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Auge Marc - La Guerra de Los Sueños
Auge Marc - La Guerra de Los Sueños
DE LOS SUEÑOS
Ejercicios de etno-Jicción
por
Marc Augé
Título del origina] en francés:
La guerre des reves
© Éditíons du Scui], 1997
ISBN: 84-7432-660-5
Depósito legal: B-43.607/1998
Impreso en Liberduplex
Consútnció, 19 - 08014 Barcelona
Impreso en España
Printed ¡n Spain
Indice
L ¡Alerta!...............................................................13
2. El meollo de la situación: la percepción
actual del otro...................................................... 23
3. Las cuestiones en juego: los sueños,
el mito, la ficción..................................................43
Las ambigüedades de los sueños..........................43
La pluralidad del yo............................................. 62
Los tres polos de lo imaginario.............................68
4. Los antecedentes: la imagen y
el sueño colonizados............................................79
Sueños, visiones, narraciones...............................80
La guerra de las imágenes...................................89
La dimensión entre dos mitos.............................97
5. El teatro de operaciones: de lo imaginario
al “todo ficcional”............................................... 111
El triángulo de lo imaginario:
sustitución-sobreimpresión........................... 111
El estadio de la pantalla.....................................117
Relato y libertad.................................................. 131
De lo narrativo al “todo ficcional” ......................134
6. Orden del día...................................................153
7
...soñemos, alma, soñemos
otra vez; pero ha de ser
con atención y consejo
de que hemos de despertar
de este gusto al mejor tiempo;...
Pedro Calderón de la Barca,
La vida es sueño
Jomada 3, escena 5
1
¡Alerta!
22
2
El meollo de la situación:
la percepción actual del otro
42
3
47
mos con el signo - en el cuadro siguiente), aun cuando
sepamos que, en la trama del sueño, algo del soñador
mismo, alguien que él identifica consigo mismo, parece
desempeñar un papel importante (corregiremos pues el
signo - con un signo + que colocaremos debajo así: +).
En cuanto al poseído, éste es un actor. Todo en su
conducta aparente atestigua una actividad que puede
llegar hasta la violencia y que se ofrece a la mirada del
espectador (+). Pero, según se nos dice, esta actividad no
es la suya. El mismo está ausente (-) y la posesión, en
definitiva, y desde el punto de vista del rol del poseído,
se presenta como una combinación de hiperactividad
de un cuerpo y la ausencia supuesta de quien mora en
él (+). Respecto de la trama del sueño y respecto del
espectáculo de la posesión, el soñante y el poseído son a
la vez activos y pasivos, autores y no autores, sólo que
desde este punto de vista, sus posiciones respectivas
pueden considerarse como simétricas e inversas: el
sueño se impone a quien es su autor y la posesión es
representada por aquel que la sufre.
El oyente privilegiado del sueño es el especialista de
la interpretación (adivino, augur, psicoanalista). Toma
do como testigo, ese especialista desempeña una parte
activa (+) por su contribución al esclarecimiento de un
enigma individual. Por otra parte, los espectadores de la
posesión no desempeñan en ella ningún rol (-), aun
cuando a veces el poseído está rodeado de algunos
asistentes que controlan su actuación. Así, las posesio
nes a las que asistí en el Togo, en la región de Anfuin, en
el país de los guin y los mina, eran a veces violentas y las
mujeres en trance al cabo de algún tiempo eran alejadas
y apaciguadas por las asistentes del jefe de culto. En
ciertos casos, los espectadores son en definitiva los
destinatarios del mensaje que comunica la potencia
posesora por la boca del poseído.
48
En cnanto a los personajes soñados o encarnados,
hay que hablar de ellos atendiendo a la identidad y no
ya al papel que desempeñan, pues ese rol depende del
reconocimiento de su identidad. Los personajes del
sueño, aun cuando revistan rostros familiares, tienen
una identidad por lo menos fluida y evasiva, de manera
que el soñante, al despertar, si pone cuidado en recordar
lo soñado, se encuentra frente al enigma de su propia
imagen (-). En el terreno de la posesión, el simbolismo
es explícitamente social: las potencias poseedoras están
catalogadas y descritas (+). En el caso del Togo y de la
región del golfo de Benin, en general, se las evoca como
personajes importantes del mundo mítico, partes prin
cipales de un verdadero panteón. No hay entonces
ningún enigma: para los espectadores de un suceso
socialmente codificado se trata tan sólo de reconocer a la
potencia encamada en un cuerpo masculino o femenino.
En ciertos cultos, una máscara puede ayudar a ese
reconocimiento y la palabra que se hace oír entonces a
través de la máscara es normativa o prescriptiva. No
interroga el orden social, como el adivino intérprete
interroga el sueño individual, sino que lo observa para
mantenerlo o restaurarlo.
Personajes - +
Cuadro 1
49
mos con el signo - en el cuadro siguiente), aun cuando
sepamos que, en la trama del sueño, algo del soñador
mismo, alguien que él identifica consigo mismo, parece
desempeñar un papel importante (corregiremos pues el
signo - con un signo + que colocaremos debajo así: +).
En cuanto al poseído, éste es un actor. Todo en su
conducta aparente atestigua una actividad que puede
llegar hasta la violencia y que se ofrece a la mirada del
espectador (+). Pero, segújj se nos dice, esta actividad no
es la suya. El mismo está ausente (-) y la posesión, en
definitiva, y desde el punto de vista del rol del poseído,
se presenta como una combinación de hiperactividad
de un cuerpo y la ausencia supuesta de quien mora en
él (+). Respecto de la trama del sueño y respecto del
espectáculo de la posesión, el soñante y el poseído son a
la vez activos y pasivos, autores y no autores, sólo que
desde este punto de vista, sus posiciones respectivas
pueden considerarse como simétricas e inversas: el
sueño se impone a quien es su autor y la posesión es
representada por aquel que la sufre.
El oyente privilegiado del sueño es el especialista de
la interpretación (adivino, augur, psicoanalista). Toma
do como testigo, ese especialista desempeña una parte
activa (+) por su contribución al esclarecimiento de un
enigma individual. Por otra parte, los espectadores de la
posesión no desempeñan en ella ningún rol (-), aun
cuando a veces el poseído está rodeado de algunos
asistentes que controlan su actuación. Así, las posesio
nes a las que asistí en el Togo, en la región de Anfuin, en
el país de los guin y los mina, eran a veces violentas y las
mujeres en trance al cabo de algún tiempo eran alejadas
y apaciguadas por las asistentes del jefe de culto. En
ciertos casos, los espectadores son en definitiva los
destinatarios del mensaje que comunica la potencia
posesora por la boca del poseído.
En cuanto a los personajes soñados o encarnados,
hay que hablar de ellos atendiendo a la identidad y no
ya al papel que desempeñan, pues ese rol depende del
reconocimiento de su identidad. Los personajes del
sueño, aun cuando revistan rostros familiares, tienen
una identidad por lo menos fluida y evasiva, de manera
que el soñante, al despertar, si pone cuidado en recordar
lo soñado, se encuentra frente al enigma de su propia
imagen (-). En el terreno de la posesión, el simbolismo
es explícitamente social: las potencias poseedoras están
catalogadas y descritas (+). En él caso del Togo y de la
región del golfo de Benin, en general, se las evoca como
personajes importantes del mundo mítico, partes prin
cipales de un verdadero panteón. No hay entonces
ningún enigma: para los espectadores de un suceso
socialmente codificado se trata tan sólo de reconocer a la
potencia encarnada en un cuerpo masculino o femenino.
En ciertos cultos, una máscara puede ayudar a ese
reconocimiento y la palabra que se hace oír entonces a
través de la máscara es normativa o prescriptiva. No
interroga el orden social, como el adivino intérprete
interroga el sueño individual, sino que lo observa para
mantenerlo o restaurarlo.
Cuadro 1
49
Partiendo de estas dos figuras simétricas e inver
sas, podemos ahora discernir y reformular el enigma del
tercer término. En efecto, ese enigma resulta de la
tensión ejercida en los términos de una relación dual
(soñante/oyente, en un caso, poseído/poseedor, en el
otro) que sugiere la existencia de un tercer término y de
una relación ternaria. La narración del soñante sugiere
al oyente la existencia de un sujeto soñado (sujeto, en
todo caso, en la medida%n que obra y actúa en el sueño),
mientras que el espectáculo del cuerpo poseído sugiere
a los espectadores la existencia de un sujeto poseedor.
Lo problemático, en el primer caso, es la relación del
soñante con el sueño, en otras palabras, la relación de
uno consigo mismo, relación en la cual, el segundo “sí
mismo” está teñido de alteridad, y lo problemático, en el
segundo caso, es la relación del poseído con el posesor, en
otras palabras, la relación de uno mismo con otro, pero
con un otro teñido de identidad. En efecto, el sujeto
soñado que actúa en el sueño no es plenamente idéntico
al soñante (al sujeto que sueña), y la potencia poseedora
no es completamente ajena a la persona poseída (luego
volveremos a considerar este punto). Tampoco es com
pletamente ajena al espectador en la medida en que, en
los sistemas donde las potencias poseedoras están bien
diferenciadas, el espectador la reconoce y la sitúa en
relación con otras figuras de la posesión.
Soñado Poseedor
Cuadro 2
78
4
-1BI
fetichista a las imágenes cristianas el rastro inconscien
te de una idolatría perdida o la forma indirecta de una
resistencia tenaz significa razonar como la Iglesia y
aceptar sus razones: en todo caso, significa renunciar a
interrogarse desde el interior del fenómeno sobre la
naturaleza de la relación que los seres humanos mantie
nen con su imaginación y su ámbito imaginario. El
tercer registro es el de la relación o el registro de lo
simbólico: desde el momento en que las imágenes están
materializadas, son instrumentos de relación; hay que
reconocerse en ellas (y reconocer en ellas la identidad
que se comparte con los demás) para reconocerlas como
fuerzas efectivas o representantes de una fuerza efecti
va. Históricamente, las cuestiones referentes a la rela
ción con la imagen tienen que ver con las relaciones que
mantienen entre sí aquellos que le son devotos. En el
caso de la devoción llamada popular, todo el problema
está en saber (es un problema de interpretación y
eventualmente un problema político) cuál es la ampli
tud del efecto de reconocimiento que la devoción suscita.
Ese efecto, reducido a la persona individual del practi
cante, sólo nos lleva ulteriormente a interpretarlo como
una superstición anodina. Si el efecto se proyecta al
nivel nacional, confiere a la devoción (cualquiera que
sea la mirada que se eche sobre ella) un valor de
integración. Reducido a un grupo minoritario, el efecto
de reconocimiento es generalmente percibido por las
autoridades oficiales, religiosas o políticas como vir
tualmente subversivo. Detrás de las interrogaciones
relativas a la naturaleza de la adhesión a las imágenes,
a la verdad de la conversión o a las paradojas del
oscurantismo, puede adivinarse una inquietud que se
manifiesta más explícitamente en ocasión de darse una
conmoción popular. Que la dimensión de identidad del
95
culto ponga en escena al individuo o a la colectividad
nacional es, al fin de cuentas, eminentemente deseable.
Por lo demás, tenemos numerosos ejemplos de la políti
ca que siguió la Iglesia sobre este particular. Pero lo que
temen, sin formularlo siempre, los representantes de la
autoridad religiosa o política es el hecho de que ese
cobrar conciencia de identidad debido a la práctica del
culto se fije en las fronteras de un grupo o de grupos
dominados, lo cual puede ser el comienzo de una con
ciencia de clase y de una voluntad de resistencia.
Ese temor y esa duda son significativos. En el fondo,
expresan la misma incertidumbre que los movimientos
mismos que causan la inquietud y que nunca son de
plena adhesión o de plena oposición. Copiosa es la
bibliografía sobre esos movimientos, llamados general
mente sincréticos y nacidos en todos los continentes en
contextos de colonización. Esos contextos mismos son
diferentes, pero tienen en común la circunstancia de
solicitar la imaginación de los diversos grupos y de
modificar sus respectivos universos imaginarios. Las
diferencias contextúales no son por eso desdeñables.
Por ejemplo, los modelos de representación y de inter
pretación de Europa y de América en el siglo xvi, en el
momento de la conquista, no estaban tan alejados uno
del otro como pudiera creerse.22 Pero esa “contempora
neidad” del colonizador y de los colonizados no tiene su
equivalente en el siglo xix, cuando se produce la penetra
ción militar europea en Africa. Sin duda hay que asignar
aquí una importancia particular al siglo de la Ilustra
ción y a la modernidad que se proponen modificar tanto
su contorno próximo como las tierras remotas a que
condujo el movimiento de expansión europea. Varios
ejemplos nos invitan a considerar que la historia de la
América colonial es una historia que se desarrolla en
96
dos tiempos: el tiempo de la conquista (y de la “contem
poraneidad” relativa a que acabamos de referirnos) y el
tiempo de la formación del Estado y de la nación, etapa
durante la cual una elite de origen europeo se destaca
del resto de la población y condena a la parte india*
negra o mestiza, que es demográficamente mayoritaria,
a una especie de minoría política e ideológica que duran
te mucho tiempo sólo logrará expresarse en el plano
religioso. La adhesión de la elite a los modelos religiosos
vigentes puede ser sincera y espectacular de su parte,
pero esto hace que, desde una perspectiva exterior, se
confunda el cuadro general; esa devoción se “distingue”
sin embargo, de manera más o menos clara o sutil, de la
devoción popular o de movimientos y cultos como los de
la santería cubana, el umbanda del Brasil, María Lionza
de Venezuela, que habrán de proliferar durante el siglo
xx en las periferias urbanas.
La dimensión entre dos mitos
La sospecha de que es objeto la devoción popular por
parte de las elites cristianas consiste, o bien en conside
rarla “sincrética” (adorar a una divinidad a través de
otra, por ejemplo, a un dios mejicano a través de un
santo católico), o bien considerarla “fetichista” (a saber,
confundir lo representado con el representante). En
suma, consideran que la devoción popular se vale de la
imagen o se aliena en favor de ella. Esa sospecha de
diferencia es ella misma extrañamente ambivalente.
En efecto, procede de una elite que condena a los demás
a la diferencia, pero no les reconoce por eso el derecho de
querer ser diferentes. En cuanto a aquellos que se ven
así paradójicamente asignados a una diferencia que
simultáneamente se les niega, expresan algo de esa
97
posición intermedia y contradictoria en su relación con
la imagen. La devoción particular de esta o aquella
Virgen o de este o aquel santo no es esencialmente
diferente, desde este punto de vista, del hecho de parti
cipar en los movimientos que se desvían de la tradición
católica, movimientos de los cuales la América del Sur y
el Africa son dos de sus principales teatros. En todos los
casos, esos cultos tienen una historia, pero se trata de
una historia relativamente reciente. Dentro del marco
del catolicismo, la historia se remonta a una aparición
de la Virgen o a la manifestación particular de un santo,
y la localización de esa aparición o de esa manifestación
agrega su peso de realidad sensible a la formación de las
imágenes relativas al suceso. Fuera de la tradición
católica, pero con frecuencia junto a ella, es una leyenda
o la iniciativa de alguna personalidad importante lo que
constituye el episodio fundador. Con esta manera de
remitirla al pasado, la historia del culto se parece a un
mito de fundación, a un mito de los orígenes, pero el
origen puede ser reciente y la fundación resulta incierta
en la medida en que el grupo que promueve su existen
cia tiene, desde el punto de vista sociológico, fronteras
mal definidas. Cada uno de los fieles del culto mantiene
antes bien una relación personal con él. Por otro lado, la
historia del culto no constituye tampoco un mito escato-
lógico. Esa historia se refiere principalmente al indivi
duo, pero también al presente. La imagen (la estatua, el
retrato, el objeto) está en cierto modo doblemente pre
sente: está allí (y posteriormente podrá discutirse si la
Virgen está presente en la imagen, si la imagen es su
presencia misma o si simplemente la imagen represen
ta a la Virgen) y está allí en ese mismo momento, en un
presente perpetuo y su presencia asegura la incesante
reproducción.
98
El culto de la imagen se sitúa así en el corazón de
una historia que podríamos definir como una historia
“entre dos mitos”. Como se sabe, los analistas de la
modernidad han opuesto en efecto dos tipos de mitos: los
mitos de los orígenes, que sitúan en un pasado remoto
la génesis de grupos humanos y de cosmologías en las
cuales se han desarrollado esos grupos, y los mitos del
futuro, los mitos escatológicos que corresponden al
momento moderno y que hacen del futuro el principio
del sentido. En esta perspectiva,23 el paso a la moderni
dad corresponde simultáneamente a un proceso de
autonomía del individuo, al “desencantamiento” del
mundo (desencanto que implica él mismo una redefi
nición del sentido asignado a las relaciones sociales)24y
a la aparición de nuevos mitos, los mitos del progreso,
los “grandes relatos” que a su vez desaparecerán, si
hemos de seguir a Lyotard, con el fin de la modernidad
y la era de la condición posmoderna.
Si permanecemos en la perspectiva de la moderni
dad (la perspectiva que prevaleció tanto durante las
guerras de independencia americanas y luego en los
intentos de edificación nacional, como durante los episo
dios coloniales del siglo xix), las prácticas religiosas de
los dominados o colonizados se sitúan ciertamente en
esa dimensión entre dos mitos que acabamos de mencio
nar: entre un pasado mutilado y un futuro oscuro. Por
supuesto, podemos hacer una lectura mucho más opti
mista del fenómeno. Por ejemplo, Georges Balandier
empleaba la expresión “retomar la iniciativa” para
caracterizar la acción de los movimientos religiosos
africanos (“profetismos”, “mesianismos”) que siguieron
a la colonización.25 Pero si bien ese retomar la iniciativa
era indiscutible, si bien ciertas formas de resistencia o
de adaptación a la nueva situación pudieron encontrar
99
un apoyo o una expresión en dichos movimientos, lo más
sorprendente, en general, es antes bien la incapacidad
histórica de esos movimientos para crear verdaderas
iglesias nacionales o para constituir una fuerza política
decisiva. Cabe pues hacemos la siguiente pregunta: el
estar encerrado dentro de una neocosmología de reac
ción y el hecho de adherirse a la religión de los vencedo
res o dominadores, ¿no son acaso fenómenos del mismo
orden? Esta pregunta lléva consigo otra que la prolonga
y la precisa: el rol dado a la imagen en todas estas formas
religiosas, ¿no es acaso lo que las separa del pasado y del
futuro, lo que las encierra en el presente y en lo que
podríamos llamar nuevas burbujas de inmanencia?
¿Cuáles serán pues las características comunes de
este “permanecer anclado en la imagen”? En primer
lugar, a pesar de sus pretensiones de realizar nuevas
fundaciones, esta posición no significa una ruptura
radical con el pasado. Ese es el sentido de las reiteradas
interrogaciones que se hizo la Iglesia sobre la fiabilidad
de la fe de aquellos a quienes ella no cesa de considerar
como neófitos. Pero la propia Iglesia tuvo esa duda por
obra de los procedimientos de sustitución-sobreimpre
sión que le imponían emplear, respecto de las imágenes,
lo que se parece mucho a un doble lenguaje. Ese es
también el sentido de las referencias, a la vez vagas e
insistentes de las religiones llamadas afrobrasileñas y,
más ampliamente, de todos los cultos de síntesis que
proliferan en América del Sur, referencias a un pasado
indio o africano, en gran medida inventado. Ese es
asimismo el sentido del movimiento doble por el cual los
profetas africanos tratan de mitificar su propia historia
(infatigables nuevos fundadores de una tradición
profética que no cesa, desde el comienzo de este siglo, de
anunciar el advenimiento de nuevos tiempos) pero con
loo
servando fragmentos de cosmología y, de manera más
general, modos de diagnóstico que los ligan indiscutible
mente a un determinado territorio. Esos pasados entre
vistos o vueltos a dibujar con rasgos más o menos
temblorosos, indecisos, constituyen ciertamente una
referencia compartida por muchos, pero esos pasados
garantizan sobre todo un modo de interpretación de lo
real y del acontecimiento en el cual las relaciones entre
los seres humanos desempeñan siempre un papel deci
sivo. De manera que el Cristo de Sacromonte, las Vírge
nes de Guadalupe y de los Remedios de México, la
Virgen de Copacabana de Bolivia y sus émulos de todo
el continente —en el siglo xx un país como Venezuela vio
aparecer una cantidad impresionante de Vírgenes bien
localizadas, de las cuales la más célebre, la Virgen de
Coromoto, consagrada en 1952 patrona del país, encon
tró también su lugar en los altares del culto de María
Lionza, de fuertes connotaciones paganas—, así como
los caboclos del umbanda o los profetas africanos, lejos
de hacer olvidar totalmente el pasado que pretenden
conjurar, instituyen o reaniman una relación de encan
tamiento con el mundo, relación que es su más viva
expresión.
El segundo rasgo común que presentan estos dife
rentes cultos es su dimensión individual. No se trata
aquí de la salvación individual ni del proceso psicológico
de individuación. Una religión de salvación como el
catolicismo posee también una dimensión práctica y
cotidiana, y la imagen acentúa esa dimensión, aunque
no sea más que por el hecho de que la imagen se
reproduce y se multiplica. Uno de los caracteres de la
devoción popular consiste en transformar los signos en
presencias: las imágenes piadosas, las medallas, los
rosarios, en principio, no hacen más que representar
101
(desde el punto de vista de la exégesis erudita) a los
santos y a Dios; son elementos recordatorios, a veces
llamamientos al orden, pero bien se sabe que poseer y
Utilizar esos signos puede suscitar en el devoto la sensa
ción de la presencia y de la incorporación, como en el
caso de los tatuajes y de las pinturas que cubren el
“cuerpo barroco”. Desde este punto de vista y por más
que se pretenda restituir la actitud subjetiva de los
practicantes, esos signos-presencia no son fundamen
talmente diferentes de los objetos con que cubren su
cuerpo los paganos para protegerse de las vicisitudes de
la existencia y de las malas intenciones circundantes.
Ateniéndonos al simple nivel descriptivo, no sería difícil
mostrar que el conjunto de las prótesis sagradas que se
incorporan al individuo ejercen, en contextos muy dife
rentes, una función de identidad (en el sentido de que,
por ejemplo, en la posesión, puede nacer una personali
dad fortificada de la perturbadora relación entre posee
dor y poseído) y además una función instrumental. Esta
singularización de la imagen o del objeto que conforta y
protege al individuo lo encierra en el marco de un
presente perpetuo siempre amenazado.
La situación de encontrarse entre dos mitos repre
senta siempre la parte hermosa de la imagen y abre dos
caminos a la imaginación. El profeta, el visionario o el
rebelde alimenta sus sueños con la imagen que lo
fascina y a través del sueño busca una nueva revelación.
Sueña con su infancia, ve alucinado su presente y trata
de imaginar su futuro: las personas que eventualmente
encuentra lo alientan a perseverar y a construir un
lugar de predicación que, a los ojos del profeta, asume el
valor de signo y de presencia. Los profetas que traté en
la Costa de Marfil eran verdaderos ejemplos de este
movimiento circular. Todos ellos habían tenido algo que
102
ver, por un concepto u otro, con representantes del
cristianismo; luego, a fin de establecerse de alguna
manera por su propia cuenta, habían compuesto un
mito propio y personal, habían reinventado su infancia,
elaborado una cosmología de segunda mano (partiendo
de variados elementos tomados en préstamo del cristia
nismo y hasta del islamismo y sobre la base de referen
cias culturales locales) y se habían instalado al fin de
cuentas, a pesar de la pretensión universalista de su
mensaje, en su región de origen. El lugar de su instala
ción (la “nueva Jerusalén”, como lo llaman algunos de
ellos) se convierte entonces simultáneamente en una
morada, un hospital, un lugar de albergue, un templo y
el centro de un territorio al cual se aplica lo que se podría
llamar una cosmología privada: a saber, un encierro
espacial y mental que marca a la vez el resultado final
de una trayectoria y la contradicción de una acción. La
morada del profeta, cualquiera que sea la historia que se
represente, que se exprese o se repita en ella, es ante
todo su universo imaginario realizado o, mejor dicho, es
una realización imaginaria.
El segundo camino abierto a la imaginación en esta
situación entre dos mitos es el del arte. Los dos caminos,
por lo demás, pueden interferirse recíprocamente. En el
caso de ciertos profetas africanos, es difícil no ser sensi
ble a la originalidad de la puesta en escena, al esplendor
de los trajes o a la belleza de los cantos. Muchas veces
pude observar en América del Sur o en América Central
los esfuerzos que hacían personalidades un poco margi
nales de cultos locales (más o menos próximos al cristia
nismo o más o menos alejados del cristianismo) para
realizar una obra pictórica, plástica o literaria. Esos
autodidactos de la religión, del arte y de la literatura no
siempre tenían una vida personal muy fácil ni muy
103
equilibrada, como si, sin ellos saberlo, estuvieran apre
sados en las corrientes y contracorrientes que compli
can la navegación de un polo al otro del universo imagi
nario. Pero, en el caso de México (y en mayor medida en
el caso de América Central), la creación artística fue la
respuesta natural que los indios dieron a la inundación
de imágenes y, según se vio, ese deseo de creación
sobrevivió a los cambios de estrategia de la Iglesia. El
arte indio que imprimeísu sello propio a la obras inspi
radas en la tradición cristiana representa tal vez una
suerte para el arte de la América latina, pero ese éxito
no aporta, sin embargo, una solución inmediata a una
situación de encierro de que ese éxito es, por el contrario,
una de sus expresiones.
Cabe observar que, tanto en el caso de los invento
res religiosos, como en el de los creadores de imágenes,
la situación entre dos mitos condena a la repetición y a
la copia. Copia y repetición pueden realizarse con más
o menos talento y hasta con más o menos personalidad,
pero, ante todo, son productos —reflejo y eco— de una
fascinación que las obras en cuestión no son capaces de
disipar. Una vez que la nueva religión o la nueva visión
del mundo hubo sustituido brutalmente a la antigua
cosmología, la reproducción fascinada privilegia, en el
triángulo de lo imaginario, una relación de dirección
única entre los nuevos estereotipos colectivos y lo ima
ginario individual (ese es el caso del profeta africano
cuya cosmología no es más que un pálido reflejo de
aquellas que la inspiran, sin que se produzca efecto
alguno en el sentido contrario) o entre esos mismos
estereotipos y el polo de la creación-ficción; y este es el
caso de los artistas indios cuyo talento se agota en
reproducir una imagen elaborada por otros, sin crear
esencialmente algo nuevo. Hasta podríamos aventurar
104
la afirmación de que la lucha estética entablada en la
época barroca invierte el movimiento que conduce de los
sueños a la obra. La estrategia de la conversión puede
entenderse también como una estrategia de inversión y
de vuelco que se propone modelar el mundo imaginario
de los sueños indios según lo imaginario de un arte
exterior; trátase de un proceso de extenuación del que
podría temerse que llegue a agotar en algún momento la
fuente viva de la creación. Los elementos del exterior
presentes en las cosmologías americanas o africanas
provocan en el plano religioso y en el plano artístico, la
aparición de una conciencia fascinada que tiene gran
des dificultades para volver a crear un universo de
sentido original. Por lo menos esas dificultades dejan
entrever el lugar donde pueden elaborarse a largo plazo
estrategias de recomposición y de recreación: en el
contexto colonial y poscolonial, la creación plástica y
literaria mezcla con las imágenes del cristianismo otras
imágenes y otras referencias; existe así una posibilidad
de nuevas síntesis individuales, como lo atestigua, por
ejemplo, el auge de la pintura y de la novela sudameri
canas. Pero ese camino es estrecho y en un futuro puede
quedar cortado.
Hoy se ofrecen a la imaginación diversas desviacio
nes y cortocircuitos. En el caso de México, Gruzinski
señala el paralelo que se podría establecer, tratándose
de las imágenes, entre el siglo xvi y el siglo xx. El
muralismo mejicano (una !de las grandes experiencias
pictóricas de comienzos de este siglo que ilustraron
pintores tales como Orozco y Rivera) se le manifiesta
como una “resonancia remota, en versión laica, de la
imagen franciscana”, una resonancia que apunta a
celebrar a los héroes de la independencia y de la revolu
ción. Hoy, y con un éxito aun más indiscutible, “el
105
fabuloso florecimiento de la televisión comercial mejica
na bajo la égida de la compañía Televisa no deja de
evocar una renovada vigencia de la imagen milagrosa e
invasora de los tiempos barrocos”.26
Así planteada, la relación entre el pasado barroco y
el presente “posmoderno” —una relación de anticipa
ción— podría merecer una mirada relativamente opti
mista. La experiencia americana de la mezcla de etnias
y de lenguas, del mestizáje de universos imaginarios, de
los recuerdos cruzados de Europa, de Africa y de Améri
ca, exhibiría algo, para emplear la fórmula final de La
guerra de las imágenes, que nos permitiría “afrontar
mejor el mundo posmoderno en el que nos estamos
precipitando”.27 Sin poner en tela de juicio esta afirma
ción, ni ignorar el carácter específico y ejemplar de la
experiencia americana de la imagen, es posible propo
ner dos posibilidades complementarias de esclareci
miento. Primero, se puede pensar que la situación de
entre dos mitos es característica de todas las situaciones
coloniales, que ella bloquea, de alguna manera por
definición, todo acceso a una modernidad efectiva defi
nida según los criterios siguientes: autonomía del indi
viduo, desencanto del vínculo social e inserción en un
progreso histórico del cual la democracia es una etapa y
una condición. Pero debemos admitir que, en ciertos
aspectos, esa situación de entre dos mitos anticipa, por
otro lado, una situación que hoy está generalizada en
toda la Tierra. Por eso me pregunté, respecto de los
profetas africanos de comienzos de este siglo, si no eran
particularmente sensibles a la aceleración de la histo
ria, al encogimiento del espacio físico y a la individuali
zación de los destinos, fenómenos por los cuales se
podría definir la situación colonial y la situación con
temporánea de “sobremodernidad” planetaria. Todo el
106
problema consistiría entonces en saber lo que represen
ta sociológica e históricamente este cortocircuito, este
atolladero de la modernidad. También podemos interro
garnos sobre el presente de las sociedades tecnológica
mente más avanzadas, sobre su relación con la imagen,
sobre las formas contemporáneas de confusión entre
realidad y ficción y preguntarnos si nosotros no hemos
entrado (a saber, nosotros, la humanidad) en una nueva
fase de una situación de entre dos mitos que oscurece
nuestras perspectivas de futuro. La cuestión puede
formularse de manera diferente: ¿cuál es nuestro ámbi
to imaginario hoy?, y ¿somos todavía capaces de imagi
nación? ¿No asistimos acaso a una generalización del
fenómeno de fascinación de la conciencia que nos pare
ció característico de la situación colonial y de sus dife
rentes avatares?
Notas
1. Serge Gruzinski, La Guerre des images, París, Fayard, 1990.
2. JacquesLe GoíT, L'Imaginaire médiéval, París, Gallimard, 1985.
•3. Jean-Claude Schmítí, Les Revenante, París. Gallimard, 1994.
4. Cario Ginzburg, Le Sabbat des sorciéres, traducción francesa, París,
Gallimard, 1992.
5. S. Gruzinski, en J.-M. Sallmann, Visions indiennes, Visions
baroqu.es, op. cit.
6. Ibid., pág. 129.
7. J.-C. Schmitt, Les Revenants, op. cit., pág. 59.
8. Ibid, pág. 60. Esa necesidad de distinguir es la que expresa el jefe
del Servicio de Selección, que Ismail Kadaré toma como arquetipo de
policía de las conciencias en su novela El palacio de los sueños, publicada
en Albania en 1981: “En primer lugar, están los sueños de carácter
privado, que no guardan ninguna relación con el Estado, luego están los
sueños provocados por el hambre o la saciedad, el frío o el calor, las
enfermedades, etc., en suma, todos esos sueños que tienen alguna rela
ción con la carne; por fin están los sueños simulados o, en otras palabras,
aquellos que no han sido verdaderamente tenidos, sino que fueron
concebidos por algunos con la esperanza de hacer carrera o fueron
forjados por maniáticos de la composición de fábulas o por provocadores.
107
¡Pero esto es mucho decir! Pues no es tan fácil distinguirlos. Un sueño
puede parecer de carácter íntimo o suscitado por motivos triviales, siendo
así que en realidad se relaciona directamente con cuestiones de estado...”
(según la traducción francesa, París, Fayard, 1990).
9. J.-C. Schmitt, Les Revenants, op. cit., pág. 60.
10. Ibid., pág. 51.
11. Ibid., pág. 59.
12. Se encuentran indicaciones sobre el yo espectador en Sartre y
sobre los individuos compuestos en Freud.
Sartre: “La presencia del yo en los sueños es frecuente y casi
necesaria cuando se trata de'Sueños ‘profundos’, pero se pueden citar
numerosos sueños dados inmediatamente después del adormecimiento
en los que el yo del durmiente no desempeña ningún rol. Veamos, por
ejemplo, uno que me fue comunicado por la señorita B.: primero aparecía
el grabado de un libro que representaba a un esclavo de rodillas ante su
ama. Luego ese esclavo iba a buscar pus para curarse de la lepra que su
ama le había contagiado; era necesario que ese pus fuera de una mujer que
lo amara. Durante todo el sueño la durmiente tenía la impresión de leer
el relato de las aventuras del esclavo. En ningún momento la durmiente
desempeñó algún papel en los hechos. Por lo demás, es frecuente que los
sueños —en mí por ejemplo— se den primero como una historia que leo
o que me cuentan. Y luego, de pronto, me identifico con uno de los
personajes déla historia, que se convierte en mí historia...”(L’Imaginaire,
París, Gallimard, colección “Folio essais”, 1986, pág. 52; la primera
edición de Gallimard es de 1940).
Freud (refiriéndose al trabajo de condensación) dice: “Puedo compo
ner a una persona prestándole rasgos de uno y otro individuo, o bien
dándole la forma de un determinado individuo pensando, sin embargo, en
el sueño, en el nombre de otro, o bien puedo representarme el aspecto de
una persona, pero desplazarla a una situación que se produjo con otra
persona...”, Sur le reve, París, Gallimard, colección “Folio essais”, 1988.
Über den Traum, 1901.
13. J.-C. Schmitt, Les Revenants, op. cit., pág. 64.
14. C. Ginzburg, Le Sabbat des sorciéres, op. cit., pág. 266.
15. Ibid., pág. 284.
16. S. Grazinski, La Guerre des images, op. cit., pág. 241.
17. Ibid, pág. 248.
18. Ibid., pág. 154.
19. Ibid., pág. 318.
20. Ibid..
21. Ibid., pág. 325.
22. Véase J.-M. Sallman, Visions indiennes, Visions baroques, op.
cit., introducción.
23. Jean-Franfois Lyotard,La condition postmoderne, París, Editions
108
de Minuit, 1979. Vincent Descombes, Philosophie pargros temps, París,
Editions de Minuit, 1989.
24. Marc Augé, Pour une anthropologie des mondes contemporains,
París, Aubier 1994; trad. castellana: antropología de los mundos
contemporáneos, Gedisa, Barcelona, 1995.
25. Georges Balandier, Sociologie actuelle de l’A frique noire, París,
PUF, 1955.
26. S. Gruzinski, Laguerre des images, op. cit, pág. 329.
27. Ibid., pág. 331.
109
El teatro de operaciones: de lo
imaginario al “todo ficcional”
El triángulo de lo imaginario:
sustitución-sobreimpresión
Al examinar las concepciones relativas a la perso
na en los fenómenos cuyos arquetipos son, a los ojos de
los etnólogos, el sueño y la posesión, nos ha parecido que
eran dos, a saber, la concepción agregativa y la concep
ción alternativa. Si bien estas dos concepciones no se
oponen exactamente, pues constituyen las dos modali
dades extremas de una serie de configuraciones inter
medias, su existencia y el papel que cumplen en la
construcción del vínculo de uno consigo mismo y de uno
con los demás (lo cual define toda trayectoria indivi
dual) subrayan la importancia de la relación entre
“imaginario y memoria del individuo" (IMI) e “imagina
rio y memoria de la colectividad” (IMC), que son dos de
los vértices de nuestro triángulo de lo imaginario. Los
trabajos de los historiadores, por su parte, ponen de
relieve la relación que hay entre la experiencia de la
muerte (en la que intervienen los dos primeros polos de
lo imaginario) y la ficción como relato literario subjetivo.
111
Freud, que sitúa lo imaginario y la memoria del indivi
duo en la fuente de la obra de ficción pura, hace un lugar
aparte a cierto número de géneros literarios (cuentos,
leyendas, epopeyas) en la elaboración de los cuales lo
imaginario y la memoria de la colectividad (lo que Freud
llama los “sueños seculares de la joven humanidad”)
cumplen manifiestamente un rol preponderante. Ade
más, hemos sido sensibles al hecho de que el polo IMI,
esencial en el nacimiento de la literatura de ficción,
desempeñaba asimismo un papel (en virtud de las
interpretaciones de los sueños o de los comentarios de
secuencias rituales) en el enriquecimiento y en la evolu
ción del polo IMC.
A fin de apreciar mejor la dimensión imaginaria de
los fenómenos de contacto y de conquista cultural,
haremos abstracción transitoriamente de los efectos de
retomo relacionados con las iniciativas individuales.
Trataremos pues de precisar qué es el fenómeno de
sobreimpresión evocado en el capítulo anterior y preci
sar aún más la situación de entre dos mitos. En la
situación inicial (por ejemplo, la prehispánica) y, lo
decimos mía vez más, independientemente de los efec
tos de retomo del polo IMI hacia el polo IMC y el polo de
la ficción, el rol central corresponde al polo IMC, que
informa a la vez lo imaginario individual y las obras
artísticas o literarias.
IMC
IMI CF
112
La situación de contacto se percibe en primer lugar
como la llegada de nuevas ficciones (de nuevas narra
ciones y de nuevas imágenes). Siempre se da un compás
de espera, por breve que éste sea, entre el primer
contacto, es decir, la realización de la conquista, y el
lanzamiento de la empresa ideológica. Los instrumen
tos del nuevo mensaje constituyen, en primer término,
una nueva ficción que ejercerá su seducción propia
sobre IMC e IMI.
IMC
Fase de conversión
Ficción-imagen
Yo ficcional <*r
152
6
156