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LA GUERRA

DE LOS SUEÑOS
Ejercicios de etno-Jicción

por

Marc Augé
Título del origina] en francés:
La guerre des reves
© Éditíons du Scui], 1997

Traducción: Alberto Luis Bixio

Revisión técnica: Margarita N. Mizraji

Diseño de cubierta: Marc Valls

Segunda edición, octubre de 1998, Barcelona

© by Editorial Gedisa, S.A.


Muntaner, 460, entio., 1.'
Tel. 93 201 6000
08006 - Barcelona, España
e-mail: gedisa@gedisa.com
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ISBN: 84-7432-660-5
Depósito legal: B-43.607/1998

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Consútnció, 19 - 08014 Barcelona

Impreso en España
Printed ¡n Spain
Indice
L ¡Alerta!...............................................................13
2. El meollo de la situación: la percepción
actual del otro...................................................... 23
3. Las cuestiones en juego: los sueños,
el mito, la ficción..................................................43
Las ambigüedades de los sueños..........................43
La pluralidad del yo............................................. 62
Los tres polos de lo imaginario.............................68
4. Los antecedentes: la imagen y
el sueño colonizados............................................79
Sueños, visiones, narraciones...............................80
La guerra de las imágenes...................................89
La dimensión entre dos mitos.............................97
5. El teatro de operaciones: de lo imaginario
al “todo ficcional”............................................... 111
El triángulo de lo imaginario:
sustitución-sobreimpresión........................... 111
El estadio de la pantalla.....................................117
Relato y libertad.................................................. 131
De lo narrativo al “todo ficcional” ......................134
6. Orden del día...................................................153
7
...soñemos, alma, soñemos
otra vez; pero ha de ser
con atención y consejo
de que hemos de despertar
de este gusto al mejor tiempo;...
Pedro Calderón de la Barca,
La vida es sueño
Jomada 3, escena 5
1

¡Alerta!

Una serie norteamericana de la época de la guerra


fría se llamaba Los invasores. Su héroe, David Vincent,
había asistido una noche al desembarco de seres ex­
traterrestres y había sorprendido su secreto; ese mo­
mento inicial era recordado al comienzo de cada nuevo
episodio. Por cierto, los invasores se proponían en efecto
apoderarse de nuestro planeta al terminar una empresa
de sustitución: ocupaban el lugar de los seres humanos
a los que hacían desaparecer y reproducían en todas sus
particularidades su apariencia y, según creo recordar,
había un detalle revelador que permitía a veces a
quienes conocían ese dato y, en primer lugar, a David
Vincent, distinguir las copias de los originales: a causa
de una incomprensible deficiencia de la técnica extrate­
rrestre, el dedo meñique de la mano izquierda de los
seres humanos de sustitución permanecía extrañamen­
te rígido. Esos clones venidos de otro planeta poseían
además toda la información necesaria sobre la política
y la ciencia de los terrícolas (en todo caso, sobre la
política y la ciencia de los Estados Unidos, pues el
argumento general de la serie parecía dar por sobreen­
tendido que ese país representaba a la vez la quinta­
esencia y la totalidad de la civilización humana) e
13
información sobre los individuos cuya apariencia física
revestían y cuyos rasgos de carácter reproducían. Esta
estrategia de sustitución planteaba numerosos proble­
mas a David Vincent porque, por un lado, tropezaba con
el escepticismo general de aquellos a quienes se dirigía
para informarles del peligro inminente que todos co­
rrían y, por otro lado, porque nunca estaba completa­
mente seguro de la identidad de sus interlocutores.
Hasta le ocurría en ocasiones que desenmascaraba a
este o aquel de sus aparentes amigos para darse cuenta
de pronto (¡siempre por el dedo meñique!) de que el
presunto amigo no era más que una añagaza puesta al
servicio de la invasión. En aquella época era fácil y sin
duda justificado ver en esa serie la expresión de ciertas
fantasías norteamericanas y una denuncia metafórica
(apenas metafórica) de la presencia comunista que,
según se suponía, amenazaba y subvertía la libertad del
mundo y la estabilidad de los Estados Unidos bajo la
máscara de hombres de ciencia, de artistas o de ciuda­
danos corrientes aparentemente sanos y patriotas. Pero
la fábula era vigorosa y la soledad de su héroe, aumen­
tada cada día por la miopía de unos y la mentira de otros,
tenía una dimensión indiscutiblemente trágica. Sin
embargo, cada episodio terminaba de una manera más
o menos satisfactoria; era menester que la serie conti­
nuara. David Vincent se escapaba milagrosamente de
las situaciones más peligrosas. En cuanto a los seres
extraterrestres, felizmente se mostraban vulnerables a
la acción de las pobres armas de fuego que poseían los
humanos, pues se licuaban y desaparecían casi instan­
táneamente por el impacto de las balas. Por consiguien­
te, la presencia comunista, como se sabe, debía dar
muestras de la misma inconsistencia.
¿Por qué evocar esta serie? Porque paradójicamen­
14
te puede simbolizar otra invasión a toda la Tierra, una
invasión generalizada de proporciones sin igual, inad­
vertida por muchos y subestimada por quienes conocen
su existencia. Sus agentes tienen rostros familiares,
prestigiosos o anodinos. Creemos conocerlos, cuando en
realidad las más de las veces nos contentamos con
reconocerlos (“¿No lo he visto a usted en algún programa
de televisión?”). Esta invasión es la invasión de las
imágenes, como lo habrá adivinado el lector, pero se
trata en una medida mucho mayor del nuevo régimen de
ficción que afecta hoy la vida social, la contamina, la
penetra hasta el punto de hacernos dudar de ella, de su
realidad, de su sentido y de las categorías (la identidad,
la alteridad) que la constituyen y la definen.
Sin pretender tener la misma eficacia que el héroe
ya mítico de la serie norteamericana, quisiera yo, lo
mismo que él, tratar de poner al descubierto algunos
rasgos de la invasión anónima cuyos efectos comenza­
mos ya a experimentar sin. percibir claramente sus
causas. Este libro aspira pues a ser una indagación, una
indagación antropológica.
Esta no será una investigación exhaustiva. Antes
bien se tratará de agrupar algunos hechos percibidos
con frecuencia aisladamente y darles así un principio de
significación. Se puede lamentar que los niños (y no
pocos adultos) pasen demasiado tiempo frente a la
pantalla de la televisión, pero también se puede relati-
vizar el alcance de esta comprobación haciendo notar
que el abuso engendra lasitud o que hablar en familia de
la emisión de la víspera es también crear sociabilidad.
Puede uno mostrar cierto escepticismo o experimentar
algún espanto ante la idea de que puedan entablarse
idilios en la red Internet, y ante la idea de que nos
habituemos a dialogar con interlocutores sin rostro,
15
pero también podemos consolarnos pensando que
Internet, lo mismo que el fax, salvan el papel que tenía
la escritura. Alternativa y contradictoriamente puede
uno sonreír o estremecerse ante las posibilidades de
turismo virtual que habrán de ofrecer las imágenes en
tres dimensiones que pronto invadirán las pantallas de
los ordenadores. Pero también puede uno decirse que
después de todo esto no tiene nada de malo y que el gusto
de las imágenes nunca ha impedido a nadie pasearse
por las realidades que las imágenes reproducen. Puede
uno asombrarse por la uniformidad de paisajes y de
puntos de vista correspondiente a la extensión de las
grandes cadenas hoteleras, de las grandes autopistas o
de los aeropuertos internacionales, por la uniformidad
del carácter artificial de los parques de diversiones,
circenses al uso de los nuevos pequeños burgueses del
planeta, pero también puede considerar uno al mismo
tiempo que esos estereotipos son el precio que hay que
pagar para abrir el mundo a un mayor número de seres
humanos. Uno puede... uno puede, en suma, hacer
muchas cosas y, por ejemplo, interrogarse sobre la moda
de los talk shows de la televisión, enunciar y denunciar,
con más o menos rabia, ironía, escepticismo o indulgen­
cia, los ejemplos de mal gusto satisfecho y de desastre
estético que se extienden por toda la Tierra, o el retiro
verdaderamente insular y creciente de las clases pode­
rosas que se encierran cada vez más en sus mansiones
con controles electrónicos, en sus villas reservadas, en
sus playas privadas, en sus plazas fuertes y torres de
marfil para aislarse de una paradójica “globalización”.
Los respectivos objetos de estas diversas comprobacio­
nes pueden causar risa, sonrisa o repugnancia. Pero,
sólo una vez identificado el sutil lazo que corre de uno a
otro objeto es cuando puede nacer la inquietud.
16
Ahora bien, poner al descubierto ese lazo es algo que
corresponde a la antropología. La antropología social
siempre tuvo por objeto, a través del estudio de diferen­
tes instituciones o representaciones, la relación que hay
entre dichos objetos, o más exactamente los diferentes
tipos de relaciones que cada cultura autoriza o impone al
hacerlos concebibles y viables, es decir, al simbolizarlos
y al instituirlos. Agreguemos que las culturas nunca son
instancias caídas del cielo, que las relaciones entre los
seres humanos siempre han sido el producto de una
historia, de luchas, de relaciones de fuerza. La necesidad
de que las culturas tengan sentido (sentido social conce­
bible y viable) no las convierte en necesidades de natu­
raleza, por más que a veces asuman dicha apariencia.
Ante las aparentes evidencias de hoy y ante la
evidencia que las contradice sin destruirlas, la eviden­
cia de una crisis del sentido —de los símbolos y de las
instituciones—, la antropología tiene, diríamos por de­
finición, vocación de interrogarse. Y la hipótesis del
antropólogo investigador es la de que las diferentes
manifestaciones de la crisis actual tienen algo en co­
mún, que esas manifestaciones son ciertamente sínto­
mas diversos pero relacionados de un mismo fenómeno,
de una misma agresión.
Para llevar a cabo su investigación y por lo menos
para precisar su hipótesis, el antropólogo dispone de
algunos medios. La tradición etnográfica occidental se
ha interesado por las imágenes, por las imágenes de
otros pueblos, por sus sueños, sus alucinaciones, sus
cuerpos poseídos. Esta tradición ha observado y anali­
zado la manera en que esas imágenes cobraban todo su
sentido en el interior de sistemas simbólicos comparti­
dos, la manera en que esas imágenes se reproducían y
a veces se modificaban por obra de la actividad ritual. La
antropología se ha interesado por lo imaginario indivi­
dual, por su perpetua negociación con las imágenes
colectivas, por la elaboración de las imágenes, o mejor
dicho por la fabricación de objetos (llamados a veces
“fetiches”) que se presentaban, por un lado, como pro­
ductores de imágenes y, por otro, como productores del
vínculo social. Además, los antropólogos tuvieron la
ocasión (a decir verdad, no pudieron escapar a ella) de
observar, a través de lá's situaciones llamadas púdica­
mente de “contacto cultural”, cómo el enfrentamiento de
universos imaginarios acompañaba el choque de pue­
blos, conquistas, colonizaciones; cómo ciertas resisten­
cias, repliegues, esperanzas, cobraban forma en el uni­
verso imaginario de los vencidos, afectado sin embargo
duraderamente y, en el sentido estricto del término,
impresionado por el universo de los vencedores.
En este terreno el antropólogo tiene aliados, en
primer lugar los historiadores. Los historiadores, espe­
cialmente aquellos que se sitúan de manera más o
menos pronunciada en la corriente llamada de la “antro­
pología histórica”, han dirigido la mirada a la acción
desarrollada por la Iglesia —durante una “larga edad
media”, según la expresión de Jacques Le Goff— para
modificar los sueños y remodelar la imaginación de
poblaciones impregnadas de paganismo que, por lo
demás, aún hoy encuentran recursos de sentido y razo­
nes para vivir dentro del encantamiento conservado de
su mundo. Los historiadores cultivaron también otros
campos de investigación, y los antropólogos deben estar
reconocidos a aquellos que, al trabajar en México, la
América Central y la América del Sur, han podido
analizar minuciosamente los efectos complejos del
prolongado asalto lanzado por las imágenes cristianas
18
contra las culturas que formaban también ellas la parte
bella de la imagen.
En el dominio de la imagen, de su producción, de su
recepción, de su influencia, de su relación con los sue­
ños, con las ensoñaciones, con la creación y la ficción,
otras disciplinas evidentemente desempeñan un papel
esencial. El psicoanálisis, en todo caso Freud, y la
semiología, sobre todo cuando se presenta como una
prolongación de la interrogación psicoanalítica, son en
este campo los aliados naturales de la antropología.
Poco antes hablé de un “nuevo régimen de ficción”.
La verdad es que la imagen no es lo único que cuenta en
la observación del cambio que estamos hoy invitados a
establecer. Más exactamente, lo que ha cambiado son
las condiciones de circulación entre lo imaginario indi­
vidual (por ejemplo, los sueños), lo imaginario colectivo
(por ejemplo, el mito) y la ficción (literaria o artística,
puesta en imagen o no). Ahora bien, precisamente
porque las condiciones de circulación entre estos dife­
rentes polos han cambiado, debemos reinterrogarnos
sobre el estatuto actual de lo imaginario. Puede plan­
tearse la cuestión de la amenaza que hace pesar sobre lo
imaginario la “ficcionalización” sistemática de que es
objeto el mundo. Y esta operación depende ella misma
de una relación de fuerzas muy concreta, muy percepti­
ble, pero cuyos términos no son fáciles de identificar.
Para decirlo brevemente, todos nosotros tenemos la
sensación de estar colonizados, pero sin saber precisa­
mente por quién; el enemigo no es fácilmente identificable
y nosotros aventuraremos la hipótesis de que esa sensa­
ción está hoy presente en todas partes, en toda la Tierra,
hasta en los Estados Unidos.
Nuestra postura se distingue pues de la pura y
19
simple denuncia del mundo cibernético, denuncia que
es hoy cosa corriente. En efecto, ella tiene sus profetas
y sus críticos o sus escépticos. Dentro del campo de los
“profetas” está Paul Vírilio, quien ha insistido en diver­
sas obras sobre varios aspectos inquietantes de las
tecnologías modernas que colocan nuestra relación con
el mundo bajo el signo de la instantaneidad y de la
ubicuidad, pero que suscitan al mismo tiempo la apari­
ción de cuerpos humanos solitarios, inmóviles y eriza­
dos de prótesis, la aparición de ciudades desurbanizadas
y de sociedades deshistoricizadas. Otros en cambio,
hacen notar (estoy pensando en un artículo de Francois
Archer publicado en Libération el 22 de mayo de 1996)
que antes nunca la humanidad se movió y desplazó
tanto como hoy, que la sociabilidad de las capas medias
de la población se desarrolla cada vez más, que los
museos, los lugares históricos, los parques de diversio­
nes, tienen un éxito sin precedentes, en suma, que hay
que desconfiar de las previsiones apocalípticas de los
profetas de lo virtual.
Nosotros no entraremos aquí en este debate. En
todo caso no lo haremos por la misma puerta. Toda
profecía generalizada que parte de un solo sector de lo
social, aun cuañdo se trate de un sector tan espectacu­
larmente desarrollado como el de las tecnologías de la
comunicación, es evidentemente una profecía impru­
dente porque subestima por fuerza la pluralidad y la
complejidad sociológicas de la innovación en un conjun­
to planetario que aún está en gran medida diversificado.
Por otro lado, la tranquila constatación del hecho de que
“la vida continúa” y que hasta es más activamente
cultural que antes, constituye una afirmación a la vez
parcial e insuficiente: los hechos de la sociedad sobre los
que ella se apoya se advierten en los países o en las
20
clases más favorecidos y por lo tanto deben analizarse
en sí mismos. Tal vez sean justamente las maneras de
viajar, de mirar o de encontrarse las que han cambiado,
lo cual confirma así la hipótesis según la cual la relación
global de los seres humanos con lo real se modifica por
el efecto de representaciones asociadas con el desarrollo
de las tecnologías, con la globalización de ciertas cues­
tiones y con la aceleración de la historia. Aquí nos
contentaremos con recordar una observación general
para evocar una cuestión particular. La observación
general es la de que todas las sociedades han vivido en
lo imaginario y por lo imaginario. Digamos que todo lo
real estaría “alucinado” (sería objeto de alucinaciones
para los individuos o los grupos) si no estuviera simbo­
lizado, es decir, colectivamente representado. La cues­
tión particular se refiere al hecho de saber cuál es
nuestra relación con lo real cuando las condiciones de la
simbolización cambian. Esa era la cuestión que debía
afrontar David Vincent, sólo que, para desgracia suya,
ninguno de sus interlocutores le daba rá£ón del cambio
de simbolismo o, si se quiere, de cosmología. Se lo creía
alucinado. David Vincent veía extraterrestres por todas
partes, cuando en realidad asistía al establecimiento de
un orden nuevo. Los verdaderos alucinados eran en
verdad sus detractores que, al confundir la realidad con
las apariencias, tomaban a los extraterrestres por bue­
nos norteamericanos, gato por liebre. Por nuestra parte,
trataremos de dar valor de síntoma a un fenómeno
paradójico: la impotencia de la simbolización en el
momento mismo en que la globalización podría darnos
por el contrario la sensación de que hemos dado la
vuelta al mundo, de que hemos pasado por todas las
cosas y todos los seres y de que nuestras interrelaciones
cobran por fin todo su sentido. Si la metáfora médica
21
coincide aquí con la metáfora guerrera, ello se debe a
que el enemigo está en nosotros, ya está en el centro del
lugar. Es algo intraterrestre en lugar de extraterrestre,
y las perversiones de nuestra percepción, la dificultad
para establecer y pensar relaciones (lo que a veces
llamamos crisis) derivan de un desarreglo de nuestro
sistema inmunqlógico más que de una agresión exterior.
Nuestra enfermedad es autoinmune, nuestra guerra es
una guerra intestina.’

22
2

El meollo de la situación:
la percepción actual del otro

En la época actual vemos cómo se desarrolla una


paradoja muy notable. Por un lado, poderosos factores
de unificación o de homogeneización obran en toda la
Tierra: la economía y la tecnología son cada día más
planetarias, se realizan fusiones de empresas en escala
mundial, nuevas formas de cooperación económica y
política acercan a los Estados; las imágenes y la infor­
mación circulan a la velocidad de la luz, ciertos tipos de
consumo se difunden en toda la Tierra. Por otro lado,
vemos cómo se desmiembran imperios o federaciones,
cómo se afirman ciertos particularismos, cómo naciones
y culturas reivindican su existencia singular, cómo
diferencias religiosas o étnicas se invocan con fuerza
hasta el punto de que pueden conducir a la violencia
asesina.
A esta observación comprobada se agregan por lo
menos otras dos: la importancia de los movimientos
migratorios explicados por la desigual situación econó­
mica, demográfica y política de los diferentes países y
asimismo por lá extensión de la urdimbre urbana, muy
notable en todos los continentes. De suerte que la
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paradoja comprobada en un plano global (la paradoja
constituida por la coexistencia de la homogeneización y
de los particularismos) se encuentra también en un
plano local: las altas esferas del desarrollo económico y
tecnológico que tienen como campo de acción el planeta
en su totalidad (un planeta uniformado, considerado
como un mercado, como una zona de extensión o como
lugar de competencia o de asociación) son en general
aquellas esferas en que coexisten, de manera más o
menos espectacular, orígenes, lenguas y culturas dife­
rentes.
Esa mezcla de unidad y de diversidad parece tanto
más desconcertante cuanto que los medios de difusión la
reproducen y multiplican, y esos medios son a la vez su
expresión y uno de sus agentes. El empleo que damos a
los términos “espectáculo” y “mirada” nada tiene de
metafórico cuando nos referimos a ese fenómeno. Es, en
efecto, nuestra mirada la que se perturba ante el espec­
táculo de una cultura que se disuelve en las citas, las
copias y los plagios, ante el espectáculo de una identidad
que se pierde en las imágenes y los reflejos, de una
historia que la actualidad se traga y de una actualidad
que es ella misma indefinible (¿moderna?, ¿posmodema?)
porque sólo la percibimos por jirones sin que haya un
principio organizador que nos permita dar un sentido a
la dispersión de los flashes, de los clisés y de los comen­
tarios que se nos ofrecen en lugar de la realidad.
¿Qué consecuencia puede sacar de esta situación el
antropólogo respecto de sus objetos empíricos de inves­
tigación y, más aún, respecto de la construcción intelec­
tual de su objeto? La cuestión de la alteridad es aquí
central y siempre lo ha sido para la antropología, sólo
que hoy se deja dividir más netamente: en efecto, el
antropólogo debe identificar a los otros (aquellos que
24
estudia) e interrogarse sobre la relación de ellos con la
alteridad, sobre la manera en que ellos mismos conciben
su relación con los otros, cercanos y lejanos. Los térmi­
nos de esta doble tarea han cambiado: ni la identifica­
ción de los “otros” que había que estudiar ni las concep­
ciones del otro imperantes en las sociedades contempo­
ráneas son las que eran al comienzo de este siglo. Pero
la cuestión de la alteridad rara vez se plantea como tal.
Se la considera antes bien como el núcleo problemático
de nociones aparentemente más sociológicas y de uso
mucho más difundido, como por ejemplo las nociones de
identidad, de cultura y de modernidad. Pero la cuestión
de la identidad siempre se plantea en relación con el
otro. Sin duda, es ésta la razón por la cual, al comienzo
de los viajes de descubrimientos, de las exploraciones y
de la etnología, la cuestión de identificar a los otros que
había que estudiar o colonizar no se planteó. A los ojos
de un Occidente que, en este sentido, no se interrogaba
sobre sus propias alteridades internas, los otros eran
aquellos que el Occidente descubría, que colonizaba y
que observaba. Las potencias coloniales eran rivales y
se enfrentaban a veces duramente. Pero tenían algo en
común: reconocer la alteridad radical de aquellos por
quienes ellas se enfrentaban. Desde este punto de vista,
podríamos afirmar que la empresa colonial en su con­
junto fue, para los países de Europa, la ocasión de cobrar
conciencia de su propia identidad: esos países eran
rivales entre sí, pero diferentes de aquellos a los que se
proponían someter y convertir. Un filósofo como Leibniz,
por lo demás, los había invitado a hacer la paz entre ellos
y a volver sus armas contra los otros continentes.1
Leibniz sólo fue escuchado en lo tocante al segundo
punto.
En el plano etnológico, sería posible mostrar que
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toda actividad ritual tiene como fin producir identidad
por obra del reconocimiento de alteridades. Los ritos de
nacimiento, los ritos de iniciación, los ritos funerarios
hacen entrar enjuego a Otro (un antepasado, generacio­
nes anteriores, un dios o un hechicero) con el cual es
menester establecer o restablecer una relación conve­
niente para asegurar la condición y la existencia del
individuo o del grupo. En una óptica tal vez excesiva­
mente funcionalista y durkheimiana, algunos etnólogos
hasta llegaron a decir que la finalidad declarada del rito
no era su verdadera finalidad. Pero sin duda no es
necesario negar el valor “performativo” del rito para
reconocer su valor “identificante”. En el rito también la
unión, y más aún la conciencia de la unión, es lo que
tiene fuerza. Aquellos que quieren, en virtud de la
celebración de un rito, curar a un individuo o conjurar
una calamidad lo quieren realmente, sólo que para
realizarlo deben construir una instancia de referencia
exterior (lo otro) en relación con la cual ellos se identi­
fican como ellos mismos (miembros interiores e idénti­
cos). Además, una especialización ritual es un factor de
identificación y de reconocimiento a los ojos de quienes
no intervienen en el rito.
Puede uno sostener que la actividad ritual crea
identidad y que no es solamente la traducción de ésta.
Hice mis primeras armas de etnólogo en la Costa de
Marfil con un grupo de unos diez mil individuos. Como
se sabe, la Costa de Marfil tiene un número importante
de etnias que la componen y allí se hablan varias
lenguas. Esos grupos étnicos son con frecuencia el
resultado de mezclas de población. Algunos observado­
res hasta han podido sostener que la intervención colo­
nial había endurecido y modificado la naturaleza de la
población, al imponer un mismo nombre y una misma
26
administración a conjuntos compuestos y muy diver­
sificados. El grupo que yo estudiaba tenía un nombre
(alladian); ese grupo hablaba una misma lengua y
comprendía la de ciertos grupos vecinos, pero no la de
todos. Las historias de fundación de aldeas y estableci­
miento de subgrupos no disimulaban la heterogeneidad
de la población, por más que se les hubiera asignado un
punto de partida común a las diferentes migraciones; de
alguna manera ésta era una instancia histórica exterior
y compartida; no se reconocía ninguna autoridad políti­
ca común antes de que las autoridades coloniales nom­
braran a un jefe de cantón, cuya jurisdicción coincidía
más o menos con la jurisdicción de las aldeas alladian y
antes de que las autoridades nacionales, a fines de la
década de 1960, nombraran a un jefe superior de los
alladian, una figura que no tenía ningún antecedente
histórico pero que era tío de una personalidad política
importante.
A esta diversidad de origen se agregaba lo que se
podría llamar una diversidad étnica interna. En efecto,
los alladian viven entre el mar y la laguna, a un cente­
nar de kilómetros de Abidján. Desde el siglo xvi han
monopolizado el comercio con los europeos. Los impor­
tantes linajes de comerciantes aseguraban la venta a los
europeos de numerosos productos del interior (especial­
mente, en la segunda mitad del siglo xrx, aceite de
palma) y, en sentido inverso, vendían al interior la sal
marina y los productos manufacturados europeos. La
riqueza de esos comerciantes se traducía por la compra
de numerosos esclavos oriundos del centro y del norte.
En esa sociedad matrilineal, la posesión en gran núme­
ro de mujeres compradas, o con dote, aseguraba a los
notables alladian una descendencia agnaticia sobre la
cual tenían los mismos derechos que sobre la deseen-
27
dencia uterina. Este, movimiento de integración y de
reproducción se acentuó en el siglo xix, de manera que
ninguna alcurnia alladian puede hoy pretender que
tiene “pureza” étnica.
La unidad alladian era pues lingüística (sin un
equivalente político) pero se expresaba ante todo en el
plano ritual, pues una de las aldeas costeras de un linaje
de comerciantes importantes tenía el monopolio del
culto rendido a ciertas divinidades del mar. En ocasión
de ciertas fiestas, todas las aldeas y linajes alladian se
hacían representar y aquella reunión —cuyo objeto
inmediato era granjearse la voluntad de las potencias
marinas para que éstas favorecieran la pesca y el
comercio— era evidentemente un momento en que se
fortalecíanlas alianzas matrimoniales, se armonizaban
las medidas comerciales, se intercambiaban noticias; en
suma, a intervalos regulares, se afirmaba la exigencia
de cierta identidad. A estas fiestas se agregaban a veces
aquellos que se llamaban los “pueblos del agua”, es
decir, grupos etnolingüísticos diferentes que ocupaban
el espacio lacustre y costero vecino de los alladian y
compartían con éstos ciertos intereses, a veces de mane­
ra antagónica. El espacio ritual sobrepasaba pues las
fronteras lingüísticas. Hoy, en un contexto diferente, en
la Costa de Marfil presidencial e independiente, se
manifiesta cierta conciencia política lacustre frente a
otros grupos; esa conciencia puede por lo demás favore­
cer la integración nacional que podría estar amenazada
por las pretensiones de grupos demográficamente mu­
cho más poderosos.
No se podría insistir demasiado sobre la importan­
cia de la actividad ritual en la creación de identidades
relativas; en este caso particular, identidades de linaje,
identidades aldeanas, étnicas o regionales. La vemos
28
operar tanto en los ritos de integración de los esclavos de
origen exterior como en los ritos que compartían los
subgrupos alladian con otros grupos. El vínculo social
creado por el rito debe ser concebible (simbolizado) y
viable (instituido); en este sentido, el rito es un agente
mediador, creador de mediaciones simbólicas e institu­
cionales que permiten a los actores sociales identificar­
se con otros y distinguirse de otros, en definitiva, que
permiten establecer entre unos y otros lazos de sentido
(de sentido social).
Sobre esta cuestión debemos hacer dos observacio­
nes: cuando se produce un bloqueo ritual, un déficit
simbólico, un debilitamiento de las mediaciones —de
las cosmologías o de los “cuerpos intermediarios” de que
hablaba Durkheim—, es decir, cuando se produce una
interrupción o una aminoración de la dialéctica identi-
dad/alteridad, aparecen los signos de la violencia. Se­
gunda observación: las nuevas técnicas de la comunica­
ción y de la imagen hacen que la relación con el otro sea
cada vez más abstracta; nos habituamos a verlo todo,
pero no es seguro que continuemos mirando. El hecho de
que los medios hayan sustituido a las mediaciones
contiene en sí mismo una posibilidad de violencia. Pero
el desarrollo de los medios y los cambios que afectan a
la comunicación y a la imagen son cambios que general­
mente se presentan como culturales y por lo tanto es
normal que nos interroguemos sobre el rol de la cultura
o de la idea que nos hacemos de ella en la historia más
reciente.
La actualidad más inmediata se caracteriza, en
efecto, por la preponderancia de nociones tales como la
cultura y la religión. Diré que puede medirse la posibi­
lidad que tengan de influir en el futuro los movimientos
llamados “culturales” o “religiosos”, según la capacidad
29
que tengan de elaborar ritos, es decir, la capacidad de
reanimar la dialéctica identidad/alteridad. Se conoce,
por ejemplo, la importancia que tienen movimientos
religiosos que se desarrollan hoy en América Central y
en América del Sur. Algunos observadores han hecho
expresamente alusión a una dimensión étnico-cultural
como la nueva “religión maya” de Guatemala. Sobre
movimientos de este género, lo importante es, según me
parece, no considerar ekaspecto más o menos mitificado
o idealizado del pasado al que se refieren esos movi­
mientos, sino medir en el presente su capacidad de
creación y apertura. El pasado vuelto a crear es el gran
Otro histórico en relación con el cual se puede afirmar
una identidad presente: la dificultad, de orden ritual y
político, está en la doble y necesaria negociación con los
otros, en primer lugar con los cercanos (aquellos que,
por el mismo concepto, pueden considerarse “mayas”) y
con aquellos otros más lejanos (aquellos que no reivin­
dican ningún pasado indio). Esta dificultad es real pues
tenemos muchos ejemplos de movimientos de resisten­
cia étnico-cultural que no lograron sobrepasar el marco
de su inicial afirmación de singularidad.
Antes de continuar, quisiera recordar rápidamente
dos conflictos actuales llamados “étnicos” para subra­
yar la importancia de la capacidad ritual o simbólica a
que acabo de referirme. En una entrevista concedida al
diario Le Monde, el escritor Yachar Kemal, de naciona­
lidad turca, ha declarado: “No creo que los kurdos, en el
caso de obtener sus derechos culturales, quieran la
independencia”.2Yachar Kemal tiene orígenes kurdos y
turcomanos. En su niñez escuchó las leyendas kurdas y
los relatos de los trovadores turcomanos. Se encuentra
pues en una situación paradójica, puesto que ha sido
condenado varias veces por la justicia de su país, por
30
más que él niegue ser un nacionalista kurdo, pero al
mismo tiempo es el escritor más popular de Turquía.
Para Yachar Kemal hay incompatibilidad entre el feu­
dalismo, aún presente entre los kurdos, y el nacionalis­
mo; el nacionalismo fue provocado por los excesos de la
política represiva del estado turco. Según Yachar Kemal,
la- identidad kurda podría conservarse dentro de una
Turquía verdaderamente democrática: “Hay mil medios
de ayudar a Turquía a que se haga democrática, a saber,
con discusiones, con la mediación y con la presión
política”. Para Yachar Kemal la presión política debe
llegar particularmente de Europa y lo que el escritor
designa, a través de la triple referencia a la existencia
de una identidad kurda, a la necesidad de una apertura
interna y al recuerdo de una dimensión europea, es
ciertamente el carácter a la vez necesario y relativo de
la pareja de conceptos identidad/alteridad. Como se
trata de la cultura que él absorbió personalmente en sus
formas más literarias y más populares, agrega: “...siem­
pre hubo interacción de las culturas. Lévi-Strauss me
ayudó a comprenderlo”. Sin duda, el autor alude aquí
especialmente a Raza e historia , ese texto en el que
Lévi-Strauss explica el extraordinario florecimiento de
la Europa del Renacimiento a causa de la acogida que
supo hacer a las tradiciones culturales más diversas y
más remotas.
Observemos que el muy relativo optimismo de
Yachar Kemal se basa en la esperanza de creer todavía
posible en Turquía la instauración de un sistema de
mediación; y, en ese caso, yo me inclinaría a hablar de
ritualidad democrática. El antropólogo é historiador
Georges Charaehidzé, al referirse a los chechenos, mues­
tra un pesimismo mucho más radical. En una colabora­
ción publicada en el mismo número del periódico Le
31
Monde, el autor señala que el poder ruso, desde muy
antiguo, se negaba a negociar con un pueblo al que se
proponía eliminar: “Ya en 1834 un funcionario de la
Rusia imperial escribía: ‘Lo único que hay que hacer con
ese pueblo malintencionado es eliminarlo hasta el últi­
mo de sus miembros’. Boris Yeltsine declaraba reciente­
mente: ‘Son perros rabiosos y hay que exterminarlos
como perros rabiosos’. Por su parte, el pueblo checheno
se encuentra entre lá espada y la pared: ‘La cuestión de
la supervivencia se les plantea hoy en los términos de
nación. Permanecer en Rusia es la seguridad de desapa­
recer como pueblo”. Chechenia significa ciertamente
una mediación imposible, una violencia obligada.3
¿Cuál es pues el lugar de la cultura dentro de esta
historia hecha de negociaciones o de violencias? En
primer lugar, la cultura evidentemente no implica por sí
misma ningún rechazo, ninguna incompatibilidad, siem­
pre que continúe siendo cultura, es decir creación. Una
cultura que se reproduce siendo idéntica a sí misma
(una cultura de reserva o de gueto) es un cáncer socio­
lógico, una condena a muerte, así como una lengua que
ya no se habla, de la cual ya no se toman elementos en
préstamo, una lengua que ya no inventa es una lengua
muerta. De manera que siempre hay cierto peligro en
querer defender o proteger las culturas y hay cierta
ilusión en buscar su pureza perdida. Las culturas sólo
continuaron viviendo al transformarse.
Teniendo en cuenta esto, podemos interrogarnos
sobre las condiciones de su transformación. Las cultu­
ras vivas son receptivas a las influencias exteriores; y en
cierto sentido, todas las culturas han sido culturas de
contacto; pero lo interesante es lo que las culturas han
hecho de tales influencias. Ahora bien, a veces tenemos
tendencia a considerar cultura y etnia como reflejos la
32
una de la otra, pues hacemos de la intangibilidad de la
primera la condición de existencia de la segunda. En
esta perspectiva, toda penetración procedente del exte­
rior se considera como deculturacióny toda deculturación
como desocialización y pérdida de identidad. Si en
cambio consideramos toda cultura como algo vivo, el
contacto, la prueba con lo otro, nos ofrece, antes bien, la
ocasión de una verificación: ¿cuáles son las reacciones
de una cultura en contacto con elementos exteriores?
¿Da señales de vida o da señales de debilidad? La
respuesta con frecuencia es ambigua.
Tuve la suerte de poder permanecer en varias
ocasiones con un grupo pumé-yaruro de Venezuela en
un lugar que no está lejos de la frontera colombiana.
Allí, una de mis alumnas, Gemma Orobitg, trabajaba en
territorio indio en colaboración con colegas venezola­
nos. Los pumé son interesantes en más de un sentido,
pero yo mencionaré aquí tan sólo dos aspectos de su
existencia actual. Llevan una vida miserable, pues bajo
la presión de los ganaderos criollos están relegados en
sectores poco fértiles y escasos de caza. Pobremente
asistidos, viven en un gran aislamiento. Siempre se han
resistido a la predicación cristiana y hoy exhiben aún
una actividad ritual y onírica intensa, especialmente en
ocasión de una ceremonia que se celebra varias noches
por semana, el tohe, que los reúne alrededor de un
chamán cantante, el cantador, en español. Para los
pumé, un mismo individuo puede reunir varias perso­
nalidades diferentes, llamadas pumetho. Y evidente­
mente los que poseen varios pumetho son los individuos
más poderosos y más prestigiosos. El chamán (cuyo
cuerpo y uno de sus pumetho, una de sus personalida­
des, están presentes durante toda la ceremonia) viaja al
mismo tiempo con otro de sus pumetho, otra de sus
33
personalidades, al mundo de los dioses para obtener la
curación de enfermos pumé, encontrarse con antepasa­
dos o hablar con los dioses. Mientras el chamán viaja, el
tohe continúa desarrollándose en la aldea y alrededor de
la medianoche, alguno de los dioses desciende al lugar,
se aproxima al cantador y, según se dice, canta en lugar
de éste (cuando la voz del chamán cantante adquiere sus
acentos más bellos y firmes se dice que son los dioses
quienes cantan). Eáta casi posesión, esta posesión vocal,
hace juego con el viaje, con el ensueño del chamán. Pero
si ha de olvidarse la posesión hay que recordar el sueño,
y Gemma Orobitg ha recogido muchos relatos (algunos
en mi presencia) de viajes chamánicos o de sueños en el
sentido corriente del término. Pero he aquí el hecho
notable: los pumé continúan teniendo un buen conoci­
miento de su mitología, hacen retratos vivientes de sus
dioses y sus sueños son ricos, sólo que en sus relatos la
influencia del exterior, de las imágenes del exterior, es
pasmosa. En ellos se describe el mundo de los dioses
como una ciudad hipermodema en la que circulan
automóviles o silenciosos aviones; los bienes de consu­
mo son allí muy abundantes, las calles anchas están
bien iluminadas y los edificios son altos y resplande­
cientes. En definitiva, el mundo de los dioses es una
visión transfigurada de Caracas. Dos pumé de la aldea
vieron rápidamente Caracas en ocasión de un traslado
sanitario; en cuanto a los demás, algunas fotografías de
diarios, algunos ecos de un aparato de transistores, el
paso, de cuando en cuando, de un automóvil o de una
lancha de motor, la huella que deja en el cielo un avión,
han bastado para alimentar sus sueños y su universo
imaginario. Pero me parece que precisamente por esta
razón puede uno decir que su mitología está viva.
Verdad es que las mitologías hablan de los orígenes,
34
pero se las cita, se las utiliza, se las escruta y se las
reimagina para responder a las cuestiones del presente.
La capacidad que tiene la mitología pumé para acoger e
integrar todo lo que los pumé pueden imaginar de un
mundo que paradójicamente se les escapa, tanto más
cuanto que cada día lo sienten menos alejado de ellos
(por ejemplo en ocasión de giras electorales del candida­
to a gobernador), es una señal de vitalidad, de sensibi­
lidad al ambiente global.
La mitología es sólo una parte de la cultura, pero
esta parte resiste y se mantiene bien, lo cual no impide
que los pumé estén a punto de desaparecer como grupo.
Definen su identidad sin embargo como social y cultural
y parecen no asignar demasiada importancia al hecho
de que muchos de ellos sean mestizos: en el curso del
siglo, muchos pumé fueron muertos y muchas mujeres
pumé violadas. En cierto modo es el tohe lo que hace la
identidad del pumé, pero la demografía de los pumé es
frágil; algunos se marcharon a los suburbios urbanos
donde descubrieron una miseria diferente. Los que
permanecen en la aldea tienen conciencia de esta ame­
naza de desaparición y la expresan a su manera en el
lenguaje de la mitología; comprueban que los dioses se
alejan y que cada vez con menos frecuencia descienden
para visitarlos. Al mismo tiempo, podríamos decir que la
cultura pumé está viva (por lo menos en el aspecto del
mito y del rito) sólo que su identidad se disipa. En efecto,
cada vez tienen menos interlocutores en el plano cultu­
ral, y en el plano social, ya no tienen,ninguno.
Tal vez nos encontremos aquí ante un proceso que
en alguna medida es inverso del que se produjo en
México con la predicación y la colonización católicas.
Serge Gruzinski ha analizado bien las condiciones en
las que las órdenes mendicantes y luego los jesuítas, a
35
partir del siglo xvi, se habían propuesto colonizar el
universo imaginario indio en el campo mismo de las
visiones. Las visiones indias reproducían las pictogra­
fías de Jos códices. Pero, si bien la visión cristiana estaba
también vinculada con la pintura, se trataba de una
pintura muy diferente, una pintura antropomórfica
basada en la semejanza. Así se organizó pues una
estrategia de la imagen y de la visión. Gruzinski4
observa que la enseñanza a los indios de la pintura, del
grabado, de la escultura, y la difusión de un teatro
inspirado en los misterios medievales mostraba la im­
portancia que las órdenes mendicantes habían asigna­
do a la imagen en las campañas de evangelización; así
se preparaban las condiciones de la experiencia visiona­
ria desarrollada por los jesuítas en la época barroca. El
catolicismo que se desarrolló en México, así como el
catolicismo de los Andes, fue una creación en buena
parte original y, en este aspecto, una reafirmación de
identidad. Por supuesto, el tipo de colonización, los
datos demográficos y el contexto histórico en el sentido
amplio del término tienen aquí un gran rol. Pero por lo
menos se puede decir que las modificaciones culturales
impoi’tantes no son incompatibles con una vigorosa
afirmación de identidad.
Esto es precisamente lo que Georges Balandier
ya había observado al comentar los análisis de S. F.
Sundkler.5 Este último había distinguido dos tipos en­
tre las iglesias negras que se habían constituido como
reacción contra la presencia blanca y cristiana en el sur
de Africa: el tipo que Balandier llamaba “sionista”
trataba de mantener o de resucitar las prácticas tradi­
cionales, especialmente terapéuticas, y afirmaba el ca­
rácter específico de las formas africanas de religión; las
iglesias del tipo “etíope”, hacía notar el autor, estaban
36
mucho más marcadas por el cristianismo y limitaban
sus referencias a la tradición. Por eso eran más tolera­
das por las autoridades oficiales, pero por esa misma
razón, observa Balandier, ofrecieron un lugar de forma­
ción ideal a los futuros líderes del nacionalismo bantú.
Una afirmación de identidad vigorosa se apoyó cierta­
mente en un cambio cultural considerable.
Si no por ello hay una correlación necesaria entre
cambio cultural y afirmación de identidad, así y todo
debemos recordar (contra una representación sustan-
cialista y petrificada de la identidad y de la cultura) que,
tanto la afirmación de identidad como la cultura, son
construcciones, son procesos. No puede haber afirma­
ción de identidad sin una redefinición de las relaciones
de alteridad y no puede haber una cultura viva sin
creación cultural. La referencia al pasado es ella misma
un acto de creación y, si se quiere, de movilización.
El carácter fascinante de lo que llamaremos, para
abreviar, la colonización jesuita es el hecho de que esa
colonización pasa por la imagen. Dos vigorosos univer­
sos imaginarios se componen y se enfrentan, pero se
enfrentan en el terreno de la práctica. Las imágenes
católicas no son sólo recibidas por los indios, sino que
son el objeto, mediante la pintura y la escultura, de
adaptación, de creación y de recreación. Así nace un arte
indio nuevo que no se confunde con el de los españoles.
Por otro lado, hoy la circulación de las imágenes es
prodigiosa, sólo que no es seguro que esa circulación
autorice reelaboraciones comparables con las de la épo­
ca barroca, porque ahora se reciben las imágenes de
manera más pasiva, a través de las pantallas, y de
manera más solitaria.
El siglo xix europeo, que prolonga el siglo de la
Ilustración y su ideal de modernidad, es el siglo en el que
37
se ve el florecimiento no contradictorio de la idea de
individuo, el respeto por el color local, caro a los román­
ticos, y los nacionalismos. La liberación de los pueblos y
la liberación de los individuos no se concebían de mane­
ra contradictoria, así como no se concebía contradicto­
riamente el respeto de las tradiciones o de las culturas
locales y la idea de progreso. En el primer poema de sus
“Cuadros parisienses”, Baudelaire recuerda la coexis­
tencia en el paisaje dé París de las chimeneas de fábrica
y de los campanarios de iglesia, la coexistencia del
mundo de mañana y del mundo de ayer que, juntos,
forman el mundo de hoy. El mundo moderno es un
mundo de acumulación.
Todo esto no deja de presentar cierta contradicción;
no resulta tan simple querer a la vez promover a un
individuo soberano y autónomo en un mundo “desen­
cantado” y el respeto por las diversidades nacionales y
regionales. La contradicción se manifiesta durante los
siglos xix y sx en la política colonial que, por ejemplo,
magnifica las culturas africanas, aunque por otro lado
las reduce a un folklore y no considera a los africanos
como ciudadanos de pleno derecho, o en las políticas
nacionales que en Francia reconocen a cada uno de los
individuos sus derechos de ciudadano, pero se oponen a
la afirmación de particularismos demasiado pronuncia­
dos (como por ejemplo, las lenguas regionales). La
contradicción sólo quedará suprimida, monstruosa­
mente, en el apocalipsis nazi que inventa a la vez una
raza pura y una raza que hay que eliminar, que mitifica
la idea de individuo y la proyecta a la figura del guía, del
Führer.
Ninguna de las dificultades, ninguno de los vértigos
de la primera mitad del siglo xx está hoy totalmente
ausente de nuestro horizonte. Aunque la modernidad se
38
da aún con dificultad en ciertos países del mundo, está
sobrepasada en toda la superficie del planeta por poten­
tes movimientos de aceleración y de exceso. El desarro- ,
lio sin precedentes de los medios de información nos da
la sensación de que la historia se acelera. El desarrollo
de los medios de transporte y de comunicación nos da la
sensación de que el planeta se encoge. Y en la medida en
que cada uno de nosotros es directamente presa de la
información y de la imagen, en la medida en que los
medios sustituyen a las mediaciones, las referencias se
individualizan o se singularizan: cada uno tiene su
cosmología, pero cada uno tiene también su soledad. Ese
movimiento, que yo he propuesto llamar sobremoderno
(así como se dice, sobredeterminado) porque me parecía
deberse a una aceleración de los procesos constitutivos
de la modernidad,6 está presente en todas partes, aun
cuando lo esté de manera desigual, aun cuando los
sectores de la sobremodernidad estén desigualmente
representados en los diversos países del mundo. Y
todavía sería menester agregar (y esto es lo que despier­
ta los temores de Paul Virilio) que la aceleración sobre-
moderna pone en tela de juicio la idea misma de frontera
estatal. La lógica de ciertas empresas o de algunas
megápolis del mundo ya nada tiene que ver con el marco
nacional.
¿Qué conclusión podemos sacar en lo referente a
nuestro análisis?
Algunos observadores, siguiendo a McLuhan, han
creído ver en la evolución acelerada que está en marcha
la prefiguración de una aldea global, progresivamente
uniformada de conformidad con el modelo de los Esta­
dos Unidos. Otros, como nuestros colegas norteamerica­
nos de la corriente llamada “posmoderna”; han insistido
en cambio en la amplitud de las reivindicaciones cultu-
39
rales particulares, en la polifonía cultural que hoy se
hace oír. En cierto sentido, todos ellos tienen razón,
según me parece. Pero solamente se puede medir la
amplitud de cada uno de esos movimientos consideran­
do que todos ellos forman parte de un mismo fenómeno
(de ahí la importancia del tercer criterio de sobremo-
dernidad): la individualidad, la singularidad.
El desarrollo tecnológico y la globalización de la
economía pueden hafeta oponerse al movimiento de
modernización en ciertos países, pueden poner en
cortocircuito la modernidad y facilitar la aparición de
un sector superdesarrollado constituido por otros com­
ponentes de la realidad local nacional (componentes
hasta ahora excluidos o por lo menos marginados), un
sector puesto en relación directa con sus homólogos de
otros países; en suma, el fenómeno puede llegar a crear
nuevas fronteras y borrar otras. Además, puede favore­
cer la circulación de imágenes de consumo pasivo, lo
cual constituye un poderoso factor de desintegración
colectiva y de alienación individual. Sugeriré aquí,
forzando un poco las cosas, que una de las grandes
divisiones del mundo actual, que puede discernirse en el
espacio urbano, es la que opone los barrios pobres,
erizados de antenas de televisión, y los barrios elegan­
tes donde abundan las antenas parabólicas: lo que se
mezcla aquí no son las diversas temporalidades como en
el paisaje baudelairiano, sino que se trata de desigual­
dades económicas. La uniformidad no impide la des­
igualdad.
El desarrollo acelerado de la sobremodernidad no
puede sino denunciar esas diferencias. Paralelamente,
nos vamos acostumbrando a la imagen de las catástro­
fes mundiales, del terrorismo, de los éxodos, de los
cadáveres; un espectáculo abstracto, a fuerza de ser
40
familiar. Sin embargo, ocurre que una hábil estrategia
mediática sirve a la causa de aquellos a quienes tende­
mos a imaginar en cambio como víctimas. Es así como la
guerrilla de Chiapas, de México, que algunos han consi­
derado la primera guerrilla posmoderna, pudo hacerse
conocer internacionalmente y, al mismo tiempo, desem­
peñar un importante papel nacional gracias a las “téc­
nicas de comunicación” de su animador.
La imagen puede servir a todas las causas. Y hasta
puede ser el punto de apoyo de todas las reacciones
extremistas contra la sobremodernidad. Es conocido el
sobrenombre que los integristas argelinos dieron a las
antenas parabólicas que permiten a sus compatriotas
mantener un ojo fijo en el mundo exterior: las llaman
antenas “paradiabólicas”. Pero esta diabolización no
impide que los movimientos islámicos y otros adquieran
canales de televisión o espacios en Internet para reivin­
dicar otras formas de universalización. Si la sobremo­
dernidad puede tener el efecto de disolver o abstraer la
figura de lo otro (lo cual constituye el mejor medio de
romper la dinámica de la pareja de conceptos identidad/
alteridad), las reacciones que suscita y que promueve
pueden ser igualmente totalizantes, excluyentes y
alienantes. Los particularismos, por una parte, los
integrismos y los fundamentalismos, por otra, partici­
pan de lo que Georges Devereux llamaba las identida­
des de “sostén” o de “clase”, en el sentido lógico del
término, no en su sentido sociológico. Devereux veía en
el desarrollo de esas identidades colectivas y excluyentes
el signo de un inminente derrumbe de la identidad
individual.7
De esta manera se suministra un punto de referen­
cia: mientras la dialéctica identidad/alteridad funcione,
una afirmación de pertenencia a una colectividad no
41
puede concebirse ni como excluyente de otras pertenen­
cias ni como excluyente de la afirmación de identidad
individual. Pero esta dialéctica está afectada, frenada,
tanto por los efectos de disolución imputables a las
tecnologías sobremodemas, como por los efectos de
endurecimiento y de glaciación provocados por el replie­
gue a las pertenencias exclusivas. Que la reláción con el
mundo se petrifique o se virtualice, en ambos casos esa
relación sustrae la identidad a la prueba de la alteridad.
Y así crea las condiciones de la soledad y puede engen­
drar un yo tan ficticio como la imagen que éste se hace
de los demás.
Notas
1. Véase Paul Hazard, La Crise de la conscience européenne, 1680-
1715, Fayard, París, 1961: “Leibniz, al comprender que no se puede
impedir que los europeos luchen entre sí, les propone volver su furia
guerrera hada el exterior...” (pág. 409).
2. Le Monde, 9 de marzo de 1994.
3. Georges Charachidzé había desarrollado más ampliamente su
punto de vista en su artículo “Les Tchétchénes, un peuple en sursis”, en
Le Genre Humain 29,1995.
4. En Jean-Michel Sallmann (comp.), Visions indiennes, Visions
baroques: les métissages de l’inconscient, París, PUF 1992.
5. S. F. Sundkler, Bantu Prophets in South Africa, Londres, Oxford
University Press, 1961 (Ia edición 1948).
6. Non-lieux, Introduction á une anthropologie de la surmodernité,
París, Editions du Seuil, 1992; trad. castellana: Los no lugares, Gedisa,
Barcelona, 1995.
7. Georges Devereux, Ethnopsychanalyse complémentariste, París,
Flammarion, 1972.

42
3

Las cuestiones en juego:


los sueños, el mito, la ficción

Las ambigüedades de los sueños


A los individuos siempre les dio trabajo identificar­
se únicamente con su cuerpo, pues siempre se sienten
tentados, por el contrario, a concebirlo como un límite
que hay que franquear o defender. Esta manera de
captar el cuerpo como frontera más o menos porosa no
implica por ello una concepción dualista que oponga el
cuerpo al espíritu. EnAfrica, por ejemplo, el elemento de
la personalidad que se evade del cuerpo durante el
sueño nocturno se considera una parte del cuerpo, a
menudo como principio vital, un principio eventual­
mente distinto del que reproduce y transmite la imagen
del cuerpo, o también diferente del principio que contie­
ne y retiene la parte más individual del individuo.
Veremos un ejemplo entre muchos otros: B. G. M. Nadel1
distingue en las creencias de los nupe el rayi, principio
vital, Ufe soul, en latín anima, presente en todos los
seres vivos, pero en cierta medida individuado, puesto
que es él, cuando soñamos, el que se libera de los límites
del cuerpo y vagabundea: lo que un individuo ve en su
43
sueño es lo que el rayi Ve durante su peregrinación. Pero
el rayi no puede viajar solo; va acompañado por el
fifingi, doble e imagen del cuerpo individual. Es el fi-
fingi de un individuo Jo que ven, por intermedio de su
propio rayi, aquellos que sueñan con él. El doble está
vinculado con el cuerpo vivo; es como la sombra de éste.
Sobrevive a la muerte y continúa manifestándose en los
sueños de los vivos, aun cuando la identidad individual
(tanto del muerto como del vivo) corresponde a otra
entidad, el kuci. Es al kuci de un muerto reciente o de un
antepasado al que se le tributan sacrificios para conju­
rar un mal sueño, juzgado así según los criterios nupe.
Lo qüe todos los sistemas de representaciones afri­
canos ponen en escena, a través de figuras evidente­
mente diferentes unas de otras —pienso especialmente
en los dogon, los bambara, los mossi, los tallensi, los
ashanti, los agni o habitantes lacustres de la Costa de
Marfil, los ewe, los ibo, los yoruba, sobre los cuales
poseemos una vasta bibliografía—, es la realidad del
sueño (más exactamente, la continuidad de la vida de
vigilia y la vida onírica), la pluralidad del yo (a pesar de
la presencia de un elemento por naturaleza inasible en
el cual se expresa lo más individual del individuo) y lo
que podríamos llamar la intimidad sustancial entre el
cuerpo y los elementos que lo habitan, lo abandonan
para luego retornar a él. Este, al despertar, experimenta
todas las fatigas del viaje realizado por su doble. El
cuerpo del recién nacido lleva la marca del elemento
atávico que se reencarna en él. Como se ve, el sueño
implica un doble movimiento, de salida y de regreso, por
parte de uno o varios de los elementos constitutivos de
la personalidad. Si no se produce ese retorno, lo que está
enjuego es la vida del soñante y todo el proceso del sueño
44
resulta problemático. Aun si nos atenemos a sus defini­
ciones corrientes, el sueño y la posesión serían pues
fenómenos más inversos que contrarios.
Sin embargo, con frecuencia se ha considerado que
el chamanismo y la posesión son fenómenos opuestos,
contrarios. Lo que se aduce entonces es “la orientación
de la relación entre el hombre y el mundo de los espíri­
tus” pues “el chamanismo es un ascenso del hombre
hacia los dioses”, recuerda Jean Pouillon,2en tanto que,
nos dice Luc de Heusch,3“la posesión es un ‘descenso’de
los dioses y una encarnación”. Se designan pues movi­
mientos de sentido inverso, pero también se puede
observar, si nos referimos al cuerpo del chamán o al
cuerpo del poseído, que los dos fenómenos se definen por
una misma ausencia: el chamán viajero se ausenta de su
propio cuerpo, al que abandona, y el poseído, desposeído
de sí mismo, excluye su cuerpo.
Falta aún interrogarnos sobre la naturaleza de esa
partida y de esa exclusión. El sueño, y no solamente el
sueño chamánico, se describe y se concibe ciertamente
las más de las veces como un viaje, pero al mismo
tiempo, sólo existe por la narración de que es objeto, el
relato del sueño, primer relato de viaje. El sueño narra­
do, el relato del sueño, define una relación de tres
términos: el soñante narrador, por un lado, el oyente,
por otro, en tanto que la naturaleza del tercer término
és incierta a causa de los efectos de desplazamiento y de
condensación propios de la actividad onírica (sueño
conmigo, pero ¿soy yo? Sueño con otro, pero ¿cuál? ¿Es
otro?). El soñante es el autor de su sueño, pero éste le
impone de sí mismo y de su relación con los demás una
imagen que tal-vez él podría rechazar en estado de
vigilia. El sueño establece una relación problemática de
45
uno consigo mismo. El tercer término del sueño (su
tema) es enigmático y ese enigma suele someterse al
examen de los especialistas de la interpretación.
La posesión no es narración de un suceso, sino que
ella misma es suceso y advenimiento. Es objeto de una
puesta en escena y se la representa, en el sentido teatral
del término. La actuación del poseído es estrictamente
simultánea con el advenimiento de la potencia que lo
posee. Sin embargo, el poseído queda desposeído de sí
mismo. Por su boca (pero no por su voz, transformada,
irreconocible) es otro diferente de él quien se expresa y
se dirige a otros, por más que éstos constituyan una
colectividad de la cual forma parte el poseído: frente a
los miembros de esa colectividad, el cuerpo del poseído
no es más que un elemento mediador o un médium. El
papel que desempeña y el personaje que representa se
afirman, en el instante de la posesión, como la verdad de
una apariencia modelada con más o menos insistencia,
según el estereotipo de la potencia encarnada. Lo impor­
tante entonces ya no es el recuerdo ni la relación
problemática de uno consigo mismo. Por el contrario, el
poseído, desde el momento en que ya no lo está, debe
olvidar, no el hecho de que ha estado poseído (las
posesiones son con frecuencia programadas como repre­
sentaciones teatrales o fiestas sorpresa), sino en qué
condiciones ha sido poseído. El retorno a sí mismo
(después de la partida de la potencia posesora que se
superpuso a él) se presenta a veces con un apoyo. Por
ejemplo, pueden verse en las sesiones del umbanda
brasileño cómo mujeres jóvenes se frotan los ojos, sacu­
den la cabeza y se estiran como desperezándose para
mostrar que el caboclo que las poseía se ha marchado y
que a ellas les cuesta trabajo volver a recuperarse, saber
dónde se encuentran y en qué condiciones están, siendo
46
así que su actuación, cuando el caboclo les imponía las
figuras y el ritmo de su posesión, era saludada con
nutridos aplausos. La calidad de la representación que­
da así reconocida, pero se la reconoce por lo que ella
misma es, a saber, el signo de una posesión plena y
auténtica de la cual aquel o aquella que la representa no
debe tener conciencia.
La suerte del sueño se define al despertar, sometida
a la triple presión de la memoria, del relato y de la
interpretación. Esta última con frecuencia se refiere al
soñante mismo, incluso cuando la interpretación inclu­
ye a miembros de su ambiente.4 Entre el soñante y el
intérprete se establece una relación íntima y singular.
La suerte de la posesión se decide en el instante mismo
del suceso-advenimiento, en virtud de la palabra de una
potencia que se dirige a los demás (eventualmente para
amonestarlos o alentarlos) pero de la cual el poseído no
tiene conciencia y a fortiori no debe recordar cuando,
muy literalmente, vuelve en sí. La posesión inconscien­
te pero representada, en el sentido dramatúrgico de la
expresión, define pues también una relación de tres
términos: la potencia poseedora, los espectadores o
testigos y el poseído. Este, desposeído de sí mismo o, más
precisamente, desposeído de su cuerpo, no es enigmáti­
co, sino que sólo está ausente. Más exactamente, podría­
mos oponer un enigma de la presencia (del soñante en su
sueño) a un enigma de la ausencia (del poseído durante
la posesión de que es objeto).
En cada una de las relaciones que definen, una el
sueño y la otra la posesión, el tercer término es pues
siempre problemático.
En alguna medida el soñante narrador es el espec­
tador de un súeño reconstituido: su relación con los
“sucesos” del sueño es en apariencia pasiva (¡o indica-
I

47
mos con el signo - en el cuadro siguiente), aun cuando
sepamos que, en la trama del sueño, algo del soñador
mismo, alguien que él identifica consigo mismo, parece
desempeñar un papel importante (corregiremos pues el
signo - con un signo + que colocaremos debajo así: +).
En cuanto al poseído, éste es un actor. Todo en su
conducta aparente atestigua una actividad que puede
llegar hasta la violencia y que se ofrece a la mirada del
espectador (+). Pero, según se nos dice, esta actividad no
es la suya. El mismo está ausente (-) y la posesión, en
definitiva, y desde el punto de vista del rol del poseído,
se presenta como una combinación de hiperactividad
de un cuerpo y la ausencia supuesta de quien mora en
él (+). Respecto de la trama del sueño y respecto del
espectáculo de la posesión, el soñante y el poseído son a
la vez activos y pasivos, autores y no autores, sólo que
desde este punto de vista, sus posiciones respectivas
pueden considerarse como simétricas e inversas: el
sueño se impone a quien es su autor y la posesión es
representada por aquel que la sufre.
El oyente privilegiado del sueño es el especialista de
la interpretación (adivino, augur, psicoanalista). Toma­
do como testigo, ese especialista desempeña una parte
activa (+) por su contribución al esclarecimiento de un
enigma individual. Por otra parte, los espectadores de la
posesión no desempeñan en ella ningún rol (-), aun
cuando a veces el poseído está rodeado de algunos
asistentes que controlan su actuación. Así, las posesio­
nes a las que asistí en el Togo, en la región de Anfuin, en
el país de los guin y los mina, eran a veces violentas y las
mujeres en trance al cabo de algún tiempo eran alejadas
y apaciguadas por las asistentes del jefe de culto. En
ciertos casos, los espectadores son en definitiva los
destinatarios del mensaje que comunica la potencia
posesora por la boca del poseído.
48
En cnanto a los personajes soñados o encarnados,
hay que hablar de ellos atendiendo a la identidad y no
ya al papel que desempeñan, pues ese rol depende del
reconocimiento de su identidad. Los personajes del
sueño, aun cuando revistan rostros familiares, tienen
una identidad por lo menos fluida y evasiva, de manera
que el soñante, al despertar, si pone cuidado en recordar
lo soñado, se encuentra frente al enigma de su propia
imagen (-). En el terreno de la posesión, el simbolismo
es explícitamente social: las potencias poseedoras están
catalogadas y descritas (+). En el caso del Togo y de la
región del golfo de Benin, en general, se las evoca como
personajes importantes del mundo mítico, partes prin­
cipales de un verdadero panteón. No hay entonces
ningún enigma: para los espectadores de un suceso
socialmente codificado se trata tan sólo de reconocer a la
potencia encamada en un cuerpo masculino o femenino.
En ciertos cultos, una máscara puede ayudar a ese
reconocimiento y la palabra que se hace oír entonces a
través de la máscara es normativa o prescriptiva. No
interroga el orden social, como el adivino intérprete
interroga el sueño individual, sino que lo observa para
mantenerlo o restaurarlo.

Categorías Sueño Posesión


Agentes
Autores + ±
Testigos + —

Personajes - +

Cuadro 1

49
mos con el signo - en el cuadro siguiente), aun cuando
sepamos que, en la trama del sueño, algo del soñador
mismo, alguien que él identifica consigo mismo, parece
desempeñar un papel importante (corregiremos pues el
signo - con un signo + que colocaremos debajo así: +).
En cuanto al poseído, éste es un actor. Todo en su
conducta aparente atestigua una actividad que puede
llegar hasta la violencia y que se ofrece a la mirada del
espectador (+). Pero, segújj se nos dice, esta actividad no
es la suya. El mismo está ausente (-) y la posesión, en
definitiva, y desde el punto de vista del rol del poseído,
se presenta como una combinación de hiperactividad
de un cuerpo y la ausencia supuesta de quien mora en
él (+). Respecto de la trama del sueño y respecto del
espectáculo de la posesión, el soñante y el poseído son a
la vez activos y pasivos, autores y no autores, sólo que
desde este punto de vista, sus posiciones respectivas
pueden considerarse como simétricas e inversas: el
sueño se impone a quien es su autor y la posesión es
representada por aquel que la sufre.
El oyente privilegiado del sueño es el especialista de
la interpretación (adivino, augur, psicoanalista). Toma­
do como testigo, ese especialista desempeña una parte
activa (+) por su contribución al esclarecimiento de un
enigma individual. Por otra parte, los espectadores de la
posesión no desempeñan en ella ningún rol (-), aun
cuando a veces el poseído está rodeado de algunos
asistentes que controlan su actuación. Así, las posesio­
nes a las que asistí en el Togo, en la región de Anfuin, en
el país de los guin y los mina, eran a veces violentas y las
mujeres en trance al cabo de algún tiempo eran alejadas
y apaciguadas por las asistentes del jefe de culto. En
ciertos casos, los espectadores son en definitiva los
destinatarios del mensaje que comunica la potencia
posesora por la boca del poseído.
En cuanto a los personajes soñados o encarnados,
hay que hablar de ellos atendiendo a la identidad y no
ya al papel que desempeñan, pues ese rol depende del
reconocimiento de su identidad. Los personajes del
sueño, aun cuando revistan rostros familiares, tienen
una identidad por lo menos fluida y evasiva, de manera
que el soñante, al despertar, si pone cuidado en recordar
lo soñado, se encuentra frente al enigma de su propia
imagen (-). En el terreno de la posesión, el simbolismo
es explícitamente social: las potencias poseedoras están
catalogadas y descritas (+). En él caso del Togo y de la
región del golfo de Benin, en general, se las evoca como
personajes importantes del mundo mítico, partes prin­
cipales de un verdadero panteón. No hay entonces
ningún enigma: para los espectadores de un suceso
socialmente codificado se trata tan sólo de reconocer a la
potencia encarnada en un cuerpo masculino o femenino.
En ciertos cultos, una máscara puede ayudar a ese
reconocimiento y la palabra que se hace oír entonces a
través de la máscara es normativa o prescriptiva. No
interroga el orden social, como el adivino intérprete
interroga el sueño individual, sino que lo observa para
mantenerlo o restaurarlo.

Categorías Sueño Posesión


Agentes
Autores + +
Testigos + -
Personajes - +

Cuadro 1

49
Partiendo de estas dos figuras simétricas e inver­
sas, podemos ahora discernir y reformular el enigma del
tercer término. En efecto, ese enigma resulta de la
tensión ejercida en los términos de una relación dual
(soñante/oyente, en un caso, poseído/poseedor, en el
otro) que sugiere la existencia de un tercer término y de
una relación ternaria. La narración del soñante sugiere
al oyente la existencia de un sujeto soñado (sujeto, en
todo caso, en la medida%n que obra y actúa en el sueño),
mientras que el espectáculo del cuerpo poseído sugiere
a los espectadores la existencia de un sujeto poseedor.
Lo problemático, en el primer caso, es la relación del
soñante con el sueño, en otras palabras, la relación de
uno consigo mismo, relación en la cual, el segundo “sí
mismo” está teñido de alteridad, y lo problemático, en el
segundo caso, es la relación del poseído con el posesor, en
otras palabras, la relación de uno mismo con otro, pero
con un otro teñido de identidad. En efecto, el sujeto
soñado que actúa en el sueño no es plenamente idéntico
al soñante (al sujeto que sueña), y la potencia poseedora
no es completamente ajena a la persona poseída (luego
volveremos a considerar este punto). Tampoco es com­
pletamente ajena al espectador en la medida en que, en
los sistemas donde las potencias poseedoras están bien
diferenciadas, el espectador la reconoce y la sitúa en
relación con otras figuras de la posesión.
Soñado Poseedor

Soñante Oyente Poseído Espectador


50
Teniendo en cuenta esto, el “enigma del tercer
término” que puede asumir diversas formas, no tiene
necesariamente que ver con una oposición entre sueño
y posesión del tipo de la representada en el cuadro 1.
Este es sólo un caso posible dentro de una combinación
cuyos términos pueden cambiar por poco que se sustitu­
yan los conceptos excesivamente generalizantes de “sue­
ño” y de “posesión” por conceptos locales que nunca son
sus equivalentes estrictos. “Sueño” y “posesión” pueden
pues descomponerse en cierto número de figuras inter­
medias que, lejos de oponerse, deri van antes bien de una
serie de transformaciones.5
Volvamos a considerar el ejemplo de los pumé-
yaruro y de su chamán cantante. Gemma Orobitg6
muestra que sus categorías oníricas son tres. Handikia
designa todas las formas de “sueño” (el sueño en estado
de vigilia del cantador así como el sueño que se tiene
cuando se duerme) que permiten al soñante viajero ir
lejos, al mundo de los dioses o de los muertos; esta
categoría distingue pues esencialmente el mundo de las
potencias lejanas y el mundo terrestre próximo, distin­
gue un paisaje de otro. Kanehe designa el sueño que se
tiene mientras uno duerme, con exclusión de todas las
formas de visión en estado de vigilia. Handiuaga se
distingue de las dos primeras categorías y se aplica a las
formas de visión en estado de vigilia, pero a las formas
próximas (alucinaciones, fantasías tenidas durante la
ensoñación). En ocasión de la ceremonia del tohe entran
en acción estas diversas formas. El chamán, según ya
vimos, o mejor dicho, uno de sus pumetho, recorre el
mundo remoto de los dioses y de los muertos pero no
duerme; se ve cómo canta y fuma grandes cigarros,
siendo así que otro de sus pumetho acoge a esta o a
aquella potencia divina, a este o a aquel antepasado o
51
muerto reciente que visita a los hombres vivos. La
concurrencia que acompaña el canto del chamán duran­
te toda la noche y que, lo mismo que él, fuma tabaco e
inhala el yopo, una preparación alucinógena cuyo uso
está muy difundido en todos los grupos indios de la
región, se mantiene despierta lo máximo posible, pero
las formas de alucinación (handivaga), relacionadas
con la fatiga o con un instante de somnolencia) no son
raras. *
En cuanto al “viaje” del chamán, se lo podría definir
en dos sentidos por lo menos, como un viaje realizado
“entre dos sueños”. El gran chamán de Riecito, la aldea
en que trabajaba Gemma Orobitg, le confió a ésta que,
cuando aceptaba dirigir el tohe y ser el cantador viajero,
lo hacía después de haber sido invitado por las potencias
divinas aparecidas durante un sueño mientras dormía.
Además, ese chamán frecuentemente prefería dormir
antes de narrar su viaje (su “sueño”en estado de vigilia).
Este nuéVO sueño tenido mientras dormía (que corres­
pondía a la vez a las categorías handikia y kanehe) le
permitía confirmar y precisar —por los encuentros que
realizaba en él— sus visiones y las aventuras sobreve­
nidas en ocasión del sueño en estado de vigilia que
correspondía solamente a la categoría handikia. Es más
aún, la llegada de los dioses hasta los hombres en el
curso de la ceremonia del tohe (la forma de “posesión
vocal” a la que aludimos poco antes) se presenta a veces
como un sueño de los dioses (handikia), como si la unión
de dioses y hombres dependiera de que ellos se “sueñen”
recíprocamente. El tohe, que tiene lugar a los ojos del
chamán entre un sueño de anuncio y un sueño de
confirmación, puede pues concebirse también como el
lugar en que se encuentran el sueño de los hombres y el
sueño de los dioses.
52
Agreguemos que, en este ejemplo, el “sueño” (o más
exactamente, las diversas categorías oníricas pumé) y
la “posesión”, lejos de oponerse, son la condición recípro­
ca, puesto que es en el momento en que el chamán
“viaja” (es decir, en el momento en que uno de sus pu-
metho, componente esencial de su persona, sale de la
envoltura corporal) cuando la potencia divina, según se
dice, se aproxima al chamán. Y además hay por lo menos
otras dos formas de “posesión”: la posesión propiamente
dicha es rara, si se entiende por ella la ocupación total
del cuerpo y de la persona, como la que se traduce
especialmente en el cambio total de voz. Lo más frecuen­
te es Que la potencia divina se coloque por encima de la
cabeza del chamán y le comunique una energía que
repercute en la calidad de su canto, es decir, a la vez en
el timbre de la voz, en el ritmo de la frase musical y en
la fuerza de la expresión. En efecto, el chamán improvi­
sa siempre su canto, aunque por cierto existen formas
musicales fijas y textos relativos a la aproximación y
llegada de los dioses. La afirmación de que, en medio de
la noche, cuando todo marcha bien, son los dioses los que
se ponen a Cantar, evoca menos una sustitución que una
realización y una forma de perfección, una transforma­
ción momentánea del canto humano.
Si volvemos a considerar el cuadro 1 y sustituimos
las categorías indiferenciadas “sueño” y “posesión” por
las categorías de los pumé, vemos cómo se dibuja una
nueva configuración. El “soñante” (si pensamos en el
sueño en estado de vigilia del chamán, sueño eventual­
mente inducido por la ingestión de un alucinógeno e
interpretado teniendo en cuenta el sueño tenido mien­
tras aquel dormía) se presenta como figura evidente­
mente muy activa (+): el chamán discute con los dioses
y se enfrenta con ellos para liberar los pumetho de los
53
enfermos y de los moribundos que los dioses han arreba­
tado por una razón u otra. Por su parte, el “poseído” sólo
lo está a medias: él acoge la venida de los dioses sin estar
totalmente ocupado por ellos aunque, en el momento
decisivo, es la voz de los dioses la que todos creen oír. El
papel más activo es el del pumetho viajero (considerado
por otro lado como el más importante), en tanto que el
del pumetho que permanece presente en el tohe es más
pasivo (-). No puedé uno sin embargo permanecer
insensible a la calidad de la actuación del cantador, que
resulta tanto más espectacular en ciertas formas de tohe
que imponen al chamán correr en redondo durante una
parte de la noche acompañado de sus asistentes, para
representar el viaje de su primer pumetho. Pero preci­
samente porque, en esta forma de tohe, el chamán
desempeña también su rol de soñante, su motricidad se
manifiesta más activa. En definitiva, en la concepción
que uno se hace del chamán soñante-viajero y cantante-
poseído, el papel del cantante-poseído no puede conside­
rarse sencillamente pasivo (+).
Cuando se trata de los oyentes y espectadores, la
relación también se modifica. Entre los pumé no existe
una función especializada de interpretación de los sue­
ños (-) de suerte que el chamán-viajero narra e interpre­
ta él mismo, si es necesario, las peripecias de su viaje,
cuyo resultado interesa a otras personas cuando él parte
en busca del pumetho de individuos enfermos. Los
participantes del tohe, por su parte, también desempe­
ñan un papel importante puesto que el cantador tiene
necesidad de sus responsos y del coro constituido espe­
cialmente por las mujeres y sus hijas que están junto a
los hombres. Pero este papel es secundario (+) compara­
do con el papel del propio chamán, del cual acabamos de
observar que era más activo, tanto en su condición de
54
soñante (que se encuentra alejado del escenario del
tohe) como en su condición de virtualmente poseído.
En cuanto a los personajes de los “sueños” y de la
“posesión”, dioses o muertos, todos ellos presentan un
problema particular. Por un lado, están precisamente
identificados y el simbolismo colectivo parece haber
impresionado tan intensamente el universo imaginario
pumé que a menudo encontramos menciones de las
divinidades pumé en las narraciones de sueños produ­
cidos mientras se duerme. La llegada de los dioses, como
la de los muertos, mientras se duerme y durante el tohe,
no plantea ningún problema de identidad (+ en los dos
casos). Pero si nos situamos en un plano histórico y
prestamos atención a la situación actual, comprobamos
que se ha producido una importante mutación: en su
lenguaje topográfico e icónico, los pumé dicen que los
dioses más antiguos se han alejado y que los sectores
más accesibles del mundo pumé ya no son frecuentados
hoy sino por dioses nuevos. Dicen también, refiriéndose
a la ceremonia del tohe, que los dioses “descienden” cada
vez menos; el último dios que desciende solamente de
vez en cuando es Ishi Ai, una especie de Hermes local,
especialista de la mediación, razón por la cual se com­
prende que sea uno de los dioses más fieles a la relación
hombres/dioses. Sin duda es la amenaza de su propia
desaparición lo que evocan los pumé cuando hablan del
alejamiento de los dioses. La dificultad clásica de los
sueños (¿quién es aquel con el que yo sueño?) se encuen­
tra también transpuesta en la posesión (quien descien­
de hacia mí, ¿está verdaderamente presente?). La histo­
ria de este siglo desplaza, del sueño a la posesión, el
enigma de la presencia.
En el cuadro 2 distinguiremos pues, en lo referente
a los “personajes”, el punto de vista antropológico (a),
55
siempre reafirmado localmente, según el cual no hay
duda alguna sobre la identidad de los personajes que
encontramos en el escenario de los sueños y del tohe, y
el punto de vista histórico (b), que debe tener en cuenta
el hecho de que tales personajes han cambiado desde
hace unos cincuenta o sesenta años (como lo atestigua
la bibliografía de las décadas de 1930 y 1940) y que
algunos de los más prestigiosos entre ellos son hoy
inaccesibles, remotos, ¿orno si fueran recuerdos que las
jóvenes generaciones ya han perdido.
Categorías Handikia Tohe
Kanehe
Agentes
Autores + +
Testigos - +
a) + +
Personajes
b) — —

Cuadro 2

Lo que el esquema pumé agrega al esquema general


de la oposición formal entre sueño y posesión, y que
tiene que ver con la definición del chamán como cantan­
te-compositor-improvisador, es el concepto de inspira­
ción, en el sentido literario y artístico del término. En la
inspiración, el papel del autor es a la vez pasivo y activo
(+), todo proviene de otra parte (de un dios, de una musa)
pero al precio de un intenso trabajo (de búsqueda de la
inspiración). En cuanto al oyente o espectador, si bien
puede interpretar la obra y reaccionar a ella, es ante
todo su receptor (+).
56
Todo intento etnológico de comprender lo que son el
“sueño” y la “posesión” en diferentes poblaciones parte
necesariamente de la comprobación de la pluralidad
interna de la persona (del “yo”), de la cual las concepcio­
nes locales de los fenómenos oníricos o alucinatorios, en
su diversidad, sólo son ilustraciones particulares. Re­
cordaremos aquí que, en muchos puntos, hay conver­
gencias en las representaciones paganas, convergen­
cias que precisamentejustificarían que se las subsumiera
en un concepto como el de paganismo. Esas convergen­
cias no son simplemente formales, pues tienen un con­
tenido; corresponden a proposiciones o hipótesis que
merecen considerarse y que nos interesan, por un lado,
como nos interesa toda proposición de orden filosófico y,
por otro lado, porque son partes constitutivas de los
vínculos simbólicos que unen a los individuos en la
sociedad. Por supuesto, no tenemos aquí que hacer una
distinción entre la verdad y el error. La Iglesia se vio
llevada a hacerla cuando se propuso extirpar el paga­
nismo, por ejemplo, al distinguir las dos clases de
sueños: el sueño ilusión y el sueño premonición. Pero el
hecho de tener en cuenta ese conjunto de proposiciones
e hipótesis (porque esa consideración responde a una
necesidad que Jacques Le Goff puso de relieve al hacer
hincapié en la parte imaginaria de toda vida social)
puede arrojar luz sobre el funcionamiento de la activi­
dad simbólica, es decir, de toda actividad que tiende a
formar los necesarios vínculos entre lo mismo y lo otro,
entre identidad y alteridad.
Por lo menos en tres puntos (la pluralidad del yo, la
concepción no dualista de lo real y la interpretación del
acontecimiento como signo y accesoriamente del sueño
como acontecimiento), las cosmologías africanas,
amerindias, polinesias y otras nos hacen pensar que las
57
antropologías así como las cosmologías, corresponden a
hipótesis convergentes sobre la naturaleza de la reali­
dad individual y de las relaciones entre individuos.
El tema de la pluralidad del yo, que hemos mencio­
nado primero, se puede descomponer y merece un exa­
men particular. Pero los temas del no dualismo y del
acontecimiento-signo deben ser una condición previa de
este examen. Las concepciones plurales del yo no opo­
nen lo físico a lo mental, lo material a lo espiritual o lo
corporal a lo psíquico. Para darnos cuenta de ello basta
con imaginar el tipo de representación que se relaciona
con ellas, con tratar de tomar al pie de la letra expresio­
nes que utilizamos corrientemente tales como “tener el
corazón en la boca”, “perder la cabeza”, “estar fuera de
sí”, tener o no tener “estómago”.
Tampoco encontramos dualismo en las concepcio­
nes de las relaciones entre los hombres y los dioses.
Tanto en los sueños como en la posesión, los hombres
tienen que vérselas con potencias de un orden diferente
pero no de otra naturaleza. Aquellos a los que por
comodidad llamamos los “dioses”, a partir del momento
en que están individualizados y singularizados (en que
de alguna manera son objeto de un trabajo de simboli­
zación suplementario en relación con las fuerzas o las
energías puras y difusas, que se identifican con un
receptáculo simultáneamente particular y reproduci-
ble, a saber, con un “fetiche”, pero que no por eso tienen
la forma y la condición de una persona), son general­
mente presentados por las mitologías como hombres
antiguos, o en todo caso, como seres que han vivido
antiguamente en la Tierra. En un panteón tan elabora­
do como el del antiguo Dahomey, el origen humano de
las grandes figuras divinas no ofrece la menor duda. En
el caso de un profeta curandero de la Costa de Marfil,
58
Koudou Jeannot, cuyo retorno al paganismo estos úl­
timos años ha constituido un hecho muy notable (en la
medida en que correspondía a una declarada oposición
política a las autoridades de la Costa de Marfil), hemos
visto, junto con Jean-Pierre Dozon, cómo se establecía
un culto de la fecundidad. El hermano del profeta,
fallecido a comienzos de la década de 1980, fue enterra­
do en las proximidades de la aldea; entonces se convir­
tió, con el nombre de Gbahié, en el principio motor del
culto que es hoy muy frecuentado. Se levantó un altar al
pie de un árbol cuyas raíces parecían tener nacimiento
en la tumba. El rito elaborado por el profeta, un rito que
elimina ahora de su mensaje toda referencia cristiana,
no podría distinguirse, a los ojos de un observador
cualquiera, de aquellos otros ritos a los que podemos
asistir en los países en que se mantuvo la tradición
pagana, como por ejemplo el Togo o el Benin. En el caso
de Koudou Jeannot, hemos asistido ciertamente al na­
cimiento de un dios.7
El chamán pumé, durante el viaje de su pumetho,
encuentra a dioses y a los pumetho de seres humanos ya
muertos o bien a otros que simplemente están enfermos
en la Tierra (a causa de que su pumetho ha sido trasla­
dado al reino de los dioses). Durante el tohe dioses del
panteón, pero también antepasados o muertos más
recientes, pueden aparecer. Así, uno de mis interlocuto­
res se había sentido muy dichoso al recibir “en directo”
durante el tohe noticias de su tío muerto algunas se­
manas antes. Las potencias de la mitología se designan
con el término nibé, literalmente “los de afuera”, térmi­
no que se aplica de manera más general a todos aquellos
que llegan del exterior y especialmente a los blancos. La
terminología, la condición de los muertos, las narracio­
59
nes cosmogónicas y el intrincamiento de los diversos
mundos que presenta la ceremonia del tohe al universo
imaginario individual y colectivo, implican una identi­
dad de naturaleza entre hombres y dioses: los hombres
son el pasado de los dioses y los dioses el futuro de los
hombres en un mundo terrestre en el cual se puede
temer, en efecto, que no haya futuro para aquellos a los
que la dureza de los tiempos condena más que nunca a
la muerte y al sueño. ■*
En la década de 1960 me encontraba yo con los
alladian y uno de sus informantes me hablaba de una
“vida doble” para hacerme comprender lo que pudiera
ser ese deambular nocturno de uno de los principios
constitutivos de la persona, el wawi, que vivía de mane­
ra relativamente autónoma aventuras de las que el
sueño, por poco que lo recordara uno al despertar,
constituía el rastro incierto y problemático. El mismo
wawi, en su forma agresiva (awa), era considerado en la
interpretación de todo acontecimiento desdichado. Y
esa interpretación misma naturalmente hacía abstrac­
ción de la distinción estar despierto/estar dormido, una
distinción que no resultaba pertinente en lo que podría­
mos llamar una episteme de la inmanencia. Por la
influencia de los misioneros católicos, de diversas igle­
sias protestantes y, por último, de los profetas locales
que inteligentemente se esforzaban por modificar este
espíritu, los alladian hablaban también de “una vida
como diablo”. Sobre este particular podríamos recordar
la intuición etnográfica notable que atestigua
Maupassant en su narración breve Le Horla qué, en un
sentido inverso, invoca las alucinaciones consecutivas
al paso de un navio brasileño cargado de potencias
exóticas; el héroe narrador está obsesionado por la
presencia invasora de una fuerza cuya identidad ignora,
60
pero de la que presiente que se propone penetrarlo y
sustituirlo.
Si la narración y el análisis del sueño son tan
importantes, ello se debe generalmente no tanto a que
el sueño sea la clave, la expresión o la proyección de la
vida de la vigilia, como a que es a la vez el antecedente
y la continuación de una aventura que se vive también
en el estado de vigilia. Las peripecias del sueño y las del
estado de vigilia se interpretan en continuidad. Por
ejemplo, un joven de la Costa de Marfil es acusado ante
un profeta curandero de la región lacustre de haber
comido carne humana; el joven lo confiesa y precisa que
había obedecido a la sugestión de un desconocido que en
sueños le ofrecía un trozo de carne cuya naturaleza él
ignoraba; o bien una mujer joven pumé confía a Gemma
Orobitg su temor de estar embarazada de un hombre
que no es su marido, porque ha soñado el adulterio. Las
peripecias del sueño sirven para interpretar una obser­
vación hecha en el estado de vigilia (un vientre hincha­
do, la ausencia de menstruación), pero estas cosas son
menos signos que antecedentes o causas. Paradójica­
mente, es más bien el suceso del estado de vigilia (una
enfermedad, por ejemplo) lo que tiene valor de signo,
pero únicamente porque ese acontecimiento remite a un
suceso anterior. Este, soñado o no soñado, se refiere las
más de las veces (como víctima o como agresor) a uno u
otro de los componentes de un individuo humano.
La ambigüedad de los sueños estudiados por los
etnólogos se debe en definitiva a varios factores comple­
mentarios; se debe a la continuidad de vigilia y sueño, a
la multiplicidad de las formas oníricas, que no se redu­
cen a la mera oposición estar despierto/estar dormido, y
también a la pluralidad del yo: aquel considerado res­
ponsable de un crimen no es ni completamente culpable
61
(es sólo una parte de sí mismo la que ha actuado “como
doble”) ni completamente inocente (en última instancia,
fue “él” quien obró). El hombre es responsable, pero no
culpable; hace unos treinta años me había parecido que
esta fórmula se podía aplicar a la manera en que eran
considerados los acusados de hechicería en las familias
nobles africanas durante los procesos a los que eran so­
metidos. Además, la pluralidad del yo muestra la ambi­
valencia de los sentimientos. Si los acusados de hechice­
ría se convencen tan fácilmente de la realidad de sus
crímenes, lo hacen ciertamente porque en el origen de
sus sueños había disensiones y tensiones reales. Tam­
bién esto puede deberse a que no hay un orden individual
independiente de un orden colectivo y a que, para mu­
chos, es mejor ser condenado (pero en cierto sentido
reintegrado al grupo) que excluido del grupo. Porque el
sueño es revelador (de discordancias del vínculo social y
del vértigo del orden) puede fácilmente situarse en la
continuidad lógica y vivida de la existencia.
La pluralidad del yo
Según vimos, el criterio distintivo de la posesión y
de las formas afines a ella era el olvido: era menester no
guardar recuerdo de esa experiencia; en cambio, el
sueño sólo existía en virtud del recuerdo que se conser­
vaba de él. No es pues sorprendente que sueño y pose­
sión, en las culturas en que coexisten, afecten instancias
diferentes de la persona humana, como ocurre en el caso
pumé en el que el pumetho que viaja durante el sueño no
es el mismo que recibe a las potencias divinas en el
mismo momento y durante el tohe.
Pero, más allá de una oposición entre posesión y
sueño, olvido y recuerdo o inconsciente y consciente,
62
deben considerarse dos concepciones distintas de la
pluralidad del yo. Una primera concepción es alternati­
va, y se la puede comparar con el tema de la personali­
dad múltiple que en la actualidad está en boga en los
Estados Unidos. Llevado a su extremo, este modelo nos
propone, en el caso de una patología individual, una
serie de personalidades diversas que, según las circuns­
tancias (en un sistema fuertemente simbolizado o de
una arbitrariedad incontrolable), pueden sustituirse
unas a otras y cada una de ellas constituye una perso­
nalidad completa denominada, por lo demás, de una
manera determinada. Una segunda concepción es antes
bien agregativa. Está particularmente atestiguada en
los sistemas africanos en los que un individuo no es más
que la reunión efímera de elementos de diverso origen;
algunos de esos elementos ya han existido antes del
nacimiento del individuo y continuarán existiendo des­
pués de su muerte en combinaciones diferentes que
definen otras individualidades. Una parte de los ritos
celebrados en el nacimiento tiene por objeto identificar
más precisamente dichos elementos refiriéndolos, ya
sea a dimensiones sociales y simbólicas precisas, ya sea
a hechos más aleatorios (día y circunstancias del naci­
miento o también signo primordial establecido por el
resultado de desparramar semillas de cola o conchas de
cauri). La observación de esos elementos es aún más
atenta (y eventualmente está más manipulada) en el
caso de los reinos en los que la filiación, la herencia y la
sucesión deben significar la unidad sustancial de una
dinastía. Es así como en el antiguo reino fon de Dahomey
los especialistas reconocían en la persona de cada sobe­
rano el principio sustancial (llamado joto) que, muy
literalmente, lo identificaba con la persona de uno de
sus predecesores y ascendientes. La línea dinástica se
63
definía pues, no sólo por la sucesión en línea agnaticia
de individuos emparentados, sino también por el
entrelazamiento de tres o cuatro líneas de identidad
alrededor del árbol genealógico.
Vemos que la primera concepción se ajusta bien al
modelo de la posesión. La personalidad que se expresa
a través del cuerpo poseído es evidentemente una per­
sonalidad diferente de la de su habitual morador. Tal es,
por lo menos el postulado: en ocasión de las sesiones de
umbanda a las que pude asistir en Belén, Brasil, una vez
pasado el momento de las danzas y del trance (sin que
por ello las poseídas estuvieran todavía oficialmente
liberadas de su identidad prestada), era corriente que se
las oyera hablar en una conversación anodina y munda­
na de ellas mismas, sólo que lo hacían en tercera
persona: “Mi prima tiene problemas con su hija, que no
alcanza buen rendimiento en la escuela...”. Por otro
lado, se sabe que tanto en Africa como en América no es
bueno despertar a alguien de improviso. Si la instancia
soñante no ha vuelto a ocupar su lugar junto a los
demás, toda su persona puede verse afectada de locura
o morir. Los alladian expresaban bien la necesidad de
una coherencia perfecta entre las dos instancias princi­
pales de la personalidad (el wawi viajero y relacional y.
el eé, elemento estable y vital) al explicar que una de las
fallas más corrientes de los hechiceros era hacer hinca­
pié en una de esas instancias: el resultado de este ligero
desfase así producido era un deslumbramiento, una
especie de vértigo que podía llegar hasta la pérdida de
la conciencia y hasta la muerte. En esta concepción, la
pluralidad del yo sólo se entiende como plenamente
dominada e integrada.
Paradójicamente, el modo agregativo es por cierto
el más representado en Africa, en sociedades en las que
64
la posesión desempeña una función institucional, en
tanto que el modo alternativo predomina en los ame­
rindios, quienes asignan una importancia primordial a
los sueños. Lo cierto es, a decir verdad, que la tensión
entre concepción alternativa (o sustitutiva) y la concep­
ción acumulativa (integradora) del yo es inherente a
todas las concepciones de la persona. Para decirlo con
más exactitud, la preocupación de definir al individuo
como uno, que se expresa, en el caso del sueño, cuando
se evoca la necesidad absoluta del retorno de la instan­
cia vagabunda al cuerpo del soñante (hasta el chamán
pumé insiste en esta necesidad y reconoce el papel
preponderante del pumetho viajero, sin por eso dejar de
atribuir una personalidad a cada uno de sus otros
pumetho), esa preocupación se encuentra pues también
en el caso de la posesión, cuando se insiste en el vínculo
particular que une a la potencia poseedora con el indi­
viduo poseído. Ocurre como si la posesión, en lugar de
alienar al sujeto en favor de una personalidad exterior,
le confiriera un suplemento de identidad.
¿Cómo se opera este aparente vuelco? Los análisis
y descripciones de Michel Leiris contenidos en La pose­
sión y sus aspectos teatrales en los etíopes de Gondar8
nos dan una idea bastante precisa del fenómeno. Recor­
demos en primer lugar que, si seguimos a Leiris, lo que
genera en los etíopes de Gondar la hipótesis de un
ataque es una enfermedad, un accidente o una pertur­
bación de la personalidad; se trata de un ataque realiza­
do por un espíritu zar y así comienza el proceso que, al
término de la iniciación, debía hacer del paciente y
enfermo inicial un poseído regular y reconocido. Ciertos
zar (los del curandero en particular) se transmitían
hereditariamente. Sin entrar a considerar en detalle
una descripción muy rica y matizada, observemos que la
65
posesión en Gondar se presentaba ciertamente como
una serie de encarnaciones de potencias bien caracteri­
zadas que obligaban al poseído a desempeñar varios y
diferentes papeles. Consideremos por fin que, clásica­
mente, la crisis de la posesión debía olvidarse: “Cuando
una persona cualquiera (curandero o adepto) ha sido
poseída por un zar y ha vuelto a su estado normal o está
poseída por otro zar, por lo regular se comporta como si
no hubiera guardado ningún recuerdo de esa fase ahora
ya finalizada y cerrada que corresponde a una crisis de
la que se supone que dicha persona ni siquiera tuvo
conciencia.”9
La cuestión que desde hace mucho tiempo se rela­
ciona con este tipo de descripción tiene que ver con la
buena o la mala fe de los poseídos. Leiris nos da un
principio de respuesta a esta cuestión o, mejor dicho, nos
lo dan dos dichos o refranes que el autor nos comunica
y que en verdad son muy interesantes: ‘Un zar se
asemeja a su montura”, o también, “A tal montura, tal
zar”.10 Estos dichos invierten el orden de las semejan­
zas: ya no es el poseído quien reproduce la figura y el
carácter de la potencia poseedora, sino que es ésta la que
se asemeja al poseído. Leiris hace notar además que,
entre los numerosos espíritus que pueden poseer a un
mismo individuo, sólo cuentan verdaderamente aque­
llos que le han sido asignados de conformidad con la
regla y que tiene la prioridad aquel zar que le ha sido
atribuido primero y al cual estará siempre muy próxi­
mo. El zar que se parece a su montura refuerza pues la
personalidad del poseído en lugar de sustituirla; y así se
comprende mejor por qué el nombre del zar inteligente­
mente asignado al “paciente” en el momento de su
iniciación, va a constituir para éste en su momento una
especie de estado civil o de pasaporte. Así queda supera­
da la cuestión de la buena o la mala fe. Y en la vida
cotidiana corriente (independientemente de los mo­
mentos rituales) la particular relación con un determi­
nado zar se evoca para justificar un movimiento de mal
humor o una decisión: el zar llega a ser el equivalente de
un rasgo de carácter personal que aquel que lo exhibe
puede deplorar, sin dejar por eso de invocarlo para
excusarse.
Más que nunca nos encontramos aquí en la episte-
me de la inmanencia. En efecto, Leiris hace notar que
ciertos zar son considerados como “de origen humano
históricamente definido”11 y que los zar en general
intervienen constantemente en la vida cotidiana; por
consiguiente, se estima que están “en el origen de ciertos
acontecimientos humanos en los que serán considera­
dos como los héroes que se integrarán eventualmente en
la mitología”.12 Este espectacular “retomo al remiten­
te”, por decirlo así, es evidentemente revelador de la
intimidad de las relaciones entre hombres y zar y de la
manera en que el mito se alimenta de la historia de los
hombres.
Leiris presenta un último punto que me parece muy
vinculado con la cuestión de la personalidad. Se trata de
saber si la posesión, en el sentido estricto del término, se
concibe como el resultado de una acción realizada desde
afuera, como el resultado de una dominación más que
como el resultado de una penetración y de una ocupa­
ción interior. Después de estudiar el vocabulario de la
posesión, el etnólogo se inclina a pensar que la primera
hipótesis es ciertamente la correcta. El etnólogo va aún
un poco más lejos y se pregunta si el poseído está
realmente sumido en la inconciencia en el momento de
su posesión. La cuestión tendría sólo un interés relativo
si no incumbiera también a la personalidad del poseído,
67
a su identidad, no a su sinceridad. De manera que en el
caso de la confesión hecha a Leiris por uno de los
profesionales de la posesión (ese profesional confiesa,
por ejemplo, el carácter a lo menos progresivo de la
pérdida de conciencia y confiesa, hablando en primera
persona, el placer que le inspira el hecho de transfor­
marse en zar cuando éste se transforma en hombre, en
amhara) lo que nos importa es, menos descubrir contra­
dicciones, que discernir la tensión de identidad que hace
imposible toda concepción absolutamente alternativa
de la personalidad.
Como lo he recordado en Dios como objeto, es preci­
samente esa imposibilidad en la que hacía hincapié un
informador de Bemard Maupoil cuando le confiaba a
este, refiriéndose a la posesión en el país de los fon, que
los vudú no caen sobre sus adeptos, sino que se “se les
montan a la cabeza”: “Tu vudú se encuentra en tu propio
riñón. La vida no susurra en el oído de la gente; ella le
habla a tu riñón”.13 El hecho de que haya otros en uno
mismo (el hecho de que la personalidad esté siempre
amenazada por una explosión de sus diversos compo­
nentes) está en alguna medida compensado por la evi­
dencia de sentido inverso, a saber, que hay algo de uno
mismo en los otros y que las potencias que ocupan al
“poseído” se le parecen o ya estaban virtualmente pre­
sentes en él.
Los tres polos de lo imaginario
En las noches oscuras o claras del país pumé, bajo
la frágil cubierta de un techo de follaje, a veces de chapa,
o al aire libre, bajo el cielo estrellado que lentamente se
inclina de este a oeste, cada individuo puede vivir
mientras duerme su sueño singular o escucharjunto con
68
otros hasta el alba al chamán que improvisa su canto y
evoca la mitología compartida, el mito que no cesa de
recomenzar. El sueño individual, cargado de restos
diurnos, de fantasías y de imágenes míticas; el mito,
vuelto a desplegar y enriquecido por la ensoñación de
otros mundos, y el canto, que atrae a los dioses, los
seduce y los cautiva por un instante, como si éstos
obedecieran a la exhortación de los hombres, son los tres
polos de un universo imaginario diferenciado que circu­
la de un individuo a otro y se presenta a cada uno de
ellos. Los hombres tienen necesidad del canto y del
chamán para oír a los dioses y creer en sus sueños; el
chamán tiene necesidad de soñar para creer en su canto
y en su viaje.
En nuestra propia tradición, el hilo sutil que corre
del sueño al mito y a la obra literaria o artística ha sido
objeto de una de las investigaciones de Freud. A éste le
interesaban, en primer lugar, las relaciones entre
“ensoñación o sueño diurno” y “creación literaria” y
afirmaba que ambas cosas son “la continuación y el
sustituto de los juegos infantiles del pasado”. Las pala­
bras tienen aquí su importancia y también la traducción
de las palabras. El pasaje antes citado está tomado de
un artículo traducido como “El poeta y la fantasía”, cuyo
original alemán fue publicado en 1908 en la Neue Revue
de Berlín con el título “Der Dichter und das Phanta-
sieren”.14La ensoñación o sueño diurno es la “fantasía”,
expresión que frecuentemente se ha traducido en psi­
coanálisis por la palabra “fantasma”. La forma ale­
mana phantasieren, que es un verbo sustantivado, ex­
presa mejor la acción de fantasear, de producir fantas­
mas. En cuanto a la expresión “poeta”, en la primera
acepción, {Dichter), designa al poeta en el sentido técni­
co, pero también al creador en un sentido amplio.
69
El niño que juega, nos dice Freud, se conduce como
un poeta, crea su mundo propio o más bien dispone su
mundo según su gusto, sólo que distingue claramente su
mundo lúdico de la realidad; además, al niño “le gusta
apuntalar sus objetos y sus situaciones imaginados en
cosas palpables y visibles del mundo real”.15Lo opuesto
al juego es la realidad, pero el juego, aun distinguién­
dose de ella, no se separa completamente de la realidad.
En cierto sentido, el creador literario hace lo mismo que
el niño que juega: toma seriamente su mundo de fanta­
sía, pero lo separa nítidamente de la realidad. Síguese
de ello que “muchas cosas que, en su condición de reales,
no podrían procurarnos goce alguno, pueden así y todo
hacerlo, tomadas en el juego de la fantasía; muchas
emociones que en sí mismas son propiamente penosas
pueden llegar a ser fuente de placer para el oyente o el
espectador del creador literario”.16
El adolescente, en lugar de jugar, se entrega a su
fantasía. Deja de lado “el apoyo en objetos reales”, que
era lo propio del juego, y se convierte en un soñador:
“...el adolescente crea lo que se puede llamar
ensoñaciones o sueños diurnos”.17 La fantasía es un
“correctivo de la realidad”; la fantasía no juega con la
realidad, sino que se evade de ella; encuentra en el
presente una ocasión de despertar deseos de lo invisible,
de reanimar recuerdos y de proyectar al futuro una
situación soñada. Si las fantasías llegan a ser preponde­
rantes, crean “las condiciones para caer en la neurosis
y la psicosis”.18 Pero todo el mundo se abandona de vez
en cuando a sus fantasías y las ensoñaciones, así como
los sueños nocturnos son, en primer lugar, realizaciones
de deseos.
De manera que el juego del niño está en el origen de
la fantasía que lo sustituye y de la creación que lo
70
continúa. Pero la creación es ella misma un misterio. Es
un misterio desde el punto de vista del autor, por lo
menos del autor de novelas de aventuras en el que
piensa Freud en su ensayo, pues el autor se ve llevado
a “dividir su yo en yoes parciales, por efecto de la
observación de sí mismo y en consecuencia a personifi­
car las corrientes conflictivas de su vida psíquica y a
encarnarlas en diferentes héroes”19 (así se esbozaría
una semejanza suplementaria entre el chamán, creador
de cantos, y el autor de personalidades múltiples). La
creación también es un misterio desde el punto de vista
del lector, pues, nos dice Freud, mientras que las fanta­
sías de los demás nos dejan habitualmente fríos, pueden
procurar placer cuando se las presenta en forma litera­
ria. Freud busca explicaciones de esta paradoja. En
virtud de sus técnicas propias, según piensa Freud, el
ars poética permite al autor romper “las barreras que
se levantan entre cada yo individual y los demás” al
velar el carácter “egoísta” del sueño nocturno y al
procurar al lector una “ganancia de placer” liberando en
él una forma de placer que emana de las fuentes psíqui­
cas más profundas. Freud llama también a este benefi­
cio de placer “placer preliminar” y relaciona su existen­
cia con el “relajamiento de tensiones existentes en
nuestra alma” y, para terminar, sugiere que el ejemplo
del autor, al término de una verdadera complicidad o de
una especie de mimetismo, nos pone a nosotros, los
lectores, en condiciones “de gozar en adelante de nues­
tras propias fantasías sin que haya motivo de reproche
o de vergüenza”.20
¿No podríamos agregar, apoyándonos en la distin­
ción establecida por el propio Freud entre la fantasía (o
ensoñación o sueño diurno) y la creación literaria, que
ésta conserva, sin dejar por ello de diferenciarse, un lazo
71
con lo real y especialmente con lo social, lazo que
relativiza su “egoísmo”? Sin duda, en este aspecto la
creación literaria prolonga el juego infantil, pero se
ajusta menos que éste a la soledad. En toda obra
artística está la presencia sensible a los demás de una
dimensión social mínima, una apelación a los testigos
que la distingue de toda fantasía irrevocablemente
insular.
La primera relación que establece Freud se refiere
pues al juego de la niñez, a la fantasía y a la creación
literaria. Esta comparte con la fantasía cierta relación
con la infancia. Pero existen varias clases de obras de
arte y Freud, por más que examine muy rápidamente la
cuestión en su breve ensayo, señala dos clases que no se
confunden con la novela “psicológica” en la que Freud
piensa principalmente: las novelas en las que el héroe es
más espectador que actor y las obras cuyo asunto corres­
ponde al repertorio colectivo y compartido de los mitos,
de las leyendas y de los cuentos. En algunas novelas de
Zola, “el personaje presentado como el héroe desempeña
un papel activo muy reducido pues ve desfilar ante sí,
más como un espectador, los actos y los sufrimientos de
los demás”.21 Este tipo de novela podría parecer más
alejado que otros del sueño diurno o ensoñación, pero
Freud hace notar que ha encontrado variantes de
ensoñaciones o sueños diurnos “en las que el yo se
contenta con el papel de espectador”.22
En cuanto a las obras que no son propiamente
creaciones libres sino que constituyen “modificaciones
de asuntos ya conocidos... procedentes del tesoro popu­
lar de los mitos, de las leyendas y de los cuentos”, son
obras que plantean otro problema y que Freud resuelve
prontamente al transponer al plano colectivo los análi­
sis realizados en el plano individual: “La investigación
•72
de estas formas procedentes de la psicología de los
pueblos no ha terminado en modo alguno, pero es muy
probable, por ejemplo en el caso de los mitos, que éstos
correspondan a los vestigios deformados de fantasías de
deseo propias de naciones enteras, a los sueños secula­
res de la joven humanidad”.23Aquí la ontogenia repro­
duce ciertamente la filogenia. El esquema esbozado en
el caso de este último tipo de obra concibe el sueño como
el origen del mito que, a su vez, inspira la creación
literaria.
En otras palabras, los sueños (diurnos o nocturnos)
y la creación literaria tienen para Freud la misma
materia prima, a saber, la infancia, definida como una
mezcla de memoria y de represión, mezcla que el psicoa­
nalista advierte y que el creador literario expresa. Un
año antes de su ensayo sobre “El poeta y la fantasía”,
Freud había publicado El delirio y los sueños en la
Gradiva de W. Jensen, texto en el que afirmaba que el
novelista y el psicoterapeuta que empleaba el método
analítico abrevaban en la misma fuente y trabajaban
sobre el mismo objeto: “Nuestra manera de proceder
consiste en observar conscientemente en los demás los
procesos psíquicos que se apartan de la norma a fin de
poder discernir y enunciar sus leyes. El escritor procede
de otra manera; dentro de su propia alma, dirige su
atención al inconsciente y escruta sus posibilidades de
desarrollo a fin de darles una expresión artística, en
lugar de reprimirlas mediante una crítica consciente.”24
La obra literaria y el psicoanálisis derivarían pues de un
mismo objeto del cual los sueños forman parte.
No nos detendremos aquí a considerar la teoría
freudiana de la literatura. En efecto, podemos presumir,
con J.-B. Pontalis, que Freud nos da una definición un
tanto endeble de la creación literaria, cuando se propo­
73
ne encontrar en los datos reales de la infancia la causa
primera y el núcleo de verdad de toda elaboración
imaginaria.25 Mi propósito será más modesto y a la vez
más general. Quiero sugerir que entre el sueño, el mito
y la creación literaria, entre esos tres polos de lo imagi­
nario, se produce una circulación de imágenes en un
doble sentido, circulación en virtud de la cual esas
imágenes se irrigan unas a otras. Desde un punto de
vista antropológico, sin duda se puede suponer además
que esas imágenes tienen más que ver con la muerte que
con la infancia y que su relación con la infancia es
también una relación con la muerte. En las sociedades
estudiadas preferentemente por la etnología clásica, la
primera infancia era un estado ambiguo, por un lado,
porque la mortalidad infantil, o la producida en el mo­
mento del nacimiento, era importante (con frecuencia se
consideró que un niño no había realmente nacido sino
después de algunos meses de existencia) y, por otro lado,
porque el recién nacido se identificaba en parte con un
ser desaparecido del cual llevaba en su cuerpo la huella
o la marca. De manera más general, los recuerdos de la
infancia están asociados con los rostros de seres desapa­
recidos. Se evoca la imagen del niño junto con el acom­
pañamiento de quienes lo conocieron, de todos aquellos
que lo rodeaban antes, fantasías ya lejanas o ancianos
irreconocibles a los ojos del adulto que sueña o recuerda.
La extraña proximidad, atestiguada en todas par­
tes, entre dioses, antepasados y muertos más recientes
debe asimismo tenerse en cuenta si uno se dispone a
interrogarse sobre la naturaleza de los seres imagina­
dos que pueblan los sueños y los mitos. En Africa y en
América a menudo se ha distinguido entre buenos y
malos soñantes. Buen soñante es aquel que ve con
claridad y sabe identificar a los interlocutores que
74
encuentra mientras duerme o, en el caso del chamán,
mientras dura su larga ensoñación. No se puede excluir
la posibilidad de que los relatos de esos buenos soñantes
y las nuevas acciones de los héroes míticos que aparecen
en los sueños singulares enriquezcan el fondo mítico. En
este sentido, la hermosa fórmula de Freud sobre los
“sueños seculares de la joven humanidad” podría
precisarse y actualizarse: los sueños singulares, en sus
diferentes formas, son tal vez una de las fuentes que
alimentan el mito colectivo. Y esto es precisamente lo
que sugería Michel Leiris, según vimos, cuando señala­
ba que el mito de los zar se enriquecía con la narración
de sucesos terrestres cuya paternidad se atribuía al zar.
Es esto también lo que afirma Georges Devereux en su
Etnopsicoanálisis complementarista, cuando dice, refi­
riéndose a los indios mohave, que el mito es eficaz
porque previamente ha sido soñado.
La manera en que los etnólogos “recogen” los mitos
y sus diferentes “versiones” raramente corresponde a
una circunstancia sociológica pertinente. El etnólogo es
sin duda el único en querer recoger un relato mítico
exhaustivo. En cambio, vemos, en el caso de ritos de
circunstancia, cómo fragmentos de mito, trozos de rela­
to, se utilizan, se comentan, se desarrollan y eventual­
mente se enriquecen. Ese era el caso en algunas sesio­
nes de terapia llevadas a cabo por un vidente (el bokono),
y a las que pude asistir en la década de 1970 en el país
de los guin y de los mina, cuando el bokono era una
personalidad reconocida y prestigiosa. Episodios míti­
cos que yo conocía por la lectura de Maupoil, quien los
había anotado antes de la guerra (pero téngase en
cuenta que el bokono no sabía leer), reaparecían en su
boca con detalles y comentarios suplementarios: el mito
experimentaba y desarrollaba nuevas formas. Tal vez
75
pudiera verse allí esbozarse, de una manera virtual, el
nacimiento posible de una epopeya, de una rapsodia,
producida por varios autores. Los héroes míticos de los
panteones bien diferenciados están muy caracteriza­
dos, son personajes más que personas y es un personaje
idéntico y fácilmente reconocible el que vuelve a encon­
trarse en varios episodios de un mito, incluso en aque­
llos casos en que el vidente que trata un caso particular
propone una nueva variante. De manera que el camino
de la ficción, del relato liberado de toda liturgia, pasa
eventualmente por el sueño y lleva del mito a la “crea­
ción-ficción” (creación literaria o creación artística) que
vuelve a poner en escena sus personajes.
Lo imaginario y la memoria colectivos (IMC) cons­
tituyen una totalidad simbólica por referencia a la cual
se define un grupo y en virtud de la cual ese grupo se
reproduce en el universo imaginario generación tras
generación. El complejo IMC ciertamente da forma a los
mundos imaginarios y a las memorias individuales.
IMC
(imaginario y memoria colectivos)

(imaginario y memoria individuales) (creación-ficción)

Asimismo ese complejo es una fuente de elaboracio­


nes narrativas (comentarios de ritos, relatos chamánicos,
epopeyas) producidas por creadores más o menos autó­
76
nomos. El complejo IMI (imaginario y memoria indivi­
duales) puede influir en el complejo colectivo y enrique­
cerlo, como acabamos de verlo con Leiris, Devereux y el
bokono de Togo, y es una fuente directa de la creación
literaria. Toda creación, ya sea que asuma una forma
sociológica más o menos colectiva, como en los casos de
colonización y de recreación cultural, ya sea que asuma
una forma artística y literaria más o menos individual,
puede a su vez afectar tanto los universos imaginarios
individuales como el simbolismo colectivo.
Por nuestra parte, emitiremos la hipótesis de que,
éñ consecuencia, todo agotamiento de una de estas
fuentes puede perjudicar a las otras dos. Ese es el riesgo
a que nos expone hoy la guerra de los sueños.
Notas
1. B. G. M. Nadel, Nupe Religión, Londres, Routledge and Kegan
Paul, 1954.
2. Jean Pouillon, “Malade et médecin; le méme et/ou l’autre”, en
Fétiche sans fétichisme, París, Maspero, 1975.
3. Luc de Heusch, Pourquoi l’épouser? et autres essais, París,
Gallimard, 1971.
4. Naturalmente, hay ejemplos de sueños “de interés general”
(especialmente político). Caroline Humphrey cita ejemplos de Mongolia
donde se puede “soñar para algún otro así como soñar para una gran
cantidad de personas”: Caroline Humphrey y A. Hürelbaatar, “Rever por
soi et pour les autres”, en Terrain 26,1996.
5. Se encontrará una buena exposición de las diferentes formas de
“sueño”, analizadas por la bibliografía en relación con el concepto de
persona en Giordana Charuty, “Destins anthropologiques du reve”, en
Terrain 26,1996.
6. Gemma Orobitg, Les Pumé et leurs reves, París, Editions des
Archives Contemporaines.
7. Jean-Pierre Dozon, La Cause des prophétes. Politique et religión
en Afrique contemporaine, seguido de La Legón des prophétes de Marc
Augé, París, Editions du Seuil 1995.
8. Michel Leiris, La Possession et ses aspects théatraux chez les
Ethiopiens de Gondar, citado aquí enMiroirde lAfrique, París, Gallimard
77
1996. Inicialmente aparecido en la colección “L’Homme, Cahiers
d'etlinologie, de géographie et de linguistique", París, Plon, 1958, nueva
colección, n®1.
9. Ibid., pág. 1035.
10. Ibid., pág. 963 y nota 15.
11. Ibid., pág. 958.
12. Ibid., pág. 1023.
13. En Le dicu objet (Flammarion, 1988, pág. 23) he hecho notar que
una propiedad del vudú consiste en “montar en la cabeza”de aquellos que
le sirven. Además de la observación citada, Maupoil da varias indicacio­
nes en este sentido. Véase Bernard Maupoil, La géomanáe á l’ancienne
cote des Esclaves, París, Instituto de Etnología, 1943, reedición de 1992,
págs. 59-60.
14. Tomo estas indicaciones y las observaciones que siguen de las
notas de Bertrand Féron, quien tradujo para Gallimard L’lnquiétante
Etrangelé et autres essais, colección “Folio Essais”, 1985. Los ensayos
fueron previamente reunidos y traducidos por Marie Bonaparte y la
señora E. Martv con el título Essais du Psvchanalyse appliquée, París,
Gallimard, 1933.
15. Sigrnund Freud, “Le créateur littéraire et la fantaisie”, en
L’lnquiétante Étrangeté et Autres Essais, op. cit., pág. 34.
16. Ibid., pág. 35.
17. Ibid., pág. 36.
18. Ibid., pág. 40.
19. Ibid., pág. 43.
20. Ibid., pág. 46.
21. Ibid., pág. 43.
22. Ibid.
23. Ibid., pág. 45.
24. S. Freud, Le Delire et les Reves dans la Gradiva de W. Jensen,
trad. francesa, París, Gallimard, 1986, pág. 243.
25. J.-B. Pontalis, prefacio, en ibid, pág. 21.

78
4

Los antecedentes: la imagen y


el sueño colonizados

La historia nos ofrece numerosos ejemplos de lu­


chas para obtener el control de las imágenes y de la
interpretación de los sueños. Esas luchas nada tienen
de metafórico, por más que correspondan, o bien a un
conflicto interior, como durante la edad media europea
en la que la Iglesia ataca la imaginación pagana, o bien
a un conflicto de tipo colonial, como en el México y los
Andes del siglo xvi cuando las órdenes mendicantes y
luego los jesuitas se lanzan (frente a amerindios que no
estaban totalmente desprovistos en la materia) a lo que
Serge Gruzinski ha llamado “la guerra de las imáge­
nes”.1 Trátase pues de una guerra, de una verdadera
guerra, tanto a lo largo de la edad media europea, como
en los momentos más floridos del barroco americano,
guerra de larga duración cuyo desarrollo complejo pide
la utilización de términos tales como ofensiva, contra­
ofensiva, estrategia, enfrentamiento, movilización, co­
lonización...
Tanto sobre la esfera europea como sobre la esfera
americana los historiadores nos proponen análisis de
una gran riqueza. Consideraremos muy especialmente
79
aquí tres de las perspectivas que ofrecen dichos análisis,
pues cada una de ellas pone de relieve uno de los vértices
del triángulo de lo imaginario que acabamos de esbozar.
En la primera perspectiva, la de Jacques Le Goff2 y de
Jean-Claude Schmitt,3 encontramos la filiación entre
sueños, narración y formación del yo. La segunda pers­
pectiva, la de Cario Ginzburg,4 prolonga, si cabe decirlo
así, la primera y considera la experiencia de la muerte
como la fuente de toda narración. En la tercera perspec­
tiva se perfilan las relaciones entre sueños y poder y, con
Serge Gruzinski, las diferentes formas de enfrenta­
miento entre universos imaginarios colectivos, formas
que nos permiten volver a interrogarnos sobre concep­
tos como sincretismo, resistencia o recreación cultural.
Sueños, visiones, narraciones
Para la Iglesia el debate previo a toda interrogación
sobre la imagen se refirió siempre a la naturaleza de los
sueños y de las visiones. En los diferentes contextos y en
los diferentes momentos en que la vemos afrontando las
imágenes oníricas de otros, la Iglesia oscila entre dos
actitudes, en rigor de verdad, poco conciliables: o bien
las imágenes no son nada, son sólo restos diurnos,
rastros corporales, como si frente a las cosmologías
exteriores el cristianismo sólo pudiera ser materialista;
o bien, las imágenes son ilusiones, sueños falsos, pero
que por eso mismo pueden integrarse, por diversos
conceptos, en el sistema de interpretación cristiano. La
primera posición es la adoptada por la Iglesia mejicana
dentro de un contexto en que la oposición sueños verda­
deros/sueños vanos es de un manejo demasiado delica­
do, a causa del carácter tradicionalmente muy elabora­
do de la interpretación de los sueños que tienen los
indios. La Iglesia mejicana corta por lo sano, observa
Serge Gruzinski5 y “proclama en su predicación a los
indios la ruptura entre estar despierto y estar dormido
y enseña que las sensaciones visuales que pueblan los
sueños o producen las visiones no pueden ser otra cosa
que reminiscencias de impresiones recogidas aquí aba­
jo”6 aun cuando, por supuesto, nunca queda completa­
mente excluida la posibilidad de que Dios o el diablo
puedan intervenir en esta cuestión. El hombre, Dios o el
diablo (las tres fuentes de los sueños investigadas y
analizadas por Gregorio el Grande en el siglo xvi) se
invocan y utilizan de manera desigual según los contex­
tos y las épocas. Los historiadores están todos de acuer­
do en afirmar que, durante todo el primer milenio, la
actitud oficial de la Iglesia respecto de los sueños era
una actitud de sospecha, por más que reconociera a
algunas personas, consideradas “soñantes de elite” (la
expresión pertenece a Jacques Le Goff), esencialmente
reyes y santos, la capacidad de tener sueños visionarios
inspirados por Dios. El resto de los mortales, según
observa Jean-Claude Schmitt, era considerado, princi­
palmente mientras dormía, como presa fácil de las
“ilusiones diabólicas”.7Alo largo de toda la edad media
hasta el siglo xii, la distinción entre sueños “verdaderos”
y sueños “falsos” se refiere a su origen divino (que
garantizaba la verdad de la aparición o de la profecía) o
a su origen diabólico (el sueño diabólico, tan real como
el otro, produce ilusiones engañosas que acarrean la
perdición al soñante cristiano).8
Con todo, es normal que, pára una institución como
la Iglesia, los sueños sean objetó de una extrema descon­
fianza, pues los sueños por definición escapan al control
del soñante y a fortiori al control de los eclesiásticos,
quienes oficialmente están a cargo de las almas y cuya
81
experiencia propia les revela los vértigos y las seduccio­
nes incontrolables que los sueños pueden suscitar, los
abismos que abren a la imaginación. Las visiones diur­
nas, aparentemente más frecuentes, se consideraban
menos inquietantes porque se producían ante testigos y
también porque estaban desde el principio sometidas a
la apreciación y a la interpretación de las autoridades
religiosas. A la noche incontrolable de los individuos,
expuestos a los manejos déí diablo y a las complacencias
del cuerpo, se opone el pleno día de las visiones en estado
de vigilia, filtradas y garantizadas por “el testimonio de
mediadores autorizados que forman una muralla de
protección contra las tentaciones diabólicas”.9
Porque los hombres son mortales y lo saben, el
sueño y la visión diurna ofrecen a la Iglesia la ocasión
para hacer experimentar a cada individuo la singulari­
dad de una trayectoria personal sancionada por un
juicio individual después de la muerte. Aquí la muerte
desempeña una función esencial porque, primero, se
identifica con la idea angustiosa de ese juicio sin apela­
ción y también porque, por ese concepto, es objeto de
múltiples testimonios que pueden tomar la forma de
verdaderas narraciones. Jacques Le Goff recuerda que
el género de la autobiografía onírica nació durante la
antigüedad tardía y que el tema dominante de los
sueños narrados es el viaje al más allá. Partiendo de un
examen de los “relatos autobiográficos de aparecidos”,
Jean-Claude Schmitt muestra de manera más sistemá­
tica el lazo que se establece progresivamente entre la
representación de la muerte y de los muertos, los sueños
y las visiones diurnas, el relato y la constitución de un
sujeto autónomo. Por “relato autobiográfico de apareci­
dos” hay que entender la narración que un individuo
hace de su encuentro con un muerto (al que a veces le “da
82
la palabra”), un individuo que generalmente es un
monje o un clérigo, pero a partir del siglo xii es también
un laico letrado. Las experiencias que son ocasión de
este encuentro y la fuente del relato son de tres tipos: la
sensación de una presencia próxima (una sensación
análoga a la de lo “extraño inquietante”, o al Unheim-
lich, concepto en el que se interesará Freud), la visión en
estado de vigilia de un muerto en un momento de
éxtasis, y los sueños que uno tiene mientras duerme.
Los historiadores son sensibles al hecho de que los
relatos en primera persona constituyen uno de los
caminos por los cuales el individuo se afirma. Esos
relatos se desarrollan en efecto después del año 1000,
cuando se produce una renovación general de la escritu­
ra autobiográfica y de lo que se ha podido llamar la
“subjetividad literaria”.10
La escritura, los sueños personales y el trabajo del
duelo están pues estrechamente relacionados en una
empresa que es tanto más original, a los ojos de Jean-
Claude Schmitt, cuanto que sucede a una época (el
primer milenio) durante la cual se experimenta una
misma desconfianza respecto de la afirmación de un yo
autónomo y de los sueños: “...el yo se concebía y se
expresaba mediante modelos de conducta y una idea de
la identidad cuyas referencias eran exteriores al sujeto
individual”.11Así solía ocurrir que los cristianos, invita­
dos a declinar su identidad, declararan simplemente
que se llamaban “cristianos”, de manera que no reivin­
dicaban otra identidad que no fuera aquella que com­
partían con sus correligionarios.
El conjunto de estas observaciones tiene gran inte­
rés. Ellas nos invitan, en primer lugar, a considerar que
la idea de un yo autónomo no sigue a la aparición del
cristianismo ni lo acompaña como su sombra. La idea de
83
comunidad o de comunión es esencial al cristianismo.
De suerte que es necesaria una conjunción de elemen­
tos, una coyuntura, para que el acento se coloque sobre
su dimensión singularizante e individualizante. Por
otro lado, los sueños no pueden constituir por sí solos la
experiencia fundamental de la individuación. No pre­
sentan a la conciencia del durmiente una serie de
identidades concretas y definitivamente establecidas.
En cuanto al yo del durfiiiente, hay sueños o momentos
del sueño, en los que el durmiente no desempeña ningún
rol.12 Para que la narración del sueño (o de la visión en
estado de vigilia) tenga cierto parentesco con una mani­
festación evidente de la conciencia de sí mismo, es me­
nester algo más, es menester un juego de relaciones en
virtud de las cuales se define como vacío el lugar de un
sujetó, y la narración tiene precisamente la vocación de
llenar ese vacío.
Así se establece una primera relación entre el
soñante o el visionario y aquellos que solicitan su
testimonio, a saber, individuos particulares o la institu­
ción religiosa como tal, que representan una demanda
de narración y contribuyen a constituir un género lite­
rario. Desde este punto de vista, la visión en estado de
vigilia se distingue del sueño. La visión es en primer
lugar el objeto de una transmisión oral y luego de una
transcripción escrita. De esta manera, la narración se
convierte en un verdadero “objeto social”, condición que
debe también al “espacio social en el que está destinada
a circular”. El relato autobiográfico de un sueño se
distingue de este primer tipo de narración en la medida
en que su significación y sus márgenes “se reducen
frecuentemente al círculo íntimo de los allegados y
parientes que rodean al soñante escritor”.13
En este contexto, el soñante o el visionario es
84
parecido a un viajero a quien se le pide que cuente sus
aventuras. Sólo que todo el mundo sabe de dónde llega
el narrador (ha viajado al más allá) y que se ha encon­
trado con muertos aparentemente ansiosos de conser­
var un contacto con el mundo de los vivos. La experien­
cia de los soñantes mediadores de la edad media no está
pues muy alejada de la experiencia del chamán pumé: la
relación de ambos personajes con los muertos gobierna
su inspiración literaria y singulariza su personalidad.
La posición del narrador se sitúa en la intersección de
una demanda social (en gran medida informada por lo
imaginario colectivo) y de una experiencia imaginaria
determinada por la memoria individual y también por
una relación personal con la muerte.
El soñante narrador está pues más que ningún otro
en condiciones de “definir la situación” y de apreciar la
posición que ocupa entre los vivos que quieren oír hablar
de los muertos y solicitan su testimonio y los muertos
con los cuales lo liga un lazo particular. Su posición
entre los muertos y sus muertos o, si se quiere (la muerte
de los allegados es para cada individuo proyección y
anticipación), entre la muerte y su propia muerte.
Sin duda Cario Giiizburg es uno de los historiadores
de la Europa premoderna que más atención prestó al
problema de la relación entre los sueños, el mito y la
narración a través de la referencia común a la muerte.
Pero Ginzburg aborda el tema partiendo de dos proble­
máticas diferentes que no se confunden, por más que el
autor trata de conciliarias en su obra Le Sabbat des
sorciéres. La primera problemática tiene que ver con
una hipótesis de tipo difusionista. Una serie de temas
literarios (el viaje del héroe en el ciclo del rey Arturo
como viaje al mundo de los muertos), y de creencias (la
creencia en los hombres lobo en los países bálticos a
85
fines del siglo xvn, o la creencia en los benandanti del
Friul entre los siglos xv ii y x v iii ) procederían de un
sustrato cultural del cual el chamanismo siberiano
constituiría el arquetipo y el origen. Debemos agregar
que, para Ginzburg, esta hipótesis no nos exime de
interrogamos sobre las reglas formales que permiten la
reelaboración del mito y del rito transmitidos por inter­
mediarios históricos. Todo el problema, agrega este
autor (y a mí me parecé que esta posición muestra una
evolución de su teoría, que al principio era más resuel­
tamente difusionista), es saber hasta qué punto las
formas y las reglas internas “podían engendrar ritos y
mitos isomorfos en el interior de culturas carentes de
lazos históricos”.14
En la escala europea, la semejanza entre los mitos
que confluyen en el tema sabático de las brujas es lo que
más particularmente retiene la atención del autor, pero
más allá de esa semejanza, también llama la atención de
este la persistencia durante milenios de lo que llama un
“núcleo narrativo elemental”. Sólo que la organización
de ese núcleo narrativo ya no depende de los azares de
la transmisión histórica sino que corresponde a la se­
gunda problemática, a una necesidad formal en la que
la metáfora (el desplazamiento metafórico) desempeña
una parte esencial que explica el parentesco que hay
entre los sueños, los mitos y la poesía. De ahí la hipótesis
formulada por Ginzburg, de cuya audacia parece asus­
tarse él mismo cuando escribe: “La respuesta tal vez sea
demasi ado simple. Narrar significa hablar aquí y ahora
revestido de una autoridad que se debe al hecho de
haber estado (de manera literal o metafórica) allá abajo
y en aquel momento. Ya hemos reconocido un rasgo
distintivo del espíritu humano en dicha participación,
en participar del mundo de los vivos y del de los muertos,
86
de la esfera de lo visible y de lo invisible. Lo que hemos
tratado de analizar aquí no es un relato entre muchos
otros, sino que hemos abordado la matriz de todos los
relatos posibles.”15
Hacer de la experiencia de la muerte “la matriz de
todos los relatos posibles” significa situarse resuelta­
mente fuera de toda problemática culturalista o difusio-
nista. Significa formular la hipótesis antropológica de
un nexo necesario entre lo imaginario de la muerte y
todo imaginario narrativo. Significa pues también plan­
tear el problema de la relación entre el mito, entendido
como relato de los orígenes, y el rito que se inspira en
dicho relato pero que también lo reproduce y lo enrique­
ce al determinar el espacio en el que los muertos reapa­
recen y en el que los relatos se elaboran. Si existe
semejante nexo, su existencia implica que en las situa­
ciones de conquista y de colonización los relatos y los
muertos de unos corresponden a los relatos y a los
muertos de los otros. La “guerra de las imágenes” de la
que ha hablado Serge Gruzinski pone en escena ese
doble enfrentamiento: a las estatuas y a las imágenes
del cristianismo, que lanza sus propios muertos y ante­
pasados a la conquista del universo imaginario indio,
corresponden las exégesis y las narraciones que relatan
su vida y sus milagros. Si la experiencia de la muerte es
la matriz de todo relato, las nuevas imágenes de la
muerte y de los muertos constituyen la fuente de nuevos
relatos. Lo cierto es que el culto de la Santa Muerte se
difunde rápidamente entre los indios y los mestizos y
bien conocida es la influencia que ejercerán en ellos las
imágenes de la Pasión de Cristo a partir de la época
barroca.
Los historiadores de la larga edad media europea
nos han mostrado cómo se desarrollaban las ambivalen­
87
cias y las ambigüedades de los sueños cristianos. A
través de la evolución de un fenómeno del cual una serie
de oposiciones binarias (sueño-revelación/sueño-ilusión,
sueño mientras está uno dormido/visión en estado de
vigilia, sueño individual/sueño colectivo) traduce su
incertidumbre en cierto modo constitutiva, vemos sin
embargo cómo se perfila progresivamente una constata­
ción: ésta se refiere a la importancia siempre asignada
a las imágenes onírica^, a la estrecha relación que tales
imágenes mantienen con la condición de la persona y del
individuo (el cual es él mismo inseparable de la condi­
ción reconocida a los muertos y a los antepasados) y, por
fin, a la dimensión esencialmente narrativa de las
imágenes, puesto que las imágenes existen, tanto para
los testigos exteriores como para quien las ha “visto”,
solamente por el relato de que ellas son objeto.
Los debates sobre la naturaleza de los sueños, por
su parte, revelan desde el comienzo su carácter literal­
mente polémico. Los conflictos de que los sueños son
objeto son conflictos de interpretación y no incumben
solamente a los individuos. Jacques Le Goff, en Lo
imaginario medieval, hace notar que los sueños intere­
san al historiador como fenómeno colectivo, que se
sitúan dentro de los marcos sociales y culturales de una
sociedad y que el siglo xvti hasta tuvo “epidemias de
sueños”. Esta dimensión colectiva puede llegar a ser
contestataria y por eso inquietar a las autoridades. Aun
después del gran movimiento de liberación de los sue­
ños, posterior al primer milenio, la presencia del diablo,
y detrás de esta presencia, la de la protesta y la de la
herejía, siempre resultaron sospechosas, especialmen­
te cuando los sueños parecían constituirse en un
“contrasistema cultural” y la protesta onírica parecía
contribuir a la constitución de la herejía. Sobre este
88
particular, Jacques Le Goíf cita el caso del primer hereje
“popular” posterior al año 1000, cuyas acciones tenían
su origen en la visión en estado de vigilia que tuvo en un
campo y cita también a los cátaros de Montaillou de
quienes Emmanuel Le Roy Ladurie mostró la fascina­
ción que ejercían en ellos los sueños. En un sentido
inverso, Jean-Claude Schmitt observa que, siempre
después del año 1000, los relatos de aparecidos, espe­
cialmente cuando relataban una visión tenida en estado
de vigilia, fueron movilizados al servicio de la reforma
de la Iglesia.
La guerra de las imágenes
En el contexto de la colonización propiamente di­
cha, el choque de las imágenes es sumamente estrepito­
so, pero sus consecuencias, evidentemente enormes,
resultan tanto más difíciles de apreciar cuanto que a la
ambigüedad fundamental del fenómeno se agrega la
complejidad de las reacciones que éste produce, reaccio­
nes siempre divididas entre la resistencia y la seduc­
ción. Serge Gruzinski, en diversas obras, pero más
sistemáticamente en su libro La guerra de las imágenes,
pone bien de relieve, refiriéndose al México colonial, el
juego cruzado de las ambivalencias que preside el en­
frentamiento délos universos imaginarios. En efecto, la
Iglesia se preocupa por el éxito que tendrá, especial­
mente gracias a la acción de los jesuítas, la solicitación
permanente y espectacular de la imaginación amerindia,
cuyos efectos la Iglesia se esfuerza por dominar o re­
orientar. Por otro lado, la conversión de los indios a las
imágenes cristianas no deja de plantear problemas:
puede uno hacer notar la capacidad de los indios para
reinterpretar esas imágenes, lo cual se ajusta así a la
89
hipótesis de una resistencia efectiva y de una identidad
propia conservada. O también se puede hacer valer el
hecho de que, al fin de cuentas, el fervor indígena es
señal de una adhesión global y total a la religión de los
vencedores.
Desde este último punto de vista, se podría explicar
en términos militares y triunfalistas la guerra de las
imágenes desatada por la Iglesia en el siglo xvi. Después
de un período de preparación llevada a cabo por las
órdenes mendicantes que sensibilizan a los indios a los
cánones del arte europeo (la semejanza, la perspectiva,
las imágenes que cubren las paredes de los monasterios
franciscanos, el teatro y sus trucos), se lanza la ofensiva
a mediados del siglo; la Compañía de Jesús es su fuerza
de choque; encuadra especialmente la experiencia visio­
naria de los indios dentro del marco en el que las figuras
de la pintura cristiana europea sustituyen las pictogra­
fías locales. El dispositivo barroco “con sus ejércitos de
pintores, de escultores, de teólogos y de inquisidores”,16
apuntará hasta el siglo x v iii a perfeccionar la integra­
ción de los indios y la adhesión de todo un pueblo (a veces
en un estado cercano a la alucinación) a la evidencia de
la proximidad de Dios y de sus santos. Lo que entra en
juego entonces es el conjunto de toda la sociedad; espa­
ñoles, indios, negros y mestizos mezclados forman un
primer esbozo de identidad nacional. La imagen cubre
el cuerpo mediante los tatuajes y las pinturas: “Queda
abolida toda distancia entre el ser y la imagen en las
pieles blancas, morenas o negras de los habitantes de
Nueva España”.17
Pero esta trayectoria en una sola dirección (del arte
de unos a la imaginación de los otros) es demasiado
simple, por más que esté claramente atestiguada y, en
la relación con la imagen misma, lo que prevalece es
90
ciertamente la ambivalencia, tanto en los fieles indios
como en los miembros de la Iglesia o en los responsables
políticos. Tomemos el ejemplo del culto de la Virgen de
Guadalupe, que en México continúa hoy siendo un vi­
goroso símbolo nacional.
Este culto se remonta al siglo xvi. Alrededor de
1530, los primeros evangelizadores construyeron una
ermita en el emplazamiento de un santuario prehispá-
nico, Tepeyac. Los indios frecuentaban esa capilla pro­
bablemente con el sentimiento de que perpetuaban
así el antiguo culto rendido a la Madre de los dioses, Toci
(“Nuestra Madre”), divinidad telúrica. En 1555, sin
duda por iniciativa del arzobispo Montufar, un pintor
indígena, Marcos, realizó una obra según un modelo
europeo, pero hecha en un soporte de factura tradicio­
nal; secretamente esa obra sustituyó a la imagen primi­
tiva. Apesar de las protestas de los franciscanos, el culto
debía desarrollarse en aquel lugar que llegó a ser el
lugar de la “aparición” de la Virgen. El término “apari­
ción” ¿se aplica entonces a la Virgen o a su imagen?
Gruzinsld observa que, desde el punto de vista indio, la
cuestión es indiferente: “En realidad y mirando de cerca
la cuestión, ¿no equivale la aparición de 1555 a la pro­
ducción de un ixiptla en el sentido antiguo, en el sentido
en que la manifestación de una presencia divina proce­
de de la fabricación y de la presentación del objeto de
culto?”18 El arzobispo Montufar, si hemos de atribuirle
la paternidad del milagro, ganó pues la batalla en todos
los frentes: fijó el desarrollo del culto mariano en un
territorio preciso, el antiguo santuario de Toci-Tonantzin,
eliminó la influencia franciscana, sedujo a los indios y
asoció a indios y españoles en un mismo culto.
Esta política de la imagen fue denunciada por los
franciscanos, que se preocupaban principalmente por
91
el hecho de que una serie de cultos de santos se situara
en el lugar de cultos prehispánicos y temían que, so color
de peregrinación cristiana, muchos indios continuaran
rindiendo homenaje a sus antiguas divinidades. Las
posiciones ambivalentes de la Iglesia, en su diversidad,
harían juego pues con la ambigüedad y hasta con la
duplicidad de las prácticas indias. Hasta fines del siglo
xvin el culto de la Virgen de Guadalupe y el culto de los
santos en general fueren objeto alternativamente, por
parte de la Iglesia, de una mirada entusiasta o de cierta
sospecha. La piedad barroca alcanzó su apogeo en la
primera mitad del siglo x v iii cuando se multiplicaron las
vírgenes locales y las imágenes milagrosas; luego, ante
el asalto de la Ilustración y del pensamiento racionalista,
la Iglesia se hizo más exigente respecto de la piedad
popular. La Compañía de Jesús, que había asegurado el
éxito de la imagen barroca, fue expulsada de Nueva
España en 1767. En adelante, se hizo la distinción entre
los milagros verdaderos y los milagros falsos. Lo impor­
tante era no dar a los librepensadores ocasiones de
ridiculizar la religión verdadera. La valorización de la
piedad interiorizada va acompañada por la decadencia
de la gran pintura mejicana, por el abandono oficial del
estilo barroco y por la disminución de los temas religio­
sos. Pero Gruzinski, que analiza ese desencantamiento
programado, subraya en cambio la extraordinaria vita­
lidad de la producción popular que continuará caracte­
rizando todo el siglo xix. Esa producción, que es a veces
la obra de artistas indígenas, “reproduce incansable­
mente las almas que están en el purgatorio, la vida de
los santos, las vírgenes milagrosas y en primer lugar
Nuestra Señora de Guadalupe”.19 El monopolio de la
imagen se ha desplazado. También en el plano político
encontramos esta ambivalencia. En el momento de la
92
guerra de la independencia, según se ha podido decir,
dos grandes imágenes marianas se identificaron con
cada uno de los campos en lucha: la Virgen de Guadalupe
correspondía a los insurgentes y la Virgen de los Reme­
dios, a los realistas: “Los españoles llegaron a odiar a la
Virgen del Tepeyac hasta el punto de fusilar una de süs
efigies y de profanar algunas otras”.20 Con la indepen­
dencia, tanto los liberales como los conservadores hacen
de Nuestra Señora de Guadalupe un símbolo nacional.
Patrona luego del imperio mejicano, la Virgen hasta
llega a seducir a miembros de la francmasonería. Si bien
la situación oficial se modifica después de la caída del
imperio de Maximiliano, con la separación de la Iglesia
y del Estado y la reforma constitucional de 1873, la
Iglesia vuelve a fomentar el culto de Nuestra Señora de
Guadalupe y el culto de los santos en general. Y por más
que los liberales vieran en el catolicismo mejicano una
especie de idolatría, no podían ignorar el resplandor del
culto de la Guadalupe. El liberal Altamiraño observa
que en las festividades de la Virgen “toman parte igual­
mente los indios y las gentes de razón”.21 Los orígenes
sociales y étnicos quedan abolidos frente a ella y el
pensamiento liberal político de fin de siglo, dividido
entre el racionalismo y el nacionalismo, no puede dejar
de reconocer en ese culto una expresión de la conciencia
nacional. Y en definitiva es bastante notable el hecho de
que, respecto de nuestra Señora de Guadalupe, la vaci­
lación liberal y laica (que ve en ese culto a la vez un
símbolo nacional y un signo de oscurantismo) parece ser
un eco de las dudas de la Iglesia promovidas a veces por
el fervor excesivo y la adhesión absoluta de sus fieles a
la imagen, como si la Iglesia se sintiera obligada, a más
de cuatro siglos de lá conquista, a interrogarse todavía
sobre el sentido de la conversión de esos fieles.
93
Las interrogaciones referentes a la interpenetración
y a la confrontación de universos imaginarios proceden
en realidad de registros diferentes, aunque ocurre que
alguna época o algún grupo haga hincapié en uno de
ellos. El primero es el registro de la representación:
bastante rápidamente una iconografía sustituye a otra
o se superpone a ella en los lugares de sustitución de
cultos. Esta sustitución-sobreimpresión ilustra una re­
lación de fuerzas (las imágenes ya no representan a las
mismas potencias o a las mismas entidades) pero esa
relación con bastante rapidez (el lapso de una genera­
ción) llega a ser la decoración natural de la vida, la
referencia al pasado más reciente del que pueden acor­
darse los individuos de la segunda generación: esa
sustitución-sobreimpresión se convierte en una segun­
da cultura, así como se dice una segunda naturaleza,
y hasta en la única cultura, desde el momento en que,
al cabo de las generaciones, se agota la fuerza de las
narraciones y de las referencias anteriores a la nueva
historia colectiva. El segundo registro es el de la cosa
misma, de la que uno se desembaraza con harta facili­
dad al atribuir la idolatría únicamente a las religiones
prehispánicas. Lo que verdaderamente entra en juego
en los debates que la Iglesia orquesta para su propio uso
y para uso exterior, es la relación con la imagen y con el
objeto, con la naturaleza de su presencia. Toda imagen
puede suscitar un fenómeno de apropiación y de identi­
ficación que le confiere a su vez una especie de existen­
cia autónoma y de vida propia: esto es cierto en el caso
de la imagen material y más aún en el de la imagen de
los sueños y, todavía más, cuando ambas se confunden,
pues el sueño se nutre de las imágenes diurnas y éstas
a su vez aparecen como recuerdos o prolongaciones del
sueño que les ha dado cuerpo. Hacer de toda adhesión
94

-1BI
fetichista a las imágenes cristianas el rastro inconscien­
te de una idolatría perdida o la forma indirecta de una
resistencia tenaz significa razonar como la Iglesia y
aceptar sus razones: en todo caso, significa renunciar a
interrogarse desde el interior del fenómeno sobre la
naturaleza de la relación que los seres humanos mantie­
nen con su imaginación y su ámbito imaginario. El
tercer registro es el de la relación o el registro de lo
simbólico: desde el momento en que las imágenes están
materializadas, son instrumentos de relación; hay que
reconocerse en ellas (y reconocer en ellas la identidad
que se comparte con los demás) para reconocerlas como
fuerzas efectivas o representantes de una fuerza efecti­
va. Históricamente, las cuestiones referentes a la rela­
ción con la imagen tienen que ver con las relaciones que
mantienen entre sí aquellos que le son devotos. En el
caso de la devoción llamada popular, todo el problema
está en saber (es un problema de interpretación y
eventualmente un problema político) cuál es la ampli­
tud del efecto de reconocimiento que la devoción suscita.
Ese efecto, reducido a la persona individual del practi­
cante, sólo nos lleva ulteriormente a interpretarlo como
una superstición anodina. Si el efecto se proyecta al
nivel nacional, confiere a la devoción (cualquiera que
sea la mirada que se eche sobre ella) un valor de
integración. Reducido a un grupo minoritario, el efecto
de reconocimiento es generalmente percibido por las
autoridades oficiales, religiosas o políticas como vir­
tualmente subversivo. Detrás de las interrogaciones
relativas a la naturaleza de la adhesión a las imágenes,
a la verdad de la conversión o a las paradojas del
oscurantismo, puede adivinarse una inquietud que se
manifiesta más explícitamente en ocasión de darse una
conmoción popular. Que la dimensión de identidad del
95
culto ponga en escena al individuo o a la colectividad
nacional es, al fin de cuentas, eminentemente deseable.
Por lo demás, tenemos numerosos ejemplos de la políti­
ca que siguió la Iglesia sobre este particular. Pero lo que
temen, sin formularlo siempre, los representantes de la
autoridad religiosa o política es el hecho de que ese
cobrar conciencia de identidad debido a la práctica del
culto se fije en las fronteras de un grupo o de grupos
dominados, lo cual puede ser el comienzo de una con­
ciencia de clase y de una voluntad de resistencia.
Ese temor y esa duda son significativos. En el fondo,
expresan la misma incertidumbre que los movimientos
mismos que causan la inquietud y que nunca son de
plena adhesión o de plena oposición. Copiosa es la
bibliografía sobre esos movimientos, llamados general­
mente sincréticos y nacidos en todos los continentes en
contextos de colonización. Esos contextos mismos son
diferentes, pero tienen en común la circunstancia de
solicitar la imaginación de los diversos grupos y de
modificar sus respectivos universos imaginarios. Las
diferencias contextúales no son por eso desdeñables.
Por ejemplo, los modelos de representación y de inter­
pretación de Europa y de América en el siglo xvi, en el
momento de la conquista, no estaban tan alejados uno
del otro como pudiera creerse.22 Pero esa “contempora­
neidad” del colonizador y de los colonizados no tiene su
equivalente en el siglo xix, cuando se produce la penetra­
ción militar europea en Africa. Sin duda hay que asignar
aquí una importancia particular al siglo de la Ilustra­
ción y a la modernidad que se proponen modificar tanto
su contorno próximo como las tierras remotas a que
condujo el movimiento de expansión europea. Varios
ejemplos nos invitan a considerar que la historia de la
América colonial es una historia que se desarrolla en
96
dos tiempos: el tiempo de la conquista (y de la “contem­
poraneidad” relativa a que acabamos de referirnos) y el
tiempo de la formación del Estado y de la nación, etapa
durante la cual una elite de origen europeo se destaca
del resto de la población y condena a la parte india*
negra o mestiza, que es demográficamente mayoritaria,
a una especie de minoría política e ideológica que duran­
te mucho tiempo sólo logrará expresarse en el plano
religioso. La adhesión de la elite a los modelos religiosos
vigentes puede ser sincera y espectacular de su parte,
pero esto hace que, desde una perspectiva exterior, se
confunda el cuadro general; esa devoción se “distingue”
sin embargo, de manera más o menos clara o sutil, de la
devoción popular o de movimientos y cultos como los de
la santería cubana, el umbanda del Brasil, María Lionza
de Venezuela, que habrán de proliferar durante el siglo
xx en las periferias urbanas.
La dimensión entre dos mitos
La sospecha de que es objeto la devoción popular por
parte de las elites cristianas consiste, o bien en conside­
rarla “sincrética” (adorar a una divinidad a través de
otra, por ejemplo, a un dios mejicano a través de un
santo católico), o bien considerarla “fetichista” (a saber,
confundir lo representado con el representante). En
suma, consideran que la devoción popular se vale de la
imagen o se aliena en favor de ella. Esa sospecha de
diferencia es ella misma extrañamente ambivalente.
En efecto, procede de una elite que condena a los demás
a la diferencia, pero no les reconoce por eso el derecho de
querer ser diferentes. En cuanto a aquellos que se ven
así paradójicamente asignados a una diferencia que
simultáneamente se les niega, expresan algo de esa
97
posición intermedia y contradictoria en su relación con
la imagen. La devoción particular de esta o aquella
Virgen o de este o aquel santo no es esencialmente
diferente, desde este punto de vista, del hecho de parti­
cipar en los movimientos que se desvían de la tradición
católica, movimientos de los cuales la América del Sur y
el Africa son dos de sus principales teatros. En todos los
casos, esos cultos tienen una historia, pero se trata de
una historia relativamente reciente. Dentro del marco
del catolicismo, la historia se remonta a una aparición
de la Virgen o a la manifestación particular de un santo,
y la localización de esa aparición o de esa manifestación
agrega su peso de realidad sensible a la formación de las
imágenes relativas al suceso. Fuera de la tradición
católica, pero con frecuencia junto a ella, es una leyenda
o la iniciativa de alguna personalidad importante lo que
constituye el episodio fundador. Con esta manera de
remitirla al pasado, la historia del culto se parece a un
mito de fundación, a un mito de los orígenes, pero el
origen puede ser reciente y la fundación resulta incierta
en la medida en que el grupo que promueve su existen­
cia tiene, desde el punto de vista sociológico, fronteras
mal definidas. Cada uno de los fieles del culto mantiene
antes bien una relación personal con él. Por otro lado, la
historia del culto no constituye tampoco un mito escato-
lógico. Esa historia se refiere principalmente al indivi­
duo, pero también al presente. La imagen (la estatua, el
retrato, el objeto) está en cierto modo doblemente pre­
sente: está allí (y posteriormente podrá discutirse si la
Virgen está presente en la imagen, si la imagen es su
presencia misma o si simplemente la imagen represen­
ta a la Virgen) y está allí en ese mismo momento, en un
presente perpetuo y su presencia asegura la incesante
reproducción.
98
El culto de la imagen se sitúa así en el corazón de
una historia que podríamos definir como una historia
“entre dos mitos”. Como se sabe, los analistas de la
modernidad han opuesto en efecto dos tipos de mitos: los
mitos de los orígenes, que sitúan en un pasado remoto
la génesis de grupos humanos y de cosmologías en las
cuales se han desarrollado esos grupos, y los mitos del
futuro, los mitos escatológicos que corresponden al
momento moderno y que hacen del futuro el principio
del sentido. En esta perspectiva,23 el paso a la moderni­
dad corresponde simultáneamente a un proceso de
autonomía del individuo, al “desencantamiento” del
mundo (desencanto que implica él mismo una redefi­
nición del sentido asignado a las relaciones sociales)24y
a la aparición de nuevos mitos, los mitos del progreso,
los “grandes relatos” que a su vez desaparecerán, si
hemos de seguir a Lyotard, con el fin de la modernidad
y la era de la condición posmoderna.
Si permanecemos en la perspectiva de la moderni­
dad (la perspectiva que prevaleció tanto durante las
guerras de independencia americanas y luego en los
intentos de edificación nacional, como durante los episo­
dios coloniales del siglo xix), las prácticas religiosas de
los dominados o colonizados se sitúan ciertamente en
esa dimensión entre dos mitos que acabamos de mencio­
nar: entre un pasado mutilado y un futuro oscuro. Por
supuesto, podemos hacer una lectura mucho más opti­
mista del fenómeno. Por ejemplo, Georges Balandier
empleaba la expresión “retomar la iniciativa” para
caracterizar la acción de los movimientos religiosos
africanos (“profetismos”, “mesianismos”) que siguieron
a la colonización.25 Pero si bien ese retomar la iniciativa
era indiscutible, si bien ciertas formas de resistencia o
de adaptación a la nueva situación pudieron encontrar
99
un apoyo o una expresión en dichos movimientos, lo más
sorprendente, en general, es antes bien la incapacidad
histórica de esos movimientos para crear verdaderas
iglesias nacionales o para constituir una fuerza política
decisiva. Cabe pues hacemos la siguiente pregunta: el
estar encerrado dentro de una neocosmología de reac­
ción y el hecho de adherirse a la religión de los vencedo­
res o dominadores, ¿no son acaso fenómenos del mismo
orden? Esta pregunta lléva consigo otra que la prolonga
y la precisa: el rol dado a la imagen en todas estas formas
religiosas, ¿no es acaso lo que las separa del pasado y del
futuro, lo que las encierra en el presente y en lo que
podríamos llamar nuevas burbujas de inmanencia?
¿Cuáles serán pues las características comunes de
este “permanecer anclado en la imagen”? En primer
lugar, a pesar de sus pretensiones de realizar nuevas
fundaciones, esta posición no significa una ruptura
radical con el pasado. Ese es el sentido de las reiteradas
interrogaciones que se hizo la Iglesia sobre la fiabilidad
de la fe de aquellos a quienes ella no cesa de considerar
como neófitos. Pero la propia Iglesia tuvo esa duda por
obra de los procedimientos de sustitución-sobreimpre­
sión que le imponían emplear, respecto de las imágenes,
lo que se parece mucho a un doble lenguaje. Ese es
también el sentido de las referencias, a la vez vagas e
insistentes de las religiones llamadas afrobrasileñas y,
más ampliamente, de todos los cultos de síntesis que
proliferan en América del Sur, referencias a un pasado
indio o africano, en gran medida inventado. Ese es
asimismo el sentido del movimiento doble por el cual los
profetas africanos tratan de mitificar su propia historia
(infatigables nuevos fundadores de una tradición
profética que no cesa, desde el comienzo de este siglo, de
anunciar el advenimiento de nuevos tiempos) pero con­
loo
servando fragmentos de cosmología y, de manera más
general, modos de diagnóstico que los ligan indiscutible­
mente a un determinado territorio. Esos pasados entre­
vistos o vueltos a dibujar con rasgos más o menos
temblorosos, indecisos, constituyen ciertamente una
referencia compartida por muchos, pero esos pasados
garantizan sobre todo un modo de interpretación de lo
real y del acontecimiento en el cual las relaciones entre
los seres humanos desempeñan siempre un papel deci­
sivo. De manera que el Cristo de Sacromonte, las Vírge­
nes de Guadalupe y de los Remedios de México, la
Virgen de Copacabana de Bolivia y sus émulos de todo
el continente —en el siglo xx un país como Venezuela vio
aparecer una cantidad impresionante de Vírgenes bien
localizadas, de las cuales la más célebre, la Virgen de
Coromoto, consagrada en 1952 patrona del país, encon­
tró también su lugar en los altares del culto de María
Lionza, de fuertes connotaciones paganas—, así como
los caboclos del umbanda o los profetas africanos, lejos
de hacer olvidar totalmente el pasado que pretenden
conjurar, instituyen o reaniman una relación de encan­
tamiento con el mundo, relación que es su más viva
expresión.
El segundo rasgo común que presentan estos dife­
rentes cultos es su dimensión individual. No se trata
aquí de la salvación individual ni del proceso psicológico
de individuación. Una religión de salvación como el
catolicismo posee también una dimensión práctica y
cotidiana, y la imagen acentúa esa dimensión, aunque
no sea más que por el hecho de que la imagen se
reproduce y se multiplica. Uno de los caracteres de la
devoción popular consiste en transformar los signos en
presencias: las imágenes piadosas, las medallas, los
rosarios, en principio, no hacen más que representar
101
(desde el punto de vista de la exégesis erudita) a los
santos y a Dios; son elementos recordatorios, a veces
llamamientos al orden, pero bien se sabe que poseer y
Utilizar esos signos puede suscitar en el devoto la sensa­
ción de la presencia y de la incorporación, como en el
caso de los tatuajes y de las pinturas que cubren el
“cuerpo barroco”. Desde este punto de vista y por más
que se pretenda restituir la actitud subjetiva de los
practicantes, esos signos-presencia no son fundamen­
talmente diferentes de los objetos con que cubren su
cuerpo los paganos para protegerse de las vicisitudes de
la existencia y de las malas intenciones circundantes.
Ateniéndonos al simple nivel descriptivo, no sería difícil
mostrar que el conjunto de las prótesis sagradas que se
incorporan al individuo ejercen, en contextos muy dife­
rentes, una función de identidad (en el sentido de que,
por ejemplo, en la posesión, puede nacer una personali­
dad fortificada de la perturbadora relación entre posee­
dor y poseído) y además una función instrumental. Esta
singularización de la imagen o del objeto que conforta y
protege al individuo lo encierra en el marco de un
presente perpetuo siempre amenazado.
La situación de encontrarse entre dos mitos repre­
senta siempre la parte hermosa de la imagen y abre dos
caminos a la imaginación. El profeta, el visionario o el
rebelde alimenta sus sueños con la imagen que lo
fascina y a través del sueño busca una nueva revelación.
Sueña con su infancia, ve alucinado su presente y trata
de imaginar su futuro: las personas que eventualmente
encuentra lo alientan a perseverar y a construir un
lugar de predicación que, a los ojos del profeta, asume el
valor de signo y de presencia. Los profetas que traté en
la Costa de Marfil eran verdaderos ejemplos de este
movimiento circular. Todos ellos habían tenido algo que
102
ver, por un concepto u otro, con representantes del
cristianismo; luego, a fin de establecerse de alguna
manera por su propia cuenta, habían compuesto un
mito propio y personal, habían reinventado su infancia,
elaborado una cosmología de segunda mano (partiendo
de variados elementos tomados en préstamo del cristia­
nismo y hasta del islamismo y sobre la base de referen­
cias culturales locales) y se habían instalado al fin de
cuentas, a pesar de la pretensión universalista de su
mensaje, en su región de origen. El lugar de su instala­
ción (la “nueva Jerusalén”, como lo llaman algunos de
ellos) se convierte entonces simultáneamente en una
morada, un hospital, un lugar de albergue, un templo y
el centro de un territorio al cual se aplica lo que se podría
llamar una cosmología privada: a saber, un encierro
espacial y mental que marca a la vez el resultado final
de una trayectoria y la contradicción de una acción. La
morada del profeta, cualquiera que sea la historia que se
represente, que se exprese o se repita en ella, es ante
todo su universo imaginario realizado o, mejor dicho, es
una realización imaginaria.
El segundo camino abierto a la imaginación en esta
situación entre dos mitos es el del arte. Los dos caminos,
por lo demás, pueden interferirse recíprocamente. En el
caso de ciertos profetas africanos, es difícil no ser sensi­
ble a la originalidad de la puesta en escena, al esplendor
de los trajes o a la belleza de los cantos. Muchas veces
pude observar en América del Sur o en América Central
los esfuerzos que hacían personalidades un poco margi­
nales de cultos locales (más o menos próximos al cristia­
nismo o más o menos alejados del cristianismo) para
realizar una obra pictórica, plástica o literaria. Esos
autodidactos de la religión, del arte y de la literatura no
siempre tenían una vida personal muy fácil ni muy
103
equilibrada, como si, sin ellos saberlo, estuvieran apre­
sados en las corrientes y contracorrientes que compli­
can la navegación de un polo al otro del universo imagi­
nario. Pero, en el caso de México (y en mayor medida en
el caso de América Central), la creación artística fue la
respuesta natural que los indios dieron a la inundación
de imágenes y, según se vio, ese deseo de creación
sobrevivió a los cambios de estrategia de la Iglesia. El
arte indio que imprimeísu sello propio a la obras inspi­
radas en la tradición cristiana representa tal vez una
suerte para el arte de la América latina, pero ese éxito
no aporta, sin embargo, una solución inmediata a una
situación de encierro de que ese éxito es, por el contrario,
una de sus expresiones.
Cabe observar que, tanto en el caso de los invento­
res religiosos, como en el de los creadores de imágenes,
la situación entre dos mitos condena a la repetición y a
la copia. Copia y repetición pueden realizarse con más
o menos talento y hasta con más o menos personalidad,
pero, ante todo, son productos —reflejo y eco— de una
fascinación que las obras en cuestión no son capaces de
disipar. Una vez que la nueva religión o la nueva visión
del mundo hubo sustituido brutalmente a la antigua
cosmología, la reproducción fascinada privilegia, en el
triángulo de lo imaginario, una relación de dirección
única entre los nuevos estereotipos colectivos y lo ima­
ginario individual (ese es el caso del profeta africano
cuya cosmología no es más que un pálido reflejo de
aquellas que la inspiran, sin que se produzca efecto
alguno en el sentido contrario) o entre esos mismos
estereotipos y el polo de la creación-ficción; y este es el
caso de los artistas indios cuyo talento se agota en
reproducir una imagen elaborada por otros, sin crear
esencialmente algo nuevo. Hasta podríamos aventurar
104
la afirmación de que la lucha estética entablada en la
época barroca invierte el movimiento que conduce de los
sueños a la obra. La estrategia de la conversión puede
entenderse también como una estrategia de inversión y
de vuelco que se propone modelar el mundo imaginario
de los sueños indios según lo imaginario de un arte
exterior; trátase de un proceso de extenuación del que
podría temerse que llegue a agotar en algún momento la
fuente viva de la creación. Los elementos del exterior
presentes en las cosmologías americanas o africanas
provocan en el plano religioso y en el plano artístico, la
aparición de una conciencia fascinada que tiene gran­
des dificultades para volver a crear un universo de
sentido original. Por lo menos esas dificultades dejan
entrever el lugar donde pueden elaborarse a largo plazo
estrategias de recomposición y de recreación: en el
contexto colonial y poscolonial, la creación plástica y
literaria mezcla con las imágenes del cristianismo otras
imágenes y otras referencias; existe así una posibilidad
de nuevas síntesis individuales, como lo atestigua, por
ejemplo, el auge de la pintura y de la novela sudameri­
canas. Pero ese camino es estrecho y en un futuro puede
quedar cortado.
Hoy se ofrecen a la imaginación diversas desviacio­
nes y cortocircuitos. En el caso de México, Gruzinski
señala el paralelo que se podría establecer, tratándose
de las imágenes, entre el siglo xvi y el siglo xx. El
muralismo mejicano (una !de las grandes experiencias
pictóricas de comienzos de este siglo que ilustraron
pintores tales como Orozco y Rivera) se le manifiesta
como una “resonancia remota, en versión laica, de la
imagen franciscana”, una resonancia que apunta a
celebrar a los héroes de la independencia y de la revolu­
ción. Hoy, y con un éxito aun más indiscutible, “el
105
fabuloso florecimiento de la televisión comercial mejica­
na bajo la égida de la compañía Televisa no deja de
evocar una renovada vigencia de la imagen milagrosa e
invasora de los tiempos barrocos”.26
Así planteada, la relación entre el pasado barroco y
el presente “posmoderno” —una relación de anticipa­
ción— podría merecer una mirada relativamente opti­
mista. La experiencia americana de la mezcla de etnias
y de lenguas, del mestizáje de universos imaginarios, de
los recuerdos cruzados de Europa, de Africa y de Améri­
ca, exhibiría algo, para emplear la fórmula final de La
guerra de las imágenes, que nos permitiría “afrontar
mejor el mundo posmoderno en el que nos estamos
precipitando”.27 Sin poner en tela de juicio esta afirma­
ción, ni ignorar el carácter específico y ejemplar de la
experiencia americana de la imagen, es posible propo­
ner dos posibilidades complementarias de esclareci­
miento. Primero, se puede pensar que la situación de
entre dos mitos es característica de todas las situaciones
coloniales, que ella bloquea, de alguna manera por
definición, todo acceso a una modernidad efectiva defi­
nida según los criterios siguientes: autonomía del indi­
viduo, desencanto del vínculo social e inserción en un
progreso histórico del cual la democracia es una etapa y
una condición. Pero debemos admitir que, en ciertos
aspectos, esa situación de entre dos mitos anticipa, por
otro lado, una situación que hoy está generalizada en
toda la Tierra. Por eso me pregunté, respecto de los
profetas africanos de comienzos de este siglo, si no eran
particularmente sensibles a la aceleración de la histo­
ria, al encogimiento del espacio físico y a la individuali­
zación de los destinos, fenómenos por los cuales se
podría definir la situación colonial y la situación con­
temporánea de “sobremodernidad” planetaria. Todo el
106
problema consistiría entonces en saber lo que represen­
ta sociológica e históricamente este cortocircuito, este
atolladero de la modernidad. También podemos interro­
garnos sobre el presente de las sociedades tecnológica­
mente más avanzadas, sobre su relación con la imagen,
sobre las formas contemporáneas de confusión entre
realidad y ficción y preguntarnos si nosotros no hemos
entrado (a saber, nosotros, la humanidad) en una nueva
fase de una situación de entre dos mitos que oscurece
nuestras perspectivas de futuro. La cuestión puede
formularse de manera diferente: ¿cuál es nuestro ámbi­
to imaginario hoy?, y ¿somos todavía capaces de imagi­
nación? ¿No asistimos acaso a una generalización del
fenómeno de fascinación de la conciencia que nos pare­
ció característico de la situación colonial y de sus dife­
rentes avatares?
Notas
1. Serge Gruzinski, La Guerre des images, París, Fayard, 1990.
2. JacquesLe GoíT, L'Imaginaire médiéval, París, Gallimard, 1985.
•3. Jean-Claude Schmítí, Les Revenante, París. Gallimard, 1994.
4. Cario Ginzburg, Le Sabbat des sorciéres, traducción francesa, París,
Gallimard, 1992.
5. S. Gruzinski, en J.-M. Sallmann, Visions indiennes, Visions
baroqu.es, op. cit.
6. Ibid., pág. 129.
7. J.-C. Schmitt, Les Revenants, op. cit., pág. 59.
8. Ibid, pág. 60. Esa necesidad de distinguir es la que expresa el jefe
del Servicio de Selección, que Ismail Kadaré toma como arquetipo de
policía de las conciencias en su novela El palacio de los sueños, publicada
en Albania en 1981: “En primer lugar, están los sueños de carácter
privado, que no guardan ninguna relación con el Estado, luego están los
sueños provocados por el hambre o la saciedad, el frío o el calor, las
enfermedades, etc., en suma, todos esos sueños que tienen alguna rela­
ción con la carne; por fin están los sueños simulados o, en otras palabras,
aquellos que no han sido verdaderamente tenidos, sino que fueron
concebidos por algunos con la esperanza de hacer carrera o fueron
forjados por maniáticos de la composición de fábulas o por provocadores.
107
¡Pero esto es mucho decir! Pues no es tan fácil distinguirlos. Un sueño
puede parecer de carácter íntimo o suscitado por motivos triviales, siendo
así que en realidad se relaciona directamente con cuestiones de estado...”
(según la traducción francesa, París, Fayard, 1990).
9. J.-C. Schmitt, Les Revenants, op. cit., pág. 60.
10. Ibid., pág. 51.
11. Ibid., pág. 59.
12. Se encuentran indicaciones sobre el yo espectador en Sartre y
sobre los individuos compuestos en Freud.
Sartre: “La presencia del yo en los sueños es frecuente y casi
necesaria cuando se trata de'Sueños ‘profundos’, pero se pueden citar
numerosos sueños dados inmediatamente después del adormecimiento
en los que el yo del durmiente no desempeña ningún rol. Veamos, por
ejemplo, uno que me fue comunicado por la señorita B.: primero aparecía
el grabado de un libro que representaba a un esclavo de rodillas ante su
ama. Luego ese esclavo iba a buscar pus para curarse de la lepra que su
ama le había contagiado; era necesario que ese pus fuera de una mujer que
lo amara. Durante todo el sueño la durmiente tenía la impresión de leer
el relato de las aventuras del esclavo. En ningún momento la durmiente
desempeñó algún papel en los hechos. Por lo demás, es frecuente que los
sueños —en mí por ejemplo— se den primero como una historia que leo
o que me cuentan. Y luego, de pronto, me identifico con uno de los
personajes déla historia, que se convierte en mí historia...”(L’Imaginaire,
París, Gallimard, colección “Folio essais”, 1986, pág. 52; la primera
edición de Gallimard es de 1940).
Freud (refiriéndose al trabajo de condensación) dice: “Puedo compo­
ner a una persona prestándole rasgos de uno y otro individuo, o bien
dándole la forma de un determinado individuo pensando, sin embargo, en
el sueño, en el nombre de otro, o bien puedo representarme el aspecto de
una persona, pero desplazarla a una situación que se produjo con otra
persona...”, Sur le reve, París, Gallimard, colección “Folio essais”, 1988.
Über den Traum, 1901.
13. J.-C. Schmitt, Les Revenants, op. cit., pág. 64.
14. C. Ginzburg, Le Sabbat des sorciéres, op. cit., pág. 266.
15. Ibid., pág. 284.
16. S. Grazinski, La Guerre des images, op. cit., pág. 241.
17. Ibid, pág. 248.
18. Ibid., pág. 154.
19. Ibid., pág. 318.
20. Ibid..
21. Ibid., pág. 325.
22. Véase J.-M. Sallman, Visions indiennes, Visions baroques, op.
cit., introducción.
23. Jean-Franfois Lyotard,La condition postmoderne, París, Editions
108
de Minuit, 1979. Vincent Descombes, Philosophie pargros temps, París,
Editions de Minuit, 1989.
24. Marc Augé, Pour une anthropologie des mondes contemporains,
París, Aubier 1994; trad. castellana: antropología de los mundos
contemporáneos, Gedisa, Barcelona, 1995.
25. Georges Balandier, Sociologie actuelle de l’A frique noire, París,
PUF, 1955.
26. S. Gruzinski, Laguerre des images, op. cit, pág. 329.
27. Ibid., pág. 331.

109
El teatro de operaciones: de lo
imaginario al “todo ficcional”

El triángulo de lo imaginario:
sustitución-sobreimpresión
Al examinar las concepciones relativas a la perso­
na en los fenómenos cuyos arquetipos son, a los ojos de
los etnólogos, el sueño y la posesión, nos ha parecido que
eran dos, a saber, la concepción agregativa y la concep­
ción alternativa. Si bien estas dos concepciones no se
oponen exactamente, pues constituyen las dos modali­
dades extremas de una serie de configuraciones inter­
medias, su existencia y el papel que cumplen en la
construcción del vínculo de uno consigo mismo y de uno
con los demás (lo cual define toda trayectoria indivi­
dual) subrayan la importancia de la relación entre
“imaginario y memoria del individuo" (IMI) e “imagina­
rio y memoria de la colectividad” (IMC), que son dos de
los vértices de nuestro triángulo de lo imaginario. Los
trabajos de los historiadores, por su parte, ponen de
relieve la relación que hay entre la experiencia de la
muerte (en la que intervienen los dos primeros polos de
lo imaginario) y la ficción como relato literario subjetivo.
111
Freud, que sitúa lo imaginario y la memoria del indivi­
duo en la fuente de la obra de ficción pura, hace un lugar
aparte a cierto número de géneros literarios (cuentos,
leyendas, epopeyas) en la elaboración de los cuales lo
imaginario y la memoria de la colectividad (lo que Freud
llama los “sueños seculares de la joven humanidad”)
cumplen manifiestamente un rol preponderante. Ade­
más, hemos sido sensibles al hecho de que el polo IMI,
esencial en el nacimiento de la literatura de ficción,
desempeñaba asimismo un papel (en virtud de las
interpretaciones de los sueños o de los comentarios de
secuencias rituales) en el enriquecimiento y en la evolu­
ción del polo IMC.
A fin de apreciar mejor la dimensión imaginaria de
los fenómenos de contacto y de conquista cultural,
haremos abstracción transitoriamente de los efectos de
retomo relacionados con las iniciativas individuales.
Trataremos pues de precisar qué es el fenómeno de
sobreimpresión evocado en el capítulo anterior y preci­
sar aún más la situación de entre dos mitos. En la
situación inicial (por ejemplo, la prehispánica) y, lo
decimos mía vez más, independientemente de los efec­
tos de retomo del polo IMI hacia el polo IMC y el polo de
la ficción, el rol central corresponde al polo IMC, que
informa a la vez lo imaginario individual y las obras
artísticas o literarias.

IMC

IMI CF
112
La situación de contacto se percibe en primer lugar
como la llegada de nuevas ficciones (de nuevas narra­
ciones y de nuevas imágenes). Siempre se da un compás
de espera, por breve que éste sea, entre el primer
contacto, es decir, la realización de la conquista, y el
lanzamiento de la empresa ideológica. Los instrumen­
tos del nuevo mensaje constituyen, en primer término,
una nueva ficción que ejercerá su seducción propia
sobre IMC e IMI.
IMC

Por supuesto, la empresa de colonización de lo


imaginario no se contenta con ser una mera “curiosi­
dad”. Antes bien, es ella misma la que atribuye al
universo imaginario de los otros ese carácter, cuando no
hace de ese imaginario la parte tenebrosa de su propia
verdad (la prueba de la existencia del diablo). Los
relatos y las imágenes de la empresa colonizadora deben
ocupar el lugar del IMC anterior, remodelar el IMI y
recrear el arte nuevo. Un desplazamiento en el sentido
inverso asigna al IMC anterior el lugar de la ficción (del
folklore, en ese caso). Llegamos así a un esquema es­
trictamente homólogo del anterior, por cuanto la actual
ficción se convierte en el nuevo IMC que a su vez informa
los polos IMI y CF (creación-ficción); pero el mismo polo
CF acoge al antiguo IMC que, cuando la permutación es
completa, sólo ejerce su influencia en IMC e IMI en su
condición de ficción.
113
IMC

Fase de conversión

Aquí sólo hacemos referencia a dos situaciones


límite. La permutación nunca es total ni completamen­
te evidente: las inquietudes de la Iglesia, sus desacuer­
dos internos sobre la estrategia de la imagen son testi­
monio suficiente de ello. Pero la permutación es por
cierto una de las cuestiones que vemos aparecer clara­
mente en el fenómeno de colonización de lo imaginario:
es una especie de artimaña en la cual la astucia a veces
disputa con la fuerza para obtener el dominio de las
imágenes del otro. Lo interesante es que, en ninguno de
los casos, hay verdaderamente una superposición total
o una sobreimpresión exacta, pues lo imaginario de
unos sólo puede constituirse en imaginario colectivo de
otros exportando su propio imaginario sobre la ficción.
La superposición va acompañada pues siempre por un
desfase que complica su lectura y su interpretación.
Lo mismo ocurre cuando aparecen los “grandes
relatos” de la modernidad. El discurso moderno se
propone ciertamente ocupar el lugar de lo imaginario
colectivo y reconstruir una memoria partiendo de un
acontecimiento fundador (por ejemplo, la Revolución
francesa) para abrir la imaginación al futuro. En el caso
de los países de América del Sur, ese acontecimiento es
la independencia nacional, a cuya imagen están asocia­
das figuras heroicas (Bolívar, el general San Martín).
114
Esta nueva fundación entraña a veces una modificación
de la anterior. La conquista española ya no se celebra
como tal, sino que, por el contrario, se la recuerda en
relación con fenómenos de resistencia por parte de los
indios. Es así como, en el culto de los héroes que durante
un tiempo será una de las expresiones oficiales de la
ideología nacionalista de la Venezuela del siglo XX, las
figuras de los caciques indios, símbolos de una resisten­
cia abundamente representada por los artistas y los
intelectuales, se unirán a la de Boh'var, de su compañero
negro (Negro Primero) y del jefe de las rebeliones de
esclavos contra los españoles (Negro Miguel).1 El
mestizaje es la doctrina oficial del Estado y el instru­
mento intelectual de una afirmación nacional.
Por supuesto, tampoco aquí la permutación es total.
El Estado laico se arregla con la Iglesia y contemporiza
con ella. Esta, por lo demás, se propone desempeñar su
parte en la construcción de la nación, y el culto de los
héroes, aun en sus variantes populares (como e] culto de
María Lionza), no llega a sustituir verdaderamente al
catolicismo y aun menos a las referencias anteriores
que, por el contrario, dicho culto puede revitalizar.
También son conocidas las dificultades que la Francia
revolucionaria y posteriormente la URSS encontraron
para simbolizar de manera eficaz su ideología laica o
atea. Lo cierto es que el ideal de modernidad tiende, en
nombre del progreso, a relegar el conjunto de las adhe­
siones religiosas al polo de la ficción, por obra de un
movimiento análogo al que gobernó el enfrentamiento
entre religiones.
Sin embargo, sólo si tomamos en consideración si­
multáneamente las diferentes figuras podremos apre­
hender la situación sociológica real que, en verdad, com­
bina dos situaciones, ellas mismas inestables, de entre
115
IMC

dos mitos: en la primera se expresa una tensión relacio­


nada con la empresa de conversión; en la segunda, la
tensión entre lo imaginario moderno y los ámbitos ima­
ginarios religiosos. El encantamiento del mundo, por su
parte, especialmente en la forma del encantamiento del
vínculo social que constituye su forma permanente, es
una de las cuestiones de la lucha religiosa que no tiene
un lugar en lo imaginario moderno. Bien se sabe que las
nociones de milagro, de exorcismo, de curaciones me­
diante los rezos son temas que alternativamente fueron
borrados y reactualizados por la tradición cristiana en
función de sus estrategias de conversión.
Evidentemente ahora se nos plantea el problema
de determinar la relación que hay hoy entre los tres
polos de lo imaginario cuando por todas partes se anun­
cia la muerte de los mitos de la modernidad, que a su vez
se convertirían en simples elementos de ficción. Pero
enfocar esta cuestión presupone una doble reflexión:
una reflexión sobre la imagen, sobre la imagen material
a la cual los seres humanos están aún más expuestos y
son más sensibles hoy que en la época barroca, imagen
que ha cambiado de naturaleza a partir del momento en
que se ha hecho móvil; y una reflexión sobre la ficción
misma, sobre la cual podemos preguntarnos si no ha
116
cambiado también ella de naturaleza o de índole a partir
del momento en que ya no parece constituir un género
particular, sino que parece unirse a la realidad hasta el
punto de confundirse con ella.
El estadio de la pantalla
Sobre este particular Christian Metz2es el autor de
referencia, en la medida en que, en una perspectiva
psicoanalítica, ha reflexionado a la vez sobre la imagen
y sobre la ficción en lo referente al cinematógrafo. Nos
interesaremos en las perspectivas que Metz ha abierto
en tres direcciones: la condición del personaje, el proce­
so de la identificación con él y la comparación entre
“estado fílmico” y “estado onírico”.
Clásicamente se ha establecido una distinción en­
tre el teatro de ficción, que se basa esencialmente en el
actor, y el cinematógrafo, que dirige más la atención del
espectador hacia el personaje: prioridad del “represen­
tante”, en el primer caso, y prioridad del “representado”,
en el segundo. Esta diferencia, señalada por la teoría del
cine, había sido asimismo observada en el campo psi-
coanalítico principalmente por Octave Mannoni,3y Metz
nos dice de ella: “Si bien el espectador de cine se
identifica con el actor más que con el papel que éste
representa (un poco como ocurre con el teatro), lo hace
con el actor en su condición de ‘estrella’, de vedette, que
asimismo es un personaje, fabuloso y ficticio y que está
constituido por el mejor de los roles del actor”.4Aquí el
punto interesante tiene que ver con la existencia de dos
grados de ficción en el cinematógrafo, grados que, por lo
demás, pueden combinarse sin contradicción directa.
Jean Gabin es Jean Gabin (con su historia, su leyenda,
sus amores y más aún, su figura, su guasa y sus tics),
117
pero también es el pistolero veterano y curtido cuyas
aventuras seguimos con interés, como si las dos ficcio­
nes se alimentaran la una de la otra. Bien sabido es que,
sobre todo en el cine de segunda categoría, en las lla­
madas películas clase B, los actores pueden llegar a
representar siempre el mismo personaje, que se confun­
de entonces con el actor, a lo menos con el actor en el
segundo sentido indicado por Mannoni, con la vedette
que es ella misma urf personaje. Ambos personajes
forman sólo uno. Se ha podido reprochar a actores que
se encontraban en el final de su carrera (como Gabin,
John Wayne) que no representaran ya su personaje.
Pero esa identificación tiene su encanto, su virtud, en el
sentido positivo del término. A veces resumimos la
trama de una película como si los actores fueran efecti­
vamente los protagonistas (“Entonces, Gabin dice a
Deion: ‘Toma la pasta’”). Así se establece un sistema en
cuyo interior podemos vernos llevados a creer que cono­
cemos individuos porque reconocemos personajes.
Esta confusión acerca el cinematógrafo al mito: los
episodios míticos, por diferentes que sean, nos presen­
tan siempre personajes idénticos a sí mismos, que
pronto pueden convertirse en objeto de caricatura: los
dioses del Olimpo fácilmente llegan a ser personajes de
comedia. Dicha confusión acerca también el cine a las
series televisadas; aunque sería mejor decir que éstas
tienen una dimensión mítica. El éxito de las grandes
series norteamericanas (ya sea que se presenten como
historia con una continuación —pero en ese caso cada
episodio tiene sin embargo su coherencia y su relativa
autonomía—, ya sea como una serie de pequeños relatos
independientes en el marco de una comisaría de policía,
de un estudio de abogados o de un barco que realiza un
crucero de placer —con una decoración inmutable que
118
refuerza el efecto de reconocimiento—) se debe al carác­
ter esperado, sin sorpresas, de sus diferentes héroes.
Uno siente satisfacción en volver a encontrar a aquellos
de quienes se tiene la impresión de haber conocido
siempre; nos quedamos satisfechos por reconocerlos. En
este aspecto, el cinematógrafo se aleja tanto más del
teatro cuanto que se acerca al mito y a las series
televisadas. Por ejemplo, el encanto del teatro clásico
depende de un efecto estrictamente inverso del que
define de manera homologa al cine popular, las series
televisadas y el mito. Una nueva interpretación entraña
un redescubrimiento del personaje. Tartufo, el avaro, o
el misántropo son tan diferentes como los actores que los
encarnan; el Tartufo de Jouvet no era el Tartufo de
Ledoux: uno creía conocerlo y en realidad no se lo
reconocía. Una pieza de teatro no puede perdurar mu­
cho tiempo si no es por las “reposiciones”, los reestrenos
de que es objeto a través del tiempo.
Christian Metz cree que puede generalizar la dis­
tinción y, pensando evidentemente en los grandes pape­
les personificados para siempre a los ojos de los cinéfilos,
por los nombres de algunos actores legendarios, precisa,
aludiendo a los dos grados de ficción de Mannoni: “El rol
cinematográfico está fijado para siempre en suintérpre-
te porque en la representación de éste lo que se impone
es el reflejo del actor, no el actor mismo; es el reflejo (el
significante) lo que queda registrado y que por lo tanto
ya no puede variar”.11Es interesante observar que hoy la
industria cinematográfica norteamericana lanza cada
vez con mayor frecuencia un ataque al vínculo entre el
papel cinematográfico y su intérprete, cuya necesidad
habíamos dado por descontada, junto con Metz y
Mannoni. Ese ataque ¿pone en tela de juicio la diferen­
cia teatro/cinematógrafo o tiene otras implicaciones?
119
Consideremos primero los hechos. Comprobamos
que productores norteamericanos compran películas
europeas, no para difundirlas en las salas del otro lado
del Atlántico, sino para rodarlas de nuevo. Las compran
más o menos como quien compra licencias o derechos de
reproducción. Esos filmes (en los años pasados, por
ejemplo, las comedias francesas Tres hombres y un
biberón y La jaula de las locas) se vuelven a rodar en
ambiente norteameriííano con actores norteamerica­
nos.6El argumento no se modifica, pues en general se lo
retoma idéntico, salvo en detalles menores. La razón
invocada en apoyo de este tinte norteamericano es el
“gusto del público” del cual debería imaginarse pues que
es alérgico a todo color local demasiado marcado. En
verdad se trata de algo completamente diferente del
simple color local. El color local puede encontrar su
lugar en Disneyworld, en los restaurantes exóticos o en
los departamentos de “Cultural Studies”, como color
local justamente, con todo lo que la expresión implica de
estereotipado, de limitado y hasta de potencialmente
ficticio. Concebidos como creaciones, los filmes no son
ficciones puras: se puede decir que aspiran a represen­
tar la evidencia cotidiana, la existencia; sugieren un
espacio, una historia, un lenguaje, una mirada al mun­
do, una aspiración particular alo universal. También se
puede pensar que no son los actores europeos como tales
aquellos a quienes se ataca cuando se habla del “gusto
del público”, sino que aquí se apunta a lo que Christian
Metz llama su “reflejo”, como si los norteamericanos no
necesitaran que se les hiciera notar que existen otras
mitologías, otras historias, otras miradas diferentes de
las suyas, como si, más allá de la multiplicidad de las
culturas y ficciones, no pudiera haber más que un
verdadero universo imaginario colectivo.
120
La mejor prueba de ello está en el hecho de que esas
películas, una vez rehechas para el público norteameri­
cano, vuelven a exportarse especialmente a los países
que han vendido sus argumentos: ¿cómo confesar más
ingenuamente o más imperialmente que el “gusto” del
público norteamericano representa el gusto de todo
público posible? Y esto es lo que ya en parte ocurre pues
los “grandes públicos” de todo el mundo se acostumbran
a paisajes, a ritmos, a palabras y a expresiones que
traducen y construyen, con una eficacia por lo demás
notable, una visión global y englobante; y tengamos en
cuenta que visión quiere decir a la vez una mirada y la
realidad que es objeto de esa mirada.
El nuevo rodaje de películas extranjeras no es el
equivalente de la remake. Más cercana a la “reposición”
teatral, la remake existe desde hace mucho tiempo.
Generalmente se sitúa en la misma historia cultural
que el original y puede pasar por una renovada redac­
ción del argumento. Sin embargo, se puede considerar
que deriva también en parte del influjo mitológico. Por
lo demás, suele combinarse con una norteamericani-
zación de las referencias: recientemente en los Estados
Unidos se realizó una nueva versión de Las diabólicas.
Como en ciertas mitologías amerindias o en ciertos
cultos populares, nuevas figuras van a sustituir a las
que, al borrarse frente a ellas, entran en la leyenda en
una fase más avanzada, aunque bien pronto sólo existen
en el recuerdo de los más ancianos o de los expertos y
llegan a las regiones más prestigiosas, pero más aleja­
das del mundo de los antepasados y de los dioses.
Aparece Harrison Ford; Bogart y Brando ya están lejos.
La remake es un remedio contra la nostalgia. Refunda
mitos, hace que la mitología se proyecte hacia adelante.
Marcha de acuerdo con la aceleración de la historia
121
contemporánea en la que, después de todo, el movimien­
to de la imagen era por sí solo un signo y una manifes­
tación puesto que la impresión de movimiento depende
de la capacidad técnica de acumular en un solo segundo
el mayor número de imágenes fijas posible.
Las imágenes filmadas nos ponen pues desde el
comienzo ante una doble paradoja: la ilusión que ellas
producen es conmensurable con la realidad que regis­
tran; y nosotros nos encontramos en ellas, siendo así que
tales imágenes son producidas por la mirada de otros.
Nos encontramos en ellas, ¿qué quiere decir esto?
Quiere decir, en primer término, que el espectador
“cree” en la historia que se desarrolla en la pantalla. Por
supuesto, el espectador sabe que se trata de una ficción
y no cree verdaderamente en la realidad de lo que se
desarrolla ante sus ojos. Pero el hecho de que, en este
sentido, el espectador no “crea” en la historia está
corregido por el hecho de que él mismo habría podido
antes creer en ella y de que aún podría creer en ella si
fuera niño..., el niño que tal vez es todavía. En los
adultos “.. .las creencias de antes irrigan la incredulidad
de hoy, pero la irrigan por denegación (también podría
uno decir que la irrigan por delegación al no dar crédito
al niño ni a los tiempos pasados)”.7 Por su parte, el
sociólogo Isambert había evocado, en relación con Papá
Noel, la creencia por “procuración” que permite a los
padres, quienes la han transmitido a sus hijos, gozar a
través de ellos de su creencia pasada.
¿Será pues algo de la niñez lo que reencontramos en
el cine? Varias indicaciones nos invitan a dar una
respuesta afirmativa a esta pregunta. En primer lugar,
en la sala cinematográfica, somos pequeños. Tenemos
que mantener levantada la cabeza (como cuando dirigi­
mos una plegaria a esta o a aquella figura religiosa)
122
para ver a quienes ocupan la pantalla. La pantalla
grande (tan bien designada con este adjetivo) es ante
todo el instrumento que nos restituye las proporciones
de la niñez, la época en que los paisajes eran tan vastos
y en que los adultos se identificaban físicamente con su
condición de “personas grandes”.
Niñez reencontrada, pues, pero por eso mismo una
niñez que hay que superar: en la segunda parte de su
libro y especialmente en la subsección titulada “Note
sur deux voyeurismes”, Christian Metz se interroga
sobre si es pertinente comparar, como se ha hecho, la
relación con la pantalla y el estadio del espejo. Esa
comparación le parece arriesgada. En efecto, lo que el
niño ve en el espejo es la imagen de su propio cuerpo. En
el cinematógrafo, la imagen del espectador no figura en
la pantalla. La identificación se construye pues, no como
en el caso del espejo, alrededor de un sujeto-objeto (este
yo que es otro), sino alrededor de un sujeto puro, de un
sujeto “omnividente e invisible, recurso de la perspecti­
va monocular que el cinematógrafo tomó de la pintura”.8
Aquí se entrecruzan dos temas: el de la instancia
vidente y el de la submotricidad del espectador. El
cuerpo del espectador cinematográfico está inmóvil,
aun cuando algunos espectadores estén más agitados
que otros; luego volveremos a considerar este punto. El
estado de submotricidad, en todo caso, se refiere al
estado de pasividad de los espectadores “que lo absor­
ben todo a través de los ojos, nada por el cuerpo”. Esta
pasividad facilita la identificación con el ojo de la cáma­
ra y con el proyector o, mejor dicho, con el conjunto del
procedimiento de proyección que constituye el filme. Lo
importante no es tanto la identificación con los persona­
jes de la película, la que es secundaria, sino aquella que
la precede, la identificación previa “a la instancia viden­
123
te (invisible) que constituye la película misma como
discurso, como instancia que expone la historia y que la
hace ver”.9En cuanto a la cuestión de la submotricidad,
ella nos lleva a estudiar la relación que hay entre el
filme (más precisamente la percepción del filme) y
estados tales como la alucinación y los sueños.
Lacan ya había relacionado con el estadio del espejo
la combinación de una submotricidad y de una
superpercepción. Chrisíáan Metz, que se niega a compa­
rar la relación con la pantalla con el estadio del espejo,
se propone estudiar más sistemáticamente las relacio­
nes entre lo que él llama “el estado fílmico” y el “estado
onírico”. Para hacerlo, parte de algunas observaciones
empíricas. Lo cierto es que el público participa de la voz
y de la acción del filme. La fuerza y la frecuencia de esas
irrupciones motrices dependen, o bien de la naturaleza
del público, o bien de la naturaleza del espectáculo (por
ejemplo, la participación del público es parte integrante
del espectáculo deportivo). En oposición a estos movi­
mientos muy particulares y muy raros en los espectado­
res europeos de cine, hay que citar los estados de “vuelco
mental” y en esas ocasiones, el espectador tiene la
sensación de despertar, como si durante un breve ins­
tante hubiera visto en sueños un determinado fragmen­
to de la película. Christian Metz define ese instante
como “un paso dado en dirección de la ilusión verdade­
ra”.10Por fin, es evidente que cuando uno no ha dormido
lo suficiente se ve más amenazado de caer en un sopor
durante la proyección de la película que antes o después
de ella. La submotricidad puede así ser la causa de una
“alucinación paradójica”.11
La alucinación es paradójica en el sentido de que el
sujeto hace objeto de una alucinación una realidad que
verdaderamente existía. Esa alucinación está vincula­
124
da con el estado del espectador inmóvil y mudo que lleva
la “transferencia perceptiva” más allá de lo que lo hace
el espectador agitado y partícipe porque invierte en la
percepción la energía con la cual este último alimenta
sus actos. Trátase pues ciertamente de una alucinación
“por la tendencia a confundir niveles de realidad dife­
rentes y por una ligera fluctuación transitoria en el
juego de la prueba de realidad en su condición de función
del yo”; pero se trata de una alucinación paradójica
“porque le falta ese carácter, propio de la verdadera
alucinación, de ser un producto psíquico íntegramente
endógeno”.12 El estado fílmico y el estado onírico se
asemejan por sus “brechas”: ocurre a veces que uno cree
haber soñado lo que realmente ha visto o lo hace objeto
de alucinación, pero también ocurre que en los sueños
uno sepa que está soñando.
Christian Metz retoma las nociones de Freud de
“vía progrediente” y de “vía regrediente”. Estas nocio­
nes le sirven para establecer que el grado de vigilancia
y el grado de ilusión de la realidad son inversamente
proporcionales. En el estado de vigilia, el trayecto de las
excitaciones psíquicas parte del mundo exterior, pasa
por el sistema percepción/conciencia y llega a las hue­
llas mnemónicas que están localizadas en el precons-
ciente o el inconsciente. La vía regrediente, inversa­
mente, parte, como en los sueños que se tienen cuando
uno duerme, del sistema preconsciente o inconsciente
para culminar en una ilusión de percepción que puede
llegar hasta la psicosis alucinatoria. La meditación y la
evocación de recuerdos siguen la vía regrediente, pero
no hasta su término. En cuanto al estado fílmico, éste
también cumple algunas condiciones del estado onírico.
Aun cuando la lógica del principio de realidad (a causa
del realismo de las imágenes y tal vez también del
125
ambiente del espectador) es más activa en el cine que en
los sueños (los cuales obedecen a procesos tales como el
desplazamiento y la condensación), la película presenta
brechas “emergentes primarias”. Así Christian Metz
puede llegar a la conclusión de que ir al cine implica
“reducir en un grado las defensas del yo”.13
Esta disminución de las defensas corresponde a la
relación específica que el cine mantiene con la “ficción”,
definida, no como la Gapacidad de inventar ficciones,
sino como “la existencia, históricamente constituida y
mucho más generalizada, de un régimen de funciona­
miento psíquico socialmente regulado que precisamen­
te se llama ficción”.14 La ficción es un hecho antes de
llegar a ser un arte o antes de que ciertas formas de arte
se apoderen de dicho hecho. Podemos pues interrogar­
nos sobre la manera en que los individuos se
“reencuentran” en una ficción, por ejemplo, una pelícu­
la, únicamente si tenemos en cuenta el régimen de
ficción que le corresponde.
En efecto, si la ficción puede definirse como un
régimen de percepción socialmente regulado, síguese de
ello, por una parte, que la ficción tiene una existencia
histórica que se traduce en instituciones, técnicas y
prácticas y, por otra parte, que la ficción constituye un
hecho sociocultural en el que entran enjuego relaciones
de alteridad, relaciones de diversos tipos. Christian
Metz aborda estos dos puntos en lo referente al cinema­
tógrafo: al cine como arte corresponden una industria,
oficios, tecnologías, un mercado, etc. Desde el punto de
vista de la relación del público con el cinematógrafo, lo
importante es que el desarrollo de esta industria ejerce
una retroacción sobre el efecto psíquico que la ha hecho
inicialmente posible y provechosa. Se puede pues supo­
ner que el “régimen de ficción” puede evolucionar al
126
mismo tiempo que los géneros y las obras cuyo naci­
miento ha permitido dicho régimen. Las técnicas pro­
pias del cinematógrafo determinaron desde su apari­
ción una alteración del régimen de ficción: . .la natura­
leza propia del significante cinematográfico, con sus
imágenes fotográficas particularmente ‘semejantes’, con
la presencia real del movimiento y del sonido, etc., tiene
como efecto influir en el fenómeno ficción, que sin
embargo es muy antiguo, y hacerlo evolucionar hacia
formas históricamente más recientes y socialmente
específicas.”15 Bien se concibe pues que la evolución
acelerada de las tecnologías de la imagen, desde la edad
de oro del cinematógrafo, especialmente con la apari­
ción de la televisión, no haya dejado de influir muchísi­
mo en nuestro propio régimen de ficción.
Pero permanezcamos por el momento en el ejemplo
del cinematógrafo para examinar el segundo punto en
cuestión: la ficción como hecho sociocultural que pone en
juego relaciones de alteridad. Si el placer que procura el
espectáculo de la película implica una disminución de
las defensas del yo, un retiro narcisista y la complacen­
cia fantasmática, una paradoja suplementaria de la
percepción fílmica permite definirla como una apertura
excepcional a los demás, excepcional en dos sentidos,
primero, porque esa apertura es rara y luego porque es
de una notable intensidad. En virtud de un efecto que se
distingue de la identificación con la “instancia vidente”,
con la película como dispositivo, y que se distingue de la
identificación secundaria con los personajes, el sujeto
que percibe reconoce entonces la existencia de otro (el
autor) un otro análogo a sí mismo, análogo al sujeto de
la percepción. Tal vez podríamos afirmar que en esos
raros momentos, el “estadio de la pantalla” invierte el
efecto propio del estadio del espejo: el otro es un yo (je).
127
Por cierto toda obra, por poco que lleve la marca de
un autor, puede en un momento u otro producir un efecto
de reconocimiento o de simpatía, pero en el caso de una
obra no visual, ese efecto pasa por las imágenes menta­
les que produce quien la lee o quien la escucha. Es la
capacidad que tiene esa obra de solicitar su imaginación
lo que el sujeto aprecia primero, no la coincidencia entre
sus propias imágenes y las que podrían haber estado “en
la cabeza” del autor cuándo éste elaboraba su obra, que
por definición se le escapan. Hasta se podría decir que
en ese caso la singularidad de lo imaginario liberado por
la obra da la medida de la simpatía que ella puede hacer
experimentar. Inversamente, suele ocurrir que una
obra visual, por ejemplo una película, nos parezca infe­
rior a los sueños de que guardamos recuerdo o a las
ensoñaciones a que nos entregamos. Lo cierto es que
entonces nos hallamos frente a las imágenes producidas
por otro.
Si las fantasías son realizaciones de deseos, desde
este punto de vista serán siempre superiores a las
imágenes producidas por otros que, después de todo, no
son más que la realización de otras fantasías. Según
vimos, Freud se asombraba ya por el milagro de la
literatura que permitía identificarse, en mayor o menor
medida, con las fantasías de otro. Pero cuando la obra
misma es imagen, las fantasías del autor y del especta­
dor chocan con violencia, y Christian Metz, de acuerdo
con Freud para calificar de “cosa raramente simpática”
las fantasías de los demás, observa justamente que
cuando va al cinematógrafo, “el lector de la novela no
reencuentra siempre su filme, pues lo que se desarrolla
frente a él con la verdadera película es la fantasía de
otros”.16
Este análisis se realiza en un régimen de ficción
128
muy particular. En el caso de las estatuas, de las
imágenes piadosas y de los espectáculos a los cuales
hemos aludido, las “obras” se sitúan a distancias varia­
bles (según las épocas y los individuos) del polo de lo
imaginario colectivo y del polo de la ficción. El autor
parece a menudo escamoteado: la estatua de Nuestra
Señora de Guadalupe “aparece” un buen día como la
Virgen misma y es probable que a los ojos de muchos
la Virgen no se distinga de la estatua como lo represen­
tado y su representante. De manera que aquí la relación
con la imagen es directa, personal; puede ser literal­
mente “incorporada”. Es asimismo “simbólica” en el
sentido en que esa relación establece un vínculo entre
todos aquellos que se reconocen en la misma imagen.
Esta, además, está cargada de exégesis oficiales y cono­
cidas; las fantasías personales que convergen hacia la
imagen —pero que no se reconocen como tales— se
acomodan bien a esta dimensión comunitaria y a esta
retórica compartida que les sirven de andamiaje apoya­
do en la realidad.
Muy diferente es lo que ocurre en la relación con la
obra reconocida como ficcional. Por supuesto, el hecho
de que una obra sea una obra de ficción, tanto a los ojos
de su autor como a los ojos del público, no la define por
eso como ajena a la realidad u opuesta a ella. No sólo
porque lo real es una parte constitutuiva de la obra en
diversos aspectos, es su materia prima, sino porque
alrededor de la obra pueden nacer fenómenos sociales
colectivos, si no ya religiosos: por ejemplo, hay filmes de
culto y complicidades de cinéfilos.
Pero la dimensión social elemental y primera de la
obra de ficción implica la virtual relación del autor con
su público (un libro se escribe para ser leído, una
película se filma para ser vista) y la relación recíproca
129
del público con el autor, una relación real porque supone
evidentemente la realización y la recepción de la obra.
En todos los casos, esa relación es imaginaria y en esto
estriba su interés: tal relación pone en contacto mundos
imaginarios singulares. Verdad es que en el caso del
cine, esa relación con el autor es tanto menos evidente,
según vimos, cuanto que el autor impone sus imágenes
al espectador y la ilusión cinematográfica generalmente
se logra por la identificación con el dispositivo fílmico y
con los personajes. Digamos que el “estadio de la panta­
lla” no es la etapa obligada para alcanzar el placer
cinematográfico. Que las imágenes fílmicas convengan
a las fantasías del espectador no está, en efecto, nunca
garantizado. Pero “cuando el azar lo concede en un
grado suficiente, la satisfacción, la sensación de vivir un
pequeño milagro —como en el estado de pasión amorosa
cuando está compartido— consiste en un tipo de efecto,
raro por naturaleza, que se puede definir como la inte­
rrupción transitoria de una soledad muy habitual.
Trátase del júbilo que uno experimenta al recibir del
exterior imágenes generalmente interiores, imágenes
familiares o por lo menos no demasiado ajenas, al verlas
puestas en un lugar físico (la pantalla), al descubrir así
en ellas algo casi realizable que no se esperaba, al sentir
por un momento que tales imágenes acaso no sean
inseparables de la tonalidad que generalmente las acom­
paña, ni de esa impresión de algo imposible, común y
aceptado, impresión que constituye sin embargo una
leve desesperación.”17
Ese “pequeño milagro” evocado tiene algo dé prous-
tiano; en efecto, si el incidente fortuito que despierta la
memoria del narrador de Proust le aporta la prueba de
su propia existencia, lo que se le da al espectador de
Metz, a favor de una coincidencia de imágenes, es antes
130
bien la prueba de la existencia del Otro, o a lo menos, la
existencia de algún otro. Se trata a la vez de una clara
prueba de realidad y de una experiencia mínima de
sociabilidad: el fin de la fantasía vivida como soledad y
el fin de la soledad como destino.
De manera que la ficción puede ser para la imagina­
ción y la memoria del individuo la ocasión de experimen­
tar la existencia de otras imaginaciones y de otros
universos imaginarios. Pero esta experiencia se basa en
la existencia de una ficción reconocida como tal (de una
visión de lo real que no se confunde con lo real y que no
se confunde tampoco con los mundos imaginarios colec­
tivos que lo interpretan) y se basa asimismo en la
existencia de un autor reconocido como tal, con sus
características singulares, un autor que por eso estable­
ce con cada uno de los que constituyen su público un
vínculo virtual de socialización.
Relato y libertad
El carácter de la ficción y el lugar del autor son pues
en definitiva los dos criterios por los que se puede definir
un régimen de ficción. Esto no quiere decir que toda obra
de ficción esté “firmada” (singularizada o individualiza­
da) como ocurre tal vez en el caso de una película o una
novela en la tradición moderna occidental. Pero, signi­
fica que siempre existe una distancia, característica de
la obra como tal, entre la ficción y lo real que le corres­
ponde y entre aquel que la ha concebido y aquellos a los
que ella se dirige. El arte de significar esta distancia es
quizá la clave del ars poética y la condición del “placer
preliminar” de que habla Freud. Pero este arte no se
relaciona con ningún género particular. Pensemos, por
ejemplo, en la Légende de la mort [la leyenda de la
131
muerte]. Se trata de un conjunto de narraciones que
Anatole Le Braz18tradujo y ordenó, después de haberlas
recogido en Bretaña de boca de diversos narradores o,
más sencillamente, de diversos interlocutores (“infor­
mantes”, como dirían los etnólogos). El carácter vivido
y relativamente anónimo de esos relatos está corregido
por dos efectos específicos. Cada relato se presenta con
frecuencia como el relato de un relato; piénsese en la
novela picaresca. Esté* procedimiento establece una
distancia entre quien lo cuenta y lo que él cuenta y a
fortiori una distancia entre lo que él cuenta y aquellos
que lo escuchan. Esas narraciones, esas aventuras “vi­
vidas”, que en ciertos aspectos recuerdan las autobio­
grafías de que nos hablan los historiadores de la edad
media, se narraban en las veladas, pero con frecuencia
una velada constituye el punto de partida de la intriga.
Este es otro procedimiento de establecer una distancia
por analogía, en cierto modo, o un procedimiento, como
diría Freud “de juego”: en efecto, la narración juega con
la realidad ambiente, se acerca a ella, se desliza en ella
por un instante para luego alejarse. El narrador juega
con sus oyentes, quienes a su vez juegan a asustarse. El
narrador ocupa ciertamente la posición de autor (poco
importa que sea el inventor del cuento o no lo sea, pues
el narrador es una figura identificable e identifica la
ficción) y cada uno de los oyentes, en ese momento
particular y culturalmente definido (se trata de una
velada), tiene la libertad de dejar vagabundear su ima­
ginación. El vínculo “encantado” con el mundo no es
exclusivo del placer que puede uno experimentar (como
narrador o como oyente) al hacer de él un objeto de
narración y por lo tanto, al distanciarse, aunque, por
otro lado, se entable entre el narrador y los oyentes y
entre los oyentes mismos una complicidad que atesti­
132
gua, ella también, el carácter “ficcional”19 del relato.
Desde este punto de vista e independientemente de su
contenido, todo proceso de ficción identificable constitu­
ye un principio de ‘librepensamiento” en relación con
las representaciones de lo imaginario colectivo. Y si
seguimos a Ginzburg, cuando éste ve en la experiencia
de la muerte la matriz de todo relato, nosotros por
nuestra parte podemos agregar que todo relato es al
mismo tiempo el acto inicial por obra del cual los
hombres se liberan de la obsesión de la muerte. En este
sentido, la ficción reconocida como tal es esencialmente
liberadora, sólo que la libertad que ella procura está en
tensión con los imperativos respectivos de los dos ámbi­
tos imaginarios que la estimulan y la limitan a la vez.
Jean-Pierre Vernant, al referirse a “Formas de
creencia y de racionalidad en Grecia” ,20 aborda la cues­
tión de la relación que hay entre creencia y ficción.
Después de haberse interrogado sobre los ritos y sobre
la representación de los dioses, este autor observa que
en Grecia el objeto de creencia es lo que se cuenta en la
narración de los mitos. Transmitidos oralmente duran­
te mucho tiempo, algunos de esos mitos han quedado
fijados por escrito “con Homero, Hesíodo y todo lo que se
ha podido llamar la tradición épica”. Esos textos, esas
narraciones, se caracterizan por su extrema diversidad
y además existen otros relatos que no son la Teogonia de
Hesíodo que explican la génesis délos dioses. En aquella
“religión” abierta y no dogmática la creencia era “del
tipo de crédito que se da a un relato del cual se sabe que
no es más que un relato”. En otras palabras, el relato del
poeta griego, del aedo inspirado, es a la vez el desarrollo
de una memoria colectiva, la expresión de un saber “que
constituye el cemento social del grupo”y... una historia.
Nunca se dan totalmente separados los dos polos así
133
puestos de manifiesto, el polo de la creencia y el polo de
la ficción (de la clara conciencia sobre el carácter en
parte imaginado y ficticio de la narración). Podemos
preguntarnos si la diferencia así señalada por Vernant
entre creencia y ficción no es, de manera más general,
una parte de la adhesión (determinada por el placer
literario) a los modelos religiosos politeístas o a los
aspectos politeístas de las religiones monoteístas. En
todo caso, me parece percibir una diferencia de la misma
naturaleza en la atención que prestan los indios pumé
a los relatos del chamán, quien evoca a sus dioses y a sus
muertos, o en lo que nos cuenta Anatole Le Braz acerca
de las antiguas veladas bretonas. En todos los casos,
una distancia estética (el grado de libertad simultánea­
mente reconocido al autor o al narrador y a quien lo lee
o lo escucha) establece un ligero desfase (un “juego” en
el doble sentido del término) entre las coacciones del
sistema simbólico y la imaginación del individuo. Esta
experiencia del “juego” literario es tal vez el paso previo
obligado de todo desarrollo del pensamiento filosófico y
de la libertad intelectual frente a las cosmologías esta­
blecidas, una libertad que supone además la existencia
de la escritura como garante de la memoria y soporte de
la argumentación.
De lo narrativo al “todo ficeional”
Hoy tal vez el nuevo régimen de ficción nos haga
poner en tela de juicio esta experiencia de la libertad
sometida a coacción. La condición de la ficción y el lugar
del autor están actualmente muy alterados: la ficción lo
invade todo y el autor desaparece. El mundo está pene­
trado por una ficción sin autor. Todo aquello que alienta
el desarrollo de una nueva oralidad puede manifestarse
134
en su momento como el instrumento de la regresión
filosófica y del repliegue del pensamiento crítico.
Consideremos de nuevo por un instante el esquema
con el cual tratábamos de representar los efectos de
sobreimpresión propios de los períodos de conversión y
de desencantamiento. En primer término, veíamos cómo
los relatos del cristianismo se apoderaban del polo de lo
imaginario colectivo ocupado antes por el universo ima­
ginario pagano y cómo éste se desplazaba hacia el polo
de la ficción. En la fase de desencanto, vimos aparecer,
primero como ficción, los grandes relatos de la moderni­
dad que progresivamente sustituían al cristianismo
(relegado al polo de la ficción) para ocupar a su vez el
polo de lo imaginario colectivo. Ahora nos encontramos
en el momento en que los grandes relatos de la moder­
nidad han quedado también ellos atrapados por el polo
de la ficción. Pero nada los reemplaza en el polo IMC y
se encuentran actualmente en la misma posición de
ficción que los universos imaginarios colectivos anterio­
res. Hemos pasado al “todo ficcional”, en el sentido en
que se suele decir “todo eléctrico”.
IMC IMC

Todos los antiguos universos imaginarios colectivos


tienen ahora el carácter de ficción. Pero, desde el mo­
mento en que el polo de lo imaginario colectivo está
135
i
desocupado, la relación de lo imaginario individual con
el polo IMC (una relación de retorno de la cual transito­
riamente habíamos hecho abstracción en el esquema)
ya no tiene razón de ser. Ante sí, lo imaginario indivi­
dual no tiene más que la ficción. Pero la ficción también
ha cambiado, puesto que ya no tiene intercambio alguno
con el polo desocupado IMC. El esquema se simplifica.
La nueva ficción, que llamaremos “ficción-imagen”, se
sitúa a media distancia de los anteriores polos IMC y CF,
como si ambos se hubieran desplazado hacia una nueva
posición de equilibrio. El polo IMI, directamente ligado
a ese nuevo punto de equilibrio, sólo tiene relación con
él. Informado únicamente por la ficción-imagen, el yo
que ocupa el antiguo polo de lo imaginario y de la me­
moria individuales (IMI) puede considerarse “ficcional”.
IMC

Ficción-imagen
Yo ficcional <*r

El yo ficcional se ve permanentemente amenazado


de quedar absorbido por la ficción-imagen, que se pre­
senta simultáneamente como lo imaginario colectivo y
como ficción, siendo así que la ficción-imagen debe su
existencia a la eliminación de estas dos últimas instan­
cias, a la desaparición simultánea de la historia y del
autor.
En este punto sin duda es necesario recordar de
nuevo que cada uno de los esquemas aquí esbozados
136
representa un caso límite. En la situación empírica, las
sobreimpresiones de ámbitos imaginarios suponen la
coexistencia de los antiguos esquemas y de los más
recientes, cada uno con sus efectos propios de sobreim-
presión y de desfase. De manera que no es exactamente
cierto, por ejemplo, que la historia haya terminado ni
que ya no haya más autores. La verdad es que precisa­
mente la ideología dominante, que decreta el fin de la
historia y asimila las obras a meros productos igual que
cualquier otro producto, porque, como toda ideología,
privilegia y generaliza un aspecto de lo real. Pero es
cierto que, llevada al extremo, la lógica de la situación
sobremoderna supone o implica esta doble desapari­
ción. Sin duda, es necesario también precisar que noso­
tros no nos proponemos presentar aquí una teoría
evolucionista de lo imaginario, según la cual cada caso
sucede a otro así como una estación sigue a la anterior,
aunque al tratar cada uno de esos casos hayamos podido
dar al lector esa sensación. La historia, antes bien, hace
aparecer nuevas posibilidades. Estas coexisten, aunque
cada una de ellas por su parte sea la expresión de ciertas
formas de poder y, globalmente, la expresión de una
cuestión de relaciones de fuerza. Lo imaginario, como se
sabe, tiene su eficacia propia, sólo que, desde el punto de
vista de las luchas históricas, uno puede preguntarse si
no es más un instrumento que una finalidad o, más
exactamente, si no se confunde alguna vez con los finas
relacionados con esas luchas históricas. La ideología de
la modernidad se ha equivocado sobre este punto al
asignar destinos necesariamente solidarios a las formas
de la economía, de la sociedad y de lo imaginario.
La cuestión consistiría, antes bien, en saber si el
desarrollo de las tecnologías no ha liberado (esencial­
mente a causa de la acción de quienes la utilizan con
137
fines económicos y políticos) una forma descarriada de
lo imaginario (la “puesta en ficción”) y con ella una
energía nociva sobre la cual ya no se tiene un dominio
total y de la existencia de la cual, a decir verdad, no se
ha cobrado plena conciencia. La catástrofe sería darnos
cuenta demasiado tarde de que lo real se ha convertido
en ficción y de que, por lo tanto, ya no hay ficción (ficticio
es aquello que se distingue de lo real) y aún menos,
autor. De la explosión “ficcional” se puede decir lo mismo
que de la catástrofe nuclear que, tal vez no sea fatal,
pero que ciertamente se ha hecho posible. Lo más
dramático es que, en caso de explosión o de implosión
“ficcional”, los sobrevivientes serían muy pocos. Lo
mismo que David Vincent, tratarían en vano de desper­
tar a las víctimas inconscientes y beatíficas, a los yoes
“Acciónales” para exhortarlos a encontrar su universo
imaginario y su recuerdo perdidos.
No resulta pues tarea vana hacer el inventario de
los primeros signos del desastre y discernir el futuro
teatro de las operaciones. Consideremos primero la
imagen, la imagen televisada. Por fuerza hemos de
reconocer que hay grandes diferencias entre “el estado
fílmico” y el “estado televisual”. En primer lugar, hasta
podríamos pensar que las defensas del yo están menos
amenazadas por el segundo que por el primero. El
dispositivo televisivo es diferente del dispositivo fílmico.
La mirada de los espectadores no se identifica con la
“instancia vidente” como en una sala de proyecciones. El
ambiente cotidiano continúa siendo el mismo (el aparta­
mento, el café) y, generalmente, la luz permanece encen­
dida; siempre es posible allí un intercambio de palabras
con los que nos rodean. La pantalla es pequeña y está a
la altura de la mirada, a lo menos por el momento; la
identificación con los personajes, cuando se pasan pelí­
138
culas o telenovelas por la “pantalla chica” es, por todas
estas razones, menos directa. La posibilidad de cambiar
de canal mediante el zapping da aparentemente al
televidente un poder de elección y de decisión que no
tiene equivalente en el caso del espectador de películas
en el cinematógrafo.
Pero todo aquello que distingue la televisión del
cine abre al mismo tiempo otras posibilidades de iden­
tificación y de alucinación, que son más insidiosas. En
primer lugar, la televisión es algo cotidiano y familiar.
Para muchos, es el principio organizador del tiempo en
cada día, en cada semana, en cada año. Lo mismo que los
primeros campanarios de las iglesias, la televisión mar­
ca las horas del día. Como toda liturgia, anuncia los
oficios de la semana. Como toda religión, se modela
según el ritmo de las estaciones del año. Por eso mismo,
introduce en cada hogar rostros que son muy familiares,
puesto que se los espera ver a horas fijas y de los cuales
puede uno sentir que los ha elegido, puesto que en
cualquier momento es posible cambiar de canal. La casa
se puebla así de dioses lares, de pequeñas divinidades
domésticas, amables, tranquilizadoras, de humor siem­
pre parejo. Las figuras masculinas o femeninas que
animan los juegos televisados, o dan el pronóstico me­
teorológico o comentan noticias de actualidad se con­
vierten a la larga en figuras tan indispensables en el
hogar como quienes viven realmente en él. Esas figuras
cristalizan simpatías y a veces antipatías, pero rara vez
son indiferentes. Son estrellas, sin ser actores, como si
la pantalla chica asegurara desde el comienzo a quienes
aparecen regularmente en ella un papel ficcional análo­
go al de los actores que lo han conquistado después de
duras luchas bajo la luz de los sunlights.
En segundo lugar, es la condición misma de la
139
ficción lo que parece menos seguro en la televisión que
en el cinematógrafo, pues la diferencia entre ficción y
realidad es aquí menos perceptible. Este es el caso de las
“estrellas” cotidianas que acabamos de mencionar. Al­
gunas de esas figuras nos presentan los aspectos más
tangibles de la realidad que nos rodea (el pronóstico del
tiempo, los sucesos de actualidad, la política, los resul­
tados deportivos), pero lo hacen en su calidad de stars,
de personajes ya ficciorfales que penetran en nuestra
intimidad cotidiana. La elección de un canal para ver el
diario televisado está a veces gobernada por la imagen
del presentador. Esta ligera vaguedad en la distinción
realidad/ficción se extiende a otros aspectos de la per­
cepción televisual. Citemos algunos casos: los héroes de
series televisadas norteamericanas tienen una presen­
cia tal en la pantalla que el personaje absorbe todo lo que
tiene que ver con el actor como persona. Por supuesto,
Peter Falk puede ser entrevistado, pero ante todo es
Columbo por siempre y para todos. Desde luego, algu­
nos actores llegan a cambiar de papel y a veces hasta a
pasar de la pantalla chica a la grande. Pero el carácter
indisociable del personaje y del actor es el elemento
clave de las series televisadas. Ese carácter indisoluble,
que les confiere una dimensión mítica, tiene como coro­
lario el extremo realismo del ambiente, la decoración y
las situaciones. Las comisarías de policía, los estudios
de abogado, los tribunales de las series norteamerica­
nas son copias que se ajustan a la realidad. Las ficciones
que esas series ponen en escena parecen reportajes.
Recuerdo que una vez llegué a Nueva York y en la ha­
bitación del hotel encendí el televisor; por algunos
minutos creí estar viendo una serie, algunos de cuyos
episodios ya había visto, y en ella se presentaban las
proezas de un abogado hábil para convencer al jurado y
140
para desarmar los argumentos de la acusación; pero
llegó el momento en que me di cuenta de que estaba
asistiendo en directo al proceso del juez Thomas. Ese
proceso, por lo demás, apasionaba a mis colegas y
amigos neoyorquinos hasta el punto de que, a pesar de
su gentileza, a la hora de la emisión volvían a su casa lo
más pronto posible para enterarse de la continuación de
las actuaciones.
En tercer lugar, habría que mencionar todos los
casos de “ficcionalización”, de puesta en ficción de lo
real, de la cual la televisión es un instrumento esencial;
estos casos corresponden a una verdadera revolución
desde el momento en que ya no es la ficción la que imita
la realidad, sino que es lo real lo que reproduce la ficción.
Esta “puesta en ficción” tiene que ver, en primer lugar,
con la superabundancia de imágenes y con la abstrac­
ción de la mirada. La imagen televisada iguala los
acontecimientos sin poder valerse, como en el caso de la
prensa escrita, de los recursos de la ubicación en la
página ni de la diferencia de los caracteres tipográficos.
Cualquiera que sea el orden de presentación de los
hechos y cualesquiera que sean las inflexiones de voz del
presentador, las imágenes se suceden sin interrupción:
millares de muertos durante una lejana inundación, un
golpe de Estado en Africa, el campeonato de fútbol, un
accidente en la autopista. Se nos toma como testigos,
divididos entre una inocencia sospechosa (la del bom­
bardero que deja caer sus bombas desde lo alto del cielo)
y una vaga culpabilidad, la sensación de una deuda
respecto de las víctimas de catástrofes o de epidemias,
sentimiento que nos incita a dar nuestro óbolo a algún
dispositivo caritativo, tal vez para conjurar la amenaza
de desgracias. La multiplicación de los desastres se
combina, en nuestra mirada evidentemente pasiva, con
141
la variedad de los paisajes lejanos y próximos a la vez:
un panorama planetario y cambiante sometido al capri­
cho del aparato de control remoto.
De vez en cuando desaparece toda referencia a una
realidad cualquiera. Por ejemplo, supuestamente la
publicidad produce ciertos efectos gracias a su insisten­
cia pasada y procede por alusión, mediante citas y
autorreferencias: el comienzo de un estribillo, el esbozo
de una imagen, nos recuerdan secuencias completas y,
además, la excelencia de un café o de un automóvil. La
televisión misma se toma pues como objeto y cuenta las
horas gloriosas de su breve historia como si fuera
también nuestra historia, y en efecto, en alguna medida
lo es, puesto que hemos vivido a través de imágenes y
por imágenes.
El efecto de igualación no se produce sólo en las
situaciones sino también en las personas y los persona­
jes: en el Olimpo televisado encontramos junto a las
grandes figuras de la política, del espectáculo y del
deporte, también a los fantoches que las imitan, a los
personajes que se les parecen y a los periodistas que las
presentan, todas esas figuras son estrellas y “persona­
jes ficcionales” en el sentido de Christian Metz, y lo que
es más, se ven obligadas a existir como personajes
ficcionales para existir como personalidades políticas,
artísticas y hasta científicas. Lo importante no es lo que
piensan esas personalidades de su paso por la ficción,
sino que es el efecto producido sobre ellas por esta
igualación ficcional, pues llegan al mundo exterior prin­
cipalmente por la televisión.
Los efectos de igualación pueden atribuirse en bue­
na parte a las imágenes mismas, desde el momento en
que los medios están condenados a multiplicarlas, a
producir y a reproducir imágenes sin interrupción.
Pero la imagen no es ya lo único que cuenta cuando la
142
actualidad se propone utilizarla y de alguna manera
definirse a través de ella. En ocasión de la guerra del
Golfo y posteriormente, en ocasión del desembarco en
Somalia, casi nos veíamos convocados ante nuestros
aparatos de televisión para asistir en directo a la hora
fijada al comienzo de las operaciones. La vaguedad en la
distinción realidad/ficción puede atribuirse entonces
claramente a una verdadera puesta en escena. En esos
casos, el espectáculo no se desarrolló del todo a la
medida del anuncio ni de las expectaciones, perú reforzó
la dimensión ficcional del suceso: a los ojos de los es­
pectadores, presuntos testigos de una guerra de la que
nada vieron, la guerra del Golfo tuvo la apariencia de un
juego de video con tema bélico que demostraba el carác­
ter preciso y “limpio” de la acción occidental. A todo esto
destaquemos aquí tan sólo la necesidad que tiene el
acontecimiento político y militar de existir como espec­
táculo y la obligación impuesta al ciudadano de ser el
testigo de un suceso ficcional.
Hasta ahora hemos considerado sólo la imagen
percibida, a saber, las modalidades de recepción de la
imagen. En cierto modo, no estamos todavía muy aleja­
dos de la posición del espectador de cine. Simplemente
comprobamos, y esto ya es mucho, que la frontera entre
realidad y ficción se hace menos nítida y que el autor,
aun cuando existe, está ausente de la conciencia del
telespectador. Pero otros signos indican que la
“ficcionalización” del mundo está en marcha y que pasa
no solamente por la imagen.
En primer término y de manera bastante notable,
no contentos con percibir imágenes, los seres humanos
en general (pero en particular los varones, como si la
cámara les fuera tan indispensable como el volante de
sus automóviles), los aficionados y los turistas, se lan­
zan a producir imágenes. Lo hacen no tanto para reali­
143
zar una obra, para practicar un arte (por más que las
referencias técnicas y estéticas pueden adornar la prác­
tica de las masas —el “arte popular”— y revestirla con
el ropaje de la elegancia un poco pasada de moda de un
lenguaje elitista hoy “vulgarizado” o “democratizado”
como se suele decir de ciertos deportes)21 como para
acumular testimonios de su paso por lugares que ape­
nas tuvieron el tiempo de ver. “El mundo está hecho
para rematar en un herjnoso libro”, escribió Mallarmé.
“El mundo está hecho para rematar en un video”,
responden a coro los turistas de todos los países que en
efecto recorren el mundo (el mundo próximo o lejano,
según sus medios y el valor de sus respectivas mone­
das), pero lo recorren con el ojo pegado a su cámara,
como si ese recorrido sólo adquiriera sentido al regreso,
en las veladas pasadas en compañía de los parientes o
de los amigos resignados a desempeñar ese papel de
testigos, para mirar la película de una peregrinación
por fin terminada.
Es así como finaliza el proceso a cuyo término la
verdad de lo que el sujeto ha vivido (o no ha vivido) y del
propio sujeto (pues algunos artificios o la complacencia
de algún vecino o compañero le permiten figurar en la
diapositiva o en la película) queda transpuesta en la
imagen para pasar a la pantalla que le sirve de soporte.
Si volvemos a considerar en este contexto la expresión
“estadio de la pantalla”, comprobamos que no se trata de
evocar el efecto de brusca simpatía que hace de alguna
otra persona el equivalente de un yo —en ese instante
milagroso que describe Christian Metz—, sino que se
trata de un estar frente a frente en un tiempo diferente,
estado en el cual el sujeto se identifica con una imagen
pasada de sí mismo. Yo (je) es otro, quizá, pero ese otro
ya no está allí presente.
Por otro lado, todo hace cada vez más que el mundo
144
se disponga para ser visitado y, sobre todo, para ser
filmado y en definitiva, para ser proyectado en la pan­
talla. Cada noche se iluminan los lugares importantes
del mundo y se nos propone así el espectáculo de lo que
nosotros mismos vamos a buscar: imágenes. Quien sube
por el Mont Saint-Michel para llegar a esa “maravilla de
encaje de piedra” se ve asaltado, no sólo por los merca­
deres del Templo (esos ya existían mucho antes de
despertar la cólera de Jesucristo), sino por los mercade­
res de imágenes que proponen espectáculos en los que el
Monte aparece en el centro de la escena: filmado por
todas partes, acariciado por las cámaras aéreas, hundi­
do en la noche y luego iluminado, surge de las aguas en
una gloria recuperada. Por otra parte, la voz de artistas
conocidos cuenta la leyenda del monte. Los registros
estereofónicos de las orquestas más famosas hacen que
un estremecimiento recorra la espalda desnuda de los
visitantes de verano. ¿Qué más se puede ver luego? y
sobre todo, ¿qué se puede filmar? Los visitantes llegan
demasiado tarde a un mundo demasiado visto; sin
embargo filman, tenaces y, llegado el caso, hasta filman
la película: destellos de flashes resplandecen en la sala
oscura, como si por un último reflejo los turistas dieran
la prueba de que existen aún. Sin duda, como profundos
conocedores de su público, los responsables de ciertas
agencias de viajes proyectan abrir sitios en Internet
para hacer conocer a los posibles turistas los lugares
que les interesan en tres dimensiones. Esa anticipación
turística no será después de todo más virtual que lo que
se vive detrás de la cámara. Y el turista del futuro
probablemente no se sentirá desalentado, sino por el
contrario, se verá estimulado por la perfección técnica
del preespectáculo que así se le presente, pues de cual­
quier manera siempre querrá ir a visitar el lugar de su
elección para recoger imágenes “hechas por él ÜIÍSIIIO”.
145
La empresa de ficcionalización, alentada por sus
primeros éxitos, se hace de pronto más ambiciosa: crea
en pleno campo universos nuevos, parques de diversio­
nes. Disneyworld es el arquetipo: una falsa calle de
aldea norteamericana, un falso saloon, un falso Missi-
ssippi, personajes de Disney que andan por todos esos
falsos lugares, un falso castillo y la Bella Durmiente del
bosque componen la decoración de una ficción de tercer
grado. La ficción, especialmente la ficción de los cuentos
europeos, había sido llevada a la pantalla y ahora
retorna a esta tierra para hacerse visitar: imagen de
imagen de imagen. ¿Qué harán los visitantes? Filmar,
por supuesto, volver a meter dentro de su caja negra a
los personajes que no deberían haber salido de ella, pero
habrán de aprovechar la ocasión para unirse a ellos o, a
lo menos, para agregarles la presencia de sus allegados:
la esposa, los hijos, los abuelos; y todos ellos podrán
verse juntos en la pantalla con Mickey, Donald y el
Príncipe Azul.
Los parques de diversiones, los clubes de vacacio­
nes, los parques de entretenimientos y de residencia
como los Center Parks, pero también las villas privadas
que proliferan en los Estados Unidos y hasta las resi­
dencias fortificadas y protegidas que se levantan en las
ciudades del tercer mundo como otras tantas plazas
fuertes constituyen lo que podríamos llamar “burbujas
de inmanencia”. Pueden encontrarse también otras
burbujas de inmanencia, por ejemplo, las grandes cade­
nas hoteleras o comerciales que reproducen más o
menos la misma decoración, hacen oír el mismo tipo de
música en sus diferentes secciones o en sus ascensores
y proponen los mismos productos, fácilmente
identificables, de un extremo a otro de la Tierra. Las
burbujas de inmanencia son el equivalente ficcional de
las cosmologías: esas burbujas están constituidas por
146
una serie de puntos de referencia (plásticos, arquitectó­
nicos, musicales, textuales) que permiten reconocerlas;
dibujan y marcan una frontera más allá de la cual las
burbujas ya no responden de nada. Son a la vez más
materiales y más legibles que las cosmologías, las cua­
les son visiones simbolizadas del mundo. También es
más fácil aprenderlas; pero les falta evidentemente un
simbolismo, un modo prescrito de relación con los demás
(un modo de relación reducido en su caso a un código de
buena conducta entre usurios) y les falta asimismo un
sistema de interpretación de los hechos (por más que se
empeñen en constituir mundos en miniatura, micro­
cosmos del macrocosmos en el que se proclama la dig­
nidad del consumidor que los frecuente). Esas burbujas
son en efecto paréntesis que uno puede abrir y cerrar a
voluntad con los medios financieros adecuados y el
conocimiento de algunos códigos elementales.
El círculo, la repetición, el eco son hoy figuras
dominantes en escalas extremadamente variadas. Los
satélites dan la Vuelta a la Tierra para observarla o
fotografiarla. Sirven a veces para presentar en un lado
del globo las imágenes emitidas en otro lado. Las cade­
nas comerciales circundan la Tierra, la decoración re­
cuerda la decoración anterior, la publicidad, la publici­
dad anterior y la copia no aspira a ser más que copia; así
todo se hace reconocible, todo marcha redondamente.
La ficción, en consecuencia, se hace aún más audaz:
no contenta con crear nuevos paréntesis, acomete ahora
la realidad misma para subvertirla y transformarla.
Empresa relativamente ligera, cuando se contenta con
difundir una música de ambiente en un supermercado
o en los corredores del subterráneo de Barcelona (lo cual
da así de vez en cuando al paseante la impresión de estar
avanzando a grandes pasos por no sabe qué pantalla
hacia el fin feliz de una película filmada en tecnicolor),
147
pero esa empresa se hace más ambiciosa cuando se
propone remodelar, según sus propios criterios, las
formas de la ciudad. Hace algunos meses, la prensa
anunció que el grupo Arquitectónica, como realizador, y
Disney Corporation, como promotor, habían ganado un
concurso organizado por la alcaldía y el estado de Nueva
York para edificar un hotel y un centro de comercio y de
diversiones en Times Square y además para restaurar
el hotel casi centenario New Amsterdam en la calle
Cuarenta y dos de Manhattan. Aparentemente Disney
Corporation también debía encargarse de desarrollar
un programa de entretenimientos (entertainments) en
Central Park y de proyectar en el 711 de la Quinta
Avenida una gran tienda en la que pudieran encontrar­
se todos los subproductos de sus películas. El proyecto
llama la atención por su carácter espectacular: el nuevo
hotel tendrá cuarenta y siete pisos y seiscientas ochenta
habitaciones; estará separado por una brecha por la que
pasará un “rayo galáctico”. El Disney Vacation Club, por
su parte, se presentará como una especie de inmenso
container que tendrá cien apartamentos y estará provis­
to de diez pantallas gigantes de televisión, una por cada
piso, y una multitud de carteles luminosos. Lo más
notable de este proyecto es el hecho de que instale en
plena ciudad (como si fuera un componente normal de
ésta) el mundo de Superman, él mismo concebido ini­
cialmente como una imitación de la ciudad, como una
ficción dentro de la ciudad ficticia. Los dos grupos de
arquitectos que ganaron el concurso han optado por una
estética del caos, pero aquí se trata deliberadamente de
un caos de dibujos animados e historietas. Como lo han
hecho notar algunos periodistas,22 el proyecto que está
en marcha en Times Square es fiel a la estética de los
centros de diversiones y entretenimientos ya instalados
en los Estados Unidos; se trata de una estética que se
148
mantiene alejada de todo debate sobre el sentido de la
obra. El efecto Disney se toma seriamente y él mismo se
toma como referencia, se constituye como autorrefe-
rencia. La ficción imita a la ficción.
El ejemplo de Disney, que en última instancia no es
más que la empresa más acabada de la puesta en ficción
del mundo o del mundo visto como espectáculo (rasgo
característico de nuestra época) nos da una idea de lo
que podría ser un mundo de pura ficción. Pero la verdad
es que ya nos encontramos en buena parte en ese
mundo. Y los “no lugares” que hube de evocar en otra
parte, se miden ante todo por su capacidad ficcional, por
su capacidad de ficcionalización. En un aeropuerto o en
un gran hotel, nunca estamos muy lejos de Disneyworld,
y por lo demás, es muy raro que en esos lugares uno no
encuentre rastros de su presencia en un cartel o en una
vitrina. Las orejas de Mickey están en todas partes
escuchando al mundo.
Para medir la amplitud del fenómeno de puesta en
ficción, podemos partir de una comprobación básica: si
la ficción se ajusta tan bien a la tecnología (hasta el
punto de hacer de ella uno de sus temas dominantes en
los parques de diversiones y entretenimientos), ello se
debe a que la tecnología, por su parte, se ajusta muy bien
a la ficción, a todas las ficciones. La sobremodernidad,
tal como la estamos viviendo, deriva de un mejoramien­
to de la tecnología que no es ella misma más que un
derivado de la ciencia; el ambiente que la tecnología crea
tiene la apariencia de una segunda naturaleza y no veda
por sí misma ninguna opción ideológica. Hasta es posi­
ble suponer que, considerando el aislamiento relativo
que entraña hoy la relación con la imagen, el ambiente
tecnológico se revele propicio para realizar evasiones
solitarias, por ejemplo, consultando un horóscopo o
escuchando ininterrumpidamente música o tratando de
149
unirse, en sitios de Internet, con interlocutores sin
rostro, pero dotados también ellos de la palabra. En los
Estados Unidos, responsables religiosos muy diversos
(católicos, anglicanos, musulmanes, judíos, mormones
y aun fíeles del culto zen) han ocupado sitios en la red
Internet.23 Esos hombres han considerado alentadores
los primeros resultados, sobre todo para las grandes
religiones, el catolicismo en primer lugar. Así fue como
trescientas mil personas se conectaron con el sitio reser­
vado al Vaticano en los dos días que siguieron a su
inauguración (en la Navidad de 1995). El director del
espacio reservado a la Santa Sede, Jim McDonnel,
declaró al Financial Times que a la gente le resultaba
más fácil utilizar su ordenador que ir a una biblioteca
para leer encíclicas. El sitio reservado al islamismo ya
atrajo a unas siete mil personas, pero la mejor prueba de
que Internet y la religión son compatibles ha sido
suministrada por la acogida dada a la iniciativa del
Centro de Comunicación Hebraica de Nueva York, que
colocó un documento detallado sobre la historia y las
costumbres del pueblo judío; cada mes establecen con­
tacto en ese espacio doscientos mil usuarios. Sus res­
ponsables no excluyen la posibilidad de transformar el
sitio en una verdadera empresa comercial que podría
alquilar ciertos espacios para fines publicitarios. Pero (y
este el punto más particularmente interesante), según
el director de ese centro, Larry Yudelson, lo que alienta
a las iglesias a hacer la conquista de esta nueva tribuna
es ante todo el carácter privado de la relación que se
establece entre el usuario y la red. Algunos llegan a la
conclusión de que la experiencia religiosa se verá así
alterada pues se podrán celebrar misas y hacer confesio­
nes en Internet. Asimismo cabe imaginar, ante esas
innumerables posibilidades de religión á la carte, que
algunas personas se sientan tentadas de practicar por
150
su propia cuenta un frangollo místico permanente y
crear para su uso exclusivo espacios de entre dos mitos
análogos a los que hemos creído poder distinguir en las
situaciones de tipo colonial. Así, por un tiempo, cada uno
tendrá su cosmología.
En última instancia, podemos plantearnos la cues­
tión de saber si todas las relaciones que se establecen a
través de los medios, cualquiera que sea su eventual
originalidad, no se deben en primer término a un déficit
simbólico, a una dificultad para crear vínculos sociales
in situ. El yo ficcional (colmo de una fascinación que se
inicia en toda relación exclusiva con la imagen) es un yo
sin relaciones y por eso mismo sin soporte de identidad,
es un yo que corre el riesgo de quedar absorbido por el
mundo de imágenes en el que él cree poder encontrarse
y reconocerse. Durante algún tiempo tuve ocasión de
trabajar con un joven de unos treinta años, vivaz y
simpático, que todas las mañanas me hacía el comenta­
rio de las noticias de actualidad. Yo no tenía trabajo en
seguir su comentario, pues ya lo había oído (como él, por
supuesto), palabra por palabra, en una radio periférica
algunos minutos antes. Aquel hombre era sin embargo
de una total buena fe y se identificaba con lo que decía.
A veces llegué a sorprenderme imaginando que un día
me contaría su último sueño y que yo reconocería en él
el mío, porque lo habríamos visto ambos en la televisión.
Notas
1. Francisco Ferrari diz, “Dimensions of Nationalism in a Venezue-
lian Possession Cult”, Kroeber Anthropological Society (KAS) Papers 75-
76,1992, págs. 28-47; Daisy Barreto, “Plasticité et résistance. Le mythe
et Je cuite de María Lionza au Venezuela”, Gradhiva 15,1994.
2. Aquí haremos referencia a la tercera edición de Le signifiant
imaginaire, París, Bourgois, 1993. Las dos primeras ediciones datan de
1977 y 1984.
151
3. “L’illusion comique ou le theátre du point de vue de l’imaginaire”,
en Clefspour l’imaginaire ou l’A utre Scéne, París, Editions du Seuil, 1969.
4. Ch. Metz, Le Signifiant imaginaire, op. cit., pág. 93.
5. Ibid., pág. 94
6. Suele ocurrir que actores europeos figuren en películas norteame­
ricanas o hasta que hagan su carrera en los Estados Unidos, pero esos
fenómenos de asimilación momentánea o permanente nada tienen que
ver con el fenómeno que nosotros tratamos de analizar.
7. Ch. Metz, Le Signifiant imaginaire, op. cit., pág. 100.
8. Ibid., pág. 120.
9. Ibid., pág. 119.
10. Ibid., pág. 126.
11. Ibid.
12. Ibid.
13. Ibid., pág. 157.
14. Ibid., pág. 144.
15. Ibid., pág. 145.
16. Ibid., pág. 137.
17. Ibid., pág. 167.
18. Ultima edición, 1994, Coop. Breizh, Jeanne Laffitte.
19. Para evitar la ambigüedad del término “ficticio”, que general­
mente se entiende como “engañoso, falso”, propongo el adjetivo “ficcional”
para calificar toda práctica de “puesta en ficción”.
20. Jean-Pierre Vemant, Entre mythe etpolitique, París Editions du
Seuil, 1996, págs. 237-252.
21. Pierre Bourdieu, Luc Boltanski, Robert Castel y Jean-Claude
Chamboredon, Un art moyen. Essai sur les usages sociaux de la
photographie, París, Editions de Minuit, 1965.
22. Pienso especialmente en un artículo de Vicente Verdu publicado
en el diario El Nacional de Caracas, Venezuela, el 19 de diciembre de
1995.
23. La prensa sudamericana está muy atenta a las manifestaciones
más espectaculares de la tecnología norteamericana, tal vez porque la
mayor parte de los países sudamericanos están en una situación típica en
la que la tecnología sobremodema coexiste con el subdesarrollo social; allí
el ideal de modernidad vinculado con el ideal de independencia continúan
siendo un ideal. Algunas de las informaciones utilizadas en este párrafo
provienen del diario El Nacional de Caracas.

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Orden del día

Propuse para este ensayo el subtítulo de “Ejercicios


de etnoficción”. Lo hice teniendo dos expresiones en
mente y dos preocupaciones como corolarios de ellas.
Las “etnociencias” se asignan siempre dos objetivos. El
prefijo “etno-” relativiza la significación del término que
lo sigue y la hace depender de la “etnia” o de la “cultura”
que, según se supone, debe tener prácticas análogas a
las que nosotros llamamos “ciencias”, como por ejemplo,
la medicina, la botánica, la zoología, etc. Desde este
punto de vista, la etnociencia trata de reconstituir lo que
sirve de ciencia a otras culturas, a saber, su práctica de
los cuidados del cuerpo, sus conocimientos botánicos,
pero también sus modalidades de clasificación, de rela­
cionar las cosas, etc. Por supuesto, desde el momento en
que se generaliza, la etnociencia cambia de punto de
vista e intenta dar una apreciación sobre los modelos
locales, los modelos indígenas, intenta luego comparar­
los con otros y, por fin, proponer un análisis de los pro­
cedimientos cognitivos que operan en una serie de sis­
temas. Entonces, a veces, la etnociencia lleva el nombre
de antropología y se habla así de antropología médica o
cognitiva.
153
La etnoficción se podría definir partiendo de estos
dos puntos de vista: por un lado, intento de analizar el
modo de ser de la ficción o las condiciones de su apari­
ción en una sociedad o en un momento histórico particu­
lar; por otro lado, intento de analizar los diferentes
géneros Acciónales, su relación con las formas de lo
imaginario individual o colectivo, las representaciones
de la muerte, etc., en diferentes sociedades y en diferen­
tes coyunturas. ■*
Me doy cuenta de que no hice más que esbozar esta
doble trayectoria, pero la verdad es que también me
importaba hacer trabajo de etnoficción, en el sentido en
que se habla de ciencia-ficción, aunque lo hiciera de
manera imperfecta. En efecto, es cierto que la guerra de
los sueños ha comenzado (y que es preciso tratar de
imaginar sus futuras formas y sus consecuencias posi­
bles), pero también es cierto que hoy no vemos siempre
claramente sus pormenores. Esta incertidumbre sobre
nuestra situación exacta no debe impedirnos obrar, no
debe impedimos que tratemos de definir una moral de la
acción, un poco como Segismundo, el héroe de La vida es
sueño de Calderón, quien, impresionado por una prime­
ra y cruel experiencia, decide conducirse a toda costa
como si soñara y tuviera algún día que despertarse.
Si hoy la “ficcionalización” del presente sustituye (o
se agrega) a la mitificación de la historia, al primer
encantamiento (mitificación de los orígenes) y al segun­
do encantamiento (mitificación del futuro), si corres­
ponde a la lógica de ese proceso producir un yo igual­
mente “ficcional”, incapaz de situar su realidad y su
identidad en una relación efectiva con los demás, nos es
menester definir, no solamente, como el héroe de Calde­
rón, una moral de espera, en caso de que haya un
despertar, sino también una moral de resistencia.
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Esa moral se apoyará en algunas constataciones
simples. En primer lugar, no hay que confundir los
modelos y la realidad. Así como podemos recoger en
abundancia ejemplos muy concretos de encantamiento
del mundo, incluso en los sectores más tecnologizados
de las sociedades más “avanzadas”, así también debe­
mos saber que los conceptos de “desencanto”, de “fin de
los grandes relatos”, de “posmodernidad” o de
“sobremodernidad”, de “ficcionalización” remiten a
modelos que son visiones parciales de una realidad que
los autoriza pero que no se confunde con ninguno de esos
modelos. En segundo lugar, la imagen es una imagen.
Cualquiera que sea su fuerza, sólo tiene las virtudes que
uno le presta. Puede seducir sin alienar, siempre que
todo un sistema no se empeñe en hacer de ella un
instrumento de descerebración. El destino de la imagen
no le pertenece. Ni tampoco el nuestro.
¿Quiénes serán mañana los que practiquen esa
moral de resistencia? Todos aquellos que, sin renunciar
a la historia pasada ni a la historia futura, denuncien la
ideología del presente; y aquí la imagen puede ser un
poderoso apoyo. Todos los creadores que, fuera lo que
fuere la circulación entre lo imaginario individual, lo
imaginario colectivo y la ficción, no renuncien a produ­
cir eí milagro del encuentro. Por fin, todos los soñadores
lo bastante hábiles para cultivar sus propias fantasías
y poder mofarse íntimamente delprét-á-porter imagina­
rio de los ilusionistas del todo ficcional.
En suma, todos aquellos que están más ansiosos de
constituir la modernidad que de ponerla en cortocircuito.
Si no mantiene esa vigilancia, una buena parte de
la humanidad correrá el riesgo de caer en el juego de los
espejos que se le tienden para que no cese de buscarse
y de perderse en ellos. El totalitarismo liberal no tiene
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necesidad de un Big Brother o del Tabir Sarrail de El
palacio de los sueños de Ismail Kadaré. Recordemos lo
que dice Sartre del sueño definido como ficción, pero
como ficción “hechicera”, lo que dice del sueño de la
conciencia que está ella misma determinada a transfor­
mar todo lo que capta en imaginario, así como “el rey
Midas transformaba en oro todo lo que tocaba”: “El
sueño no es en modo alguno la ficción tomada por
realidad; es la odisea de una conciencia condenada por
ella misma y a pesar de sí misma, a constituir solamente
un mundo irreal. El sueño es una experiencia privilegia­
da que puede ayudamos a concebir lo que pudiera ser
una conciencia que hubiera perdido su ‘ser en el mundo’
y que, por eso mismo, estuviera privada de la categoría
de lo real”.1
Mantengámonos despiertos.
Nota
1. Jean-Paul Sartre, L’imaginaire, París, Gallimard, 1940, citado
según la edición en la colección “Folio essais”, 1986, pág. 339.

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