogro de nuestra
alma inmortal.
Will se obligó a adoptar un gesto que esperaba fuera de resignación, fijó la vista
en el cuadro de la pared, por encima de la cabeza de su padre. Era su madre en una
pose angelical. ¿Debía negar la acusación de mala conducta sexual? Sería una
negación muy desgastada que siempre era recibida con una incredulidad cáustica. Su
padre no podía concebir que fuera posible pasear inocentemente en compañía de una
mujer.
—Vete a tu habitación.
—Pero estoy con la lista de embarque para el Lady of Pittsburgh. Ni siquiera
llevo la mitad y zarpa para Louisville mañana por la mañana.
—Otro empleado se encargará del trabajo. Pasarás lo que resta de día
meditando sobre la enormidad de tu error. No consentiré que mi hijo se sume a las
filas de los escritorzuchos que corrompen a la juventud del país con ideas insidiosas
de individualismo y ambición egoísta. Robert subirá a inspeccionar tus libros, la
criada me informa de que tus lecturas no son decentes para un caballero cristiano.
¡La criada! ¡Espiaba para su padre! Las piernas le temblaron como la piel de un
caballo acosado por tábanos.
—La culpa es mía —dijo el padre—. Cuando eras joven, no presté la suficiente
atención a la literatura que esa estúpida institutriz francesa traía a esta casa. Novelas
e historias de viajes. Mayor razón para ser estricto ahora. Otro incidente como éste —
dijo agitando las cuartillas hasta que sonaron como las hojas del otoño—, y te echaré
de mi casa, desheredado.
El padre se giró hacia el fuego con el brazo levantado. Las páginas enrolladas
volaron por el aire y se esparcieron sobre las llamas.
—¡No! —gritó Will.
—Mejor que sean ellas las que ardan en el fuego y no tú —dijo el padre.
Aferró el atizador como si fuera una espada vengadora y levantó las hojas que
se habían quedado en el guardafuego de latón, empujándolas a las llamas. Primero
prendieron por las esquinas, doblándose agónicas sobre sí mismas. Will descubrió

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que tenía la mano apretada contra el corazón, estrujando la pechera de la camisa.


Prefirió mirar el retrato antes de ver los ojos triunfantes de su padre. A su madre no
le hubiera gustado que se la exhibiera con un vestido que ya estaba dos o tres
temporadas pasado de moda.
—¡Gracias al cielo que tu madre no vive para ver esto! —dijo su padre,
volviendo también la mirada hacia el retrato.
Will tuvo que salir del despacho, se hallaba al límite de su aguante.
—Gracias, padre.
Giró sobre sus talones. Las lágrimas comenzaron cuando subía las escaleras. Se
las secó con la manga y sacudió la cabeza para detenerlas. Cerró la puerta con
pestillo, se desnudó hasta la cintura y abrió la ventana para dejar que la brisa cálida
entrara.
—Medio año de trabajo —gritó.
Se asió al marco de la ventana, sacó medio cuerpo y se retó a mirar desde el
tercer piso al suelo.
—¡Volveré a hacerlo! —le gritó a una narria que pasaba traqueteando con sus
llantas de hierro sobre los adoquines.
El carretero miró hacia arriba y lo saludó con una carcajada.
Will metió la cabeza. No tenía sentido convertirse en espectáculo público. Pero
volvería a hacerlo otra vez, y una vez más. Porque, por mucho que lo intentara, los
libros mayores y las listas de embarque no satisfacían su ansia de escribir.
Un vehículo se detuvo frente a los escalones de la entrada. Era Robert, con su
inevitable traje negro guardando luto eterno por su esposa fallecida seis años atrás.
Le dio una moneda al chofer. Su hermano no tardaría en subir para llevarse los
libros. Echó un vistazo a los títulos, le confiscarían casi todos. Sacó su ejemplar recién
impreso del Memoria, de Frémont, de la estantería y buscó desesperado un lugar
donde esconderlo. No eran los libros, sino su seguridad, la que había sido
traicionada. Lo ocultó bajo el colchón. ¿Qué más? Tomó las dos novelas de Fenimore
Copper, seguro de que serían requisadas. Un trozo de papel cayó del Último
Mohicano.
La responsabilidad es el precio de la independencia, ponía. Lo había copiado hacía
meses, aunque no recordaba de qué libro. Irresponsabilidad e independencia no pueden
darse en una misma personalidad.
—Siempre has sabido que llegaríamos a esto —le dijo a su imagen en el
espejo—. Cuando madre murió, prometiste que te quedarías un año en la oficina,
pero esa promesa te fue arrancada con coacciones.
Le dio la espalda al espejo. Había hecho aquella promesa porque no pudo
soportar las acusaciones ni el sentimiento de culpa cuando llegaron noticias de que
había estado en las montañas y no en casa. Sus escapadas le habían partido el
corazón a su madre. Volvió a encararse con el espejo.

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—Pero ella «se encontraba» en Nueva York. No importa lo que diga padre, mi
escapada no la mató.
La boca de su reflejo parecía moverse a un ritmo distinto. «Vete enseguida,
antes de que el invierno cierre los pasos del río».
Will sacó las mantas de la cama y las enrolló con dos camisas, varios pares de
calcetas y los libros que había escondido bajo el colchón. Titubeó ante la librería,
seleccionó dos más y los añadió al fardo. ¿Y su diario? Lo dejó caer sobre las sábanas
arrugadas, nada de su pasado importaba un comino. Ese mismo día compraría un
diario nuevo y emprendería una nueva vida con la primera página en blanco.
Desenroscó la bola decorativa que remataba el poste de la cama y, con dos
dedos, extrajo una bolsa de cuero. Cada moneda y billete de su paga, que había
atesorado durante los últimos once meses. Casi doscientos dólares, lo suficiente para
pagarse el pasaje por el Ohio hasta Saint Louis, y por el Missouri a las ciudades de la
frontera. No era la mejor época del año para cruzar las praderas, tendría que
encontrar un sitio donde esconderse durante el invierno. Se vistió con la ropa
resistente que llevaba en las montañas y sacó su rifle de debajo de la cama.
Oyó la voz quejumbrosa de Robert cuando bajaba la escalera.
—Su trabajo en la oficina ha sido intachable y eficiente. No tengo ninguna queja
de él —decía—. Pero si crees que es mejor que no se acerque a los muelles…
Robert había olvidado cerrar la puerta del todo. Su padre debía estar
terriblemente distraído para no notar la corriente. Will apoyó el arma contra la pared
y abrió la puerta. Desde el umbral tiró las llaves con tanta fuerza que rebotaron en el
cartapacio del escritorio y cayeron al suelo.
—Que significa esto —rugió su padre—. ¿Por que vas hecho un desharrapado?
—Me marcho. No necesito las llaves de la casa ni de la oficina.
—Si te vas haré venir a mi abogado Te borraré de mi testamento, te
desheredaré.
—No, no te daré ese gusto soy yo el que renuncia a tu apellido —dijo, haciendo
un gesto hacia el montón de cenizas de la lumbre—. No te preocupes, no tendrás que
verlo en un libro de cuentos de caza.
Will recogió el bulto de ropa, el rifle y cruzó el vestíbulo con un taconeo sonoro
de sus botas sobre el sucio de nogal.
—No puedes marcharte —dijo Robert, corriendo a su lado—. Aún no eres
mayor de edad.
Will lo ignoró, abrió y salió al estrecho pórtico. El verano del membrillo, una
ligera bruma en el ciclo, las hojas encendidas cayendo al suelo. Un día perfecto para
dejar Pittsburgh para siempre.
—Adiós, Robert —dijo extendiendo la mano—. Esta es la última vez que nos
vemos.

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—No puedes irte —dijo Robert, desesperado—. ¡Padre te «desheredará»! Es


imposible que puedas mantenerte por ti mismo.
—Entonces, moriré de hambre.
Bajó los escalones sonriendo porque sus piernas no titubeaban ni le vacilaba el
corazón. Fue colina abajo, hacia los muelles del río Allegheny. Colina abajo hacia
todos los lugares secretos que iba a conocer y retratar en sus escritos. El oeste, el
helado norte. Cazar osos blancos gigantes, tigres en la India, elefantes en África,
verracos en… Bueno, no se acordaba y tampoco tenía tiempo para pensarlo, unos
marineros sudorosos estaban levantando la plancha del Bonnie Scot. Will les gritó,
los marineros esperaron a que corriera los últimos cien pasos y saltara a bordo.

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Capítulo 1
Río Missouri. Marzo de 1848

—Llegaríamos antes a Saint Joe andando —rezongó un hombre asomándose


todo lo que podía para ver las palas del vapor.
Rachel contuvo el aliento temerosa de que pudiera caer al río. El ritmo del
motor se aceleró, la rueda giro y salpicó de barro a los hombres que estaban cerca de
la barandilla. El que se había quejado retrocedió limpiándose la cara.
Rachel se apartó de la gente y fue hacia popa para poder ver la ribera. Fijó la
vista en dos álamos de Virginia deshojados. No avanzaban, el barco estaba encallado
en otro banco de arena.
Su padre se apoyaba sobre la barandilla de popa, en compañía de un hombre
alto con un abrigo grueso hecho con una manta. El desconocido había subido a bordo
en Independence, el abrigo había hecho que Rachel se fijara en él. Hojas y flores
bordadas caían en profusión sobre el frente y se enmarañaban en los faldones. Un
montañés larguirucho, con el hatillo sobre el hombro y el rifle largo en la mano. Un
viejo amigo de su padre, quizá de los años de trampero en las Rocosas. Pero, al verlo
más de cerca, se dio cuenta de que era demasiado joven corno para haber sido
trampero.
—¡Todos los pasajeros a proa! —gritó un hombre desde la cabina del piloto.
Rachel miró a su padre. Dejó al desconocido con una palabra apresurada y un
gesto de despedida.
—Métete en tu camarote —dijo en el momento en que llegó junto a ella—. Van a
hacer que los hombres vayan de proa a popa para que el vapor se balancee y salga
del banco.
Rachel hizo una mueca, pero asintió obediente, resignándose a pasar una hora
en el camarote apestoso. Comprendía la necesidad de compartir camarote con las
otras dos únicas mujeres de a bordo, pero no había esperado que hubiera una niña.
Abrió la puerta con cuidado para no tropezar ni pisar a la criatura, que campaba por
sus respetos. La señora Brown se llevó un dedo a los labios.
—Merri está dormida —susurró señalando el bulto bajo el edredón en la litera
de Rachel.
Rachel se tragó sus protestas. ¡Otra vez las mantas mojadas!
—¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó la señora Brown en voz baja.
—Otro banco de arena.
—Si no fuera por Mary Merrill, iría andando a Saint Joseph. Llegaría antes. ¿Te
pasa algo? —preguntó la señora Brown, perpleja.

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Rachel se dio cuenta de que estaba olisqueando inadvertidamente y de un


modo muy poco considerado. Relajó la cara para suavizar las arrugas en tomo a la
nariz.
—Nada. Es que… Soy hija única, no conocía los olores de los niños.
La señora Brown se rió entre dientes con una mano sobre la boca.
—Ya verás cuando empieces a tener hijos.
Rachel estaba tentada de decir que no quería tenerlos si suponían tantas
molestias, pero un grito desde el puente de mando la interrumpió.
—¡A popa!
Un estruendo de botas pasó junto a la puerta, todos los hombres gritaban como
si el ruido pudiera desencallar el vapor. Merri se sentó, protegiéndose con el
edredón.
—¡Mira lo que han hecho! —exclamó la señora Brown.
Con todo, cuando el tumulto pasó, la pequeña se metió el pulgar en la boca,
cerró los ojos y volvió a dormir. Los motores rugieron con su ritmo acostumbrado y
el barco se elevó y cayó ligeramente, una señal clara de que otra vez se encontraban a
flote.
—Ojalá subiera el río y cubriera los bancos de arena —dijo la señora Brown—.
Con las carreras y el griterío no puedo sacar a Merri al puente. Lo siento por la pobre
gente que tenga compromisos en Saint Joe. ¿Te causará mucho trastorno el retraso?
Un par de días no serán un problema. Mi padre es el agente avanzado de una
partida de amigos y vecinos de Pikeston, Indiana, que se dirigen a California. El resto
vendrá por tierra y encontrarán las provisiones dispuestas cuando lleguen.
—¿Y tú también piensas ir a California?
La señora Brown, al contrario que la mayoría de las mujeres del barco de Saint
Louis, no parecía asombrada por su viaje.
—Mi padre es uno de los rastreadores. Siempre me ha atraído la aventura, de
modo que voy con él.
—¿Y tu madre?
Rachel titubeó un instante y decidió que a la señora Brown no le hacía ninguna
falta saber toda la historia, que sus padres no estaban casados, que su madre era la
esposa de otro hombre.
—Mi madre murió a los pocos meses de nacer yo. Me criaron unos tíos.
—¿Y tu padre no se ha vuelto a casar?
—No.
La señora Brown estuvo callada un rato antes de hablar.
—Esperaba trabar amistad con los hombres que subieron a bordo en
Independence —dijo en un susurro.

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—Yo puedo quedarme con la niña, si quiere…


—No. Sola, no.
Los bucles de la señora Brown se balancearon sobre sus mejillas cuando sacudió
la cabeza. Cada noche, se envolvía concienzudamente el pelo para crear los
tirabuzones que le caían a ambos lados del rostro.
—Cualquier hombre que se interese por mí, ha de saber desde el principio que
tengo familia —dijo alisándose el frente de la falda fea y negra.
—Mi padre ha estado hablando con un joven que se ha subido en
Independence. ¿Quiere que le pida que los presente?
La señora Brown no parecía muy convencida.
—Es más probable que sean los hombres de mediana edad los que busquen
esposa. Los jóvenes que vienen al oeste únicamente piensan en la lujuria.
El sombrío gesto de sus labios hizo que Rachel se preguntara, y no por primera
vez, si el «señor Brown» había existido de verdad. Quizá la joven señora Brown
hubiera sido víctima de uno de esos jóvenes lujuriosos. El barco se sacudió.
—¡Otra vez encallados! —exclamó la señora.
Merri volvió a incorporarse. Se restregó los ojos azules con los puños
diminutos, se acercó al borde de la litera y, con cuidado, fue dejándose caer hasta que
sus pies tocaron el suelo. Su pelo, casi blanco, estaba enmarañado en el lugar que
había ocupado el gorro de encaje. Se mantuvo en pie, sujetándose al borde del catre.
—Mírala —dijo la señora Brown—. ¡Todavía no ha cumplido el año y ya puede
tenerse en pie!
Rachel tenía que reconocer que la niña estaba muy adelantada para su edad,
aunque deseaba que también hubiera aprendido a utilizar el orinal.
—Ba, ba, ba —dijo Merri.
—¿Lo ves? —dijo la orgullosa madre—. Hablando antes de cumplir un año.
La criatura avanzó hacia la puerta.
—Ba, ba, ba.
—Ahora no, cariño. El piloto está a punto de gritarle a los hombres y nos
encontraremos atrapadas.
—Da, da, da —gritó la niña.
—Salgamos a la cubierta —sugirió Rachel.
En dos días había tenido tiempo suficiente para saber que a la cría le daría una
pataleta si su madre no hacía exactamente lo que ella deseaba.
—Merri debería respirar aire fresco. Seguro que encontramos algún sitio
apartado del barullo.
La señora Brown se encasquetó un sombrero negro sobre los tirabuzones y le
hizo un alegre nudo a la cinta sobre la mejilla izquierda. Envolvió a Merri en un chal.

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Rachel se asomó para asegurarse de que la cubierta se hallaba vacía y luego guió a
madre e hija detrás de una pila de troncos. La mayoría de los pasajeros se apretujaba
en la barandilla de estribor, la rueda de babor giraba inútilmente en el aire. El barco
dio una guiñada de costado contra la corriente. La señora Brown lanzó un alarido
mientras abrazaba a su hija.
—Dispérsense —gritó una voz desde arriba—. ¡No corran todos hacia el mismo
lado como una manada de vacas estúpidas!
Los hombres se alejaron de la barandilla. Rachel divisó a su padre, una vez más
enfrascado en una conversación con el desconocido del abrigo bordado. Decidió
forzar la presentación con la esperanza de librarse un momento de la presencia
constante de la señora Brown.
—Padre —llamó.
La palabra sonaba extraña en sus labios, pero el señor Godfroy sonreía de oreja
a oreja cada vez que la decía y ella la utilizaba a menudo.
—No deberías estar aquí. El piloto va a ordenarnos a todos que corramos —dijo
mientras miraba ceñudo el giro de las palas.
—Nosotras también correremos —dijo la señora Brown alegremente—.
Necesito un poco de ejercicio y Mary Merrill no puede pasarse cada minuto del día
encerrada en ese camarote.
El señor Godfroy miró a la señora Brown y al desconocido y torció la boca en
un gesto de indecisión. ¿Por qué titubeaba su padre? Las normas de la cortesía le
obligaban a presentarlos.
—Señora Brown, éste es el señor Will Hunter.
El señor Hunter levantó su sombrero bajo y amagó una inclinación.
—Buenos días, señora Brown. Buenos días, señorita Godfroy.
El color castaño de su pelo ondulado era igual que el de la barba, apenas
sugerida. Los ángulos dominaban su rostro, cejas rectas, nariz fuerte, y una boca
desapasionada. El mentón era cuadrado. Era joven, excepto por sus ojos, que
brillaban alerta, fríos y cautos.
—¡Oh, es encantador! —gorjeó la señora Brown—. Esta es Mary Merrill Brown,
mi hijita —dijo poniendo a la pequeña en el suelo.
El señor Hunter entornó los ojos sin arrugar la frente. Rachel podía ver hacia
dónde dirigía su mirada, no al rostro de la señora Brown, sino a su busto, que
enseñaba por encima de un escote bajo, de lo más inapropiado para el luto de una
viuda.
—La pobre niñita, desgraciadamente, nunca conocerá a su padre —dijo
señalando el negro lúgubre de su falda—. Di hola al señor Hunter.
—Papá —dijo Merri.
El señor Hunter abrió mucho los ojos y las cejas rectas se arquearon
ligeramente. El azul cambió de gélido e intrigado a gélido y alarmado.

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—¡Todo el mundo a popa! —gritó la voz desde el puente de mando.


Hunter alzó la cabeza hacia el hombre de la bocina.
—¡A la de tres, uno, dos tres! ¡Rápido!
Rachel se apretó aún más contra los troncos, temerosa de ser atropellada en
aquella loca carrera, pero la señora Brown se unió a la multitud. Los gritos de deleite
de Merri se elevaron por encima de las voces de barítono masculinas.
—Lo siento —dijo su padre.
Rachel se sobresaltó al encontrarlo a su lado, suponía que habría ido con los
demás.
—La señora Brown lo ha asustado. Yo quería que conocieras al señor Hunter.
Tiene una cabaña doble cerca de Saint Joseph, ideal para nosotros si quiere
alquilarnos la mitad. No podemos quedarnos en un hostal de la ciudad, allí no habrá
sitio para almacenar el heno y el grano que he de comprar para la caravana.
Rachel comprendió la disculpa que significaban sus palabras y se apresuró a
tranquilizarlo.
—No había contado con que gastáramos dinero hospedándolos en ningún sitio.
Las carretas llegarán dentro de un mes, cinco semanas como máximo. Nos podemos
arreglar bastante bien en una tienda.
—Se acercan las lluvias de primavera —dijo él, contemplando las nubes
algodonosas—. Pero ya no soy un trampero solitario que vive a salto de mata. Mi hija
necesita tener un techo donde guarecerse. Hunter me parece un buen compañero.
Anda buscando trabajo como cazador para algún grupo que se dirija al oeste,
comerciantes camino de Santa Fe o emigrantes.
—¿Un cazador que se llama Hunter? —preguntó ella, escéptica ante la
redundancia que suponía en inglés.
—Más de uno cambia de apellido al cruzar el Missouri —dijo su padre sin darle
importancia—. Y no siempre para ocultar una vida reprobable.
Rachel asintió para hacer ver que estaba de acuerdo con él, pero, en su interior,
ya había decidido que el señor Hunter tenía un pasado sombrío. ¡Y era tan joven para
haber emprendido el camino del crimen!
—¡A popa! ¡A popa!
Una vez más los gritos de barítono y los chillidos de Merri. Una multitud
carcajeante se había reunido en tomo a los troncos y, apenas tuvieron tiempo para
recuperar el aliento, cuando la voz del puente de mando volvió a apremiarlos.
—¡Hacia delante! ¡Vamos, vamos!
—Ao, Ao —chilló Merri, debatiéndose contra su madre.
La señora Brown dejó a la niña en el suelo y la pequeña anadeó persiguiendo a
los hombres y gritando de contento. La naricilla avanzaba más deprisa que las
diminutas botas y cayó de bruces sobre la cubierta.

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—¡Aúpa!
El hombre que la recogió llevaba un abrigo bordado.
—¡Oh, señor Hunter! —gritó la señora Brown saliendo del refugio de troncos—.
Muchas gracias. Dale las gracias a este buen hombre, Merri.
—Papá —dijo Merri.
—Manténgala en brazos —dijo Hunter, los ojos simplemente gélidos—. Podrían
atropellarla.
Ni la sombra de una sonrisa para la niña, ninguna emoción en aquellos labios
rectos, ni siquiera un ceño de desaprobación hacia la madre. Les dio la espalda y se
alejó.
—Los hombres jóvenes son muy poco compasivos —se quejó la señora Brown
mirándolo—. Me parece que Merri ya se ha divertido bastante por hoy.
Se alejó despacio por la cubierta, haciendo caso omiso del peligro que suponía
que el piloto volviera a gritar. Pero el vapor se deslizó con una serie de sacudidas y,
en medio de un gran ruido de succión, se liberó del banco de arena.
—Está desesperada por conocer a los hombres que subieron al barco en
Independence —dijo Rachel—. No la comprendo. Se conforma con cualquier marido,
el amor no importa.
—El amor no importa en la mayoría de los matrimonios —dijo su padre con
ternura—. Tú deberías saberlo. No era el amor lo que unía a tu madre y su marido.
Piensa en las dificultades de la señora Brown y procura ser más paciente.
Rachel se lo quedó mirando. Su padre nunca la había reprendido antes, ni
siquiera suavemente.
—Está sola, es una viuda que carga con una hija. Quizá se escapó con el hombre
que sus padres no aprobaban y ahora que la ha abandonado, se avergüenza de
volver.
Rachel contempló el río y mantuvo en silencio la sospecha de que nunca había
habido un marido.
—El señor Hunter nos podría ser de ayuda —dijo su padre, retomando el tema
de su conversación—. Le he pedido que se una a nuestro grupo. Si contratamos a un
cazador profesional, los jóvenes no tendrán excusan para malgastar pólvora y
municiones, además de cansar innecesariamente a los caballos.
Rachel no estaba segura del motivo de aquellas justificaciones. Era una decisión
de su padre, no suya.
—Si cree que es lo mejor…
—No te pediría que pasaras cinco o seis semanas en compañía de un hombre si
te pareciera ofensivo.
—¡Pero si apenas lo conozco!
—¿Pero qué te parece?

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—Desde luego, nada ofensivo. Un poco frío, quizá. Pero es posible que finja ser
frío y poco emotivo para dar la impresión de ser mayor. Es muy joven.
El Señor Godfroy no hizo caso de aquella objeción.
—La tierra de los jóvenes está al otro lado del Missouri. Yo tenía quince años la
primera vez que lo crucé.
—¿Tendremos habitaciones separadas?
—Es una cabaña doble, o sea dos habitaciones bajo el mismo techo. Nosotros
tendremos una.
—Entonces, no habrá problemas.
No tendría que hacer vida social con el señor Hunter. Cuando llegaran sus
amigos, su padre y ella irían a acampar con ellos al otro lado del río y el estólido
señor Hunter no sería más que otro contratado, como los jóvenes que conducían los
bueyes.

Will reclamó su espacio en la cubierta inferior, apoyó la cabeza en la manta


arrollada y los pies en un barril. Había sido un estúpido al pensar que podía
encontrar trabajo con algún comerciante camino de Santa Fe. En Independence,
rastreadores y cazadores experimentados holgazaneaban por cada esquina. Todos
buscaban trabajo ahora que se había hundido el comercio de pieles de castor.
Entonces, ¿por qué el organizador de una expedición deseaba contratar a un cazador
cuya experiencia se limitaba a las montañas de Pennsylvania y Virginia occidental.
Hizo una mueca al recordar su primera entrevista, cuando mencionó su
experiencia en Pennsylvania.
—¡Las montañas de Pennsylvania! —Había jadeado el comerciante en un
paroxismo de carcajadas y salivazos de tabaco—. ¿Crees que has visto montañas en
«Pennsylvania»?
Will no había vuelto a mencionarlo.
Llevaba más de cuatro meses en Saint Joseph y no se había alejado sino unas
cuantas millas al oeste del río. No conocía otros indios que las tribus pacíficas que
iban a la ciudad a comerciar y mendigar. Ni búfalos ni antílopes. Cuatro meses de
escritura apretada en su diario, no más de una docena de frases que merecieran
figurar en su futuro libro.
Podía contratar a uno de aquellos viejos cazadores para que lo llevara de caza a
las praderas. Pero el libro sería el de un espectador, no el de un participante. La idea
de atravesar las praderas con un guía, como un ricachón, se le hacía intragable.
Además, contratar un guía hubiera significado capitular ante Robert, gastar el dinero
de su hermano, reconocer que no podía buscarse la vida.
No le sorprendería que Robert hubiera averiguado su paradero, porque los
tentáculos de la compañía llegaban a todos los puertos sobre los ríos Ohio,

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Mississippi y Missouri. Lo que sí le había pillado desprevenido era el dinero. Tendría


que agradecer que Robert no se hubiera plantado allí como un maestro enfurecido,
armado con fustas y palmetas para arrastrarlo a casa, amenazando con perseguir a
todos los que le habían brindado refugio. Y eso que, por primera vez, Robert había
tratado de sobornarlo.
—Debo haber madurado —murmuró.
Cerró los ojos para protegerlos del reflejo del sol en el agua.
—Buenas.
Will abrió los ojos y encontró frente a sí una chaqueta de ante adornada con
flecos, cuentas y abalorios.
—¿Está ocupado este sitio?
Will bajó las piernas y las apartó para hacer sitio al hombre y la mujer joven con
ojos oscuros y pómulos altos. La chica llevaba un vestido de brocado multicolor,
aunque le había cortado diez pulgadas al ruedo para que se vieran sus mocasines
altos, tachonados con cuentas. Unos ojos azules examinaron a Will. Tuvo la sensación
de haber encontrado un alma gemela porque el hombre asintió.
—¿Adónde vas?
—A Saint Joe.
—¿Y después?
Will se encogió de hombros.
—Adonde me lleve el camino. ¿Y tú?
—Al país de los Pies Negros.
El recién llegado miró por encima de las aguas, sus ojos soñadores centrados en
algo que había mucho más allá del río.
—Cuando era joven, vivía igual que tú, sin pensar en el mañana. Pero el tiempo
ha hecho mella en mis huesos. Quería volver a casa, a Ohio, y establecerme en una
granja, pero las tierras salvajes me tienen atrapado —dijo cambiando de lado la hola
de tabaco en la boca—. Y mi familia no la quiere.
Sin extenderse sobre el estado de la mujer que había a su lado, si era esposa o
concubina, amiga o hija, la señaló con el pulgar.
—Vamos a reunirnos con su pueblo. Ellos no me consideran una carga, a pesar
de que lo seré ahora que los castores han desaparecido. Prefiero morir mañana en las
Rocosas que vivir cien años en esta pocilga.
El pulgar abarcó a la multitud, las mercancías apiladas, el amontonamiento de
esclavos impasibles. El hombre les dio la espalda y se volvió a mirar al río, o alguna
visión que sólo él podía contemplar.
Will trató de ver lo mismo que el viejo trampero, pero los rayos casi
horizontales del sol lo cegaban. Desde aquel ángulo, si guiñaba los ojos, las aguas
parecían oro hilado, no lodo marrón. Un tronco pasó flotando, un árbol enorme,

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arrancado por las tormentas de invierno a centenares de millas aguas arriba. Las
raíces se extendían hacia el cielo, como dedos malevolentes que se alargaran para
arrastrar a los débiles humanos a una tumba de agua. Pero conforme el tronco
pasaba por su lado, las raíces retorcidas se transformaron en una mano abierta que
suplicaba que la rescataran. El árbol no deseaba abandonar su bosque salvaje. Un
bosque que Will nunca vería, a no ser que se uniera al grupo de Godfroy como
cazador.
Sacó el diario de la cartera. El librito cayó abierto en la última carta de Robert.

Vuelve a Pittsburgh en octubre para celebrar tu mayoría de edad… es tu deber para con
un padre anciano… Padre pregunta por ti todos los días.

Doblado en el interior de la carta iba el mayor soborno que había recibido hasta
la fecha, el permiso para retirar dinero sin límite de los fondos de la compañía. Will
había quemado el documento para alejar de sí la tentación. Volvería a casa por
decisión propia y cuando llegara el momento. Pagaría el pasaje del barco con las
monedas que había ganado aprovisionando de caza el hotel. Volvería al este con su
manuscrito, una recopilación de sus aventuras, listo para pasar a limpio y presentarlo
ante un editor.
Estar en Pittsburgh en octubre significaba no ir más allá del Paso sur, la cima de
las Rocosas. Quizá para entonces tuviera material suficiente para su libro. Quizá
deseara dejar la lenta caravana cargada de mujeres y niños, carretas y bueyes
poderosos, con granjeros que se quejaban de la lluvia y el calor y nunca se
contentaban con su suerte.
—Me han ofrecido trabajo de cazador en una caravana que se dirige a
California —dijo de repente, volviendo la cara hacia el trampero con la esperanza de
llamar su atención—. El explorador del grupo se llama Godfroy.
—¿Trail?
Los ojos decolorados por el sol perdieron su mirada soñadora. Will estaba
desconcertado ante la pregunta misteriosa que contenía aquella única palabra.
—¿El mestizo?
Will no había pensado en la raza de Godfroy porque casi todos los hombres y
mujeres de la frontera estaban morenos como una nuez. Sin embargo, al recordar su
rostro, se dio cuenta de que el hombre llevaba sangre india en las venas,
probablemente más de la mitad.
—Puede ser, no me había fijado. Se encuentra a bordo, con su hija.
—¿Trail ha logrado traer a su hija? Vaya, siempre estaba hablando de ella.
Siempre, y a veces antes de que acabara la estación de caza, en cuanto llegaba la
primavera, él recogía sus pieles y no volvíamos a verlo hasta las primeras nieves. ¿Es
bonita? Trail decía que sí, pero creíamos que mentía.

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Bonita. No, no era tan sencilla de describir con su amplia boca y sus ojos
grandes.
—Es bastante bonita, aunque de un modo poco habitual.
—De modo que Trail andaba buscando un cazador, ¿eh? —musitó el trampero
con los ojos entornados y los labios proyectándose sobre la barba boscosa—. ¿Cuánto
paga?
—No lo sé.
De repente, Will se alegró de haber evitado los detalles del contrato. El
trampero jugueteó con los flecos de su camisa, los ojos convertidos en dos rendijas
pensativas.
«Va a hablar con su viejo amigo Trail Godfroy para hacerse con el puesto de
cazador de la caravana».
Will se quedó helado viendo cómo su última oportunidad de cazar en las
praderas se desvanecía. El barco se sacudió.
—¡Condenación! —gritó el trampero—. Otra vez encallados. Habríamos llegado
antes andando. Bueno, pues un servidor no piensa correr arriba y abajo. Que los que
llevan esta bañera se encarguen de manejarla.
—Voy a averiguar contra qué hemos chocado ahora —dijo Will.
Se puso en pie con cierta dificultad, el barco se había escorado hacia estribor y
daba pequeñas e inquietantes sacudidas en esa dirección, como si se deslizara hacia
un abismo. Llegó a la cubierta superior sujetándose a la barandilla.
—¡Todos a babor! —gritó la voz del puente.
Will hizo caso omiso de la orden y buscó a Godfroy, que todavía estaba
apoyado indolentemente en la barandilla de popa. Se colocó a su lado y contempló la
espuma color chocolate que levantaban las ruedas del barco.
—Ese grupo de emigrantes, ¿cuántos son?
—Unos treinta, contando a Rachel y a mí. Mi socio, Jed Sampson, los trae desde
Ohio en quince o dieciséis carretas. Además de los boyeros y un puñado de críos que
darán más problemas que otra cosa. Lo que necesitamos son más hombres.
—Si me uno a ustedes, ¿podría estar de vuelta en julio? Agosto, como muy
tarde… tengo responsabilidades familiares.
Las últimas palabras sonaban falsas hasta para él mismo. El señor Godfroy
podía pensar que había dejado embarazada a alguna mujer.
—Mi padre está muy mayor.
—Podrías dar la vuelta en el Paso sur, o en el valle del Río del Oso. No hay
demasiadas dificultades más allá del río aunque es en el desierto donde un cazador
es más útil. Quizá no cace mucho, pero, desde luego, lo que sea sabrá mejor que un
tocino de tres meses.

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Will asintió sintiéndose un miserable. Cuando Godfroy supiera que había un


viejo conocido suyo a bordo… Will se irguió. Pero aún tenía un triunfo en la manga,
la cabaña.
—Pueden quedarse en la cabaña…
—¿Por qué no vienes a California? Hay trabajo de sobra en la costa durante el
invierno. Vuelve al este en primavera. California es un territorio magnífico. ¡Qué
cacerías! El oso grizzly, el alce, el antílope y los pumas. Cuando te encuentres allí, ya
verás como no quieres volver. Todo son oportunidades para un hombre joven en esa
tierra.
—Supongo que sí.
No quería discutir las opiniones de Godfroy, pero no podía quedarse en
California, aunque tuviera que realizar todo el viaje con los emigrantes. Cuando
tuviera escrito el libro, tendría que regresar al este, a Nueva York o Boston, para
encontrar editor.
El vapor se estremeció, se deslizó hacia estribor y flotó libre. Los pasajeros
estallaron en vítores, la sirena ululó y el barco cabeceó en la corriente perezosa.
—Te contrataré, si Rachel y yo podemos quedarnos en la cabaña y utilizarla
para almacenar pienso. Antes de salir de Indiana, los hombres del grupo estuvieron
de acuerdo en contratar un cazador y reunimos un fondo de cincuenta dólares.
Vendrás con nosotros, por lo menos hasta el valle del Río del Oso. No puedes decir
que has visto las Rocosas hasta que llegas al Río del Oso.
Will extendió la mano y Godfroy la estrechó, sellando su acuerdo a la luz del
atardecer. Tenía que escribir a Robert y hacerle saber sus planes. Poco a poco, su
hermano comprendería que ya no controlaba su destino y que intentarlo sólo
acrecentaría el abismo que los separaba.
Los esclavos saltaron a tierra para amarrar el barco durante la noche. Will se
unió a la tripulación para cortar leña y se enfrentó a la mirada ceñuda del capataz
blanco con una mirada de igual cariz.
—No estoy acostumbrado a quedarme ocioso —dijo.
El capataz asintió de mala gana. Will encontró placer blandiendo el hacha,
ejercitando los músculos. La noche era cerrada cuando volvió al sitio que había
reclamado como propio. El trampero y la mujer joven se habían ido en busca de un
lugar más cómodo. Se tumbó sobre las mantas y escuchó las voces de los esclavos
que preparaban su cena en la orilla. Encendió un cabo de vela, abrió el diario bajo
aquella luz escasa. Anotó el avance tedioso del vapor, escribió sobre el trampero, la
mujer india, sobre el gran tronco, Godfroy y una reseña burlesca sobre la señora
Brown. A los lectores del este les divertirían aquellos esfuerzos frenéticos que la
viuda hacia por encontrar marido.
La fascinación de las praderas llenó sus sueños en los que una mujer, muy
parecida a la Pies Negros, caminaba a su lado.

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Capítulo 2
El hedor de cuerpos que no se lavaban, a tabaco mascado y a animales
enjaulados, se había hecho insoportable durante la noche, forzando a Will a buscar la
cubierta superior para ver amanecer. Una figura envuelta en una manta estaba junto
a la barandilla como una estatua, contemplando la tierra oscura y silenciosa.
—Señorita Godfroy.
La chica se sobresaltó como si acabara de despertarse.
—Señor Hunter —dijo al cabo de unos segundos saludándolo con un
movimiento de cabeza.
—Se levanta temprano.
—La niña de la señora Brown ha pasado una mala noche. Mi padre dice que
seremos sus huéspedes en Saint Joseph y que cruzará las praderas con nosotros.
No había dudas sobre su raza con la manta sobre la cabeza y la cara iluminada
por las estrellas. Era menos que una mestiza, toda una india según los dictados de la
buena sociedad de Pittsburgh.
—El otoño pasado arrendé una cabaña. Hay una habitación separada para su
padre y usted, señorita Godfroy.
—Por favor, llámeme Rachel. No estoy acostumbrada a ser la señorita
Godfroy…
—¿Cómo que no está acostumbrada? —repitió él con extrañeza.
—Mis tíos me criaron como a su propia hija, me llamaban con el apellido de mi
tío, Ridley. Es abogado, miembro del cuerpo legislativo del Estado de Indiana. El
invierno pasado descubrí que el señor Godfroy era mi verdadero padre.
—¿Y se ha aventurado a viajar con un desconocido?
—¡No es ningún desconocido! —exclamó ella riendo, un sonido como el
tintineo de pequeñas monedas de plata—. Todo el mundo en Pikeston conoce al
señor Godfroy. Va todos los veranos, después de hacer el viaje desde las Rocosas, y
acampa en el White River. Comercia con pieles y vive en una tienda puntiaguda que
llama tipi.
—¡Debe haber sido maravilloso para usted! —dijo él—. Cuando era niño,
soñaba con que un jefe indio llamara a nuestra puerta y exigiera que los rostros
pálidos le devolvieran a su hijo. Su hijo era yo, naturalmente.
La manta se movió. Will no podía ver su expresión, pero la postura de aquella
chica se burlaba de su fantasía y lamentó haber hablado.
—No fue tan maravilloso cuando el señor Godfroy… papá, llegó a casa de mis
tíos y me contó la verdad —dijo ella con una nota de testarudez—. La tía Carolina
está enferma y, durante un tiempo, la mente le falló.

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Will frunció el ceño, compasivo, pero la sangre le atronaba en los oídos.


Hubiera sido maravilloso que Trail Godfroy se presentara en la mansión de
Pittsburgh diciendo, «¡Eres mi hijo!»
—Me imagino la sensación que causó en la ciudad que el señor Godfroy
anunciara que usted era su hija, ¿no?
—Sensación entre algunos, lo más estaban horrorizados al darse cuenta de que
se consideraban amigos míos y me daban la bienvenida en su casa. Un honor que yo
no merecía.
Rachel hablaba despacio, eligiendo cuidadosamente las palabras, pero no se
molestaba en disimular su amargura.
—Mi amiga Tildy y su familia vivían en una de las casas más elegantes de
Pikeston, su madre no volvió a dejarme entrar.
—Una sorpresa desagradable —dijo él.
—¿Sorpresa? No, la verdad es que no. Siempre sospeché que mis tíos me
mentían.
Will se volvió porque un hilo de telaraña le tocó la cara. Se la quitó sólo para
encontrarla sobre el pecho. Le pareció extraño que pudiera sentir una cosa tan leve a
través del abrigo.
—Dígame, señor Hunter…
—Will, si yo tengo que llamarla Rachel, llámeme Will.
Se pasó la mano por el pecho para librarse de aquella molestia, pero sus dedos
no encontraron la hebra de seda.
—Cuando era niño, ¿nunca sintió el impulso de escaparse?
Will respondió con una risa nerviosa porque no estaba acostumbrado a las
confidencias y porque ella había demostrado desprecio hacia sus fantasías. De algún
modo, la tela de araña se había abierto paso por debajo de su camisa y flotaba junto a
su pecho como un cable caliente.
—¿Escapar? Constantemente, seño… Rachel. Y no era un mero impulso. Me
escapé más veces de las que puedo recordar.
—¡Lo hizo!
Rachel giró sobre sus talones tan deprisa que la manta cayó, dejando ver la
trenza oscura que colgaba sobre su espalda.
—¡Debe ser fantástico ser un chico y poder hacer esas cosas! yo quería fugarme
todas las primaveras y cuando las hojas enrojecían en Otoño, pero nunca llegué más
allá del río. El agua parecía hablar amenazándome, siempre volvía y me obligaba a
ser la niña que a la tía Carolina le hubiera gustado que fuera. Se lo debía porque ella
acogió a mi madre. ¿Adónde iba cuando se fugaba? —preguntó ansiosamente.
—Al principio, cuando tenía seis o siete años, me…

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Titubeó para elegir con cautela sus palabras. Si mencionaba los sirvientes, ella
sabría más cosas sobre su vida de las que él estaba dispuesto a revelar.
—Iba a una casa cercana, con una familia que me gustaba. Mandaban a mi
hermano Robert, que es dieciocho años mayor que yo, a buscarme.
Los bordes gruesos de los potes de terracota, sus primeros sorbos de café
servido directamente del puchero junto a la lumbre, sin leche ni azúcar. Y las
primeras palabras que recordaba haber escrito, unas gracias garrapateadas con
esfuerzo en una nota que había deslizado bajo la puerta de la cocina en la quietud de
la noche.
—¿Y luego?
Aquella pregunta expresaba su rencor por todas las expediciones que el río
había abortado.
—Mi familia visitaba a un hombre que vivía en las montañas. Cuando tenía
ocho años, un granjero me llevó en su carro durante veinte millas, el resto lo hice
caminando.
El otoño, el esplendor de las montañas, la escarcha de las mañanas en la cabaña
del guardés. Will había dado la espalda a la masa civilizada del país de su familia,
fingiendo que no existía. Su primera cacería, su primera pieza, la culpa al ver cómo la
muerte se enseñoreaba de unos ojos vivientes.
—¿Y su hermano lo encontró?
—El montañés mandó un mensaje. Mi padre perdió dos días de trabajo en ir a
buscarme. De vuelta a casa, cortó una rama de sauce y, siempre que parábamos a
descansar, me sacudía en el trasero.
—¿Y aprendió a quedarse en casa?
—Aprendí a ir adonde no pudieran encontrarme, a utilizar un nombre distinto.
«Will Hunter», estuvo a punto de decir. Se repitió que no debía confiar en ella
sólo porque fuera una mujer atractiva, una mujer que también había crecido
añorando escaparse de casa.
—¡Mira! ¡La estrella de la mañana!
Will siguió la dirección en que apuntaba su mano hacia una luz que colgaba
como un fanal de un árbol sin hojas.
—La estrella del cazador.
—Nunca he oído que nadie la llamara así.
—Los cazadores se levantan temprano, al mismo tiempo que esa estrella.
Las estrellas parecieron dejarse caer un poco más. Casi como si Will pudiera
tomar una y regalársela a Rachel en honor a la belleza que la mezcla de razas había
logrado en ella. Se volvió ligeramente para que ella no pudiera ver su sonrisa.
Imaginaba a su propio padre y a Robert saliendo en tromba de los camarotes con
palabras de censura cuando descubrían que estaba acompañado. El tono pontifical de
su padre brotó de algún rincón profundo de su mente.

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«¿Por qué debería gastar mi dinero en misiones para los salvajes? Les hemos
ofrecido oportunidades de sobra para que mejoren, pero se empeñan en regresar a su
paganismo y a sus mugrientas casuchas. Lo único peor que un indio educado es un
«squaw», un blanco renegado que, aun conociendo las enseñanzas de la civilización
y el cristianismo las abandona».
Las palabras del trampero siguieron a las de su padre. «Mi familia no la
quiere». La fina hebra de seda le acarició la cara. Si se casaba con una mujer como
Rachel Godfroy, su familia lo despreciaría para siempre llamándolo indio y
renegado. No importaba que tuviera mejores modales que la mayoría de las damas
que él conocía, no importaba que fuera elegante y hermosa. Se acabarían las cartas, se
terminarían los fajos de billetes que minaban su determinación.
¿Casarse con Rachel Godfroy por su raza? Era una razón estúpida y trivial para
tomar esposa. Había visto hombres que se casaban para tener hijos o una compañera.
Tenía amigos, apenas unos años mayores que él, que se habían casado para poner las
manos encima de las fortunas de sus mujeres. Naturalmente, todos se llenaban la
boca con palabras de amor hasta que el alcohol y la conversación a altas horas de la
madrugada desenmascaraban la verdad.
¿Matrimonio? Nunca antes lo había pensado. Claro que nunca antes había
conocido a una mujer que añorara fugarse y correr grandes aventuras. Se frotó el
cuello para quitarse la hebra de seda, pero tampoco encontró nada.

La gran cabaña olía a podredumbre y humedad. Rachel se apoyó contra el


quicio de la puerta, pero no pudo distinguir nada hasta que Will abrió los postigos.
La luz cayó sobre un amontonamiento de hojas, pellejos y pieles que había junto a la
puerta.
—Lo limpiaré, por supuesto —dijo Will.
Rachel se preguntó si era vergüenza lo que detectaba en su voz ante el
descubrimiento de sus hábitos de soltero. El único mueble era una cama, y sólo la
montura, ni siquiera las tiras de cuero para soportar el colchón. No había parrilla ni
atizadores en la chimenea, nada más que un gancho sobre las cenizas viejas.
«Yo misma me lo he buscado. Era yo la que quería aventuras».
Rachel respiró hondo y se negó a dejarse amilanar. Había elegido seguir a su
padre.
—Tendremos que comprar algunas cosas en la ciudad —dijo resueltamente—.
Atizadores para el fuego y…
—Eso sería un despilfarro. No podrán llevárselos a California —dijo Will—. En
vez de arreglar esta habitación, será mejor que se instalen en la mía. Yo mismo
arreglaré la cama. Podemos hacer vida común durante unas semanas.

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Will la miró a ella, no a su padre, esperando una decisión. Su mirada firme no


dejaba traslucir sus deseos. Rachel sintió que le temblaban las piernas cuando él la
miraba de aquella manera y pronunciaba la palabra «cama».
—No vamos a echarte de tu propia casa —dijo el señor Godfroy—, nos
apañaremos con esto, ¿verdad, Rachel?
Pero, con dos zancadas, Will salió y recorrió la galería que separaba las dos
cabañas. No tuvieron más remedio que seguirlo. Detestaba sentirse indefensa, lo
evidente de sus emociones frente al dominio de Will. Había visto la repulsión que le
causaba la cabaña, adivinaba que no era la mujer temeraria y valiente que fingía ser.
La segunda habitación resultó ser el reflejo de la primera, pero había unos
cuantos muebles bastos, además de pucheros en la repisa, que la convertían en un
hogar. Cuatro láminas de cristal habían sido instaladas en la ventana para detener el
viento. Una piel de búfalo sobre la cama la convertía en un cómodo sofá.
—Podemos hacer otra cama —sugirió Will mientras señalaba un espacio vacío
más allá de la chimenea.
—Yo no necesito cama —dijo el padre de Rachel—. Me he pasado la vida
durmiendo en el suelo.
—Voy por leña, el viento es muy frío.
Dejó su hatillo en el suelo y colgó el rifle en los ganchos de madera que había en
el dintel, sobre la puerta. Entonces le sonrió a Rachel y aquella sonrisa le transformó
la cara. Ya no fue una estructura geométrica, las cejas se arquearon dándole
intensidad a sus ojos. El asunto estaba zanjado. Will le había endosado la
responsabilidad de las faenas domésticas. Ella se quitó la capa y la colgó detrás de la
puerta. Se puso las manos en la cintura para que ni su padre ni Will las vieran
temblar. Por primera vez en su vida, era la mujer de la casa.
—Yo volveré al río a recoger el equipaje —dijo el señor Godfroy.
Aquello excluía a Rachel, la mujer de la casa debía atender a sus tareas. Se
arrodilló junto a la leñera y comenzó a seleccionar palitos y leña menuda. Encontró
las cerillas en un tarro tapado de la repisa. El fuego prendió al instante y ella respiró
un poco más aliviada. A su espalda, Will apilaba leña. El asa de un cubo chirrió, la
puerta se abrió y volvió a cerrarse. Will había salido a buscar agua. Debía esperar que
le preparara café y algo de comer.
Un cajón de madera grande había sido adosado a la pared y tenía baldas.
Harina, café, sal, todo etiquetado en sus latas. Un tarro despidió un olor
nauseabundo al abrirlo. Levadura pasada. No podría hacer pan hasta que
consiguiera otra nueva. Will dejó el cubo sobre un taburete bajo.
—Gracias —dijo ella sin mirarlo.
Pero su presencia llenaba el aire y le acariciaba las mejillas. Rachel se dio la
vuelta para reprenderle y lo encontró sentado en el banco, mirándola.
Su padre confiaba en él lo suficiente como para dejarlos a solas. Pero, ¿sabía su
padre que Will había sido un niño rebelde que soñaba con escaparse de casa y ser un

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indio? ¿Que utilizaba un nombre falso? Porque ahora estaba segura. Los años no
habían atemperado su rebeldía. En realidad, ahora que era un hombre…
Las estanterías estaban muy cera de la cama, tan cerca que él podía tumbarla
con facilidad. Rachel forcejeó con dedos torpes contra la lata de azúcar. Will se la
quitó y abrió la tapa atascada. Arrugó la nariz cuando olió la levadura.
—Nunca me acuerdo de refrescar la reciente.
—Haré galletas.
Rachel contempló el fuego. No había horno. Nunca había cocinado en un fuego
abierto, aunque había ayudado a su amiga Faith, que se las arreglaba para alimentar
a seis personas sin horno.
—O mejor tortas.
Si hubiera esperado a los demás para emprender el viaje, ahora estaría con sus
amigas y no con aquel desconocido. Cuando hiciera buen tiempo, Faith, Meggie,
Tildy y ella soltarían los bueyes. Por las noches, la abuela MacIntyre las hubiera
instruido en el arte de cocinar en una hoguera. Pero no, ella estaba demasiado
ansiosa por comenzar su aventura. Decidió ignorar a Will mientras preparaba la
mezcla de harina en la artesa.
—¿Viene su prometido con las carretas?
—No —dijo ella sin apartar los ojos de su trabajo.
De repente se detuvo, si no hubiera sido por la masa se habría llevado la mano
a la boca. ¡Tendría que haber dicho sí! Will no trataría de propasarse si pensaba que
su prometido estaba en camino.
—Señorita Godfroy, no tenga miedo. Se encuentra absolutamente a salvo
conmigo.
Rachel no se fiaba de mirarlo. Cuando confió en sí misma lo suficiente como
para levantar la cabeza, vio que él recogía el rifle del dintel.
—Iré a buscar un poco de carne, su padre necesitará más de una hora para
llegar al río, montar la carreta y encontrar un tiro para volver.
Rachel se dio cuenta de que se había olvidado de la carreta que habían
embarcado por piezas en Indiana.
—Se sentirá más cómoda si salgo.
«Sin la menor duda», pensó ella. Puso el puchero del café en el gancho que
había sobre el fuego. A pesar de la vestimenta montañesa de Will, sus ademanes y
sus palabras delataban la educación de un caballero.
¿Qué debía pensar de que ella temblara por encontrarse a solas con un hombre?
Que era una mocosa, no una mujer que había cumplido los dieciocho la semana
anterior. Lo suficientemente mayor como para tomar esposo, mayor incluso, según
sospechaba, que la señora Brown, que ya se había casado, dado a luz un hijo y
perdido a su marido.

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Se arrepintió de no haberse mostrado más amistosa con la viuda. La última vez


que la había visto, se dirigía a la ciudad con Merri caminando a su lado. Se sirvió un
café y decidió que, en cuanto acabara de instalarse, iría a buscar a Louisa Brown,
necesitaba una amiga con quien hablar.
Fregó la mesa con un cepillo de cerdas, buscó en un cajón de embalaje algún
mantel, pero sólo halló dos trapos del tamaño de pañuelos. Había otra balda sobre la
cama. Rachel se arrodilló sobre la piel de búfalo.
Eran libros de aventuras. Justo lo que ella esperaba de Will Hunter. Novelas de
James Fenimore Copper, la lectura perfecta para un niño que soñaba con ser indio.
Era una tonta al tenerle miedo. Sólo era un niño grande. Y, naturalmente, la Memoria
del capitán Frémont.
El eco de un disparo resonó débilmente colina arriba. El libro de Los Peregrinos.
Rachel se sorprendió, aunque no tardó en recobrarse al pensar que aunque se tratara
de un libro religioso, seguía siendo un relato de aventuras. No había ningún mantel.
El café se había enfriado, pero se lo tomó de todas maneras, si hubiera llegado
su baúl habría aprovecha do el tiempo bordando, tal como le había enseñado la tía
Caroline. Quizá debiera salir a buscar a la señora Brown. Después de tantos días en el
barco, la ropa de Merri necesitaría un buen zurcido. Pero Will apareció en la puerta,
llenándola con sus hombros, más fuerte y alto de lo que ella recordaba.
—Sólo es un conejo, pero tendrá que servir hasta que encuentre algo más
sustancioso.
Will levantó la pieza hacia ella y Rachel se apartó. No tenía la más ligera idea de
cómo aquella criatura peluda se transformaba en comida en la olla. Ocultó las manos
tras la espalda. Will iba a darse cuenta de que no sabía qué hacer, aquellos ojos
azules se iban a burlar de ella…
—Yo nunca… —musitó—. El carnicero se encargaba de esas cosas —añadió en
un tono algo más firme.
No suscitó reacción, excepto que aquella mirada directa y aquella compostura
la enfurecían. ¿Cómo se le ocurría que podía arrojarle la caza a los pies como si fuera
un salvaje? Will le dio la espalda en silencio. A los pocos minutos, el conejo estaba
pelado, limpio y decapitado para que ella no tuviera que contemplar sus ojos
muertos.
—Haré un estofado, aunque si prefiere…
—El estofado estará bien. Encontrará cebollas y unas cuantas patatas arrugadas
en aquel rincón, bajo los tablones. A no ser que las ratas o las ardillas las hayan
encontrado. Pon la mano.
Rachel la apretó aún más fuerte contra sí. Un error, porque eso obligó a Will a
acercarse para dejar caer una cosa peluda y suave en su palma.
—Es la pata trasera izquierda del concejo. Trae buena suerte. Esta noche, le
pasaré un cordón para que pueda llevarla en el cinto.

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A continuación, Will levantó los tablones que tapaban un pozo rodeado de


piedras. Escarbando en un montón de paja, extrajo dos cebollas y tres patatas que se
habían reducido al tamaño de huevos.
—No podemos esquilmar su comida, señor… Will.
—Ya hablaremos de eso después. Su padre está de vuelta. Lo he visto desde la
colina. Llegará hambriento como un oso después de haber bregado con ese par de
mulas.
—¿Mulas?
—Sí, enganchadas a la carreta. Y por el modo en que se encabritaban no creo
que les hayan puesto el arnés alguna vez.
Rachel cortó el conejo y lo puso a cocer al fuego. Preparó la mezcla de harina
para las tortas. Will silbaba en la galería, un sonido despreocupado que parecía
reñido con su comportamiento severo. Olía a grasa y a pólvora, estaba limpiando el
rifle. Un hombre pulcro. Un caballero venido a menos, cuya moral se había
deteriorado. Un hombre culto.
¡Una amenaza! Los hombres refinados sólo vivían en la frontera por un motivo,
buscar problemas. Tenía que haber escapado del este con el sheriff pisándole los
talones. O quizá fuera el padre de la chica a la que había seducido. Rachel se
inclinaba por la segunda razón, Will era muy atractivo.
Un traqueteo de ruedas, el tintineo de los arneses y un grito frenético. «¡So, so!»
Will y Rachel corrieron a la puerta. La carreta corría en círculos por el claro. El señor
Godfroy tiraba de las bridas hacia la derecha, de modo que las mulas giraban en esa
dirección, pero no se detenían. Ni siquiera parecían dispuestas a aminorar el paso.
—¡Agótelas! —gritó Will—. Tiene que agotarlas la primera vez. Hasta que no
puedan levantar la cabeza.
Will se lanzó al carromato, se colgó del portón trasero y se izó a pulso.
—Ya volveremos. Acabe el estofado.
Los dos hombres sujetaron las riendas, a la segunda vuelta consiguieron que las
mulas enfilaran por el camino. Rachel los vio desaparecer en una nube de polvo. La
polvareda se elevó lentamente y dejó ver a una mujer que caminaba hacia la cabaña
con una niña en brazos.
—¡Hola! —gritó la señora Brown—. He visto al señor Godfroy venir en esta
dirección y pensé que os habíais instalado en las afueras.
Dejó a Merri en el suelo, para que trotara durante los últimos metros.
—He encontrado un sitio delicioso en el hostal que el señor Robidoux construyó
para viajeros.
—Me alegro de que ya haya encontrado alo…
—El señor Robidoux se siente muy orgulloso de Saint Joseph. Como ya sabrás,
fue él quien fundó la ciudad. Se mostró muy complacido cuando le manifesté mi
sorpresa. Esperaba encontrar un asentamiento de cabañas de troncos, pero es una

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verdadera ciudad. Edificios de ladrillo y casas encantadoras. ¡Y el juzgado! ¿Lo has


visto? ¡Tiene cúpula!
—Sí, lo he visto. ¿No quiere pasar?
La señora Brown se había detenido en el porche y contemplaba la cabaña.
—¿Esto es del señor Hunter?
—Sí. Amablemente ha permitido que nos instalemos aquí, puesto que nos
acompañará en la caravana. Mi padre lo ha contratado para que cace.
—¡Oh!
«¡Qué desengaño!», pensó Rachel. La señora Brown entró y se dirigió
directamente al cajón de embalaje. Examinó detalladamente su contenido, sin tocar
nada. Luego se volvió a la cama. Era tan baja que tuvo que subirse para ver los libros.
—Muy limpio, para un soltero. ¿Para cuándo esperas a tus amigos?
—No sé exactamente. Para mediados de abril. Así podrán descansar unos días
antes de que crucemos el río.
—Te alegrarás de verlos, imagino —dijo la viuda con una sonrisa tímida—.
Supongo que con ellos vendrá algún joven muy especial para ti.
¿Por qué de repente a todo el mundo le interesaban los pretendientes que
pudiera tener en Indiana?
—Yo no diría tanto —musitó encogiéndose de hombros.
—¡Ningún joven que te acompañe a pasear! ¡Vaya! Me sorprende que no te
ronden como moscas a la miel.
Rachel apartó a Merri del fuego. La niña tomó la pata de conejo y se la metió en
la boca.
—¡No, Merri! —exclamó Rachel, quitándosela—. Will… El señor Hunter, me
refiero, ha matado este conejo hace menos de una hora. Todavía no la he lavado.
—¿Te ha dado la pata él?
La viuda fruncía el ceño y la miraba con la barbilla rozándole el pecho. Rachel
sintió que la acusaba de un pecado horrible por haber aceptado el amuleto.
—Sí. Dijo que traía buena suerte. ¿No le apetece una taza de café?
La señora Brown se sentó con un suspiro y sentó a Merri sobre su regazo.
—Eres muy amable. Desde luego que me apetece. ¿No tendrás por ahí alguna
galleta para que Merri pueda chupar? Le están saliendo los dientes.
—No hay pan de ninguna clase en toda la casa. Pero estaba pelando las patatas
para el guiso —añadió al oír que la viuda volvía a suspirar—. Puedo darle un trozo.
La viuda asintió. Merri aceptó la rodaja de patata y la mascó enérgicamente.
—¿Tiene dinero? —pregunto la señora Brown de improviso.
—¿Quién?

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—¡Cómo que quién! El señor Hunter, por supuesto.


—Yo diría que no. Estaba buscando un trabajo de cazador para el verano. ¿Por
qué cree que tiene dinero?
La viuda hizo un gesto de indiferencia.
—Sólo era una idea. Es alto y se parece mucho a un hombre que conocí en Na…
en una ciudad del río.
¿Había estado a punto de decir Natchez? Eso explicaría su acento suave, el
acento de los ribereños.
—Que gaste dinero no quiere decir que lo tenga —le recordó Rachel.
—Me preguntó cuál será su verdadero nombre.
—¿Y por qué no iba a ser Hunter su verdadero nombre?
Rachel se mantuvo tranquila, pero por dentro le molestaba la suspicacia de la
viuda. La señora Brown tomó a Merri en brazos, la dejó sobre la cama y se subió a
ella para bajar un libro de la balda.
—¡Esto no es decente! —dijo cerrando el libro de golpe.
—¿A qué se refiere?
—A que no es decente escribir un chiste en la Biblia. ¡No señor!
«Lo que no es decente es fisgonear en los libros de Will sin su permiso», pensó
Rachel. Pero la viuda había despertado su curiosidad. ¿Qué habría escrito para que
fuera tan chocante? Algo indecente, ya que la señora Brown tenía los labios
apretados y el ceño fruncido. Se acercó a mirar.
«Dedicado a William Shakespeare por haber prestado toda su atención»
—El hombre capaz de escribir un chiste en la Biblia no merece los desvelos de
una mujer.
La viuda dejó el libro y saltó ligeramente sobre la cama. Merri trató de hacerse
con él, pero su madre se lo arrebató.
—Será mejor que vuelva a la ciudad, ya es hora de que Merri duerma la siesta.
La pequeña había convertido la rodaja de patata en una pulpa que ahora
esturreaba sobre el hombro de su madre. Rachel pensó en invitarla a cenar, pero se
daba cuenta de que sólo había guiso suficiente para tres personas, y dos serían
hombres hambrientos que venían de luchar contra una reata de mulas sin
domesticar.
—Venga a vernos otro día. La próxima vez, dispondré de más provisiones y
podré invitarla a cenar.
—Gracias, pero encontraré hombres más decentes cenando en la ciudad —dijo
mientras titubeaba un momento en la puerta—. En esa caravana, ¿vienen solteros
entre tus amigos?

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—Bueno, está Pete MacIntyre, que construye carros y carruajes. El que lleva mi
padre lo hizo él. También lo desmontó para que pudiéramos traerlo en el vapor.
—¿Y dinero?
Rachel no pudo evitar su desprecio. ¡Qué mujer tan vulgar, yendo al grano tan
directamente!
—Su padre es granjero. Bueno, lo era antes de que vendiera la granja para venir
al oeste.
—¿Cuántos años tiene ese Pete?
—Veintidós o veintitrés.
La señora Brown sacudió la cabeza con tanta energía que los bucles le azotaron
la nariz.
—Tan jóvenes tienden a sentir compasión. ¿No hay solteros mayores, o quizá
viudos?
—El señor Tole es viudo. Su hija Faith se encarga de llevar la casa para él y para
sus hermanos.
—¿Qué oficio tiene?
—Es herrero.
—¿Y cuántos hijos?
—Cuatro. Pero Kit, el mayor, tiene diecisiete y el menor, diez. No hay pequeños
a los que cuidar.
—Sí, pero comerán como caballos. La mujer que les prepare la comida se pasará
la vida en los fogones —dijo, aunque pareció animarse un poco—. Por favor,
preséntame a tus amigos cuando lleguen. Puede que me anime a ir a California. Ven
a visitarme a la ciudad —dijo ampulosamente.
Rachel dejó la Biblia junto a El libro de los Peregrinos, no sin antes echarle otro
vistazo a la dedicatoria. Un chiste, en realidad, un chiste doble. La viuda no se había
dado cuenta porque casi no conocía a Will. El nombre no era tan divertido como el
hecho de que Will se hubiera quedado quieto el tiempo suficiente como para prestar
total atención a algo. A algo tan decente como para dedicarle una Biblia, claro.

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Capítulo 3
Will ató las mulas a un árbol con una cuerda doble. Estaban exhaustas, las
cabezas a la altura de las rodillas, pero se fiaba de unas mulas salvajes lo mismo que
de un oso herido. Había visto algunas que se escapaban cuando su dueño temía que
iban a morir.
Se dejó caer al suelo tratando de respirar, los hombros doloridos. Apoyó la
espalda en un árbol junto a Godfroy, que se había tendido en el suelo cuan largo era.
—Gracias —jadeó Godfroy—. Sabía que eras un buen hombre.
—¿Ah, sí? ¿No es un poco pronto para enjuiciarme?
—Bueno, a esa mujer guapa con la niña la mandaste a paseo sin pestañear. El
hombre que puede mantenerse firme con una frescachona se mostrará firme con todo
lo demás.
¿Firme? Cuando se trataba de mujeres lo que ocurría era que les tenía un miedo
mortal. Ahora que lo pensaba, nadie le había calificado de firme en su vida. Robert y
su padre le decían que era débil e inseguro. Quizá lo hubiera sido, hasta el día en que
vio que el fuego devoraba su manuscrito.
—Tendría que devolver estas bestias a los muelles antes de que se recuperen —
murmuro Godfroy—. El baúl de Rachel sigue en el desembarcadero y, además,
tendría que traer provisiones.
—Hay suficiente para la comida. Rachel está preparando un guiso de conejo.
Godfroy se pasó la lengua por los labios y Will se encontró imitando su gesto.
El desayuno en el barco había sido escaso y hacía horas de eso, el estómago se le
retorcía de anticipación al pensar en una comida decente.
—Supongo que, si nos encargamos cada uno de una mula, podríamos llevarlas
a la cabaña.
Pero las bestias se resistieron, decididas a recuperar la libertad que acababan de
perder. Al final, una se rindió entre protestas ruidosas. Por suerte, Will era más
grande que ella y pudo arrastrar a su obstinada compañera por el camino.
—Gracias por ofrecernos alojamiento —dijo Godfroy—. Rachel se ha criado en
una casa refinada. No digo que no sepa cocinar y coser y cuidar una huerta, su tía le
enseñó todo eso, ya que la madre murió cuando era un bebé.
«Y no supo que tú eras su padre hasta el invierno pasado». Podría haberle
preguntado, pero los misterios preferían desvelarse por sí solos. No había necesidad
de presionar al hombre para que hiciera unas confesiones que podían resultarle
dolorosas de hacer ante un desconocido.
—Haré fortuna en California. Rachel es una belleza que podrá elegir el marido
que le parezca.
—¿La dejará elegir marido?

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—Le haré sugerencias, pero le enoja que los padres sean quienes eligen los
esposos. Su madre se casó con el hombre que su familia había elegido para ella. No
tenía virilidad, por eso ella se volvió hacia mí. El último invierno, el padre de una de
sus amigas encerró a la muchacha hasta que accedió a casarse con un yanqui gordo.
Parte del misterio se había aclarado. La madre de Rachel era la esposa de otro
hombre cuando Godfroy la dejó embarazada.
—¡Pobre criatura!
Will recordó las lágrimas amargas que su hermana pequeña había derramado la
mañana de su boda, con diecisiete años era incapaz de entender nada.
—Bueno, en ese caso todo acabó bien. El yanqui demostró ser un sinvergüenza
y la chica se casó con el hombre que quería. Matt Hull. Los conocerás cuando lleguen
las carretas.
—¿Y quién le recomendaría usted a Rachel? ¿Qué debería buscar en un marido?
—¿Estás diciéndome que quieres que te tenga en cuenta? —preguntó el
trampero con una sonrisa ladeada.
—Su hija es muy bonita —contestó Will evasivamente.
—En el barco, los hombres se amontonaban a su alrededor. Individuos de la
ciudad en viaje de negocios, propietarios de plantaciones con cientos de esclavos, de
todos los tipos. Yo le dije que se asegurara de que su hombre fuera firme y decidido
—dijo con un guiño—. Que dedicara el tiempo suficiente a una cosa como para no
ser un patán. Si un hombre pasa de granjero un año a tendero el siguiente, puedes
estar seguro de encontrar niños con hambre en su cabaña. Todas las riquezas del
mundo no traen la felicidad, eso lo sé, pero sin cierta cantidad de bienes razonable, la
mujer se enfrentará a una vida de hambre y miseria. Le dije a Rachel que encontrara
un hombre con el dinero suficiente para que pudiera vivir cómodamente.
En vez de dirigirse a la cabaña, se desviaron a un bosquecillo donde pudieran
atar las mulas.
—Pero eso fue egoísmo puro —continuó Godfroy—. Rachel es mi única hija, mi
linaje continuará sólo si tiene niños. Quiero que mis nietos estén cuidados. Puede que
las mulas se comporten mejor si las recompenso con un poco de grano. ¿Tienes algo
de maíz o de cebada?
—Sólo harina. La caza es tan buena por los alrededores que ni siquiera he
comprado un caballo.
—Mañana traeremos grano. Hay cinco docenas de bueyes en camino desde
Indiana y cuentan conmigo para encontrar pienso cuando lleguen. Empezaré a
buscar esta misma tarde.
Will decidió que Godfroy era un hombre con quien podía trabajar. Una persona
práctica que no se engañaba a sí mismo. Algún día le confesaría qué motivos tenía
para acompañarle al oeste.
Los platos de estaño estaban sobre la mesa, con los cubiertos colocados en el
lugar correcto. La cabaña olía a guiso de conejo, con el aroma de las cebollas que se

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había reforzado con el almacenaje. Pero había otro, una presencia femenina que no
acababa de identificar. ¿Perfume? No, no se trataba de perfume. Rachel puso el
puchero en el centro de la mesa.
—No he encontrado una fuente de servir, de modo que…
—No tengo. El puchero está bien.
Rachel ocupó su sitio a la mesa, lo que le pareció extraño a Will, ya que las
tortas siseaban y burbujeaban en la parrilla y habría que darles la vuelta enseguida.
Cuando alargaba la mano hacia el cacillo, vio que Rachel juntaba las suyas y se
detuvo.
—Señor, te damos gracias por los alimentos que vamos a tomar. Te
agradecemos que nos hayas traído sanos y salvos. Bendice a todos los de esta mesa,
especialmente a los que nos traen la comida.
—Y a la que la prepara —añadió Will recordando la coletilla de los sirvientes
para la cocinera—. Amén —dijeron ambos.
Rachel le sonrió agradecida.
—Sírvanse —dijo volviendo al fuego.
Will empujó el cacillo hacia Godfroy mientras miraba a su alrededor. No había
pertenencias de la chica a la vista, a excepción de la capa colgada en la puerta. Sin
embargo, la cabaña parecía distinta, como si todo hubiera cambiado sutilmente a
pesar de que nada parecía fuera de su sitio.
Limpiar y cocinar eran tareas de mujeres. Will había supuesto que ella las
asumiría en el momento en que él saliera por la puerta. Sólo los solteros ponían la
olla al fuego o levantaban una escoba. Rachel no era una mujer grande, pero su
feminidad impregnaba cada rincón de la casa. Sirvió las tortas sobre una bandeja de
madera. Bonita, limpia, hogareña. Cuando él hacía tortas, las ponía sobre un plato de
latón o, a veces, se las llevaba directamente a la boca.
—Tampoco he encontrado el cántaro —dijo ella, poniendo un pote de latón
junto a las tortas.
Rachel había calentado la melaza, de modo que caía en un hilillo. Will pensó
que no contaba con aquella complicación. Las mujeres se adueñaban de las casas,
tanto física como espiritualmente. Claro que la casa era el mundo natural de la mujer.
En su propia casa, su madre había sido la reina absoluta cuando le apetecía estar allí.
Con todo, no había imaginado que en un par de horas… masticó un bocado de torta
y se detuvo. Azúcar. Aquel extraño olor femenino era azúcar caramelizada en la
plancha. El olor se hizo más fuerte al meterse la torta en la boca, borrando por
completo el del guiso. Tenía que decirle que no le gustaba el azúcar en las tortas,
pero después de comer. Si quería algo dulce, pedía un pastel. Aunque, con el
segundo mordisco, sabiendo ya lo que podía esperar, no sabía tan mal. Si aquella
mujer era capaz de provocar un cambio tan radical en un instante, tendría que
pensarse detenidamente la posibilidad de tomar esposa. ¿Para qué servía que se
declarara independiente de su familia si se dejaba gobernar por una esposa?

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Rachel vertió otro cucharón de masa sobre la plancha, el olor envolvió a Will.
Las faldas y las enaguas no ocultaban del todo la curva de aquellas caderas. Will
cerró los ojos, pero no podía apartar de sí la fragancia dulce que lo envolvía como
melaza caliente. Rachel, con las faldas y enaguas levantadas a la misma altura que el
vestido de la mujer Pies Negros, enseñaba los tobillos, la curva de la pantorrilla.
Abrió los ojos. ¿Por qué pensaba en ella de un modo tan sensual? La chica no
había hecho nada para seducirlo, al contrario que la señora Brown con aquella
exhibición ridícula de sus pechos. Rachel era inocente. Al quedarse a solas con él,
había tenido miedo. Quizá incluso la más inocente de las mujeres podía ser una
seductora para un hombre que estuviera dispuesto a dejarse tentar. Como aquel
amanecer en el barco… Rachel había invadido su cabaña, su refugio más seguro.
—¿Conoces algún granjero que tenga grano o heno para vender?
Will demoró la respuesta con una cucharada de estofado con el que borró el
sabor de las tortas.
—A una milla hacia el este, hay un hombre, Perry, que tiene heniles detrás del
establo.
Rachel llegó a la mesa con otro montón de tortas, el aroma se adueñó de su
nariz. Will creía que se había deshecho de la telaraña en el barco, pero la hebra se
enredó en tomo a su garganta, acelerándole el pulso. ¡El hilo de plata venía de ella! se
encontraba tan cerca que sólo tenía que levantar el brazo para rodearle la cintura. El
corpiño delineaba su busto. El cuello alto rodeaba una garganta esbelta, de algún
modo su recato resultaba diez veces más incitante que unos pechos grandes y
blancos.
—¿Quieres acompañarme dando un paseo, Rachel? —preguntó Godfroy—.
Quizá haya alguna mujer con la que puedas hablar.
—No, tengo que lavar los platos. Y tampoco podemos acabar con la comida del
señor Hunter. Iré a comprar a la ciudad.
—No vayas sola —dijo Godfroy.
El último bocado de torta se le atragantó a Will. ¡Godfroy iba a pedirle que la
acompañara! Estarían juntos, a solas sin una carabina que le refrenara si le fallaba la
contención.
—Volveré al muelle a recoger tu baúl en cuanto acabemos de comer,
aprovechando que las mulas están demasiado cansadas para rebelarse. Yo compraré
lo que necesitemos.
Will tragó la comida y suspiro. Con alivio, le pareció. Lo que lo pilló por
sorpresa fue el desencanto que sentía. Tenía que salir de allí.
—Y yo me encargaré de buscar algo mejor que un conejo.
Olvidando que compartía el banco con Godfroy, empujó con todas sus fuerzas
para apartarlo de la mesa y a punto estuvo de tirar al suelo al trampero. Sin
detenerse a mirar atrás, tomó el rifle y salió diciendo que no lo esperaran a cenar.

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¡Lujuria! No como la chica de Clarion River, cuando había pensado que tomarle
la mano era un atrevimiento. Nunca le había sucedido nada parecido, al menos
despierto. El corazón le latía como si ya hubiera subido a la cresta de la colina.
Apretó con fuerza el rifle porque le parecía que sus manos se debilitaban mientras
que toda su energía se concentraba en las ingles.
Obligó a sus piernas a moverse, a que conquistara la cuesta. Tenía que
olvidarla. Godfroy lo había dejado bien claro. Su yerno había de ser alguien bien
situado en la vida. Quizá tuviera razón. Sólo un hombre acomodado merecía
disfrutar de una esposa y una familia. Los empleados de la oficina bromeaban sobre
las mujeres de los muelles, mujeres que aceptaban dinero por aliviar órganos
henchidos, el fuego de las ingles. Will nunca había pensado que aquella necesidad…
que debiera tener en cuenta aquel pecado.
Encontró un seto espeso desde el que se dominaba una huella de venados que
bajaba al río. Se metió en él con cuidado para no desgarrarse los pantalones con las
espinas. Antes de sentarse, sacó el diario y el lápiz del bolsillo, preparándose para
una larga espera. No habría nada que acechar hasta que el sol empezara a ponerse.
Nunca había escrito sobre sensaciones sexuales, las palabras le parecían
vulgares, torpes, obscenas. Nada de lo que escribía podía publicarse en su libro, por
supuesto, pero plasmarlo le ayudaba a poner orden en su caos personal. El venado
pasó por su escondite antes de que encontrara eufemismos para sustituir el sucio
argot de su mundo juvenil, las únicas palabras que se le ocurrían. La necesidad de
concentrarse, de atender a la caza, venció a su obsesión con su ardor.
Will destripó al venado en la colina. Bajó abrumado con el peso muerto y tuvo
que detenerse. Las mulas estaban estacadas en el claro, ramoneando la hierba muerta
del último año. No era mucho, pero tendrían que conformarse hasta que Godfroy
llegara con el heno. A través de un hueco entre los árboles, vio que Godfroy
regresaba. Llevaba la espalda doblada, como si cargara con un peso mayor que el del
venado.
—Perry no ha querido venderle el heno —dijo Will en voz alta.
Godfroy era un cazador, no un recolector de hierba y grano. Will se daba cuenta
de que ir de granja en granja no tenía que hacerle mucha gracia. Igual que la
consignación de cifras en los libros mayores era insufrible para él. Godfroy y Will
tenían muchas cosas en común.
El humo salía por la chimenea en volutas lánguidas, recordándole la ninfa que
había tomado posesión de su cabaña. El olor del azúcar tostado le llegó incluso a esa
distancia y una leve excitación lo envolvió como la seda de una telaraña.

Rachel metió el dedo por el agujero del saco de cebada y contempló el rastro de
grano que salía por la galería y continuaba fuera. Una rata, o algún ratón, había
descubierto el pienso. Le dio la vuelta al pesado saco para que no siguiera
derramándose. Cada grano era vital, su padre no había encontrado un solo granjero

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dispuesto a venderles heno. Buscó una aguja y un hilo fuerte, pensando que tenía
que convencer a los hombres para guardar el pienso dentro de la cabaña.
No, era mejor que les hiciera sitio en su habitación. Su padre y ella ya le habían
causado bastantes problemas a Will. Llevaba días lamentando que él les hubiera
ofrecido la suya. Su descontento se notaba en sus ojos recelosos, en la actitud fría con
que la trataba. Sólo hablaba con Rachel lo estrictamente necesario, aun cuando ella
hacía todo lo posible por complacerlo. El día anterior, su padre había comprado un
horno refractario en la ciudad y ella había preparado un pastel. Will ni siquiera se
había dado cuenta. Como de costumbre, engulló su comida en un abrir y cerrar de
ojos y salió con su rifle hacia la colina.
—Hola. Tú debes ser la hija de Godfroy, me dijo que sabías coser —dijo la
mujer que le tapaba la luz—. Soy Hester Perry.
Rachel clavó la aguja en la última puntada, dejó las tijeras en el suelo y se puso
en pie.
—Por favor, pase. Prepararé una taza de té.
Rachel no entendía el desacuerdo entre su padre y el señor Perry, sólo que el
granjero se negaba a venderle ni una sola bala de heno. Tenía que ser amable con la
señora Perry. Hay ocasiones en que las mujeres se ponen de acuerdo con más
facilidad que los hombres.
—No tengo tiempo para meriendas. Tu «padre» quiere comprarnos dos heniles.
—Sí. Está ansioso porque nuestros amigos…
Con un gesto, Hester la hizo callar.
—Lo sé. Nos habló del grupo de emigrantes. No tiene nada que ver con tu
«padre» y lo que es, pero no comprende que el señor Perry aborrece desprenderse de
lo que es suyo. Bien, no culpo al señor Perry por sentirse orgulloso de sus heniles,
pero yo necesito una mujer que sepa coser. Mi hija va a casarse.
¡Un ajuar de boda!
—Sé coser cosas sencillas y colocar mangas y puños. Ayudé a una amiga a hacer
volantes…
—Alice puede ocuparse de su ropa, sin embargo, no ha terminado su edredón
de bodas. El señor Godfroy dijo que tú sabías hacerlo.
—He terminado tres para mí y ocho más con mis amigas. Siempre trabajamos
juntas.
—Eso fue lo que dijo tu padre. Ven a mi casa todos los días, acaba el edredón y
yo te daré el heno. Mi marido no se dará cuenta hasta que empiece a segar este
verano, quizá ni siquiera entonces.
Rachel unió las manos bajo el delantal para contenerse. No debía portarse como
una niña y abrazar a la señora Perry. Si trabajaba todo el día… si los Perry se
conformaban con un dibujo sencillo… podía terminarlo en menos de tres semanas.
Pero no podía dejar sola la cabaña. Había puesto al fuego un asado de venado y

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debía darle vueltas con frecuencia. Todavía tenía que mezclar, extender y cortar las
galletas para hornearlas. Le dijo a Hester que no podía pasar el día lejos de allí.
—¿Hay aquí sitio para un bastidor de colchas? —preguntó Hester, empezando
a dudar.
—Pase, por favor. Tornemos un té. ¿Qué motivo quiere para el edredón?
—La estrella de Belén, pero Alice la llama la estrella solitaria porque su novio es
de Texas —dijo la señora Perry, bloqueando la puerta para inspeccionar la
habitación—. Si lo apartamos todo, supongo que habría sitio, pero éste no es un suelo
adecuado.
—La colcha no estaría en el suelo.
—Pero se te caerá la aguja o el hilo y el edredón se llenará de polvo.
—El señor Hunter tiene pieles de sobra. Las extenderemos sobre el suelo bajo el
bastidor…
—Deja que vea tu trabajo, no quiero precipitarme.
La señora Perry arrastró el pie por el suelo mientras olisqueaba el aire.
—No traje los edredones en el barco, sólo los bordados.
—¡Vaya una pérdida de tiempo! —exclamó Hester con evidente desdén—.
¿Bordados para una chica como tú? Bueno, veámoslos.
Rachel abrió el baúl mientras se preguntaba qué clase de chica le parecía a la
señora Perry. Desdobló el papel blanco que guardaba las cintas y los bordados de lo
que algún día serían los cobertores de su mejor cama. Perry apenas les echó un
vistazo, le dio la vuelta a la tela y estudió la puntada.
—Muy bueno —dijo con un gesto hacia el baúl—. Quita aquella bandeja.
A Rachel le pareció una orden chocante, pero le dejó ver la ropa arreglada en
montones ordenados.
—Bastante bien. Siempre recelo de los mestizos. Tienes un aspecto decente y
hablas bien, además de tener la cabaña limpia —dijo volviendo a restregar un pie—.
Pero la tendencia al salvajismo y al desaliño siempre está presente en la sangre.
Rachel sintió que se quedaba sin aire en los pulmones. ¿Desaliño? ¿Salvajismo?
¡Era una acusación! Rachel se levantó de un salto y levantó un brazo para ordenarle
que se largara. En la puerta estaba el saco de grano, sólo grano. Nada de heno. Los
bueyes hambrientos ya estaban en camino. Bajó el brazo. Hizo un esfuerzo por
mantener el equilibrio entre la fina línea que separa el orgullo de la humildad.
—Mi padre es nieto de François Godfroy, jefe de los miamis. Y el padre del jefe
Godfroy era francés, descendiente del rey de Jerusalén.
—No hace falta que te des esos humos. Nunca lo hubiera adivinado al mirarte,
pero tu «padre» no puede negarlo. Tiene algo de esa mirada taimada de los indios.
Te iría mejor sin él. Podrías encontrar una buena familia y pasar por blanca.

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—Ya he vivido así durante años —«Por desgracia», añadió para sí—. Por eso
voy a California con mi padre.
—Supongo que allí nadie le dará importancia, ya que todos son medio
mestizos. Haré que mi hijo Lem…
La señora Perry bajó la cabeza y torció la boca mientras pensaba.
—No, mi marido traerá el bastidor y el edredón cuando acabe su faena. No es
razonable correr el riesgo de que Lem se sienta tentado por ti. Vendría a babear a tu
puerta todos los días después del trabajo. Te mandaré hilo, pero nada de agujas o
alfileres. Eso tendrás que procurártelo tú misma. Dale a una costurera agujas y
alfileres y no volverás a ver ni la mitad. ¡Y eso con suerte!
—¿Y el heno? ¿Cuando podrá mi padre empezar a cargarlo?
—Cuando vea que avanzas en el edredón y sienta en los huesos que vas a
terminar lo que has empezado.

Una ráfaga de lluvia en el techo pareció anunciar otro chaparrón, pero acabó
convirtiéndose en una llovizna débil. Rachel, inclinada sobre el bastidor, seguía la
fina línea de tiza que marcaba el motivo. La luz era escasa y gris, pero no se atrevía a
dejar de dar puntadas. Ya había pasado una semana. Un ligero chapoteo le recordó
que debía tirar el agua del cacharro que había puesto bajo la gotera. Si se derramaba,
el suelo se convertiría en un barrizal.
La estridente protesta de una mula anunció la llegada de otra carga de heno.
Hubo un murmullo de voces masculinas. Will debía estar ayudando a su padre.
Llegarían mojados y hambrientos, dispuestos a comer.
Rachel clavó la aguja en la puntada y se levantó. Atizó el fuego y puso a
calentar lo que quedaba del pastel de zanahoria. Era un triste remedo de pastel, pero
no había encontrado nada más, aparte de unas manzanas secas. Con pan y venado
frío, servirían para cenar.
El enguatado le dejaba muy poco tiempo para cocinar, sólo cuando se hacía
demasiado oscuro como para ver el trazo de tiza lo dejaba. Además, pasaba las horas
pelando verdura, amasando, cociendo y asando, carne, patatas y pan, tareas que la
obligaban a estar constantemente junto al fuego. Aquella noche iba a hervir la última
pieza de venado con una cebolla y lo que restaba de las zanahorias. Al día siguiente,
cubriría las sobras con bolas de harina hervidas.
Para su satisfacción oyó los gualdrapazos de los abrigos al ser sacudidos. Por
dos veces habían entrado su padre y Will cubiertos de vilanos, pajas y barro, lo que la
había obligado a limpiar concienzudamente la habitación. Asombrada, se daba
cuenta de que aceptaban sus órdenes como niños vergonzosos. Desde entonces, se
limpiaban con mucho cuidado antes de entrar. Rachel sonrió cuando se abrió la
puerta. Apareció Will, que llevaba un gran pez por la agalla.
—Hoy no había caza, pero he tenido suerte en el río.

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Rachel asintió mientras se tragaba su desconcierto. Si se quejaba, las relaciones


con Will empeorarían aún más. Pero, un pez para cocinar. ¡Lo que le faltaba! Una
sartén apestosa y grasienta que tendría que lavar.
—Nos mantienes bien abastecidos —dijo.
Ensanchó la sonrisa con la esperanza de trasmitirle gratitud y no la angustia
que sentía. Hubiera sido bonito que él se la devolviera, pero su cara permaneció
tensa. Will le dio la espalda y extendió las manos hacia el fuego. Su padre se agachó
frente a las llamas y empezó a quitarse los guantes mojados. Rachel se dio cuenta de
que tenía que detenerse de lo mucho que le temblaba todo el cuerpo.
Rachel se dio la vuelta y se permitió un gemido de exasperación. El pescado era
demasiado grande para la sartén. Ya había utilizado toda la harina para hacer el
pastel, lo que significaba que tendría que freír tocino salado para poder cocinar el
pescado. Al levantar la sartén, se hizo daño en los dedos magullados y la soltó sobre
la plancha con mucho ruido. Will se movió. Con el rabillo del ojo vio que
inspeccionaba el edredón. «Supongo que ahora empezará a decirme qué he hecho
mal».
Las lágrimas pugnaban por salir. El enfado de Will, sus brazos cansados y sus
dedos magullados, ¡aquel pescado horrible! «Tú querías aventuras. Para eso hay que
sufrir».
—¿Ya está aquí todo el heno? —preguntó cuando logró contener el llanto.
Will no respondió. Su padre parecía absorto tratando de calentarse.
«Will pasa el día fuera, cazando o pescando». Era otro modo de decir que él
podía salir a jugar mientras que a ella nadie la ayudaba a limpiar o a cocinar mientras
que tenía que coser para pagar el heno. Su padre se aclaró la garganta.
—Hemos acabado con el primer henil —dijo entre toses—. Casi hemos salido a
golpes con Perry cuando nos ha descubierto en su tierra. Pobre hombre, tiene una
esposa que hace tratos y ni siquiera se digna a decírselo. Mañana, si el tiempo
escampa, acabaremos.
—A mí me queda un poco para darle la vuelta al bastidor y poder guatear por
el otro lado.
—La señora Perry nos ha preguntado qué tal ibas —dijo Godfroy entre
temblores.
La señora Perry no parecía comprender el tiempo que hacía falta para guatear y
coser. Y Alice se había empeñado en que hubiera flecos de plumas en los bordes.
Rachel daba gracias al cielo por aquella lluvia que evitaba que la señora Perry fuera a
verla todos los días para sermonearla con el significado de la diligencia. Mientras
cortaba el cerdo salado, Will volvió junto al fuego. Los dos hombres chorreaban
agua. Se alegró de haber frotado el suelo con petróleo el primer día de lluvia. Se
arrodilló para echar el cerdo en la sartén y sintió la humedad a través de la falda y las
enaguas.
—Aquí te estorbo —dijo Will de repente.

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Rachel oyó que levantaba el pestillo, salía y cerraba de un golpetazo.

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Capítulo 4
—Padre.
Godfroy estaba acurrucado junto al fuego. Asintió para que viera que la
escuchaba.
—Creo que deberíamos buscar un sitio en la ciudad. Will se muestra muy
reservado, creo que se arrepiente de…
—Será difícil encontrar un sitio lo bastante grande para el bastidor.
—Acabaré con el edredón dentro de una semana, si trabajo todas las horas de
luz —dijo ella.
—Yo… voy a darle a Will… el puesto de cazador.
Godfroy se pasó la mano por la frente y sacudió la cabeza como si quisiera
aclararse los ojos de la lluvia.
—Estás temblando, padre. Ponte ropa seca.
Rachel empezó a limpiar y cortar el pescado. Godfroy se desnudó frente al
fuego hasta quedarse en calzones. Cuando ella acabó de rebozar el pescado con
harina de maíz, Godfroy ya se había puesto los pantalones y la camisa.
—A Will no le importa que tú organices la cabaña. Le gusta hacer que te sientas
cómoda.
Aquello la sorprendió tanto que estuvo a punto de dejar caer un trozo de
pescado al fuego.
—¡Pero si apenas me dirige la palabra! Siempre es frío e indiferente, por mucho
que me esfuerce, come menos que un pajarillo y sale corriendo.
—No es indiferente. Está en la edad en que los muchachos más piensan en las
mujeres, le resulta muy difícil estar junto a ti. ¿No te has dado cuenta? A mí me lo ha
dicho.
—¿Cómo?
¿Habían hablado de los anhelos masculinos? La habían mencionado a ella
como… hembra. La piel le hormigueó como si un animal viscoso la hubiera rozado.
—Will pensó que yo acabaría dándome cuenta. Me prometió que jamás haría
nada indecoroso. Contigo, me refiero.
—¿Pero sí con las mujeres de la ciudad?
La señora Brown. ¿Ella sería capaz de recibir a un hombre en su cama y dejar
que le hiciera lo que hacían los hombres después de casarse?
—Eso no es asunto tuyo. A todos los jóvenes les gusta echar una cana al aire.
Sin embargo, Rachel se lo imaginaba con Louisa Brown, aunque la escena no
pasaba de los besos porque ella no estaba muy segura de qué ocurría a continuación.

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—Will es un hombre hecho y derecho, un buen hombre que trata de evitar a


una mujer respetable que enciende su pasión. Eso es decoro. Espero que tú se lo
agradezcas y no te quejes.
—Sí, padre.
—No le hagas mucho caso. Dale de comer y déjalo tranquilo.
—Sí.
Por supuesto que sí. Ahora ya lo sabía. El pescado salpicó grasa al fuego. No
tendría que sonreírle, ni siquiera mirarlo más de lo necesario. El deseo debía freír a
los hombres como la grasa aquellos trozos de pescado, arrastrando con ellos a las
mujeres que conseguían llevarse a la cama. Rachel se preguntó si a sus padres les
había pasado lo mismo. Su padre, aquel extraño, ¿había hervido y se había retorcido
de lujuria? ¿Había abrasado a su madre al abrazarla? ¿En eso consistía la pasión?
Apenas podía respirar. Recordó la promesa que había hecho a su círculo de
amigas mientras cosían, que sólo se casaría si la consumía una gran pasión. ¡Qué
tontería! Había confundido pasión con amor. La pasión no tenía grandeza ni cariño,
sólo fuego. Sus llamas nacían en la lujuria más sórdida, no en los sentimientos puros.
La puerta se abrió. Will entró acompañado de una ráfaga de aire húmedo. Se
había cambiado de ropa. Rachel se dio cuenta de que se encontraba desnudo en el
mismo momento en que ella pensaba en la pasión… Tuvo que esconder la cara para
que no la viera sonrojarse.
—La cena estará enseguida.
Will volvió a examinar la retalera, pasando un dedo por la parte inacabada.
Rachel rezó para que tuviera las manos limpias. Puso la última tanda de pescado en
la sartén y se las arregló para limpiar y poner la mesa sin cruzar la mirada con él.
—La estrella del cazador —dijo él, pasando la mano por la miríada de
diamantes que formaban el motivo central.
Rachel se preguntó si esperaba una respuesta. Pero no era una pregunta directa,
de forma que fingió no haberlo oído. Sirvió pan y un tarro de mantequilla. Cortó una
loncha de queso, muy fina, y la puso sobre la corteza caliente del pastel. Mantener los
ojos apartados de él era agotador, no se había dado cuenta de la frecuencia con que lo
miraba. Se preguntó si no le habría sugerido con algún gesto descuidado que estaba
dispuesta a recibir sus atenciones. El escote y los modales mimosos de la señora
Brown eran claramente incitantes, pero quizá hubiera gestos más sutiles en el juego
del sexo. Gestos que ella no comprendía. Su sentimiento de culpa desapareció en un
estallido de furia. ¡Will no tenía ningún derecho a criticarla si no se tomaba la
molestia de advertirle qué hacía mal!
Comieron en silencio. A Rachel le repugnaba el mero aroma de los alimentos.
Todavía tenía que fregar aquella desagradable sartén y raspar jabón en agua caliente
para lavar todos los platos y los cubiertos. Su padre sólo comió a medias.
—¡Por los dioses! Es como si no pudiera entrar en calor.

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Se levantó bruscamente. Trató de sujetarse a la mesa y volver a sentarse, pero


falló y aterrizó en el suelo. Rachel lanzó un grito de alarma, pero cuando llegó a su
lado Will ya lo había levantado y lo ayudaba a sentarse en el banco. Le puso la mano
en la frente.
—Está ardiendo de fiebre. Godfroy, ¿por qué no me ha dicho que se sentía
enfermo? Me hubiera encargado de la última carga de heno.
—No estoy enfermo, Sólo tengo frío —dijo mientras temblaba violentamente.
—Tiene fiebre, eso es lo que le hace sentir frío.
—Yo nunca tengo fiebre.
—Ayúdeme a llevarlo a la cama —dijo Rachel mientras retiraba las mantas—.
Túmbate, papá.
—No, mejor que extiendas mis mantas delante del fuego, necesito entrar en
calor y dormir un poco. Estaré mejor por la mañana.
Will lo llevó a la cama del rincón sin mucha delicadeza.
—¡A la cama, cabezota! ¡Está enfermo!
—Que no, que sólo es un poco de frío. Me he debido enfriar trabajando bajo la
lluvia.
Will lo empujó a la cama. Rachel se arrodilló y le quitó los mocasines. Will le
levantó las piernas y las puso sobre la cama. Godfroy trató de resistirse, pero acabó
rindiéndose con un suspiro.
—Voy a prepararle una taza de té con azúcar —dijo Rachel.
—¿Crees que estoy enfermo?
—Sí —contestó ella sin detenerse.
—Los animales salvajes, cuando están enfermos, se acurrucan en un sitio
caliente y beben agua —murmuró Godfroy como si hablara para sí mismo—. Pon
mis mantas junto al fuego y tráeme agua.
—Se quedará donde está —dijo Rachel.
—Yo no estoy tan seguro. ¿Hay que alimentar el resfriado y matar de hambre la
fiebre o era al revés?
—Me parece que lo primero.
—Tráeme agua —ordenó Godfroy—. ¿No te da vergüenza repetir consejos de
viejas a tu edad? He visto que los perros comen hierba cuando se sienten mal, pero
no sé qué hierba es —dijo, arreglándoselas para reír.
—¿Hierba? —repitió Will.
—¡Claro! —exclamó ella, encantada de poder pensar en algo lógico—. La abuela
MacIntyre recogía hierbas y se las daba a los enfermos.
—La abuela MacIntyre no está aquí —le recordó su padre—. Ni tampoco su
colección de hierbajos. Las dos vienen en las carretas.

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—Pero me acuerdo que, para la fiebre, preparaba una infusión de corteza de


sauce.
—Hay un bosquecillo de sauces en la ribera —dijo Will—. Voy a traer un poco.
—Se calará hasta los huesos. ¿No oye la lluvia en el tejado? —preguntó Rachel.
—Me podré la ropa mojada.
Will salió antes de que ella pudiera contestar.
Rachel puso unas hojas de té en un pote y la llenó con agua hirviendo. Le habría
gustado tener una tetera para preparar más de una a la vez porque Will iba a
regresar con frío. Cuando se hubo templado la infusión, quitó las hojas con una
cuchara. Godfroy se incorporó al verla acercarse, pero se puso pálido y volvió a
dejarse caer con un gemido.
—¡Dios mío! ¡No lo sabía! —susurró él.
—¿Qué padre?
—Lo que es caer enfermo. Me temo que nunca he sentido piedad por los que lo
estaban. Una vez le chillé a mi socio para que dejara de gimotear. ¡Oh, Dios mío! Si se
sentía como yo, no me extraña que no quisiera moverse en todo el día.
Rachel lo ayudó a sentarse y le hizo tomar tres sorbos de té. No consiguió más.
—Déjame tranquilo. No sirve de nada que me atosigues.
Rachel se distrajo fregando y frotando la sartén con arena antes de enjabonarla.
¿Dónde se había metido Will? Por dos veces había hervido el agua para la infusión
de corteza, pero Will no aparecía y la lluvia sobre el tejado sonaba más fuerte que
nunca.
—Voy a salir, padre. Tengo que vaciar el cacharro de la gotera.
Godfroy asintió. La olla no estaba llena, pero le proporcionaba una excusa para
echar un vistazo a través de la cortina de agua que caía del techo. Nada.
Volvió a sentarse junto al enfermo, acariciándole la frente, tensa y con el oído
alerta. Dio un respingo cuando oyó la puerta y una mano sin cuerpo apareció desde
la oscuridad con un puñado de cortezas.
—Toma. No quiero encharcar el suelo.
Rachel estuvo a punto de reírse de Will cuando se reunió con ellos, parecía un
perro de lanas que se hubiera caído al río. Godfroy no podía sujetar el pote mientras
ella lo mantenía incorporado. Will ayudó sin que se lo pidiera.
—Yo lo desvestiré —dijo.
Rachel echó otro puñado de cortezas en una jofaina y las cubrió con agua
hirviendo, concentrando toda su atención en el fuego hasta que, con el rabillo del ojo,
vio que Will tapaba a su padre hasta el cuello. Jadeaba y tenía la cara gris por el
esfuerzo de desnudarlo. Rachel se dejó caer en el suelo junto a la cama. Volvió a
acariciarle la frente y le tomó la mano bajo la manta.
—Levántate un momento —le pidió Will.

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Rachel obedeció. Will extendió un cuero sobre el suelo y la abrigó con la piel de
búfalo. Le dio las gracias. Will podía ser muy considerado, cuando quería. Godfroy la
despertaba con sus gemidos cada vez que se adormecía. Will se había tendido sobre
el petate junto al fuego, pero Rachel no vio que durmiera. De vez en cuando se
levantaba para echar leña a la lumbre y preparar una infusión tras otra que ella hacía
tomar a su padre con una cuchara.

Rachel se quedó dormida cerca del amanecer, pero después se arrepintió


porque soñó que la señora Perry estaba en la puerta exigiéndole el edredón. De algún
modo se habían soltado todas las puntadas y había que empezar otra vez desde el
principio. Se levantó empapada en el sudor frío del miedo.
—¿Dónde está Will? —susurró su padre.
Rachel cerró los ojos un momento. El petate junto al fuego había desaparecido,
el cubo de agua también.
—Ha salido a buscar agua.
Godfroy suspiró y tragó saliva con dificultad. En el momento en que se abrió la
puerta trató de incorporarse; sin embargo, lo pensó mejor y se conformó con levantar
una mano para llamarlo.
—Ven aquí. Will, ¿cuál es tu verdadero nombre?
Will, ocupado en dejar el cubo sobre el banco, volvió la cabeza sorprendido. Sin
embargo, se las compuso para mantener el rostro sereno.
—Mi abuelo vino a América desde Alemania, su apellido era Jäger que significa
cazador. Sólo me he limitado a traducirlo al inglés.
—¿Por qué? ¿Tienes problemas con la ley?
—No. Pero me parece que un apellido inglés es más apropiado para vivir en
América. No soy ningún criminal fugitivo, no me busca ningún sheriff ni he
abandonado a ninguna mujer, lo juro.
—Me estoy muriendo. No quiero… que Rachel vuelva con sus tíos… Cásate con
ella.
Rachel sintió que el suelo se estremecía bajo sus pies. Sin embargo, Will
consiguió mantenerse inmóvil durante aquel terremoto. Le puso la mano en la
barbilla y le levantó la cara hasta que sus ojos se encontraron. Los de Will eran
pálidos, apenas azules en aquella luz, inexpresivos. No, allí había una pregunta, un
atisbo de preocupación. ¿Tenía que casarse con él?
—Voy a buscar un médico en la ciudad. Él sabrá qué hacer con la fiebre.
—No… no necesito ningún maldito médico.
De alguna parte, Godfroy pareció sacar la energía suficiente como para levantar
la cabeza y apoyarse sobre los brazos.

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—Será un ladrón que cobrará dinero por matarme. Sé morirme sin ayuda. Pero
ve a buscar a un predicador y tráelo aquí. Rachel tiene que quedar a buen recaudo.
Godfroy trató de volver despacio a la almohada, pero había agotado sus fuerzas
y simplemente se derrumbó. Tenía los ojos en blanco, luchaba por respirar. Rachel
trató de hablar para replicar a sus palabras, pero sólo podía sollozar. Apoyó la oreja
contra su pecho, el corazón le latía regularmente, la respiración seguía entrecortada.
—No lo haré a menos que Rachel esté de acuerdo —dijo Will.
—¿Hija? —preguntó Godfroy con una voz apenas audible.
—Sí. Sí. ¡Por supuesto!
¡Lo que él quisiera! Nada importaba, excepto la necesidad de aliviar el dolor
que contraía su rostro, el miedo que relucía en sus ojos.
—Sí, me casaré con quien usted diga.
El corazón redobló sus latidos en aquel pecho. ¿Un redoble de muerte?
—Date prisa, Will.
Will le puso las manos sobre los hombros para apartarla de su padre, pero ella
lo empujó.
—Corre, ve por el predicador —dijo Rachel sin siquiera mirarlo, sin darse
cuenta de que lo tuteaba.
Will desapareció.
—¿Quieres que rece, papá? ¿Que te lea la Biblia?
—Sólo agua.
Al levantarse, la falda se enganchó y se desgarró. Pero no tenía tiempo para
pensar en eso. Le dio infusión de corteza exprimiéndola de un trapo en su boca.
Godfroy tragó unos cuantos sorbos diminutos y tosió, exhausto. Rachel se arrodilló a
su lado y juntó las manos.
—Padre nuestro…
—Ahora depende de ti, Rachel. El heno y las provisiones…
—No hables, padre.
—No debería… haberte traído.
Le pesaba su trabajo inacabado, lamentaba dejar en aquella situación a la hija
que había sacado de una casa confortable y segura para arrastrarla a la frontera,
donde no tenía ni amigos ni familia.
—Todo estará listo para cuando lleguen las carretas —dijo ella tan alegremente
como pudo—. Y ya verá cómo para entonces se habrá curado.
Trató de sonreír, pero sólo consiguió una mueca.
—Will te ayudará… El dinero…
¿Dónde estaba? No podía comprar provisiones sin dinero.

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—¿Dónde?
—En la bota.
—¿En su bota?
Godfroy asintió débilmente. A duras penas conseguía respirar.
—Déjame morir —dijo lentamente—. Sigue con la colcha.
—No. Ahora no podría dar una sola puntada decente.
Puso una mano sobre la frente que parecía arder. Buscó un trapo, pero los había
ensuciado todos limpiando la noche anterior. Godfroy gimió. Rachel se levantó la
falda, desgarró la enagua y empapó el trozo en agua fría.
—¡Ah, qué bien! —musitó él al sentir que le refrescaba la cara.
Rachel recordó que su tía Caroline le había puesto compresas en la frente
cuando cayó enferma de sarampión. Las sujetó con la mano mientras apoyaba la
cabeza junto a la de él.
«Padre nuestro, perdónalo, mamá y él no hicieron nada malo. Sólo se
enamoraron. Si papá pudiera reunirse con ella, ir al cielo y encontrarla
esperándolo…»
Una voz masculina carraspeó. Will hizo pasar a un hombre bajo con una barba
larga y descuidada. Llevaba una levita de faldones largos y cubierta de lamparones
de grasa. Rachel recordó que, con aquel tiempo, poca gente de Saint Joseph podía
darse el lujo de lavar la ropa y mucho menos asearse.
—Es el reverendo Kraft.
—¿Esta es la novia?
Rachel asintió mientras se levantaba.
—Quítate el delantal, muchacha. ¿No vas a vestirte para la ceremonia?
Sólo tenía un traje de presentable, pero estaba en el fondo de baúl. Sin embargo,
el aspecto y la respiración trabajosa de su padre le hicieron sacudir la cabeza. Qué
distinto era todo aquello del vestido de brocado, del velo ribeteado de oro con que
soñaba la tía Caroline.
—¡Un momento!
Guardaba un paño dorado en la bandeja superior del baúl, tan fino que la luz se
filtraba a través de él. Rachel lo dobló en diagonal y se lo ató sobre los hombros.
—Perteneció a mi abuela. Me lo mandaron mis primas de Virginia para que me
lo pusiera el día de mi boda.
—¿Tenemos anillo? —preguntó el reverendo.
—No —explicó Will—. No ha habido tiempo.
—¡Sí! —jadeó una voz que los hizo volverse a todos—. ¡En mi bolsa!

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Rachel dejó que Will rebuscara y al ver un anillo de oro en su palma se


preguntó si habría sido de su madre. ¿Acaso Godfroy se había pasado la vida
esperando una boda imposible?
—Queridos hermanos… —comenzó el reverendo.
«¿Qué estoy haciendo? Es lo mismo que hizo mi madre, casarse con el hombre
que designó su familia».
Temblando bajo el pañuelo dorado, atenta sólo a la respiración entrecortada de
su padre, ni siquiera fue consciente de las promesas que hacía.
—Di, sí quiero, muchacha —dijo el reverendo.
Rachel lo dijo. Sintió el frío del anillo en el tercer dedo de la mano izquierda.
Will repitió las mismas palabras, parecían tan familiares que bien podían ser un eco
en su mente.
—Yo os declaro marido y mujer. Puedes besar a la novia.
Sintió las manos de Will sobre sus hombros, sus labios la rozaron, suaves y
cálidos, sólo un instante. Sin embargo, tuvo tiempo de darse cuenta de que aquel
beso, su primer beso, ponía fin a su adolescencia. Ahora era una esposa.
—¿Quieren que vaya a buscar al doctor MacDonnald? —preguntó el reverendo
antes de escupir un salivazo de tabaco al fuego—. A este hombre hay que practicarle
una sangría y administrarle una purga. Eso le facilitará la respiración.
Godfroy se negó con una sacudida de la cabeza. La compresa cayó sobre la
almohada. El calor de la fiebre había secado el trapo. Rachel lo mojó una vez más. El
trozo de enagua retorcido ya no le cubría toda la frente y los flecos chorreaban.
—Nada de médicos —jadeó Godfroy.
—No permitiré que entre ninguno en esta cabaña —le prometió ella.
Will se arrodilló a su lado, le quitó el trapo de las manos y lo arregló hasta
formar un rectángulo compacto.
—¿Van a dejar que este hombre muera sin un médico?
¿Por qué seguía allí el reverendo?
—¿No ha oído que no quiere ningún médico? —gritó ella.
Will se levantó. Rachel oyó el tintineo de unas monedas. Había olvidado
pagarle al reverendo por oficiar la ceremonia. La puerta se cerró con un golpe.
—Godfroy —dijo Will cuando estuvieron solos—. ¿Me da permiso para traer a
una curandera india? Es una mujer sabia de los pottawatomi, la gente de los
alrededores la llama Mujer Gris.
Godfroy cerró los ojos y se aferró a la manta. ¿Era verdad que los moribundos
se agarraban a sus mantas? Rachel le tomó la mano y vio sorprendido el brillo del
anillo en su dedo. Su padre tenía las manos fláccidas. Rachel trató de reunir fuerzas
para el momento final. Godfroy movió los labios tratando de hablar, pero, al final se
limitó a hacer un gesto afirmativo con la cabeza.

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—Voy a buscarla. Aguante un par de horas, Godfroy. Dos horas nada más, ¿me
oye? Vive al otro lado del río. Tendré que mandar al balsero a buscarla.
Rachel contemplaba el anillo. No quería estar casada con Will Hunter, o como
se llamara. Había visto cómo se apareaban los perros, cómo las hembras trataban de
escapar de la sujeción del macho. ¿Era lo mismo entre hombres y mujeres? Quizá
Will sintiera pasión por ella, pero Rachel no tenía otra cosa que miedo en el corazón.
Se levantó para mojar la compresa y tropezó con un jirón de su falda. Se había casado
con un vestido hecho jirones.

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Capítulo 5
Una brisa que olía a primavera acariciaba la tierra. Las yemas verdes cubrían
los sauces. Una semilla alada de arce flotó rozando el hombro de Will. La primavera.
Era amargo que Godfroy tuviera que morir en un día así.
—¿Siguen los pottawatomi acampados en la otra orilla? —le preguntó al
propietario de la balsa.
—Ajá —dijo el hombre con un lado de la boca y sin mover siquiera la pipa.
Will sacó dos monedas y le pidió que fuera a buscar a Mujer Gris. El barquero le
dijo que el doctor MacDonnal acababa de llegar, pero no le quitaba el ojo a las
monedas. Evidentemente, estaba dividido entre la posibilidad de embolsárselas y las
ganas de seguir holgazaneando al sol.
—Godfroy no quiere un médico blanco, cree que sólo cobran por matar más
deprisa a los enfermos.
—Ninguno de mis negros habla la jerga de los pottawatomi.
Sin embargo, se levantó e hizo una seña a los esclavos. Se guardó las monedas
antes de subir a la balsa. Will los vio alejarse, avanzaban en la corriente crecida a
fuerza de remos. Tardarían más de una hora en volver, y eso contando con que el
campamento de los indios se encontrara cerca del río.
Will se dio cuenta de que ahora tendría que llegar hasta California, Rachel
Godfroy se había convertido en la señora Hunter. «Mi esposa, Rachel». Tendría que
escribirle a su hermano en Pittsburgh.
Puesto que la espera iba a ser larga, se encaminó hacia el edificio de ladrillos del
hotel Robidoux. Si Rachel y él volvían algún día a Saint Joseph se alojarían ahí.
Quizá, dentro de algunos años, Robert y él pudieran reunirse en esa misma ciudad.
Robert tendría que abandonar su papel de hermano mayor que trataba de controlar
al rebelde de la familia. Se preguntó si Robert se negaría a reconocer a Rachel. Para
entonces, era posible que ya tuvieran un hijo. Will se detuvo frente al hotel. ¡Un hijo!
Eso sería un problema, una carga para un hombre que soñaba con cazar tigres en la
India. Bueno, quizá pudiera dejar a la madre y al niño al cuidado de Godfroy. Lo
malo era que Godfroy estaba agonizando.
El acto de engendrar un hijo ya no era un sueño, ahora habría una mujer de
carne y hueso en su cama. Hizo una mueca. Considerando la inocencia de Rachel, y
la suya, la noche de bodas iba a ser más torpe que satisfactoria. Además, Rachel se
encontraría destrozada por la muerte de su padre. En consideración a ella tendría
que posponer el ritual hasta que se recuperara, quizá hasta que comenzaran el viaje.
Hasta que él consiguiera reunir el valor suficiente. Sonrió y la sonrisa le calmó los
nervios.
—Hola, señor Hunter.

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La señora Brown estaba asomada a una de las ventanas del edificio. Will se
levantó el sombrero e inclinó levemente la cabeza, lo justo como para que pudiera
pasar por un saludo.
—Espero que se encuentre bien —añadió ella.
—Yo sí, pero el señor Godfroy está consumido por las fiebres. Hay pocas
esperanzas de que se recupere.
Aquel busto blanco surgía por encima del encaje negro del corpiño y ocupaba
todo su campo visual.
—Y ha venido a la ciudad a buscar al médico.
—No, no quiere médicos. He mandado a buscar a la curandera pottawatomi, a
Mujer Gris.
—¡Una india! —exclamó ella llevándose una mano a la piel resplandeciente de
los senos—. Pero, claro. Al fin y al cabo, Godfroy también es mestizo. Tiene sentido.
Will no podía seguir aquella lógica, quizá la exhibición de aquella piel blanca lo
distraía. Decidió mantener los ojos fijos en su rostro, pero su visión periférica seguía
las subidas y bajadas de aquel busto.
«La señora Brown es una mujer con experiencia que trata por todos los medios
de conquistar un marido. Es posible que, a cambio de dinero, me enseñe cómo
hacerle el amor a Rachel».
El sexo fuera del matrimonio era un pecado, tener esposa y acostarse con otra
mujer era adulterio, un pecado aún mayor. Sin embargo, ¿no debía adquirir
experiencia antes de meterse en la cama con su esposa?
—Esto… Tengo asuntos con Robidoux —balbuceó él.
—Con todo, me alegro de verlo tan bien —dijo ella con una amplia sonrisa.
Robidoux le hizo sitio en su propio escritorio para que escribiera una carta que
resultó mucho más breve de lo que había imaginado. Las frases que anunciaban su
matrimonio hubieran debido ocupar muchas páginas, pero allí estaba la verdad
desnuda, se había casado con una joven que se llamaba Rachel Godfroy, cuyo padre
era mitad indio Miami y mitad francés. Era preciosa, con grandes ojos y pelo castaño.
Se había educado en una casa culta, la había criado su tía, una mujer blanca. De
ninguna manera supondría un desdoro para la familia. Will dobló la hoja dos veces,
en la cara exterior escribió el nombre de su hermano y lo dirigió a la sede de la
compañía en Pittsburgh, Pennsylvania. Dio por terminada la carta con una gota de
lacre.
Desde la oficina de correos vio que la balsa regresaba. Corrió hacia el
embarcadero con ganas de gritarle a todo el mundo que se había casado. En dos o
tres semanas, su familia celebraría una reunión secreta. Se retorcerían de dolor por la
oveja negra, pero acabarían descartándolo como si se tratara de una mercancía que se
hubiera echado a perder. Robert retiraría su invitación de que volviera. Sin embargo,
esa otra carta nunca acabaría en manos de Will, cuando la recibiera en Saint Joseph

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iba a estar camino de California con Rachel, que era hermosa, aventurera y que le
hacía hervir la sangre cada vez que la miraba.

Un chal desmesurado, negro y verde, cubría la cabeza y los hombros de la


mujer. Por debajo, asomaba una falda de franela roja. Rachel pensó que se trataba de
una india civilizada en la misión, hasta que Mujer Gris se bajó el chal. Se sujetaba la
enagua roja un poco más abajo de las axilas. Rachel hizo como que no miraba. La
mujer dobló cuidadosamente el chal y lo dejó en el rincón que había entre la
chimenea y la pared.
Junto a ella, la mujer extendió unos dedos nudosos hacia el calor. Desató el
cinturón de la enagua y la dejó caer. Debajo llevaba un vestido de ante que le llegaba
justo por debajo de la rodilla.
La mujer empezó a curiosear entre las ollas y sartenes hasta que encontró la
infusión de cortezas e hizo una mueca de disgusto y desaprobación. La mujer se
acercó a la cama y dijo unas palabras que Rachel no comprendió. Godfroy le
respondió, por lo que supuso que debía conocer aquella lengua. Mujer Gris retiró la
piel de búfalo que cubría su cuerpo casi desnudo.
—¡No! —gritó Rachel—. Debe mantenerse abrigado.
La mujer no se inmutó. Will sujetó a Rachel y la obligó a quedarse a su lado. La
curandera se inclinó sobre Godfroy y le pasó la nariz desde la boca y las orejas hasta
los pies. Le apretó con un dedo por todo el cuerpo y le hizo darse la vuelta para
golpearle la espalda.
—Estoy seguro de que sabe lo que hace —susurró Will.
La india estiró los miembros de Godfroy, lo tapó y le dejó los brazos cruzados
por fuera y sobre el pecho. La postura recordaba horriblemente a la de un muerto. La
curandera se arrodilló a su lado y comenzó a canturrear.
—¿Está rezando? —siseó Rachel.
Will se encogió de hombros. La curandera cerró los dedos en torno a las
muñecas del enfermo, le palpó los brazos, los dedos y, por último, abrió una mano
sobre su cara. Se sentó sobre los talones, al parecer el examen había concluido.
—Maldito no morir, quizá —dijo.
Rachel, tensa, con una ansiedad nacida de la ignorancia, se libró de Will.
—¡Sácala de esta casa! Dile que se vaya y ve a buscar al médico.
—Sólo intenta ayudar.
Will la sujetó con más firmeza y utilizó el mismo tono que habría empleado con
un niño rebelde. Pero Rachel no iba a consentir que la tratara como a un niño aunque
se hubiera casado con ella. Empezó a apartarle los dedos de su manga uno por uno.
—¿No has oído? ¡Quiere matarlo! Ha maldecido porque quizá viva.

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Will la sujetó por ambas muñecas de modo que no le quedó más remedio que
mirarlo a la cara.
—¿Lo dices por lo de «maldito»? Eso no es una maldición. No para los indios.
Así es como llaman a los blancos. Es lo que siempre les oyen decir. La hechicera se
refería a que todavía hay posibilidades de que se cure.
Rachel se dejó caer contra él sin darse cuenta de que lo estaba utilizando para
apoyarse hasta que sintió el calor y la textura de su camisa en la mejilla. Iba a
apartarse para demostrarle que no se fiaba de él, pero después, cuando se hubiera
recuperado, cuando recobrara las fuerzas.
Mujer Gris recogió el resto de las cortezas que se secaban frente al hogar y las
agitó frente a Will haciendo el movimiento de un hacha con las manos.
—Supongo que quiere que vaya a buscar más. Vaya, parece que, después de
todo, lo hemos estado haciendo bien.
Sin perder tiempo, buscó el hacha y salió de la cabaña. La india echó toda la
corteza en la olla y la colocó en la parte más caliente del fuego. Empezó a gesticular,
hizo como si metiera un dedo en la jofaina, luego lo probó y sonrió. Rachel le dio la
lata de azúcar, pero ella la rechazó. ¿Quizá prefería melaza? Mujer Gris sí la aceptó y
puso una buena cantidad en la olla de la infusión. Con más gestos, le indicó a Rachel
que debía remover la mezcla, se echó el chal por encima y salió de la cabaña.
Rachel se limitó a poner sus enaguas sobre la mesa y a seguir removiendo la
olla. Mujer Gris regresó con cinco piedras del tamaño de manzanas grandes y las
puso junto a las brasas.
—¡Claro! ¡Debería haberme acordado! La tía Caroline me puso un ladrillo
caliente en los pies cuando tuve el sarampión.
Mujer Gris le sonrió con el gesto de quien no entiende pero quiere agradar. Se
acercó al bastidor y tomó una piel de ardilla. Se quedó mirando el edredón. Rachel
contuvo el aliento, había visto las uñas negras de la india.
—¿Tú? —preguntó la india.
—Sí, lo estoy haciendo yo.
Como cualquier otra anciana, la mujer se apartó un poco para ver mejor. Pasó la
mano sobre una de las estrellas, sonrió y movió los dedos para indicar su parpadeo.
—Sí —dijo Rachel, también sonriendo—. Estrella.
Mujer Gris dio dos pasos y le puso la mano en el pecho.
—Estrella —dijo.
—Estrella —repitió una voz jadeante.
Godfroy las observaba desde la cama. Era el nombre que él le había puesto al
nacer, Rachel sólo lo había sabido el otoño anterior. Dejó el cucharón y se acercó a la
cama.
—¿Cómo lo sabe? ¿Le ha dicho usted que me llamo Estrella?

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Godfroy negó con un gesto. Habló, pero estaba tan débil que Rachel tuvo que
acercarse para entenderlo.
—Es una mujer sabia… Sabe sin ver… Nosotros no lo comprendemos…
La mujer tomó un cacharro más pequeño e indicó por gestos que necesitaba
agua. Desató una bolsa de su cinturón y eligió uno de los paquetes de cuero y papel
que atesoraba dentro. Vertió parte del contenido en el cacharro y a continuación
señaló al fuego. Rachel puso la nueva pócima sobre la plancha.
—¿Es suficiente? —preguntó Will desde la puerta.
Dejó una bolsa llena a medias junto a la chimenea.
—Manta —dijo la mujer.
Will trajo la suya. Mujer Gris indicó mediante mímica que necesitaba un dosel
sobre la cama. Will asintió y volvió a tomar el hacha. Volvió con dos arbolillos.
Rachel le ayudó a fijarlos, aunque se apartaba cada vez que sus manos se tocaban. La
mujer pidió más pieles y con ellas envolvió las piedras calientes, que dispuso a los
pies del enfermo y a lo largo de sus piernas.
—¡Hace demasiado calor! —se quejó Godfroy.
—El calor favorece la transpiración —explicó Will—. Eso ayudará a acabar con
la fiebre.
—Dejad que muera en paz.
—No puede morir —lo atajó Will—. Hay demasiada gente que depende de
usted. Mujer Gris cree que se va a recuperar.
La risa cascada de la indígena resonó junto al fuego. Rachel se apartó de ella
todo lo que pudo.
—¡Todos hombres… morir, morir!
La mujer india hizo una pantomima de la juventud y la vejez. Rachel contuvo la
risa por respeto a su padre. La escenificación de la anciana le recordaba a su tío
cuando comía demasiadas ostras en la taberna y pensaba que lo habían envenenado.
Era un hipocondríaco. Incluso a los diez años, a instancias suyas, había tenido que
escribirle un testamento que él firmó, sólo para zamparse una fuente de setas en
cuanto se pudo levantar de la cama.
Mujer Gris balanceó el cacharro acompañándose de gestos y salmodias. Will le
bajó un poco más la manta sobre la cama. La anciana se puso las enaguas rojas, se
acuclilló frente a las llamas y tamborileó con los dedos mientras canturreaba, era el
hechizo de una bruja.
Cuando estuvo claro que la curandera pretendía quedarse, Will le sugirió a
Rachel que se acostara en la otra cama. Aquello la alarmó. El miedo a que él tratara
de poseerla hizo que se excusara diciendo que tenía que coser.
Se puso a trabajar lamentando no poder comunicarse con la anciana, de otro
modo le habría pedido que le explicara qué iba a hacerle Will, exactamente. Podía

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intentarlo con la señora Perry, pero estaba segura de que aquella mujer vulgar iba a
reírse de ella y pregonar su ignorancia por toda la ciudad.
¿A quién podía recurrir? Su padre estaba demasiado débil y, además, no tenía
la suficiente confianza con él. Hacía muy poco tiempo que ejercía de padre. Eso
dejaba únicamente a Will. Cuando llegara el momento, Rachel tendría que confesarle
su ignorancia.

Alguien cavaba la tumba junto a la pared de la cabaña. No era un buen sitio.


Rachel intentó decírselo pero el hombre no le hacía caso. Entonces, trató de detenerlo,
pero sus dedos pasaron a través de su brazo musculoso como si no fuera más sólido
que una nube.
—Rachel —dijo el sepulturero.
Se sintió zarandeada. Aquel brazo, ahora sólido y fuerte, la sujetó y la arrastró a
la fosa. Era el brazo de Will, su olor era inconfundible incluso en sueños. No podía
ser Will, estaba cavando la tumba de su padre.
—Papá está muerto.
—No, sólo dormido. Igual que tú, justo encima del edredón.
Habían levantado la manta del dosel y Mujer Gris se arrodillaba junto a la cama
con una taza en las manos. Lo único que Rachel veía de ella era la nuca.
—Tu padre no tiene ganas de vivir. Ella cree que quizá tú le hagas tomar la
medicina.
Rachel sintió que la cabeza le daba vueltas y la apoyó en él.
—Estabas cavando su tumba.
—Todavía no. Avísame cuando te puedas poner de pie.
Rachel acusó el golpe. Se envaró, lo apartó de su lado y fue a la cama. La
anciana le dio la taza.
—Por favor, papá. Recuerda que tenemos que ir juntos a California y no estaría
bien que el explorador hiciera todo el viaje sin bajar de la carreta.
Godfroy volvió hacia ella un rostro gris, consumido.
—No. Ahora eres la esposa de Will —dijo luchando por respirar.
—Da igual que sea la esposa de Will. No pienso dejarte. Iremos todos a
California.
Sólo podía esperar que fuera verdad. Había dicho «sí, quiero» y también había
prometido ir donde su marido la llevara, aunque quizá él no quisiera ir allí.
—Vamos a ir todos a California —dijo Will.
Godfroy negó con la cabeza. Will lo incorporó.

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—Tómese la medicina —dijo Will, furioso—. Va a conseguir que su hija se


ponga enferma de pura ansiedad.
Rachel le puso la taza en los labios. La rudeza de Will funcionaba, Godfroy
tomó algunos sorbos de aquella pócima oscura y espesa como jarabe. Cuando
terminaron, Mujer Gris volvió a bajar la manta que hacía de cortina.
—Y ahora tú vas a echar una cabezada —dijo Will tomándola de la mano y
sacándola a la galería.
Una brisa ligera le acarició la cara. Olía a primavera.
—¡Espera! —exclamó ella y echó a correr hacia el porche—. ¡Es primavera!
—Sí, me di cuenta cuando fui al río, pero me olvidé de decírtelo. La hierba está
despuntando.
—¿Y los árboles?
—Los sauces tienen yemas. Los arces están esparciendo sus semillas.
—Ven a pasear conmigo, quiero verlo.
En aquel momento de intimidad, antes de que la llevara a la cama, debía
confesarle la verdad. Will le ofreció el brazo y ella lo aceptó. Había arbustos cubiertos
de flores amarillas y, hasta donde alcanzaba la vista, una alfombra verde se
insinuaba bajo los árboles.
—Will.
Will se puso ante ella como si fuera una barrera.
—¿Por qué te has casado conmigo esta mañana? ¿Por ser amable con mi padre?
—No. Hace tiempo que lo llevaba pensado.
—¡Eso es imposible! No hace dos semanas que nos conocemos.
—En el vapor, cuando vimos la estrella del cazador, estuve a punto de pedírtelo
en ese momento.
—¿Por qué?
Will bajó la vista al suelo y arrastró un pie. Sonreía cuando volvió a mirarla,
pero sus ojos aún reflejaban un antiguo recelo.
—¿Es que no puedo decidirlo en un impulso? ¿No es así como se comporta
Cupido? Un disparo de su arco y ¡zas!, la flecha traspasa tu corazón.
Rachel miró más allá de él por encima de su hombro.
—A mí no me ha acertado Cupido, Will. No te quiero.
—¿Te has casado conmigo por tranquilizar a tu padre?
—Sí. Con tal de ayudarle a vivir, o hacer que su muerte fuera más fácil, le
habría dicho «sí, quiero» al mismísimo diablo.
—Espero que no pienses que soy el mismísimo diablo.

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Rachel no estaba tan segura. Un hombre que utilizaba un nombre falso, un


hombre que había estado huyendo desde que no era sino un niño…
—No sé quién eres, Will. Hunter no es tu verdadero apellido, ¿verdad?
—Le he dicho la verdad a tu padre. Mi padre era alemán, nunca me he casado,
no he cometido ningún crimen, a no ser el de querer ser libre. Si sirve de algo, puedo
jurártelo sobre la Biblia.
Sí, sobre aquella Biblia clara con el chiste en la guarda.
—¿Te has escapado?
—Supongo que podría decirse de esa manera.
—¿Por qué? Todos los días llegan miles de hombres a la frontera y a ninguno le
da por cambiar de nombre.
El pie volvió a arrastrarse nerviosamente por el suelo.
—Es mi padre el que dicta las leyes de mi familia. A mí no me gustan.
Aborrecía sus restricciones cuando era niño y, por mucho que lo intentara, nunca
consiguió doblegarme. Supongo que quiero a mi familia tanto como el que más, sin
embargo, cuando contemplo el horizonte, no quiero volver atrás.
—¡Pero te has casado esta mañana! ¡El horizonte nunca termina, Will! Aunque
des la vuelta al mundo, siempre habrá una colina nueva, al norte, al sur, al este o al
oeste.
Will le pasó un brazo por la cintura.
—Ahora tengo compañera. Me has contado las veces que trataste de escapar y
el río te detenía. Dentro de unas semanas cruzaremos el Missouri y todos los ríos que
haya hasta el Pacífico.
—Pero, Will, una mujer…
¿Cómo podía explicarle lo difícil que era seguir a un soñador con un niño en
brazos? Pensó en la señora Brown y en el camarote asfixiante del vapor. ¿No era aún
peor cruzar las praderas en una carreta? Y fue la idea del niño lo que le dio valor
para confesar.
—Will, cuando me lleves a la cama, ¿qué me harás? Nunca tuve una madre que
me lo explicara y la tía Caroline no quería hablar de esas cosas.
La brisa era fría en sus mejillas. Will le puso el brazo sobre los hombros y la
estrechó contra sí mientras le besaba los ojos, cerrándoselos.
—Dulzura, yo sé tanto como tú. ¿Crees que me he dedicado a practicar con
todas las prostitutas de los puertos?
—No creo nada —dijo ella, enfadada con que hubiera mencionado a las mujeres
públicas—. Will, no sé qué vas a hacerme.
—Rachel, no vamos a compartir una cama hasta que pasen muchos días, hasta
que haya aprendido a besarte. ¿Te gusta que te ponga el brazo en la cintura y en los
hombros? ¿No lo prefieres un poco más arriba o abajo?

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¿Le gustaba? Se apoyó en él y descubrió que le proporcionaba una agradable


sensación de estar protegida. Era la misma sensación que había sentido en los brazos
de su tío la primera vez que la subió a un caballo.
—Me gusta en la cintura.
—Esta mañana te he besado. ¿Te ha gustado?
—No lo recuerdo. Sólo pensaba en mi padre, no en ti. ¡Oh, Will! ¡Es horrible que
una esposa diga eso!
—Te perdono —dijo el con una risilla—. Vamos a hacerlo otra vez. A ver, «Yo
os declaro marido y mujer. Puedes besar a la novia».
Will acercó los labios a ella y cubrió su boca. Eran suaves como seda. Aquel olor
masculino congestionó su nariz.
—Rodéame con tus brazos —dijo él. Rachel obedeció y abrió las manos sobre su
espalda. Las movió siguiendo el diseño de los bordados. Una rozó la empuñadura
del cuchillo que llevaba al cinto, un mango que la apretaba con la misma presión que
los labios. Will le puso las manos en el pelo y le hizo apoyar la cabeza sobre el hueco
de su hombro. Su abrigo olía a humo de leña, no a caballo. ¡Esa era la diferencia!
—No tengas miedo de mí, Rachel. Cuando nos conozcamos mejor, nos
sentiremos más cómodos y entonces hablaremos de la cama.
No era intención de Rachel suspirar de alivio, sobre todo lanzar un suspiro tan
sonoro. Justo cuando pensaba que Will iba a reírse de ella, volvió a besarla en la
frente.
—¿No quieres ir a la cama, sólo a dormir?
Ella asintió sobre su pecho. Will echó a andar hacia la cabaña.
—Vamos a llevarnos bien. Tengo entendido que Cupido anda siempre muy
ocupado en primavera y tú ya me gustas.
—Tú también me gustas —dijo ella en un tono poco sincero—. Ahora tengo que
echarle un vistazo a mi padre antes de descansar.
Will la soltó y eso sí que le gustó a Rachel. Mujer Gris roncaba suavemente
junto al fuego. Levantó el borde de la cortina, los ojos de su padre se volvieron hacia
la luz. ¡Olía a cerezas! La india había utilizado corteza de cerezo y cerezas secas para
limpiarle los pulmones. ¡Justo lo que la abuela MacIntyre hubiera recetado!
—Tendría que haberme acordado de que la abuela MacIntyre siempre nos daba
corteza de cerezo para el resfriado. De ahora en adelante prestaré más atención a
todo lo que haga, así no me sentiré tan impotente cuando mi familia se ponga
enferma.
Vio que el cacharro que había a los pies de la cama se había enfriado y fue a
ponerlo al fuego. Will estaba atizándolo y le rozó la nalga cuando se agachó junto a
él. Las ropas amortiguaban el contacto, pero ella recordaba perfectamente la textura
de sus manos, ásperas y fuertes. Había disfrutado con el paseo por el bosque
agarrada de su brazo. Algún día, aquellas manos tocarían su cuerpo desnudo. Rachel

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se preguntó si eso iba a gustarle. Pero iba a tratar de ser una buena esposa. Si él podía
esperar, tendría tiempo para hablar con la señora Brown.
—No pasará nada si duermes un par de horas —dijo Will—. Cuando hierva el
cacharro, lo pondré bajo el dosel.
—Despiértame si ocurre algo, bueno o malo —ordenó ella.
Will asintió con un brillo amable en los ojos y Rachel pensó que, al fin y al cabo,
estar casada con él, no tenía por qué ser tan malo.

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Capítulo 6
Rachel sólo se daba cuenta del paso de los días por el cambio en el ángulo de la
luz. El vapor de los cacharros que hervían empañaba los cristales y humedecía todo
lo que tocaba. Con el tiempo, Mujer Gris no hizo otra cosa que sentarse juntó al fuego
y canturrear. Rachel cosía, cuidaba a su padre y preparaba comidas descuidadas que
servía a Will y a la india en platos, sin molestarse en poner la mesa.
Hacía días que no se desnudaba, limitándose a envolverse en una manta y
tumbarse sobre las pieles bajo el bastidor. Mujer Gris se movió silenciosamente entre
el fuego y la cama. Su marido estaba arrodillado junto a su padre, las manos juntas.
El corazón le dio un vuelco. Will dejó caer la cabeza sobre las manos implorantes.
«Papá está muerto. Will tiene miedo de decírmelo».
Fue a arrodillarse a su lado, le pasó una mano por el hombro para que supiera
que se había unido a sus plegarias. Su marido. Había jurado obedecer al hombre que
su padre había elegido para ella. Había sido su último acto en la tierra, procuraría
obedecerle.
—La fiebre ha bajado —susurró Will.
Guiada por su mano, Rachel le tocó la frente. Estaba húmeda y fría.
—¡Rachel! ¡Rachel!
Will la zarandeaba y su cabeza iba de un lado para otro. Algo le cayó en la
frente, Rachel se lo quitó, se abrazó a su marido y apoyó la cabeza contra su pecho.
—¡Cielos, hija mía! —dijo una voz débil—. ¿Te desmayas cuando te dicen que
estoy mejor? ¿Qué harás cuando me muera?
A tientas, Rachel dejó que Will la sostuviera.
—No te estás muriendo, papá. Mujer Gris dijo desde el principio que no ibas a
morir.
—Quizá ahora no, pero algún día tendrá que ser. Todo lo que vive ha de morir.
Con un poco de suerte, llegaremos a California y todavía me quedará tiempo para
dejarte una fortuna antes de que las garras del diablo encuentren mi corazón.
—Vivirás para ver crecer a sus nietos —dijo ella con testarudez.
—¿Os habéis casado?
—Sí —dijo Will—. Hace tres o cuatro días, ya he perdido la cuenta.
Godfroy tenía el rostro consumido y ojeroso. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza
en la almohada, jadeando de agotamiento.
—Creía que… he tenido sueños extraños.

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Una abeja zumbó alrededor de Rachel, se posó sobre el edredón y exploró


aquellos colores brillantes. Se marchó zumbando por la puerta cuando no encontró
nada interesante. Rachel lamentó que se fuera porque le llevaba el sonido de la
primavera a los oídos, aunque sus ojos y sus manos seguían absortos en la labor.
Alguien bloqueó la luz en la puerta. No se movió porque creía que era Will,
pero se equivocaba.
—¡Todavía no has acabado! —exclamó la señora Perry.
Rachel dejó la aguja, se llevó un dedo desollado a los labios e hizo un gesto
hacia su padre, que roncaba suavemente en la cama. Sacó a Hester a la galería
mientras hablaba.
—Mi padre ha estado muy enfermo.
—¿Enfermo? ¿No habrá tenido el cólera?
—No, eran unas fiebres. Ha empezado a mejorar esta madrugada.
La señora Perry se acercó de puntillas al edredón y lo observó. Rachel acababa
de empezar la siguiente curva del fleco de plumas, aunque había llegado al final del
dibujo de tiza y tenía que coser sin guía. Aún tenía que dibujar las ramas de las
plumas. La señora Perry tenía que darse cuenta de que había trabajado duro.
—Muy bonito, pero yo esperaba llevármelo a casa. Alice tiene que guardarlo al
fondo del baúl. No puede hacer nada con la ropa hasta que esto no esté terminado.
—¿Se va de Missouri? —preguntó Rachel, sorprendida.
—Naturalmente. Se marcha a Texas con su marido. Dice que Missouri es un
lugar demasiado malsano para establecerse.
—Trabajaré cada minuto de luz que haya.
—Supongo que habrás llamado al doctor MacDonnald —dijo la señora Perry
mirando a la cama—. ¿Seguro que no es el cólera?
—No. Papá no dejó que trajera al médico.
—Ya estaría curado —dijo la señora Perry con sorna—. Supongo que son las
supersticiones de los salvajes. Un exceso de sangre provoca las fiebres. El médico le
hubiera hecho una sangría. Coméis demasiada carne de caza viviendo con ese
Hunter. Bueno, mándame recado cuando lo acabes. ¿Quieres que cierre la puerta? La
cabaña se va a llenar de bichos.
—Déjela abierta, necesito luz.
Rachel se cercioró de que su padre dormía, preparó sus útiles de costura y se
aplicó grasa de ganso en los dedos. Después puso el horno sobre las brasas. Le
pareció una pena mancharse el anillo y se lo quitó para amasar. Cuando volvió a la
mesa, descubrió que su padre la miraba, sus ojos oscuros parecían desmesurados en
su cara estragada.
—Siento haberlo despertado.

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—No me has despertado. Ha sido la señora Perry, pero me he hecho el


dormido. Estoy débil como un recién nacido, tendrás que ayudarme a beber.
—Mujer Gris me ha enseñado a hacer caldo con venado. ¿No sería mejor que
tomara un poco?
Godfroy asintió. Rachel le dio una cucharada y observó cómo lo tragaba.
—Bien. ¿Le has pagado a la india?
—Sí.
—¿Con el dinero de la bota?
—No quiso dinero. Le di mi pañuelo dorado. Estaba encima de la bandeja
cuando abrí el baúl. Fue increíble, los ojos estuvieron a punto de salírsele de la cara.
«Y le echó mano antes de que yo pudiera hacer o decir nada».
—¡No! ¡Era de tu abuela!
—¿Y para qué me iba a servir un pañuelo dorado?
Rachel se rió para que él creyera que no tenía importancia, sin embargo, en lo
más hondo de sí, lamentaba la pérdida. Incluso había forcejeado con Mujer Gris hasta
que se dio cuenta de que el pañuelo era un precio insignificante por la vida de su
padre.
—¿Quiere algo más? He de mezclar las galletas y tendré las manos sucias.
—No, nada.
Metió las manos en la mezcla de harina y manteca antes de recordar que podía
utilizar una cuchara. Su padre no dejaba de mirarla. La amaba, la había querido
desde el momento en que llegó al mundo en el dormitorio de la tía Carolina. Un
verano tras otro, había recorrido los centenares de millas que separaban las Rocosas
de Indiana sólo para verla. Había mantenido su amor y su parentesco en secreto,
como sacrificio para que pudiera criarla la hermana de su madre porque la suya era
una casa decente que mantenía su tío, el único abogado de Pikeston, Indiana. Un
paño dorado era una fruslería frente a un amor así.
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
—¡Oa, oa! —repitió una voz de bebé y Mary Merrill entró balanceándose.
Llevaba el gorro de encaje torcido, las manos y la cara cubiertas de tierra. En
una de ellas apretaba una piedra que casi era demasiado grande para ella.
—Siento que me encuentre así y no poder saludar la como es debido —se
disculpó Rachel mostrándole las manos.
—No te preocupes —dijo la señora Brown, sentándose a la mesa.
—Oa —dijo Merri.
Dejó caer la piedra, la cama había llamado su atención, se agarró al borde con
sus dedos diminutos y contempló la cara que había sobre la almohada.
—Oa —saludó.

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—¡Caramba, señor Godfroy! —exclamó la señora Brown poniéndose en pie—.


¿Qué hace metido en la cama a estas horas?
—Por favor, ¿quiere tomar a Merri en brazos? —le suplicó Rachel—. Mi padre
ha estado muy enfermo y no quiero que le moleste.
En un abrir y cerrar de ojos, la señora Brown había tomado en brazos a su hija y
estaba en la puerta.
—¡Cólera!
—¡De ningún modo! Unas fiebres. Han empezado a bajar esta madrugada. Va a
recuperarse.
La cara de la señora Brown se relajó. Volvió a sentarse en el taburete más
alejado de la cama, el que estaba junto al bastidor. Merri se retorció en sus brazos,
atraída por los colores vivos.
—Me preguntaba por qué no habías ido a verme a la ciudad, pero ahora lo
comprendo. ¿No está el señor Hunter?
—Ha ido de caza a las montañas —dijo Rachel, volviendo a sus galletas.
—Bueno, es su trabajo. En fin, os lo tendré que preguntar a vosotros —dijo, sin
esperar que fueran de ninguna ayuda—. ¿Conocéis a los ingleses que llegaron hace
dos días en el vapor?
—¿Unos ingleses? No —dijo Rachel. Su padre negó con la cabeza.
—Pues bien, se encuentran en Saint Joseph. Son dos. Tendría que decir cuatro,
pero tratan a sus sirvientes como si no fueran personas ¡Por Dios! Los tratan peor que
un plantador de Missouri a sus esclavos, y eso que son blancos.
—Pues entonces no durarán mucho como sirvientes. Pedirán sus salarios y se
establecerán en la ciudad.
—Puede ser —dijo escéptica la señora Brown—. Bueno uno de los caballeros se
hace llamar señor, igual que un americano, pero con dos apellidos. Señor Brant Reid.
Al otro todos lo llaman «sir» cuando se refieren o se dirigen a él. Y los sirvientes le
hacen reverencias. Sir Anders esto, sir Anders lo de más allá, y él va por ahí como si
fuera un pavo real.
—Eso me recuerda a «sir William». Lo conocí hace unos años, en el este —dijo
la voz débil de su padre desde el rincón.
—No te fatigues, padre.
—No me atosigues, hija. Me estoy recuperando. Este sir William, en Escocia, su
tierra, era más rico que un tendero de Saint Louis.
—¿Qué significa, «sir»? —preguntó la viuda.
—No sé. Que él es quien manda, supongo.
Merri había conseguido encaramarse al hombro de su madre. La señora Brown
se la puso en el regazo y luego la dejó en el suelo.

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—Sir Anders dice que tiene un castillo en Inglaterra. Yo no lo creo, faltaría más.
Estamos en 1848, ¡por amor de Dios! Ya no quedan caballeros ni dragones. No son
más que cuentos de hadas.
Rachel se lavó las manos.
—¿Ha hablado con él? —preguntó—. Ven aquí Merri, vamos a lavarte la cara y
las manitas.
—No —dijo la niña.
Corrió a la cama y se apoyó en ella, retándolas a que la obligaran a obedecer.
—Sir Anders y el señor Brant Reid han tomado habitaciones en el Robidoux. No
veáis cómo dobla el lomo el viejo Robidoux, lo que ellos deseen y al instante. Hooper
llega con…
—¿Quién es Hooper?
—El criado de sir Anders. Pues Hooper llega con un paquete y dice, «sir Anders
sólo toma este té, traído de sus propias tierras en India». Y claro, vacían la tetera
antes de que los demás nos hayamos servido para volver a ponerla al fuego con agua
fresca, como diría el propio Hooper.
—Sir William no era así. Vivía igual que los demás tramperos.
—Oa —dijo Merri mirando al enfermo.
La pequeña soltó una mano del armazón de la cama y, cautelosamente, le
acarició la mejilla. La viuda no se movió y Rachel se resistía a llamar al orden a una
niña que no era suya. Encontró una corteza de pan en la estantería y se la ofreció a la
criatura.
—Asia —dijo Merri.
Se sentó en el suelo, estudió un momento la corteza y se metió un extremo en la
boca. Rachel la miraba asombrada.
—¿Gracias?
—¿No es la niña más lista que hayas visto? —dijo la madre, orgullosa—. Y eso
que mañana hará un año. Bueno, lo que yo quiero saber es, ¿son ricos todos los
«sires» ingleses? A pesar de todo, podía mentir sobre el castillo. ¿Tenía castillo ese tal
sir William?
Rachel se dio la vuelta para que la viuda no viera los esfuerzos que hacía para
contener la risa. ¿Cómo podía creer que ese inglés iba a casarse con ella y llevarla a su
castillo?
—¿Y a qué ha venido a Saint Joseph? Me parece un sitio bastante raro para un
inglés.
—Tienen la intención de cazar en las praderas. No te imaginas la cantidad y las
clases de rifles que han traído. Algunos llevan incrustaciones de oro y plata y las
partes de madera están grabadas con escenas de cacería.

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Rachel levantó la cabeza, interesada en la excitación que había en la voz de la


viuda. Los ojos y los bucles de la señora Brown bailoteaban de pura admiración por
el arsenal de los ingleses.
—¿Cuándo esperas que vuelva el señor Hunter? Creo que se educó como un
caballero —dijo en voz baja, como si confiara un secreto—. Él tendrá que saber algo
sobre los caballeros ingleses.
—Y esos ingleses, ¿buscan un guía para su viaje?
—Sí, le hablé del señor Hunter a sir Anders. Había tratado de contratar a un
viejo montañés amigo de Robidoux, pero no le gustó cómo hablaba. Los montañeses
parece que ladran, son más difíciles de entender que un patán de Nueva Inglaterra.
El caso es que ese montañés no quiso darles ni la hora, por lo que todavía buscan a
alguien.
—El señor Hunter ya tiene trabajo —dijo Rachel interrumpiendo a su padre
para que no se cansara—. Va a cazar para nuestra caravana durante el viaje a
California.
«Eso espero. Confío en que hablara en serio cuando dijo que iba a hacer todo el
viaje», pensó. «De lo contrario, tendré que volver con él y vivir entre extraños».
—Por favor, no le comentes esto al señor Hunter —dijo la viuda levantándose y
tomando a Merri en sus brazos—. Verás, me gustaría ser yo quien le diera la noticia.
Buen día. Que se mejore, Señor Godfroy.
Se dirigió hacia la puerta.
—No le digas una palabra de esto a nadie —insistió la señora Brown cuando
Rachel la acompañó al porche—. Comprende, sir Anders me ha hecho ciertas
proposiciones…
Rachel ahogó una exclamación y se llevó las manos a la boca.
Pero lo he rechazado hasta que no esté segura. He tratado de preguntarle a
Hooper, pero no dice más de dos palabras seguidas y casi nunca las entiendo. Sin
embargo, si pudiera encontrarle un guía a sir Anders, quizá comprenda que soy una
mujer útil.
—Sí —dijo Rachel.
«Sí», pensó. «Útil, muy bien. ¿Pero quería decir que iba a casarse con ella por
eso?»
—Es un hombrecito pequeño y feo, pero una mujer en mis circunstancias no
puede andarse con remilgos. ¡Qué pena que el señor Hunter sea tan frío! Creo que
podría gustarme, me recuerda mucho a… un amigo.
«Al supuesto marido», pensó Rachel. Al hombre que la había seducido y se dio
a la fuga antes de que le pudieran condenar por ser el padre de Merri. Entonces
recordó que su padre le había ordenado ser paciente con aquella mujer. Decidió
hacer penitencia leyendo la quinta carta a los Corintios para recordar el amor que
debía profesar por una hermana cristiana.

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—Sir Anders es muy orgulloso. Más que cualquier otro hombre que haya
conocido. Se cree que está en lo alto de una montaña y el resto nos arrastramos como
ratones a sus pies.
—Quizá sólo ande buscando una querida —dijo Rachel sin miramientos.
La viuda abrazó a Merri tan fuerte que la niña gritó.
—Las mujeres debemos ser tremendamente precavidas. Si oyes algo sobre sir
Anders, ¿me lo contarás? Me refiero a si te enteras de si le ha propuesto cosas
parecidas a otras mujeres.
—Por supuesto. Pero la única mujer que veo es la señora Perry y dudo mucho
que a sir Anders pueda interesarle. Ella es como una estatua de cementerio.
Rachel se rió de su propia gracia, pero la viuda le lanzó una mirada iracunda y
echó a andar. Rachel volvió a la cabaña y se ofreció a leer la Biblia en voz alta para su
padre. Buscó la Biblia mancillada de Will y no tardó en encontrar el versículo que
deseaba.
No debía condenar a la señora Brown, sino ofrecerle apoyo en sus tribulaciones.
Todos los cristianos sufren cuando uno de ellos padece. Debía tener caridad y no
pensar siquiera que la viuda había podido pecar con un hombre que no era su
marido.
«La caridad se regocija en la verdad», acabó.
—¿Pero cuál es la verdad? —preguntó mirando a su padre.
—No me hagas preguntas que son imposibles de contestar.
—Pero estoy convencida de que la señora Brown es una chica de ciudad. Habla
de las partes de madera de las armas, no de las provisiones. ¿Una chica de ciudad
que busca marido en una ciudad de la frontera? Seguro que nunca ha estado casada.
—¡Rachel!
—¡Y ese inglés! Cualquiera puede decir que es sir y a nadie de por aquí le
importaría. Will dice que su apellido es Hunter por su abuelo, pero su Biblia está
dedicada William Shakespeare. ¡Que no venga diciendo que no es un nombre falso!
¡Y eso que estoy casada con él!
La expresión de su padre era una mezcla de asombro e ira, pero no tardó en
desaparecer porque toda emoción era excesiva en su estado de debilidad.
—Rachel, Will es un buen hombre. He cazado en las tierras vírgenes de las
Rocosas y conozco todas las señales del bien y del mal. Aún es muy joven, nada más.
Ten caridad, como dice la Biblia.
Entonces, Godfroy le pidió que le leyera el cruce del Mar Rojo.
—Una vez, los Pies Negros estaban tan cerca que podía oír sus gritos, pero el río
que tenía delante siguió corriendo. Me pregunto cómo se las arreglaron los judíos
para convencer a Dios de que apartara las aguas.

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Will no se atrevía a quitarle el ojo de encima a las mulas para mirar a Rachel. Su
esposa aferraba el edredón como si pudiera ocurrirle algún desastre.
—Se acerca una caravana —dijo en voz alta para que ella pudiera oírlo desde
atrás—. No te levantes. Si a las mulas les da por salir al galope, no quiero que te tiren
al suelo.
—¿Dónde? —preguntó ella—. Yo no veo nada.
—La verás en cuanto salgamos de esta curva.
Tras forzar a las mulas a caminar, se encontraron de frente con tres yuntas de
bueyes y unos toldos de carreta tan blancos que Will supo que eran nuevos. Will se
preparó para que los animales dieran una espantada, pero se comportaron como si
estuvieran acostumbrados a tropezarse todos los días con carros.
—¡Alto! —gritó el hombre que caminaba junto a los bueyes.
—¡Alto! —fue repitiéndose a lo largo de la hilera.
—¿Adónde van? —preguntó Will.
—Por hoy, nos conformamos con llegar a Saint Joe.
—Pues casi han llegado. ¿Y luego?
—A Oregón. Estamos buscando un sitio donde meter el ganado y comprar heno
y grano. ¿Conoce a alguien que pueda vendérnoslo? Hemos preguntado en la última
granja, pero la mujer nos ha dicho que ya lo había vendido. También hay algunos
que quieren comprar bueyes nuevos…
—Será mejor que lo pregunten en la ciudad.
—¿Vienen de muy lejos? —preguntó Rachel.
—De Mississippi, cerca de Hannibal.
—Nosotros esperamos un grupo de Indiana, dirigido por Jed Sampson. ¿No se
habrán cruzado con ellos por casualidad?
—No, pero he oído hablar de él —dijo el hombre, echándose el sombrero hacia
atrás—. ¿También se dirigen a Oregón?
—No, a California.
—No importa, podríamos hacer juntos gran parte del camino. No tenemos guía
y quisiéramos unirnos a un grupo que ya lo haya contratado.
—Pueden hablar con… —empezó Will, pero un codazo de Rachel en las
costillas le detuvo.
—No menciones a mi padre —dijo en voz baja—. Irán a verlo y necesita
descansar.
—… Con Sampson o con el jefe de la caravana.

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Bueno, voy a quitar estas mulas del camino para que puedan pasar, pero
deberán tener un poco de paciencia. Hace un par de semanas eran tan salvajes como
pumas.
Bajó de la carreta y le sorprendió que Rachel lo siguiera. Conforme se acercaba a
la primera mula de la derecha, tuvo una visión horrible. El animal lanzaba una coz
que derribaba a su mujer.
—Rachel, vuelve a subir a la carreta.
—Será mejor que sujetemos a las dos mulas.
Para su asombro, vio que Rachel empezaba a canturrearle a su animal una
retahíla de palabras sin sentido. La bestia la obedeció sumisamente.
—Muy bien, muchacho —le dijo a su mulo, imitándola—. Ese es el ruido que
hacen las ruedas, no le persigue el diablo.
Los látigos restallaron y la caravana empezó a pasar. Los niños eran numerosos.
Las mujeres hablaron apresuradamente con Rachel mientras avanzaban. Will las
envidió por ser capaces de expresar abiertamente sus preocupaciones.
—Will, ¿cuántos conseguirán llegar a Oregón?
—¿Tienes miedo del viaje?
—No por mí. Tengo a mi padre para cuidarme y él conoce los peligros de los
caminos. ¡Y también te tengo a ti! Pero los niños son otra cosa, por mucho que sus
madres los vigilen.
—Godfroy y Sampson saben lo que se hacen. Lo demuestra el hecho de que
hayan enviado a tu padre por delante para reunir las provisiones. Será más difícil
con los bueyes. El ejército ha hecho público que comprará mil yuntas para Fort
Leavenworth. Subirán los precios. Mañana mismo iré a la ciudad y compraré las
mulas.
—Y vinagre —dijo Rachel—. Papá le dijo a todo el mundo que no cargaran con
el peso de los encurtidos porque los haríamos aquí.
—Se lo preguntaremos a la señora Perry. Eres buena con las mulas.
—Mi tío me enseñó a cabalgar cuando tenía cuatro años. Como vivíamos en la
ciudad no teníamos caballos, pero yo montaba el poni de Meggie.
—¿Quien es Meggie?
—Margaret MacIntyre. Casi toda su familia viene en la caravana. Ella… Bueno
ella… El caso es que monta a pelo, con una pierna a cada lado del caballo, se levanta
las faldas y muchos hombres dicen que es una salvaje. No es verdad, Meggie es una
chica muy cristiana que podría comportarse como una dama si quisiera. Su prima
Tildy, Faith, la hija del herrero y yo formábamos un grupo de costura.
—Cuando lleguen, quizá te ayuden a confeccionar tu propio edredón de bodas.
—Ya están hechos. Los trae Faith para que yo no tuviera que molestarme con el
equipaje en el barco.

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Will pensó que estaba dispuesto a esperar a que llegaran las colchas y de ese
modo convertir su noche de bodas en un ritual. La piel de su estómago se tensó y su
miembro empezó a excitarse. Debía comprar una tienda de lona para llevar en la
carreta y poder disfrutar de un poco de intimidad por las noches.
Se imaginaba a Rachel durante el viaje, caminando junto a la carreta. No, su
esposa no debía andar. Se vio a sí mismo llevándole un caballo. Debía comprar dos o
tres caballos, ¿por qué no añadir uno más para ella?
Esperaba que la caravana se diera prisa con las colchas.

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Capítulo 7
La señora Perry debió oír el golpe del bastidor contra la pared porque abrió la
puerta.
—Ya era hora —exclamó apoderándose del edredón—. Espera hasta que Alice
dé el visto bueno. ¡Alice! —gritó.
Rachel se quedó mirando desde la puerta mientras madre e hija extendían la
colcha sobre la mesa haciendo comentarios en voz alta. ¡Qué descaro! Se alejó hacia el
henil para demostrar su desdén. Will la estaba mirando con la horquilla en la mano.
La clavó en la paja con furia y desvió los ojos hacia la casa.
«¡Will no comprende a la señora Perry», pensó Rachel mientras corría hacia él.
—¿Cómo es que no te ha invitado a pasar?
—Tú no lo entiendes. Sigue con el heno.
—Lo que yo entiendo es que la señora Perry insulta a mi esposa…
—Si dices una palabra, no tendré oportunidad de comprar el vinagre para los
encurtidos. Por favor, sigue con el heno.
—¿Y tolerar que ocurra esto? ¿Que te deje en la puerta como si fueras una
vulgar…?
—Sí. La señora Perry cree que debería abandonar a mi padre, que nadie se
imagina lo que soy hasta que lo ven.
Will le besó la palma de la mano, cálida, sensualmente. Aquél era un beso
distinto.
—Por lo que más quieras, Will. Por ahora tengo que soportarlo.
Will dejó escapar un profundo suspiro de frustración.
—Pero sólo por ahora. Cuando esto acabe, cualquiera que se atreva a tratarte
como una proscrita…
—El heno, Will. Por favor.
Su marido asintió. Nunca lo había visto tan tenso. La señora Perry apareció y se
apoyó contra el quicio de la puerta. Rachel volvió sobre sus pasos.
—Alice dice que servirá. Le gustan las plumas.
—Bien, hoy mismo acabaremos con el heno. Mi padre quiere saber si podríamos
comprarle una barrica de vinagre o algunos encurtidos.
La señora Perry torció la boca y adoptó una expresión astuta.
—Puede ser.
—Necesitamos la barrica para repartirla entre seis o siete familias. Si me dice
cuánto…
—No quiero dinero. Pero quizá puedas hacer un trabajo para mí.

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Rachel se dio cuenta del placer que sentía al mantenerla sobre ascuas. Esperó.
Hester estaba deseando que le preguntara pero ella había decidido no seguir
humillándose.
—Tengo otra colcha retalera —dijo Hester.
Rachel respiró aliviada. Sólo era otro edredón, no algo degradante como había
imaginado. Rachel aceptó el trato.
—Voy a envolverlo. Pásate cuando acabéis con el heno y lo tendrás listo.
Rachel asintió en silencio y se alejó. ¡Otro edredón! Al menos, su padre se
estaba curando, con lo que no tendría que pasarse la mitad de la noche en vela
cuidándolo. «Con éste iré más deprisa», se prometió a sí misma.
Discutió con su marido, que no estaba dispuesto a dejarla cargar heno, pero
acabó convenciéndolo. Nunca había manejado una horquilla, pero tampoco había
cocinado antes en un fuego abierto y ahora se sentía toda una experta. Descubrió que
clavar la horquilla no presentaba dificultades. Sólo que, para cargar el heno en la
carreta necesitaba utilizar una serie de músculos de su espalda que ni siquiera sabía
que existieran. Tras una docena de apaleos tuvo que detenerse a descansar. Will se
apoyó en su horquilla.
—Esta noche limpiaré la carreta. Quizá Godfroy pueda explicarme cómo hacer
cajones con las tablas y colocar el doble fondo.
—Pete MacIntyre, el constructor, pensaba que los compartimentos en el doble
fondo serían útiles para evitar que hubiera trastos por el medio. Sacúdeme un poco la
paja. La señora Perry no quiere vender el vinagre, prefiere un trueque. Me lo dará a
cambio de que cosa otro edredón. ¿Habrá sitio para volver a cargar el bastidor?
—Lo afianzaré a un lado —dijo Will, quitándole las briznas de paja del vestido.
Le pasó las manos por los hombros, por la espalda, apretando un poco más de
lo necesario. Se arrimó a ella y Rachel sintió su peso. Will le rozó la oreja con los
labios.
—Eres una esposa maravillosa, Rachel. Pocas mujeres están dispuestas a echar
una mano con el heno.
—¿Por qué no iba a hacerlo? Mi padre está solo, sin nadie que lo vigile, no
tardara en levantarse de la cama. Cuanto antes volvamos, mejor, los convalecientes
necesitan reposo.
—No todas las mujeres hubieran visto esa necesidad.
—¿Necesidad? La necesidad es lo que hace que las mujeres trabajemos todo el
día y parte de la noche.
Notaba el peso de aquellas manos sobre los hombros. La agotaba. Era el peso
que el hombre imponía a la mujer.
—Yo tengo que encargarme de todo, la costura, la comida, la ropa y, encima,
cuidar a mi padre. Tú te vas por ahí, vuelves con un pescado y me lo das como si
fuera una criada. Y ahora tengo que coser otro edredón sólo porque…

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Se cubrió la cara con las manos, estupefacta por lo que había dicho, llorando de
vergüenza y agotamiento. Estaba segura de que Will se apartaría de ella, o le gritaría
como su tío le gritaba a tía Caroline.
Pero sintió que aquellos dedos se ponían rígidos y que Will la obligaba a
mirarlo. Le acarició las mejillas, un polvillo de paja se elevó de su cara cuando él le
secó las lágrimas.
—Lo siento, Rachel. No lo comprendía —dijo en voz baja.
Los dedos exploraron su espalda hasta encontrar la protuberancia de las
vértebras. Le pasó las manos hacia abajo, hasta que las palmas llegaron a las caderas.
Las piernas empezaron a temblarle.
—Estás agotada. Hace demasiado tiempo que no duermes una noche entera.
—Anoche sí dormí —sollozó ella.
—En el suelo. Godfroy sigue en tu cama y yo me fui a la mía dejándote en el
suelo. Por favor, perdóname. Esta noche cambiaremos de sitio, para ti la cama y para
mí el suelo. Yo estoy acostumbrado a dormir en tiendas o al raso.
—Mi padre y yo te hemos echado de tu propia casa.
—Rachel, tú eres mi mujer, mi responsabilidad. Me parece que esa señora Perry
tenía algo para ti.
—Será el edredón —dijo ella, limpiándose las lágrimas con la manga.
—Ve a por él. Mientras ajustaré el bastidor.
Rachel se bajó la papalina sobre la cara todo lo que pudo para que Hester no se
diera cuenta de que había estado llorando.
—¿Cuánto vas a tardar?
Rachel tuvo que aclararse la garganta. Por dentro deseaba que llegaran sus
amigas y pudiera contar con ayuda.
—Dos o tres semanas —dijo—. Mis amigas de Indiana llegarán un día de éstos.
Confío en que me ayuden.
—¿Saben coser tan bien como tú? —preguntó la señora Perry con recelo.
—¡Ah, sí! Y Tildy, mucho mejor. Es capaz de dar las puntadas más pequeñas
que yo conozco.
—No me gustaría ver esta retalera con puntadas largas que se enganchen en las
uñas de los pies.
—¡Por supuesto que no!
Rachel fue a la carreta. ¡En las uñas de los pies! Nunca se había sentido tan
insultada. Hester siempre encontraba la manera de hacerlo. No quedaba espacio en
la carreta para el edredón, Rachel tuvo que ponérselo encima, eliminando cualquier
posibilidad de que la abrazara durante el camino.

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—Rachel… Siento no haberte ayudado más. No lo sabía. Por favor, de ahora en


adelante, cuando te sientas cansada o tengas demasiado trabajo, dímelo. Esto no debe
pasar otra vez.
Rachel anheló abrazarlo y decirle que él también era el marido más maravilloso
del mundo.

Rachel extendió la masa del pastel con una botella, puesto que no tenía rodillo y
tampoco tenía sentido comprarlo cuando faltaba tan poco para emprender el viaje.
Todo lo que se cargara en la carreta debía ser imprescindible.
Los emigrantes de Oregón estaban acampados a un cuarto de milla de la
cabaña, cerca del camino a Saint Joe. Con la leche de sus vacas y unos huevos de pato
que Will había llevado, pensaba hacer un pastel de natillas especial para él, por haber
sido tan considerado con ella cuando rompió a llorar.
«Si pesco algo, lo limpiaré antes de traerlo», le había susurrado al oído antes de
salir hacia el río.
Contempló furiosa el edredón. Jamás, jamás, habría tenido que cerrar aquel
trato. La señora Perry, tan criticona como era con el trabajo de los demás, había
cosido los retales sin orden ni concierto, de modo que ahora no formaban ningún
dibujo. Los retales tampoco eran del mismo tamaño y Hester los había forzado con
pliegues y fruncidos.
—No es muy bonito, que digamos —dijo su padre, sentado contra la pared, con
la espalda protegida con pieles—. Si no fuera por el vinagre… Alguien viene, oigo
caballos. Quizá sea el grupo de Oregón del que me has hablado.
Rachel sacó la cabeza de la campana de la chimenea a tiempo de oír los cascos
en el claro. Se preguntó si Will había acabado dando su dirección a los emigrantes.
Ella le había pedido que no lo hiciera.
—¡Hunter! ¡Hunter! ¿Estás ahí?
No sabía quién podía ser, pero sí que se iba a librar de ellos. Su padre no estaba
en condiciones de recibir visitas. Will tardaría bastante en regresar. Lo que tuvieran
que hablar con él, podía esperar al día siguiente.
—Parecen los ingleses —dijo Godfroy.
—¡Hunter!
Rachel se detuvo en la puerta, asombrada al ver los dos hombres que montaban
caballos elegantes, con las crines y las colas trenzadas. Otros hombres, en monturas
mucho menos espectaculares, llevaban dos reatas de mulas con alforjas vacías.
—¿Tú eres la hembra de Hunter? —preguntó el que estaba más cerca.
El desconocido llevaba polainas de ante blancas y una chaqueta de caza de
largos flecos que ondulaban con el menor movimiento del caballo. La parte superior

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de sus mocasines estaba adornada de cuentas de vidrio que lanzaban destellos rojos
y azules bajo el sol.
¿La hembra de Hunter? Rachel bajó los ojos, recelando de las implicaciones de
aquella manera de hablar.
—El señor Hunter no tardará en llegar —dijo evasivamente, con la esperanza de
que ellos supusieran que no se encontraba muy lejos.
—Robidoux nos ha participado que podíamos contratarlo. Deseamos dirigirnos
a Fort Laramie con la idea de cazar bisontes.
Rachel hizo un esfuerzo para no sonreír con aquel tipo, feo y altanero que debía
ser sir Anders. Llevaba el flequillo largo, la nariz estrecha apenas separaba sus ojos,
las mejillas se hundían hasta formar papadas azules. Sir Anders levantó una mano
imperiosa.
—Hooper, Tibbles, que las mulas coman de ese heno. Han trabajado todo el día
y se lo han ganado.
—No se acerquen al heno —les advirtió ella.
Los criados miraron a su señor esperando órdenes.
—¡Haced lo que os mando! —estalló el noble—. ¿Acaso debo repetirlo?
Los criados jalaron las riendas y espolearon a sus caballos.
—¡No! —gritó ella.
Rachel se subió las faldas y corrió a impedirles el paso, pero sir Anders hizo
avanzar a su caballo y se interpuso entre las mulas y ella.
—Estamos adiestrándolas para que lleven alforjas y es hora de que coman.
—No de mi heno —gritó ella mientras trataba de esquivar el caballo inquieto.
—No te preocupes. Arreglaré cuentas con el señor Hunter.
—¿Dinero? El dinero no vale de nada cuando no se puede comprar heno.
¿Dónde se había metido Will? ¿Por qué había tenido que irse cuando más le
necesitaba? Él sólo tendría que apuntar con su rifle a aquellos señoritingos ingleses
y… ¡El rifle! ¡El rifle de su padre! Echó a correr a la cabaña y estuvo a punto de caer
en el porche.
—¿Qué pasa, Rachel?
Godfroy estaba levantándose, ya tenía las piernas flacas fuera de la cama. El
rifle se encontraba a los pies de la cama, donde lo había dejado días atrás. Rachel
suspiró al ver que estaba cargado.
—¡Los ingleses no se aprovecharán de mi heno!
—¡Rachel! —gritó Godfroy a su espalda.
—¡Vuelve a la cama! —chilló ella desde la puerta.

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Las dos primeras mulas masticaban encantadas y sus compañeras se agrupaban


en torno al montón, sacando manojos con los dientes, esturreando por el polvo más
paja de la que comían. Rachel levantó el arma y apuntó a la que tenía más cerca.
—Apártenlas de ese heno o disparo.
Sir Anders blandió una fusta corta y arreó a su caballo. Iba golpear el rifle y
desarmarla, a menos que ella apretara el gatillo en los próximos dos segundos. Una
de las bestias tiró de un manojo crítico y un gran montón de heno se derrumbó sobre
su cabeza. Rachel disparó.
Un ruido atronador, un golpe en el hombro que la lanzó hacia atrás. Sintió que
su trasero se clavaba cada tronco de la pared de la cabaña.
—¡Dios mío! ¡La ha matado!
Era una voz nueva. Al menos, por fin hablaba alguien que no fuera sir Anders.
—¡Perra!
Anders había bajado del caballo y la sujetó del brazo tan fuerte que aquel dolor
nuevo la hizo olvidarse de su hombro y de su trasero.
—Pagarás por esto. Son las mejores mulas que pude comprar en este agujero
infecto y tú me has matado una.
Cerca del henil, una mula se retorcía y pataleaba en el suelo. Las otras, atadas a
su compañera, relinchaban y coceaban en sus esfuerzos por permanecer sobre las
cuatro patas.
—¡No estaría muerta si la hubiera mantenido lejos de mi heno!
Iba a enfrentarse a aquel inglés arrogante aunque fuera lo último que hiciera.
Iba a decirle a la señora Brown lo borracho que era, porque apestaba a whisky rancio,
lamentaba haber soltado el rifle con la deflagración. Golpeó a sir Anders con la mano
libre, trató de defenderse a patadas, pero las faldas se lo impidieron.
—¡Rachel! ¡Suéltala, yo te pagaré la mula!
Rachel se debatía contra los dedos que le apretaban, preguntándose hasta
donde podía retorcerse sin que su brazo se rompiera. Su padre se apoyaba en la
pared de la cabaña. Sin embargo, aun así, estaba casi doblado en dos.
—¿Y qué significa ella para ti? —gruñó Anders, levantándola en peso de modo
que sólo se mantenía en pie gracias a él.
—Es mi hija. ¡Suéltala! Te pagaré esa condenada mula.
Rachel se las arregló para volver a poner los pies en el suelo. Pensaba
revolverse, pero, en ese instante, Anders la sujetó de ambos brazos y se los retorció
en la espalda.
—¿Tu hija, sucio indio?
—Sí.
Las rodillas le fallaban, Godfroy estaba a punto de caer al suelo.

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—¿De qué tribu eres?


Las rodillas llegaron al suelo y dejó caer la cabeza. Estaba exhausto. No tenía
fuerzas para contestar.
—Miami —dijo Rachel con toda la calma de que fue capaz. Mi padre es hijo de
François Godfroy, jefe de los miamis en los días en que dominaban Indiana. Y su
abuelo era francés, descendiente del rey de Jerusalén.
Anders le retorció un poco más los brazos. Rachel oyó que los huesos de sus
hombros crujían. Se mordió los labios para no darle el placer de que la oyera gritar.
—¿Crees que me impresiona tu linaje? Soy Anders Trout, mi padre combatió
con el Gran Duque en Waterloo y le ayudó a derrotar a Napoleón. No como tus
lastimosos antepasados, que se dejaron expulsar de sus tierras.
La empujó hacia delante, hasta que él alcanzó a tocar el muslo de su padre con
la puntera de la bota.
—¿En qué moneda piensas pagarme, salvaje? ¿Con tu ridículo orgullo? Voy a
llevarme a tu hija a Saint Joseph, donde la conduciré ante el magistrado y la acusaré
de haber matado una mula de mi propiedad.
—No —dijo Godfroy con una voz apenas audible.
—Bueno, quizá no sea preciso recurrir a la ley. Serás mi criada hasta que hayas
pagado el precio de la mula.
Anders apretó la rodilla contra su trasero, justo en el sitio en que se había
golpeado contra la pared. El dolor desapareció de sus hombros, pero tenía los brazos
libres.
Se revolvió, pero Anders la esquivó riéndose de ella y la arrastró hacia su
caballo.
—Hooper.
Era una nueva sensación en sus brazos entumecidos. ¡Una cuerda! Trató de
resistirse, pero no tenía la menor oportunidad frente a dos hombres. Pataleó, pero se
encontró boca abajo sobre el caballo, unos dedos como garfios la sujetaron por los
tobillos.
—Sir Anders —dijo una voz educada con preocupación—. Se enterarán de esto
en la ciudad y…
—Es india. A nadie le importa un pepino una «squaw».
—Lleva un anillo de casada.
¿Quién salía en su defensa? ¿El otro inglés?
—Ayúdeme —suplicó, con la esperanza de que fuera un caballero.
—Será robado. Se lo habrá arrancado con dedo y todo a algún pobre diablo.
Aquellos dedos buscaron su mano. Rachel cerró el puño. No le quitaría el anillo
que su padre había comprado para su madre, el anillo que tanto tiempo había
guardado en recuerdo de un sueño destrozado.

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—Pero, sir Anders, si el anillo se lo ha dado un hombre que la quiera…


—¡Yo la quiero!
Como un trueno, aquella voz sonó a gloria en los oídos de Rachel.
—¡Will! —gritó.
Se las arregló para levantar la cabeza lo suficiente como para verlo. Allí estaba,
alto, guapo, furioso.
—Desátala y ponla en el suelo o alguien morirá aquí.
El rifle pasó de una mano a otra y acabó apuntando al sir. La mano dejó de
buscar su anillo.
—Me ha matado una mula.
—Desátala y déjala en el suelo o te hago un agujero en el pecho.
—Desarmadlo —dijo la voz altanera.
—Me da igual a cuál de vosotros mato.
La cuerda se aflojó y cayó. Anders la bajó del caballo sin miramientos,
procurando tocarla lo menos posible. Rachel tuvo que sujetarse al estribo para
mantener el equilibrio.
—Entra en la cabaña, Rachel. Ayuda a tu padre.
Con una sola mirada en la que iba toda su gratitud, Rachel se inclinó hacia su
padre, levantándolo con una fuerza que nacía del pánico.
—Si tienes una recaída, juro que mataré a ese sir Anders.
Si podía dispararle a una mula, podía hacer lo mismo con un hombre, pensó
mientras loe arrastraba y lo dejaba en la galería. Tenía que darse prisa, Will la
necesitaba. Estaba solo frente a cuatro hombres.
—Apartad esas mulas del heno —le oyó ordenar.
Rachel dejó a su padre en la cama y salió. Los ingleses no hacían sino
estorbarse, apelotonados. «Torpes», pensó sonriendo para sí misma. La seguridad
estaba en dispersarse, Will sólo disponía de una bala. Rachel recogió el rifle de su
padre. Estaba descargado pero, si era necesario, podía abrirle la cabeza a sir Anders.
—¿Es usted el señor Will Hunter? —dijo sir Anders andando hacia él con la
mano extendida, como si nada hubiera sucedido—. Deseamos contratarlo como guía
de una expedición de caza. Pretendemos cruzar la pradera y llegar hasta Fort
Laramie.
—¡Vete al infierno! —gritó Will—. Pones tus mulas a comerse el heno de mi
esposa, la maltratas cuando ella defiende lo que es suyo y ¿sólo porque tiene sangre
india crees que puedes convertirla en tu concubina particular?
—¿Su esposa? ¿El heno de su esposa? —graznó el sir.
—El heno es de mi esposa y es ella quien decide quién se lo come y quién no.
Atar una cuerda a ese cadáver y lleváoslo.

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Will subió al porche sin dejar de apuntarles. Los caballos empezaron a salir
lentamente del claro. Cuando desaparecieron, se volvió y preguntó con una alegría
que a Rachel le pareció fuera de lugar:
—¿Todo el mundo sigue vivo?
—Si te parece que es divertido para una mujer verse atada y…
Will la abrazó sin soltar el rifle. Se le clavó en el mismo sitio donde le había
golpeado la pared, pero no pudo decírselo porque la estaba besando en la boca. El
olor de Will llenó sus pulmones.
—Lo siento, pero me siento como borracho —dijo él cuando acabó el beso—.
Daban lástima yéndose con el rabo entre las piernas. ¡Y tú estás a salvo!
Tampoco la soltaba a ella. El brillo de sus ojos la pilló por sorpresa,
cautivándola una vez más. Estaba atrapada en un fuego recién encendido, en un
fuego de peligro. El grito de Will todavía resonaba en sus oídos. «¡Yo la quiero!»
—Guarda los rifles —dijo él.
Rachel los recogió. El suyo estaba caliente en el lugar donde había tenido la
mano. Will ayudó a Godfroy.
—¿Qué es ese olor?
—¡El pastel! —exclamó ella.
Sin soltar los rifles corrió al fuego y salvar la fuente por lo menos. Sin embargo,
no se había quemado, sólo había empezado a hacerse por los bordes.
—Creía que se habría quemado. Me ha parecido que han sido horas.
Will se encargó de colgar un rifle sobre la puerta y de dejar el otro a los pies de
la cama. Para Rachel, sus movimientos eran irreales, extremadamente lentos. Sintió
que le ponía una mano en el hombro, en el que se había hecho daño con la culata. Sin
embargo, el gesto evocó en ella el recuerdo del placer que había sentido con sus
brazos en la espalda.
—Abrázame. Me duele el hombro. El disparo…
—Rachel, Rachel…
Will le besó la frente, las mejillas, se frotó la cara contra su pelo. Una mano se
posó en su cadera y la obligó a cerrar el espacio que los separaba. No había duda
sobre lo que deseaba. En aquel momento, Rachel supo que a los hombres llevados
por la lujuria también les crecía el miembro, igual que a los animales.
—Había hecho un pastel de crema… —balbuceó antes de que él volviera a
besarla.
Y no sólo con los labios, sino con la lengua. Una hebra de fuego se retorció en
sus entrañas. Rachel forcejeó para apartarlo.
—El pastel —suplicó.
—Sólo una cosa más, Rachel —dijo él rodeando su cintura, reteniéndola,
apretándola contra sí—. Cuando te enfrentes a alguien con un rifle, recuerda que sólo

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tienes una baja. Amenaza, ¡no dispares! En cuanto dejes de tener esa bala el arma no
te servirá.
—Gracias, no lo olvidaré. Ahora, déjame. Tengo que vigilar el pastel.
No era del todo cierto, claro. Se plantó frente al horno y trasteó con la leña y los
cacharros sin necesidad. Recordaba la cópula de los perros en la calle de Pikeston y
cómo la tía Caroline había tratado de evitar que asistiera a aquel espectáculo. Pero
eso era lo que Will quería de ella y Rachel debía consentir porque había arriesgado su
vida para salvarla. Había dicho que estaba dispuesto a esperar, que podría dormir
sola. Pero, ¿y si volvía sir Anders? Will debía dormir en su cama, ella necesitaba un
protector.

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Capítulo 8
Will se dio cuenta de que Rachel se llevaba la mano al hombro derecho. El rifle
de Godfroy era muy capaz de haberle roto la clavícula con el retroceso.
—Deja que te eche un vistazo a ese hombro —dijo poniéndole una mano en el
cuello.
De pronto, sintió el torrente de su propia sangre en la punta de sus dedos.
Rachel se llevó ambas manos a la garganta, hizo una mueca y abrió la mano sobre el
hombro.
—Estás herida. Venga, déjame verlo.
Rachel se aflojó el cuello del vestido, soltó el primer botón y retiró dos pulgadas
de tela. Will le desabrochó el siguiente.
—Will, no…
Otro botón. La vena de su cuello palpitaba. Ojalá su corazón hiciera lo mismo
por él. Will vio una zona enrojecida con la forma de la culata. Antes de que
amaneciera se habría puesto del color del hígado crudo.
—Ponte una compresa fría ahí y vete a la cama.
—Tengo que preparar la cena. Además, si me obligas a meterme sola en esa
habitación, lloraré y me moriré de miedo bajo las mantas al recordar lo que ese
hombre horrible ha intentado hacerme. Gritaré cada vez que oiga a un ratón.
Will comprendió que debía mantenerse ocupada, pero tenía marcas sucias de
las correas de cuero con las que la habían atado y las manos todavía le temblaban
mientras cortaba el tocino. Will le quitó el cuchillo de las manos. Ella se dedicó a
hacer tomar a su padre una taza de caldo. Estaba claro que el convaleciente mejoraba
a pesar del esfuerzo que había realizado para defender a su hija.
—El grupo que va a Oregón quiere unirse a otro —dijo Will cuando hubo
acabado su primer plato de beicon y pan. Tenía que romper el silencio, distraer a
Rachel—. Dieciocho carretas. No les importa que nosotros nos dirijamos a California,
seguiremos el mismo camino hasta más allá de Fort Hall.
—Habrá que mirar su equipo —dijo Godfroy—. Si traen carretas viejas y pocas
provisiones, sólo serán un estorbo. No sería justo para los hombres de Pikeston que
se han esforzado por comprar carretas nuevas.
—Mañana iré a la ciudad y buscaré mulas. La gente empieza a alborotarse,
todos quieren sacar beneficios. Usted no podrá ir a la ciudad en un par de días.
Ni en un par de semanas, pero no podría deprimirlo con la cruda realidad.
Godfroy tendría que empezar el viaje como un inválido, acostado en el carromato.
—Nada de mulas. Estoy harto de esas bestias caprichosas. Mejor que sean
bueyes. Y también estoy harto de tantas solemnidades. A partir de ahora quiero que
nos tuteemos. Casi parecemos esos señoritos ingleses.

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Will intercambió una mirada con Rachel.


—Como quieras —dijo, aunque no dejaba de pensar en el pedido de bueyes que
había hecho el ejército—. Mañana me ocuparé de todo. También yo necesito dos o
tres caballos. Rachel me dice que sabe montar, no estaría de más que dispusiera de
otro. Iré a ver qué tienen los Iowa o los pawnee.
—¿Los pawnee? Entonces será mejor que reces para que el legítimo propietario
no te vea sobre sus animales —dijo Godfroy riendo—. Los ponis indios son los
mejores. Busca los que tengan las grupas moteadas.
Llamaron a la puerta y Rachel dejó caer el plato de latón que sostenía. Su estado
de nervios era evidente en sus ojos abiertos y ansiosos.
—Yo abriré —dijo Will.
Rachel se puso al lado contrario de la mesa. El hombre que apareció llevaba una
chaqueta de caza con flecos y un incongruente sombrero de copa que se quitó para
saludar. Era el otro inglés, el que había tratado de convencer sin éxito a sir Anders de
que no la secuestrara.
—Discúlpenme por interrumpirlos.
—Te dije que te largaras de aquí y no volvieras —gruñó Will, cerrando la
puerta de un golpetazo.
—Por favor, señor Hunter. He venido a rendir mis excusas.
Los tablones de la puerta ahogaban las palabras, pero la vergüenza que sentía
aquel hombre era evidente.
—Supongo que usted pensará que yo apruebo un comportamiento como el que
ha tenido lugar hoy.
Will volvió a abrir la puerta, pero bloqueó el paso con su cuerpo.
—Bien, no es conmigo con quien debe disculparse, sino con la señora.
Señaló a Rachel y se dio cuenta demasiado tarde de que con aquel gesto
invitaba a pasar al inglés. Rachel retrocedió hasta la chimenea. El inglés debió ver el
miedo en su rostro porque, tras dar dos pasos, se detuvo y se llevó el sombrero al
pecho.
—Señora Hunter, le ofrezco mis más abyectas disculpas. No puedo por menos
que reconocer lo avergonzado que me siento al no haber hecho nada que impidiera
los actos de… sir Anders… que se encontraba…
—Borracho —dijo ella.
Will cambió de opinión. Rachel no estaba asustada, sino furiosa. Y también
recelaba. Un buen bagaje de características para una mujer que iba a emprender una
aventura.
—No exactamente borracho, no madame. Aunque he de admitir que se permitió
tomar una botella entera para acompañar el almuerzo.
—¿Y por qué no ha venido Anders en persona a disculparse? —preguntó Will.

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—Lo correcto y lo educado es llamarlo sir Anders —murmuró el inglés—. Es


baronet.
—Que tenga un título no significa que yo deba ser correcto con él —dijo Will—.
Ha demostrado ser una bestia y no un caballero.
—Sir Anders se encuentra, según tengo entendido, muy avergonzado de sí
mismo y me hubiera acompañado de no ser…
—Porque se ha pasado la tarde bebiendo con tahúres y renegados en alguna
taberna inmunda —estalló Rachel.
El hombre tragó saliva.
—Comprendo que no pueda pensar sino mal de él.
—A menos que esté embaucando a esa dama encantadora, la señora Brown,
para que sucumba a sus desagradables abrazos.
El inglés se echó hacia atrás, pero sólo la parte superior, como si una avispa le
hubiera amenazado en la cara.
—¿Y quién es usted? —intervino Godfroy.
El inglés pareció reparar por primera vez en el hombre que había en la cama.
—Siento terriblemente no haberme presentado. Soy Brant Reid, de Henley-on-
Thames, para servirle, señor. Espero que no haya sufrido contratiempos por haber
perturbado su convalecencia.
—Lo más probable es que me sentara bien. Cuando un hombre está demasiado
tiempo en la cama, sus piernas se debilitan. ¿Cuántos son en su grupo?
—Sir Anders, un servidor y nuestros criados, uno para cada uno. Teníamos
intención de contratar muleros y criados para el campamento aquí, quizá dieciséis
hombres.
—Si he entendido bien, piensan llegar hasta Fort Laramie, ¿no?
—Exactamente, señor. ¿Tendría la bondad de decirme con quién estoy
tratando?
—Con Trail Godfroy.
Brant Reid se inclinó.
—El señor Robidoux le mencionó como posible guía, pero averiguamos que
usted y otro montañés llamado Sampson ya se habían comprometido para guiar a
unos colonos hacia el Lejano oeste.
—Pueden venir con nosotros.
Rachel gimió tan sonoramente que Brant Reid la miró un momento. Will se
interpuso entre ellos.
«La fiebre ha debido trastornarle la cabeza a Godfroy», pensó.

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—Pasaremos por Fort Laramie y allí seguro que encontrarán un indio o algún
trampero que esté deseando servirles de guía a cambio de unos cuantos dólares —
insistió Godfroy.
—Debe disculpar mi desconcierto, señor. No podía esperar, considerando los
últimos acontecimientos, una oferta tan generosa. ¿Cuánto cobraría?
—Los emigrantes, cada hombre, nos pagan a Sampson y a mí diez dólares por
el verano. Para usted y Anders sería lo mismo. Los criados no pagarían nada, puesto
que no van a hacer todo el viaje hasta California. Pero usted y Anders deben
empeñar su palabra de honor en que nos seguirán paso a paso durante todo el
camino.
—Yo… Bueno, evidentemente, he de consultar con sir Anders —balbuceó el
inglés.
Paseó la mirada por la cabaña, deteniéndose en cada uno de sus habitantes. Se
detuvo en Rachel un instante y Will vio complacido cómo ella se la devolvía
furibunda y sin amilanarse.
—Señora Hunter, ¿no le sería incómoda nuestra presencia?
—Cuento con mi padre y mi marido. Ya han visto esta mañana que mi marido
es muy celoso y me protege de las impertinencias de otros individuos —dijo y soltó
una carcajada—. Me parece que ustedes ya han quedado advertidos, si es que sir
Anders se ha molestado en escuchar.
Brant Reid volvió a retroceder. Rachel lo había insultado.
—Señor Godfroy, señor Hunter… —dijo tratando de no retorcerse las manos—,
en conciencia debo hacerles una confesión que un caballero no haría en
circunstancias normales. Puede que descubran que sir Anders es un compañero
difícil para un viaje tan largo.
—Entonces, es un verdadero monstruo —dijo Godfroy—. ¿Teme que se
dedique a atar a todas las mujeres de la caravana y a cargarlas sobre su caballo?
Brant Reid cerró los pesados párpados un instante. «No está acostumbrado a
que la gente le hable sin humillarse», pensó Will.
—Sir Anders espera ser el que esté al mando. Su padre fue un oficial de Su
Majestad…
—Algo mencionó —dijo Rachel con sorna—. Sí, no se qué de Waterloo.
—Y tiene el nombramiento de coronel en uno de los regimientos de Su
Majestad, aunque no desempeña un papel activo. Tengo entendido, por lo que he
oído en Saint Joseph, que las caravanas eligen a sus líderes. Supongo que los
hombres de su grupo elegirían a uno de los suyos y no a sir Anders para que fuera su
general, ¿me equivoco?
—Sí, pero es capitán —dijo Godfroy—. El jefe de una caravana se llama capitán.
—¿Por qué deberíamos los americanos elegir a un John Bull gordo y fofo para
que nos dirija? —explotó Will.

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Godfroy contuvo una carcajada.


—Su título no significa nada aquí. A un hombre se le juzga por su
comportamiento y no hay nada bueno que decir sobre el de sir Anders. Cuando salí
de Pikeston, los hombres hablaban de elegir al teniente Matt Hull, un joven que
acababa de volver a casa de la guerra con Méjico. Y él si ha luchado en batallas de
verdad y no de juguete. Este invierno ha conseguido el título de abogado.
—Me temo que sir Anders se sentiría profundamente ofendido de tener que
encontrarse bajo las órdenes de un oficial americano, ¡Y sólo un teniente!
—Pero, ¿le mencionará mi oferta?
—Descuide. Mañana le sugeriré que sopesemos las ventajas de viajar con
ustedes. Les mandaré recado con nuestra decisión.
Brant Reid se inclinó y, cuando se convenció de que nadie iba a decir nada más,
se dio la vuelta.
—¿Tiene castillo sir Anders?
Las palabras brotaron por sí solas de los labios Rachel. Brant Reid giró con la
precisión de un director de banda.
—Desde luego, señora Hunter. El castillo de Lindenlore. Aunque tan sólo un
ala, la construida el siglo pasado, resulta habitable. Hace mucho que los demás
edificios se encuentran en ruinas. Mucho me temo que la familia Trout se ve obligada
a vivir confinada en un espacio reducido, tan sólo cuarenta o cincuenta habitaciones.
Rachel ahogó una exclamación. Will se dio cuenta de que Brant Reid trataba de
contener una sonrisa, dividido entre la hilaridad que le producía la inocencia de
Rachel y la necesidad de tratarla correctamente. Los buenos modales acabaron
imponiéndose.
—Para una familia inglesa de la alcurnia y fortuna de los Trout, dichas estancias
resultan bastante estrechas. Sir Anders está considerando derribar los muros
medievales y levantar un ala moderna del mismo tamaño que la casa actual.
—Comprendo —dijo Rachel, volviendo su atención hacia la tetera y los platos
sucios.
Brant Reid fue a la puerta haciendo reverencias, repitiendo sus disculpas y
dándole las gracias a Godfroy. En el instante en que la puerta se cerró, Rachel se
encaró con su padre.
—¡Padre! ¿Cómo has podido?
—No quiero tener a esos tipos cerca —la apoyó Will—. ¿Qué pretendes al
dejarles que nos acompañen? ¡Anders ha atacado a tu propia hija!
Godfroy levantó una mano.
—Son cuatro ingleses que van a contratar a cinco o seis hombres como
trabajadores del campamento y muleros. Un pequeño ejército. Todos los que vienen
de Indiana tienen una familia que proteger. Necesitamos que todos arrimen el
hombro.

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—No creo que Anders sirva para otra cosa que darnos problemas —dijo Rachel
con un gesto de desprecio.
Will la miró con admiración y pensó si no debía comprarle un cuchillo y una
vaina para llevarlo al cinto.
—No es la primera vez que veo un hombre como Anders —dijo Godfroy—. Se
crece frente a los débiles, pero se derrumba como una tienda a la que se le quitan los
palos cuando un hombre fuerte le planta cara. Hoy, por primera vez desde que ha
llegado a este país, alguien se le ha enfrentado. Al otro lado del Missouri aprenderá
una lección nueva cada día y entonces nos seguirá y obedecerá las órdenes como un
perrillo faldero. Este Brant Reid puede que sea un flojucho, pero no es malo. Los
criados estarán a acostumbrados a hacer lo que les manden, pero son los muleros los
que necesitamos, hombres que conocen qué significa atravesar las praderas. Vamos,
Rachel. Necesito otra taza de ese caldo empalagoso, pero esta vez con un poquito de
pan. Mi estómago me dice que podría comerse una vaca asada —añadió para acallar
sus protestas.
Mientras Rachel atendía a Godfroy, Will fregó platos y cubiertos. Recogió la
sartén que había en la chimenea. Rachel le dijo que la dejara, que quería aprovechar
la grasa del tocino.
—No deberías fregar los platos, Will.
—Tú me has ayudado con el heno. Es lo justo.
Will contuvo el aliento. No estaba seguro de cuál iba a ser la reacción de su
esposa.
—¡El pastel! —exclamó ella—. ¡Ese inglés ha hecho que me olvidara del pastel!
—No manches más platos —dijo él—. Me lo comeré con los dedos.
—¡Yo también! —se apuntó Godfroy.
—¡Ni soñarlo!
Will no sabía a qué se refería, si a que comiera con los dedos o si hablaba para
su padre. Rachel cortó un trozo de pastel y lo puso en un plato sin mirar siquiera a
Godfroy.
—Por favor, Rachel. Todavía se me hace un nudo en el estómago al pensar en lo
cerca que he estado de morir.
—Pero los huevos frescos y la leche no son buenos.
—Tampoco lo es morirse de hambre.
Rachel cedió. Empujó a Will al pasar por su lado.
—Siéntate. No me gusta ver a un hombre comiendo de pie, no puede ser bueno
para la digestión.
Will obedeció. Ella se sentó a su lado y se sirvió pastel.
—Fíjate lo débil que soy. Un hombre lloriquea un poco y me rindo.

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Rachel le puso la mano sobre el hombro, era como si lo tatuara a fuego vivo. Un
trozo de pastel se le atravesó en la garganta y Will no pudo responder.

Will se quitó las botas y los pantalones en la galería. Estaba a punto de hacer lo
mismo con la cazadora, cuando se lo pensó mejor. Tiró de los faldones para que le
cubrieran los muslos. Así podía excusarse diciendo que sólo había ido a ver cómo
seguía el hombro.
Tiró del pestillo sin la menor intención de ser sigiloso y entró. Ella se movió en
la cama, con la última luz del atardecer vio que extendía una mano hacia él. Era un
gesto inequívoco, él hubiera esperado a que llegaran los carromatos con las colchas,
pero si ella esta ha dispuesta…
—¿Te duele el hombro?
—Un poco.
—¿Y los brazos?
—No. Anders no debe ser muy experto atando mujeres. Me habría librado en
un momento. ¿Cuánto llegaste a ver?
—Llegué cuando ya estabas sobre el caballo y Anders trataba de quitarte el
anillo. Gracias al cielo que no me quedé en el río más tiempo. Pero tenía hambre y no
podía dejar de pensar en lo bien que cocinas.
Will se sentó en la cama. El suelo húmedo le estaba dejando los pies helados.
—No sabes cuánto te lo agradezco.
Will se preguntó si tendría que esperar mucho a que ella lo invitara a su lado, se
le habían puesto las piernas de carne de gallina.
—Will.
—¿Sí?
—Hiciste lo que debe hacer un marido, proteger a su esposa. Te lo agradezco
tanto… Por eso quiero demostrarte que yo también puedo ser una buena esposa…
—Ya lo has demostrado. Tienes la cabaña limpia, cocinas y, cuando acabes con
esa maldita colcha, coserás para nosotros.
—No me refiero a eso.
Rachel le puso la mano en el muslo, movió los dedos un momento y avanzó
hacia la rodilla.
—Por favor, Will. Eres mi marido.
Decidió que aquello tenía que ser la invitación. Fue a ella tan precipitadamente
que se enredó con las mantas y, en los escasos segundos que tardó en librarse, su
miembro se puso rígido y ardiente. Ella llevaba un camisón de muselina sin botones,
sólo una cinta que recogía la plenitud de sus senos. Will tiró de ella y luchó con la

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tela hasta que liberó su seno derecho. Rachel contuvo un gemido y Will sintió que
toda la sangre se le agolpaba en las ingles. La besó para distraerse de las demandas
de su cuerpo. Pero era peor. Mucho peor. Debía haber un nervio que conectara
directamente los labios con el sexo. Tiró del borde del camisón y consiguió destapar
una rodilla. Will introdujo la mano entre sus piernas.
—Will, por favor. ¿Qué vas a hacer?
Se quedó paralizado, luchando contra la opresión que le atenazaba el pecho,
tratando de dominar su respiración. Tenía que enseñarla. La tomó de la mano y se la
llevó debajo de su cazadora, donde ella pudo tocar su sexo anhelante.
—Voy a entrar en ti, entre tus piernas.
Rachel apretó las rodillas y se apartó ligeramente de él.
—Ya me parecía a mí que iba a ser algo así. Hace tiempo que vi… ¿Duele?
—No lo sé.
Will se arrepintió de no haber prestado más atención, de apartarse siempre que
tenían lugar burdas conversaciones sobre los mecanismos del sexo. Los marineros
eran muy claros, bochornosamente gráficos, sumamente explícitos. Tendría que
haber copulado con una desconocida, con una mujer que no le importara…
—Dime cómo quieres que me…
—Así, como estás. Tumbada.
Con una mano, le acarició el interior del muslo mientras con la otra buscaba su
abertura. Se puso sobre ella y buscó aquel sitio mágico a punto de perder el control.
Un estorbo tirante, una resistencia. Rachel parecía muy pequeña… si pudiera
dominarse. Algo empezó a ceder, un cierre…
—¡No! —gritó ella.
Lo empujó y se apartó de él. Con una convulsión violenta, su semilla se
derramó dolorosamente, estremeciendo todo su cuerpo con espasmos. Will se aferró
al camisón, quería tenerla bajo su cuerpo, pero no le quedaban fuerzas.
—¡Duele, duele mucho! —gimió ella—. Me has hecho daño.
Rachel se acurrucó contra la pared de la cabecera, empujando débilmente para
sacar los pies de debajo de su pecho. Will se los sujetó y le besó los tobillos. Al
menos, no podría huir.
—¿Esto es lo que una esposa debe dejarle hacer a su marido?
—Sí —jadeó él.
—Pues bien, a mí no me da la gana.
—Pero estamos casados. Ya verás como, con el tiempo, es más fácil.
—¿Y tú cómo lo sabes? Has dicho que nunca lo habías hecho.
—Y es cierto, pero los hombres hablan.

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«Ella es demasiado pequeña y yo demasiado grande», pensó mientras maldecía


la moralidad de su padre y todos los sermones sobre castidad. «Si hubiera hecho esto
antes, habría sabido que no somos compatibles». Con un tirón inesperado, Rachel
liberó sus pies y los puso en el suelo.
—¿A dónde vas?
—A dormir en el fuego, junto al fuego —dijo llevándose la piel de bisonte.
Will se dejó caer sobre la cama, pero dio un respingo al sentir en el estómago la
viscosidad de su eyaculación. Se echó la manta sobre los hombros y se sentó en el
sueño. Si siempre había estado escapándose, desafiando las restricciones de su padre,
¿por qué había tenido que obedecerle en el asunto del sexo? Simplemente, porque la
Biblia decía bien claro que la fornicación era pecado. Y así, él era tan ignorante como
Rachel. Era posible que a partir de aquel día se negara a permitir que la tocara.
Aunque quizá no fuera demasiado tarde. Tenía que despertar a Rachel y
explicárselo. La ropa y las botas estaban donde las había dejado. ¿Y el rifle? Sobre la
puerta. No podía alcanzarlo sin entrar, abrió la puerta y pasó. Un fantasma con piel
de bisonte escapó de él.
—¡No Will! ¡Por el amor de Dios, no! —gritó alejándose por el claro.
Will la siguió. Tras un momento en que tuvo que acostumbrar los ojos a la
oscuridad, distinguió un bulto junto a un árbol.
—¿Rachel?
—No dispares. Haré lo que tú quieras.
—¡Rachel! ¿Cómo puedes pensar que…?
—Entonces, ¿qué haces con el rifle?
Will apoyó el arma contra la pared y levantó las manos.
—Ya no lo tengo, ¿lo ves?
—Sí —dijo ella, sin demasiado entusiasmo.
Will se acercó al árbol, guiándose por el ruido del roce del camisón. Se detuvo a
cinco pasos de ella.
—Me voy a la ciudad. No me gusta ir por ese camino de noche y desarmado.
—Sí, claro.
—Voy a averiguar en qué me he equivocado.
—Ojalá la abuela estuviera aquí.
—¿Quién? ¿La mujer de las hierbas que viene en la caravana?
—Sí, es la abuela de Meggie y Tildy. Hace de comadrona para las parturientas y
cuida a los enfermos. Ella me lo podría explicar. Hace tiempo que tendría que
habérselo preguntado.
—Pero no está aquí, tendré que preguntárselo a otra.
—Busca a Mujer Gris, ella lo comprenderá.

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—Está al otro lado del río y no sé hablar pottawatomi.


—No creo que haga falta hablar el mismo idioma para…
—¡Rachel! No pretendo meterme en la cama con otra mujer, sólo hacer unas
cuantas preguntas.
Hubo un largo silencio. Rachel se apartó del árbol. Tenía las manos en los
hombros para calentarse. Will, se dio cuenta de que estaba fuera de sí, la piel de
bisonte se encontraba a sus pies. Will la recogió y se la echó por encima.
—Will, en Indiana, hablaba con las amigas sobre cómo podrían ser nuestros
maridos. Les dije que sólo me casaría con el hombre que me hiciera sentir una gran
pasión. Pero me he casado contigo porque pensaba que mi padre iba a morir. Lo que
ha pasado esta noche es culpa mía, porque no siento una gran pasión.
¿Cómo que una gran pasión? Will la respetaba, pero, ¿sentía él una gran
pasión? ¿Una tremenda lujuria?
—Te has casado por pasión, la pasión con que amas a tu padre. Te has
sacrificado para hacer que se sintiera mejor.
Will no supo si ella negaba con la cabeza o se limitaba a encogerse de hombros,
la piel y la oscuridad le impedían verlo claramente. Le puso un brazo sobre los
hombros y la llevó a la cabaña.
—No has hecho nada malo. Me dejaste entrar en tu lecho confiando en mí. Los
hombres tenemos un deber para con nuestras mujeres, aprender de antemano lo que
hace falta hacer.
Esta vez, estuvo seguro de que ella sacudía la cabeza con disgusto.

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Capítulo 9
La luna arrojaba sombras largas e irregulares ante él. Will recorrió Faraon
Street, dejó atrás el juzgado y se acercó a las calles bulliciosas que daban al río. El
hotel de Robidoux daba la bienvenida a sus clientes con hileras de farolillos y velas
en las ventanas. Will se dirigió a la que se había asomado la señora Brown. La viuda
abrió en cuanto Will llamó, pero se llevó un dedo a los labios. Will se dio cuenta de
que la niña dormía y su madre estaba escribiendo una carta.
—Necesito hablar con usted —musitó.
La señora Brown llevaba un camisón amplio de luto que parecía azul y plateado
cuando le daba la luz de la lámpara. Echó un vistazo por encima del hombro a la
niña y empujó a Will en el pecho.
—Bajo el árbol.
Un sicomoro daba sombra a la mitad del porche. Will dejó el rifle contra el
tronco.
—Bien, ¿para qué ha venido a verme?
Sus palabras se derramaban como miel. Estaba tan cerca de él que casi le rozaba
con los senos. La viuda sólo le llegaba a mitad del pecho, por fuerza tenía que mirar
hacia abajo y ver aquel busto envuelto en encajes.
—Necesito saber… Usted estuvo casada… Es viuda, de modo que tiene
experiencia… con los hombres, me refiero —dijo tímidamente.
—¡En absoluto!
Will decidió que no habría nada que hacer a menos que le contara toda la
embarazosa historia. Ella no se relajó escuchándolo. Al cabo, retrocedió un paso y se
lo quedó mirando.
—¡Señor Hunter! Me tiene en tan poca estima que viene a mi habitación a
confesar que se ha arrojado en brazos de una virgen y le ha hecho daño, ¡Y, para
colmo de insultos, me pide que le ayude a acabar de seducirla y así consumar su
perdición!
—No pretendo perjudicarla —protestó él—. Estamos casados.
—¿Qué?
La viuda estaba estupefacta, colérica. Su busto subía y bajaba agitado.
—Sí, nos hemos casado —repitió él.
La señora Brown dejó escapar el aliento y sacudió la cabeza.
—Leo todos los números de la Gazette en la que aparecen las listas de todas las
licencias matrimoniales y no he visto su nombre. Ni el de la señorita Godfroy, ya que
estamos.
—¿Licencias? —dijo él, tratando de tragar saliva.

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—Licencias, por supuesto. ¿Para qué piensa que es ese bonito edificio de los
juzgados?
—No hubo tiempo. Su padre pidió que nos casáramos porque se sentía morir…
—Pues parecía bastante repuesto cuando yo lo vi el otro día.
—Lo está. Incluso hoy ha tomado pastel de postre. El caso es que llevé a un
reverendo a la cabaña, nos hizo repetir sus palabras y yo le di un anillo a Rachel.
—Un bonito detalle. Supe que era usted un caballero desde el primer momento.
Me encantan las ceremonias con anillos. Sin embargo, por lo que me dice, Rachel está
molesta porque se comportó torpemente haciéndole el amor.
Las palabras recobraron su tonalidad melosa.
—Sí, y no puedo soportar la idea de dejarla sufriendo. Si usted me dijera…
—Sí, pero no aquí. Hay más gente a la que le gusta sentarse bajo el árbol en la
oscuridad.
Will se encontró en su cama, contemplando cómo ella se desataba el lazo del
busto y se subía el camisón hasta la cintura. Will pensó que su cuerpo se convertía en
líquido por debajo de la correa, a excepción de su sexo, que estaba tenso como una
cuerda. ¡Tenía que salir de allí! El colchón de plumas lo sujetaba como un monstruo
suave que se hinchaba por un lado cuando él se apoyaba en otro. La viuda le tomó la
mano y se la llevó al pezón.
—A una mujer le gusta que la acaricien y la abracen. Hazlo y no tardará en
suplicarte que la poseas.
—No creo que Rachel me permita tocarla.
Will trató de levantarse, pero la cama se lo impedía. La viuda se bajó el corpiño.
—Pon tu mano aquí.
—No hace falta. Usted dígame cómo he de hacerlo.
—La práctica es mejor que la teoría.
El vello de su sexo era como alambre, completamente distinto de la sedosidad
que había descubierto en Rachel.
—Tienes que tocarla ahí, porque es en ese sitio donde una mujer siente placer.
Cuando él apartó la mano, descubrió que ella había rodeado su erección con la
suya. ¡Dios! ¿Cuándo le había desabrochado la bragueta?
—No, estoy casado.
Detestaba su olor, espeso y animal, que emanaba de los pliegues fofos de su
vientre y sus muslos y le revolvía el estómago.
—No del todo. Recuerda que no tienes licencia matrimonial —dijo ella,
deslizándose sobre sus piernas—. Yo seré una buena esposa para ti.
«Para amarte y honrarte». Pero ése era el voto que le había hecho a Rachel, con
o sin licencia.

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—Yo no me quejaré de que me hagas daño, ni me excusaré con tontas jaquecas.


Puedes tenerme siempre que quieras, yo te enseñaré a…
No podía golpearla, eso era impensable, pero la empujó y ella estuvo a punto
de desaparecer en el colchón de plumas. A riesgo de caerse, Will saltó y salió
corriendo y no tardó en sentir los adoquines de suelo bajo las botas. En dos
segundos, fue al árbol y recogió el rifle. Estaba en la calle antes de que tuviera tiempo
de preguntarse si le habría hecho daño. Tenía ganas de gritar de vergüenza. Dos
mujeres en la misma noche. Como para echarse a llorar. Se le olvidó la vergüenza en
la Second Street. Una ráfaga de aire frío le sorprendió en pleno sexo, llevaba la
bragueta abierta.
Por fortuna, pudo descargar su frustración matando un venado de regreso a la
cabaña. Su destino era el del cazador solitario. Con el esfuerzo de cargar y arrastrar la
pieza, agotó el último residuo de excitación y unos pensamientos sombríos se
adueñaron de él. No podía dominar su concupiscencia. Su lujuria no era sólo para
con Rachel, sino para cualquier mujer.
Colgó el venado en la galería y se fue a la cama. A la mañana siguiente lo
llevaría al hotel, buscaría los bueyes de Godfroy y cruzaría el río para comprar
caballos a los indios.

—Rachel.
Alguien la sacaba de la seguridad de su sueño. Abrió los ojos. Su padre estaba
sentado en su cama.
—Rachel, criatura, ¿estás enferma? Hace horas que amaneció.
Se frotó los ojos y movió la boca. Tenía un sabor asqueroso en la lengua. El de la
repugnancia. Movió las nalgas y se mordió los labios para no gemir. El desastre no
había sido un mal sueño.
—No he dormido bien. Lo siento, debes tener hambre.
Había esperado despierta hasta oír que Will volvía haciendo ruido.
—¿No decías que quedaban huevos de pato? —preguntó Godfroy—. Pues
quiero dos, fritos en grasa de tocino.
—Padre, eso no puede ser bueno para ti.
—Tampoco lo era el pastel. Pero esta mañana, si un oso entrara por la puerta,
tendría que vérselas conmigo antes de convertirnos en su desayuno.
Se vio obligada a encender el fuego porque había olvidado cubrir las brasas tras
la cena. Will debía seguir durmiendo. Fue a llamarle, pero no obtuvo respuesta.
Entonces vio las evidencias de que había cobrado una pieza la noche anterior, debía
haber ido a venderla en el hotel.
—Voy a ir a la ciudad, si no te importa quedarte solo un par de horas —dijo
mientras le servía los huevos a su padre, que había insistido en sentarse a la mesa.

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«No tengo carácter, en cuanto un hombre lloriquea un poco, me rindo. ¡Pues


bien! Quizá haya dado mi brazo a torcer con los huevos y el pastel, pero no volveré a
casarme. Ningún hombre volverá a hacerme tanto daño».
El dolor entre las piernas empeoraba a cada paso quedaba.
—¿Necesitamos provisiones? —preguntó él.
—No. No le he devuelto sus visitas a la señora Brown. Tengo que ir a verla
antes de que lleguen las carretas y nos marchemos.
—Yo pensaba que no te caía bien —dijo su padre, un tanto asombrado.
—Es lo correcto. Además, he de contarle la verdad sobre sir Anders. Le ha
hecho proposiciones y debería saber qué clase de hombre es.
Godfroy asintió mientras sopeteaba los huevos con un trozo de pan duro.
Rachel sabía que debía quedarse en casa y hornear pan.
—Will se ha marchado a comprar los animales, supongo —dijo él.
Claro. Rachel lo había olvidado. No podía pensar en montar el caballo que Will
le había prometido, el dolor entre las piernas era como un cuchillo. Quizá no volviera
a insistir en hacer uso de sus derechos maritales cuando supiera que ella no podía ni
caminar después.
«Ojalá no me hubiera casado con él».

Cuesta abajo no era tan malo, pero cuando se trataba de subir, el dolor
empeoraba. Will había roto algo en sus entrañas. Se preguntó por qué la señora
Brown estaba tan desesperada por encontrar marido si era algo que dolía tanto. Lo
que tenía que hacer la viuda era abrir un taller de costura o una escuela de primeras
letras y alegrarse de que el señor Brown hubiera muerto.
Tuvo que evitar a un borracho. Tres hombres se peleaban a puñetazos un poco
más allá. Rachel echó a correr en cuanto vio que uno sacaba un cuchillo. Por una calle
lateral, encontró a otro que hacía un cartel en forma de diente. Este parecía sobrio.
—Discúlpeme, caballero. Estoy buscando el hotel del señor Robidoux. Pero…
¡Vaya, reverendo Kraft! No esperaba…
—Ya no soy el reverendo Kraft. He decido establecerme como dentista. ¿Te
duele alguna muela?
—¿Cómo? ¿Ya no va a predicar el evangelio?
—Cuando llegué a Saint Joe traté de enseñar en la escuela, pero los críos de aquí
tienen el pellejo tan duro que las varas de nogal no les hacen nada. De modo que me
decidí por la palabra del Señor, pero eso no da dinero. Cualquiera puede leer la
Biblia. Entonces pensé que, con todos los emigrantes que pasan por la ciudad,
siempre habrá algunos que necesiten que les saquen una muela. Para ir al hotel sólo
tienes que doblar aquella esquina y bajar la cuesta. No tiene pérdida, la acera está
adoquinada.

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Rachel le dio las gracias y echó a correr a pesar del dolor. Se apoyó en un muro
a medio construir, los albañiles trabajaban en un andamio por encima de ella. ¿Que
Kraft no era reverendo? Entonces, ¿Will y ella tampoco eran marido y mujer? «Quizá
no estemos casados».
¡No estaban casados! Saltó al centro de la calle, el cielo era más azul, el sol más
luminoso. ¡No estaban casados! Echó a andar al ritmo de la cantinela hasta que
descubrió que la repetía en voz alta.
—Hola, me preguntaba cuándo vendrías por la ciudad —dijo la señora Brown.
La viuda estaba sentada en un banco bajo el enorme dosel de un árbol. El sol se
filtraba entre las hojas y Merri trataba de atrapar una de las manchas de luz sobre los
adoquines.
—Mírala. Ha cumplido un año esta semana y ya trota como un caballo francés
—la señora Brown miró a Rachel—. Me he enterado de que te has casado con el señor
Hunter, aunque me confesó que no teníais licencia, por lo que no creo que sea legal.
—¿Usted… ha hablado con el señor Hunter?
—Vino a verme anoche.
¡Había ido a que la viuda lo aconsejara!
—Siéntate. No hay nada de lo que avergonzarse. Él es demasiado remilgado y
correcto. No tardarías en ponerte a su altura si tuviera un poco de experiencia, pero
es tan ignorante como un crío. ¿Tú también quieres que te aconseje?
Rachel recordó el motivo de su visita y negó con un gesto. Sin embargo, tuvo
que aclararse la garganta.
—Sir Anders fue ayer a nuestra cabaña y se comportó de un modo abominable.
El señor Brant Reid fue después a presentar sus excusas en nombre de su amigo. Nos
advirtió de que sir Anders es… desagradable a veces. No me refiero a que el señor
Brant Reid dijera algo descortés sobre él, pero creía que usted debía saberlo, ya que…
—Sir Anders me hizo un gran cumplido al dignarse a cenar conmigo anoche.
Dijo que Merri era maravillosa.
—Tiene un castillo —dijo Rachel—. Se lo pregunté al señor Brant Reid.
—¿De verdad?
—El señor Brant Reid dice que es demasiado pequeño para la alcurnia y fortuna
de los Trout, que sólo disponen de cuarenta o cincuenta habitaciones.
—¡Por todos los…! ¿Y sabes si le aguarda una esposa en ese castillo?
—¿Quiere decir que no lo sabe? —se escandalizó Rachel—. Suponía que se
habría enterado, ya que coquetea con él.
—Yo no he coqueteado. Me he limitado a estar donde él podía aparecer.
Esperaba que pasara por aquí esta mañana, por eso he traído a Merri antes de su
siesta. Ojalá le hubieras preguntado al señor Brant Reid si tiene esposa.
—No se me ocurrió.

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Levantarse los senos como si fueran dos melones asomando por encima de un
carro. ¡En Indiana eso era coquetear!
—Mi padre les sugirió que nos acompañaran hasta Fort Laramie.
La señora Brown la miró frunciendo las cejas. Se mordió el labio, una costumbre
poco decorosa, y no le hizo ningún caso a la pequeña, que gimoteaba a sus pies.
—En las carretas de Indiana. ¿viajan mujeres solas? ¿Son jóvenes?
—Mis amigas, Meggie MacIntyre y Faith Tole.
—¿Y son bonitas?
—Meggie tiene un cabello pelirrojo precioso. Es más simpática que bonita. Pero
Faith es rubia y yo siempre he pensado que no había mujer en todo el país que se
pudiera comparar con ella.
—¡Hum! Tengo que ir a mi habitación. Merri querrá mamar antes de dormir.
¿Sabes si alguna familia estará buscando una mujer que cuide de sus hijos?
—No creo que haya ninguna con niños tan pequeños.
—Cuando lleguen, dile a todas las que tengan familias grandes que estoy
buscando un trabajo de institutriz o de mucama. Algo que me ayude a llegar a Fort
Laramie.
Se fue a su habitación sin despedirse. Estaba claro, la señora Brown había
decidido echar el lazo a sir Anders.
Rachel entró en un almacén, más por curiosidad que por otra cosa. Compró una
nuez moscada porque se había quedado sin nada con el pastel. Se alegró de no tener
que llevar paquetes, el dolor entre sus piernas había empeorado mientras se sentaba
con la viuda. Tuvo que descansar tres veces para subir la cuesta de los juzgados. No
le extrañaba que los padres enseñaran a sus hijas a mantenerse vírgenes hasta el
matrimonio. Si supieran lo que las esperaba, ninguna querría casarse.
Desde lo alto de la colina divisó el camino que se dirigía al Este. Captó un
movimiento, una línea blanca, como una oruga lenta y descoyuntada. ¡Carretas! No
quería hacerse ilusiones, pero corrió el cuarto de milla que quedaba para el cruce,
ignorando el dolor. Allí, se sentó a esperar sobre un tronco.

Matt Hull se levantó sobre los estribos, tratando de ver más allá de la colina.
Sampson se rió al ver su excitación.
—En la cima de la siguiente podrás ver Saint Joe, capitán Hull.
—Gracias a Dios. Necesitamos descansar unos días.
Los nervios se habían disparado hacía un par de días, las riñas eran constantes
entre los hombres. Y aún más preocupante era la debilidad de los bueyes. Las
últimas lluvias habían embarrado la tierra y el pasto escaseaba.

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—Espero que Godfroy tenga heno esperándonos —gruñó Sampson. Entonces


detuvo su caballo y le hizo señas a Hull de que hiciera lo mismo—. Algo se ha
metido entre los arbustos ahí delante. Nunca se es lo bastante precavido —dijo
sacando el rifle de la funda.
Matt lo imitó.
—Tu cuñado se ha quedado atrás. ¿No deberíamos mandar a alguien a decirle
que fustigue sus mulas?
Sampson hizo un gesto negativo sin apartar los ojos del punto sospechoso.
—Le tengo dicho al reverendo Ludlow —en sus labios, el título sonaba
ridículo—, que alimentando las mulas con grano no aguantarían más de siete u ocho
días. Pero él es un hombre con estudios y sabe más que un trampero común y
corriente. Incluso citó un pasaje de la Biblia para hacerme ver que él tiene razón. Si
alguien le robara esas mulas nos haría un favor a toda la caravana. Todos tendríamos
que comprar bueyes en Saint Joe.
Matt asintió, pero seguía la dirección de su mirada.
—Busca una mancha de verde que sea demasiado oscura para la primavera.
Matt entrecerró los párpados. Sí, ahí estaba la masa de verde nuevo y una zona
demasiado grande para ser una hoja. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—¿Qué te pasa? —preguntó Sampson.
—¡Es una papalina! Debe ser una mujer que se ha escondido hasta estar segura
de que somos amigos.
Hull arreó su caballo colina abajo.
—No tenga miedo. Hay catorce carretas y nueve mujeres en nuestra caravana.
La papalina desapareció un momento entre el follaje.
—¡Teniente Hull! No le había reconocido con esa barba.
—¡Pero si es Rachel! —gritó Matt para que le oyeran los demás.
Rachel hizo ademán de echar a correr, pero lo pensó mejor y se detuvo a
esperarlo. Se aferró a su mano como si le suplicara que la rescatara.
—¿Dónde está Godfroy? Ha conseguido el grano y el heno?
Rachel jadeaba y no podía contestar. El capitán decidió reservar sus preguntas
por el momento.
—Me he dejado barba porque me han elegido capitán. No tengo tiempo de
afeitarme entre hacer que todos se levanten por las mañanas y evitar peleas por las
noches.
—Y… ¿Qué le parece a Tildy?
—A la señora Hull le parece bien, aunque…
Entonces, Matt recordó que Rachel era doncella y no debía saber por qué
lugares se aventuraba su boca de vez en cuando.

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—Aunque dice que besarme es como sacar a una vaca de un seto.


—¿Se encuentra bien? ¿Y Meggie? ¿Y Faith?
—Todos estamos mejor que cuando salimos.
Excepto los animales. Hull trataba de dominar su ansiedad, pero se preguntó si
Rachel no trataba de ocultarle malas noticias.
—No me ha contestado. ¿Ha conseguido Godfroy el pienso?
—De sobra. Dos heniles de paja y sacos y más sacos de maíz y cebada. Y ahora
que estamos todo el grupo de costura, acabaremos el vinagre en un abrir y cerrar de
ojos.
Rachel alzó los brazos y se echó a reír. Hull sintió escalofríos, aquella era una
risa histérica. Se preguntó si el viaje y el tiempo que llevaba en la frontera no habían
dañado su mente.
—¿Cómo? ¿Acabar el vinagre cosiendo?
—La señora Perry no quiere dinero, pero necesita acabar un edredón. Entonces,
Will puso el bastidor en la cabaña y…
—¿Qué Will?
—Will Hunter.
Rachel retrocedió y se hizo una sombra innecesaria con la mano, el vuelo de su
papalina la protegía de sobra.
—Venga a la cabaña —dijo muy seria—. Mi padre se lo explicará todo.
Cuando bajó la mano, Hull captó un destello dorado. ¿Un anillo?
—El camino está al final de la colina. Hay buen pasto en la otra ladera.
—Suba —dijo él, extendiendo su mano. Rachel puso el pie en la punta de su
bota y el capitán la subió a la grupa detrás de él. Ella le puso tímidamente la mano en
el hombro y Hull volvió a ver de reojo el destello del anillo.
La carreta guía coronó la colina. Por casualidad, aquél día era la del capitán, o
mejor dicho, la que la abuela MacIntyre compartía con ellos. Se quitó el sombrero y lo
agitó. Dos figuras que caminaban junto a los bueyes respondieron con los brazos a su
saludo. Sonrió al imaginar los comentarios que suscitaba la presencia de una mujer a
su grupa.
—Adelante, Sampson. Ve a sacar a Godfroy de su molicie. Yo me quedo para
guiar las carretas.
—¡no! —gritó Rachel—. Mi padre ha estado muy enfermo con fiebres.
Sampson la miró de soslayo y desapareció entre los árboles.
—Papá ha estado terriblemente enfermo. Creyó que iba a morir, por eso me
casé con Will Hunter, para tranquilizarlo y que no muriera pensando que me
quedaba sola, sin nadie que me cuidara. Lo que pasa es que ahora no estoy tan
segura de que nos hayamos casado.

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Algo horrible había sucedido y Rachel desvariaba.


—Ahora no, Rachel. Todo el mundo querrá escuchar las noticias y contarte
cómo nos ha ido a nosotros. Será mejor que esperemos a reunirnos con los demás.

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Capítulo 10
Rachel sacó un pañuelo limpio del baúl, se secó las lágrimas y se sonó la nariz.
Al arrugarlo en la mano, se dio cuenta de que llevaba puesto el anillo. Se lo sacó del
dedo y lo dejó caer en el baúl.
—No deberías quitártelo —dijo Tildy.
—Trae mala suerte —añadió Meggie.
—¡Mala suerte! —exclamó Rachel—. ¿Es que no me habéis oído? No sé cómo
iba a ser peor. Venga, decidme, ¿estoy casada o no?
Meggie y Faith fruncieron el ceño mientras trataban de tomar una decisión.
—¿Has firmado algo con el señor Hunter? —preguntó Tildy—. ¿Algún
certificado?
Claro, tenía que ser Tildy la que pensara en firmas y papeleos. Su marido era
abogado.
—No, el reverendo Kraft, que ahora se hace llamar doctor Kraft, no puso nada
por escrito. Quizá ni siquiera sepa escribir —dijo recordando que no había letras en
el cartel, sólo la figura de un diente.
—¿Y testigos?
—Mi padre. Pero cuando empezó a recuperarse, preguntó si nos habíamos
casado realmente o sólo había sido un sueño.
Tildy movió la cabeza.
—En un tribunal de justicia…
—Tildy, déjate de galimatías legales —la atajó Meggie—. Sólo porque Matt sea
abogado…
—¿Y por qué no va a hablar? —intervino Faith—. Estuvo ayudando a Matt
mientras estudiaba. Si las mujeres pudiéramos ser ahogados, Tildy sería una letrada
estupenda.
Tildy le dio las gracias a Faith por defenderla.
—Para que una boda sea legal, debe celebrarse ante testigos. Pero, ¿un testigo
con delirios? Dudo mucho que ante un juez…
—¡La culpa es mía! —gimió Rachel—. Tendría que haberme acordado de los
testigos y del certificado. Tendría que haberme dado cuenta de que Kraft era un
impostor. Espero que nadie tenga un dolor de muelas y confíe en ese cartel.
—¡No es culpa tuya! —dijo Meggie—. Estabas más aturdida que un abejorro
delante de un pote de almíbar caliente.
Rachel la abrazó. Las tonterías de Meggie siempre hacían que se sintiera mejor.
—No tiene gracia, Meggie —dijo Faith.

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A través de la ventana abierta, Rachel oyó que su padre hablaba con el señor
Sampson.
—Mi padre no debería andar levantado y fuera de la cabaña, paseando y
hablando con todo el mundo. Tendrá una recaída.
—Déjalo que hoy haga lo que quiera —dijo Faith—. En la caravana ha venido
un reverendo de verdad, el señor Ludlow, el cuñado del señor Sampson. Él podrá
casaros como es debido.
—¡Yo no quiero casarme!
—Pero has hecho una promesa y nada puede cambiar eso. La licencia, los
testigos, un reverendo falso, nada de eso tiene importancia si los votos se han
formulado delante de Dios.
—¡Tonterías! —exclamó Tildy—. Hizo esos votos porque creía que su padre se
estaba muriendo. Ningún matrimonio es válido si el consentimiento de la mujer es
forzado. El matrimonio es un contrato civil. Sin licencia y sin certificado, no hay
matrimonio que valga. Rachel es libre como el viento.
—Pero ella sabía lo que estaba haciendo…
—¡Seguro que sí! —dijo Meggie—. Si mi padre estuviera agonizando al borde
del cielo….
—De la muerte, Meggie.
Rachel trató de hablar, pero luego cerró la boca. Podía hablar de la parte sexual
con Tildy, pero no delante de las otras dos.
—¿Qué os parece el edredón? —preguntó par cambiar de tema.
Faith lo miró con desdén. Meggie soltó una risilla. Tildy levantó un dedo
condenatorio y lo movió negativamente de un lado a otro.
—¿Tienes que acabar esto? —preguntó Meggie.
—Para que la señora Perry nos dé una barrica de vinagre.
—En tal caso, lo mejor será que nos pongamos a trabajar —dijo Tildy tras
pensarlo un momento—. Repasaremos las costuras, aunque no están muy rectas.
¿Crees que se dará cuenta si alargamos la puntada?
—Desde luego. No os imagináis lo criticona que es con el trabajo de las demás.
—Me parece que no me gustaría como amiga —dijo Faith—. En fin, supongo
que en estas tierras no habrá mucho donde elegir.
—No es amiga mía —se defendió Rachel—. La verdad es que ni siquiera me
deja entrar a su casa por… por mi padre.
—¿En serio? —preguntó Tildy alzando las cejas—. Entonces, no quiero coser su
edredón andrajoso. Compraremos el vinagre en otra parte.
—No sois los primeros en llegar —dijo Rachel—. Todos los que llegan a la
ciudad quieren comprar provisiones, vinagre y encurtidos. No os lo podéis imaginar,
los precios que piden hacen que se te ponga el pelo de punta.

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—Entonces, nos vengaremos de ella —propuso Faith—. Lo coseremos tan bien


que su retalera saltará a la vista de lo mala que es. Yo haré las plumas de todo el
borde. Meggie y tú hicisteis los festones de hojas en mis colchas.
—Yo pondré un ramo de tulipanes en el centro dijo Tildy.
Rachel dudaba de que la señora Perry fuera capaz de apreciar aquella rebelión
sutil, pero decidió que lo mejor era seguirle la corriente a sus amigas y acabar cuanto
antes.
—Voy a completar los huecos con líneas rectas, así se verá mejor lo torcido que
cose.
Todas rieron mientras se ponían manos a la obra. Era como volver a estar en
Pikeston, sin preocupaciones de heno o de grano, sin haberse casado con Will. Sin
embargo, al ponerse de pie, el dolor fue tan fuerte que tuvo que sentarse de nuevo.
—Rachel —dijo Will regresando de un sueño disparatado que ella había dejado
en otro mundo—. Te he comprado un caballo. ¡Ven a verlo!
Se levantó con la aguja en la mano. ¿Para qué quería un caballo? Era un gasto
terrible, además de un engorro. Sus amigas la miraban expectante, esperando que las
presentara.
—Este es Will Hunter —dijo señalándolo con la aguja—. La señora Hull, la
señorita Faith y la señorita Margaret MacIntyre.
—Meggie —dijo Meggie—. Anda, ve a ver el caballo.
Era lo correcto, después de que él se hubiera tomado la molestia de comprarlo.
Le acompañó entre la confusión de carromatos, sintiendo que las miradas de los
curiosos se le clavaban en la espalda. De repente, tuvo miedo de que las casadas
supieran por su modo de andar lo que Will había hecho con ella.
—Ahí la tienes. Es la yegua manchada. No es grande, pero sí fuerte. Mañana te
buscaré una silla.
La yegua había costado dinero, la silla costaría más aún. Los regalos podían
atarla con más fuerza que sus promesas vanas.
—No estamos casados, Will. Kraft no es reverendo. No nos hizo un certificado,
no sacamos licencia de matrimonio.
—¿Quién te lo ha dicho?
Había estupor en su expresión, pánico en su voz y una inesperada
incertidumbre en sus ojos.
—He ido a ver a Louisa Brown.
—¿A la señora Brown? ¿Qué te ha contado? —preguntó él rudamente, con
palabras como cuchillas.
¿Will y la señora Brown? Rachel habló en voz baja.
—Que la habías visitado. Tenía curiosidad por saber si sir Anders tiene esposa.
Podrías complacerla mucho si lo averiguaras.

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—No quiero complacer a la viuda Brown, sino a ti. Tú eres mi esposa.


—No estamos casados.
—Iremos al juzgado y sacaremos una licencia.
—No. Te casaste conmigo porque mi padre lo pidió y creíamos que agonizaba.
Te viste obligado a aceptar, el matrimonio no es válido a menos que los dos cónyuges
den su libre consentimiento.
—Rachel, hemos hecho los votos. Anoche nos acostamos juntos. Eres mi esposa.
—No es por ti, Will. No me casaré con nadie. Ahora comprendo por qué dicen
«Hasta que la muerte os separe». Porque, si una mujer no prometiera eso, saldría
corriendo en la primera ocasión. Tengo suerte de haber podido averiguarlo. No seré
la esposa de ningún hombre, nadie me podrá obligar.
Will trató de tomar su mano, pero ella se volvió hacia la yegua manchada,
apartándose de sus ojos apenados y del movimiento revoloteante de sus manos.
—La yegua es muy hermosa. Mi padre te devolverá lo que te ha costado.
¿Cómo se llama?
—Nadie me lo ha dicho. Puede que los indios no le pongan nombre a sus
caballos.
Rachel pensó que debía ser algo que tuviera que ver con aquella tierra, con
Saint Joseph, con Missouri.
—La llamaré Josefa. Ahora tengo que volver a la cabaña, mis amigas me están
ayudando a terminar el edredón para la señora Perry y debo hacer mi parte.

Los niños terminaron su cena en la mesa sobre caballetes que habían instalado
delante de la cabaña. Will recordó cuando tenía aquella edad y siempre estaba
hambriento. El estómago paciente debía ser una señal de madurez. Los hombres se
congregaban alrededor de la fogata que habían instalado en el centro del claro.
Cientos de cuentos eran relatados a la vez, entretejiéndose, separándose, como un
gran río que fluyera entre islas. Las mujeres recorrían una y otra vez el camino entre
la cabaña y las carretas, las manos ocupadas con ollas y sartenes, tazas y platos. Veía
a Rachel de vez en cuando, pero ella no le devolvía la mirada. Su mujer había
desaparecido, tragada por el círculo de las demás mujeres.
Godfroy estaba tumbado, apoyado en un tronco, conversando con Jed Sampson
y el capitán Hull. Will esperaba que un capitán fuera más viejo. Hull debía tener su
edad, quizá veintidós o veintitrés.
Sintiéndose fuera de lugar, se escabulló entre las sombras. Godfroy lo había
presentado, pero Will no conocía a aquella gente tanto como ellos entre sí. Y las
conversaciones siempre volvían hacia Indiana. Sin embargo, se dijo que iban a ser sus
compañeros hasta California y que aquélla era su oportunidad para estudiarlos.

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Enfrente del grupo de Godfroy había otro con rasgos similares entre sí, los
hermanos MacIntyre, Ira y James. Godfroy lo llamaba Jim Mac. También estaba el
hijo mayor de Jim Mac, Pete. Observando la confianza con que se conducían y la
calidad de sus equipos, Will decidió que debían ser el alma del grupo. No lejos
estaba Tole, el herrero. No había misterios en él, una cara sincera, un hombre de
músculos recios, con cuatro chicos que parecían seguir siempre sus pasos.
El mayor, Kit, llevaba camino de convertirse en una réplica exacta de su padre.
Un poco más allá, había otros dos hombres, Burdette y Marshall. Hombres que
se habían sumado al grupo porque confiaban en el buen juicio de los MacIntyre y
Tole. Hombres que, sin un líder, se hubieran quedado en casa. Cerca de Sampson
veía al reverendo Ludlow, un alfeñique que en vez de cazadora llevaba una levita
negra sin cuchillo ni pistola. Un hombre con una misión, dedicado a llevar la palabra
de Dios a los pecadores.
—Will, acércate —lo llamó Godfroy—. El embarcadero de la balsa está en
medio de la ciudad. Tendremos que llevar el ganado por las calles. Pero el
trasbordador de Parrott está cuatro millas al norte, rodeado de campo abierto —dijo,
pronunciando el nombre como la gente de allí, con acento francés—. Además, tiene
un pasto vallado para guardar el ganado durante la noche.
—Y cobrará por eso, no te quepa duda —dijo Burdette—. Además, ¿por qué has
de decidir por nosotros sin una votación?
A Will le desagradó el resentimiento que percibía en la voz de Burdette. Tenía
la esperanza de que sus preparativos fueran mejor recibidos. Miró a Hull esperando
una explicación, pero el capitán tenía los ojos fijos en el fuego.
—Me pones enfermo, Burdette —dijo el trampero—. Will y Rachel tuvieron que
cargar el pienso como mejor pudieron y lo han hecho bastante bien. A tus bueyes les
encanta el pienso de mi hija.
—¿Cómo que de tu hija? Te entregamos dinero para que lo compraras.
—Y no lo he gastado —dijo Godfroy, sacando una bolsa de cuero del interior de
su chaqueta—. Rachel tuvo que hacer edredones para que la señora Perry nos diera
su heno. Igual que está haciendo ahora para conseguir vinagre. De modo que hay
dinero que rembolsar para todos los que contribuyeron al fondo.
—Parte de ese dinero debería ser para Rachel —dijo Hull—. Por su trabajo.
—¡Bah! —se burló Burdette—. ¿Qué es un poco de costura? ¿Vamos a
recompensarla por sentarse a parlotear con las demás mujeres?
—No había más mujeres —dijo Will.
Burdette le lanzó una mirada furiosa. Un hombre que sospechaba de todos,
automáticamente hostil, un tipo de hombre que Will difícilmente soportaba.
—Rachel hizo todo el edredón sola, al mismo tiempo que cuidaba a Godfroy y
de la cabaña. Y hubo que traer el heno desde la granja de Perry. También me ayudó
en eso.

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La charla suave de las mujeres cesó por completo. Las faldas se apartaron y
Rachel se adelantó hacia el fuego.
—Si va a causar resentimientos, prefiero que no hablen de dinero. No esperaba
que me pagaran.
—No estamos hablando de lo que esperaba, Rachel —dijo Hull—. Estamos
hablando de lo que es correcto. Usted hizo el trabajo que nos ha proporcionado el
heno. Tal como yo lo veo, si no hubiera trabajado, ahora nos encontraríamos en un
terrible aprieto.
—Bien, pero el vinagre no cuenta, puesto que he tenido ayuda. Nos hemos
vuelto a reunir el grupo de costura y la tarea es divertida otra vez.
Burdette se acercó a Godfroy.
—Quiero mi parte del dinero que hay en…
—¡Señor Godfroy!
El saludo venía del camino. Dos hombres se acercaban a caballo, sus siluetas
vagamente delineadas por la última luz del día. Burdette sacó una pistola larga de su
cinto. La acción le recordó a Will que las suyas seguían bajo la cama, descargadas, y
su rifle encima de la puerta. Burdette podía acusarlo de ser un cazador descuidado e
inútil por no tener sus armas a mano.
—¿Señor Godfroy? —repitió Brant Reid.
—Acérquense —dijo el trampero—. Han venido en buen momento. Las carretas
han llegado hoy mismo.
Brant Reid desmontó, pero Anders siguió en su silla. Tenía una expresión
ansiosa. Se había presentado armado hasta los dientes, cuchillo, pistolas al cinto y
rifle en la silla, pero ya no llevaba los mocasines blancos. Algún trampero debía
haberle dicho que eran una ridiculez. ¿Y Rachel? Will se sintió satisfecho al ver que
ella lo miraba fijamente hasta hacerle bajar la cabeza. Godfroy tenía razón. Unas
cuantas lecciones de cómo era la vida en la pradera y Anders sería tan manso como
un corderillo.
Brant Reid le ofreció la mano a Godfroy, que hacía esfuerzos por levantarse.
Rachel le hizo señas de que se estuviera quieto. Will lo vio y se acercó al trampero.
—Salúdalo sin moverte —le susurró al oído—. Sabe perfectamente que has
estado enfermo.
Mientras Rachel se encontraba pendiente de su padre, Anders desmontó y
contempló con recelo aquella multitud.
—Estos dos caballeros desean viajar con nosotros —anunció Will, alzando la
voz—. Brant Reid, de Henley del Támesis, y sir Anders Trout, del castillo de
Lindenlore, Inglaterra.
—Que esos caballos no se acerquen al heno —masculló Burdette.
Rachel se echó a reír. Burdette centró en ella sus iras.

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—¡Por Dios! Si tengo que pagarle por coser, nadie va a aprovecharse hasta que
pongan su parte. Vamos, Hunter, todavía no ha contestado. ¿Qué cobra ese Parrott
por los animales y las carretas? No soy ningún crío para que me timen. Tengo una
copia de la Saint Joseph Gazette de ayer. Hay un anuncio de ese tal Parrott en que se
jacta de que sus precios están fijados por ley.
—Es el mismo hombre, aunque el apellido es francés —dijo Will.
Burdette clavó otra de sus miradas rencorosas en él. Will anotó aquel dato,
Burdette detestaba que le corrigieran.
—Yo… Tal como se ha dicho, me llamo sir Anders Trout —dijo el inglés
elevando la voz para recabar la atención de los presentes—. Ha habido ciertos
malentendidos entre nosotros… —añadió con un gesto hacia Godfroy—. Los cuales
me gustaría rectificar, puesto que el señor Brant Reid y yo hemos llegado a la
conclusión de que nuestra mejor oportunidad para cruzar las llanuras es sumarnos a
un grupo tan estratégicamente organizado.
Brant Reid miraba al suelo. Anders debía ser un compañero embarazoso para
cualquier hombre honorable.
—Como gesto de buena voluntad, y para zanjar cualquier recelo de que
busquemos aprovechamos de vuestra situación, yo… —dijo haciendo una pausa
para darle más énfasis al pronombre—. Yo, repito, pagaré los gastos derivados del
uso del transbordador por todo el grupo, ya sea vuestra decisión utilizar el de Parrott
o el embarcadero de Felix Street.
—¡Vaya ésa si es la oferta de un caballero, si es que alguna vez he oído alguna!
—aplaudió Burdette—. ¿Qué trasbordador quiere…?
Anders lo silenció con un gesto.
—Eso depende de vuestros exploradores.
El noble se llevó un monóculo resplandeciente al ojo para contemplar a Godfroy
y Sampson. Las llamas se reflejaban en el cristal. A Will le evocaba un ojo maligno
que brillaba para hechizarlos con sus brujerías. No podía olvidar la imagen de
Anders echando a Rachel sobre su caballo.
—Vuestros exploradores han pasado más tiempo en estas tierras que ninguno
de los que están en torno a este fuego. El señor Robidoux sólo tiene alabanzas para
ellos.
Al menos Anders tenía el sentido común de alabar a los exploradores y no
trataba de socavar su autoridad frontalmente. Quizá Robidoux le había aleccionado
sobre las realidades del oeste.
—¿Quién anda ahí? —gritó Sampson poniéndose en pie de un salto y mirando
hacia el camino, ahora completamente a oscuras—. No merodees. Un hombre
honrado avisa de su presencia. Seas quien seas, levanta las manos —dijo
desenfundando un arma.
—No puedo levantar las manos —respondió una voz femenina—. Llevo a Merri
dormida en mis brazos.

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Rachel corrió hacia ella. Will sabía que se haría cargo de la pequeña. La señora
Brown retiró la capucha de su capa y contempló asombrada a aquel grupo de gente.
—De modo que han llegado tus amigos —le dijo a Rachel—. No es buen
momento para devolverte la visita, lo siento. No lo sabía.
Era una hora muy extraña para que una mujer sola y a pie devolviera una visita
tan lejos de la ciudad.
—Hace unas horas que llegaron. Venga, deje que la presente.
Rachel se la llevó al grupo de mujeres que habían sacado los bancos y se
sentaban cerca de la cabaña.
—¿Ha venido todo el camino cargando con Merri? Debe estar agotada.
—Al principio ha caminado un poco, pero luego estaba demasiado oscuro para
de andar sola.
Una mujer se levantó para dejarle el sitio. Pero, en vez de sentarse, la viuda se
acercó a la hoguera.
—Buenas noches, sir Anders —dijo con afectación—. Buenas noches, señor
Brant Reid.
Estaba claro por qué había aparecido. Pero la señora Brown se encontró
ignorada y regresó al banco.
—Creo que, cuando crucemos el río, deberíamos reorganizamos —dijo
Burdette, retomando la conversación.
—Haremos una nueva votación.
Will estaba lo bastante cerca de Hull como para oír que suspiraba. Se encogió de
hombros y trabó los pulgares en el cinto.
—La costumbre es hacerlo cuando se lleva una semana en la pradera —dijo
Sampson—. Lo normal es cuando se cruza el Big Blue River. A veces ocurre que la
primera elección no es la mejor.
Burdette asintió. Rodeó el fuego hasta encontrarse frente a Anders y extendió la
mano.
—Encantado de conocerlo.
El noble miró aquella mano extendida a través del monóculo como si fuera un
insecto desconocido. Brant Reid le dio un golpecito en el hombro y, al final, Anders
ofreció la suya.
—Esta noche, nuestros animales necesitarán una ración de grano mayor —dijo
el reverendo.
Will le había ayudado a atar a sus mulas exhaustas para que no se escaparan.
—No —dijo Godfroy—. Hay pasto en la ladera. Un poco de grano esta noche y
un poco más mañana, un poco menos cada día para que se vayan acostumbrando a
la hierba.

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—Debo oponerme, capitán Hull, y pedirle que intervenga en este asunto —dijo
Ludlow.
Hull suspiró abiertamente. Will frunció el ceño, no le gustaban aquellos
indicios. Un grupo de granjeros que iban a reñir durante todo el viaje, separándose,
volviendo a formar facciones, recombinándose hasta que un desastre, o las
dificultades naturales del viaje… Sería mejor que pidiera sus cincuenta dólares por
adelantado. Estaba claro que algunos de aquellos zoquetes no iban a llegar a Fort
Laramie y mucho menos a California.
—Mire, reverendo. Esas mulas suyas son tan útiles como un tiro de gatos —dijo
Marshall—. Retrasan a todo el grupo. Véndalas y cómprese unos bueyes.
—¿Y usted me critica? —se indignó Ludlow—. Burdette y usted traen cinco
vacas lecheras que requieren el esfuerzo de todos para hacerlas andar.
El reverendo, que de por sí tenía una tez rojiza, se puso escarlata, dando
muestras de una ira poco adecuada para un ministro de Dios.
—Han sido sus gallinas las que se han escapado esta mañana y nos han
retrasado más de dos horas —replicó Marshall—. Y hablando de gatos, MacIntyre,
ese gato debería quedarse.
—El señor MacIntyre también tiene gallinas —protestó Ludlow—. ¿Por qué
tiene que meterse solamente con las mías?
Will se apartó de la hoguera, Rachel había desaparecido. Quizá fuera mejor que
renunciara a su puesto, decirle a Godfroy que había cambiado de opinión y quería
quedarse en Saint Joe. ¿Y Rachel? No era distinta de las demás mujeres. Hablaba de
aventuras, de hacer realidad sus sueños, pero cuando se enfrentaban a la disyuntiva
entre la aventura y el hogar, se decantaban hacia la familia y los amigos.
—¿Y qué me dice del barril que perdía agua? —gritó Burdette.
—¡Silencio!
Will se asomó por detrás de un árbol y vio que una mujer mayor se interponía
entre los hombres que disputaban. La abuela MacIntyre, la madre de dos de los
hombres que permanecían al otro lado del fuego. Burdette levantó un brazo como si
quisiera lanzarla a la hoguera, pero acabó juntando las manos a la espalda y mirando
a las estrellas como si suplicara que le concedieran la virtud de la paciencia.
—Este no es lugar para una mujer, señora MacIntyre —dijo el reverendo, igual
que si estuviera sermoneando a sus feligreses.
—¡Ya está bien! escúchenme —dijo la abuela dándote la espalda a Ludlow. Sus
ojos relucían como los de una hechicera—. ¿Es que no han aprendido nada en el
camino? Si vamos hacia atrás para ver dónde empezaron los retrasos llegaremos
hasta Adán y será difícil echarle la culpa. Ustedes dos siempre están echándose la
culpa de pequeñas tonterías. ¿Quién ha visto que Ludlow dejara que sus gallinas se
escaparan? ¿Es que ha visto usted alguien que rondara su barril para robar le agua?
—le preguntó a Burdette. Entonces, se dio la vuelta para apuntar con un dedo a la
nariz del reverendo—. Hace un momento que he visto a la señora Ludlow con un

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cacharro de leche de las vacas del señor Marshall. Pero quizá me equivoque porque
mis ojos son viejos.
Nadie dijo palabra. Marshall bajó la cabeza y Burdette se agitó incómodo. Will
se dio cuenta de que la abuela no era un espectro de la noche, sino la verdadera alma
de aquel grupo. Quizá los hombres de la familia MacIntyre no pudieran mantenerlos
unidos, pero a la abuela le sobraban fuerzas.
—De ahora en adelante no se echen la culpa entre ustedes. Cúlpenme a mí
porque, a partir de este instante, maldigo esta caravana.
La abuela levantó los brazos que se cubría con el chal. A Will le pareció un
murciélago. Sintió escalofríos. La lógica le decía que era una estupidez, pero no por
eso dejó de sentirlos.
—Desde este momento, cada carreta de esta caravana quedará maldita con
lenguas largas y hachas embotadas. Vuestros bueyes se hundirán bajo el peso de la
yunta y vuestras mulas morirán de repente. Las vacas se quedarán sin leche, los
caballos perderán sus herraduras, el perro será mordido por el lobo salvaje y la gata
se quedará preñada de un lince. Eso es lo que profetizo y todos lo recordarán, pero
cuando suceda, no se echen la culpa unos a otros, echádsela a la abuela. Los hombres
siempre dicen que deben ser los jefes por naturaleza, que está escrito en la Biblia. Si
ésa es la verdad de Dios, los hombres deberían atender a sus responsabilidades
porque, si fallan, todos moriremos en el desierto.
El reverendo chasqueó la lengua repetidamente. Burdette soltó una carcajada
nerviosa, pero se calló cuando se dio cuenta de que nadie lo acompañaba. Rachel le
había contado que la abuela podía curar a hombres y animales con sus hierbas.
¿Había algo más? ¿Una magia como la de Mujer Gris canturreada en una
interminable salmodia monocorde? ¿Una magia capaz de mantenerlos unidos? Will
decidió prestarle mucha atención, llevarle piezas de caza selectas, ayudarle a
encender el fuego… Quizá conociera un filtro de amor que mantuviera a Rachel a su
lado, de modo que la carta que había enviado a Pittsburgh no fuera mentira.
¡Debían seguir casados! Todo lo que había prometido había sido de corazón,
aunque hubiera sido ante el sinvergüenza de Kraft. Si Godfroy se hubiera acordado
de que hacía falta un certificado… Pero Godfroy estaba a punto de morir de fiebre.
«¡Es culpa mía!» El novio debía ser quien demandara la firma del documento.
Sampson había vuelto a levantarse.
—Este campamento está más concurrido que un bar del río —gruñó—.
Acércate, seas quien seas. Manos arriba y dinos cómo te llamas.
Alguien echó un leño seco al fuego y las llamas prendieron de inmediato. Will
creyó que se le había parado el corazón. Cerró los ojos. «Cuando despierte de esta
pesadilla, Robert habrá desaparecido». Abrió un ojo despacio y su hermano siguió
acercándose.

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Capítulo 11
—Busco a un hombre que dice llamarse Will Hunter.
—¡Will! —lo llamó Godfroy—. Vaya, pero si estaba detrás de mí —añadió entre
toses.
A Will le parecía que tenía las botas llenas de plomo, tan difícil era dar un paso.
—Aquí estoy. ¿Cómo me has encontrado?
Robert dejó escapar una carcajada.
—¿No me esperabas tan pronto? ¿Creías que ibas a escapar de mí y perderte en
California? Cuando me encuentro en Saint Louis, el oficial de correos me aparta las
cartas dirigidas a la compañía en Pittsburgh. Recoge tus cosas. Te vienes al hotel para
que podamos subir mañana al primer vapor. Has demostrado que no se puede
confiar en ti.
—Tiene un contrato con nosotros —dijo Sampson—. Es nuestro cazador.
—¿Un contrato? —repitió Robert desdeñoso—. No es mayor de edad, luego
tampoco puede firmar un contrato que sea válido. ¿Dónde está esa mestiza con la
que te has casado? —añadió mirando a las mujeres—. Supongo que tendré que
pagarle para que desaparezca.
—¿Rachel? —llamó Will hacia la oscuridad.
Rachel se apartó de sus compañeras y Will la tomó de la mano.
—Rachel, éste es mi hermano Robert Shakespeare, de Shakespeare y compañía,
Pittsburgh.
—¡Shakespeare! —exclamó ella en un susurro.
—¡Shakespeare! —repitió Hull—. ¡Caramba! El ejército compraba la mitad de
sus cajas y barriles a esa compañía. No creía que fuera un nombre de verdad.
—Mi abuelo, Helmut Shakespeare, fundó una oficina comercial en Philadelphia
—dijo Robert orgullosamente—. Conforme se fue desarrollando el territorio de Ohio,
se trasladó a Pittsburgh.
—El apellido del abuelo era Jäger —dijo Will—. No te he mentido. Quería un
apellido inglés y Shakespeare fue el mejor que se le ocurrió.
—¡Shakespeare! —gruñó Anders—. ¿Un comerciante de las colonias que se
llama Shakespeare?
—A mi padre le pareció gracioso ponerme William. ¿Te imaginas lo que supone
crecer con los demás niños del barrio llamándote William Shakespeare?
Los hombres se rieron a carcajadas. Las mujeres más discretamente.
—¡Cuánto quieres por zanjar este asuntos? —dijo Robert—. Preferiría tratar con
su padre, si es que está por aquí.
—Aquí estoy —balbuceó Godfroy entre toses—. Rachel y Will están… casados.

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—Will no puede casarse sin un permiso expreso de su padre, sólo tiene veinte
años. Y, desde luego, mi padre jamás dará su bendición a la unión con una mestiza.
Además, va a volver…
—¡No! —dijo Will.
—O vienes conmigo, o daré parte al sheriff. Se te busca por robo. Papá te
denunció a las autoridades de Pittsburgh, te fugaste con mantas, ropa, libros, un rifle
y una cantidad no determinada de dinero.
—No me llevé nada que no fuera mío.
—Un menor no tiene propiedades —dijo Robert—. Todo pertenece al padre
hasta que se lo dona al hijo cuando llega a la mayoría de edad.
Rachel le apretó la mano.
—¡No! —dijo en un susurro.
Robert se soltó la parte superior de la chaqueta y sacó una chequera.
—¿Cuánto? —le preguntó a Godfroy—. Porque supongo que sería virgen.
—¿Desde cuándo te preocupa arruinar la vida de una chica virgen «señor
Brown»?
Las llamas resplandecían sobre el busto de la señora Brown, pero sus ojos
ardían con un fuego propio. Empujó a Merri hacia delante. La pequeña se restregó
los ojos y los puso en Robert.
—Papa —dijo.
—Flamante como un penique nuevo. Apenas acaba de cumplir el año y ya
puede hablar.
—Ni la conozco ni sé de qué está hablando, señora.
Sin embargo, su expresión delataba su incertidumbre.
—Fue en Natchez, hace un año y nueve meses —dijo la señora Brown con una
voz como miel venenosa.
Robert volvió a guardarse la chequera.
—Yo no estaba… Jamás he estado en Natchez. La compañía tiene un agente
para manejar nuestros asuntos en esa ciudad.
—Sí, sólo que hace unos dos años que murió —murmuró Will, que aún no salía
de su asombro.
¿Robert pillado teniendo un trato carnal y pecaminoso en sus viajes?
—Esta mujer miente —gritó su hermano—. Tiene una hija bastarda y acusa a un
hombre con dinero y posición de ser el padre. No es la primera vez que me pasa, hay
demasiadas putas en las ciudades fluviales.
Varios hombres asintieron.
—¡Me sedujo! —gritó la señora Brown—. Me dijo que su esposa había muerto y
necesitaba una mujer buena, que iba a construir una casa en la colina. Me dijo que era

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un tratante de esclavos de Nueva Orleáns. Cuando le dije que estaba embarazada, se


esfumó.
—Si hizo lo que ella dice… —empezó el reverendo.
—No puede probarlo —se defendió Robert en tono altanero—. Sólo es una
meretriz del puerto de Natchez.
—¡Ah! ¿Que no puedo probarlo?
—Si es cierto lo que dice esta mujer, su deber cristiano es casarse con ella y
convertirla en una esposa honrada —dijo Ludlow con los mismos gestos que hubiera
utilizado en un púlpito—. Comportarse de otra manera, supondría la condena eterna
a las llamas del…
—Tiene una cicatriz donde ninguna mujer que no sea su esposa o su amante
puede haberla visto —dijo la señora Brown en tono triunfal.
Se inclinó ante Robert y comenzó a desabrocharle la bragueta del lado derecho
de los pantalones.
—Es de color rosa y tiene la forma de las ondas que hace un pato al nadar en un
estanque tranquilo.
—¡Perra embustera! —escupió Robert.
—Ayudadme —dijo Ludlow, conminando a Tole.
El herrero sonrió y sujetó a Robert por los brazos. En el último instante, Will
trató de intervenir. Al fin y al cabo Robert era su hermano y cargar con una mujer
como la señora Brown… Pero los músculos de los brazos del herrero eran más
gruesos que sus propios muslos.
—Que traigan un farol —ordenó Ludlow—. Vamos a averiguar la verdad y si
esta mujer miente…
—La lapidaremos, ¿no? —dijo la abuela.
Todos los hombres, excepto Godfroy, sir Anders y Brant Reid fueron al otro
lado de la cabaña. Los dos ingleses estaban con la boca abierta.
—¿No vas tú? —preguntó Rachel a Will.
Will bajó la vista y se sorprendió al ver que sus manos seguían unidas.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque es verdad. Yo le hice esa cicatriz.
La señora Brown lanzó una exclamación de deleite y tomó a la pequeña en
brazos.
—¿Heriste a tu propio hermano?
—Robert vino a buscarme cuando me había escondido con un viejo indio. Me
había enseñado a hacer arcos y flechas. Logré disparar antes de que me pillara y
empezara a pegarme.

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El farol osciló en la oscuridad. Robert apareció con la ropa desordenada.


—Pasará esta noche con nosotros —dijo Ludlow con la seguridad de los
justos—. Mañana le acompañaré a las oficinas del condado para que retire una
licencia y…
—¡No! —gritó Robert.
—¡Pues claro que no! —intervino la señora Brown—. ¿Acaso cree que me
casaría con un sinvergüenza? No haría otra cosa que meterme en alguna choza de
Pittsburgh mientras él se divertía con todas las pelanduscas del río, como de
costumbre. Sólo me casaré con un hombre íntegro. Si el destino no quiere
concederme un marido, alguien dispuesto a perdonar mi error, seguiré mi propio
camino. Tengo que cuidar de Merri. ¿Hay alguna familia que necesite una mujer para
cuidar a sus hijos?
La gente enmudeció. Unas cuantas mujeres desaparecieron en la oscuridad.
—No necesita buscar trabajo, señora Brown —dijo Will—. Mi hermano
comprende sus apuros y se sentirá honrado de facilitarle los recursos necesarios para
su regreso a Natchez. Estoy seguro de que tiene suficiente para usted y la pequeña
Merri.
Robert lanzó una mirada de odio malevolente hacia su hermano y la señora
Brown.
—Quizá el señor Shakespeare quiera venir a verme mañana al hotel Robidoux
—dijo la señora Brown—. No tengo intención de discutir mis asuntos financieros en
público, pero puedo adelantar que un sólo pago puede resultar satisfactorio. Me
levanto temprano, señor Brown. Podemos reunirnos y todavía tendrás tiempo de
subir al primer vapor.
Will se dio cuenta de que Brant Reid sonreía al ver la aplicación rústica de la
justicia más elemental.
Anders, al contrario, tenía una expresión preocupada, como si recordara algo.
—Ven, Robert —dijo Will, tomándolo del brazo—. Creo que debemos hablar tú
y yo a solas. Te acompañaré a la ciudad. Espera un momento mientras recojo una
cosa.
Will se metió bajo la cama, levantó un trozo de tronco y encontró el paquete de
dinero al tacto.

Will condujo a su hermano por el camino, preocupado al verlo tropezar


continuamente.
—Ya llegamos al camino principal. Ahora será más fácil.
Robert se volvió hacia él, como si buscara algo. Will se dio cuenta por primera
vez de que era más alto y más ancho de hombros que su hermano.

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—Will, por favor. Comprende mi posición —dijo desesperado—. Hacía seis


años de la muerte de Eulaie, sin familia, sin hijos. Quise casarme con una dama viuda
de Pittsburgh, pero papá no lo consintió. Ya sabes lo que opina de que un viudo
vuelva a casarse. «Debes dedicar el resto de tu vida a la memoria de Eulaie», es lo
que dice a cada momento.
Robert siempre había sido un buen imitador. Sin embargo, era la primera vez
que Will lo veía reírse del tono pomposo de su padre.
—¡Por Dios, Will! ¡No tengo madera de monje!
—¿Me estás diciendo que la señora Brown no fue la primera?
Robert soltó un bufido.
—¿Eso significa que sí o que no? Vamos un poco más despacio, la luna está a
punto de salir y podremos ver mejor.
—No puedo recordar todos los nombres —dijo Robert en un susurro—. Cuál de
ellas fue hace un año, o hace dos años. Todas se mezclan en mi recuerdo.
Delante de ellos, Will oyó el ulular de un búho y el grito de su víctima
haciéndose eco del de Robert. ¿Su hermano era un ratón cazado? ¿Y quién hacía de
búho? ¿La señora Brown? No le extrañaba que su paso fuera vacilante. Pero no, ¡el
mismo era el cazador! Habían cambiado las tornas y Will clavaba sus garras en su
hermano Robert.
—No miento, Will. No recuerdo a la señora Brown o como se llame. Las chicas
de Natchez son irresistibles, pero todas se parecen en la flor de la juventud. Pero no
recuerdo que una tan rolliza me haya parecido atractiva.
—¿No tienes alguna especie de diario para…?
—No te des esos aires conmigo, Will. Seguro que tú también te habrás solazado
con las mujeres de Saint Joe, aunque el año pasado negaste ante papá que te
beneficiabas a esa chica de Clarion River.
Will no lo podía creer. Ningún hombre de su familia había usado nunca un
lenguaje tan vulgar.
—Tiene una hija. Eso ha podido afectar a su figura.
—No lo sé, no tengo experiencia. Ni siquiera con las queridas. A veces
sospechaba que nuestra falta de hijos era culpa mía, no de Eulalie. Ahora me
arrepiento de haberla acusado. Si nos encontramos en el otro mundo, donde todo es
revelado…
Will no pudo contenerse. ¿Un libertino confeso esperando encontrarse con su
esposa en el cielo? Se echó a reír.
—Robert, ¿cómo te hacías llamar en Natchez?
—Señor Brown —respondió humildemente—. Pero quizá esa mujer estuvo con
otros. ¿Qué reputación tiene aquí?
—No lo sé —dijo Will, esquivando la pregunta—. Pero está buscando un
marido, no un amante. Eso ya es una indicación sobre sus intenciones. Tiene

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experiencia en los mecanismos legales del matrimonio y no es probable que vuelva a


dejarse engañar.
—¿Qué piensas decirle a papá?
—No veo por qué tiene que enterarse de nada de esto. Mira, la señora Brown
pretende casarse en la frontera y quizá se dirija al oeste.
—Bien, Will. ¿Qué es lo que quieres?
—Mi libertad. Vais a aceptar que soy responsable de mi propia vida. Se
acabaron las amenazas de que me arresten por haberme llevado mi propio rifle. No
más cartas suplicantes, no más talonarios para sobornarme. Has llegado a tentarme,
Robert.
—¿Y qué voy a decirle a papá? No dejo de repetir le que ya superarás esas
fantasías adolescentes. Quería mandar los alguaciles tras de ti desde el día en que
desapareciste, pero lo convencí de que, a la larga, era mejor sobornarte. Le hice ver
que mandándote dinero regularmente te haríamos depender de nosotros y acabarías
reconociendo tu error.
—Dile la verdad, que me gano la vida por mí mismo y que dentro de un par de
años a lo sumo, verá mi nombre en un libro.
—¿Por qué lo torturas de esta manera? Sólo es un anciano.
—¡Torturarlo! Desde la primera vez que puse la pluma sobre un papel me riñó.
Sólo entiende de libros mayores. Siempre me ha echado la culpa de la muerte de
mamá porque me había escapado a las montañas. Con ese sentimiento de culpa me
arrancó la promesa de quedarme y entonces me enteré de que ella había muerto en la
tienda de una modista de Nueva York. Cuando tiró mi manuscrito al fuego no me
dejó alternativa. Mientras se quemaban aquellas páginas decidí luchar por mi
independencia, por mi responsabilidad.
—No exageres. Él dice que ése es tu problema, que lo exageras todo. Está
obsesionado con que todo esté como tú lo dejaste.
—¿Siguen los libros en mi habitación?
—Bueno, supongo que no todos.
—No volveré. Es como una casa llena de fantasmas. Ni papá, ni mamá, ni tú ni
nuestras hermanas habéis pensado jamás en mí. Lo único que recuerdo de aquella
casa es el silencio, el cuarto de los niños con madame Petitpont y el predicador que
venía a darme clase. Papá y tú siempre estabais de viaje de negocios, mamá y las
chicas en Nueva York, o en Philadelphia. Y entonces despidieron a madame.
—A papá no le quedó más remedio que despedirla —dijo Robert, de nuevo
tenso—. Tú eras demasiado pequeño para comprenderlo.
—¿Con madame Petitpont? ¿Te parecía atractiva esa francesa vieja y huesuda?
—¡Cierra el pico! —graznó Robert—. No era ninguna vieja. Lo que ocurre es
que tú eras demasiado pequeño e inocente.

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Will pensó que lo seguía siendo. El intento sexual con Rachel había salido tan
mal que ella no quería volver a oír hablar de ese tema.
—Esto es el fin, Robert. O me dejas que siga mi propio camino o le contaré a
papá tus correrías. Y no te excuses diciendo que no sabrás qué contarle. Cualquier
hombre de Pennsylvania que se haga pasar por tratante de esclavos en Natchez es
capaz de inventar una historia plausible para explicar la ausencia de su hermano.
—Te nombraré nuestro delegado en Saint Louis. Papá nunca conocerá a esa…
mestiza.
Aquella palabra se clavó como un puñal en el vientre de Will.
—Robert, acabas de ver a Rachel. ¿Cómo puedes utilizar esa palabra?
Robert pareció rendirse.
—¿Cuánto quieres por tu silencio?
—Nada. Si no podemos tratarnos como hermanos, olvida que estoy vivo.
—Will, apenas dispongo del efectivo suficiente como para contentar a la señora
Brown. Y eso contando con que se conforme con menos de cien dólares. No puedo
darte dinero para financiarte un viaje.
—No te pido dinero, Robert. En realidad —dijo sacando el paquete de su
chaqueta—, aquí tienes todo lo que me has mandado. No lo necesito. Me marcho con
la caravana. Me pagan cincuenta dólares por ser su cazador, lo suficiente para volver
al este y escribir un libro sobre el viaje a California. Y después emprenderé otra
aventura. Quizá vaya a la India.
Robert se detuvo desconcertado ante seis yuntas de bueyes que bloqueaban el
paso al hotel.
—¡Estos emigrantes han convertido mi viaje en un suplicio! Casi todos van a
Oregón para reclamar tierras. ¿Por qué se han decidido tus patanes por California?
—Es obra de Godfroy y Sampson. Han estado allí y dicen que es un paraíso
terrenal.
—Estúpidos. Y tú lo serás más si vas con ellos. Tienes una fortuna esperándote,
sólo has de dominar un poco tu carácter. ¡Ven conmigo! No le diré a papá que te has
estado revolcando con una «squaw».
Will apretó los dientes, pero no dijo nada.
—No tendrás problemas para encontrar a otra en Pittsburgh. Seremos
compañeros, verdaderos hermanos.
—Hermanos unidos por los más oscuros secretos —dijo Will con sorna.
—Y no sólo en Pittsburgh. Si quieres utilizar tu verdadero apellido, encontrarás
que hay montones de mujeres dispuestas a ser amables con un Shakespeare. Pero es
peligroso. Lo mejor es utilizar otro nombre. Tendrás mujeres en todos los puertos,
incluso en Nueva Orleáns, la raza no importa. ¿Por qué has tenido que encapricharte
de una mestiza?

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Will se dio cuenta de que todos sus esfuerzos eran vanos con Robert. Enrojeció
de vergüenza.
—Rachel es preciosa…
—Bueno, bueno. Will, dime la verdad. ¿Crees que esa niña puede ser hija mía?
¿Le ves algún parecido con la familia?
—El color del pelo es muy parecido, desde luego. Tú eres tan rubio como papá.
Además, es innegable que la niña es inteligente.
—¿En serio? Vaya. Si me aprietas un poco, incluso podría casarme con esa zo…
mujer. Podría dejarla en Cincinnati y papá nunca lo sabría. ¿Me guardarías ese otro
secreto? —dijo y se echó a reír—. Pero sólo un idiota puede aconsejar el matrimonio,
si la mujer resulta una arpía, habrás perdido un amigo. Ya has oído a esa mujer, sus
exigencias no tendrán fin. Y ahora que conoce mi apellido, no descartaría que llegara
al chantaje.
—Es muy posible —dijo Will.
—Mañana le ofreceré el matrimonio, me saldrá más barato a la larga. ¿Quieres
hablar con ella por mí? ¿Asegurarle que siempre le fui fiel a Eulalie?
—¿Lo fuiste? —preguntó Will mientras cruzaban la calle—. ¿Lo fuiste? —
insistió mientras su hermano subía los primeros escalones—. Ya veo. No, tendrás que
ganártela por tus propios medios. Adiós.
Will extendió su mano, pero Robert no quiso aceptarla.
—Robert, he crecido. Tenía que llegar el momento en que ya no pudieras
llevarme a casa con palizas y amenazas.
Robert le dio la espalda y comenzó a subir las escaleras.

Los alrededores del fuego estaban desiertos, a excepción de un bulto cubierto


con una piel de bisonte.
—Godfroy —dijo Will en un susurro.
El bulto se movió. Will se preparó para soportar las recriminaciones del
trampero.
—¿Es verdad que el matrimonio no es legal porque no eres mayor de edad?
Will esperaba que lo acusara de haber mentido, de ocultar el apellido de su
familia. Aquella pregunta lo pilló desprevenido.
—No se trata únicamente de eso. Kraft tampoco es un reverendo de verdad.
Ahora se ha convertido en el doctor Kraft. Es un farsante. No firmó ningún
certificado y no había otro testigo que tú. Además, el estado exige una licencia legal.
—Mi cabeza está confusa. ¿Te has llevado a Rachel a la cama?
—Una vez.

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—Pronunciasteis las promesas y habéis dormido juntos. Espero que eso


signifique que estáis casados.
—Rachel cree que no.
—Bueno, cuando crucemos el río, el cuñado de Sampson os casará y escribirá el
certificado.
—Tu hija no quiere otra boda. Dice que no quiere volver a saber nada del
matrimonio.
—Yo hablaré con ella. Quiero que seas mi yerno.
—No aceptaré a Rachel contra su voluntad. Eso no es un matrimonio. Quizá
con el tiempo…
—Pues hablaré con sus amigas entonces. Ellas se encargarán de hacerla entrar
en razón. ¡Eh! ¿No habrás decidido irte con tu hermano? Me olvidaba de que puedes
viajar en primera clase y llevar ropa cara.
—No, jamás volveré. Siento no haberte dicho quién era en realidad. Ocultar la
verdad es tan malo como mentir.
—Algo sospechaba yo —dijo Godfroy—. Rachel me habló de la dedicatoria de
tu Biblia. He viajado en demasiados vapores, durmiendo sobre cajas con el nombre
de la compañía como para no sospechar. Pero, ¿qué iba a decir? Cualquier hombre
tiene derecho a ser quien elija ser.
—Mi proyecto es escribir un libro que sea de utilidad para la gente que quiera ir
a California. Hay algunos, pero desprecian a los emigrantes.
—Will, no tienes más que decirme lo que quieras saber y me alegraré de poder
ayudarte. Los hombres que viajan contigo se sentirán honrados si tienes éxito.
Un golpe por la espalda no hubiera dejado más anonadado a Will.
—Mi familia no cree que escribir sea una profesión honorable.
—Yo no sé leer ni escribir, pero siempre he sentido envidia de los que sabían.
Lo que tengo en la cabeza, la forma de las Rocosas, se lo puedo contar a un hombre o
a un grupo reunido en torno al fuego. Pero si lo escribiera en un papel podría
contárselo a todo el mundo. Sólo asegúrate de que lo que escribes es la verdad, no
como esos bastardos que escriben mentiras y llevan a mucha gente a la muerte.
Escribe, de ese modo la gente del este entenderá que el viaje no es imposible. Todos
en la caravana estarán dispuestos a…
—¡No! Eso es exactamente lo que no quiero. Verás. Si la gente de la caravana
supiera que estoy escribiendo un diario que luego se convertirá en libro actuaría de
otro modo. ¿Crees que Burdette y Ludlow reñirían por las vacas y las gallinas si lo
supieran?
Godfroy se echó a reír.
—¿Quieres que todos enseñen su verdadera cara?
—Sí, nada de comportamientos fingidos.

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—Bien. Te guardaré el secreto, pero avísame si crees que puedo ayudarte. Me


encargaré de que Rachel y tú podáis estar solos para cortejaros. Tú comerás en
nuestra carreta.
—Gracias —dijo Will con un nudo en la garganta.
Godfroy se tumbó sobre el vientre y alisó la manta bajo su cuerpo.
—El problema serán Burdette y Marshall. ¿Por qué algunos hombres creen que
sólo pueden fortalecerse despedazando a otros? Si siguen así, harán que el grupo se
divida antes de que lleguemos a la meseta. Y mira cómo estoy yo, parezco una caja
que se hubiera caído de algún carromato. Tendrás que ocupar mi lugar.
—Pero me habéis contratado para cazar. No tengo la menor idea de la ruta, de
los pozos de agua, de la hierba.
—Sampson se encargará de decírtelo. Le dejaremos la caza a los ingleses, con
eso los mantendremos alejados de las carretas durante el día. Sólo tendrán las noches
para armar jaleo. Es una suerte que nadie le haya dado trabajo a la señora Brown.
—¡La señora Brown!
Se había olvidado de ella. Miró los toldos blancos bajo la luna y se preguntó en
cuál dormía.
—¿Dónde está?
—Los ingleses la han acompañado a la ciudad.
—A sugerencia de Brant Reid, supongo.
—A Anders no le ha hecho mucha gracia, desde luego. Pero, siendo un
caballero, no podía negarse.
—Anda detrás de Anders para casarse. Tratará por todos los medios de
conseguir un lugar en la caravana con tal de estar cerca de él.
—Nadie le dará trabajo. Las demás mujeres tienen miedo de que se dedique a
perseguir a sus maridos. Aunque tengan hijos crecidos, todos recuerdan lo que
puede suceder entre los arbustos por experiencia propia. En fin, será mejor que
duerma un poco.
—Pasa a la cabaña. Puedes dormir en mi cama.
—No, me recuperaré antes durmiendo en el suelo, junto al fuego. Es a lo que
estoy acostumbrado. Will, eres un buen hombre.
Will estuvo a punto de contradecirlo, pero eso sólo prolongaría la conversación
y lo cierto era que Godfroy necesitaba descansar.

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Capítulo 12
Will no tenía más remedio que respetar el sentido común con que Godfroy
hablaba del matrimonio. Un caballero no pronunciaba aquellos votos en vano. Llamó
a la puerta de Rachel antes de abrir. Rachel se cubrió la cabeza con las sábanas.
—¡No! —dijo ella en cuanto entró—. ¡No!
—Rachel, tenemos que hablar.
—No te acerques a mí.
Will entró a oscuras tratando de mantener las distancias con ella. Tropezó con el
bastidor del edredón. Rachel dio un salto en la cama.
—¡No tires la colcha al suelo!
—Rachel, creo que no estamos casados.
—¡Mejor! No quiero casarme, ¡jamás!
—Pero te he arrebatado la virginidad. Mi deber de caballero es casarme contigo.
—No, gracias. Y, ahora, vete.
—Tu padre cree que sí estamos casados. Dice que las licencias y los reverendos
no son necesarios, que hemos formulado los votos, que nos hemos acostado…
—¿Lo sabe?
Will empezó a ver el camisón blanco. Ella se había sentado en la cama y tenía
los pies en el suelo.
—Me lo ha preguntado claramente. No podía mentirle.
—¡Dios todopoderoso! Nos llevará ante el reverendo Ludlow a punta de rifle.
—No. Cuenta con tus amigas para que te convenzan, pero ya sé que no te
importa. ¿Te casarías conmigo si sintieras una pasión arrebatadora?
—No sé lo que puede ser eso. Will, ¿tú me amas?
—No me hagas preguntas imposibles, ni siquiera estoy seguro de lo que es el
amor. Te respeto, eres una mujer buena, pero quieres una gran pasión.
—¡Ya no! He tenido bastante pasión para el resto de mi vida.
—Entonces, no te cortejaré. Pero vamos a tener que compartir una carreta
durante cuatro o cinco meses, Rachel. ¿No podemos ser amigos? ¿Hermano y
hermana?
El blanco desapareció cuando ella se cubrió las piernas con la manta.
—Siéntate aquí, a mi lado. Dime la verdad, quién eres. ¿Por qué William
Shakespeare?
—Es el nombre que me pusieron al nacer. Lo he cambiado por el de Will
Hunter.

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—Sí, supongo que debe ser difícil vivir con un nombre así, sobre todo de niño,
los niños pueden ser muy crueles. Pero ya eres un hombre adulto.
—No es difícil, es imposible. Ya le he contado a tu padre mi secreto. Eres mi
hermana y confío en ti —dijo tomándole la mano—. No podía quedarme en casa
porque quiero ser escritor. Mi padre lo considera un oficio despreciable. ¿Y te
imaginas lo que pensaría un editor si le mando un manuscrito firmado como William
Shakespeare?
—Me hago cargo.
—No se lo digas a nadie, pero llevo un diario de este viaje. Quiero escribir un
libro sobre la caravana a California. Ha de ser un secreto, si la gente lo supiera no me
tratarían como a un cazador.
Rachel le apretaba la mano. Se inclinó hacia él y rió.
—Burdette se llevaría un pasmo al ver las cosas que dice en papel impreso.
—Precisamente. No se lo dirás a nadie, ¿verdad? ¿Ni siquiera a tus amigas?
Rachel le soltó la mano y se cubrió la boca con la suya.
—Bien. Buenas noches.
—Espera, tengo más preguntas. ¿Aceptaste la ceremonia por la misma razón
que yo, porque pensabas que papá se moría?
—Por eso y porque eres muy bonita.
—¿Y deseabas tenerme en tu cama? —preguntó ella venciendo su timidez.
—Eso también.
—¿Aún me deseas?
—Pero sólo si tú quieres, Rachel.
—Pero, a ti… ¿sientes lo que todos los hombres por las mujeres?
—Sí.
—Entonces, tu hermano…
—Es un libertino.
Era lo menos que podía decir de él.
—Para una mujer es difícil preguntarlo pero, ¿sientes lo mismo por otras
mujeres?
—Yo también era virgen cuando me acosté contigo —exclamó él un tanto
dolido por su acusación, pero también amargado al recordar su erección a manos de
Louisa Brown.
—Lo siento. Pero tenemos que ser prácticos. Si sientes la necesidad de seducir a
alguna mujer… Bueno, en la caravana no se me ocurre quién podría aceptar un… Lo
que quiero decir es que hay mujeres públicas en la ciudad. Si te parece que ese
impulso va a ser irresistible, antes de salir hacia el oeste, podrías…

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Will se levantó. Estaba tan cerca que le rozaba la rodilla con la pierna.
—Yo no soy mi hermano, Rachel.
—Lamento haber dicho nada.
—No, te he pedido que seas sincera conmigo. Es el único modo de que
podamos superar esto.
—Nunca debemos volver a estar juntos a solas.
—No te preocupes No hay demasiada intimidad en una carreta en medio de las
praderas.
—Si mi padre o mis amigas tratan de que estemos juntos…
—Ya encontraremos alguna excusa para separarnos. Podemos pasarlo muy
bien, Rachel. Hermano y hermana conchabados, saboteando las estratagemas de los
adultos. No he tenido hermanos ni hermanas de mi edad, nadie con quien jugar a
este juego.
—Yo no he tenido hermanos de ninguna clase —dijo ella.
Se apartó el pelo que le caía sobre la frente con gesto seguro. Pero, los hombros
hundidos daban a entender que tenía sus dudas.

Rachel hizo un nudo en su hilo y lo cortó. Cambió de sitio para seguir la línea
de hilvanes que iba más allá de las campanillas de Tildy. Su amiga había llegado al
despuntar el alba para terminar el centro.
—¿Vamos a tener boda esta noche? —preguntó en un susurro.
—No.
—Pues yo creo que, cuanto antes, mejor.
—Anoche, Will y yo decidimos que no íbamos a casamos.
Tildy se acercó a ella hasta que las cabezas se rozaron.
—¡Pero, Rachel! ¿Y si estás embarazada?
—No te preocupes.
—¿Estás diciéndome que… Will y tú tomasteis precauciones? Me alegro de que
Matt haya insistido en lo mismo. No quería que hiciera el viaje embarazada, aunque
llegaríamos a California antes de que naciera el niño.
Rachel echó un vistazo a la puerta y a la ventana por si había alguien
escuchándolas.
—Sólo lo hicimos una vez y me dolió mucho. No le dejé terminar. Eso no
cuenta.
—A mí me parece que sí —dijo Tildy—. Da igual lo que sucediera. Si te hizo
daño es que ya no eres virgen.

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—Te digo que no cuenta. No vamos a ca…


Meggie apareció en la puerta.
—¿Dónde está Faith? —preguntó.
—Supongo que lavando los platos del desayuno —dijo Tildy—. No tiene a
nadie que la ayude. Nosotras somos afortunadas, Meggie. Tú tienes a tu madre y la
abuela cocina para Matt y para mí.
—¡Ahí viene! Aprisa, Faith. Las plumas se están retrasando más que las mulas
de Ludlow. Faith se apoyó en el marco de la puerta tambaleándose. Estaba pálida,
como si acabara de ver algo horrible.
—¡Faith! —exclamó Tildy—. ¿Qué tienes? Estás blanca como el papel.
Faith se dejó caer en una banqueta y bajó la cabeza hasta que rozó las rodillas.
—Papá… —dijo en un suspiro.
—¿Un accidente? ¿Ha caído enfermo? —preguntó Rachel, alarmada.
—No, los muchachos y él han ido a Saint Joe.
—Pero, ¿por qué armas tanto…? —empezó Meggie, pero Faith la hizo callar con
un gesto.
—La señora Brown —dijo.
—¿La señora Brown? —repitieron las tres a coro.
—Papá dice que la niña le recuerda a mí cuando tenía su edad, con el pelo rubio
y hablando tan pequeña. No ha dormido en toda la noche, yendo de un lado a otro
de la carreta, preguntándose qué iba a ser de ella y de su madre. Admira las agallas
de la señora Brown por negarse a casarse con ese hombre horrible que la sedujo.
Papá dice que una mujer débil no habría dudado en aprovechar la oportunidad.
—¡Pero si es más joven que tú! —exclamó Meggie—. No digas tonterías.
—No son tonterías. Ha llevado a los chicos para que la conozcan. Dice que tiene
que asegurarse de que sabe cocinar, coser y llevar una casa, que no quiere hacerme
cargar con una madrastra inútil.
—Mira, así tendrías alguien que te ayudara —dijo Tildy alegremente—. Ya no
te tocaría cargar con todo.
—Papá no me necesitará para nada —gimió Faith.
—Pues claro que sí —insistió Tildy—. ¿Qué te hace pensar que él…?
—Lo tenía pensado todo, toda mi vida. Iba a quedarme en casa después de que
los chicos se marcharan para cuidar de papá. No iba a casarme nunca. Pero si él se
casa, ya no me necesitará. Una mujer como la señora Brown no querrá tener en casa a
una hijastra solterona. No digo que no sea amable, pero no tardará en empezar a
insinuar que ya es hora de que busque un marido, de que invite a los solteros a cenar.
—Estar casada tiene sus cosas buenas —dijo Tildy, conteniendo la risa.

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—Hay pocas diferencias entre una esposa y una esclava —se quejó Faith
conteniendo las lágrimas—. Tú tienes suerte, Tildy. Desde que te casaste con Matt
has vivido con tu familia. Ya verás cuando tengas que ocuparte de la casa y lleguen
los niños, entonces sabrás lo que es la vida de una esposa. Fíjate en Rachel, los dedos
en carne viva y aún tiene que hacer todo el trabajo de la casa.
—¡Eso no es verdad! —protestó Rachel—. Will me ayuda todo lo que puede,
pero papá está enfermo y…
—¡Justamente! —exclamó Faith—. Tu padre se pone enfermo y, ¿quién tiene
que pasarse la noche en vela cuidándolo? ¡Tú! El trabajo extra siempre le toca a la
mujer. Y luego, cuando se hace de noche, el hombre empieza a hacerte proposiciones
y nunca puedes descansar.
Rachel se volvió hacia el edredón para que no pudieran verle la cara. Cuidar al
enfermo, cocinar, limpiar, coser. ¿Hasta cuándo iban a dolerle aquellos pocos
instantes con Will?
—¿Qué voy a hacer? —sollozó Faith.
—Dejar de lloriquear y ponerte a trabajar para que tengamos vinagre —le
espetó Rachel.
—Lo siento —dijo Faith tras un momento de desconcierto.
Rachel sintió que todas la miraban con reprobación.
—Hay trabajo que hacer —dijo Faith con un suspiro—. Quizá me preocupe por
nada. Puede que papá no le proponga matrimonio, puede que esa mujer deteste a los
niños.
—Espero que tu padre tenga sentido común y sea cauteloso —dijo Rachel—. La
señora Brown aceptará cualquier cosa que lleve pantalones.
Faith sollozó.
—La vida es muy dura para una mujer sola, lo sé. Pero si se casa con mi padre,
seré yo la que se quede sola.
—No, nada de eso —dijo Rachel—. Seremos dos. Yo tampoco voy a casarme.
—¡Rachel no digas eso! —protestó Tildy. Pero Rachel la hizo callar con una
mirada. Se arrepintió de haber compartido con ella confidencias sobre sexo.
—Cuando lleguemos a California, Faith, tú y yo encontraremos el modo de
ganarnos la vida —dijo Rachel—. Piensa en lo que he conseguido aquí cosiendo.
—No habrá muchas mujeres que quieran edredones o vestidos en California —
dijo Meggie—. La abuela dice que los primeros años en un nuevo territorio siempre
son duros.
—¿Y qué otra cosa podría hacer una mujer respetable? —dijo Tildy—. Quizá
deberíais pasar el verano con la abuela, apuntar todo lo que diga y luego estableceros
como comadronas.
—Las mujeres esperan que las comadronas hayan tenido hijos propios —
apuntó Faith.

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—¡Bah! —exclamó Meggie—. En las ciudades grandes hay hombres que


trabajan de comadronas y no les vas a pedir que hayan tenido hijos.
—Es distinto. Son médicos.
—Pues yo no veo por qué tiene que ser distinto —insistió Meggie—. Hay
maestras que no tienen niños y, sin embargo, todos les confían sus hijos.
—¡Maestra! —dijo Rachel—. ¿Lo ves, Faith? Entre las dos podríamos abrir una
escuela.
—La verdad es que tengo experiencia. He criado cuatro hermanos y fui yo
quien les enseñó sus primeras letras.
—Pues claro. Y todas tenemos certificados escolares de Pikeston. Espero que
hayas traído el tuyo porque tendremos que enseñarlos para demostrar que estamos
cualificadas.
—Hace falta dinero para abrir una escuela.
—Anoche, los hombres decidieron por votación que me pagarían diez dólares
por el heno.
—Eso no es suficiente —dijo Faith.
—Pídeselo a Will —dijo Meggie—. Su familia tiene de sobra. ¿No tendría que
pagarte por tenerte como ama de casa y esposa sin tener derecho?
Rachel bajó la cabeza y siguió cosiendo.
—¡Aceptar dinero de un hombre! —dijo Faith—. Las mujeres que hacen eso sólo
levantan habladurías. Si el señor Hunter es como su hermano, volvería a
aprovecharse de Rachel pensando que ella guardaría su terrible secreto a cambio de
dinero.
—¡Oh! Will nunca…
Rachel cerró la boca tan bruscamente que sus dientes chocaron. Supo que él
estaba allí, que se acercaba, por la cadencia de sus pasos. ¿Cuánto tiempo llevaba
fuera? Rachel intentó que sus mejillas no se sonrojaran.
—Discúlpenme. Los hombres se preguntan cuánto tiempo les llevará acabar el
edredón.
—Hasta mañana por la tarde, siempre que encuentre alguien que haga las
comidas para la familia de Faith y para usted y el señor Godfroy.
—Yo me encargaré de Godfroy. Buscaré alguien que se encargue de los Tole.
—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Meggie.
—Sampson ha encontrado dos carreteros que nos acompañarán la primera
semana con el heno. La hierba de la pradera no está lo suficientemente crecida para
que sirva de pasto, pero si llevamos el pienso con nosotros podríamos salir ahora
mismo.
—¡Acabaremos mañana! —exclamó Meggie—. Trabajaré toda la noche si es
necesario. ¡Hurra por California!

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—Rachel —dijo Will, guiñándole un ojo con disimulo—. Tu padre dice que, en
cuanto acabes el edredón, te lleve a la granja de Perry a recoger el vinagre.
Rachel le devolvió el guiñó.
—No me parece que eso sea muy práctico.
Will tenía razón. Aquello podía ser divertido.
—La carreta está a medio cargar. Si la utilizamos para ir a la granja, moveremos
todos los fardos.
Entre las cuatro podemos ir a pie. Además, queremos ver la cara que pone la
señora Perry. Le pediremos prestada la carretilla para traer la barrica.
—Parece un buen plan —dijo Will sonriendo.
—Acabaríamos antes si la nueva esposa del señor Tole supiera coser —dijo
Meggie.
Will se quedó con la boca abierta. Salió tan rápido de allí que levantó una
nubecilla de polvo.
—Por supuesto que sé coser —dijo la señora Brown al otro lado de la puerta—.
Pero, a esta hora del día, debería prepararte la comida.
—No pienso permitir que cocines hoy. Es el día de tu boda —dijo Tole,
haciéndola pasar—. Faith, la señora Brown y yo hemos llegado a un acuerdo. Se me
ha ocurrido que os acompañe para que vayáis conociéndoos mientras yo voy a
recoger la licencia.
La señora Brown miraba al suelo. Recogió a Merri de brazos del herrero y la
puso frente a ella como si fuera un escudo. La niña tenía el pulgar en la boca. Rachel
buscó una corteza de pan para ella.
—Asia —dijo la cría.
Faith se levantó de la banqueta con la mano en la boca. Rachel no sabía si iba a
reír o a llorar.
—¿Ya habla? ¡Pero si es muy pequeña!
—Es una criatura asombrosa —dijo Rachel.
—Por favor, sean amables con ella —susurró la señora Brown—. Anoche os
enterasteis de la verdad, es una hija bastarda. Pero el señor Tole dice que le dará su
apellido.
—¡Oh, no se preocupe por eso! —dijo Tildy enarbolando la aguja—. Mi marido
también es bastardo y lo han elegido capitán. ¿Por qué no nos tuteamos? Así no
perderíamos tanto tiempo.
A la señora Brown le tembló la barbilla. Miró a Rachel, que bajó los ojos un
momento.
—Vamos, siéntate, Louisa —dijo señalándole el sitio que Faith había dejado—.
Lo siento, pero el edredón ha de estar terminado mañana y no tengo tiempo de hacer
té.

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—No importa. Dadme una aguja y enseñadme lo que tengo que hacer. Estoy
deseando que Kit traiga mi baúl, aunque el señor Tole me ha pedido que cambie los
vestidos. No le parece bien que una mujer casada enseñe tanto… cuello. Es un
hombre maravilloso —dijo mirando a Faith—. Tú debes saber qué estilo le gusta más.
¿Me ayudarás a reformar los vestidos?
A Faith se le trabó la lengua y Rachel se vio obligada a intervenir.
—Todas te ayudaremos, pero antes tenemos que acabar esto.

El frío de la madrugada los libraba de los mosquitos. Will estaba en el


embarcadero desierto, retorciéndose las manos. «Elegir a Parrott ha sido un error y la
culpa es mía». El trasbordador de Saint Joe cruzaba con los mansos bueyes hasta la
otra orilla, pero Parrott había insistido en que el ganado pasara nadando. ¡Un cuarto
de milla de aguas rápidas! Si algún animal se ahogaba, los propietarios le harían
responsable.
Empezaba a clarear ligeramente por el este. Rachel se agachó junto a una estufa
de hojalata que llevaba un año abandonada.
—Te has levantado temprano —dijo él.
Ocupada en reavivar el fuego, Rachel no le respondió. Tenía que preparar la
medicina de Godfroy.
Will comprobó que el rifle estaba cargado y echó a andar hacia el río. Una ligera
bruma ensombrecía la orilla opuesta. Disparó a la niebla, que sonó como una
palmada seca. Godfroy salió de debajo de una carreta y se puso de pie agarrándose a
la rueda.
—¿Cómo va eso? —saludó Sampson, apareciendo entre la niebla.
—Bien —mintió Will. Casi no había dormido pensando en los animales.
—Anders está discutiendo con Parrott otra vez. Ha conseguido que transporte a
los caballos si los cegamos y los llevamos sujetos de las riendas. Pero no quiere oír
hablar de las mulas y los bueyes. Dice que ha visto demasiados accidentes
provocados por esas bestias.
—¿De verdad es el mejor lugar para que crucen a nado? —preguntó Will,
repitiendo en voz alta lo que no había dejado de atormentarlo durante la noche.
—Sin duda. Quiero que Godfroy y tú crucéis los primeros con los muchachos.
Estaréis en la otra orilla para esperar a los bueyes.

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Capítulo 13
La balsa se detuvo bajo las orillas escarpadas y boscosas. El barquero tiró de
una cuerda y encalló el trasbordador en los bajíos. Will saltó a la arena.
—Llevad los caballos hasta el escarpe —les dijo a los chicos.
El silencio nervioso en que habían cruzado terminó en cuanto sintieron tierra
firme bajo sus pies.
—Vosotros dos —dijo a los más pequeños—. Quedaos con los caballos. Los
demás volved a tirar de la carreta.
La otra orilla parecía una colmena ajetreada. Los gritos de los hombres,
apoyándose en el restallar de los látigos, eran arrastrados por las silenciosas aguas
del amanecer. Otro carromato estaba en posición de ser cargado. Kit, su
lugarteniente, parecía adelantarse a todas sus órdenes.
Un tronco flotante puso en apuros a la balsa, pero Will y sus muchachos no
tenían tiempo para mirar. Llamó a los que recorrían los bancos de arena con ramas
de sauce en las manos y les mandó que arrearan a un grupo de seis mulas que se
apelotonaban en una isleta arenosa.
—¿Dónde están las de Anders? —preguntó Godfroy—. Esas son las de Ludlow.
—Quizá sus muleros las hayan atado para cruzar —aventuró Will.
Godfroy negó con un movimiento de cabeza.
—Maldito grupo, separándose antes de comenzar el viaje —se lamentó el
trampero—. Por culpa de mi debilidad no puedo subirme a un caballo. ¿Alguien está
con los demás caballos?
—Voy yo. Haré que los muchachos reúnan dos yuntas de bueyes para llevar la
carreta a lo alto de la orilla.
En lo alto del escarpe, Will sacó su telescopio de bolsillo y vio que tres hombres
se habían lanzado al agua en un bote de remos. No les envidiaba el trabajo de tener
que cortar el tronco para librar el trasbordador, ya tenía bastante con los caballos, los
bueyes y las mulas. Encontró una pendiente orientada al sur donde el sol había
estimulado que la hierba creciera antes. Era un terreno pequeño, los animales darían
cuenta de él en pocas horas y empezarían a dispersarse buscando más. Pero claro,
para eso habían traído las carretas con el heno. ¡Las carretas! ¡El pienso estaba en la
otra orilla! Hasta que Parrott liberara la balsa, los muchachos y él debían rodear al
ganado para evitar que se alejara del río. Aquello iba a prolongarse hasta el medio
día, eso pensaba. Kit apareció ante él, retorciendo el sombrero entre sus manos.
—El cable se ha partido.
El cable. La cuerda que unía ambas orillas. El tiempo se alzó ante él como una
barrera, como un enemigo. Volver a tender el cable llevaría horas, quizá días. Kit
comprendía la dimensión del problema, su expresión era preocupada. Will pensó
que si seguía retorciendo el sombrero de paja acabaría por hacerlo jirones.

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—Me parece que uno de los hombres que cortaba el tronco, ha sido arrastrado
río abajo con él.
—¿Estás seguro? ¡Dios mío! No tiene muchas posibilidades de sobrevivir.
¿Estás completamente seguro?
—No. Pero… creo que lo oí gritar cuando lo arrastró —dijo el muchacho con los
nudillos blancos—. Y ése es el tipo de trabajo al que siempre mandan a papá.
—No —dijo Will—. Parrott enviaría a uno de los suyos, no a un hombre con
esposa y seis hijos. Tendría que ser alguien que conozca los canales del río, que sepa
salir si se produce un accidente.
—Es lo que siempre hace papá —insistió Kit.
Tenía que conseguir que volviera a pensar en el trabajo.
—¿Han descansado bastante las mulas como para que suban la cuesta?
—Sólo han cruzado seis. Hemos ido a mirar corriente abajo, pero no hemos
encontrado las otras cuatro. A Ludlow se lo van a llevar los demonios.
—A los reverendos no se los llevan los demonios —dijo Will.
Kit trató de sonreír.
—Usted no lo conoce. Mientras las buscábamos. Josh vio lo que pasaba en el río.
Yo también miré y…
—Haz que los más pequeños cabalguen alrededor de los demás animales. Hay
que evitar que se dispersen. Sólo tenemos dos sillas de montar.
—No importa. Todos estamos acostumbrados a montar a pelo.
Otra sonrisa fugaz. Will se imaginó la furia de los campesinos de Pikeston
cuando descubrieran que los caballos que habían dejado en el prado para que
descansaran estaban agotados, como si hubieran pasado el día trabajando.
—Si ha sido papá…
—Deja de preocuparte sin motivo. No sabes quién había sobre ese tronco.
Kit asintió, pero Will alcanzó a oír que le castañeteaban los dientes. El cabo
deshilachado del cable estaba a sus pies. ¿Qué podía hacer?
«Lo primero que tienes que hacer cuando decides que te has perdido es sentarte
y pensar». Zack, el guardés de la casa de campo, se lo había aconsejado de pequeño.
Will se sentó en un arbolillo doblado por la corriente y contempló la otra orilla. La
balsa se había alejado a la deriva y ahora estaba a un cuarto de milla corriente abajo
del embarcadero. A juzgar por los movimientos de los hombres, la habían atado con
cuerdas y la empujaban con pértigas. Se preguntó si se dedicarían a esas tareas de
haberse ahogado un miembro del grupo.
Si el ganado estuviera del otro lado, les quedaría la posibilidad de volver a Saint
Joe. No podía hacerles cruzar otra vez. Los bueyes que probaban dos veces las aguas
del Missouri quedaban inservibles para la yunta. Tendría que esperar a que Sampson
o Hull cruzaran en el esquife y le dieran órdenes.

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«Deja de hacerte preguntas que no puedes responder. Eres peor que Kit,
sacando conclusiones antes de tiempo».
Su trabajo era proteger el ganado y mantenerlo cerca del río. Eso significaba
organizar turnos de guardia durante la noche. Los niños mayores sabían manejar un
arma. Y habría que comer. Tenía que hablar con Rachel de eso. Los niños estarían
muertos de hambre tras el magro desayuno de aquella mañana. Había comida de
sobra en la carreta.
Los niños debían ir a todas partes en pareja. Mandaría a una para que buscara
alguna fuente o arroyo por los alrededores. Rachel tendría agua para preparar café.
No podían correr riesgos. Era una zona infestada de renegados blancos que se
ocultaban más allá de la jurisdicción de los alguaciles de Missouri.
No había que preocuparse por los indios, a menos que se encontraran con una
banda de pawnees. La noticia de que había ganado fácil se extendería rápidamente
por el río. Godfroy conocía mejor a los indios. Will echó a andar.
Rachel utilizaba el portón de cierre de la carreta como mesa de trabajo. El sol se
reflejaba en su hachuela de carnicero. Godfroy se había refugiado bajo la carreta para
escapar del calor del medio día.
—¿Dónde están los muchachos?
—Kit ha encontrado un arroyo y ha mandado a uno de sus hermanos para que
trajera agua.
—Bien, pero deben ir de dos en dos. En cuanto vuelvan, hay que poner el toldo
de la carreta. Godfroy necesita un lugar más cómodo para descansar.
—Podemos hacerlo nosotros —dijo Rachel.
—Tú tienes que preparar la comida.
—No puedo cocer el jamón sin agua. Además, tengo cuatro docenas de galletas
hechas de ayer.
Pusieron manos a la obra, aunque no era fácil tensar la lona entre dos. El agua
llegó antes de que acabaran. El niño se ofreció a sustituirla para que ella pudiera
dedicarse a cocinar.
—¡Indios! —gritó el niño de pronto—. Se llevan una de las mulas.
Conservando la calma, Rachel se puso delante de su padre.
—Tráeme el rifle —ordenó Godfroy, oculto tras sus faldas.
La mula se tambaleó un instante cuando llegaba a lo alto de la cuesta. El
hombre, Will sólo veía a uno, aunque sabía que podía haber toda una banda ocultos
en los arbustos, guiaba al animal por las crines. Tanto la mula como el hombre eran
de un color rojizo.
—No es un indio —dijo Will—. Lleva camisa y pantalones.
—Los indios también pueden ponerse ropa normal —dijo una voz ahogada bajo
la lona.

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El hombre se tambaleó hacia la carreta. Levantó una mano débilmente y cayó


de rodillas. Por los movimientos convulsivos de sus hombros, Will dedujo que estaba
vomitando.
—¡No, Rachel! —gritó Godfroy.
Su hija se había subido las faldas y corría hacia el recién llegado ¡Una trampa!
Will bajó de la carreta. Un renegado blanco que trataba de distraerlos mientras otros
robaban el ganado. O, lo que era peor, que buscaba una mujer o un niño para pedir
un rescate.
Rachel le había puesto la mano sobre el hombro y trataba de que se pusiera en
pie.
—Es el señor Brant Reid —gritó.
El barro que cubría al hombre y a la mula le manchaba ahora el vestido. Will la
ayudó a llevarlo junto al fuego. Brant Reid se dejó caer al suelo y comenzó a vomitar
de nuevo.
—Agua salada. Agua con mucha sal para hacerle expulsar toda la porquería del
río —dijo Will.
—¿No es papá? —dijo el niño, asomando la cabeza por debajo de la lona—. ¡No
es papá! Voy a decírselo a Kit —dijo, desapareciendo en un abrir y cerrar de ojos.
Will sintió envidia de él. Debía ser maravilloso ser hijo de Tole, correr por la
pradera gritando, «¡No es papá!

Brant Reid se lavó en un remanso del arroyo hasta que el riachuelo se cubrió de
una espuma sucia.
—Acababa de subirme al tronco cuando, de repente, cedió.
—Tiene mucha suerte de estar vivo.
—No lo estaría si no llega a ser porque una corriente ha llevado el tronco una
milla río abajo y luego lo ha empujado a la orilla. Me quité las botas y pude nadar.
Unas botas hechas a la medida y ahora están en el fondo del Missouri. Aunque no
debería quejarme. Esa condenada mula estaba esperándome en un banco de grava.
—¿Por qué estaba usted en el tronco? ¿Por qué no había uno de los hombres de
Parrott?
—Parrott no es el dueño de esos hombres, sólo su patrón. Si alguno muriera,
tendría que pagarle su valor al amo. Sólo quiero una manta hasta que llegue sir
Anders.
—Pero, no llegará hasta que la balsa…
—Después de que usted cruzara, sir Anders y Parrott discutieron por las mulas.
Sir Anders se marchó hecho un basilisco a Saint Joe, con las mulas y nuestros
hombres. Se reunirá con nosotros aquí.

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—¿Por eso no aparecían entre los demás animales?


—Exactamente. A mí me dio permiso para quedarme a ayudar.
—Vístase, Brant Reid. Anders tendrá que dar un rodeo de treinta millas para
evitar los barrancos del río.
El caballero aceptó aquella ropa barata sin hacer comentarios.
—¿Por qué viaja con él?
Brant Reid evitó mirarlo a la cara.
—Sir Anders es muy rico. Mi padre murió hace tres años, dejándonos en
situación precaria. Mi hermano mayor, el heredero del título, se casó con una joven
de cierta fortuna. Yo estoy prometido con la hermana de sir Anders.
«Y con una cierta dote», pensó Will con desdén. Despreciaba a los hombres
capaces de casarse por dinero. Entonces, recordó que había sentido el impulso de
casarse con Rachel por su linaje, por su atractiva mezcla racial. En ambos casos, era
una cuestión de libertad.
Cuando volvieron a la carreta, las galletas de Rachel habían desaparecido y ella
hacía tortas para alimentar a aquellos estómagos tan jóvenes como insaciables. Sólo
unas briznas de carne colgaban del hueso del jamón.
—He conseguido guardar un poco de jamón. Está en la carreta —dijo ella
contemplando incrédula a los pequeños—. Me pregunto cómo se las arregla Faith.
Rachel extendió una manta bajo los árboles que bordeaban el arroyo,
desenvolvió los retales de percal que había elegido para la estrella emplumada de su
nuevo edredón. Se dio cuenta de que no había tomado la decisión correcta, una
estrella emplumada no era lo más adecuado para hacer durante un viaje. Meggie le
había advertido que eligiera algo más sencillo, pero Rachel, como de costumbre,
mantuvo tozudamente su primera decisión.
Primero, cortó las puntas de flecha que formaban la estrella central. Al poner
encima el patrón, consiguió una forma horrible que le recordaba vivamente una
noche que ella quería olvidar.
«Sólo son estrellas», se dijo. «Con una cola extensa» Aguda, lacerante. A pesar
de sus protestas, por mucho que dijera que eran como hermano y hermana, sabía que
él estaba deseando hacerlo otra vez. Le dolía con sólo pensarlo.
Metió la plantilla bajo la tela para no tener que verla. Dibujó un triángulo y lo
recortó, dejando tela suficiente para las costuras. Bueno, ya era un principio. Quizá
lograra acabar unos cuantos triángulos antes de empezar con la comida. Un roce en
los arbustos hizo que se quedara quieta.
—Puedo sentarme contigo, Rachel.
Will. No podía decirle que se fuera. El señor Brant Reid dormía con su padre
bajo la carreta, los niños vigilaban el ganado. Le hizo sitio en la manta.

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—Lo siento, Rachel —dijo sentándose con las piernas cruzadas frente a ella—.
Lamento que haya sucedido esto, que nos veamos atrapados aquí, solos, sin tus
amigos.
—No es culpa tuya que el cable se rompiera. No hace falta que te disculpes.
—Bueno, hay algo más. No puedo prometerte que no voy a tener erecciones a lo
largo del viaje. Creo que lo sabes. Anoche, cuando estábamos frente a la hoguera, te
pasé una taza, nuestras manos se tocaron y…
—¡Cállate!
Volvió a extender el percal y buscó el lápiz.
—Lo tienes bajo… la falda —dijo él.
Por el modo en que había dicho «falda», Rachel sabía que se refería a la pierna.
La idea de que él hubiera estado allí, de que la hubiera acariciado en un sitio tan
íntimo… Sentía ganas de gritar de humillación. Pero no iba a darle ese placer, se
mordió la lengua.
—¿Dónde has estado? —preguntó ásperamente.
—He subido a la colina a ver si veía a Anders. No quiero que pase de largo.
—Es imposible, tiene que cruzar este camino.
—Quizá insulte a un caballero, pero sir Anders es capaz de pasar de largo de
todo lo que no le recuerde a Londres.
Rachel tuvo que contener la risa y la línea sobre el percal se torció.
—Trae, deja que yo haga eso —dijo Will—. Iremos más deprisa. Yo dibujo las
líneas y tú recortas.
Rachel se cuidó de darle la plantilla y el lápiz de forma que sus dedos no se
rozaran.
—Necesito cuarenta y ocho triángulos de la tela de flores y otros cuarenta y
ocho de muselina. No, no los dibujes tan apretados. Hay que dejar tela para coserlos.
Eso es, perfecto.
Will pasaba la plantilla sobre el percal, sus dedos ejercían la presión justa.
Rachel sintió que le temblaban los muslos con el recuerdo de sus caricias y aquel
dolor palpitante comenzó de nuevo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó él.
—Una estrella. Una mujer en el vapor de Saint Louis tenía la plantilla y dejó
que la copiara.
Will trazó media docena de triángulos en silencio.
—Espero que Anders y sus hombres lleguen antes de que oscurezca. Los chicos
no deberían hacer guardia toda la noche para cuidar del ganado.
Un músculo se movió nerviosamente en su mandíbula. Rachel sabía que debía
tener piedad de él. Había quedado a cargo de los animales y sólo contaba con seis

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niños para ayudarlo, además de un anciano enfermo y otro adulto que tenía que
sujetarse el estómago cada vez que probaba un bocado de comida sólida.
—¿Tienes más de ésta? —preguntó él levantando un trozo de percal estampado
cubierto de triángulos dibujados a lápiz.
Rachel rebusco entre las telas se quedo inmóvil al rozar el patrón del principio
La verdad era que no se parecía en nada a su sexo, duro y suave al mismo tiempo,
ardiente y húmedo.
—¿Qué te pasa, Rachel? ¿No habrá una serpiente en esos trapos?
—No es nada —se apresuró a responder ella—. Es que acabo de darme cuenta
de que es hora de que me ponga a preparar la cena.
Will la sujetó por la muñeca.
—¿Hacemos las paces, Rachel?
—Por mí, hechas —dijo ella.
—Vamos a ser hermano y hermana. Eso significa que tenemos que ser sinceros
el uno con el otro.
—Will, cuando un hombre ha estado con una mujer, ¿quiere volver a hacerlo, a
pesar de que haya sido tan horrible?
—Quiere volver a hacerlo.
—Faith y yo nos hemos prometido que, cuando leguemos a California, vamos a
abrir una escuela para hijos de emigrantes. Las dos vamos a quedarnos solteras,
doncellas para siempre.
«¡Solteras! Puede que Faith sea doncella, pero no yo!»

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Capítulo 14
Las judías todavía no estaban tiernas, pero los niños las devoraron sin una
queja. El señor Brant Reid mordisqueó un trozo de pan.
—¿Más café, señor Brant Reid? —preguntó ella.
—Por favor, vamos a tuteamos. Llámame Reid. Tanto nombre suena ridículo en
plena naturaleza.
—No tan ridículo como sir Anders —apostilló ella.
—¿Y qué te parece lord Brittlebane?
Rachel sonrió.
—Suena a marca de caramelos. Es crujiente como el azúcar fundido. Estás
riéndote de mí.
—En absoluto. Es el título de mi hermano.
—¡Oh! Lo siento.
—No lo había pensado nunca, pero es verdad que suena a marca de caramelos.
Por suerte, mi hermano tiene un heredero, de modo que no corro peligro de
convertirme en lord Caramelo.
Se puso en pie sin ayuda. Por la mañana habría recuperado sus fuerzas. El
inglés fue a reunirse con Will y los niños.
—¿Qué he de hacer?
—¡Por Dios! Nada, Brant Reid. Ha estado a punto de ahogarse.
—No es que estuviera a punto, sólo tragué un par de galones de agua del
Missouri. Y, por favor, tuteémonos. Ya se lo he dicho a Rachel, prefiero que me
llaméis Reid. Brant era el apellido de soltera de mi madre. Mi padre pensó que si lo
anteponía al suyo, la herencia sería más jugosa. Vana ilusión. El abuelo dejó toda su
fortuna para fundar un orfanato.
—Puedes encargarte de que el fuego no se apague en toda la noche, de ese
modo, Anders…
—Ese es mi trabajo —dijo Godfroy—. Aunque no podré recoger leña. Hay que
mandar a los niños antes de que se haga de noche.
—Insisto en hacer mi parte —dijo Reid.
—Bueno, ve al río a ver si descubres cómo marchan los trabajos de reparación.
Reid se alejó arrastrando un poco los pies. Desde el primer momento, Rachel lo
había catalogado como un hombre sin sangre en las venas. Ahora admiraba su
determinación.
Will envió a los niños a que recogieran leña y luego volvieran dando un rodeo y
arreando el ganado. Rachel se apartó para sacudir el saco de harina. Un hombre, un
hombre blanco según podía ver, ya que iba totalmente desnudo, se acercaba

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caminando por la cresta. Con un alarido, volvió hacia el carromato, sin conseguir
apartar los ojos de él por mucho que lo intentara.
—Buenas tardes, señorita Godfroy —dijo haciendo una inclinación.
—¡Anders! —gritó su padre. Se quitó a toda prisa la chaqueta y se la tiró al
inglés—. Cúbrase.
Anders cruzó las manos como un Adán y se acercó a la chaqueta caminando de
lado. Optó por atarse las mangas a la espalda, como si fuera un delantal.
Entonces levantó la cabeza.
—Han sido los indios, pero los cobardes que contraté para escoltarme huyeron
y me dejaron solo para defender mis pertenencias.
—Sin mucho éxito, por lo que veo —dijo el trampero.
—Me sujetaron y las… mestizas me desnudaron. Mataré a la bruja que las
azuzaba. Una de ellas no era nada fea, pero sin mulas, no tenía nada con lo que
tentarla.
—¡Sir Anders! —exclamó Reid, dejando caer una brazada de leña—. ¿Qué hace
usted… de esta guisa?
—¿A usted qué le parece?
Anders volvió a repetir sus gimoteos sobre los indios.
—Se presentaron como pedigüeños, pero a mí no me engañaron con sus trucos
Querían hacernos prisioneros, torturarnos.
—Los indios no suelen luchar con sus mujeres —dijo Godfroy.
Sir Anders hizo una mueca desdeñosa.
—Por suerte, tenía mi rifle listo y apunté…
—¿No le enseñaron unos papeles?
Sir Anders se olvidó por un momento de su actitud arrogante.
—Quizá. Puede que uno o dos de esos salvajes se acercase con unos papeles
mugrientos, pero retrocedieron en cuanto derribé al joven de su jamelgo.
—¿Que lo derribó? —repitió Rachel. Si había matado a un indio, lo habrían
seguido—. ¡Los niños! ¡El ganado!
—Con una bala en el hombro. Se la habría metido en el corazón, pero ese
cobarde de Hooper desvió el tiro y echó a correr seguido de los muleros.
—Rachel, ve a buscar a los niños y tráelos aquí —ordenó Godfroy—. Reid, has
lavado tu ropa. Dásela a Anders para que pueda recuperar mi chaqueta.
Rachel echó a correr hacia los árboles con el paño de cocina en la mano.
—¡Will! ¡Kit! ¡Josh!
Estuvo a punto de tropezar con uno de los pequeños, que llevaba una carga de
leña más grande que él.

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—¿Dónde está Will?


El niño señaló con el pulgar por encima de su hombro. Rachel siguió corriendo.
—¡Will! Anders ha llegado sin nada, ni siquiera la ropa porque los indios le han
quitado todo. Papá está hecho una furia. Los indios llevaban alguna clase de
documentos y Anders ha alcanzado a uno de ellos de un disparo.
—¿Documentos? —repitió él, haciendo que a Rachel se le helara la sangre en las
venas—. Eso quiere decir que la partida con la que se ha encontrado, son, fox, o iowa,
o pottawatomi, tenían un documento de un agente del gobierno pidiéndole a los
viajeros que les den dinero como pago de la madera y la hierba que utilizamos al
cruzar sus tierras.
—Papá dice que todos los niños deben ir al campamento.
—¿Podrás llevar esta leña?
Rachel asintió y Will descargó la madera en sus brazos.
—Vuelve junto a la carreta. Yo voy a buscar a los chicos.
Anders, vestido con ropas teñidas de barro, estaba tumbado junto al fuego sin
abrir la boca. Su padre tendría que haberle sermoneado. Reid fregaba la olla de las
judías con hierba y arena. Tres de los chicos ya habían llegado, Rachel podía oír los
pasos de otro justo detrás de ella… Sólo faltaban dos. Y Will. Si algo le sucedía a Will
por la bravuconería estúpida de aquel alfeñique iba a matarlo. Las indias lo habían
despojado de sus ropas, ella iba a desollarlo vivo.
Vio a Will, que le hacía señas para que lo siguiera al carromato. Allí, le puso
una pistola en las manos, estaba fría al tacto.
—¿Recuerdas lo que te dije? Sólo tienes un disparo. Amenaza. No permitas que
te hagan disparar si no es en serio. Póntela en el cinturón del delantal, a la espalda.
Tu padre nos dirá qué debemos hacer.
Godfroy les aconsejó salir a buscar a los animales arrear a los machos más
grandes para que los demás los siguieran, pero insistió en que no se separaran.
Anders no servía de nada, tenía los pies ensangrentados de caminar descalzo. Reid se
ofreció a acompañar a Will y a los chicos.
—No, Rachel y Godfroy no deben quedarse solos. Voy a dejar mi rifle y
Godfroy tiene su…
—Yo cuidaré a la chica —dijo Anders, poniéndose de pie con una mueca de
dolor—. Que el señor Brant Reid ayude con los animales —añadió con sorna.
Trató de hacerse con el rifle, pero Will lo apartó de su alcance.
—¿Que usted va a cuidar a la chica? —se burló Will—. Rachel, si da un solo
paso hacia ti, dispara —dijo mientras mandaba a Anders al suelo de un empujón—.
Si a esos indios se les ocurre volver, será mejor que se esconda detrás de sus faldas.
Rachel tiene más valor en un solo dedo que usted en todo su cuerpo fofo.
—¡Es usted como los salvajes! —gritó Anders a sus espaldas—. ¡No quisieron
escucharme! Intenté decirles quién era yo, pero no quisieron escucharme.

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Rachel practicó el movimiento de sacar la pistola del cinturón del delantal y


procuró que el noble la viera practicar. Sin embargo, acabó fregando la olla porque
quería ocuparse en algo productivo. Si no, se hubiera puesto a caminar arriba y abajo
y su padre se habría dado cuenta de que estaba asustada. Tenía que poner más judías
a remojo, y también manzanas secas. ¡Y ella que se quejaba de tener que cocinar para
Will y su padre! Si hubiera sabido que nada más cruzar el río tendría que cocinar
para diez, nada la habría hecho salir de su casa.
—Es demasiado pronto para que vuelvan con los animales —dijo su padre
tratando de taladrar la creciente oscuridad.
Entonces, un par de cuernos se recortó contra la luz del ocaso. Lo siguieron
otros. Hubo un alboroto de risas infantiles y sonó la voz grave de Will, que parecía
aliviada.
—Habíamos olvidado a las vacas lecheras. Todo el rebaño estaba a menos de un
cuarto de milla de aquí. Las vacas estaban deseando que las trajéramos para dejarse
ordeñar. Los novillos y los bueyes las han seguido.
¡Vacas! ¡Los hombres querrían que las ordeñase ella! Era una tarea de mujeres,
como cocinar o lavar la ropa. Faith tenía razón, todos los trabajos que los hombres no
querían hacer se los endosaban a las mujeres.
—Sus vacas, señora —dijo Kit, haciendo una reverencia con el sombrero.
Rachel se puso las manos en las caderas.
—¡En mi vida he ordeñado una vaca! Sólo porque lleve faldas, no…
—A Rachel la educaron como a una dama —dijo Godfroy—. La señora Ridley,
su tía, le compraba la leche y la mantequilla.
—Bien, Rachel no sabe ordeñar —dijo Will—. ¿Quién sabe hacerlo?
—Eso es tarea de mujeres —dijo Kit enfurruñado—. Faith siempre se encarga
de la vaca.
—¡Pues a mí no me mires! —exclamó Josh.
—¿Cuántas son? —preguntó Reid con tono cansino.
—Seis, creo —contestó Will—. ¿Sabes ordeñar?
—Mi abuelo materno amasó su fortuna con vaquerías. Los mejores días de mi
vida fueron cuando ayudaba a las dulces vaquerizas. ¿Hay por ahí un cubo?
¡Dulces vaquerizas! «¿Y a qué las ayudaba?»
Rachel se inclinó sobre el carro para buscar el cubo. Pajares llenos de heno,
chicas con faldas cortas, el joven señor, mujeres que se atrevían a retozar.
—Brant Reid, quisiera que no mencionaras asuntos de naturaleza tan vulgar —
dijo Anders—. Las referencias a unos antepasados que se veían obligados a trabajar
para vivir desmerecen la posición de un caballero.
Will se acercó a Rachel y la tocó en el hombro.

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—Los caballeros americanos no se avergüenzan, pero son propensos a


endosarle el trabajo de casa a sus esposas.
—Gracias —dijo ella en voz baja.
Will entregó pistolas a Josh y a Kit.
—¡No se os ocurra dispararle a nada! Hacedlo al aire si estáis seguros de que
alguien ronda el ganado. Reid y yo vendremos corriendo.
—¿Y si los indios nos rodean? —preguntó Josh.
—Pedid ayuda. Todo esto ha empezado por haberle disparado a un hombre.
—Me estaban amenazando —dijo Anders con petulancia, pero Will ni siquiera
se dignó a mirarlo.
—¿Tienes una mantequera? —preguntó Reid a Rachel.
—No, era inútil ya que no traíamos vacas. Pero podemos colgarla de un árbol,
fuera del alcance de las mofetas y los ratones.
¡Ya tenía el desayuno! Podía espesar la leche con harina y los huevos que había
escondido entre la harina de maíz. Nadie se quejaría si servía natillas y manzanas
asadas para desayunar.
—Rachel, ¿cuántas mantas tenemos? —preguntó Will con el sombrero en la
mano.
—Se lo agradezco profundamente —dijo Anders—. Esos salvajes…
—Son para los niños. No tienen petate y se helarán lejos del fuego.
—La tuya, la mía y la de mi padre —contestó ella.
—¿Nada más?
—No, sólo sacos. Dejé mis colchas en la carreta de Faith.
—Bueno, tendréis que imitar a los cachorrillos y juntaros para daros calor unos
a otros.
—También está la piel de bisonte —dijo Godfroy—. Anders y Reid pueden
compartir mi manta.
—No —dijo Rachel—. Si te enfrías puede volver la fiebre. Que se queden con la
mía.
—No —esta vez era Will el que se oponía—. Tú eres la persona más importante
de este grupo. Sin la influencia de una mujer, ya estaríamos riñendo a puñetazos y
los animales se dispersarían. Los hombres solos somos criaturas lamentables.
Quédate con tu manta. Montaré la tienda para Anders y Reid, al menos los protegerá
del rocío.
—¿Y tú?
—Yo tengo que hacer guardia.
Los niños se apiñaron junto al fuego, asándose como tostadas antes de alejarse.
Will se encargó de montar la tienda.

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—No la plantes demasiado cerca del fuego —le aconsejó Godfroy—. No vaya a
ser que una chispa prenda en la lona y tengamos un incendio la primera noche.
—Bueno, por lo menos no estamos en un campo de amapolas asesinas —musitó
Josh, paseando la mirada por sus amigos reunidos en tomo a la fogata.
—¿Cómo es eso? —preguntó Reid.
—¿No lo sabe? La amapolas asesinas son las peores plantas de toda América,
atrapan a los hombres que duermen demasiado cerca de ellas —dijo Kit.
—En Indiana, conocíamos a un hombre al que se le habían comido el pie —dijo
Josh en tono siniestro. Estaba acampado junto a un río, y la amapola asesina se
arrastró hasta su pie. Tuvo que cortárselo para escapar.
—Nunca había oído hablar de tales plantas —dijo Anders—. He consultado
todos los tratados botánicos…
—Claro que no —dijo Kit—. La gente del río no se lo cuenta a nadie. Si los del
este y los extranjeros lo supieran, no vendrían más y el oeste se quedaría vacío.
Reid sonrió y Josh le dio un codazo. Automáticamente, la expresión de Reid se
ensombreció.
—Hunter, mira bien dónde plantas esa tienda.
—Pues yo nunca… —insistió Anders.
—Pues menos mal que tampoco hay hierbaglobo por estas tierras —dijo Kit—.
He oído decir que crecen cerca de las Rocosas.
Rachel apretó los dientes cuando su padre decidió intervenir.
—¡Ah, ésas sí que son un problema para los tramperos! Crecen a lo largo de los
arroyos donde hay castores. Si la pisas, se infla de golpe, y te tira al suelo. Pero lo
peor es cuando un caballo o una persona las come por accidente. Se inflan en la
barriga. Si comes demasiadas, te revientan como un ziquitraque.
—¡Dios santo! —exclamó Anders—. ¿Cómo vamos a proteger a las mulas?
—Hay que examinar muy de cerca los pastos. Si se encuentra una hierba con la
flor en forma de almohada, hay que alejarse.

Un crujido. El chasquido de una rama al partirse bajo una bota. Rachel se asomó
por debajo del toldo, Will atizaba el fuego. Se acuclilló y extendió las manos hacia la
fogata. Entonces se metió la mano en un bolsillo, sacó un pañuelo con el que se rodeó
la cabeza y se lo ató bajo la barbilla.
Rachel también sentía la mordedura del frío húmedo del río, pero se alegró de
no haberse desvestido. Will llevaba despierto toda la noche, debía estar helado.
Rachel se envolvió en el chal. Will tuvo que oírla porque la llamó en voz baja.
—¿Tienes frío?

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—Sólo un poco —dijo él mientras señalaba hacia el este—. Pero lo hemos


conseguido.
—La estrella del cazador.
—Sí, pero no me hables de cazar esta mañana.
Will temblaba de pies a cabeza, tenía los hombros encorvados y se frotaba los
brazos.
—Ven, quítate las botas y métete en mi cama, Las mantas aún están calientes.
—No hace falta. Dentro de un par de horas…
—Se te habrá metido el frío en los huesos. ¿Y si te pones enfermo? Papá y yo
dependemos de ti. Anda, pasa.
—Pero, entonces serás tú la que pase frío.
—Sólo faltan un par de horas para que salga el sol.
—No, nos sentaremos los dos en la carreta, bajo el toldo, a resguardo de la
humedad. Así no pasaremos frío ninguno.
—No creo que sea una buena idea —dijo Rachel, apartándose de él.
—Rachel, llevo puesta la ropa. La verdad es que llevo dos pares de calzones. Tú
también estás vestida. ¿Qué va a pasar porque nos sentemos juntos?
El frío ya había traspasado el chal. Rachel se acomodó contra una caja de
provisiones. Mientras él la arropaba con la manta, le rozó la mejilla con la mano.
—¡Tienes los dedos helados!
—Lo siento.
Will subió a la plataforma y se acurrucó junto a ella. Tras taparse, se quitó las
botas y se sentó sobre los pies.
—Dame las manos —dijo Rachel.
—Estoy bien —respondió él, encorvando aún más los hombros.
—He dicho que me des las manos. Cualquier hermana estaría dispuesta a
calentar los dedos de su hermano.
Tomarle las manos era como recoger un puñado de carámbanos. Rachel levantó
la manta y le sopló los dedos.
—¿No tenías hermanas?
—Cuatro.
—¿Y no os calentabais unos a otros después de jugar con la nieve?
—La más joven tiene diez años más que yo. Nunca hemos jugado juntos.
—Entonces, ¿Robert es tu único hermano?
—Sí. Ojalá pudiera hacer lo mismo con mis pies.
—¿También se te han helado?

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—Lo que más. Quizá las amapolas asesinas se hayan enrollado alrededor de
mis tobillos y me hayan cortado la circulación.
Rachel soltó una risilla.
—Los chicos de los Tole y los MacIntyre son muy imaginativos en sus bromas
pesadas.
—¡Toda la ciudad las sufría! Josh y sus hermanos derramaban los orinales en
Halloween y hacían batallas de bolas de nieve en la plaza, todo el mundo corría el
riesgo de que le atizaran en la cabeza. Una vez, Kit consiguió convencer a la mitad de
los hombres de Pikeston de que los indios miamis habían vuelto a Indiana. Hizo
tomahawks en la forja y fingió que los había encontrado ocultos junto al río. ¿De
verdad crees que Anders se ha tragado esos cuentos sobre la amapola asesina y la
hierbaglobo?
—Estuvo examinando con mucho cuidado el suelo antes de dejarme plantar la
tienda.
—Si es tan ingenuo, los chicos le harán la vida imposible.
—Tengo que moverme. Se me van a dormir las piernas.
Will cambió de postura y le dio un rodillazo en el muslo. Con el impacto, volvió
aquel viejo dolor palpitante. ¿Acaso iba a durar toda la vida?
—Le preguntará a la abuela si tiene hierbaglobo —dijo riendo mientras volvía a
echarle el aliento sobre las manos—. Podría ayudar a alguien con problemas de
pecho.
El hombro de Will y el suyo se rozaban. Aquel movimiento pareció deslizarse
hasta su vientre donde se unió al dolor.
—Creo que será mejor que empiece con el desayuno.
—Pero si aún es de noche.
—Ya no está tan oscuro. El cielo del este se ha puesto un poco gris.
Rachel se bajó de la carreta con cuidado de no mover las manos. Al darse la
vuelta para recoger el chal, encontró a Will de pie a su lado. Sin previo aviso, le puso
las manos en las caderas y la sentó otra vez en la plataforma.
—Te he dicho que es demasiado temprano. Métete ahí y descansa.
—No puedo. Los niños están a punto de llegar. Vendrán helados, pidiendo café
a gritos. ¿Sabes si alguien se acordó anoche de traer agua?
—Lo dudo. Hubo demasiada agitación con la llegada de Anders. Trae, iré yo.
Will se puso las botas y buscó el cubo, que sonó como un tambor cuando lo
recogió.
—¡Sst! —le chistó ella—. Vas a despertar a papá.
Rachel se agachó junto al fuego, el bulto de piel de bisonte se movió.
—Ya estoy despierto. Hacéis más ruido que un par de gatos en celo.

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Volvió a ocultarse en las profundidades de la piel, sólo su nuca era visible. La


leña que Rachel llevaba en las manos se le cayó al fuego y las chispas volaron en
todas direcciones, palmoteó frenéticamente un par que brillaba sobre su falda. Su
padre creía… suponía que Will y ella habían…

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Capítulo 15
—¡Ninguna banda de ladrones salvajes va a dejar me sin mi cacería de verano!
—dijo Anders.
Will pensó que él también parecía un indio, envuelto en aquella manta de los
pies a la cabeza. Se dirigió a Reid, que estaba sentado junto al flanco de una vaca.
—Brant Reid ensilla dos caballos. Iremos a Saint Joseph y recabaremos la ayuda
del señor Robidoux para reponer nuestro equipo. ¡Ah! Y los dos chicos mayores a
caballo y armados por si acaso los salvajes siguen al acecho.
—No —dijo Will—. Parrott ya está en el esquife tendiendo un cable nuevo. Al
medio día podrá funcionar. Pídale los caballos a Parrott.
—¡No confío en Parrott ni en su bañera!
—No podemos prescindir de un solo caballo.
Will le dio la espalda para que entendiera que no había nada más que hablar.
Sin el inglés, la mañana habría sido perfecta. Estaba asombrado de lo bien que se
sentía a pesar de no haber pegado ojo. Quizá fuera el calor que le había insuflado
Rachel, aunque lo más probable era que se debiera a su pudding de manzana.
—Me obliga a actuar en mi calidad de oficial.
—¡Cierre el pico, Anders! —dijo Godfroy—. Los niños no pueden acompañarlo,
los necesitamos aquí para guiar a las yuntas, aquí no hay sitio para dieciséis carretas.
¿Caballos? Rachel y yo tenemos que ir a buscar un nuevo lugar para acampar a cinco
o seis millas camino adentro.
—Pero yo debo tener caballos y sus sillas correspondientes —protestó Anders—
. No soy un salvaje para montar a pelo.
—Los animales no pueden pasar otra noche aquí —dijo Will—. Se han comido
toda la hierba.
—No pienso aceptar órdenes de un mocoso que constantemente está dando la
lata con los animales.
—¡Lo hará! —dijo Godfroy—. Will Hunter es mi delegado.
—Y esos críos inútiles —prosiguió Anders—. Lo único que hacen es cansar a las
monturas con cabalgadas sin sentido.
¿Monturas? Will se dio la vuelta despacio. Los muchachos habían bajado los
caballos al río por si acaso Parrott necesitaba que le ayudaran a tirar del cable nuevo.
Las armas… Comprobó la situación de los rifles y pistolas.
—Rachel, ponte detrás de mí —dijo con calma, imitando el comportamiento de
Godfroy.
Escudriñó la cresta. Ocho caballos, quizá más. Era imposible saberlo con la
bruma de la mañana. Reid abandonó su tarea y se apoyó en la vaca.

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—¿Son indios?
Traicionó su nerviosismo al tirar el cubo de leche sin darse cuenta siquiera.
Anders rodeó la fogata y se arrastró detrás de Godfroy, que estaba sentado con las
piernas cruzadas sobre su piel.
—¡Ahora enseñarán una bandera blanca, igual que ayer! —dijo Anders con voz
trémula—. Sabandijas traicioneras.
—¿Se presentaron con una bandera blanca? —preguntó Godfroy sin mover los
ojos.
—Por supuesto, para acercarse mejor a nosotros, para ganarse nuestra
confianza y quedarse con nuestros cueros cabelludos de recuerdo. No puede esperar
que los aborígenes comprendan los honores inherentes a la bandera blanca.
—¡Es usted el bastardo más idiota del mundo! —gritó Godfroy.
Se puso en pie de un salto. Rachel se colgó de su brazo.
—No me atosigues, niña. Estoy bien. Lo que necesitaba eran unas cuantas
noches durmiendo sobre el suelo.
Godfroy echó a andar entre la hierba con pasos inseguros pero con los brazos
firmemente extendidos a los lados para demostrar que no llevaba armas. Dos siluetas
desmontaron y se acercaron a él, una llevaba pantalones y camisa, la otra un traje de
cuero oscuro.
—Mujer Gris —murmuró Rachel.
Anders tenía los ojos como platos.
—¡No me entreguen a esos salvajes! Le disparé al niño y van a torturarme. ¡Por
el amor de Dios!
—¡Calle, Anders! —estalló Will.
Godfroy se encontró con la pareja y los tres volvieron a la fogata.
—Maldito no morir —dijo Mujer Gris a Rachel, torciendo la boca para señalar a
su padre. Anders se ocultó tras Reid y Rachel, balbuceando insensateces sobre brujas.
La hechicera no le prestó atención. Will sabía que el grupo de Mujer Gris no era el
responsable del ataque al inglés.
—Este es Jack Bordeau —dijo Godfroy, indicando al hombre alto que había a su
lado—. Es el hijo de Mujer Gris.
—Estábamos buscándolos —dijo Bordeau—. Parrott nos contó que sólo su
carreta había logrado pasar.
—¡Habla inglés! —gritó Anders.
—Fui a la escuela en Saint Louis. Ayer por la mañana, mi madre intentó ir a
verlo, pero habían dejado la cabaña.
Mujer Gris sacó un paquete pequeño de su vestido y se lo entregó a Rachel.
—Mala medicina —dijo.

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—Mi madre le devuelve su regalo porque sólo ha traído grandes desgracias


sobre nuestra familia.
Antes de que Rachel acabara de abrir el cuero, la tela dorada se derramó en sus
manos. Mujer Gris se apartó y se puso tras su hijo sin quitar los ojos del pañuelo.
—Cada uno de sus hijos dice que debería pertenecerle, como reconocimiento de
su valentía.
Bordeau se incluyó a sí mismo con una inclinación de cabeza.
—Sus hijas empezaron a pelearse con sus nueras. Su hermana se encerró a llorar
en su cabaña porque ella no tenía un paño de estrella. La pena la matará a menos que
la magia sea llevada lejos. Mi madre dice que a usted no le hará daño.
—Perteneció a mi abuela.
Bordeau tradujo sus palabras. Mujer Gris señaló el paño y respondió.
—Mi madre dice que su abuela debía ser muy diestra para tejer hebras de
estrella y poner unas maldiciones tan fuertes en algo tan delgado. Se alegra de verlo
en sus manos.
—¿Hebras de estrella?
—Hace muchos inviernos, cuando yo era un niño, una estrella con cola apareció
en el firmamento. Fue visible muchas noches. Mi madre dice que este paño ha sido
tejido con hilos de aquella cola.
—Creo que tiene razón —dijo Godfroy—. Yo vi esa misma estrella la mañana en
que Rachel nació.
—El paño de estrellas debe quedarse con Mujer Estrella.
Los indios se volvieron para irse.
—Esperen —dijo Godfroy—. Ayer, este hombre cruzó el río por Saint Joe. Dice
que unos indios le robaron. ¿Saben algo de eso?
La cara de Bordeau se hizo más seria y asintió.
—Al atardecer, llamaron a mi madre para que cuidara al niño.
—¡Un niño! —exclamó Rachel.
Mujer Gris extendió los dedos de las dos manos y luego sólo tres.
—¿Es eso lo que quiere decir, papá? ¿Que sólo tiene trece años?
Bordeau asintió de nuevo.
—Los iowas querían el pago de su hierba y su caza. Anoche, los hombres
discutieron largamente por qué se había comportado de aquel modo y decidieron
que este hombre blanco no saber leer las letras de los documentos.
—¡Qué! —exclamó Anders.
—Cuando disparó, la abuela del niño se volvió loca.

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—Lo comprendo —dijo Godfroy—. Tenían todo el derecho a haberse vengado.


¿Vivirá el niño?
—Sólo es un rasguño —dijo Bordeau, mostrando en su propio hombro el
alcance de la herida—. Esta misma mañana ha salido a cazar conejos.
—Bien, si el niño no ha resultado malherido, ¿podrían pedirle a su tribu que
devolvieran las cosas de sir Anders? Un rifle, sus pantalones y su camisa. ¿Quizá el
abrigo? La comida, por descontado, pueden quedársela.
Bordeau frunció el ceño.
—Lo preguntaré, pero siguen furiosos.
—Uno de los hombres que iban con sir Anders desvió el tiro, por eso no ha
muerto el muchacho. Ese hombre merece ser recompensado, que le devuelvan la
ropa en señal de gratitud.
—Lo intentaré.
—Si su madre no quiere el paño dorado, seguimos en deuda con ella por haber
ayudado a mi padre —dijo Rachel.
—Dales harina —susurró Godfroy—. Un saco entero. Es la peor época del año
para encontrar comida. Ya mandaremos a Saint Joe a buscar más.
Rachel subió a la carreta y arrastró el pesado saco hasta el portón. Will se lo
llevó a Bordeau, que se lo puso en el hombro sin esfuerzo.
—Hablaré con los iowas sobre las cosas que tomaron al bastardo inglés y sobre
el que desvió el disparo. Los iowas están pensando en hablar con el agente del
gobierno —dijo Bordeau con una mirada de soslayo a Anders.
Will esperó zapateando impacientemente a que los indios no pudieran oírlo.
—Si van a hablar con el agente, podrían arrestar a Anders.
—Y nos quedaríamos atascados aquí hasta que se celebrara el juicio. Todos
somos testigos —dijo Godfroy.
Will lo agarró del hombro antes de que Anders supiera lo que ocurría.
—¡Fuera de aquí! Baje por el río y espere el trasbordador. Dígale a Robidoux
que le ayude a encontrar caballos y equipo lo antes posible, antes de que caiga la
noche.
—No estoy dispuesto a recibir órdenes de…
—¡Fuera de mi vista! —bramó Godfroy—. Antes de que le ordene a Kit que
pase una cuerda por aquel árbol y lo cuelgue.
Anders trastabilló con los matorrales antes de recobrarse. Godfroy se rascó la
cabeza como si tratara de aclarar sus pensamientos. Will lo llevó hasta la piel de
bisonte, donde se dejó caer.
—Reid, ¿puedes evitar que Anders se meta en problemas durante un par de
horas? Convéncelo de que vuelva al trasbordador. Puede avisar a la gente de que
vienen los indios y convertirse en un héroe en vez de ser un mequetrefe.

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—No acepta órdenes fácilmente.


—Inténtalo de todas maneras. Tendrías que estar en la orilla cuando llegue el
esquife, así todos podrán ver que no te has ahogado.
—Es verdad. Bien, volveré con Anders y me aseguraré de que mis cosas sean
cargadas en una carreta —dijo con una sonrisa—. Veréis, mi decisión de quedarme
con las carretas enfureció a sir Anders hasta el punto de que hizo descargar mi
equipaje de las mulas.
—El honor siempre encuentra recompensa. Vuelve con él y asegúrate de que no
se mete en más líos.
—Cuando haya acabado con las vacas.
—No te preocupes —dijo Rachel—. Si me enseñas cómo hacerlo, Que vaya Will
a buscar un sitio para acampar.
Hablaba lentamente, mirando a Godfroy para asegurarse de que lo entendía.
—De todas maneras, sólo puedo estar sentado —se quejó Godfroy—. Yo
ordeñaré a esa vaca.
—Padre, no debes. Es malo que te canses.
—Así me daré cuenta de que aún sigo vivo. Llévate mis pistolas, Rachel. Me
quedo con el rifle por si acaso.
Will contuvo el aliento hasta que bajó el escarpe. Godfroy estaba dispuesto a
aprovechar cualquier oportunidad para conseguir que estuvieran juntos.
—Mi nueva madre viene en el esquife —gritó Kit antes de que Will llegara.
Desde luego. Había una papalina negra en la proa, miraba hacia el oeste sin
moverse nunca.
—¿Por qué? —preguntó a nadie en particular.
—No sé, está ahí sentada y no saluda. Pensamos que ayuda al remero a
mantener la buena dirección.
El cable se retorcía tras el bote, el mismo Parrott lo iba largando. Pero no era el
cable. Will se dio cuenta de que se trataba de una cuerda más pequeña con la que
jalarían el cable hasta la otra orilla.
—¿Listos ahí? —gritó Parrott.
—¡Listos! —gritaron los chicos.
Una nube de manos se apelotonó para sujetar la cuerda. A los pocos segundos,
estaba asegurada alrededor del torno.
—Esperad a que llegue para tirar —gritó Parrott.
Kit ayudó a su «nueva madre» a bajar de la proa empinada.
—Todos esos sacos vienen con nosotros —dijo Louisa—. Buenos días señor
Hunter El señor Tole ha pasado la noche en vilo pensando en los niños. No he
podido hacer nada para calmarlo. Como es el hombre más fuerte, su puesto está

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junto a las carretas. No pueden prescindir de él cuando se trata de subirlas a la balsa


—dijo orgullosamente—. He venido para asegurarme de que los niños comen. Todas
las mujeres mandan comida para que, entre Rachel y yo, podamos tener todo listo
cuando lleguen. Todos estábamos de acuerdo en que no era justo dejarle a Rachel
todo el trabajo. Además, el señor Parrott necesitaba una persona con experiencia.
—¿Con experiencia?
Louisa dejó escapar una risilla.
—Bueno, no lo había dicho antes porque haber tenido una hija fuera del
matrimonio podía avergonzar a mi familia. Por eso me dieron el dinero para venir a
buscar marido. Ahora que ya hemos cruzado el Missouri supongo que no tiene
importancia, pero ha de saber que mi padre es el señor Merrill, propietario del
trasbordador de Natchez. He realizado muchos viajes a lo largo de Mississippi.
—¿Y Merri?
—¡Oh! Le ha tomado un cariño terrible a su hermana mayor. Una cosa mala, no
quiere separarse de Faith. Eso sí, me ha dicho adiós con la manita. Bueno, necesito
ayuda para llevar esto a la carreta.
Louisa se apartó del bote y se quedó sorprendida.
—¡Señor Brant Reid! ¡Pero si está vivo!
—Moderadamente, señora.
—El señor Parrott dijo que, o salía por sus propios medios o se ahogaba sin
remisión, que no servía de nada buscarlo. El reverendo Ludlow celebró una breve
reunión para rezar.
—Tendré que agradecérselo.
—¡Sir Anders! No lo había reconocido. Pero, ¿es posible que usted y el señor
Brant Reid…?
—Cruzarán en el esquife —dijo Will—. Anders ha tenido ciertas dificultades y
necesita llegar a Saint Joe. Kit, que dos de los chicos lleven la comida al campamento.
Will se echó un saco al hombro y empezó a subir la ribera. Sonrió para sí.
Rachel tenía que quedarse en el campamento. Los habían salvado de toda una
mañana cabalgando porque Tole no había podido conciliar el sueño pensando en que
sus hijos no iban a comer.

Los fuegos de acampada ardían fuera del círculo de las carretas. Will se sentó
sobre sus talones junto a Godfroy y Sampson, frustrado al no poder recuperar su
diario. Rachel y sus amigas estaban reunidas junto a la carreta, cubiertas por una
ventisca de retales de colores.
—Hoy os habéis portado bien —dijo Sampson—. Buena idea la de reservar este
lugar bien temprano, las carretas de Oregón han cruzado por Saint Joe esta misma
mañana.

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—¿Las carretas de Oregón? —preguntó Will.


—No sé de qué esperan que vivan sus animales sin pienso —dijo Godfroy.
—Eso no es asunto nuestro —dijo el capitán Hull, calentándose el trasero—.
Hablé con su capitán. Como nosotros hemos salido, creen que la hierba ya está
disponible.
Godfroy gruñó como si quisiera decir que la culpa era de la mala suerte.
—Burdette me vuelve a dar la lata con las elecciones —prosiguió Hull—. Ya
estaría aquí si Anders nos hubiera alcanzado. Me ha dicho que Anders es coronel y
está acostumbrado a mandar.
—Diles a Burdette y a Marshall que habrá votación cuando lleguemos a Big
Blue River —dijo Sampson—. Es la tradición. Un centenar de millas, lo suficiente
para juzgar el temple de un hombre.
—Voy a hablar con él —dijo Hull, dejando caer sus faldones.
—Y yo a dar un paseo —añadió Sampson.
—Siento que Rachel no haya podido acompañarte esta mañana —dijo Godfroy
cuando se quedó a solas con Will.
—Rachel es feliz sin mi compañía.
—¿Qué? Con todos esos grititos, risas y meneos que os traíais esta mañana en la
carreta, creía que habías hecho las paces.
—No ha pasado nada, sólo me calentaba los huesos.
—¡Hum! —rezongó ceñudo el trampero.
—Faith Tole y ella piensan abrir una escuela en California.
—Viejas, solteronas y maestras —escupió Godfroy—. Pero, entonces, ¿cuándo
voy a tener nietos? Ya se me ocurrirá algo para que no le quede más remedio que
estar contigo.
—La verdad, preferiría que no hicieras nada. Obligar a Rachel no es el mejor
modo de…
—Mañana me levantaré temprano y saldré a cabalgar.
—¡Ni pensarlo! No durarías un día en la silla.
—Así tendrá que preparar el desayuno para ti solo.
—Más adelante. Cuando recuperes tus fuerzas.
—Una noche más en el suelo y me sentiré capaz de montar un bisonte.
—Dos días más en la carreta y ya veremos entonces qué tal te sientes.
—No pienso aceptar órdenes de un mocoso —dijo Godfroy.
Y entonces se echó a reír, seguramente porque había logrado imitar el acento
inglés. Kit se agachó junto a la fogata y se quitó el sombrero.
—Will. Vienen caballos por el camino del río.

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—Quizá sean Anders y Reid. ¿Traerán sus criados? ¿No sería mejor que
acercáramos los animales a las carretas?
—Sí —dijo el trampero—. Siempre hay que hacer lo que sea más seguro.
Cuando estemos a cuatrocientas millas de aquí, no habrá modo de reparar las reatas
ni las yuntas. Podemos hacer un ensayo de modo que nadie tome malas costumbres.
Kit, ve a avisar a Sampson y a Hull. Will, sube al caballo y, si es la banda de Bordeau,
cabalga con ellos y parlamenta. Es demasiado tarde para que nos hagan una visita.
Will no se molestó en ensillar y se alejó al galope hacia la fuente que los había
aprovisionado de agua fresca. Will se relajó, Jack Bordeau se separó del grupo y
cabalgó hacia él tirando de una mula de carga.
—Los iowas dicen que el «maldito» puede quedarse con estas cosas porque está
loco y necesita un fardo para su espíritu.
—Muchas gracias. Espero que el niño se recupere —dijo Will y Bordeau
asintió—. El inglés y sus amigos tienen que venir de Saint Joe. Esta vez, pagarán con
dinero por pasar.
—Eso espero —dijo Bordeau sonriendo.
Volvió la grupa de su caballo y fue a reunirse con su familia, que ya había
desaparecido entre las sombras del este. Will esperó a que el sonido de los cascos se
perdiera para regresar. Pasó junto a las mujeres que cosían, unos ojos oscuros
seguían todos sus movimientos. Will sintió que un hilo, leve y fuerte como una
telaraña, se tensaba en torno a su cuerpo… ¡La hebra de estrella! Por mucho que
intentara separarse de Rachel, la hebra los había atado desde la primera vez que se
encontraron a solas.
«No existen los hilos de estrella», pensó mientras bajaba del caballo. «Eres más
crédulo que Anders».
Pero aquella hebra seguía quemándole la piel.
—Mocasines blancos —se rió Sampson, ayudándolo a descargar—. Una
escopeta. Inútil para ellos, los indios no tienen municiones. Un escritorio portátil,
libros.
—¡Ostras! ¡Ostras en conserva! —exclamó Will.
—Haremos un guiso. Godfroy espera que pronto tengamos algo que celebrar —
dijo bajando la voz—. Rachel y tú.
—Rachel no me quiere.
—¿Y tú sí la quieres?
¿Cómo iba a responder sinceramente cuando la hebra todavía le quemaba el
pecho?
—La boda fue una equivocación, lo hicimos por Godfroy. ¿Pero cómo voy a
explicárselo a él?
Sampson rió entre dientes.

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—Una vez me vi en un brete parecido con un jefe de los gros ventres. Le regalé
un caballo que le gustaba y, a la mañana siguiente, encontré a su hija sentada delante
de mi tienda, vestida con su mejor traje.
—¿Qué pasó? ¿Cómo te las arreglaste para devolverla?
—No la devolví. Es mi esposa. Voy a reunirme con ella y los niños en Fort
Bridger.
—¿Cuánto hace que no la ves?
—Desde el verano pasado, cuando volvíamos de California. Este año la llevaré
conmigo.
Años que pasaban, niños que se quedaban tan solos como él en la casa de
Pittsburgh. No era justo para los pequeños.

Matt detuvo el caballo sobre una elevación para contemplar la línea de carretas
como veleros blancos surcando un mar verde. El viento amenazaba con llevarse su
sombrero. Lo dobló y se lo metió en el cinto. Hubiera sido un día hermoso si no fuera
por el viento. Había sugerido que quitaran los toldos de los carromatos, pero la
señora Ludlow no había querido ni oír hablar de eso, convencida de que sus gemelos
de dos años caerían enfermos si les daba el sol. Y, además, Tole estaba tan
obsesionado con su nueva mujer y su hija pequeña que había dejado que la señora
Ludlow lo convenciera de que las insolaciones eran fatales.
Dos perros trotaban junto a la carreta de Tole, el chucho blanco y negro de Kit y
otro canela que se les había unido en Saint Joe. Nadie se responsabilizaba de él, pero
los críos le daban a hurtadillas las suficientes galletas como para que sobreviviera.
También podía ver a la gata de la abuela dormitando sobre una de las cuatro
carretas de Jim Mac. Sólo en Illinois, cuando los maullidos de la carnada recién
nacida traicionaron su presencia, se había enterado él de que los acompañaba. Era
extraño cómo los animales se adaptaban a la marcha. Matt creía que cualquier
mañana se quedarían abandonados. Pero, invariablemente, cada vez que los bueyes
se ponían en marcha, la gata salía de algún matorral con una nueva víctima que se
retorcía en la boca.
Matt frunció el ceño, Tildy caminaba junto a la yunta del tercer carromato. Su
esposa no debería conducir a los bueyes, pero todos los jóvenes de Saint Joe preferían
buscar nuevos horizontes en Oregón. Era la carreta de la abuela, parecía una
herboristería al aire libre. La abuela seguía el ritmo de los bueyes, pero a varios
metros de la huella y siempre mirando al suelo y el delantal convertido en un hatillo
al hombro que ha llenando de hierbas olorosas.
Le agradecía a Dios que les hubiera mandado a Will. Hasta que Godfroy no
pudiera montar a caballo, Will era imprescindible. A veces, Matt sentía pena de él, un
desconocido en medio de un grupo de amigos y parientes. Por lo que Tildy le había
contado entre susurros, Matt sabía que el matrimonio había sido consumado. No se
explicaba por qué Rachel se aferraba a una excusa tan inconsistente para no

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considerarlo válido. El sexo era más importante que cualquier papel legal o
sacramento. Desde el día en que Tildy y él se habían encontrado junto al río, una cosa
había llevado a la otra y estaban casados. Además, Godfroy sufría y se desesperaba
al ver que no había visos de que Rachel y Will se reconciliaran.
Dos carretas se habían quedado muy atrás. No era Ludlow, que ocupaba su
lugar correspondiente. ¡Burdette! Matt espoleó su caballo. Sospechaba que Burdette
se había quedado durmiendo. Sin embargo, en cuanto lo vio acercarse, Burdette gritó
¡So! John, de doce años, que llevaba el carro de atrás, también se detuvo.
—Este camino es más retorcido que un juez —gritó Burdette—. Debería
llevarnos por el que usted ha venido.
—No es camino para una carreta, el caballo apenas ha podido pasar.
Burdette se rascó la cabeza. John imitó el gesto.
—No estamos dirigiendo al sur, no al oeste. Haremos el doble para llegar a
Platte River.
—Tenemos que seguir la línea de las colinas —dijo Matt, tratando de mantener
la calma.
Sampson había estado explicando aquella obviedad al mediodía.
—Tiene que haber un camino mejor —insistió Burdette—. Entonces, ¿para qué
contratamos exploradores si nos llevan por el camino de siempre?
—El camino es antiguo por una buena razón —masculló Matt—. Porque es la
mejor ruta. Alcance al resto y no vuelva a quedarse atrás.
—Me caigo de sueño después de pasar la noche de guardia con el ganado.
Quiero unas nuevas elecciones.
—Como dice Sampson, espere hasta que lleguemos a Big Blue River. Es la
costumbre. Y ahora espabile, el ganado suelto va a pasarle y no quiero que lo
retrasen aún más.
Burdette se quedó protestando. Matt estaba deseando que celebraran elecciones
y cargaran a otro con aquel trabajo ingrato. Así tendría tiempo para hablar con su
esposa.
Media milla adelante, tres jinetes cruzaron el camino. Rachel, la única mujer
que poseía silla propia. Meggie, fácilmente reconocible porque las faldas volaban a
su espalda. Por suerte, había hecho un cambio con una india y había conseguido
unas polainas de ante, de modo que ahora llevaba las piernas cubiertas. El tercero
debía ser Reid.
Vio que Meggie se dirigía hacia Sampson, Rachel hacia las carretas y Reid hacia
el sur por entre las hierbas. Problemas, seguro. Ya que Anders no estaba a la vista,
algo tendrían que ver con él.
—Es un caballo salvaje —dijo Rachel—. Anders creía haber acorralado a un
puma, pero fue el caballo lo que salió de los matorrales.

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Solía suceder que los cimarrones se unieran a las caravanas atraídos por el
pienso y el grano. Era un golpe de suerte. Había gente que no había comprado
caballos para montar.
—Dígale a Reid que lo traiga.
—Ni Anders ni él pueden atraparlo. El caballo lleva bridas y una silla colgando
de la panza. Reid dice que tiene las ancas desolladas por eso. Pero cuando tratan de
acercarse, el caballo resopla y suelta coces. Pobre criatura.
—Rachel, ¿no tienes terrones de azúcar en tu carreta? Pues toma un puñado y
dile a Will que te acompañe. Reid os puede ayudar.
Matt había decidido aprovechar la ocasión y hacerle un favor a Godfroy.
—Estoy segura de que, entre Reid y Will…
—Mire, Rachel. Ya sé que no quiere estar cerca de Will, pero si ese caballo se ha
escapado de una familia, estará acostumbrado a las mujeres. Los caballos saben muy
bien que es más probable que las mujeres lleven una zanahoria o un terrón de azúcar
entre las faldas. Sólo tiene que extender la mano y hablarle con dulzura. Lo más
probable es que se acerque a usted y deje que Will corte la cincha.
Rachel no sólo frunció el ceño, sino que hizo una mueca de disgusto. Will
también frunció el ceño al oír el plan. Llenó su sombrero de grano, lo dobló y se lo
metió en la correa. Un hombre que sabía cómo atrapar un caballo, Matt estaría
contento de él.
Rachel mantuvo las distancias, había decidido mantener a raya a todos los
hombres del mundo. Matt se acarició la barba y pensó que Tildy tenía razón, aquella
tontería se prolongaba demasiado. Tendría que consultar con la abuela, era la mejor
casamentera de los alrededores.

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Capítulo 16
El caballo retrocedió cuando Anders galopó hacia él. La silla le golpeaba en las
ancas, Rachel vio el miedo y el dolor en los movimientos frenéticos de su cabeza.
—Avísale que deje de acosarlo —le dijo Will a Reid.
Reid gritó, Anders titubeó. Reid insistió una segunda vez. Al cabo, Anders dejó
en paz al animal y se acercó a ellos. Llevaba un cuchillo en la mano.
—He estado a punto de conseguirlo.
—¿Trataba de matarlo? —preguntó Rachel, asombrada ante la longitud de
aquella hoja.
—No, de cortar las cinchas.
—Yo también saldría pitando si un hombre se me acercara blandiendo ese
cuchillo —dijo Rachel, volviéndose hacia Will, buscando su apoyo.
Pero Will no le prestaba atención. Ni los ingleses tampoco, todos se inclinaban
sobre las sillas y contemplaban el caballo perdido.
—Lo que debemos hacer es rodearlo —dijo Anders—. Con diez o quince
hombres bastaría. Uno de mis muleros es experto con el lazo, podría echárselo si se
acerca ocho o diez yardas.
La propuesta de Anders era ridícula. Sólo había veinte hombres en todo el
grupo. Rachel se fijó en la reacción de Will. Contemplaba al caballo como el cazador a
su presa. El animal dio un paso hacia ellos, listo a volver la grupa si lo amenazaban.
—¿Qué le parece? —preguntó Anders, impaciente. Will tenía una ligera sonrisa
en la comisura de los labios. «¡Estaba esperando que Anders le pidiera consejo!»,
pensó Rachel. Claro, si Anders solicitaba su opinión, luego no podría protestar y
decir que «no aceptaba órdenes de un mocoso». Rachel se llevó la mano a la boca y
fingió toser.
—Hagámosle creer que nos hemos rendido —dijo Will—. Pero Reid y usted lo
rodearán. Desde lejos, que no se dé cuenta. Si levanto los brazos, deténganse. Y si los
echo hacia una lado, acudan todo lo deprisa que puedan.
—Rodearlo, ¡ya lo decían yo! —exclamó Anders—. Vamos, Reid.
El noble tiró de las riendas con una mano. La otra, la que sujetaba el cuchillo, la
llevaba apoyada sobre el muslo.
—Y no lleve desenfundado el cuchillo cuando cabalgue —gritó Will a su
espalda—. Un tropiezo podría hacérselo clavar en la barriga. Eso suele ser fatal.
Anders se detuvo el tiempo justo como para envainar el cuchillo.
—¿Qué vamos a hacer nosotros? —preguntó Rachel.
—Por el momento, quedamos quietos.
Will sacó el catalejo del bolsillo, apuntó al animal y se echó a reír.

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—¿Qué es tan gracioso?


—Hull sugirió que tú fueras el cebo, no va a funcionar.
Le dio el instrumento. Rachel tuvo que esforzarse hasta enfocar al caballo. El
animal perdido se acercaba a ellos de flanco. Sobre el anca había una gran marca a
fuego: US.
—¡Un caballo del ejército!
—Seguramente se ha escapado de Leavenworth. Si cortamos la cincha,
estaremos destruyendo una propiedad gubernamental. Si nos lo quedamos, nos
estaremos adueñando de una propiedad del gobierno.
—¿Tampoco podemos dejar así al pobre!
—No. Si encontramos alguna patrulla, se lo devolveremos.
Will tenía los ojos entornados para protegerlos del sol. No dejaban entrever sus
emociones, nunca lo hacían. Siempre eran gélidos, cautos, excepto…
—¿Te da miedo acercarte a él a pie? —preguntó Will.
—¡No!
Sólo que para volver a montar, dependería de que él la ayudara. Will sacó el
sombrero del cinto y le dio forma de bolsa.
—Nos acercaremos a él como si fuéramos mozos de cuadra. Mejor que los
ingleses estén lejos. Se abalanzan sobre las cosas de golpe, así fue como conquistaron
su imperio. Nos acercaremos los dos a pie y, mientras come, trataré de soltar la
hebilla de la cincha.
Aflojaron las riendas de sus caballos para que pudieran pastar y las arrastraran.
El caballo del ejército los miraba desde una distancia de cincuenta pasos.
—Mantente junto a mí y procura parecer confiada.
—O sea, que si finjo que soy valiente lo seré, ¿no?
—Exacto. Somos mozos de cuadras que venimos a cuidar los animales después
de una dura jornada. No nos andamos con tonterías.
—Pero las faldas pueden asustarlo.
—No se diferencian mucho del delantal de un herrero, sobre todo desde que
has dejado de ponerte ese montón de enaguas.
—¿Qué sabes tú de mis enaguas?
Cuanto más se internaban en las praderas, menos ropa se ponía. Aquélla
mañana sólo se había atado una en torno a la cintura.
—Es evidente que tu falda abulta menos.
El caballo alzó la testuz y relinchó.
—Pobrecito. La pobre criatura está asustada —ronroneó ella.

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El caballo mostró los dientes un par de veces antes de hundir los ollares en el
grano.
—Pobrecito, mira que tener que cargar con una silla tan pesada —dijo Will
mientras la colocaba sobre el lomo.
El caballo volvió la cabeza y su piel tironeó. Contempló a Will unos segundos y
luego volvió a la cebada.
—Yo lo llevaré, Rachel. Ve tú por nuestros caballos.
Las carretas se habían acercado mientras ellos atrapaban al caballo.
—Toma, tu sombrero. Tenías razón al alejar a Ander de aquí. Se comporta como
un toro, embiste a todo lo que se le opone. Dispararle a ese chico de los Iowa…
—¡A ti también te atacó! —exclamó él—. La otra noche soñé que él te sujetaba y
me desperté dispuesto a estrangularlo. Si llego a tardar dos minutos más…
La conversación se adentraba por un terreno que no era el que Rachel deseaba.
—Pero Reid no es como él. Al principio pensé que era un cobarde, pero mira
cómo se puso a desmochar aquel tronco del río. No comprendo cómo permite que
Anders…
—Le tiene comprado. La familia de Reid es pobre. Anders le paga para que sea
su amigo y le pagará para que se case con su hermana.
—¡Oh! ¡Pero eso es una perversidad!
—No, simplemente es la vida, una opción. Yo podría hacer lo mismo, volver a
casa, ingresar en la Shakespeare y Company y dedicarme a ser muy rico.
—No es lo mismo, Will. Es el negocio de tu familia, el dinero de tu padre.
—Pero no es la vida que yo quiero, de modo que me comprarían igual. Puede
que no sea una mala manera de vivir.
¡Will rindiéndose! Rachel se asomó por detrás de los caballos y vio una sonrisa
que chispeaba en sus ojos.
—Una casa elegante, una mujer hermosa. Y, como Robert, una querida en cada
ciudad del río.
—¡Tú no harías eso!
—¿Ah, no?
Sus ojos relampagueaban. Menos mal que las carretas aparecieron a lo lejos y
ella tuvo una excusa para apartar la mirada.
—Eres demasiado bueno corno para ser un inmoral —protestó—. ¡Mira, las
carretas están formando un círculo y no estoy allí para preparar el fuego y darle su
medicina a papá.
—El capitán le habrá contado que has salido conmigo a buscar al caballo. Eso lo
pondrá contento. Creo que Hull forma parte de la conjura para que estemos juntos.
—Sí —dijo ella.

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Los chicos de Tole se reunieron en torno a sus carromatos, ayudaron a bajar a


Louisa. Kit bajó a Merri y los demás se pusieron a jugar al corro con la pequeña en el
centro. Reía desaforadamente hasta que el señor Tole se la sentó sobre los hombros y
galopó como un caballo. Los gritos de deleite de Merri se oyeron en toda la pradera.
Un estruendo de cascos al galope ahogaron sus risas. El caballo del ejército se
asustó y Will tuvo que sujetarlo con firmeza. Reid y Anders volvían al campamento
como si realizaran una carga.
—¡Se habían marchado cuando llegamos a la colina! —gritó Anders, rojo de ira.
—¡Tranquilo! ¡Tranquilo! —susurró Will, haciéndole gestos con la mano—.
¡Atrás! ¡Lo está asustando! Ha sido asombroso, simplemente se acercó a nosotros.
Los hombres empezaron a congregarse a una distancia segura de los cascos. El
señor Tole estaba entre ellos, con Merri en brazos.
—Aballito —dijo la pequeña, señalando.
—Rachel dejó las riendas de los caballos a Josh y corrió hacia su padre.
—Lo siento. El capitán Hull me dijo que…
—Lo sé, hija. Anders y Reid encontraron un caballo perdido, pero parece que
nuestro noble caballero no se siente demasiado feliz.
Rachel sacó unos maderos del cabestrillo de lona que colgaba del carromato. En
el próximo grupo de árboles que encontraran debía recoger más leña. El dolor iba en
aumento. Subió y tiró la pala al suelo, pero tuvo que detenerse a recuperar el aliento
antes de ponerse a cavar el agujero para la lumbre. Era culpa de Will que le doliera.
Su obligación era estar allí, pero se encontraba apartado, contemplando las tonterías
de los Tole.
Entre soplidos para prender las llamas, le contó a su padre cómo había
conseguido Will que Anders le pidiera consejo y cómo se había deshecho de los
ingleses para que ella pudiera engatusar al caballo con cebada.
—Siempre supe que era un buen hombre —dijo el trampero con su pote de
infusión medicinal entre las manos—. Alguien en quien confiar en una emergencia.
¿Hasta cuándo piensas hacerme tomar esta porquería?
—Hasta que te mantengas sobre la silla el día entero.
—Mañana —afirmó él—. Te lo has pasado bien en la pradera, tienes mejor
color.
Rachel apretó los dientes.
—Como tú has dicho, Will es un buen hombre, un buen «amigo». A veces me
parece que es el hermano que nunca he tenido.
Godfroy cerró los ojos y frunció los labios.

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—Hola, Rachel —dijo la abuela sin levantar la vista de los manojos de hierbas
que estaba atando.
—Abuela, mi padre se queja de su medicina, pero no creo que deba dejar de
dársela. Todavía se encuentra débil.
—La infusión de corteza de sauce es amarga. ¡Hombres! En cuanto se sienten
un poco mejor, creen que están curados.
—¿No hay alguna otra cosa que podamos usar?
—Bueno, el té de moras, o menta, quizá. Un estimulante suave. ¿Se queja de
dolores en las piernas?
—Sólo cuando se esfuerza demasiado. Esta noche se quejará, ha montado a
caballo toda la mañana.
—Tú también pareces un poco congestionada, hija. Espero que no tengas fiebre
ni nada por el estilo.
—Yo también he estado cabalgando. El sol ya se encontraba muy bajo y me ha
dado en plena cara.
—Zarzaparrilla. Ayúdame a colgar las hierbas que he recogido esta mañana y
de paso buscaremos la zarzaparrilla.
La abuela sacó unas raíces largas y oscuras de una caja de lata y las ralló hasta
conseguir una buena cucharada. Lo envolvió en un trozo de paño que luego
convirtió en una bolsa. Le recomendó que hiciera un té para su padre y ella tomara
una taza.
—¿Tienes cebollas?
—Unas cuantas.
—Envuelve una en barro y métela entre los rescoldos esta noche. Mañana la
abres y se la das a tu padre con un poco de miel. Bueno, ahora siéntate —ordenó—.
¿Qué es todo esto de que Will es tu marido pero tú no quieres ser su mujer?
—No es mi marido. No es mayor de edad.
—¡Memeces! Jimmy MacIntyre tenía diecinueve años cuando nos casamos y a
nadie se le ocurrió decir que no éramos marido y mujer. Las licencias sólo es una
manera que tiene el gobierno de sacarnos más dinero con impuestos. Jimmy y yo
tampoco teníamos. Pero el reverendo sí nos firmó un papel, aunque no lo he vuelto a
ver tras el invierno de las inundaciones. El reverendo Ludlow puede haceros uno sin
problemas.
—No quiero estar casada —musitó Rachel.
La abuela no tenía derecho a meterse en sus asuntos. Se arrepintió de haberle
hecho confesiones íntimas a Tildy.
—Will está a punto de caer enfermo de deseo.

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—¡No está enfermo! Todo lo contrario. Tendría que haber visto lo contento que
estaba hoy. Will tiene tantas ganas de estar casado como yo —dijo, viendo una
oportunidad para cambiar de tema—. Les ha tomado el pelo a los ingleses.
—Sí, ya he oído la historia. Y también sé cómo te trató ese noble inglés. Matt
sólo tiene alabanzas para ese muchacho, aunque no sea mayor de edad. Vuestro
comportamiento cuando se rompió la balsa fue intachable. Sé cómo comen los chicos
de Tole y no tuvo que ser nada fácil.
La abuela le pidió que le detallara cómo lo había conseguido. Rachel le explicó
las comidas que había preparado, la suerte que tuvieron al ordeñar las vacas y hacer
un pudding con manzanas pasas.
—Me alegro de que les gustara, aunque el único que lo mencionó fue…
—¿Quién? —preguntó la abuela, poniéndole una mano en la rodilla.
—Will.
—¿Un marido que le da las gracias a su esposa por prepararle la comida?
—Will no es mi marido.
—Cualquiera que le dé las gracias a su esposa es una verdadera joya. Mi
marido nunca me las daba, aunque a veces me decía que me quería. Bueno, era algo
que yo sabía aunque él no lo dijera.
—¿Cómo lo sabía? ¿Le hacía regalos o le traía flores?
—No. Algunas noches, cuando los chicos ya estaban durmiendo y yo en la
cama, él apagaba la vela y le oía reírse mientras se desnudaba. Eso significaba que no
se iba a poner el camisón.
Rachel notó que le dolían las manos. Bajó la vista y vio que se las estaba
retorciendo con los pliegues de la falda.
—¿Y no le parecía horrible?
—¿Horrible? —repitió la abuela muy despacio—. ¿Ese es el problema entre Will
y tú? ¡Ay, mi niña! ¡Ay, mi pequeña! ¡Pero eso es algo que Will y tú podéis solucionar
fácilmente!
—No. Jamás volveré a permitir que se me acerque ningún hombre —dijo Rachel
poniéndose en pie—. Ya lo hemos solucionado. No estamos casados.

Marshall y Burdette estaban hombro con hombro, sus mandíbulas apretadas le


dijeron a Will que iba a tener que soportar otra andanada de quejas.
—No me gustan estas guardias —empezó Marshall.
—Son inútiles —le apoyó Burdette.
—Te dejan agotado para el día siguiente y los niños se despiertan con tantas
idas y venidas.

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—¿Y qué proponen? —preguntó Sampson—. ¿Que dejemos a los bueyes andar
a su antojo?
—¿Y por qué no? En casa no tenía que pasarme la noche con el ganado —dijo
Burdette.
—En casa tenía cercas en los prados —gruñó Godfroy—. Dentro de poco
estaremos en pleno territorio pawnee y no volveremos a ver todo animal que ande
solo. Y cuando vean su primera tormenta, ya se darán cuenta de todo lo que puede
correr un buey.
—Hay otra cosa —rezongó Burdette—. Ninguno de los dos tenemos caballos
para montar, pero pusimos dinero para el pienso. No es justo que ese grano se le dé a
unos caballos que no vamos a montar.
—Ustedes pusieron dinero para todos los animales —dijo Sampson.
Era un hombre que raramente dejaba entrever sus emociones, pero Will notó la
exasperación en su voz.
—Él no —dijo Burdette señalando a Will.
—Estuvimos de acuerdo en poner cincuenta dólares más comida para el
cazador. Supongo que eso también cubre a sus caballos.
—Sí, pero él le ha dado grano a ese caballo perdido. Eso no estaba en el
acuerdo. ¿Y dónde está la carne fresca que tenía que traer?
—Yo podría haberle acertado a un antílope hoy —dijo Anders—. Pero el rifle
que compré en Saint Joseph para reemplazar el que me robaron los salvajes, se desvía
a la derecha.
Reid, entre las sombras, movió la cabeza.
—Hunter está haciendo su trabajo —dijo Godfroy sentado en un cubo al
revés—. Hasta que yo me recupere, él me sustituye. No será por mucho tiempo. La
abuela me está dando medicinas nuevas y ya me siento mejor.
—Remedios de brujas —se burló Anders.
—Hunter traerá caza a su debido tiempo —insistió el trampero.
—¡Sí, caballos del ejército! —farfulló Marshall—. Yo creo que, para lo que hace,
mejor sería que lo mandáramos de vuelta a Saint Joe y nos ahorráramos el dinero.
Que haga el vago en otra caravana.
Burdette asintió. Will prefirió guardar silencio.
—Podríamos ahorrar dinero —dijo Burdette—. Como los cincuenta centavos
que tuve que dar ayer para que dos indios mugrientos nos dejaran en paz. No tenían
derecho…
—Tienen todos los derechos —lo interrumpió Will, decidiendo que sí podía
salir en defensa de los indios—. Es su leña la que…
—¿Pero quién demonios ha oído decir que haya que pagar por recoger leña en
las tierras vírgenes?

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—¡Burdette por una vez en la vida utilice los ojos que tiene en la cara! Aquí no
hay más árboles que los que crecen a la orilla de los arroyos. Esto no es Indiana,
donde crecen en cuanto una bellota cae al suelo. ¡Piense, hombre!
—¡Estoy pensando! —chilló Burdette—. Y pienso que voy a ser más pobre que
un ratón cuando llegue a California, además de arrastrar el sueño atrasado de varios
meses. No nos dijeron que tendríamos que dar dinero a cada indio sarnoso que
pusiera la mano.
—Debe ser una de las maldiciones de la abuela —murmuró Godfroy, divertido.
Todas las cabezas se volvieron hacia la carreta de la abuela MacIntyre. Sampson
aprovechó para desperezarse e indicar que la discusión estaba zanjada.
—Bien. Mañana cruzaremos el Nemaha River, pero no tendría que pasar nada.
El reverendo Ludlow carraspeó.
—Señor Sampson, mañana es domingo. No deberíamos viajar en domingo.
—Reverendo, hay veinticuatro carretas a un día por detrás de nosotros. Traen
gran cantidad de ganado y nada de pienso. Ahora, nuestros animales pueden pastar
hierba fresca. Si los de Oregón nos pasan, esos bueyes medio muertos de hambre que
llevan acabarán con la hierba de la ruta. Bueno, como estaba diciendo, mañana
cruzaremos el Nemaha, un río pequeño que no debería darnos problemas. Si salimos
temprano, podremos llegar al medio día y tener tiempo para un servicio de acción de
gracias, reverendo.
—Que Dios se apiade de nosotros por ignorar sus mandamientos —dijo
amargamente el pastor.
—Esa es otra cosa de la que debemos hablar —intervino Burdette—. Las mulas
del reverendo comen más grano que mis bueyes y, sin embargo, pusimos el mismo
dinero.
—Haremos que rece una plegaria por nosotros dos veces al día y que no pase el
cepillo —dijo Godfroy—. Eso igualará las cosas —añadió levantándose.
—¡Un momento! Todavía no hemos hablado de las elecciones —protestó
Burdette.
—No —dijo Sampson.
Se unió a Godfroy y a Will y echaron a andar. Marshall y Burdette eran los
encargados de sembrar las semillas de la duda. Conforme avanzaran, los hombres
buscarían maneras cada vez más irrazonables de ahorrar su dinero. Como por
ejemplo, librarse del cazador.
«Saldré mañana temprano, con la estrella del cazador, a buscar alguna pieza».
Pero Rachel necesitaba que la ayudara a recoger la tienda. Hasta que Godfroy no se
encontrara restablecido del todo, no se atrevía a dejarle todo el trabajo.
—¿Will? ¿Puede ayudarnos un momento?
Meggie sostenía un martillo y una cuerda gruesa. Detrás estaban Tildy y
Rachel.

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—Verá, los gatitos quieren bajar, pero no pueden clavar las uñas en la madera
barnizada. Se me ha ocurrido clavar una cuerda para que puedan volver a subir.
—Will, no has venido a cenar esta noche, te has quedando viendo cómo los Tole
cuidaban al caballo del ejército. ¿Te parece que Louisa es una mujer bonita?
—¿Louisa?
Se quedó con la boca abierta. ¿Estaba celosa Rachel?
—Bueno, es bastante atractiva, pero también es la esposa de otro hombre. Me he
quedado mirando porque…
Sí, ¿por qué?
—Porque es agradable ver una familia como los Tole. Así deberían ser todas.
—¿Y has aprendido algo? —insistió ella, molesta.
—Sí, he aprendido que no es bueno que un padre esté lejos de casa año tras año
y luego espere que sus hijos sigan el camino que él les ha trazado. Ningún niño es
feliz solo. Si me caso, eso es lo que sucederá. Rachel, no pienso cometer el mismo
error que mis padres.

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Capítulo 17
—Tendría que probar el caballo del ejército —dijo Will—. Quiero ver cómo se
comporta antes de que los niños empiecen a montarlo.
«Buena idea», pensó Rachel. Así no tendría que verle hasta que llegaran al río.
Vio la expresión en la cara de su padre y aguardó a que encontrara alguna excusa
para mandarla con Will.
—Tuvo que perder su jinete en algún punto del camino a Leavenworth. Rachel,
sería mejor que acompañaras a Will. No debería salir solo con un caballo que puede
ser traicionero.
—Que le acompañe Meggie —dijo ella, apretando la mano sobre el tenedor
hasta que le dolió la palma.
—Su poni es demasiado juguetón —dijo Godfroy—. Will necesita un
acompañante que vaya en un caballo tranquilo.
—¿No dijiste que ibas a montar esta mañana? —replicó ella—. Pues ve tú con él.
—Estoy un poco anquilosado. Caminaré junto a los bueyes hasta el río.
Rachel buscaba alguna excusa lógica. ¿La comida? No, porque ya la tenía
preparada.
—Faith y Louisa me han pedido que vaya con ellas —mintió—. Como el camino
es tan llano, pensábamos coser.
—¿En domingo? —dijo su padre.
Rachel se mordió los labios. Había olvidado qué día era. Por supuesto, nadie
cosería en domingo.
—Sólo vamos a llegar hasta el Nemaha. Cuatro o cinco millas. El reverendo
celebrará un servicio cuando lo crucemos. Si hay hierba suficiente, quizá acampemos
allí. Podéis adelantaros y esperarnos en el río.
Will se inclinó sobre ella con la excusa de dejar su pote.
—Cuatro o cinco millas, una hora. Dale esa satisfacción. Tráete la costura.
Meggie y tú podéis sentaros a charlar cuando lleguemos.
—¿De escaleras para gatitos? —dijo ella.
—Nos veremos en el río —dijo Anders pasando a su lado con sus mulas.
Meggie lo seguía a cierta distancia.
—Ve con ellos —dijo Rachel.
—Lo haría, pero si el caballo no se comporta, podría espantar a las mulas.
Esturrearían su equipaje por toda la pradera y ya tengo bastante con aguantar a
Anders tal como es. Lo siento.
—Iré contigo si nos quedarnos a la vista de las carretas. Tengo que estar cerca
por si mi padre me necesita.

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—Venga. En marcha, deprisa —gritó el capitán. Los chicos de Tole llevaban los
bueyes a las carretas. Will echó una mano con las yuntas y las cadenas. Los
carromatos de Burdette salieron del círculo, las carretas que habían ido a la cola el día
anterior, automáticamente iban las primeras al siguiente. Will ensilló los caballos. El
animal del ejército no se mostró incómodo. Rachel aceptó que la ayudara a montar
para lo que Will le hizo estribo con las manos.
—Quédate atrás. A veces, los caballos del ejército echan a correr en cuanto
sienten peso en la silla.
Pero el animal estaba tranquilo. Will chasqueó la lengua y lo espoleó
suavemente. El caballo echó las orejas hacia atrás.
—No es buena señal —dijo Rachel.
El caballo movió las ancas y corcoveó sin demasiado entusiasmo.
—Si es lo mejor que sabe hacer, estoy a salvo —dijo Will.
El caballo azotó la cola violentamente, como si con eso pudiera bajar al jinete de
su silla. Alzó la cabeza, saltó hacia delante y galopó en zigzag por el camino.
—Quédate detrás —gritó Will.
El caballo saltó y se retorció, pero Will se mantuvo. Se detuvo con las patas
separadas y la cabeza gacha. Will le dio un palmetazo en las ancas. Volvió a arrancar,
sobrepasó el carromato de Burdette al galope y Rachel tuvo que espolear a Josefa
para mantenerse cerca. A lo lejos, casi en la línea del horizonte, Rachel vio a los
ingleses, sus sirvientes y los hombres que habían contratado. El camino describía una
curva, la hilera de caballos y mulas dibujaban un arco brillante cuando el sol se
reflejaba en los arreos.
La pista seguía la cumbre de una colina prominente. Rachel vio las
ondulaciones verdes de la pradera que se perdían de vista a sus pies. El caballo del
ejército debía estar cansándose porque Josefa acortaba distancias.
—Ya puedes acercarte, se está tranquilizando —dijo Will—. No creo que se
sienta feliz, pero obedece.
—Nos hemos adelantado demasiado a las carretas —dijo ella.
—Vamos a parar. Quiero averiguar si es capaz de quedarse quieto un poco,
mientras esperamos a las carretas.
A su derecha, la hierba y los matorrales aparecían salpicados con brotes tiernos
de espadañas. Las espadañas siempre significan que el suelo es pantanoso, pero la
ladera parecía seca y crecían justo al principio de ella. Hizo girar a Josefa.
—Mira. Ahí hay más hierba de la que la abuela estaba recogiendo ayer.
—¡Ve con cuidado! Puede haber agua.
—Ya llevo cuidado —dijo ella, inclinándose hacia delante sobre el cuello de
Josefa para ver la profundidad de sus pisadas.

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Nada peligroso. La hierba era más alta cerca de las espadañas. Saltó de su
yegua. Una nube de insectos zumbó y la cegó en el momento en que puso los pies en
el suelo.
—¡Rachel ve con cuidado!
La población de insectos zumbantes se dobló en cuanto Will bajó de su caballo.
Se quitó el sombrero y lo agitó en el aire.
—Es un sitio perfecto para encontrar serpientes.
Rachel también se había quitado el sombrero y lo sacudía a su alrededor. Si se
inclinaba a recoger hierba, los insectos encontrarían el campo despejado para picarle
en el cuello.
—¿Qué demonios está haciendo Burdette?
Rachel dejó de mover el sombrero el tiempo justo como para mirar hacia el
camino, pero no había ningún carromato a la vista.
—Tendría que haber girado a la izquierda para rodear este pantano —dijo él.
Rachel se puso el sombrero y agitó las manos delante del rostro. Una recua de
bueyes, en vez de girar a la izquierda, iba directamente hacia ella. La ladera era tan
empinada que, desde abajo, podía ver todo el toldo.
—¡El muy idiota! —exclamó Will, echando a andar por el barrizal que le llegaba
a mitad de las botas—. ¡Rachel, vuelve atrás! ¡Vuelve o se quedará atascado! Tírame
la cuerda de mi silla, no pienso perder estas botas.
Sacó un pie del fango con un fuerte ruido de succión. El pie sobre el que se
mantenía empezó a hundirse. Rachel tiró de la brida.
—Sigue hablando, Will. Así sabré que voy hacia ti. Tengo que mirar al suelo
para no meterme en sitios profundos.
—¡Te digo que vuelvas! —le ordenó él.
—¡No puedes darme órdenes, Will Hunter!
El barro le cubrió la bota que acababa de poner en el suelo. Rachel se detuvo.
Demasiado cerca, no podía seguir por allí.
—Te lanzaré la cuerda para que Josefa tire.
El primer lanzamiento se quedó corto.
—Ata algo al cabo para que tenga peso —dijo Will.
Rachel no llevaba nada de peso en la silla. Sólo el percal y los hilos. También las
tijeras, pero eran un tesoro demasiado precioso para arriesgarlo.
—¡Tendría que haber imaginado que esto eran arenas movedizas! —rezongó
Will.
«¡Arenas movedizas!» ¡El horror de las praderas! Pero Rachel creía que serían
distintas. Aquello parecía… Bueno, nada más que barro. Pasó el cabo de la cuerda
por el ojo de las tijeras.

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—Ten cuidado o se te clavarán —advirtió.


Oyó que Will las recogía al vuelo con sus guantes de cuero. Se arrepintió de no
haberle enseñado a Josefa a andar hacia atrás, como el poni de Meggie. Hubo de
obligarla a girar en un espacio estrecho para no caer en el barrizal. Josefa se quejó del
peso que tiraba de ella hacia atrás, sacudió la cabeza y saltó a terreno firme.
—Gracias —dijo Will cuando llegó a su lado—. Tienes sangre fría. Tu padre
diría que ya me lo advirtió. Tenía razón, necesitaba un compañero.
—Los niños de Tole también lo hubieran hecho. La verdad es que hubieran sido
mejores compañeros que yo. Ellos no se habrían metido en un pantano a recoger
hierbas para la abuela y Burdette no se habría visto tentado de salirse del camino.
Rachel se llevó la mano a los ojos. El carromato de Burdette ya no estaba en la
pendiente, pero tampoco se movía.
—¿Qué ruido es ése? —preguntó.
—Los bueyes, mugen de rabia —dijo Will, disgustado—. Se han quedado
atascados. Tres hasta la panza y las ruedas delanteras hasta el eje —dijo mientras
miraba con el catalejo—. Bien, Tole ha desenganchado. ¡No! Es Godfroy, ha metido
hombres en el pantano para desenganchar los bueyes.
—Tendría que estar con él. No parará hasta agotarse. Ayúdame a subir.
Will volvió ajuntar las manos para que ella apoyara su bota. Cuando Rachel
subió a la silla, le puso una mano en el hueco de la espalda. Ella trató de ignorar el
dolor mientras Josefa trotaba junto al caballo del ejército.

Lo primero que Will vio fue al capitán Hull, cubierto de barro, tambaleándose
bajo las pesadas yuntas. Otros hombres, con el lodo por la cintura, lazaban cuerdas y
cadenas a los animales que se debatían por salir del barrizal. El reverendo
zascandileaba por el borde del pantano, evitando a los hombres y tapándose las
orejas con las manos. Will podía imaginarse las blasfemias que llenaban el aire.
—¡Ha sido por su culpa! —gritó Burdette en el momento en que Will echó pie a
tierra.
Burdette blandió el puño y refunfuñó como si lamentara no haber alcanzado
ninguna mandíbula.
—Me hacía señales de que cruzara por aquí. Me gritó que no había necesidad
de que rodeara toda la colina.
—¿A más de un cuarto de milla, le dije todo eso? —gritó Will a su vez.
Entonces recordó la paciencia con que Sampson trataba a aquel individuo y
contó hasta cinco lentamente.
—No tiene derecho a dar instrucciones sobre la ruta —dijo Burdette—. Eso es
trabajo de Sampson.

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—Entonces, ¿por qué no ha seguido a Sampson? —preguntó fríamente Rachel.


Will no se había dado cuenta de que estaba a su lado.
—Porque Sampson iba demasiado adelantado, sin hacer su trabajo. Y aquí
estaba Will Hunter, a unos pasos del camino y agitando los brazos…
—Para espantar los mosquitos —dijo Will.
—¿Qué?
—Agitaba los brazos porque el pantano está infestado de mosquitos.
—¡Ah! ¿Conque admite que me estaba haciendo señales de que me desviara?
—¡Él no ha dicho eso! —gritó Rachel.
—¡Y como tres caballos no son suficientes, encima se queda con el del ejército
sin pagar un centavo por el pienso!
—Si lo quiere, quédese con él —dijo Will, poniéndole las riendas en las
manos—. Burdette observó la correa desgastada.
—Bonitas riendas, casi están hechas jirones. Se imagina que son las que me
merezco, ¿no? —le espetó, retándole a contestar.
—Si a mí me arrastraran dos o tres días, también estaría hecho jirones. Quizá
incluso me ensuciara —dijo Will, tratando de no perder la paciencia.
Will miró de arriba abajo las ropas secas de Burdette. El granjero levantó el
puño. De algún modo, la abuela apareció entre los dos.
—¡Basta! Señor Burdette, vaya a sacar a sus bueyes del barro. Luego estarán tan
agotados que no podrán tirar de la carreta. Will, dile a los chicos lo que tienen que
hacer con el ganado. ¿Lo mantienen en el camino o se adelantan a buscar hierba?
La cara del granjero estaba congestionada.
—Eso, muchacho. Haz tu trabajo.
Will no le hizo caso y miró a la abuela a los ojos.
Su buen humor le aclaró la mente y relajó sus manos. Había estado a punto de
permitir que Burdette le provocara para pelear.
—Gracias, señora MacIntyre.
Le dio la espalda al granjero y entonces le habló por encima del hombro.
—Tiene que limpiar su caballo, Burdette. Ha hecho dos millas al galope. Y le
advierto que es bastante arisco.
Por un momento, Burdette se quedó sin saber qué hacer. Luego ató el caballo a
su segunda carreta. Will encontró que el ganado se había dispersado aquí y allá y los
niños con él, tratando de que los animales no se metieran en el pantano.
—¿Cuánto van a tardar con ese carromato? —preguntó Kit—. No damos abasto
tratando de que éstos no se metan.

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—Seguid adelante. El camino rodea el pantano durante un par de millas. Luego


veréis una línea de árboles que señala el curso del río, otro par de millas más allá.
Sampson os dirá dónde está el vado y la mejor hierba.
Se quedó con el chico, bajo la nube de polvo que levantaba el ganado, hasta que
dejaron atrás los carromatos.
—Que no se salgan del camino —dijo—. Este barro es como arena movediza, ya
tenemos bastantes animales empantanados.
Kit pareció ofendido de que a alguien le pareciera necesario advertirlo de lo
evidente. Will se echó el sombrero hacia atrás y contempló las carretas. Si las mujeres
estaban dispuestas a llevarlas, podían seguir al ganado. Sin embargo, tres vehículos
no podían moverse porque sus animales habían sido desenganchados para rescatar
los bueyes y la carreta de Burdette.
«¡No debería haber mandado los bueyes de refresco hacia el río!»
¡Rachel! Josefa espantaba los insectos con movimientos de la cola. El trasero de
Rachel asomaba por detrás de la carreta. Se irguió con una olla horno en las manos.
—Rachel, he cometido un error. Adelántate y dile a Kit que separe todos los
bueyes de refresco. Tráelos hacia aquí. Me he equivocado.
—Llévale estos tallarines a Faith —dijo ella, poniéndole la olla contra el pecho—
. Louisa y ella van a preparar la comida.
No necesitó que la ayudara a montar, se subió a las ruedas de la carreta para
llegar a la silla.
Louisa y Faith estaban friendo tocino. Will colocó la olla cerca del fuego. Las
mujeres, sin consultar a los exploradores ni al capitán, habían decidido que las
carretas no iban a moverse hasta después de comer. Había mandado a Rachel a un
recado inútil, pero Burdette pondría el grito en el cielo si volvía a montar el caballo
del ejército para ir tras ella. Sólo tenía ganas de sentarse y meter la cabeza entre las
piernas. Sin embargo, regresó junto a la carreta atascada.
Ya habían rescatado cinco bueyes, el sexto mugía mientras lo arrastraban por el
pantano. Los hombres habían atado cadenas a la carreta. Una estuvo a punto de
golpear al reverendo cuando se tensó de repente.
—Creo que deberíamos apartarnos —dijo Will.
—Esto no habría sucedido si hubiéramos santificado el domingo —dijo Ludlow
con un triste movimiento de cabeza.
—No, habría ocurrido cuando hubiéramos pasado por este mismo sitio mañana
—masculló Will.
Una milla hacia el este, apareció el arco inconfundible de otra caravana. El
grupo de Oregón, Impotente, tuvo que observar cómo los alcanzaban. Una nube de
polvo ocultó el camino cuando acabó de pasar el último de los carromatos. De la
polvareda surgió un rebaño de bueyes y con ellos Rachel, que blandía una vara corta.

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—¡Bien pensado! —exclamó un capitán cubierto de barro hasta las orejas—. Los
animales de Burdette no están en condiciones de trabajar. Si tenemos la suerte de
sacar la carreta de una pieza, contaremos esto como la parada del mediodía y
volveremos a adelantar a los de Oregón en el río.
Las cadenas se tensaron, la carreta se alzó lentamente, crujiendo con la fuerza
de las cuerdas. Los hombres sujetaban el mástil, resbalando y cayendo mientras la
sacaban del barro.
—¡Ahora! —gritaban una docena de voces a coro.
Un látigo restalló, el buey tiró con toda su energía y el carromato salió al
camino.
—Parece entera.
Entonces, con un crujido que creció hasta estallar, la rueda delantera se vino
abajo.

La carreta de Burdette llegó al atardecer. Rachel dejó su fogata encendida para


ver y admirar las abrazaderas que los hombres habían instalado para que el eje
delantero no tocara el suelo. Un hombre extraño y descolorido dejó la procesión para
sentarse junto a su fuego.
—¿Qué es esto?
Era la voz de Will. Señalaba a la olla del guiso. Sus ropas estaban cubiertas de
barro seco.
—Anders lo llama pollo de la pradera. Ha encontrado toda una bandada y nos
ha dado uno.
Will engulló la comida. Parecía no darse cuenta de que la carne estaba fría, las
manzanas duras y el pan quemado.
—¿Queda algo de queso?
Cuando Rachel volvió al fuego, lo encontró rascando la costra quemada de la
olla horno.
—No he comido —dijo él avergonzado—. ¿Dónde está Godfroy?
—Le he dado de cenar y le he mandado acostarse en mi colchón de la carreta.
Aquí el suelo es demasiado húmedo tan cerca del río. Ya se ha dormido. Los chicos
de los MacIntyre me han ayudado a montar la tienda. ¿Cómo te has embarrado
tanto?
—Una de las cadenas se enganchó con un tocón, alguien tenía que meterse a
soltarla. Los demás se fijaron en que no me había manchado y me eligieron a mí.
—Todavía no he ido al río, pero mi padre dice que hay un buen sitio para darse
un baño corriente arriba. Más allá de un sicomoro grande.
—Será mejor que vaya antes de que se haga de noche.

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Will tomó un poco más de queso y galletas y bebió el café que quedaba en el
puchero sin molestarse en servirlo en un pote.
—Voy a buscar ropa limpia.
—¡Espera! —dijo ella, corriendo para que él no subiera a la carreta—. ¡No se te
ocurra tocar nada! Yo te buscaré la ropa. Ve a bañarte y deja la ropa en la orilla.
Ahora iré a llevarte la limpia.
—Será mejor que des un grito para asegurarte que estoy solo.
—Sí. Por supuesto.
Rachel encontró a su padre hecho un ovillo, profundamente dormido. Subió a
las cajas de provisiones y anduvo a cuatro patas hasta que encontró la bolsa de Will.
Dio con los pantalones y la camisa por la textura de las telas. Luego, contó hasta
trescientos mientras fregaba la olla horno. Confiaba en que eso le daría a Will tiempo
suficiente. Unas cuantas luces reflejaban la luz del atardecer e iluminaban el camino.
Un chapoteo hizo que se detuviera en seco.
—¡¿Will?! ¿Estás solo?
—Benditamente mojado y solo.
Su cabeza era una mancha oscura en el agua.
—Deja la ropa en la cruz de ese árbol, justo a tu derecha.
Rachel vio que ya había dejado la ropa sucia colgada en otra rama y dejó la que
llevaba al lado.
—Pon a hacer café —añadió él.
A unos pasos de ella, en la senda por donde había llegado, una cola peluda
ondeó entre la hierba. Rachel pensó que sería la gata de Meggie. Pero la criatura de
hocico afilado que apareció entre la hierba era negra con una banda blanca a lo largo
del lomo. Rachel se apoyó en el tronco de un árbol. La mofeta se volvió hacia ella,
titubeó y miró hacia atrás. Otra naricilla asomó entre la hierba, pequeña y negra, y
luego otra más.
¡Una madremofeta con sus hijos! Rachel giró lentamente sobre sus talones,
procurando dejar el árbol entre ella y aquella familia. Tenía que volver al río.
Retrocedió hasta otro árbol, éste tan delgado que no le ofrecía protección. Dio un
respingo cuando algo le rozó el hombro. Era la ropa embarrada de Will. Tanteó con
los pies, hasta que uno cayó por la orilla del río.
—Will —llamó en voz baja, tratando de amortiguar la voz contra el hombro y
sin dejar de mirar hacia la senda.
—¿Qué haces aquí? —dijo él, justo debajo.
—Viene una mofeta con toda su familia —dijo ella en un susurro.
Rachel oyó el chapoteo y supo que Will había vuelto al agua.
—Quítate los zapatos y ven aquí —susurró él.

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Rachel se quitó los mocasines que llevaba cuando acampaban, los dejó en la
rama con la ropa limpia, se sentó y dejó caer las piernas por el escarpe. Sus pies
tocaron el agua.
—Están buscando un sitio bajo para beber.
El menor movimiento podía alertar a la madre. Sintió la mano de Will que
tiraba de ella. El agua le cubrió las pantorrillas, la falda se le pegó a las piernas.
—No —dijo ella.
—¡Calla! La ropa del árbol es la única limpia que me queda —susurró él.
El lecho del río descendía abruptamente. El agua le llegaba a la cintura. La falda
y la enagua flotaban a su espalda.
—Mira —susurró él.
La madre mofeta llevó a su camada hacia un sitio donde la orilla descendía
suavemente en una ensenada del río. Cuatro hociquillos bajaron al mismo tiempo.
Una de ellas estornudó y resopló, pero la madre no le hizo caso. Examinaba la orilla y
el río como si olfateara el peligro.
—Abajo —dijo Will en un hilo de voz. El agua fría le llegó a los senos—. Estoy
de cuclillas. Siéntate sobre mis rodillas.
Rachel tuvo que sujetarse a sus hombros porque la falda flotante amenazaba
con arrastrarla aguas abajo. La madre, satisfecha de que su familia se encontrara a
salvo, también bebió. Con el hocico, apartó a los cachorros del agua y, bajo sus
apremios, subieron por la orilla hasta una cueva que se abría bajo la raíz de un árbol.
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —preguntó Rachel.
—Nos dejaremos llevar río abajo. ¿Sabes nadar?
—No.
—Entonces, sujétate.
El río se hacía más profundo en la curva, Will se puso de espaldas. A Rachel no
le quedó más remedio que subirse a él y sujetarse.
—Bien, ahí hay un árbol. Subiremos por las raíces. La falda empapada
amenazaba ahora con arrastrarla al fondo. Rachel se la levantó para liberar sus pies y
poder buscar apoyo en la maraña de raíces.
—Para —dijo Will—. Deja que salga yo y te ayude.
Las piernas y el torso parecían blancos, como si Will fuera una criatura que se
encontrara más a gusto en el agua que en la tierra. Rachel cerró los ojos.
—Dame la mano —dijo él.
Para eso tuvo que volver a abrirlos. Desde aquel ángulo, Will parecía
desmesuradamente alto.
—¿Te has sujetado?
—Sí.

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—¡En pie!
Con un tirón final, Will la llevó a la orilla. Los fuegos del campamento ardían a
menos de cincuenta pasos. Will estaba desnudo, ella completamente empapada. Seis
carretas la separaban de la salvación.
—Voy a buscar mi ropa.
—Por favor, no te olvides de mis mocasines.
—Dile a la gente que te has bañado y has aprovechado para lavar la ropa —
sugirió Will ácidamente. Rachel temblaba—. Sécate y cámbiate de ropa deprisa.
Rachel trató de correr, pero la ropa pesaba una tonelada. Gracias al ciclo que
había ido quitándose enaguas. Las hierbas escondían un millón de semillas que se le
clavaban en los pies. «Pero si no tengo frío». Los escalofríos que la sacudían no tenían
nada que ver con la temperatura, sino con Will.
Se recogió el ruedo de la falda y comenzó a subir a la carreta. Entonces recordó
que su ropa la guardaba justo debajo de donde dormía su padre. Al ordenar la
carreta, le había parecido muy práctico poner bragas y enaguas en el compartimento
que había debajo de su almohada. Ahora era sumamente incómodo. Puso judías y
manzanas a remojo. La señora MacIntyre le había dado una pinta de leche que tenía
que colgar para poner a salvo de los animales. Quería hacer tortas de leche para el
desayuno. Las nubes del oeste pasaron del rojo coral al gris oscuro mientras se
derramaban desde el horizonte. ¿Un anuncio de lluvia? Extendió sus faldas mojadas
ante el fuego.
—¿No te he dicho que te cambiaras? —dijo Will que llevaba un bulto de ropa
chorreante en la mano—. He enjuagado el barro todo lo que he podido. Me pondré
esta ropa si tengo que volver a meterme en un pantano.
Will colgó su ropa en las ruedas.
—Mi ropa está justo debajo de mi padre. Está tan cansado que no he querido
despertarlo. Tendré que dormir en la tienda.
Will se la quedó mirando, pero en la oscuridad Rachel no podía ver su
expresión.
—Creo que deberíamos subir el portón de la carreta y tensar las lonas. Creo que
va a llover.
—Métete en la tienda, cámbiate de ropa y métete en la cama. No deberías estar
al aire mojada.
Rachel ni se había dado cuenta de que la brisa se había convertido en viento. Se
metió desnuda en las mantas de su padre y se cubrió con la piel de búfalo. Se frotó
las manos para calentarlas. Pensó que debería haberle preguntado a Will cuánto
tiempo les llevaría reparar la carreta. Quizá tuviera tiempo de instalar el horno
refractario y hacer un pastel.
«¡Scriich!»
Rachel se sentó alarmada. La mofeta estaba en la tienda.

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—¡Will! —llamó en un susurro.


—Estoy cavando una zanja para drenar el agua. Ya ha empezado a chispear.
Estoy contigo en un momento.
¿Que estaba con ella? Había olvidado que él dormía en la tienda cuando llovía.
Will entró y rozó la lona para extender sus mantas al otro lado del poste central. Se
encontraba en el centro de la tienda, con apenas el espacio suficiente para estar de
pie. Ronroneaba algo, el murmullo de un hombre sumido en sus pensamientos.
«Le oía reírse mientras se desnudaba. Eso significaba que no se ponía el
camisón».
—No hay almohada esta noche, mi chaqueta está mojada, Rachel.
—Sí.
—Estoy un poco cansado de todas estas jugarretas para que estemos juntos.
—Sí, papá. Tildy y Meggie. Y la abuela también.
—¿La abuela?
—Sí.
—Se me ha ocurrido un modo de acabar con todo esto.
—¿Cuál?
—Que nos casemos. Cuando nos casemos, nadie estará pendiente de que
pasemos juntos todo el tiempo. He estado observando lo que ocurre por las noches.
Las carretas se detienen, los hombres se encargan de los animales y las mujeres
preparan la cena. Luego, los hombres holgazanean en un fuego y las mujeres se
reúnen en otro para coser y hacer punto. Pero sólo se espera que las solteras hagan
punto.
«Es verdad», pensó ella. Sólo había un problema.
—Yo no quiero casarme.
—Yo tampoco. Ya te lo he dicho, me he dado cuenta de que, si tuviera una
familia, acabaría tratándola exactamente como me han tratado a mí, siempre fuera de
viaje, siempre dejándolos solos. Pero, si nos casamos, la abuela, Godfroy, y todos tus
amigos creerán haber ganado y nos dejarán en paz. Pero nosotros continuaremos
como amigos y, ya en California, Faith y tú abriréis vuestra escuela y yo seguiré mi
camino.
—Eso no sería honesto, Will. Cuando te casas, haces promesas muy serias.
Rachel se quedó despierta hasta que oyó su respiración pausada y supo que se
había dormido. ¿Casarse con él otra vez? Ni loca.

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Capítulo 18
Will caminaba río abajo, bajo la estrella del cazador que brillaba en el este. No
vio caza mayor que se descubriera a su paso. Anders había llevado pollos de la
pradera y se había ganado una reputación como cazador. Levantó el rifle cuando un
conejo saltó desde un arbusto, pero volvió a bajarlo. Llevar un conejo a un
campamento de cuarenta personas era más ridículo que volver con las manos vacías.
Tendría que soportar sus pullas hasta que encontraran bisontes. Eso si no lo
despedían antes.
Desde el otro lado del río se elevaban los gritos de la caravana que se dirigía a
Oregón. No tendrían la oportunidad de adelantarlos aquel día, había que reparar la
rueda de Burdette.
Volvía cuando el sol empezó a despuntar sobre el horizonte. Ningún hombre
hizo comentarios sobre su regreso, todos se habían reunido en torno a Pete
MacIntyre, que estaba colocando los radios de recambio. Su estómago protestó al
recordar que no tendría desayuno.
En todas las carretas había un barreño de latón al fuego. Rachel se inclinaba
sobre el suyo, lavando rítmicamente una enagua. El puchero del café humeaba junto
a la fogata. Will encontró un plato de tocino y galletas sobre la plataforma, pero hacía
tiempo que estaba helado.
—No podía perder tiempo si quería lavar la ropa —dijo ella.
—No esperaba que lo hicieras.
Will se sentó lo bastante lejos del barreño como para que no le alcanzaran las
salpicaduras.
—No había nada de caza.
—Papá dijo que la habría.
Su tono inexpresivo le advirtió que estaba enfadada. Seguramente porque había
mencionado el matrimonio. Rachel tenía razón, claro. Los votos del matrimonio eran
sagrados y permanentes. Burlarse de ellos hubiera sido un pecado terrible, aunque
Will no conseguía recordar un sólo versículo de la Biblia que prohibiera
expresamente los matrimonios de conveniencia. Rebañó el plato, la grasa helada del
tocino con pan.
—Veré lo que puedo hacer para arreglar la brida de Burdette —dijo él para
despedirse.
Rachel no dijo nada.
Se alejó todo lo que pudo del grupo que presenciaba la reparación de la carreta.
Silbó mientras trenzaba el cuero nuevo, cortaba las partes más dañadas de la brida y
cosía sólidas junturas. Recordó el día en que Robert lo había descubierto trabajando
bajo la tutela de un viejo artesano de arneses. Robert lo había azotado dos veces. Una
por escaparse y otra por hacer trabajos de siervos.

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Las mujeres empezaron a atar mantas a los árboles que rodeaban el sitio donde
se había bañado. Will fue consciente a medias de la interminable procesión de
mujeres y niñas hacia el río. Estudió la silla y decidió que trataría de reparar la cincha
raída.
—Will.
Kit, Josh y sus hermanos lo habían rodeado.
—Queremos enseñarte una cosa.
¿Estaba enfermo algún caballo? ¿Más problemas con las carretas? Se puso en
pie.
—¿Qué pasa?
—Ven. Ya lo verás.
Will se quitó el protector de cuero de la mano izquierda y lo dejó junto con la
lezna y el hilo.
—Tienes que estarte muy callado —le advirtió Kit.
¿Habrían encontrado el cubil de la mofeta? Kit hacía esfuerzos para no reírse.
¡Habían encontrado el modo de espiar a las mujeres mientras se bañaban!
—Kit, no creo que sea decente…
Pero Kit se dirigía en dirección contraria al río. Debía ser algo divertido porque
los chicos apenas podían controlar la risa.
Los dos más pequeños echaron a correr y tiraron de dos estacas de su propia
tienda. Eran ellos quienes habían ayudado a Rachel a montarla. ¿Querían enseñarle
una manera astuta de desmontarla? El brazo robusto de Kit se cerró sobre su cuello
mientras le tapaba la boca. Will se retorció demasiado tarde, otros brazos le sujetaban
las muñecas. Dio patadas para liberar sus piernas, pero sólo consiguió que se las
sujetaran con más firmeza. Sintió que le levantaban en peso.
—¡Adentro! —gritó Josh.
Chocó contra el suelo con tanta violencia que su cabeza estalló con un ruido
seco. Rodó por el interior de la tienda hasta que el polvo acalló su grito de pánico.
Rachel también gritaba, gritaba y se cubría con una enagua. Sólo llevaba una
camisa corta. Sus piernas esbeltas se alzaban justo ante los ojos de Will como
columnas blancas que soportaran la arquitectura de sus caderas. Will se pasó la
manga por la cara y la lengua. Rachel se puso la enagua por la cabeza, moviendo con
rapidez aquel trasero firme. Increíble.
—¡Cómo te atreves! —gritó en el momento en que la enagua bajó por su cabeza.
Will apenas pudo oírla con los aullidos victoriosos que sonaban fuera de la
tienda. Trató de sujetar la lona, pero el peso de dos o tres muchachos la echó abajo.
Cayó a cuatro patas y escupió hierba. Mientras buscaba la salida, pensó en cómo
diablos iba a explicarle aquello a Rachel. La enagua colgaba de sus hombros y, con el
brazo que le quedaba libre, enarboló su cepillo del pelo.

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Los aullidos subieron de tono. Se imaginó que los niños estaban caminando en
círculo al estilo indio. Rachel tenía el pelo húmedo y enredado, como Medusa. Echó
hacia atrás el cepillo. Will se tiró al suelo cubriéndose la cabeza con las manos y
esperando el golpe.
—¡Rachel por favor!
—¡Lo hemos conseguido, Meggie! —gritó un mocoso.
—¿Ellos… te han obligado? —preguntó ella estupefacta.
—¡Obligado! Creo que Kit me ha descoyuntado el brazo —gimió tratando de
despertar su compasión—. Ahora sé cómo te sentiste cuando Anders…
Trató de mover el brazo y esta vez gimió de verdad.
—¡Bestias! —gritó Rachel, como una madre que defendiera a sus hijos. Se lanzó
hacia la solapa de la lona, enarbolando de nuevo el cepillo—. Les voy a poner el
trasero….
Will alcanzó a sujetarla de la enagua.
—No, Rachel.
Rachel se dejó caer de rodillas y se tapó la cara con una mano.
—Ríete —susurró él.
Rachel echó un vistazo entre los dedos con una expresión que lo sentenciaba
como demente.
—¡Oh, qué vestido más bonito! —gritó él mientras le señalaba el que había
colgado del palo.
—¡Ah! —susurró ella—. ¡Ja, ja, ja!
Su risa sonaba muy artificial. Tomó la falda.
—Ja, ja, ja. Deja que te ayude a cepillarte el pelo —gritó él.
—Mi corsé —susurró ella bajo la falda—. Alcánzame el corsé. ¡Ja, ja, ja!
—Déjalo y vístete —siseó él—. Creí que ibas a romperme la cabeza con ese
cepillo. ¡Ja, ja, ja!
La cabeza de Rachel emergió de la falda.
—Bueno, ¿qué esperabas al irrumpir en la tienda de una mujer?
—Yo no he irrumpido, ¡ellos me han tirado dentro!
—¡Vaya broma más infantil! —gritó ella en dirección a los aullidos, que
parecieron amainar un poco.
El faldón de su corpiño cubría la cintura de la falda. Will la ayudó con los
botones.
—He caído sobre el hombro. ¿Podrías darme un masaje? Creo que me lo he
dislocado.
—¿Qué está pasando aquí?

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Era la voz de Godfroy. Hubo murmullos que negaban toda implicación en el


asunto.
—¿De verdad? —susurró ella.
—De verdad.
Rachel se lo masajeó mientras él seguía con los botones. Algo en su brazo
pareció volver a su lugar.
—¡Ah, qué bien! —musitó él.
—¿Por qué? —preguntó ella en un susurro vehemente.
—A los críos les encanta gastar bromas pesadas. Creían que estabas desnuda.
Dame el cepillo.
—¡Y lo estaba! —susurró ella—. Bueno, casi.
Entonces soltó una risilla con lo que Will tuvo que reír a carcajadas para que no
se oyera fuera.
—No. Recuerda que estabas vestida —le dijo al oído—. Estabas cepillándote el
pelo. Dame el cepillo.
—¡Will! No des tirones —dijo ella hacia la lona mientras le daba el cepillo.
—Eso es. Estás aprendiendo —susurró él.
Su pelo oscuro se rizaba en bucles. Will estiraba cada mechón para cepillarlo,
pero en cuanto lo soltaba, se enrollaba en bucles.
—¿Tu madre tenía el pelo rizado?
—No sé. Supongo que sí, mi padre, desde luego, no. Lo paso fatal tratando de
mantenerlo sujeto. Parece que sabe cómo escaparse de los rulos y las horquillas.
—Es precioso.
Will iba dándole la vuelta. Mojado, el pelo parecía negro.
—Nadie me había cepillado el pelo desde que era una niña —dijo ella riendo.
Will volvió a soltar una carcajada por si acaso que daba alguien escuchando
fuera.
—Will, lo que me dijiste anoche, está muy mal. Lo sabes perfectamente —dijo
ella en voz baja.
—Ya, supongo.
—Pero, si con eso podemos evitar estas situaciones…
—Cruzaremos los dedos cuando digamos «sí, quiero». Tengo entendido que eso
cancela la promesa.
—¿Me prometes de corazón, sincera y verdaderamente, que seremos hermana y
hermano?
—Te lo prometo.

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—Pero, ¿y si algún día conoces a una mujer con la que quieras casarte? Esta vez,
el reverendo Ludlow nos dará un certificado. Seré tu esposa legal.
Will le apartó el pelo de la frente.
—Dentro de muchos años, a miles de millas en el futuro, probablemente jamás,
cruzaré ese puente, si es que alguna vez lo cruzo. Vamos, me parece oír vivas junto a
la carreta de Burdette. Espero que hayan acabado con la rueda. Vamos a salir riendo
y diciendo que ha sido una broma estupenda, que estábamos pensando que lo mejor
será casarnos. ¡Ja, ja, ja!

Rachel espantaba los mosquitos a manotazos. El menor movimiento hacía que


las mangas de encaje del vestido nupcial de Tildy se agitaran. Además, rozaban los
picotazos que ya tenía y le daba ganas de rascarse.
—Ojalá hubiéramos salido de este pantano lleno de bichos antes de acampar —
se quejó Faith—. Estate quieta, Rachel. Te voy a pinchar con la aguja.
—¡Hmmm! —murmuró Louisa con la boca llena de alfileres.
—Es una pena que las chicas de ahora seáis tan delgadas —dijo la abuela, que
sujetaba un pliegue para que no arrastrara por el suelo.
—No te muevas, chica.
—Ya está. Mira, delgada como un…
—¡No te atrevas a decir mosquito. Faith Tole! —exclamó Rachel, que tenía la
sensación de que se la estaban comiendo viva.
Meggie apareció detrás de la carreta.
—Will pregunta que dónde está el anillo.
—Bajo los tablones del doble fondo, a la izquierda, con mis enaguas. Está
envuelto en el paño dorado de mi abuela.
—Tráete el paño —dijo Tildy.
—Date la vuelta —ordenó Louisa.
—Podría haberme puesto mi vestido de domingos y nos habríamos ahorrado
tantas molestias —masculló Rachel.
Pero nadie le hacía el menor caso. Trató de espantar los mosquitos sin mover
los codos.
—¿Quieres estarte quieta? —dijo la abuela.
—Aquí tienes —anunció Meggie, regresando con el paño.
—Vuélvete —dijo la abuela.
Rachel no podía ver lo que Tildy estaba haciendo con él. Sintió que le quitaban
las horquillas del moño y que una tela le rozaba el cuello. ¿O quizás era un mosquito
descomunal?

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—Rachel, aguanta un poco —dijo Tildy.


—No puedo. Se me están comiendo viva. ¿A qué viene tanto alboroto? Will se
ha limitado a pedirle discretamente al reverendo que nos hiciera un certificado de
matrimonio. Ya hemos pasado por la ceremonia. Y, de repente, todo el campamento
se vuelve loco. Los hombres se han llevado a Will y lo más seguro es que lo hayan
emborrachado. La señora MacIntyre ha sacado su horno refractario y, con la señora
Burdette, están gastando la canela y las frutas pasas para hacer un pastel.
—¡Ya está! —exclamó la abuela—. Tildy, ve a ver si los hombres están listos.
¡No, espera! ¿Quién quieres que vaya a tu lado, Rachel?
Sí, ¿quién? ¿Qué amiga iba a firmar en aquella burla de certificado
matrimonial? Faith se apoyó en la carreta, el disgusto era evidente en su expresión.
—Faith.
—¡Yo!
—Te ha elegido —dijo la abuela, empujándola—. Vamos, tienes que
acompañarla.
Rachel tomó a su amiga de la mano mientras daban la vuelta a la carreta.
—Tendremos nuestra escuela. No te preocupes.
—Te vas a casar —dijo Faith haciendo un puchero—. Sabía que acabarían
convenciéndote.
Will estaba junto a su padre, vestido con un frac que le venía pequeño. Todos
los hombres se alineaban tras él. La luz de la fogata se reflejó en una jarra de loza
cuando el señor Marshall la escondió a la espalda. Kit y Josh sonreían de oreja a
oreja, orgullosos de la participación que habían tenido en el acontecimiento.
El reverendo dio comienzo a la ceremonia en el momento en que Will le tomó la
mano. El anillo se deslizó en sus dedos mientras aguardaba las palabras definitivas
que sellaban todas las promesas que acababa de hacer ante Dios y ante los hombres.
Pero el reverendo se volvió hacia su esposa, que sostenía la Biblia en las manos.
—Veamos el futuro que el Señor depara a esta joven pareja —dijo abriendo la
Biblia. Balbuceó un poco antes de lograr contenerse—. «Ella le regaló al rey ciento
veinte talentos de oro y gran abundancia de especias y piedras preciosas, pero
ninguna comparable a lo que la propia Reina de Saba le dio al Rey Salomón».
Leyó las palabras lentamente, como si no pudiera creer lo que veía.
—El Señor os bendice con una gran abundancia —dijo extasiado—. Yo os
declaro marido y mujer.
Rachel tuvo que contener la risa. ¿De verdad se creía su propia profecía? Pero la
risa estropeó el beso casto que pretendía darle a Will porque la pilló con la boca
abierta. Faith firmó el certificado con una expresión agria. Tildy parecía tan contenta
y Meggie tan maliciosamente feliz, que Rachel les pidió que firmaran también. El
señor Tole firmó como padrino, aunque había sido su padre quien estaba junto a

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Will. Rachel se lo agradeció en silencio. Habría sido vergonzoso para su padre


reconocer en público que no sabía escribir.
—¿Cuánto es un talento? —preguntó Rachel mientras el reverendo estampaba
su firma—. Si tengo que darle a Will ciento veinte, ¿cuánto es en dinero americano?
—Según recuerdo, el talento es una medida de peso, no una moneda. Al menos
un centenar de libras.
—¿Sesenta toneladas de oro? —preguntó Burdette, estupefacto.
—Me parece que la señora Hunter va a sobrecargar su carreta, capitán Hull —
dijo Marshall.
—¡Sesenta toneladas de oro! —exclamó Anders, despectivo—. El único lugar
del mundo con esa cantidad de metal es el tesoro de Su Majestad.
Rachel se quitó las horquillas que sujetaban el paño dorado y lo puso en las
manos de Will.
—Toma. Esto no pesa sesenta toneladas, pero por algo se empieza.
—¡Que empiece el baile! —gritó Tildy sujetando su banjo—. ¡Y a por el pastel!
—Antes de que empiece el festejo, he de hacer un anuncio —dijo el reverendo
Ludlow, levantando una mano—. Mi esposa y yo, tras meditarlo mucho en nuestras
oraciones, hemos decidido volver a Saint Joseph con los vagones del pienso.
El asombro fue general.
—Este viaje es excesivo para nosotros. Además de la dureza de los elementos,
tres de nuestras mulas se han ahogado. Mañana volveremos nuestros rostros hacia el
este. Os suplico a todos que vengáis con nosotros, antes de que sucumbáis.
—¿Que regresemos? —preguntó la abuela sin poderlo creer—. Pero si apenas
hemos comenzado el viaje. Además, acaba de decir que Rachel y Will disfrutarán de
un futuro de abundancia. Eso no es una predicción de desastres.
—La prosperidad de su futuro está en el este, no en California —dijo el
reverendo en tono remilgado—. Tal como yo lo entiendo, la prosperidad y la fortuna
estarían al alcance del señor Shakespeare si tan sólo morigerara su temperamento
juvenil y volviera al seno de la obediencia debida a su padre.
—El versículo decía «ella» —objetó la abuela.
—Preguntémosle otra vez al libro sagrado —El reverendo suspiró
profundamente, cerró los ojos y repitió el proceso de adivinación.
—Y la gloria del Señor se elevó desde el centro de la ciudad y se posó sobre la
montaña que está al este de la ciudad.
—Está claro —dijo Kit—. Hay que ir a las montañas.
—La precipitación atolondrada de la juventud —salmodió el reverendo—. Los
versículos hablan de la montaña que se halla al este de la ciudad, vosotros viajáis
hacia el este.

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—Quizá esto profetice una gran ciudad en California con sesenta toneladas de
oro —dijo Anders con un guiño a Reid—. En tal caso, la montaña quedaría al este.
—¡Claro eso es! —exclamó Kit—. ¡A California!
—El resto de los chicos se unieron a su grito.
—¡Aornia! —gritó Merri.
—¡A por el baile y el pastel! —dijo Tildy.
—¡El pastel! —sentenció el capitán secamente—. ¡Y luego a la cama! Tenemos
que salir al alba para adelantar al grupo de Oregón cuando se detengan al mediodía.
Y nada de celebraciones de boda, carretas que se desvían ni palos de tienda que se
pierden —añadió con una dura mirada hacia los chicos—. Primero cuidar del ganado
y luego a vuestras camas, la noche pasa deprisa.

Will se sentía como un estúpido paseando delante de su propia tienda,


esperando a que las mujeres acabaran de arreglar su petate junto a Rachel. Estaba
hasta la coronilla de aquel ridículo frac. ¿Por qué Ludlow se había emperrado en que
se lo pusiera?
—Ya está —anunció Tildy saliendo—. Rachel no tiene miedo, de modo que ve
con cuidado esta vez —le dijo en un susurro.
La tienda estaba tan oscura como la guarida de un oso.
—¿Dónde estás? —musitó.
—Aquí, a tu derecha.
De rodillas, tanteó buscando sus mantas.
—Will, espero que no te creas la estúpida profecía del reverendo.
—Pues claro que no. No hay sesenta toneladas de oro en todos los Estados
Unidos y sus territorios, incluyendo California.
Bien.
—Pero las joyas y las especias puede que sean verdad. Tú me traerás mucha
suerte, Rachel.
—Eso espero. Lo único que yo quiero es paz y tranquilidad.
—Eso también. Buenas noches.
—Buenas noches.
¿Buena suerte? Rachel iba a traerle la mejor de las suertes. Estaba casado. No
importaba que las mujeres lo tentaran en el futuro, estaba casado, pero nunca iba a
tener hijos, de ese modo no podría descuidarlos. Algo zumbó bajo la manta. Will lo
aplastó.
—¿Estás despierto?

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—¡Un condenado mosquito!


—Si tuviera sesenta toneladas de oro, ¿juntarías tus mantas con las mías y me
harías tu mujer para poder quedarte con el oro?
—¿Y qué demonios iba a hacer yo con sesenta toneladas de oro? ¿Sentarme
encima? ¡No se me ocurre una dote más inútil!

Rachel arreó al buey que tenía mas cerca gritando a pleno pulmón. Las cadenas
se tensaron cuando los bueyes echaron a andar siguiendo a la carreta que iba delante
Rachel fingió que conducía ella, pero sabía perfectamente que los bueyes hacían lo
que les venía en gana. Confiaba en que Will cazara algo. Todos, hasta el señor
Burdette, estaban decididos a demostrar que eran consumados cazadores para, a
continuación, poder argüir que no necesitaban un profesional.
—Hola —saludó Louisa.
—Oa —dijo Merri, sacando la cabeza del chal con que su madre se la sujetaba a
la cadera.
Louisa sonrió.
—Me parece que el matrimonio te sienta bien.
—Sí.
«Fantásticamente», pensó Rachel con amargura. El día anterior, Will y ella
habían pasado toda la jornada separados y ni una sola persona había tratado de
engañarlos para que estuvieran juntos. Por la noche, ella se había sentado con sus
amigas y Will con los hombres, y nadie había hecho la menor insinuación de que
había que hacer una escalera para gatitos.
—Nunca te he dado las gracias por haber traído al señor Tole a mi vida.
—¿Yo? No hice nada…
—Me dejaste ser tu amiga. Estoy segura de que sabías que no era viuda, pero lo
mantuviste en secreto. Jamás me habría atrevido a seguir a sir Anders aquella noche
si no hubiera tenido la excusa de ir a verte.
—Me alegra haber servido de ayuda.
—¡Es un marido maravilloso! El señor Tole me dice «exactamente» lo que tengo
que hacer, así sé que le complazco. No como otros hombres que creen que las
mujeres podemos leer el pensamiento. El señor Brown… Robert, era así. Nunca decía
una palabra, pero se ponía de morros cuando yo no actuaba como a él le parecía
correcto.
—Eso ha de ser difícil —dijo Rachel, fingiendo que tenía toda su atención en el
tiro.
La voz de Louisa se convirtió en un murmullo.
—Y es terrible por las noches.

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—Me alegro mucho.


—Mucho más atento de lo que nunca fue Robert.
—¡Qué encanto!
Rachel se arrepintió de no haber cortado el vuelo de su papalina dos pulgadas
más grande.
—Se me ha ocurrido que… Bueno, que quizá el señor Hunter sea como su
hermano. Me refiero a que puede que no tenga experiencia. Podría hablar con el
señor Tole para que le dé algunos consejos.
Rachel trató de calarse la papalina y oyó cómo se rompían las costuras.
—O quizá seas tú la que no sepas que una mujer puede pasarlo bomba entre las
sábanas —dijo Louisa, mirando descaradamente bajo el sombrero de Rachel—. El
señor Hunter ha sido torpe y brusco, ¿verdad?
Rachel levantó la fusta.
—¡Cielos!
¡Dios! Era «arre» lo que ella quería decir. De todas maneras, no importaba, los
bueyes seguían a la carreta de delante.
—Antes de que dejes que el señor Hunter vuelva a meterse en la cama contigo,
haz que hable con el señor Tole —dijo Louisa con una risilla—. El señor Tole ha
tenido que ponerse mocasines en la cama porque hemos estado jugando demasiado y
se le han desollado los dedos de los pies.
—Aballito —dijo Merri señalando los bueyes.
—No, cariño. Estos son bueyes. Los caballos son aquéllos. Buenos días, señor
Hunter. ¿Ha habido buena caza hoy?
—No. Rachel, ven conmigo a las márgenes del río. Puede que tenga una
oportunidad si somos los primeros en llegar.
—No le he pedido a Tony Tole que viniera a conducir los bueyes. Me cuesta
diez centavos al día. Cuando lleguemos a California eso sumará quince dólares.
—Voy a traerlo y de paso ensillaré a Josefa —dijo partiendo al galope.
—Me parece que es mucho más considerado que su hermano —dijo Louisa
cuando no pudo oírla—. Haz que hable con mi marido. La mañana siguiente a
vuestra boda, toda la caravana se dio cuenta de que estabais demasiado serios.
—¿Hablaban de mí? —preguntó Rachel horrorizada.
—Por supuesto. Y las mujeres decidieron que viniera a tener contigo unas
palabritas, ya que el señor Tole está dispuesto a ayudar.
Tenía que acompañar a Will y cambiarse de sombrero para que todos la vieran
sonreír. Iba a convertirse en la novia arrobada que todos esperaban ver.

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Will se dio cuenta de que el humor de Rachel mejoraba conforme se alejaban de


las carretas. Tenía que montar más a menudo.
—¿Ves aquella nube de polvo? Es el grupo de Oregón. Están forzando la
marcha para mantener la ventaja.
—Tendrían que descansar un día y dejar que esos pobres bueyes se alimenten.
—Mañana llegaremos al camino de Independence —dijo Will—. Encontrarán
otro grupo. Aún no te he dicho lo bonita que estabas con el vestido de novia.
—Era de Tildy. Su madre se lo encargó a una costurera cuando se casó.
—¿Qué te parece ser una mujer casada? —preguntó él con una sonrisa
intencionada y cómplice.
—Ayer pensaba que habíamos engañado a todo el mundo. Excepto a Louisa.
Ella… ellas…
No pudo acabar y sintió que las mejillas le ardían.
—¿Qué le pasa a la señora Tole?
—Cree que deberías hablar con su marido. Dice que él te dará lecciones sobre
cómo complacer a una mujer.
—Yo creía que ya te estaba complaciendo.
—Pues claro que sí. Tú duermes en tu lado de la tienda y yo en el mío.
—No tiene sentido que lleguemos tan pronto al vado. Vamos hacia el sur. Creo
que el río corre al otro lado de esa cresta. Es más probable que encontremos caza lejos
del camino.
Rachel asintió y se caló el sombrero para protegerse la cara del sol. La cresta
descendía hacia el río en una ladera suave.
—¡Flores! —exclamó ella.
Hasta donde la vista alcanzaba, la pradera estaba cubierta de un manto rosa
que en zonas adquiría tonos lavanda.
—¡Flores! Flores por todas partes!
Rachel bajó del caballo. Will también desmontó y se encontró pisando una
alfombra de flores tan espesa que no podía evitar pisarlas. Rachel estaba haciendo un
ramillete.
—¡Cuánto me alegro de que me hayas pedido que viniera!
Rachel le puso una flor en el ojal de la cazadora. Retrocedió e inclinó la cabeza.
—Le falta algo. Una blanca. ¡Mejor amarilla!
Rachel se puso a tirar de los tallos hasta que una flor amarilla apareció entre las
rosas. Un rayo descargó en las ingles de Will al mirarla. Ella le sonrió, sin adivinar
sus pensamientos. Will se volvió para mirar al horizonte con ojos de cazador.

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Capítulo 19
—Algo se mueve ahí abajo. Un lobo.
La sangre la hervía con tanta fuerza que Will apenas podía sostener el catalejo.
El viento les daba en la cara, lo que quería decir que el lobo no podía olerlos.
Corriente arriba de la guarida del lobo, una roca sobresalía de las aguas. Para Will
era la expresión del deseo que sentía por Rachel.
—Agáchate —dijo en un susurro.
El lobo estaba descansando, apenas resultaba visible sobre la roca gris. Dos
cachorros jugueteaban entre las grietas, entrando y saliendo. Will le pasó el catalejo y
sus manos se rozaron. Fue como una sacudida, incluso con los guantes puestos. Supo
el instante en que logró enfocarlos porque Rachel se estremeció.
—Will, son como perritos. ¡Míralos! ¡Son adorables!
—Pero el año próximo serán lobos hechos y derechos —le recordó él—. Me he
dejado el rifle…
—¡No la mates, Will! ¡No les dispares!
—Me he dejado el rifle en el caballo.
Aquella mirada suplicante le forzaba a una sensibilidad femenina, despertaba
en él las emociones que hacían de las mujeres unas malas cazadoras. Trató de sonreír,
pero supo que no había tenido éxito.
—¿Quién va a querer carne de lobo? Además, no hay tiempo para curar las
pieles.
Rachel bajó la cabeza.
—Soy una mala esposa, ¿verdad? Lo siento, Will. No soy como Louisa, capaz de
andar sobre ascuas si el señor Tole se lo pidiera.
Will pensó en ponerle el dedo debajo la barbilla y hacer que levantara la cabeza
para ver aquella disculpa en sus ojos y no sólo oírla. Pero, si la tocaba, aunque fuera
ligeramente, no podría detenerse ahí. Haría todo lo que había soñado, le levantaría
las faldas y se hundiría en ella, empujando una y otra vez, ignorando sus gritos de
miedo y dolor mientras alcanzaba la furia definitiva del sexo.
—Eres una buena esposa.
—No, te doy órdenes. Fui yo la que juró obedecer.
—Tenías los dedos cruzados. Puedes darme todas las órdenes que quieras.
Bajemos al río.
—Pero yo vi que te olvidabas de cruzar los tuyos —dijo ella con una sonrisa que
fue otra descarga en sus ingles—. Te estaba mirando cuando pronunciaste los votos.
—Tenía miedo de que se me metiera el anillo en un dedo y no pudiera sacarlo a
tiempo.

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Will la ayudó a montar, el peso de su bota como un ladrillo en sus riñones.


Pensó en Robert, en la caminata a Saint Joe, en lo superior que se había sentido. Pero
no era superior, sólo estaba retrasado. A los veinte años experimentaba por vez
primera los burbujeos que habrían de transformarse en un apetito insaciable hasta
que también él se viera obligado a seducir a las mujeres donde quiera que fuera.
Tendría que ser discreto en sus aventuras para no avergonzar a Rachel ni disgustar a
Godfroy.
Tres buitres sesteaban sobre el esqueleto de un sicomoro muerto. Robert y él
eran como buitres que se alimentaban de las mujeres. Espoleó al caballo recordando
que su deber era cazar. Rachel lo alcanzó junto al río, se detuvo junto a él, se detuvo a
su lado, sus piernas se rozaron e, inesperadamente, le echó los brazos al cuello.
—Gracias por no matar a los lobos.
Las llamas le envolvieron las piernas, le lamieron el torso, como una
premonición de las llamas del infierno. Will la apartó de sí.
—¡No me toques! Somos hermano y hermana, ¿ya no te acuerdas?
—Pero las hermanas abrazan a sus hermanos —dijo ella con una expresión
dolida—. Sobre todo cuando les han hecho un favor.
Will cerró los ojos y hundió los hombros.
—Soy un hombre y un hombre no puede soportar tanto —dijo con voz
ahogada—. Ahí arriba, me ha pasado por la cabeza…
—¡Lo prometiste! —dijo ella en un murmullo.
—Mi mente lo prometió. No… No…
—¿no tu cuerpo?
Rachel estaba notablemente tranquila, al contrario que él, que se sentía
desmembrado, como si estuvieran echándole al fuego trozo a trozo.
—No te voy a molestar, Rachel. Pero mantén tus manos lejos de mí. Me alegro
de que estemos casados. Tú comprendes mi naturaleza y no me condenas.
Pondré mucho cuidado para que el escándalo no te salpique. Nadie adivinó que
Robert le era infiel a su mujer. Yo también seré cauteloso.
—Will, ninguna mujer puede considerar…
—Mañana llegaremos al camino de Independence. Entre la multitud habrá
meretrices. Y más al oeste… Te prometo que nada te afectará.
—Comprendo —dijo ella.
Tiró de las riendas y Josefa se alejó.
—¡No, no lo comprendes! —le gritó él.
¿Por qué no decía nada? ¿Por qué no le decía que él no era como su hermano?
Porque Robert y él eran hermanos que se encontraban atrapados en la necesidad de
satisfacer su lujuria. Will se arrepintió. Tendría que haber previsto que, tarde o
temprano, la naturaleza más primitiva tendría que aflorar en él.

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Will ayudó a los chicos a cruzar con el ganado el Big Blue River. Las flores,
iguales a las que todavía llevaba en el ojal, seguían cubriendo la tierra. Cuando
regresó al vado descubrió que la caravana se había dividido en dos grupos. Burdette
y Marshall se habían quedado con Anders, los criados y los muleros. El resto de los
hombres formó una piña alrededor de Matt Hull. Will echó a andar hacia el capitán
al mismo tiempo que Anders.
—Tengo entendido que éste es el Big Blue River —dijo Anders—. Cuento nueve
hombres tras de mí y únicamente siete tras el capitán Hull.
—Es toda suya —dijo Matt con un gesto que abarcaba la caravana entera.
—Acamparemos aquí durante el resto del día —dijo Anders altivamente antes
de dirigirse a Kit—. ¿Has encontrado un pastizal conveniente?
Kit asintió. El muchacho estaba tan dolido al verse privado de voto mientras los
criados ingleses sí lo tenían, que estampó los pies contra el suelo y pisoteó las flores.
—No hay necesidad de hacer guardias si el pasto es bueno, pero habrá que
andar alerta por si encontramos alguna de esa hierbaglobo. Bueno, supongo que aún
no nos encontramos tan al oeste. Godfroy, Sampson, quedaos conmigo y explicadme
las exigencias del camino a la meseta.
—Me voy de caza —dijo Burdette—. Esta noche habrá carne fresca.
El caballo del ejército manoteó, corcoveó y, finalmente, se tranquilizó. Will
regresó a su montura.
«No volveré hasta que no encuentre alguna pieza».
Buscó en cada seto del río. Llegó junto a la roca alta que sobresalía y dejó su
caballo pastando para subir el acantilado. La loba dormitaba en su lugar soleado. No
había señal de los lobeznos, por lo que supuso que también estarían durmiendo. Will
se dispuso a esperar. Aquélla era la vida que él había soñado, el campo abierto, sin
ataduras, sin compasión femenina, sin lazos de amor culpable. Aquella noche,
Anders convocaría una reunión para despedirlo. Ni trabajo ni cincuenta dólares.
Quizá pudiera encontrar otra caravana que saliera de Independence. Tendría que
salir ya para llegar al cruce al anochecer.
Pero también podía quedarse con Godfroy. Se recordó que el trampero era
ahora su suegro. El pobre hombre, no tenía la más remota idea del engaño que
Rachel y él habían urdido. Si dejaba abandonada a Rachel, la vergüenza caería sobre
ella, Godfroy acabaría sabiendo la verdad y pensando mal de él. No soportaba la idea
de que el trampero pensara mal de él. ¡Estaba atrapado! ¡Como si se hubiera casado
en la iglesia más grande de Pittsburgh! Sencillamente, no podía escapar.
La loba alzó la cabeza, otro animal subía el acantilado desde el río. Era una
familia de lobos. Presentaban un blanco perfecto. Se saludaron frotando los hocicos,
lamiéndose, juntando sensualmente las lenguas mientras daban grititos de
bienvenida. ¿O de amor? Un cachorro tiró de su madre para llamar su atención.

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Will dejó el rifle y se llevó las manos a la bragueta para contener la excitación
que sus pantalones eran incapaces de atajar. Se acurrucó entre los helechos, gimiendo
con el dolor que le abrasaba las ingles. El dolor de desear a Rachel. Una rama de
helecho le acarició el cuello y su suavidad volvió a recordarle a su esposa.
La última vez que lo abrazaron fue dos años atrás, cuando le dijo a Zack y a
Alma que había prometido quedarse un año con su padre. Incluso Zack, tras un
apretón de manos viril, lo había abrazado para desearle buena suerte.
Y después Pittsburgh, la mansión fantasma, donde todos guardaban las
distancias. A excepción de los criados, el mayordomo lo había abrazado en la
despensa, la cocinera le había manchado la levita de harina. Quince años antes, en su
primera escapada del cuarto de los niños, había acabado en su casa, detrás de la
mansión.
Ahora se daba cuenta de que su búsqueda, disfrazada de aventuras y correrías,
era la búsqueda de cariño. Todo habían sido excusas, seguía huyendo del cuarto de
los niños para encontrar unos brazos que lo rodearan, unos labios que le dieran un
beso de buenas noches.
—¡Rachel! —gimió.
Besó la hoja de un helecho como le habría gustado hacer con ella. Tendría que ir
a buscarla y confesarle que las cosas habían cambiado, que la amaba, que también
quería a su padre. Que necesitaba que ellos también lo quisieran.

Los setos le impedían ver el vado, pero oía los gritos. Los demás debían haber
tenido éxito en su caza. Pero entonces oyó el chapoteo de los caballos.
Un grito. ¿Sería un puma? ¡Una mujer gritaba! Renegados o pawnees. ¿Rachel
gritando mientras un desconocido la subía a su caballo? ¿Mientras la violaba? Metió
el caballo en el agua antes de llegar al vado.
—¡Rachel! ¡Rachel! ¡Ya voy! —murmuró entre dientes—. Aguanta, resiste.
Eran casacas azules, sucias, no los enjutos hijos de las praderas. ¡Soldados!
—¡Ahí está! ¡Ese hombre robó el caballo! —gritó Burdette.
Se encontraba entre dos soldados y tenía las manos atadas. ¡Dios! Will se echó a
reír y detuvo a su caballo cubierto de espuma. No tardaría en aclararse el
malentendido. Pero le tiraron al suelo antes de que hubiera acabado de desmontar.
—¡Dónde está el resto de los caballos? —preguntó desde su silla un soldado
quemado por el sol.
—¿De qué está hablando?
—¡Él me dio el caballo! —berreó Burdette.
—¡Cierre el pico!

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El oficial asintió. Will sintió que su cerebro explotaba como si hubiera estallado
un relámpago dentro. Trató de volver a preguntar a qué caballos se refería, pero un
lado de su cara no se movía. Tanteó a ciegas y sintió el suelo en las manos.
—Creo que está tristemente equivocado respecto a la secuencia de los
acontecimientos —dijo la voz aguda de Anders.
—Largo de aquí, petimetre.
—¡Pero, usted no lo entiende! Soy sir Anders Trout, del castillo de Lindenlore.
—¡Como si quieres ser Dios Todopoderoso! Un hombre que lleva un traje de
ante blanco tendría que acabar atado sobre un hormiguero. Que los hombres tomen
posiciones y se dispersen.
El grito explosivo resonó en la cabeza de Will.
—Buscad en cada barranco. Han debido esconderlos.
Unos brazos fuertes lo pusieron de pie. Will deseaba que lo dejaran en el suelo,
todo el mundo giraba a su alrededor.
—¿Dónde están los caballos?
La última vez que había oído aquellas palabras…
—¡Alto!
Una voz femenina. ¿La abuela?
—Están equivocados. Yo traje ese caballo a la caravana.
—Llevaos a esta mujer de aquí.
Will abrió los ojos y lo vio todo doble. Dos Racheles, dos caballos. Si cerraba un
ojo, veía a una sola Rachel aferrándose al estribo del oficial. Will trató de acercarse,
pero la debilidad y las ataduras se lo impidieron.
—Estaba solo, perdido, el caballo, me refiero. Tenía la silla en el vientre y le
golpeaba las ancas… Yo tomé un gorro lleno de cebada y…
El oficial le lanzó un puntapié. Rachel lo esquivó y se aferró al estribo con más
fuerza.
—Fue el animal el que vino a mí.
—Eso tiene sentido, sargento —dijo alguien que estaba junto a Will—. Tawny
siempre se ha comportado mejor con las mujeres.
—Hemos encontrado su ganado. No hay ninguno de nuestros caballos.
—Por supuesto que no —dijo Will, pero las palabras no eran claras y supuso
que nadie lo había entendido.
—Por supuesto que no —dijo Rachel—. No hables, Will. Yo lo explicaré.
Perfecto. Rachel iba a arreglarlo todo porque se había acordado de tener los
dedos cruzados.
—¿Se supone que teníamos que dejar al animal así? Herido y…

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—¿Qué está pasando aquí, sargento?


Will dejó escapar un suspiro de alivio. El capitán Hull. Bueno, ya no era capitán,
ahora lo era Anders, pero seguía siendo un hombre capaz de manejar la situación.
—¡Suelten a este hombre inmediatamente!
—¿Y quién eres tú para dar órdenes? —preguntó el soldado.
—¡Teniente Matthew Hull, ejército de los Estados Unidos! ¡Artillería!
Las manos que le sujetaban desaparecieron de repente. Will cerró los ojos y no
vio cómo el suelo se elevaba a su encuentro. Lejos, muy lejos, había exclamaciones y
disculpas. No había necesidad de levantarse. Rachel estaba arrodillada a su lado,
murmurando palabras sin sentido, sujetándole la cabeza entre las manos para
ponérsela en el regazo…

Le habían puesto una cataplasma. Rachel le hablaba en susurros.


—El caballo se acercó a mí porque era el favorito de la esposa del coronel
Bidderman. Un caballo del ejército al que le gustan las mujeres.
Acunaba la cabeza de Will en su regazo, sin importarle que la cataplasma la
mojara. Marshall y Burdette se acercaron al fuego.
—Me he pensado mejor lo del capitán. Supongo que es mejor tener un oficial
americano como patrón. Si no hubiera sido por el capitán Hull…
Rachel nunca había oído farfullar a Marshall. Los hombres que había alrededor
de la fogata se movieron incómodos. Will se apoyó en el hombro de Rachel para
incorporarse.
—Estoy de acuerdo —dijo Burdette, aún frotándose las muñecas—. No sabemos
si nos encontraremos con más soldados en el viaje. Matt Hull es quien mejor habla su
jerga.
Rachel se echó a reír.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Will.
—Los hombres —contestó ella.

El viento se había levantado y dispersaba las brasas de las fogatas.


—Anders está más loco que un oso ensillado dijo Godfroy—. Esperaba que,
cuando llegáramos al camino de Independence, hubiera dos o tres caravanas más
que lo eligieran capitán y así dirigir la más grande de la ruta al oeste. Creo que tienes
razón, Will. Tendríamos que desmontar la tienda. Vosotros dos podéis dormir en la
carreta.

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No era la primera vez que ocurría. Will ya se había dado cuenta de que Godfroy
y él solían pensar lo mismo y al mismo tiempo.
—Estoy orgulloso de ti, Rachel —continuó el trampero—. Hasta los hombres
tenían miedo. Tú has sido la única con agallas suficientes para enfrentarte a los
soldados.
—Me ha salvado el pellejo —dijo Will.
—La verdad hubiera salido a la luz en cuanto el capitán Hull hablara con el
sargento. Yo sólo apresuré las cosas al gritar.
—Sí, me pareció que era una pantera defendiendo a sus cachorros —dijo
Godfroy—. ¿Ya está listo el café?
—No te preocupes, Rachel —dijo Will—. Yo me encargo.
—Pero tendrías que guardar reposo.
—No me atosigues.
—Gracias —dijo ella sonriendo.
—Sampson y yo fuimos hasta el cruce—. Hay un grupo acampado justo al sur
de aquí, Hull quiere que todo el mundo esté preparado en cuanto despunte el alba.
De ese modo mantendremos la ventaja.
Will ayudó al trampero a plegar la tienda y la guardaron en la carreta.
—Hay sitio de sobra para vosotros dos ahora que hemos metido las provisiones
en el doble fondo.
Godfroy se envolvió en su piel de bisonte y se acostó junto al fuego. Rachel
subió a la carreta y estuvo un rato en silencio.
—Will —dijo Rachel.
Will habría preferido un paseo por el campamento, aunque pasear en pleno
vendaval no era demasiado romántico. Will subió y descubrió sus dos petates
extendidos. Rachel se había envuelto en el chal y estaba sentada sobre las mantas. Se
quitó las botas y comenzaba a entrar bajo el toldo cuando Rachel lo dejó paralizado.
Se había abierto el chal. Estaba completamente desnuda.
—Will, tú no eres como tu hermano. No te lo permitiría.
—¡Rachel!
—Si los hombres no hubieran cambiado de capitán otra vez, la abuela
amenazaba con volver andando a Saint Joe. Dijo que, a veces, son las mujeres las que
hemos de sacrificarnos para hacer que los hombres recuperen el juicio. ¡No
consentiré que seas como tu hermano!
Will se sentó sobre los talones, junto al portón. La sombra de sus senos se
proyectaba sobre la lona.
—No. La primera vez que me permitiste entrar en tu cama fue por gratitud.
Ahora pretendes sacrificarte para salvar mi alma. Tengo tres cosas que decirte.

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Después, me meteré bajo la carreta y no te molestaré. Primero, gracias por


rescatarme.
—Eso no fue nada —dijo ella.
—Segundo, mientras seas mi esposa vamos a estar juntos porque quiero vivir
contigo. Y quiero que Godfroy sea mi padre. Pero nada físico sucederá, por lo menos,
no seré yo quien lo instigue.
Will se detuvo. Los nervios y la conmoción le enturbiaban la mente y tuvo
dificultades para recordar qué era lo tercero.
—Lo siento.
—Has dicho que eran tres cosas.
—Dame mis mantas, Rachel.
—Vas a dormir aquí. Yo también tengo algo que decirte.
—Dilo.
—No hasta que estés aquí —dijo ella, dando unas palmadas sobre las mantas.
Will se quitó el cinturón y lo dejó a la entrada de la carreta. Se tumbó con la
espalda apoyada en una caja. Rachel inclinó la cabeza sobre él, el pelo suelto, los
labios entreabiertos.
—Cuando nos casamos y me besaste con la boca abierta, me gustó.
—¿Eso es lo que querías decirme?
—No.
Rachel se estiró contra él, rozándole con los muslos la hinchazón que no podía
ocultar, rodeándole el cuello con sus brazos y uniendo las manos detrás de su cabeza.
—Te quiero.
Una declaración apenas audible. Unas fragancias de azúcar y humo brotaban de
su pelo.
—Lo he sabido hoy, cuando los soldados te sujetaron. Me sentí vacía por dentro
y supe que, si te ibas, me quedaría terriblemente sola. Y para siempre. Supongo que
eso es una gran pasión.
Will apretó los puños para no abrazarla, lo que llevaría inevitablemente a una
gran pasión para él y a un dolor insufrible para ella.
—No te acerques tanto. Tengo la ropa sucia.
—Pues desvístete.
Rachel le desabrochó la bragueta y le quitó la cazadora. Él gimió y se sentó.
Desnudarse en un espacio tan reducido era difícil. Cuando consiguió quitarse la
camisa por la cabeza, sus piernas estaban entrelazadas. Calientes las de él, frías las de
ella.
—¿No quieres una manta? Estás fría como el hielo.

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Rachel le puso una tela suave en las manos.


—¿Qué es esto?
—El edredón de bodas.
—Hemos pasado ratos maravillosos juntos —susurró él, abrazándola—. Yo te
quiero, no quiero pensar que puedo perderte.
—¿Ya no vas a buscar otras mujeres? Cuando lo dijiste, fue como si me clavaras
un cuchillo.
—Buscaré otras mujeres para compararlas contigo y darme cuenta de que tú
eres la más hermosa del mundo.
—Haz lo que quieras —dijo ella con un esfuerzo visible.
—Los dos haremos lo que queramos.
Las llamas de la fogata se extinguieron y no hubo otra cosa que viento y
oscuridad. Will deslizó las manos hasta sus piernas y las encontró abiertas. Le
acarició el brote rígido de su sexo que se ocultaba entre el vello sedoso. Eran como
hebras de estrellas. La abrazó mientras ella se estremecía y aquel ligero movimiento
desató su clímax antes de que pudiera entrar en ella.
—Lo siento —dijo Rachel en un murmullo.
Will le dio unas palmaditas en la espalda para que viera que daba igual.
—Aprenderemos juntos.

Rachel rompió el silencio. El viento había cesado. Despertó con la cabeza


apoyada sobre el hombro de Will.
—¿Rachel? —susurró él.
—¿Estás despierto?
—No he dormido. Quiero disfrutar de cada instante de esta noche.
—No creo que lo que ha sucedido te ate —dijo ella—. Me parece que una esposa
supone una carga para un hombre como tú.
—Tú no eres una carga, sino lo que yo quiero tener para siempre.
—Llegará el momento en que añores ver lo que hay más allá del horizonte y yo
no podré acompañarte.
—No me iré sin ti. Hasta hoy, no había entendido que, cada vez que me
escapaba, eras tú lo que yo buscaba.
Will le besó los senos, evitando los pezones hasta que se metió uno en la boca.
Lo que él quisiera, pensó Rachel, a pesar de que el dolor entre sus piernas se hacía
intolerable. Arqueó la espalda y tropezó con su miembro rígido. Will hizo que le
pasara una pierna por encima y ella contuvo el aliento cuando sintió la punta del
miembro en su abertura. Supo que aquel dolor iba a cambiar porque se estaba

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convirtiendo en pálpitos de fuego que la abrasaban por dentro. Will le sujetó las
nalgas y la apretó contra sí.
—¡Hazlo! —masculló ella con los dientes apretados.
La espera era peor que el dolor.
—¡Hazlo!
¿Acaso tenía que suplicarle? ¿Quería que se humillara ante él, que fuera como
Louisa Tole, su esclava?
—Te quiero —susurró él.
Fuerza y energía, un espasmo tremendo, se quedó paralizada aunque estaba
llena de pánico. Luchó por soportar el sufrimiento, por ahogar su grito, pero todo su
cuerpo se derrumbó hacia dentro, envolviendo a la roca que se movía como un río
desbordado, una y otra vez, hasta que el caos se suavizó en una cadencia y el mar de
las praderas se derramó en ella oleada tras oleada.
—¿Te he hecho daño?
Rachel pasó la mano por donde sus cuerpos se unían. Estaba toda húmeda. Y él
también. Como un sentimiento familiar, el pálpito se tranquilizó hasta transformarse
en un lejano temblor.
—No, ya ha pasado. El dolor aparecía siempre que pensaba en ti, siempre que
te tocaba. Últimamente era insoportable. Decidió que no había nada peor, ni siquiera
que tú entraras en mí.
—Duele desear tanto a alguien —susurró él.
—No sabía que querer a alguien doliera tanto.
—No temas. Estamos juntos, ya somos la Reina de Saba y el Rey Salomón.
Rachel se rió y su unión se movió al mismo ritmo. Se apretó contra él, como si
quisiera retenerlo para siempre.
—Estaba sufriendo por una gran pasión y ni siquiera me daba cuenta.
¿Podemos volver a hacerlo?
—No hasta esta noche. Empieza a clarear y ya ha salido la estrella del cazador.
Hull quería que saliéramos en cuanto despuntara el alba.

—Anders se va —dijo Godfroy en cuanto Will asomó—. Ya sólo quedamos diez


hombres y dos chicos grandes. Voy a decírselo a Sampson.
Había una niebla sobre el río y ninguna estrella era visible.
—Espera —dijo Will—. Godfroy… ahora que Rachel y yo estamos casados, ¿te
importa que te llame padre?
—Parece un poco formal entre hombres.
—Entre nosotros hay más que entre la mayoría de hombres. Está Rachel.

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—Mis viejos amigos de las montañas me llaman Trail.


Viejos amigos de las montañas.
—Gracias.
Rachel lo abrazó por la espalda un momento apenas antes de bajar al suelo.
Reid emergió de la niebla.
—Hunter, ¿sabes si hay algún hombre que me acepte? No quiero volver.
Trabajaré para pagarme el viaje.
Diez hombres. Reid era el undécimo.
—¿Sabes llevar un tiro de bueyes?
—Puedo aprender.
—Habla con el capitán Hull. No le hace gracia que Tildy se encargue de los
animales cuando él está ocupado.
—Bueno, la culpa de todo esto es tuya. Tú me has inspirado al renunciar a una
fortuna y a una familia de renombre para perseguir tus propios sueños. Verás, me
ofrecieron un trabajo en Londres. Mi madre se desmayó al enterarse. Mi hermano me
acusó de ser la deshonra de la familia y me dijo que debía acompañar a sir Anders.
—¿Acaso era algo ilegal?
—No, todo lo contrario. Un trabajo para una editorial. No es de las grandes,
pero es suficiente. Quizá todavía esté vacante ese puesto cuando regrese a casa.
—A Trail no le importará que metas tus cosas en su carreta. Por unos días —
añadió al recordar los placeres que le aguardaban por las noches—. Vamos a buscar a
Hull.
La niebla se levantó y la Vía Láctea brilló con todo su esplendor. Y sobre aquella
magnificencia, una estrella resplandeció más que ninguna otra. Una estrella fugaz
que dejó a su paso un trazo de fuego, un hilo de estrellas.

Fin

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