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DOCTRINA MORAL *

Nello Cipriani

*Traducción del italiano, Javier RUIZ PASCUAL.


Preliminares

Se le ha reconocido a san Agustín el mérito de haber desarrollado la teoría moral


más que todos los demás Padres de la iglesia latina1, e incluso de haber sido el iniciador
de la ciencia moral como parte específica de la teología2. Sin embargo, no encontramos
en él ningún tratado de moral general, si exceptuamos el De moribus ecclesiae
catholicae et de moribus manichaeorum, que no es sino una respuesta a las acusaciones
maniqueas a la moral de la Iglesia, y a la vez una crítica a la propia moral de los
maniqueos. En cambio, nos ha legado varios tratados sobre los diversos estados de vida,
sobre las virtudes y sobre los vicios. Ofrecemos una lista incompleta: De bono
coniugali; De bono viduitatis; De sancta virginitate; De coniugiis adulterinis; De opere
monachorum; De mendacio y Contra mendacium; De patientia; De continentia. A estos
podemos añadir el De agone christiano y el Enchiridion ad Laurentium, un manual
sobre las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad.
Basados en estas obras y en el inmenso material disperso en otros innumerables
escritos y sermones, se han elaborado amplias síntesis de doctrina moral, como son las
de J. Mausbach y de G. Roland-Gosselin, además de la amplia antología de textos
realizada por G. Armas3, organizada de forma sistemática.
Esta breve síntesis que vamos a exponer en las páginas que siguen no tiene
pretensión alguna de exhaustividad, sino que únicamente quiere marcar algunas líneas
del voluminoso edificio doctrinal, encuadrándolo, en cuanto sea posible, en la
experiencia de vida y en la cultura de su autor.

I. Caracteres generales

El objeto de la moral
Es oportuno subrayar que la doctrina moral de san Agustín es la obra de un
convertido a la fe cristiana, profundamente imbuido por la cultura clásica y neoplatónica
y con una prolongada experiencia maniquea a sus espaldas. Él había aprendido a
considerar la moral, junto con la física y la lógica, como una parte de la filosofía, que
tiene por objeto las costumbres o las cuestiones sobre el bien y el mal1. Poseía una

1
. MIETE, T. L.: Augustinian Bibliography, 1970-1980, Greenwood Press, 196.
2
. DEMAN, T.: Le traitement scientifique de la morale chrétienne selon S.
Augustin, Montréal-Paris 1957, 123-125.
3
. MAUSBACH, J.: Die Ethik des hl. Augustinus, Freiburg i. Br. 1909, 2 vols., 1-
862; ROLAND-GOSSELIN, G.: La morale de saint Augustin, Paris 1925, 1-252;
ARMAS, G.: La moral de san Agustín, Madrid 1955, 1-1182.
1
. Cfr. De mor. eccl. cat. 2, 1, 1(Texto 1).
buena información sobre la moral filosófica clásica, sobre todo a través de las obras de
Cicerón, Varrón y Séneca, limitándonos sólo a los autores más conocidos. Lo mismo
sucedía respecto de los neoplatónicos Plotino y Porfirio. Estaba perfectamente al tanto
de las cuestiones tratadas por los moralistas paganos y de sus soluciones, y de ellos
aprendió «una serie de utilísimas enseñanzas morales»2. Conocía también la moral de
los maniqueos, no sólo por la catequesis recibida sino también por el estudio de sus
obras. Por ello, su conversión al cristianismo en la Iglesia católica, le imponía una
confrontación entre las enseñanzas morales de su nueva fe religiosa y las doctrinas
morales de los filósofos paganos y de los maniqueos. Pero mientras que la moral
maniquea se presentaba como un conjunto de normas, basadas en una absurda y mítica
doctrina dualista que condenaba sin medias tintas la corporeidad y la sexualidad, la
moral de los filósofos paganos se presentaba, aun dentro de una pluralidad de
concepciones, como un sistema bien estructurado sobre bases racionales, capaces de
ofrecer muchas ideas compatibles con la fe cristiana. De ahí su diversa actitud en la
relación con sus interlocutores: de diálogo crítico con los filósofos y de rechazo total
con los maniqueos, como se puede apreciar ya desde su primera obra de contenido
moral.

El sumo bien y la antropología


La polémica entablada con los maniqueos, inmediatamente después del bautismo, le
obligó a elaborar una doctrina moral fundada sobre una antropología que excluyera todo
dualismo anticorpóreo. Los maniqueos, en efecto, además de condenar en bloque todo
el antiguo testamento, a causa de sus principios morales, reprueban a los católicos la
procreación de los hijos, la propiedad de casas y el dinero3, y justificaban las prácticas
ascéticas (abstinencia de la carne y del vino) por motivos dualistas. Para contraponerse a
ellos, había que elaborar una antropología a la luz de la fe cristiana, que se hiciera cargo
de toda la realidad del hombre, alma y cuerpo, haciendo uso a veces de doctrinas
filosóficas útiles para rechazar el absurdo dualismo maniqueo, que enseñaba la
existencia de cosas sustancialmente buenas y cosas sustancialmente malas, que
proceden de dos raíces o principios coeternos y contrarios. Encontramos estas
reflexiones en los dos libros del De moribus ecclesiae catholicae et de moribus
manichaeorum.
Por otra parte, la visión o por mejor decir las visiones de los moralistas paganos son
bastante distintas de la cristiana. Para elaborar un sistema moral, fundado sobre la razón,
que fuera al mismo tiempo coherente con la nueva fe, era imprescindible hacer un
examen crítico de tantas antropologías en circulación. De esta reflexión no tenemos
testimonios explícitos, pero en todos los primeros diálogos encontramos pruebas
indudables.
Siguiendo el planteamiento eudemonista de la filosofía antigua, para conocer las
normas morales, que permiten vivir rectamente y alcanzar la felicidad, san Agustín
también trata de señalar ante todo el bien supremo del hombre, partiendo de la
definición de su naturaleza. Contra Plotino, que contemplaba al hombre sólo en su alma
racional, él afirma muchas veces que el hombre consta de alma y cuerpo 4, y que no se

2
. De doc. christ. 2, 40, 60.
3
. Cfr. De mor. eccl. cat. 1, 35, 77-80 (T. 2-4).
4
. Cfr. De ord. 2, 2, 6; Sol. 1, 12, 21; De doc. christ. 1, 26, 27.
puede llamar hombre ni a sólo su cuerpo ni a sola su alma sino a los dos conjuntamente
5
. El filósofo neoplatónico escribe que «el hombre, y más en particular el hombre sabio,
no es el compuesto», y que «la felicidad se da en el alma, y no en el alma sensitiva»6.
Por el contrario, san Agustín afirma que «el sabio consta no sólo del cuerpo y del alma,
sino también del alma entera, porque sería locura decir que no es propio del alma
aquella parte que hace uso de los sentidos»7.
En Soliloquia hace un examen de conciencia siguiendo el esquema aristotélico de
los bienes: espirituales (sabiduría), corpóreos (vida y salud) y externos (amigos y
riquezas), y aunque reconoce la primacía de la sabiduría, da muestras de apreciar
también los demás bienes8. En De inmortalitate animae alude por primera vez a la
doctrina de la oikeiosis, extraña por completo al platonismo, según la cual todo viviente
desea naturalmente vivir, es decir, que el alma no se separe del cuerpo 9. Esta doctrina la
vuelve a exponer en De vera religione, y en De doctrina christiana la establece como
fundamento de la moral 10. Se ve, pues, muy claramente cómo ya desde los primeros
tiempos de su conversión, Agustín se orientó hacia un modelo antropológico, que no es,
en efecto, el platónico o neoplatónico, sino el del filósofo ecléctico Antíoco de Ascalón,
al que conoció a través de las obras de Cicerón y de Varrón11. En De civitate Dei
reprocha a este modelo la negación del destino eterno del hombre y la pretensión de
poder hacerlo todo, sin recurrir a la ayuda de Dios; en compensación, le reconoce el
mérito de dar el debido relieve tanto a la dimensión corpórea del hombre como a su
dimensión social12, ausentes en el modelo neoplatónico y exigidas en la fe cristiana.
Contra el dualismo maniqueo, que consideraba el cuerpo como diabólico en cuanto
a la materia y en cuanto a la formación, Agustín repite que el cuerpo es parte integrante
del hombre, a la par que el alma: «En efecto, a ninguno de los dos podemos llamarlos
hombre sin el otro: ni el cuerpo sería hombre sin el alma; ni el alma sería hombre si no
tuviera un cuerpo al que animara, aunque pudiera suceder que uno de ellos sea
considerado como hombre y así se le llame» 13. En el plano moral reconoce, pues, la
positividad de los numerosos bienes del cuerpo: el ser, la forma, la vida, la salud, la

5
. Cfr. De b. vita 2, 7; De quant. an. 1, 2.
6
. PLOTINO: Enn. 1, 4, 14.
7
. De ord. 2, 2, 6 (T. 5).
8
. Cfr. Sol. 1, 9, 16-13, 23.
9
. Cfr. De imm. an. 13, 20.
10
. Cfr. CIPRIANI, N.: «Lo schema dei tria vitia (voluptas, superbia, curiositas)
nel De vera religione: antropologia soggiacente e fonti», en Augustinianum 38
(1998) 166-167.
11
. La filosofía moral de Antíoco fue expuesta por Cicerón en el libro V del
De finibus bonorum et malorum y por Varrón en el De philosophia; cfr. CIPRIANI,
N.: «L‘influsso di Varrone sul pensiero antropologico e morale nei primi scritti
di S. Agostino», en L'etica cristiana nei secoli III e IV: eredità e confronti, Studia
Ephemeridis Augustinianum, 53, Roma 1996, 369-400.
12
. Cfr. De civ. Dei 19, 4, 1 (T. 7); 4, 5-5.
13
. De mor. eccl. cat. 1, 4, 6.
integridad corporal, el vigor, los sentidos e incluso el placer sensible, por su función
positiva en la vida animal 14. Incluso todas las funciones biológicas, ligadas a la
alimentación o a la procreación son valoradas positivamente por él en nombre de la
naturaleza humana y del diseño de Dios, revelado en las Escrituras 15.
Con estas premisas antropológicas, Agustín afronta la cuestión del sumo bien,
partiendo de abajo, y procediendo por eliminación: «El bien supremo del cuerpo no es
el placer, ni la ausencia del dolor, ni sus fuerzas ni la belleza, ni la agilidad, sino sólo el
alma», que le da vida y vigor16. A su vez, tampoco el alma puede ser considerada como
el bien supremo del hombre, porque ella misma puede encontrar su perfección en algo
distinto de ella, como es la virtud y la sabiduría 17. Y dado que la virtud o la sabiduría,
que hacen feliz al alma, no son sino hábitos adquiridos por el alma, tratando de adquirir
alguna otra cosa, y «porque según puedo alcanzar por la razón, no se puede alcanzar la
sabiduría ni sin tratar de alcanzar algo ni obrando neciamente», nos encontramos con
que sólo nos queda una doble posibilidad: que el alma alcance la sabiduría bajo la
dirección de un hombre sabio o de Dios mismo. Pero ¿cómo podría ser considerado
como nuestro bien supremo un hombre sabio cuando a éste nos lo pueden arrebatar no
sólo sin nuestro consentimiento, sino también a pesar de nuestra resistencia? «No nos
queda ya más que Dios: si lo seguimos, viviremos bien; si lo alcanzamos, no sólo
viviremos bien, sino que seremos felices»18. Ninguna otra cosa fuera de Dios, hace
bueno o mejor al hombre; por tanto, sólo a él debe unirse con amor, mientras que de
todas las demás cosas se debe servir en relación con Dios 19. La sabiduría es la plenitud
o la medida del alma humana, y consiste en el amoroso y perfecto conocimiento de Dios
20
.
Este discurso puede parecer fatigoso. Pero, discutiendo san Agustín con los
maniqueos y con los filósofos paganos, debía mantenerse en el plano de la razón,
ateniéndose en parte a las ideas y argumentaciones de los platónicos, opuestos al
materialismo de los estoicos y de los epicúreos21. No hace falta, sin embargo, destacar
que esta misma doctrina la encontramos expresada con simplicidad en la Escritura, en el
precepto de amar a Dios con toda el alma, con toda la mente, y con todas las fuerzas22.
En este precepto está indicado el sumo bien que el hombre debe buscar por sí mismo, si
quiere ser feliz, y también el camino que debe seguir para conseguirlo. En efecto, en el
evangelio, este primer precepto viene acompañado inseparablemente por el precepto del
amor al prójimo (»amarás al prójimo como a ti mismo»), por el cual, apartándose aquí
de los platónicos y aproximándose a los peripatéticos y a los estoicos, san Agustín
insistirá no sólo sobre la dimensión religiosa del hombre sino también sobre su

14
. Cfr. De mor. eccl. cat. 2, 9, 15; De lib. arb. 2, 3, 8.
15
. Cfr. De quant. an. 33, 70-71 (T. 6).
16
. Cfr. De mor. eccl. cat. 1, 5, 7.
17
. Cfr. ibid. 1, 6, 9.
18
. Ibid. 1, 6, 9-10.
19
. Cfr. De lib. arb. 1, 15, 33.
20
. Cfr. De b. vita 4, 35-36.
21
. Cfr. Epp. 118, 3, 16; 155, 1, 1-4, 17 (T. 8 y 9).
22
. Cfr. De mor. eccl. cat. 1, 8, 13 y 24; De doc. christ. 1, 26, 27.
dimensión social. La fe cristiana, en efecto, le hace descubrir que, en el diseño de Dios,
la felicidad no es un problema que se resuelva individualísticamente, sino dentro de una
sociedad, querida y promovida por él en la historia.

La distinción uti-frui y el ordo amoris


En esta visión antropológica se aprecia claramente que en san Agustín se pueden
distinguir en la vida humana al menos tres niveles: el nivel corpóreo y biológico, el
nivel racional y social, y el nivel intelectual y religioso. Son los tres igualmente
importantes y necesarios, pero en un grado de subordinación correspondiente al diverso
grado de ser. La moral cristiana está marcada profundamente por esta idea jerárquica de
los seres, de los niveles de la vida y de las facultades cognoscitivas, tomada de los
filósofos y extraña a la concepción bíblica. En el orden natural, Dios está por encima del
alma, y ésta sobre los cuerpos. También en el hombre está presente el orden. Está
compuesto de alma y cuerpo, como los animales. Pero en el alma se halla la razón, que
no posee el animal; en la propia razón se distingue la parte activa, capaz de ordenar los
cuerpos, de la otra parte contemplativa, capaz de ver las realidades espirituales. Estando
así ordenado en su naturaleza, está claro que el hombre, en su actividad moral, debe
respetar este orden, anteponiendo el alma al cuerpo y, dentro del alma, la razón a las
partes inferiores que tiene en común con las bestias; y en la razón ha de anteponer la
contemplación a la actividad racional 23.
Otra consecuencia de esta concepción: el plano axiológico (de los valores) se
corresponde con el ontológico (del ser). El obrar moral del hombre lleva consigo una
elevación o un rebajamiento en la escala del ser: la virtud la aproxima y lo asemeja a
Dios, el Ser infinito; el pecado, por el contrario, lo hace resbalar hacia el nivel inferior,
el de los animales, o si se quiere, hacia el no-ser. Cierto que ninguno pierde su
condición humana por la práctica de las virtudes o de los pecados, cambiando su
naturaleza, pero aunque no llegue a suceder, sin embargo, el hombre participa más o
participa menos del ser, asemejándose más a Dios o más a los animales24.
Por tanto, el respeto al orden natural es el principio fundamental de la actividad
moral. El hombre, en virtud de su cuerpo y de los sentidos, de los que está dotado, es
capaz de una vida vegetativa y sensitiva común con los animales, pero es también capaz
de una vida racional, que lo pone en relación con sus semejantes y con el mundo de la
naturaleza, y es capaz de una vida intelectual en común con los ángeles, que contemplan
a Dios25. Para armonizar todos estos niveles de vida, sin rebajar los niveles superiores y
sin abajarse hasta los inferiores, es necesario poner orden en las diversas tendencias
naturales o apetitos, que impelen a la acción. El hombre vive rectamente cuando sus
apetitos, llamados también amores, respetan el orden natural de sus facultades y de los
seres, sin subordinar la vida racional a la de los sentidos ni la vida intelectual a la
racional. En otras palabras, para vivir rectamente, no es necesario renunciar a la vida
corpóreo-sensitiva ni a la vida social, como predicaban los neoplatónicos; basta vivir
estos niveles amando a Dios, el sumo bien y a todas las demás cosas en Dios y por Dios,
orientando todos los pensamientos, la vida y la inteligencia hacia aquel de quien hemos
recibido estos bienes26, de modo que en el amor de Dios confluyan todos los demás

23
. Cfr. C. Faustum 22, 27 (T. 10).
24
. Cfr. De civ. Dei 14, 13, 1 (T. 11)
25
. Cfr. C. Faustum 22, 28 (T. 12).
amores27. En este sentido es en el que viene entendido el mandamiento bíblico de amar a
Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente: Dios, que es conocido
sólo por la mente, debe ser amado con todas las dimensiones del alma, incluidas las
inferiores28.
Esto significa que el hombre sólo puede tender a saciar su deseo de felicidad (frui)
en Dios, mientras que todas las demás cosas sólo debe usarlas (uti) en referencia a Dios.
Nos hallamos ante una distinción fundamental de la moral agustiniana, que la precisa
así: «Frui es adherirse por amor a una cosa por ella misma, mientras que uti es emplear
lo que se usa para conseguir lo que se ama, con tal de que deba ser amado, puesto que si
el uso es ilícito más bien debemos llamarlo abuso»29.
Cuando se goza sólo en Dios, y todas las demás cosas las buscamos y las amamos
por Dios, entonces se trata de un amor ordenado (dilectio ordinata), una vida ordenada,
y el hombre mismo resulta ordenado30, porque se ha respetado el orden de los bienes. Si,
por el contrario, se adhiere a los bienes corporales o temporales por amor, sin referencia
alguna a Dios, para gozar de ellos como si fueran los verdaderos bienes, entonces se cae
en un desorden, porque nos esclavizamos a las cosas, que debieran estarnos sometidas.
Ahora bien, el amor ordenado, es decir, aquel «que nos lleva a gozar de Dios por sí
mismo, y de sí y del prójimo por Dios» es la caridad; y el amor desordenado, es decir,
aquel «que lleva al hombre a gozar de sí mismo, del prójimo y de cualquier otra cosa al
margen de Dios» es la cupiditas31. La primera clase de amor, la caridad, es propiamente
social, en el sentido de que tiene una fuerza unitiva que favorece la construcción de la
sociedad; la segunda, la cupiditas, es un amor «privado», en el sentido de que se opone
a la comunión entre las personas32. Sobre la caridad está fundada la ciudad de Dios,
sobre la cupiditas la ciudad terrena33.
En torno a la distinción uti-frui podemos advertir también la innovación de la moral
agustiniana respecto de la antigua. En efecto, en el De officiis de Cicerón, en
conformidad con la moral estoica, se distingue el bien supremo, deseable por sí mismo
34
, de todas las demás cosas, que entran en la categoría de lo útil 35, y que deben usarse
como medios para conseguir el bien supremo. Pero los estoicos situaban el sumo bien
en la virtud, mientras que para san Agustín el bien sumo, al que hemos de orientarlo
todo, incluso la virtud, es sólo Dios.

26
. Cfr. De lib. arb. 1, 8, 18 (T. 13); 15, 33-16, 35 (T. 14).
27
. Cfr. De doc. christ. 1, 22, 21 (T. 15); 26, 27.
28
Cfr. De div. quaest. 83, 35, 2 (T. 16).
29
. De doc. christ. 1, 4, 4; véase también De div. quaest. 83, 30 (T. 17), donde
aparece su origen estoico.
30
. Cfr. De lib. arb. 1, 7, 16-8, 18; 15, 33-16, 35.
31
. De doc. christ. 3, 10, 16 (T. 18).
32
. Cfr. De g. ad lit. 11, 15, 20.
33
. Cfr. De civ. Dei 14, 28.
34
. Cfr. CICERÓN: De officiis, 3, 7, 33.
35
. Cfr. ibid. 1, 7, 22; 2, 1, 1.
Otra gran diferencia entre la antigua y la nueva moral se aprecia en el modo de
entender el uti. Tanto Cicerón como san Agustín incluyen al hombre entre «las cosas de
las que debemos hacer uso». Pero en Cicerón esa expresión tiene un sentido egoísta, ya
que afirma que «la función de la virtud consiste en granjearse el ánimo de los hombres y
atraerlos para favorecer su propia utilidad» 36, buscando la manera en que «podamos
suscitar la colaboración de los demás, y lograr que se vuelque a nuestro favor» 37. Para
el autor cristiano, por el contrario, los hombres deben tratarse entre sí como amigos, no
para buscar ventajas, sino gratuitamente y por ellos mismos, para hacerles el bien 38, y
para gozar juntos del bien, que es Dios 39. Quien ama a Dios, escribe en el De vera
religione, «se sirve de los amigos para intercambiar beneficios y de los enemigos para
ejercitar la paciencia; se sirve de quien puede hacer el bien, se sirve de todos por
benevolencia»40, Por lo demás, tanto el amor de sí mismo, como el amor del propio
cuerpo, es bueno y lícito, con tal de que esté referido a Dios, porque sólo en Dios se
realiza plenamente el bien del hombre. Quien no ama a Dios se odia a sí mismo, porque
Dios es la vida misma del hombre.
En resumen, la moral agustiniana está fundada sobre este criterio: usar de las cosas
temporales y gozar de las eternas (temporalia ad utendum, aeterna ad fruendum)41. La
Sagrada Escritura no sólo ha fijado el sumo bien en Dios, que debe ser amado por sí
mismo, sino que nos ha indicado también la regla moral que el hombre debe seguir en
las cosas mortales y pasajeras: «Ninguna de estas cosas deben amarse ni buscarse por sí
mismas, sino que se debe hacer uso de ellas según las necesidades de la vida y las
obligaciones, con la moderación de quien se sirve de ellas y no llevados por la pasión de
quien las ama»42. En efecto, amar no es otra cosa que desear una cosa por sí misma43.
Por tanto, “sólo Dios debe ser amado; pero todo cuanto hay en este mundo, es decir,
todo lo sensible, no merece sino el desprecio, aunque debemos servirnos de ello en
atención a las necesidades de la vida»44.
Nos hallamos ante una moral indudablemente exigente, que subordina todo otro
bien a Dios, sumo bien, pero que no tiene nada de dualista 45. La invitación a despreciar

36
. Ibid. 2, 5, 17.
37
. Ibid. 2, 6, 20.
38
. Cfr. De doc. christ. 1, 29, 30 (T. 19).
39
. Cfr. Sol. 1, 13, 22 (T. 20).
40
. De v. rel. 47, 91. Este texto muestra la inconsistencia de algunos juicios
según los cuales la doctrina del uti y del frui serían contrarios a la comunión,
porque «lo que se usa en vistas a un fin más alto, se usa» (BERTACCHINI, R.:
Agostino e la via unitatis, Napoli 2004, 142). Agustín afirma que se usa de los
amigos por benevolencia con ellos y de los enemigos para ejercitarse en la
paciencia con ellos.
41
. S. 36, 6.
42
. De mor. eccl. cat. 1, 21, 39.
43
. Cfr. De div. quaest. 83, 35, 1.
44
. De mor. eccl. cat. 1, 20, 37.
45
. Cfr. De doc. christ. 1, 27, 28 (T. 21).
este mundo, es decir, todo aquello que es percibido con los sentidos, significa
simplemente que todo eso no es buscado ni es gozado por sí mismo, como si la vida
humana no tuviese otro fin que la trascienda. Es considerado, por el contrario, como
lícito y honesto conseguir todos aquellos bienes temporales, del alma y del cuerpo, que
Varrón llamaba «bienes primordiales de la naturaleza», a condición de que sean usados
en referencia a Dios. Por tanto, son bienes deseables en sí mismos, como la salud física,
la amistad y la sabiduría, mientras que otros bienes son deseables sólo por relación a los
precedentes: el alimento y la bebida para la salud; el matrimonio y las relaciones
conyugales para la amistad de los esposos y la procreación de los hijos; la ciencia para
la sabiduría. Usar estos bienes para un fin distinto de aquel para el que están ordenados
constituye un pecado, venial o mortal, según los casos. Obra bien quien los usa para el
fin para el que nos han sido dados46.
El razonamiento seguido hasta ahora vale también para el placer corpóreo. En sí
mismo, el placer es un bien natural, aunque inferior47. Por tanto, puede usarse
honestamente en relación con el fin propio de la acción, a la que acompaña
naturalmente; por ejemplo, comer y beber para conservar la salud, o usar del
matrimonio para procrear o para fortalecer el amor entre los esposos. Se incurre, sin
embargo, en el vicio de la lujuria o de la concupiscencia carnal, cuando se buscan
sensaciones sólo por el placer anejo a ellas. Y esto es así no porque el placer sea en sí
mismo malo sino sólo porque buscar el placer por sí mismo es indigno del hombre que
usa su razón y que sigue como su propio bien siempre a Dios. Es ésta una posición que
no puede considerarse dualista, ni en el sentido maniqueo ni en el platónico, pero que
está marcada por el racionalismo estoico48. Ateniéndonos a estos principios, tener
relaciones conyugales con la única intención de procrear no tiene culpa alguna. Pero
buscar el placer en las relaciones con el propio cónyuge constituye ya alguna culpa,
aunque se trata de una culpa menor (venialis) cuando no tiene lugar la unión por razón
de la propagación de la prole, pero tampoco se opone a ella con un propósito malo o con
una acción mala49.

La obligación moral
El planteamiento rigurosamente racional de la doctrina moral agustiniana, expuesta
hasta este momento, puede causar la impresión de que haya quedado como fundamento
de la obligación moral agustiniana el de la moral de los filósofos antiguos, es decir, el
de la naturaleza humana o una impersonal ley eterna. En efecto, es frecuente en san
Agustín la llamada a entrar en nosotros mismos y saber así qué debemos o qué no
debemos hacer. Pero esta llamada al conocimiento de sí mismo, tradicional en la cultura
antigua, encuentra en él un sentido nuevo. La obligación moral nace en el hombre en la
conciencia clara de su relación ontológica con el propio Creador, de quien es imagen. El
hombre, reconociéndose criatura de Dios, se siente obligado a restituir aquello que ha
recibido, sin malgastarlo y mostrándole gratitud50. Este nuevo fundamento dialógico o
relacional de la moral, desconocido en la moral de los filósofos antiguos, no sólo no está

46
. Cfr. De bono con. 9, 9 (T. 22).
47
. Cfr. De lib. arb. 2, 3, 8; De mor. eccl. cat. 2, 9, 15; 14, 31-35.
48
. Se puede comparar con lo que dice Cicerón en De officiis, 1, 30, 106.
49
. Cfr. De nupt. et conc. 1, 15, 17 (T. 23).
50
. Cfr. En. in ps. 103, 4, 2 (T. 24).
en contradicción con el primero, sino que se integra con él. La fuente de la moralidad no
es ya la naturaleza considerada como independiente de Dios, sino que es la propia
voluntad de Dios, que se manifiesta a la voluntad humana tanto a través de la naturaleza
humana creada por él, como a través de la revelación bíblica.
Además, para el cristiano, la obligación moral no nace sólo de la gracia de la
creación, sino también de la gracia de la redención: «Dios envió a su Hijo para
redimirnos, no con oro o con plata, sino al precio de su sangre derramada, como cordero
inocente llevado al sacrificio por las ovejas manchadas… Ésta es la gracia que hemos
recibido: vivamos dignamente de esta gracia recibida, para no hacer injuria a una gracia
tan sublime»51. El precio de nuestro rescate, ofrecido por Cristo, impulsa a Agustín a
abandonar el otium de Tagaste para servir a los hermanos como ministro de la Iglesia52.
Los monjes de la isla de Cabrera son invitados a renunciar al descanso del otium
sanctum siempre que la Iglesia tuviera necesidad de su servicio, en agradecimiento a
una madre que los ha engendrado a la fe53. Es esta deuda de la caridad la que le impulsa
a servir a los hermanos con la palabra, los escritos y las obras. Estamos frente a una
gran novedad: el deber moral nace como respuesta de amor y de gratitud a quien nos ha
favorecido y que está ligado a nosotros con vínculos de comunión.

II. Los elementos constitutivos del acto moral

Conciencia y conocimiento
Tras haber puesto de relieve algunos aspectos generales de la doctrina moral de san
Agustín, exponemos su pensamiento acerca de los elementos constitutivos del acto
moral. Hemos hecho ya alusión al papel central que representa la conciencia personal en
el origen de la obligación moral. La conciencia es la realidad más profunda y secreta de
la persona, «a donde no entra hombre alguno, donde nadie está contigo, donde estás
solo tú con Dios»1; es el lugar interior, donde Dios habla a buenos y malos, para que
puedan escuchar la voz de la verdad, que aprueba o reprueba el bien o el mal que se
hace2; en ella está escrita la ley natural, por la que no debemos hacer a los demás
aquello que no queremos que nos hagan a nosotros3. Por lo tanto, la conciencia personal
es la fuente próxima de la moralidad humana4. En ella aparece el juicio, por el cual elige
y decide cuanto hace. Si no se da el juicio moral, es decir, si ignora lo que se debe
hacer, o también, si falta la libre voluntad, no se podrá hablar de un acto moral.
El conocimiento, por tanto, es la primera condición para que un acto humano pueda
tener valor moral. Conocer el bien que se debe hacer y no hacerlo es despreciar y negar

51
. S. 23 A, 2.
52
. Cfr. Conf. 10, 43, 70.
53
. Cfr. Ep. 48, 2 (T. 25).
1
. En. in ps. 54, 9.
2
. Cfr. S. 12, 4 (T. 26).
3
. Conf. 1, 18, 29.
4
. Para una exposición más amplia, cfr. STELZENBERGER, J.: Conscientia bei
Augustinus. Studie zur Geschichte der Moraltheologie, Paderborn, 1959.
conscientemente el dictamen de la propia conciencia5, que a su vez comienza a
reprocharte y acusarte6. La conciencia, sin embargo, puede ser más o menos cierta.
¿Cómo se ha de actuar en estos casos? Contra los escépticos académicos, san Agustín
considera insuficiente su probabilismo7. En principio, la conciencia obliga cuando hay
certeza; cuando no se sabe o se ignora si un alimento ha sido ofrecido a los ídolos, se
puede tomar para satisfacer la propia necesidad «sin escrúpulo alguno de conciencia»8.

La ley eterna y la ley natural


Si la conciencia personal es la fuente próxima de la moralidad, la voluntad o la ley
de Dios es la fuente remota y principal. La rectitud moral del acto humano se deriva, en
primer lugar, de su correspondencia con la voluntad de Dios, cognoscible por la razón a
través de las criaturas, o por la fe en la revelación. Examinemos, pues, la doctrina
agustiniana acerca de estos elementos, comenzando por la ley eterna de Dios.
Una definición de la ley eterna, ya clásica, se encuentra en la obra escrita contra el
maniqueo Fausto: «La ley eterna es la razón o la voluntad de Dios que manda respetar el
orden natural y prohíbe alterarlo»9 . De esta definición surge con claridad tanto su
contenido (el respeto del orden natural) como el doble carácter de inmutabilidad y de
universalidad: la ley goza de la misma inmutabilidad divina y a ella están sujetas todas
las cosas creadas. Estos mismos caracteres aparecen repetidos en otros lugares: es la
razón suprema, inmutable y eterna, a la que debemos obedecer siempre, por la que los
malos merecen la infelicidad y los buenos la felicidad, y a la que, finalmente, se debe la
rectitud de toda ley temporal que por ella se impone o se modifica10. A la ley eterna, que
se halla en Dios, corresponde, como un reflejo, una ley natural creada, que es
cognoscible por la razón humana. Ella ordena respetar el orden natural, porque es justo
que todo esté perfectamente ordenado11. Donde las cosas mejores se subordinan a las
peores (por ejemplo, la razón sujeta al apetito sensitivo) no se da un orden recto, sino
más bien una perversión, mientras que el hombre se dice ordenado cuando en él la
mente o el espíritu es el que domina a las demás partes de su naturaleza12. En el De
libero arbitrio, enumera algunas reglas morales generales, que denomina reglas de la
sabiduría o de las virtudes. Algunas de ellas se refieren a la justicia, otras a la prudencia,
a la templanza y a la fortaleza13.Estas reglas son consideradas como universales,
inmutables y accesibles al conocimiento de todos, como las leyes matemáticas, aunque
en la práctica no todos lleguen a conocerlas de modo consciente.
Además de esta formulación de la ley natural, encontramos, sobre todo en los
sermones al pueblo, otra aún más simple, conocida como la regla de oro: No hacer a los
5
. Cfr. S. 249, 2.
6
. Cfr. En. in ps. 30, 8 (T. 27); 57, 2.
7
. Cfr. C. acad. 3, 16, 35-36.
8
. Ep. 47, 6.
9
. C. Faustum 22, 27.
10
. Cfr. De lib. arb. 1, 6, 15 (T. 28).
11
. Cfr. ibid.
12
. Cfr. ibid. 1, 8, 18.
13
. Cfr. ibid. 2, 10, 28-29.
demás aquello que no quieres que te hagan a ti. Esta ley no puede cambiar de ninguna
manera, a pesar de las diversas costumbres de los muchos pueblos14, porque ha sido
escrita por Dios en el corazón de los hombres, en forma que ni siquiera su maldad pueda
destruirla15. En virtud de ella, «incluso los impíos reprenden justamente y alaban
rectamente muchas cosas en las costumbres de los hombres», porque juzgan en base a
normas objetivas inmutables de justicia, que no ven en su propia naturaleza ni en su
mente, que son mutables e injustas, sino «en el libro de la luz de aquel que es la
Verdad»16. La ignorancia de esa ley no se debe a que no esté impresa en el corazón de
todos, sino al hecho de que los hombres se hacen extraños a sí mismos por el deseo de
las cosas externas y ya no se conocen a sí mismos. Volver a entrar en sí mismo es la
condición indispensable para conocerse a sí mismos como imágenes de Dios y para
conocer la ley natural, que prohíbe la injusticia y manda la caridad. A nadie a quien se
le pregunte si quiere que le roben, que lo injurien o que cometan adulterio con su mujer
respondería afirmativamente. Al mismo tiempo, comprendería que los demás hombres
que viven en la misma sociedad humana son iguales a él, son igualmente imágenes de
Dios y poseen los mismos derechos. De esta manera, «juzgas que algo es malo por el
hecho de que no quieres padecerlo y a esto te ves obligado por una ley interior, escrita
en tu propio corazón»17.
A esta única ley pueden remitirse no sólo los mandamientos que prohíben acciones
o deseos contrarios a los intereses del prójimo, sino también aquellos que prohíben
acciones torpes o las ofensas a Dios. En efecto, corrompiéndose con la lujuria, se
profana en sí mismo la imagen de Dios, se comete injuria contra su gracia y sus dones18.
Por otra parte, toda desobediencia a Dios está prohibida por esta única ley: «Cuando tú
quieres que te sirva un siervo tuyo, que es un hombre, y tú no quieres servir a tu Señor,
haces a Dios aquello que no quieres que te hagan a ti»19. San Agustín no duda de que el
conocimiento de esta ley natural es accesible a todos cuantos han llegado al uso de la
razón, porque de otra manera «estarían fuera de la naturaleza humana»20. Pero está
también convencido de que este conocimiento no lo alcanzan todos de la misma manera,
porque la conciencia de cada uno se puede endurecer y se puede ofuscar por las malas
costumbres21.

14
. Cfr. De doc. christ. 3, 14, 22 (T. 29).
15
. Cfr. Conf. 2, 4, 9.
16
. De Trin. 14, 15, 21.
17
. En. in ps. 57, 1.
18
. Cfr. S. 9, 15 (T. 30).
19
. Ibid. 9, 16. Las mismas ideas se encuentra en otro lugar a propósito de la
sodomía y cualquier otra clase de vicio vergonzoso (flagitia) contra la naturaleza
(cfr. Conf. 3, 8, 15; S. 353, 2, 2-3, 2).
20
. En. in ps. 118, s. 25, 4 (T. 31).
21
. Cfr. S. 17, 3; véase más en concreto lo relativo a la embriaguez (C.
Faustum 22, 44) y el adulterio ( S. 9, 4).
La ley de Moisés y la ley del Evangelio
Las acusaciones maniqueas obligaron a Agustín a precisar la relación de la ley del
Antiguo Testamento con la ley eterna y con la ley natural. La ley de Moisés es
contemplada sobre todo, aunque no exclusivamente, como la vía seguida por Dios para
restaurar, acrecentar y convalidar la ley natural22. Dado que los hombres no lograban
leer la ley escrita en sus corazones, sino que más bien la rechazaban, Dios quiso
escribirlas en las tablas: «Se les puso frente a sus ojos lo que deberían haber visto en su
conciencia, de modo que, escuchada la voz de Dios exteriormente, por así decirlo, el
hombre se viera obligado a volver a su interior»23.
La defensa de la santidad de los antiguos patriarcas y de tantos preceptos del
antiguo testamento se debe a la preocupación por oponerse a aquellos que niegan la
existencia de una justicia eterna e inmutable, en la que deben inspirarse todos los
pueblos24. La defensa se basa en primer lugar en la distinción entre los preceptos
morales y los rituales, y en segundo lugar, sobre otra distinción dentro de los preceptos
morales. Los preceptos rituales tenían sobre todo una función alegórica y anticipadora:
prefiguraban lo que habría de llegar en el nuevo testamento. Así, la circuncisión o la
multitud de sacrificios de víctimas anticipaban proféticamente la circuncisión del
corazón y el sacrificio de la cruz25. Eran, pues, preceptos destinados a ser superados,
como las promesas son superadas por el cumplimiento de las mismas26.
Mayor dificultad se encuentra en la cuestión de la moralidad de tantos preceptos
morales, tales como la poligamia, la orden dada a los hebreos de saquear a los egipcios,
etc… San Agustín distingue aquí, en primer lugar, los pecados contrarios a la naturaleza
respecto de aquellos contrarios a las costumbres o a los preceptos. Los preceptos
contrarios a la naturaleza estarán siempre prohibidos. Pero la poligamia, en el tiempo de
los patriarcas, no constituía un crimen, porque no estaba prohibida por la costumbre ni
por ley alguna de aquellos países y, por otra parte, los patriarcas se unían a sus mujeres
en el respeto a la ley natural, es decir, no por lascivia, sino sólo para la procreación de
los hijos. Hoy, sin embargo, la poligamia está prohibida por las costumbres y por las
leyes, por lo cual constituye un pecado contrario a la sociedad humana27. En cuanto al
expolio de los egipcios, ordenado por Moisés, tampoco constituye un pecado, por haber
sido ordenado por Dios, que podía ordenarlo, pues él está en disposición de poder juzgar
en el secreto de los corazones qué es lo que debe pagar cada uno y por parte de quién28.
En resumen, «la ley eterna, que manda respetar el orden natural, y prohíbe alterarlo, de
tal modo pone ante los hombres algunos hechos como en un punto medio que con razón
reprueba la osadía de quien se sirve de ellos como alaba justamente la obediencia al
cumplirlos», puesto que «en el orden natural interesa tanto lo que uno hace como bajo
qué autoridad se hace. Si Abrahán hubiera inmolado a su hijo por propia iniciativa

22
. Cfr. En. in ps. 118, s. 25, 4.
23
. En. in ps. 57, 1.
24
. Cfr. De doc. christ. 3, 14, 22 (T. 29).
25
. Cfr. En. in ps. 74, 12 (T. 32).
26
. Cfr. En. in ps. 73, 2 (T. 33).
27
. Cfr. C. Faustum 22, 47 (T. 34).
28
. Cfr. ibid. 22, 71.
habría cometido algo horrendo y propio de locos, mientras que, obedeciendo a Dios,
aparece como hombre fiel y piadoso»29.
¿En qué relación se halla la moral de la ley antigua con la del evangelio? San
Agustín encuentra la respuesta en aquellas palabras de Cristo: «No he venido para abolir
la ley, sino para darle cumplimiento» (Mt 5, 17). Con esta afirmación, la ley cristiana se
presenta no como sustitución sino como perfeccionamiento de la antigua. Y este
perfeccionamiento se entiende en dos sentidos: 1) porque le añade algo que le faltaba; 2)
porque pone en práctica lo que aquella prescribía30. Por consiguiente, el evangelio habla
de una doble justicia: respecto a la justicia de Cristo, la justicia de los escribas y fariseos
es considerada como menor, porque «ellos dicen y no hacen» (Mt 23, 3); lo mismo
sucede con la ley mosaica, porque en temas tan importantes como el adulterio, el
divorcio, el juramento, la venganza y el amor de los enemigos, las exigencias del
evangelio son mucho más elevadas. La gradualidad de la perfección de los preceptos
(primero de la ley natural, después de la ley mosaica y finalmente del evangelio) viene
considerada a la luz de la providencia de Dios, que todo lo dispone ordenadamente para
el bien del hombre31.

El acto voluntario y libre


Además de sobre el juicio, la moralidad se basa sobre la libre decisión de la
voluntad. San Agustín ha hablado con mucha claridad sobre la necesidad de la libertad:
«Si el hombre careciera del libre albedrío de la voluntad, ¿cómo podría darse aquel bien
que da valor a la misma justicia, cuando ésta condena los pecados y honra las buenas
acciones? No se daría el pecado ni tampoco la acción buena, si no hubiera voluntad de
hacerla»32. Además, «si el movimiento por el que la voluntad se vuelve hacia aquí o
hacia allá no fuese voluntario, y no estuviese bajo nuestro poder, no sería el hombre ni
digno de alabanza ni tampoco de condena cuando la voluntad gira, por así decirlo, sobre
su quicio, hacia los bienes superiores o hacia los inferiores»33. Las mismas ideas se
encuentran repetidas en la polémica con los pelagianos: «De nada servirían al hombre
los preceptos divinos si no gozara del libre albedrío de la voluntad, por la que,
cumpliéndolos, llegará a los bienes prometidos»34. La importancia que atribuye a la
voluntad libre, como fundamento de la moralidad humana, se puede comprobar también

29
. Ibid. 22, 73. Trata también este tema en Conf. 3, 8, 15-9, 17 y en De doc.
christ. 3, 14, 22.
30
. Cfr. De s. Dom. 1, 9, 21 (T. 35).
31
. Cfr. ibid. 1, 16, 49. Para explicar el cambio de las leyes divinas en el
antiguo y en el nuevo testamento, Agustín recurre a la categoría de lo aptum o
del decorum: Ep. 138, 1, 5 (cfr. DODARO, R.: «Literary Decorum in Scriptural
Exegesis: Augustine of Hippo Epistula 138. L’esegesi dei padri latini. Dalle
origini a Gregorio Magno», en Atti del XXXVIII Incontro di studiosi dell’antichità
cristiana, Roma, 6-8 maggio 1999, Roma 2000, 159-74.
32
. De lib. arb. 2, 1, 3.
33
. Ibid. 3, 1, 3.
34
. De gr. et lib. arb. 2, 2.
en el empeño con que la defiende contra todo fatalismo astrológico, mostrando al
mismo tiempo la compatibilidad con la presciencia y la omnipotencia divinas35.
No obstante esto, mucho antes ya de la controversia pelagiana, venía hablando de
una dificultad (difficultas) que la voluntad humana encuentra en la elección y en la
realización del bien, tanto a causa de las malas costumbres personales como debida a la
infirmitas heredada a consecuencia del primer pecado. De hecho, el libre albedrío de la
voluntad, a causa del primer pecado, habría perdido muchas de las fuerzas que poseía en
orden al bien36; habría quedado debilitado y enfermo en tal grado que, en la presente
condición, la voluntad del hombre se puede decir que es más libre para el mal que para
el bien37. De hecho, aunque conoce la ley, natural o positiva, el hombre, por sí solo, no
está en condiciones de cumplirla, porque no la ama suficientemente: quisiera hacer el
bien conocido y hace, sin embargo el mal, que continúa amándolo. Para poder elegir el
bien y realizarlo, la voluntad tiene necesidad de ser sanada y ser liberada por la gracia
divina.
Estas afirmaciones no equivalen, sin embargo, a una negación pura y simple de la
libertad humana en orden al bien; si hubiera sido anulada del todo, observa san Agustín,
no podría ni siquiera ser sanada y ayudada 38. Por lo demás, como veremos pronto, el
hombre conserva siempre la capacidad natural para hacer obras buenas y para adquirir
las virtudes, aunque se trata de obras y virtudes en algún modo «viciadas» desde la
intención, y por tanto, insuficientes para la salvación eterna.

La intención
Para la rectitud de una acción o de una virtud es también decisivo otro elemento de
la conciencia, que es la intención o el fin de la acción. Sólo si obramos movidos por la
caridad, obraremos rectamente. En este sentido, es decisiva la afirmación paulina: la
caridad es el fin del precepto (1 Tim 1, 5), es decir, «todo precepto divino se dirige a la
caridad. Pero todo cuanto se hace o por temor del castigo o por alguna intención carnal,
de modo que no se dirija a aquella caridad que el Espíritu Santo difunde en nuestros
corazones, no se hace todavía como debe hacerse, aunque pueda parecer que se hace».
Todos los preceptos y consejos «llegan a cumplirse rectamente sólo cuando se dirigen a
amar a Dios y al prójimo por Dios, tanto en este siglo como en el venidero, amando
ahora a Dios por la fe, después por la visión; y amando al prójimo ahora por la fe» 39.
Por el texto citado se comprende que no se trata aquí de las acciones malas en sí
mismas, y prohibidas por la ley de Dios. Éstas siguen siendo malas, aunque se hagan
con la mejor intención: el hombre, con su intención, no puede volver buena una acción
cuya malicia intrínseca conoce 40. Pero una acción objetivamente conforme a la voluntad
de Dios se realiza rectamente si nace de un acto de amor a Dios y al prójimo; no es
35
. Cfr. De civ. Dei 5, 1-10 (T. 36).
36
. Cfr. C. Iul. o. imp. 6, 8.
37
. De quaest. Simpl. 1, 2, 21 (T. 37).
38
Cfr. Ep. 157, 2, 10.
39
. Enchir. 121.
40
. Sin embargo, la gravedad de una acción mala varía atendiendo a la
intención del pecador: «En efecto, el criterio de la justicia no atiende únicamente
a la acción en sí sino también a la intención con que se hace para contrapesar en
recta, por el contrario, si se realiza por motivos egoístas o temporales. El pensamiento
de san Agustín no deja resquicio alguno al equívoco: «Cuando hacemos alguna cosa
buena es de mucha importancia conocer por qué lo hacemos. Nuestro deber, en efecto,
no debe juzgarse por el propio deber, sino por razón del fin, en el sentido de que
debemos pensar no sólo si es bueno lo que hacemos, sino sobre todo si es bueno el
motivo por el que lo hacemos» 41.
Se trata, en efecto, de un aspecto de gran importancia en la doctrina moral
agustiniana. Es oportuno, sin embargo, advertir que también los moralistas antiguos
distinguieron las verdaderas virtudes atendiendo al criterio de la intención 42. Pero lo
que distingue a san Agustín de los moralistas paganos en este tema no es tanto el papel
decisivo que atribuye a la intención cuanto su contenido. Pues mientras que para el
moralista cristiano una acción buena debe estar referida siempre y sólo al amor de Dios
y al amor al prójimo, «tanto en el siglo presente como en el futuro», porque éste es «el
fin del verdadero bien del hombre» 43, para los paganos, el fin podría ser la patria, la
gloria o a lo sumo la virtud misma, sin ninguna relación a Dios, el fin trascendente.
Veamos cómo respondía a las teorías del pelagiano Juliano: «Pueden hacerse
algunas cosas buenas sin que los que las hacen las hagan bien. En efecto, es bueno
socorrer a un hombre en peligro, sobre todo si es inocente; pero si quien lo hace busca la
gloria de los hombres más que la de Dios, hace una cosa buena de un modo no bueno,
porque no obra bien quien no obra con buena voluntad»44. Por lo tanto, la caridad es la
única intención que hace buenas las acciones humanas. Toda la moralidad se resume en
la ley de la caridad, porque todos los preceptos están incluidos en aquel: «Ama y haz lo
que quieras» (dilige et quod vis fac)45. Observa acertadamente un estudioso: «Con
Agustín, por primera vez, y de modo totalmente claro, se le priva del primado, en el
ámbito de la filosofía práctica, a la categoría jurídica, o más exactamente a la entera
categoría de la normatividad. De este modo, Agustín no hace otra cosa que explicitar
definitivamente el revolucionario mensaje paulino; pero es a él a quien corresponde el
mérito de haberlo entendido en este sentido y de haberlo hecho entender así a toda la
Iglesia»46. Para comprender la doctrina moral de san Agustín, hemos de tener presente
su visión del hombre y de la historia, dominada por la idea de la comunión: Dios ha
creado a los hombres llamándolos a la unidad, y el único bien capaz de unir las
innumerables voluntades de los hombres es Dios mismo; todo otro bien, amado por sí
mismo, en realidad divide.

la balanza de la equidad el peso de las acciones con los motivos de ellas» (C.
Faustum 22, 43 y 22, 70). Cfr. también C. mend. 7, 18 (T. 38).
41
. En. in ps. 118, s. 12, 2 (T. 39).
42
. Escribía Séneca que «la acción no será recta si no es recta la voluntad»
(cfr. GRIMAL, P. : Seneca, tr. di T. Capra, Milano 1992, 237).
43
. De civ. Dei 19, 27.
44
. C. Iul. 4, 3, 22.
45
. In Io. ep. 7, 8 (T. 40).
46
D’AGOSTINO, F.: «L'antigiuridismo di S. Agostino», en L’umanesimo di S.
Agostino, Congresso Internazionale, Bari, 28-30 ottobre 1986, Bari 1988, 165.
La necesidad de la gracia
Así como contra los maniqueos debió defender san Agustín la santidad de la ley
antigua, contra los pelagianos debió defender la necesidad de la gracia, precisando la
función positiva de la ley, pero al mismo tiempo sus límites. La doctrina moral de
Pelagio, en conformidad con la moral antigua, transmitida también en las escuelas de
retórica, situaba los fundamentos del acto moral en tres factores: la naturaleza, es decir,
la capacidad innata de todo hombre para practicar la virtud (scintillae o semina
virtutum); la voluntad, o sea el empeño personal (studium, voluntas, cura, diligentia)
para ejercitar las capacidades naturales (exercitatio); finalmente, la doctrina (ars,
praecepta), es decir, la enseñanza teórica de la moral, unida a la propuesta de modelos o
ejemplos idóneos para la imitación. Este último factor era considerado como
importante, pero no indispensable: la enseñanza y los modelos pueden facilitar la
conquista de la virtud; pueden ser también necesarios para alcanzar la perfección, pero
también se puede llegar a ser virtuosos sin ellos.
De acuerdo con esta concepción tradicional, Pelagio enseñaba que tampoco el
cristiano, para conquistar la virtud, incluida la caridad, tenía necesidad de ninguna otra
ayuda de Dios distinta de la ley o del ejemplo, ya que posee naturalmente la capacidad
de ser virtuoso, mientras que la buena voluntad de darse a la vida virtuosa depende
únicamente de él. En esta perspectiva, la gracia, con la que Cristo ayuda al creyente a
practicar el bien, se reduce a la simple enseñanza moral contenida en el evangelio y al
ejemplo sublime de su amor y de su justicia, dejando a la voluntad humana
completamente sola para decidir y para obrar el bien47.
Para san Agustín, la gracia no es sólo iluminación de la mente, para que el creyente
pueda conocer lo que es bueno y lo que debe hacer; es también inspiración de la
caridad, con la que se ama el bien conocido: Así pues, la oposición a Pelagio es también
a nivel antropológico: en la presente condición de pecado, el hombre no sólo tiene
necesidad de una ayuda interior que sane su voluntad de la inclinación a los bienes
inferiores y la impulse con amor y libertad hacia los bienes superiores. Se opone
también a Pelagio a nivel teológico: el Espíritu Santo, donado a los creyentes por el
Padre por medio de Cristo resucitado, es el principio de la vida nueva de todos los que
renacen en Cristo: «A ellos les viene comunicada la ley en su mente, y escrita en sus
corazones por el Espíritu Santo, que obra como el dedo de Dios. No será una ley para
que la guarden en la memoria y la olviden en la vida, sino una ley que la conozcan
entendiéndola y la cumplan amándola, en la anchura del amor, y no en la angostura del
temor»48.
En otras palabras, el obispo de Hipona enseña que en la condición de pecado, en la
que se encuentran los hombres, no le bastan el libre albedrío y el don de la iluminación
o el de la ley; «el hombre recibe desde ahora, mientras camina en la fe y no en la visión,
al Espíritu Santo, quien suscita en su alma el placer y el amor de aquel sumo e
inmutable bien, que es Dios. Él, pues, por esta especie de prenda, que le ha sido dada,
del don gratuito de la gloria, arde en deseos de unirse al Creador y se inflama por
acceder a la participación de aquella verdadera luz, a fin de recibir la felicidad de parte
de aquel mismo de quien ha recibido la existencia»49. Es el Espíritu Santo quien hace
capaces a los fieles de practicar el bien con la fe por medio de la caridad (ex fide per

47
. Cfr. CIPRIANI, N.: «La morale pelagiana e la retorica», en Augustinianum
31/2 (1991) 309-327.
48
. En. in ps. 118, s. 11, 1.
dilectionem)50; la presencia del Espíritu Santo es la nueva ley, escrita por Dios mismo en
el corazón de los fieles51.
¿Cuál es, pues, la función de la ley? La respuesta es clara: «La doctrina, en la que
recibimos el mandato de vivir en continencia y rectitud, es letra que mata si no está
presente el Espíritu que vivifica». En efecto, la ley que ordena mantenernos alejados del
pecado es en sí misma buena y laudable, pero «si no actúa el Espíritu Santo, excitando
la concupiscencia buena en lugar de la mala, es decir, derramando la caridad en nuestros
corazones, sucederá que, aunque la ley sea buena, con la prohibición que conlleva
aumentará el deseo del mal»52. Los preceptos de la ley son el espejo en el que el hombre
puede conocerse mejor y más certeramente a sí mismo, comprobar de dónde debe
alejarse y hacia dónde debe dirigirse, los dones que debe reconocer con gratitud y qué es
lo que debe pedir en la oración. En resumen, la ley encamina hacia la fe: hace reconocer
la propia debilidad para obrar el bien, e indica a quién debemos dirigirnos para solicitar
su ayuda. Por ello, «grande es la utilidad de los mandamientos, sirviendo el libre
albedrío únicamente para que la gracia de Dios sea aún más ensalzada»53.

III. Las virtudes

La virtud en general
San Agustín recibe de los filósofos paganos tanto la definición de la virtud como
recta ratio1 y como ars bene vivendi2, es decir, el arte de vivir rectamente, basado en la
recta razón o en la ciencia3, como también aquella que considera la virtud como una
disposición (habitus) del alma de acuerdo con la naturaleza racional 4. Pero todas estas
nociones son profundamente modificadas por la inspiración cristiana. Contra la
concepción pagana de una virtud autárquica, adquirida exclusivamente con el propio
esfuerzo, san Agustín sitúa el fin de la vida virtuosa en la vida eterna, y enseña la
absoluta necesidad de la mediación de Cristo. Los filósofos paganos «definieron bien la
virtud, pero ignoraban qué era conveniente a la naturaleza humana para hacerla libre y
feliz. Pues los hombres no podrían desear instintivamente la felicidad y la inmortalidad
si esto no fuera posible. Pero este bien supremo no podrían alcanzarlo los hombres sino
por Cristo, y éste crucificado, por cuya muerte es vencida la muerte, y por cuyas heridas
ha sido sanada nuestra naturaleza»5. Ellos, al pensar que es cada cual quien debe

49
. De sp. et lit. 3, 5.
50
. Cfr. En. in ps. 118, s. 14, 2.
51
. Cfr. De sp. et lit. 21, 36.
52
. Ibid. 4, 6 (T. 41).
53
. Ep. 167, 4, 15.
1
. Cfr. De div. quaest. 83, 30; De ut. cred. 12, 27.
2
. Cfr. De civ. Dei 22, 24, 3.
3
. Cfr. De lib. arb. 2, 18, 50.
4
. Cfr. De div. quaest. 83, 31; C. Iul. 4, 3, 19.
5
. C. Iul. 4, 3, 19 (T. 42).
procurarse la felicidad por sí mismo, sin tener que pedirla a Dios, han terminado por
crearse una falsa felicidad: «Pretendieron ser autores y, por así decirlo, creadores de su
propia felicidad, y por ello, cayeron en un error absurdo del todo: mientras que por un
lado afirman que el sabio puede ser feliz aun dentro del toro de Falaris (es decir, entre
los tormentos más atroces), por otro, se ven obligados a confesar que alguna vez hay
que huir de la vida feliz»6.
Con estas modificaciones, en modo alguno marginales, llega a una definición de la
virtud totalmente nueva, como ordo amoris7 , es decir, como «el orden del amor», como
«la caridad con la que se ama todo cuanto debe ser amado»8, o más explícitamente aún,
como «el amor de Dios, sumo Bien, suma sabiduría y suma concordia»9. De esta
manera, quedó transformada la noción misma de virtud. Ya no es entendida
aristotélicamente como un habitus que se adquiere con la repetición de actos, inspirados
en la doctrina o en el ejemplo de algún hombre virtuoso, sino más bien como la
adhesión a Dios, Verdad inmutable, en quien se hallan las mismas normas ideales de las
virtudes10, que perfeccionando al alma, permiten la práctica de las obras moralmente
buenas11.
De todo esto se desprende una conclusión relevante: las virtudes morales no serán
verdaderas y auténticas virtudes si no están unidas a las virtudes teologales de la fe, la
esperanza y la caridad: «Cuatro son las virtudes que los filósofos llegaron a indagar con
laudable diligencia, y son la prudencia, la fortaleza, la templanza y la justicia. Ahora
bien, si para ofrecer un perfecto culto de religión añadimos y unimos a esas cuatro otras
tres, que son la fe, la esperanza y la caridad, llegamos efectivamente al número
septenario. Y ninguna de estas tres pueden omitirse, porque sin ellas ni se puede dar
culto a Dios ni nadie puede agradarle»12.
En la polémica con el pelagiano Juliano sobre las falsas virtudes de los paganos,
san Agustín no hace sino aplicar este principio, apoyándose en la tradicional doctrina
moral sobre la inseparabilidad de las virtudes y sobre la engañosa semejanza de ciertos
vicios con las virtudes. Ya los filósofos paganos habían enseñado que las virtudes son
inseparables y que «si alguien posee una virtud las posee todas, mientras que si le falta
una, no posee ninguna»13. Como demuestra el ejemplo de Catilina, ciertos gestos de
fortaleza y de paciencia no son acciones verdaderamente virtuosas, porque no proceden
de la prudencia14. Por lo demás, a cada virtud se oponen de ordinario dos vicios: uno
que le es claramente contrario (por ej., la inconstancia se opone a la constancia), y otro
6
. Ep. 155, 1, 2.
7
. De civ. Dei 15, 22 (T. 43).
8
. Ep. 167, 4, 15.
9
. De mor. eccl. cat. 1, 15, 25.
10
. De lib. arb. 2, 19, 52.
11
. Para este tema, cfr. DAVIS, G. F.: «The structure and function of the
Virtues in the moral Theology of St. Augustine», en Congresso Internazionale nel
XVI centenario della conversione, Roma 1987, vol. 3, 9-18.
12
. Ep. 171/A, 2.
13
. Ep. 167, 2, 5.
14
. Cfr. C. Iul. 4, 3, 19.
que tiene con ella alguna sombra de semejanza»15 . A las razones aportadas por los
filósofos, Agustín añade otra aún más convincente: desde el momento que la Escritura
centra en la caridad el cumplimiento pleno de la ley (Rm 13, 10), «¿no hemos de decir
que quien posee esta virtud posee todas las demás»16, mientras que quien no posee la
caridad no tiene ninguna verdadera virtud?
Consecuencia lógica de estas doctrinas es la tesis de la falsedad de las virtudes de
los paganos: «Pues aunque algunos tengan por verdaderas y honestas las virtudes
cuando están referidas a sí mismas y no son buscadas por ningún otro fin, están
hinchadas y llenas de soberbia; y por tanto, deben considerarse como vicios y no como
virtudes»17, precisamente porque no están referidas a Dios. Es oportuno, sin embargo,
recordar que este juicio negativo en su oposición a la moralidad pagana no era una
novedad, sino una posición tradicional en la Iglesia antigua, sobre todo la africana,
como se puede comprobar en Tertuliano y Cipriano18. Por otra parte, aunque las juzgaba
insuficientes para la salvación eterna, san Agustín muestra mucha admiración por las
virtudes de los antiguos romanos, que hicieron grande su ciudad, tanto como para
mostrarlos como ejemplo a los propios cristianos19. A sus ojos, las obras buenas
realizadas antes de la fe aparecían «como grandes esfuerzos y carreras rápidas, aunque
fuera del camino», porque «es la intención la que hace buena una obra, y la intención va
dirigida por la fe»20.

Las virtudes cardinales


Por lo que hemos venido diciendo, nos es difícil percibir la transformación aportada
también a la definición de cada una de las virtudes tradicionalmente llamadas
cardinales: prudencia, fortaleza, templanza y justicia. San Agustín conoce y acepta las
definiciones que de ellas habían dado los filósofos, pero no duda en aportar otras nuevas
inspiradas por el pensamiento cristiano. Así, en el De libero arbitrio, define la
prudencia, al modo tradicional, como el conocimiento cierto de las cosas que debemos
desear y de las que debemos evitar; la fortaleza, como la disposición del alma por la que
se desprecian todas las incomodidades y la pérdida de las cosas que no dependen de
nuestra voluntad; la templanza como la disposición que modera y reprime el deseo de
las cosas que se apetecen desordenadamente; la justicia, finalmente, como la virtud por
la que se da a cada uno lo suyo21.
Sin embargo, en una obra perteneciente al mismo periodo, estas mismas virtudes
están definidas, todas ellas, bajo la categoría de la caridad: la templanza es el amor que
se da del todo a Dios; la fortaleza es el amor que todo lo sufre por Dios y sin dificultad;
la justicia es el amor que sólo sirve a Dios y, por ello, gobierna rectamente sobre todo lo
demás; la prudencia es el amor que distingue bien las cosas que nos ayudan en el
15
. Ep. 167, 2, 8.
16
. Ibid. 3, 11.
17
. De civ. Dei 19, 25.
18
. Cfr. TERTULIANO: De patientia 16, CSEL 47, 3, 23; SAN CIPRIANO: De
bono patientiae 2-3, CSEL 3, 1, 397.
19
. Cfr. De civ. Dei 5, 18, 3.
20
. En. in ps. 31, 2, 4.
21
. Cfr. De lib. arb. 1, 13, 27.
camino hacia Dios de aquellas que nos lo impiden22. Según esta nueva concepción, la
justicia no se reduce sólo a su valor distributivo. En sentido más amplio, la justicia es
entendida como respeto al orden natural, por el que el hombre está sometido a Dios y el
cuerpo al alma23; es más, la justicia es entendida como la caridad misma, hasta el punto
de afirmar que «a una justicia incipiente corresponde una caridad incipiente; a una
justicia en progreso, una caridad en progreso; a una justicia grande, una caridad grande;
y a una justicia perfecta, una caridad perfecta»24. Esta reducción de la justicia a la
caridad tiene relevantes consecuencias en el orden práctico. Para san Agustín, no basta
que el cristiano condivida con el pobre todo lo que posee, sino que debe tratar de
eliminar toda desigualdad, ya que la caridad tiende a la igualdad entre todos25. Esta
transformación conceptual, como puede verse, obedece también a la visión comunional
de la historia humana, porque «la caridad aglutina, la aglutinación forma la unidad, y la
unidad conserva la caridad»26.
La transformación cristiana de la antigua concepción de las virtudes aparece de
todas formas evidente, cuando no sólo toda virtud está ordenada a la caridad, sino que la
caridad es considerada como don del Espíritu Santo: «La simple y pura caridad de Dios,
que es la que más se aprecia en las virtudes, y de la cual ya hemos hablado mucho, es
inspirada por el Espíritu Santo»27. Brevemente, mientras Pelagio no hacía sino repetir la
convicción de los filósofos paganos de que las virtudes son los únicos bienes
verdaderamente personales, porque son adquiridos por su propia voluntad28, san Agustín
consideraba también las virtudes como dones del verdadero Dios29.
Además de la cuestión de la conexión de las cuatro virtudes, san Agustín hereda de
los filósofos la cuestión de su posible subsistencia en la eternidad. A la opinión
peripatética, transferida por Cicerón, según la cual en la vida inmortal de los
bienaventurados sólo será necesario el conocimiento de la contemplación y no las
demás virtudes, san Agustín opone su convicción de la segura subsistencia de la justicia
y probablemente también de las demás: «Si es propio de la justicia someterse al
gobierno de Dios, la justicia es claramente inmortal y no podrá dejar de existir en
aquella felicidad, sino que será de tal categoría y magnitud que no podrá ser ni más
perfecta ni mayor. Y quizás también se darán las otras tres virtudes en aquella felicidad:
la prudencia, sin peligro ya de error; la fortaleza, sin la incomodidad de tener que
soportar mal alguno; la templanza, sin la resistencia de las pasiones, de modo que por la
prudencia no se prefiera ni equipare ningún otro bien a Dios; por la fortaleza se adhiera
firmemente a él; por la templanza, no se deleite en defecto dañino alguno. Lo que ahora
obra la justicia, al socorrer a los miserables, la prudencia previniéndose de las insidias;

22
. Cfr. De mor. eccl. cat. 1, 15, 25; cfr. también Ep. 155, 4, 13 (T. 44).
23
. Cfr. De civ. Dei 19, 21, 2 (T. 45).
24
. De nat. et gr. 70, 84.
25
. Cfr. In Io. ep. 8, 5 y 8.
26
. En. in ps. 30, 2, s. 2, 1.
27
. De mor. eccl. cat. 1, 17, 31.
28
. Cfr. PELAGIO: Ad Demetriadem, 9: PL 30, 28.
29
. Cfr. S. 100, 4 (T. 46).
la fortaleza, tolerando las contrariedades, y la templanza, frenando las delectaciones
ilícitas, no se darán más allí donde no habrá ya mal alguno»30.

Las virtudes teologales


Renunciando a un más amplio tratamiento de las virtudes teologales, nos ocupamos
aquí sólo de algunos aspectos más controvertidos y más expuestos a equívocos. Desde
el punto de vista moral, son dos las afirmaciones más importantes que podemos
proponer a propósito de las virtudes teologales en general: son necesarias para alcanzar
la salvación eterna, y son inseparables cada una de las otras, implicándose
recíprocamente. La primera afirmación queda ya demostrada en cuanto hemos dicho
anteriormente sobre las virtudes cardinales. Dado que estas virtudes, para que sean
verdaderas y eficaces para la salvación, deben estar inspiradas por la caridad, que es un
don del Espíritu Santo que reciben los creyentes en Cristo, es evidente que la fe, la
esperanza y la caridad son indispensables para la salvación.
Por lo que se refiere a la segunda afirmación, sobre la inseparabilidad de esas tres
virtudes, la entendemos en el sentido de que, si falta la caridad, ni la fe ni la esperanza
son auténticas virtudes cristianas ni son ayuda para la salvación, y también en el sentido
de que la caridad y la esperanza nacen de la fe: «Por tanto, quien ama rectamente, sin
duda alguna cree y espera rectamente; pero quien no ama, en vano cree; aunque sea
verdad lo que cree; y vanamente espera, aunque sea cierto que lo que espera pertenece a
la verdadera felicidad, a no ser que crea y espere incluso que el amor le puede ser
donado si lo pide en la oración»31.

La fe
Para comprender el papel que reconoce san Agustín a la fe, en la vida moral, es
oportuno recordar una distinción suya: creer a Cristo significa prestar el asentimiento de
la mente a las verdades reveladas, basándonos en la autoridad de Cristo; creer en Cristo
significa adherirse con confianza y amor a Cristo salvador, esperando de él la
justificación y la salvación32. La fe es necesaria en la vida moral en ambos sentidos. Es
indispensable creer la revelación, ya que si no se da la fe, tampoco la caridad: «Porque
no se puede amar aquello que no se cree que existe»33. Y es necesaria una fe recta,
porque sólo si la fe está libre de mentira, no amaremos lo que no debemos amar y,
viviendo rectamente, confiamos que nuestra esperanza no quede en modo alguno
defraudada»34. De aquí la importancia del estudio de la sagradas escrituras y de una
correcta interpretación de ellas. Puesto que ellas nos han sido dadas para enseñarnos lo
que debemos amar para alcanzar nuestro fin, pues «quien se engaña dándoles una
interpretación, gracias a la cual edifica la caridad, que es el fin de todo precepto, se
engaña como quien, apartándose por error del camino, sin embargo, prosigue a campo
través llegando hasta donde llegaba el camino. Sin embargo, debe ser corregido, y se le

30
. De Trin. 14, 9, 12.
31
. Enchir. 117; In Io. ev. 83, 3 (T. 47).
32
. Cfr. In Io. ev. 29, 6 (T. 48).
33
. De doc. christ. 1, 37, 41.
34
. Ibid. 1, 40, 44.
ha de mostrar cuán oportuno es no salir del camino, no sea que por la costumbre de
desviarse siga una ruta desviada u opuesta»35.
Sin embargo, si en la vida moral es importante la ortodoxia, es aún más decisiva la
fe en la salvación de Cristo. Ésta es, más bien, el fundamento de la vida cristiana: que el
hombre no crea que puede justificarse por sí solo, sino que deposite su propia confianza
en Dios: En un pasaje del De civitate Dei, subraya la necesidad de la fe en los dos
sentidos anteriores. Partiendo de que el sumo bien del hombre es la vida eterna, y el
sumo mal es la muerte eterna, y subrayando que para conseguir la primera y evitar la
segunda debemos vivir honestamente, la Iglesia enseña que es indispensable la fe, como
está escrito: El justo vive de la fe (Rm 1, 17; Ga 3, 11). Y esto por dos razones: primero
«porque como no vemos aún nuestro fin, es necesario que lo busquemos por la fe», y
segundo, «porque el vivir rectamente no lo tenemos por nosotros mismos, a no ser que
nos ayude a los que creemos y oramos aquel que nos dio la misma fe, por la que
creemos que él nos puede ayudar»36.

La esperanza
La vida nueva, que comienza con el don del Espíritu Santo, está destinada a crecer
y desarrollarse en el tiempo, hasta alcanzar la plenitud en la resurrección final. La vida
del cristiano se caracteriza por esta esperanza de poder alcanzar con la ayuda de Dios el
máximo desarrollo posible de la vida nueva durante esta vida y la plenitud en el cielo.
Contra la esperanza se puede pecar de diversas maneras: por la desesperación, por
la presunción, o también al poner nuestra esperanza en bienes engañosos. Un tema del
que san Agustín se ocupa en varias ocasiones es el del pecado contra el Espíritu Santo,
identificado con la desesperación de alcanzar la salvación o de no poder obtener el
perdón de los pecados (Mt 12, 32): «Peca contra el Espíritu Santo quien,
desesperándose o burlándose o despreciando la predicación de la gracia por la que se
perdonan los pecados y la predicación de la paz por la que nos reconciliamos con Dios,
rechaza hacer penitencia por sus pecados, y decide permanecer en el impío y mortífero
atractivo de ellos»37.
El pecado de presunción se da cuando se cree que se puede alcanzar la salvación
eterna sin seguir la vía recta que lleva a la meta. Esto sucede cuando se espera sin querer
creer a Cristo, como les sucedió a los filósofos paganos, que rechazaban la fe en Cristo,
porque depositaban su confianza sólo en la razón humana y en las propias fuerzas.
Puede también pecar de presunción el cristiano que cree que es capaz de poder hacer el
bien sin la gracia de Dios, como pensaban los pelagianos, que presumían de sus propias
fuerzas, teorizando sobre la posibilidad de una vida sin pecado y sobre todo sin la
gracia, que sane la débil voluntad del hombre. Finalmente, pecan de presunción también
aquellos bautizados que creen que pueden salvarse sin vivir rectamente, y sin practicar
el bien en la caridad: «Sólo la caridad de quien obra el bien da la esperanza de la buena
conciencia, pues ésta lleva consigo la esperanza…; por tanto, para esperar el Reino,
tenga una buena conciencia, y para tener una buena conciencia, crea y obre: Creer es
propio de la fe; obrar es propio de la caridad»38.

35
. Ibid. 1, 36, 41.
36
. De civ. Dei 19, 4, 1.
37
. Ad Rom. inch. 14.
38
. En. in ps. 31, 2, 5.
Sin embargo, el pecado más fuerte contra la esperanza es el de que no tiende hacia
la vida eterna, prometida por Dios, sino que busca una felicidad exclusivamente terrena.
Es el pecado de los paganos, también de los que viven honestamente, pero sin amar a
Dios. Si alguien ama los bienes temporales, en lugar de los eternos, no es difícil
demostrar que comete un pecado de idolatría: «Así, sin darse cuenta, aman los bienes
temporales, esperando de ellos la felicidad. Pero, quiéralo o no, cada cual
necesariamente se hace esclavo de las cosas, en las que busca la felicidad, pues las sigue
adonde lo llevan y teme a quien puede arrebatárselas […]. Y, de esta manera, puesto
que en este mundo las cosas temporales pasan, precisamente aquellos que dicen que
nadie hay digno de culto para no tener que servirle, se constituyen en esclavos de cuanto
hay en él»39.
Más difícil es, por el contrario, hallar el pecado en quien, privado del amor de Dios,
vive virtuosamente. San Agustín lo demuestra recurriendo a una semejanza: «Imagínate
a un hombre que gobierna óptimamente una nave, pero que olvidó el lugar a donde iba.
¿De qué le sirve sostener y manejar expertamente el timón, presentar la proa a las olas,
procurando que éstas no la embistan de lado? Tiene tal control que lleva la nave adonde
quiere y por donde quiere. Pero si se le pregunta a dónde va y responde que no sabe, o si
dice que va a tal puerto y no va hacia allí sino que va a dar a los escollos …, su
situación sería como la de aquel que corre bien, pero por camino equivocado»40.

La caridad
A propósito de la caridad, es preciso recordar ante todo cuanto hemos expuesto
sobre la recta intención: todos los mandamientos y todos los consejos «se cumplen
rectamente sólo cuando son referidos al amor de Dios y al amor del prójimo por Dios,
en este siglo y en el futuro»41. Por tanto, la intención de la caridad es el único factor que
hace buena una acción; si no se da, la acción no es moralmente buena, aunque se trate
de la más grande obra de misericordia, pues «una obra es auténticamente buena cuando
la intención del agente procede de la caridad y descansa de nuevo en la caridad, como
volviendo a su lugar propio»42. Por tanto, la caridad es la virtud fundamental: las
virtudes cardinales no son sino aspectos parciales de la caridad, mientras que todo lo
que la Escritura manda no es sino la caridad43.
Mas ¿cómo entiende san Agustín la caridad? Ha habido quien, por la marcada
orientación eudemonista de la moral agustiniana, ha acusado al obispo de Hipona de
haber contaminado el concepto cristiano de la agape con el concepto platónico del
eros44. Según A. Nygren, «cuando Agustín habla de la caritas, la entiende siempre como
el amor egocéntrico aprobado por Dios», desconociendo en ella el carácter esencial de

39
. De v. rel. 38, 69; S. 157, 1 (T. 49).
40
. En. in ps. 31, 2, 4.
41
. Enchir. 121, 32.
42
. De cat. rud. 11, 16; In Io. ep. 8, 9 (T. 50).
43
. Cfr. De doc. christ. 3, 10, 15.
44
. La acusación fue anticipada anteriormente por Lutero, y más
recientemente por NYGREN, A.: Agape and Eros, London 1953, tr. fr., vol. III, 9.
la gratuidad. Tendría así razón K. Holl, cuando consideraba al obispo de Hipona como
uno de los corruptores de la moralidad cristiana 45.
Ahora bien, es cierto, como hemos visto, que el deseo de poseer a Dios juega en él
un papel fundamental. Pero, en primer lugar, no parece que haya nada de negativo en el
hecho de que el hombre desee ver y poseer a Dios, el sumo Bien, para el que ha sido
creado 46. En segundo lugar, además de este tipo de amor, san Agustín habla del amor
que el creyente nutre hacia el Padre, que lo ha adoptado en Cristo, un amor filial que se
opone al temor servil, porque implica obediencia , agradecimiento y autodonación. De
aquí la afirmación de que no ama a Dios quien no guarda sus mandamientos.
Explícitamente declara que «quien ama a Dios cumple cuanto Dios manda, y en tanto lo
ama en cuanto lo hace y, por tanto, amará al prójimo por haberlo mandado Dios»47. No
se puede hablar, pues, sólo de eudemonismo transcendente y de amor egocéntrico48. Al
centro de la moral agustiniana se halla el amor filial a Dios, que es gratitud, amorosa
adhesión a su voluntad, alabanza y agradecimiento: la intención pura es obrar «por la
gloria de Dios»49, o “buscando agradarle a él»50, o dirigiendo todo cuanto hace «a la
alabanza de Dios»51. Por lo tanto, cuando Agustín reduce todos los preceptos morales al
amor, no piensa, en efecto, en el amor-deseo, sino más bien en el amor-agape: «De una
sola vez se te manda en un breve precepto: Ama y haz lo que quieras; si callas, calla por
amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por
amor; que se dé dentro de ti la raíz del amor, y de ella no podrá brotar sino el bien»52. A.
Nygren se ha ceñido exclusivamente al primer aspecto, omitiendo por completo el
segundo.
También la doctrina sobre el amor al prójimo necesita alguna aclaración. El propio
san Agustín critica en las Retractationes algunas expresiones suyas sobre este tema53.
En el De vera religione, el recto amor del prójimo excluía cualquier referencia a los
vínculos familiares, porque éstos pertenecen al tiempo y al ámbito de lo privado,
mientras que la caridad es el amor de todo lo que es eterno y universal54. Más tarde, san
Agustín distinguió más claramente el aspecto natural del sobrenatural: el amor a los
familiares no es un amor ilícito; es un amor natural, querido por Dios desde el principio,
y por tanto, también obligatorio55. Cristo «no ha prohibido, sino que ha puesto orden en

45
. Ibid. 17.
46
. S. 331, 4 (T. 51); S. 178, 11 (T. 52).
47
. De Trin. 8, 7, 10.
48
. Cfr. NYGREN, A.: o. c. 63 y 112.
49
. Ep. 140, 31, 75 (T. 53).
50
. De s. Dom. 2, 1.
51
. En. in ps. 118, s. 12, 2.
52
. In Io. ep. 7, 8.
53
. Cfr. Retr. 1, 10, 2; 13, 8.
54
. Cfr. De v. rel. 46, 88-89.
55
. Para esta cuestión, cfr. TESKE, R. J.: «Love in St. Augustine», en Congresso
inter.le nel XVI centenario della conversione, Roma 1987, 81-102.
el amor a los padres, a la mujer y a los hijos»56. El cristiano, por tanto, debe amar al
padre y a la madre, pero no más que a Dios ni más que a la Iglesia, que lo ha
engendrado para la vida eterna57; debe amar a los hijos y a la mujer también
humanamente, pero según Cristo, de modo que os ocupéis de ellos según Dios 58. En
resumen, hay un amor humano, fundado sobre los vínculos naturales de la sangre o de la
amistad, que no tiene en sí nada de ilícito, que si no se da merece desaprobación,
aunque tal amor no es la caridad, el amor divino, «aquel que conduce al Reino»59. A la
luz de estas afirmaciones no es, pues, verdad que para san Agustín el amor del prójimo
sea, sin lugar a dudas, amor deshonesto de sí mismo, si no está referido a Dios, como ha
escrito alguno; podría ser también simple amor humano, lícito, aunque no meritorio,
porque no está orientado a Dios, el fin último. La caridad, por otra parte, aun no
admitiendo parcialidad ni exclusiones, porque «todos los hombres son iguales», sabe
reconocer las prioridades: «Porque cuando no puedas socorrer a todos, has de mirar
sobre todo por aquellos que por razón de lugar o tiempo, o por otras circunstancias,
están más unidos a ti por alguna razón»60.
Pero ¿qué significa amar al prójimo en Dios y por Dios? La respuesta de san
Agustín es clara: los hombres deben ser amados con el amor que viene de Dios, o
porque son justos o para que lo sean 61, porque «el amor es verdadero cuando en la
criatura amada se ama a Dios, sea porque Dios se encuentra ya en ella, sea para que
pueda hallarse allí»62. También esta concepción del amor al prójimo ha sido interpretada
por Nygren como totalmente diferente de la del Nuevo Testamento: implicaría una
minusvaloración de la persona humana, que no sería amada por sí misma o por su valor
actual, sino sólo por su valor virtual, que puede llegar a ser real en el futuro 63; el
prototipo y la medida del amor del prójimo no sería sino el egoísmo, al decir que «quien
no se ama a sí mismo, tampoco sabría amar al prójimo»64. En realidad, su pensamiento
no deja lugar a dudas, cuando afirma que «el verdadero amor fraterno es aquel que
busca el bien del hermano, sin esperar recompensa alguna de él, sino sólo su
salvación»65, y que el prójimo debe ser amado con benevolencia, por su propio bien 66, y
«no para obtener de él algún deleite o algún provecho temporal»67. Distingue
expresamente el simple amor humano del amor de la caridad: «Este amor se distingue

56
. S. 344, 2 (T. 54).
57
. Ibid.
58
. Cfr. S. 349, 7.
59
. S. 349, 1.
60
. De doc. christ. 1, 28, 29.
61
. De Trin. 8, 6, 9.
62
. S. 336, 2.
63
. Cfr. NYGREN, A.: o. c., 117.
64
. Ibid. 118.
65
. In Io. ep. 6, 4.
66
. Ibid. 8, 5 (T. 55).
67
. De v. rel. 46, 87.
de aquel amor con el que los hombres se aman unos a otros en cuanto hombres, pues
para distinguirlo es por lo que añadió (el Señor): como yo os he amado»68.
Una última cuestión se ha suscitado a propósito de la identificación agustiniana del
amor de Dios y del amor del prójimo. Según un estudio de T. J. Van Bavel, la
identificación de los dos amores se apoyaría en dos argumentos distintos: el primero
insistiría sobre la concepción del Christus totus, esto es, de Cristo, que en cuanto Verbo
encarnado, aun permaneciendo Dios, incluye a todos los hombres; el segundo
argumento se apoyaría sobre la naturaleza ontológica del acto de amar, ya que si es
verdad, como dice el apóstol san Juan, que Dios es Amor, es igualmente verdad que el
Amor es Dios 69. Por lo demás, en ningún caso identifica san Agustín al prójimo con
Dios; él se limita a afirmar que «el amor fraterno, por el que nos amamos los unos a los
otros, no sólo viene de Dios, sino que, según afirma esa misma autoridad tan grande, es
Dios mismo»70.

IV. El pecado

Nociones
La reflexión agustiniana sobre el tema del pecado está marcada en gran parte por
las preocupaciones antimaniqueas. A la solución dualista del origen del mal opone el
neoconverso la solución cristiana, que distingue el mal debido enteramente al libre
albedrío del hombre (el pecado) y el mal que es consecuencia penal del pecado, debida
al justo juicio de Dios1. Basándose sobre esta distinción, tenemos ante todo que el
pecado no es otra cosa que una acción mala (malefactum), o más precisamente, un acto
perverso y desordenado de la libre voluntad humana, que se aleja de las realidades
divinas, verdaderamente inmutables, y se entrega a las cosas mutables e inciertas2.
Por tanto, no existe un mal sustancial, como enseñaban los maniqueos; toda
sustancia o naturaleza es en sí misma buena. Teniendo presente este principio (ninguna
naturaleza es mala en sí), el pecado no consiste tampoco en el deseo de sustancias
malas, sino más bien en el rechazo de otras más excelentes; el mal que llamamos pecado
es la misma acción, que hace un uso malo de una sustancia buena y no la naturaleza, de
la que el pecador hace un mal uso3. En otras palabras, el pecado es siempre un amor

68
. In Io. ev. 83, 3.
69
. Cfr. VAN BAVEL, T. J.: «The double face of love in St. Augustine. The
daring inversion: Love is God», en Congresso Inter.le nel XVI centenario della
conversione, Roma 1987, vol. 3, 69-80.
70
. De Trin. 8, 8, 12 (T. 56).
1
. Cfr. Conf. 7, 15, 21-16, 22 (T. 57); De lib. arb. 1, 1, 1.
2
. Cfr. De lib. arb. 1, 16, 34-35. También en Conf. 7, 16, 22 escribe: «Y buscaba
en qué consiste la iniquidad y hallé que no era una sustancia, sino la perversión
de la voluntad que se aleja de la suma sustancia, que eres tú, Dios mío, para
inclinarse a las cosas más bajas».
3
. Cfr. De nat. boni 34 y 36.
desordenado de las cosas buenas4, una inclinación inmoderada a las cosas inferiores,
rechazando las mejores y supremas5. De ahí la definición que ya es clásica: el pecado es
«aborrecimiento (aversio) de Dios, creador supremo, y búsqueda (conversio) de las
criaturas inferiores» 6; y también: es la voluntad de apartarse (aversio) del bien
inmutable y universal, para volverse (conversio) al bien propio, o al bien exterior o
inferior7. Estas definiciones ponen bien de relieve el valor ontológico del pecado y sus
consecuencias: el pecado no es una sustancia, sino sólo un acto de la voluntad del
hombre; por eso, podemos definirlo también, como el mal en general, defectus a
bonitate (privación del bien). Sin embargo, el pecado es un movimiento por el que el
espíritu humano tiende al no ser, dado que Dios, de quien se aleja, es el Ser sumo y
verdadero, mientras que las criaturas, a las que se entrega, participan del ser sólo en
cierta medida, y también porque el pecado es contrario a la naturaleza misma de quien
peca, la daña y la corrompe8. Inspirándose en la Biblia, el pecado, así considerado, se
puede también calificar como una fornicación del alma: «El alma se prostituye cuando
te vuelve las espaldas y busca fuera de ti todo aquello puro y cristalino que no puede
encontrar sino volviéndose a ti»9.
Pasando ahora de la perspectiva ontológica a la relacional, llegamos a la noción
bíblica del pecado. Es siempre un acto de enemistad hacia o contra Dios10, no sólo
porque se prefiere la criatura al Creador, sino también porque es una acción, una palabra
o un deseo contrario a la ley de Dios, que es manifestación de su voluntad11. El pecado
es siempre transgresión de una ley, sea ésta una ley positiva o sea la ley natural12; es, por
tanto, un acto de rebelión contra Dios, de desobediencia a su voluntad, que trae su
origen de la soberbia de afirmar su propio poder y la independencia de su Creador 13.

Voluntariedad del pecado


Así pues, por parte del sujeto, el pecado es siempre un acto que nace de la voluntad
libre: «El pecado es un mal voluntario, hasta el punto de que no sería en modo alguno
pecado si no fuera voluntario; y esto es tan evidente que en ello están de acuerdo los
pocos sabios y la multitud de los ignorantes»14. Son absolutamente incapaces de cometer
pecado aquellos que, como los niños, sufren tanta debilidad (infirmitas) en el alma y en
el cuerpo, tanta ignorancia de las cosas, que son incapaces para comprender los
preceptos, y no tienen ningún sentido ni inclinación hacia la ley natural o escrita, y

4
. Cfr. S. 21, 3.
5
. Cfr. Conf. 2, 5, 10.
6
. De quaest. Simpl. 1, 2, 18.
7
. De lib. arb. 2, 19, 53.
8
. Cfr. De mor. man. 2, 2, 2 y 5, 7.
9
. Conf. 2, 6, 14.
10
. Cfr. ibid. 5, 9, 16.
11
. Cfr. C. Faustum 22, 27.
12
. Cfr. En. in ps. 118, s. 25, 4.
13
. Cfr. De gen. c. man. 2, 15, 22.
14
. De v. rel. 14, 27 (T. 58).
ningún uso de la razón hacia el bien o el mal»15. Por tanto, si objetivamente el pecado es
un acto contrario al orden natural o a la ley de Dios, subjetivamente es un acto de la
voluntad y de la libertad del hombre, como pone manifiestamente de relieve en la
siguiente definición: «El pecado es la voluntad de retener o de conseguir lo que está
prohibido por la justicia y de lo que libremente podría abstenerse»16.
Bajo el aspecto psicológico, en el pecado se pueden distinguir cuatro momentos: la
sugestión, la delectación, el consentimiento y el acto de cometerlo 17. La sugestión
puede proceder de las imágenes aportadas por la memoria, o de los sentidos del cuerpo,
como cuando vemos, escuchamos, olemos, gustamos o tocamos una cosa 18. Si lo que
nos viene evocado por la memoria, o lo percibimos por los sentidos, suscita algún placer
(delectatio) que no es lícito, por estar prohibido por la ley divina, que ordena respetar el
orden natural, se comete un pecado cuando, en lugar de aplicar el freno, se deja sueltas
las riendas al placer ilícito 19, consintiéndolo con la voluntad. Por el contrario, si no se
presta el consentimiento, y lo rechazamos con el dominio de la razón, como es justo, no
se comete ningún pecado. Por eso, si se ha dado el consentimiento, aunque no se haya
manifestado exteriormente a los demás mediante una acción externa, sí es conocido por
Dios, y por tanto, se ha cometido el pecado. Es claro, no obstante, que existe una gran
diferencia en que el pecado quede latente en el corazón o se manifieste en la acción o
que a causa de las repeticiones se convierta en una costumbre 20.
Pero ¿en qué sentido o de qué manera vuelve el hombre las espaldas a Dios con el
pecado? ¿Por qué? Nos da una respuesta en primera persona en las Conffesiones: «Mi
pecado consistía en buscar en mí mismo y en las demás criaturas, no en Dios, los
deleites, grandezas y verdades, por lo que caía luego en dolores, confusiones y errores”
21
. Todo lo cual nos lleva a la antropología, con sus tres niveles de vida,
correspondientes a las tres facultades cognoscitivas y apetitivas del hombre. Creado
para encontrar sólo en Dios su bien supremo y su descanso, el hombre peca cuando en
su actividad sensitiva busca el placer en los cuerpos y no en Dios (libido voluptatis,
concupiscentia carnis); peca también cuando en su actividad racional en el mundo y en
la sociedad busca distinguirse y sobresalir sobre los demás (libido excellendi o superbia
vitae); peca, finalmente cuando anulando su facultad intelectual, no busca la verdad de
Dios, sino que se interesa por tantos conocimientos relativos a sí mismo o por la avidez
de las novedades, buenas sólo para procurarse inútiles emociones o para alimentar el
propio orgullo (curiositas). Estos vicios son las tres raíces de toda iniquidad 22.
Desde este punto de vista, el pecado aparece como una perversa y viciosa imitación
de Dios: la soberbia quiere imitar la excelencia de Dios, que es el único excelso; la
ambición aspira a los honores y a la gloria, que pertenecen sólo a Dios; la crueldad de

15
. De pecc. mer. et rem. 1, 35, 65.
16
. De d. anim. 15.
17
. Cfr. S. 352, 8 (T. 59).
18
. Cfr. De s. Dom. 1, 12, 34 (T. 60).
19
. Cfr. C. Faustum 22, 28-29.
20
. Cfr. De s. Dom. 12, 34-35 (T. 60); De Trin. 12, 12, 17-18.
21
. Conf. 1, 20, 31.
22
. Cfr. ibid. 3, 8, 16.
los poderosos pretende sustituir a Dios, que es el único a quien verdaderamente
debemos temer; la seducción de las personas lascivas busca suscitar el amor, mientras
que nadie es más seductor ni tiene más atractivo que el amor de Dios.
Todos los pecados, en resumen, son perversas imitaciones de Dios, que llegan al
extremo de cometer el mal con la única finalidad de «hacer impunemente lo que no es
lícito imitando por oscuras razones la omnipotencia de Dios» 23.

Diversidad y gravedad de los pecados


Pasando por alto la distinción, reclamada frecuentemente en la polémica con los
pelagianos, entre el pecado actual (la voluntad de hacer el mal) y el pecado original, que
es al mismo tiempo pecado y pena del pecado 24, en las obras de san Agustín aparecen
otras distinciones de pecado, más o menos interesantes. Es frecuente la distinción entre
flagitium y facinus, cuya definición da en el De doctrina christiana: «Llamo maldad
(flagitium) al acto por el que la concupiscencia indomable corrompe al alma y a su
cuerpo, mientras que llamamos delito aquello que provoca un daño a los demás. Son
éstas las dos fuentes de todos los pecados, pero las maldades son las primeras» 25.
De mayor interés son las distinciones de los pecado atendiendo a su gravedad. En el
De Trinitate distingue entre los pecados cometidos sólo con el pensamiento de los
pecados que pasan a la realización: éstos son más graves que los primeros 26. En una
cuestión, distingue los pecados debidos a la debilidad, a la ignorancia y a la malicia:
«La debilidad es contraria a la fortaleza, la ignorancia a la sabiduría y la malicia a la
bondad» 27. En el libro Contra Faustum distingue los pecados de ignorancia, de
imprudencia y de malicia 28. Sin embargo, en el Enchiridion distingue los crímenes
respecto de los pecados cotidianos o leves. Llama crímenes a los pecados por los que
sus autores no poseerán el Reino de Dios: tales pecados no se pueden cometer con
frecuencia, pensando que quedan perdonados cotidianamente por las obras de
misericordia. Los leves o cotidianos, por el contrario, pueden ser perdonados por Dios
con la oración y con la caridad 29. Los crímenes son pecados graves, absolutamente
dignos de reprobación y de condena, como son el homicidio, el adulterio, la fornicación,
el hurto, el fraude, el sacrilegio y otros parecidos 30: tales pecados provocan «heridas
graves, letales y mortíferas» 31. Por el contrario, son pecados cotidianos aquellos que se
cometen fácilmente con la lengua, como una palabra fuerte, como la risa inmoderada o
cualquier frivolidad, y también aquellos pecados que se cometen en cosas lícitas, como
en el uso del matrimonio, cuando se sobrepasa la necesidad natural de la procreación, o
23
. Ibid. 2, 6, 13-14 (T. 61).
24
. Cfr. C. Iul. o. imp. 1, 47.
25
. De doc. christ. 3, 10, 16. Encontramos una explicación aún más amplia en
Conf. 3, 8, 15-9, 17 (T. 62).
26
. Cfr. De Trin. 12, 12, 18.
27
. De div. quaest. 83, 26.
28
. Cfr. C. Faustum 32, 7.
29
. Cfr. Enchir. 70-71 (T. 63).
30
. Cfr. In Io. ev. 41, 9-10 (T. 64).
31
. S. 352, 8.
en los mismos alimentos, cuando se toman más de lo que requiere la salud. Tales
pecados, a causa de la debilidad humana, no pueden dejar de darse en el alma de los
fieles, pero no por esto debemos dejarlos pasar, porque aunque no son graves en sí
mismos, por causa del número pueden resultar peligrosos 32.
De todos modos, sólo el juicio divino puede establecer con certeza la gravedad de
los pecados: se dan pecados que podrían ser juzgados como muy leves si en las
Escrituras no aparecieran como más graves de cuanto se cree; otros pecados, graves y
horrorosos en sí mismos, a causa de la costumbre pueden llegar a ser considerados
como leves, o incluso inexistentes 33. Objeto de mofa ha sido considerada la doctrina
estoica de la igualdad de los pecados, adoptada entre los cristianos por Joviniano.
Afirmar que una palabra desvergonzada o una calumnia, o cometer un robo «son
pecados iguales, por el hecho de que todos ellos son pecados, equivale a decir que son
iguales los topos y los elefantes, porque animales son tanto los unos como los otros; y
así también son iguales las moscas y las águilas, porque tienen alas las unas y las otras»
34
. En realidad, la afirmación de la Escritura: Pecamos todos en muchas cosas (St 3, 2)
nos convence de que todos faltamos, unos más gravemente, otros más levemente:
“Cuanto más o menos pecare alguno, tanto más abundará en el pecado y tanto menos en
el amor de Dios y al prójimo, mientras que serán más pequeños los pecados cuanto
mayor sea su amor a Dios y al prójimo; es decir, tanto más abundará en la iniquidad
cuanto más vacío se halle de la caridad, y tanto más lleno estará de la caridad cuanto
menos marcas le queden de la enfermedad» 35.

Las pasiones
También en el tema de las pasiones, el pensamiento de san Agustín, aunque está en
dependencia de la ética clásica, es al mismo tiempo innovador en aspectos no
marginales. Así, no tiene dificultad en aceptar la terminología antigua e incluso la
definición de pasión como «la perturbación del alma contraria a la razón» 36; la palabra
«pasión» proviene del griego pathos, traducido al latín unas veces como affectio o
affectus, y otras veces como passio 37. Según esa misma tradición filosófica, acepta
hablar de cuatro pasiones: deseo (cupiditas o libido), temor (timor o metus), alegría
(laetitia) y tristeza (tristitia). Está también de acuerdo con Cicerón en considerar estas
pasiones como la raíz de todos los vicios morales del hombre 38. Pero, no obstante, se
declara absolutamente contrario a la teoría platónica que centra en la misma naturaleza
del cuerpo la causa de todas las pasiones. Pues muchas pasiones, y entre ellas las más
graves, como la soberbia y la envidia, no tienen su origen en el cuerpo, sino que son

32
. Cfr. S. 9, 17-18.
33
. Cfr. Enchir. 78-80.
34
. Ep. 104, 4, 14.
35
. Ep. 167, 5, 17. Sobre la distinción de los pecados, Cfr. DURKIN, E. F.: The
theological distinction of sins in the writings of St. Augustine, Mundelein (Illinois),
1952.
36
. De civ. Dei 8, 17.
37
. Cfr. ibid. 9, 4, 1.
38
. Cfr. ibid. 14, 5.
propias del alma humana y del incorpóreo diablo 39. Además, no es el cuerpo en cuanto
tal la causa de algunas pasiones, sino el cuerpo corruptible, hecho así por el pecado.
Estas pasiones, ligadas a la corporeidad, son una consecuencia de la infirmitas, propia
de la presente condición mortal: «No hay, pues, razón para que acusemos a la naturaleza
de la carne por nuestros pecados y vicios, injuriando así al Creador» 40. Por esa misma
razón, considera irreal -al tiempo que rechazado por otros filósofos de la misma escuela-
el ideal estoico de la apatheia, según el cual el sabio llega durante esta vida terrena a no
sufrir pasión alguna. La apatheia, la inmunidad de la mente respecto a cualquier
movimiento contrario a la razón, sólo será posible cuando el cuerpo haya resucitado 41.
Otra importante precisión se refiere a la naturaleza misma de las pasiones. Éstas no
son siempre moralmente malas: pueden ser rectas, es decir, conformes a la razón y a la
voluntad de Dios, cuando no son expresiones de un deseo culpable sino sentimiento
laudable de caridad, como sucede tantas veces en la persona de Jesucristo, que se
entristeció con ira por la dureza de corazón de los judíos, lloró por la muerte de su
amigo Lázaro y deseó comer la Pascua con sus discípulos 42. En realidad, las pasiones
corpóreas son perversas cuando es perversa la voluntad, pero mientras la voluntad sea
recta no sólo no somos culpables, sino que somos incluso dignos de alabanza 43. De
hecho, así como el deseo y el temor se hallan al comienzo de toda acción buena, así lo
están también al comienzo de todo pecado. Depende del objeto del amor y del temor 44.
Como puede verse, las cuatro pasiones parecen reducidas en san Agustín a solo dos.
Incluso, a menudo, vienen reducidas todas a la sola libido o cupiditas, porque en el
fondo el temor no es otra cosa que un deseo (libido o cupiditas), de manera que no duda
en afirmar que todos los pecados no son malos «sino a causa de aquel culpable deseo
(cupiditas) que llamamos libido» 45. Para comprender la terminología agustiniana
debemos recordar que, tanto para el obispo de Hipona como para los estoicos, en el
hombre hay una sola tendencia o impulso que lo empuja a la acción, y ésa es
denominada por Cicerón con los términos appetitus, amor, libido y cupiditas, y en el
latín eclesiástico también con el nombre de concupiscentia. Ciertamente, la cupiditas es
considerada como el amor opuesto a la caridad, y es definida como «el movimiento del
alma que lleva al hombre al goce de sí mismo y de cualquier cosa corpórea sin
referencia alguna a Dios» 46. En cuanto al término libido, aunque lo usa con frecuencia
para hablar del apetito sexual, los antiguos definían la ira como libido ulciscendi, la
avaricia como libido habendi pecuniam, a la pertinacia como libido vincendi y a la
jactancia como libido gloriandi 47. A veces, los términos cupiditas y libido son

39
. Cfr. De v. rel. 13, 26 (T. 65).
40
. De civ. Dei 14, 5 (T. 66).
41
. Cfr. ibid. 14, 9, 4.
42
. Cfr. ibid. 14, 9, 3-4.
43
. Cfr. ibid. 14, 6 (T. 67).
44
. Cfr. En. in ps. 79, 13.
45
. De lib. arb. 1, 4, 10.
46
. De doc. christ. 3, 10, 16 (T. 18).
47
. Cfr. De civ. Dei 14, 15, 2.
sustituidos por la palabra amor: así la malicia es definida como amor nocendi, de la que
proceden los pecados del dolo, de la adulación, de la envidia y de la maledicencia 48.
Una atención especial requiere la palabra concupiscentia. En el uso de la Escritura,
si no va acompañada por alguna especificación, tiene un sentido negativo, pero puede
ser usado también en sentido positivo: así, nos habla san Agustín de la sancta
concupiscentia de ver al Padre 49. Ordinariamente, sin embargo, lo refiere a la
concupiscencia carnal, correspondiente a la libido sentiendi o voluptatis, es decir, al
deseo de consentir una sensación para obtener el goce del placer que lo acompaña. San
Agustín considera esta concupiscencia como un mal y un vitium, no porque todo placer
corpóreo sea en sí mismo malo e ilícito, sino porque en la presente condición mortal
impele indiferentemente tanto al placer lícito como al ilícito 50. Hacer uso de ella con la
única intención de satisfacer una necesidad natural, como la salud o la procreación de la
prole, no constituye pecado alguno. Pero desear o buscar el placer de los diversos
sentidos por sí mismo es siempre pecado. Naturalmente, la gravedad de este pecado no
es siempre la misma. Usar del legítimo matrimonio no sólo para la procreación sino
también con la intención del placer es sólo un pecado leve, al que el Apóstol otorga el
perdón. Finalmente, buscar el placer fuera del matrimonio o dentro de él, pero tratando
de impedir que se siga la concepción de la prole, es pecado grave 51. Por lo demás, es
oportuno recordar siempre un principio ya expuesto: para cometer un pecado no basta
con la sugestión y tampoco con la delectación; se peca cuando se otorga el
consentimiento voluntario a una delectación ilícita.

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48
. Cfr. S. 353, 1, 1.
49
. In Io. ev. 14, 12.
50
. Cfr. C. Iul. 6, 16, 50 (T. 68).
51
. Cfr. De nupt. et conc. 1, 14, 16-17.
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TEXTOS DE SAN AGUSTÍN*

*Selección de textos, José Antonio GALINDO RODRIGO. Traducción de la BAC.


Caracteres generales

El objeto de la moral

El objeto de la moral es el bien y el mal en relación con el bien sumo, Dios, que no tiene
contrario sino en el no ser. Con grandes dificultades se acerca a su conocimiento la debilitada
inteligencia humana (texto 1).

1. Nadie, pienso yo, dudará que la cuestión del bien y del mal, que es lo que aquí se trata,
es objeto de la moral. ¡Ojalá sea tanta la claridad y la serenidad de la vista de la inteligencia de
quienes se consagran a la investigación de estas cosas, que puedan contemplar de hito en hito
aquel sumo bien, nada superior a él en excelencia y sublimidad, al cual se somete el alma
racional pura y perfecta! Porque verían también con qué rectitud y justicia se le llama el
supremo ser, el primer ser, que es siempre lo mismo, en absoluto idéntico a sí mismo; que es
inaccesible a toda corrupción o cambio; que ni está sujeto al tiempo ni puede ser hoy de distinto
modo de como era ayer. Este ser es el que verdaderísimamente es, pues significa una esencia
subsistente en sí misma e inaccesible a toda mutación. Este ser es Dios, el cual no tiene
contrario, porque al ser sólo se opone el no ser. No existe, pues, ninguna naturaleza contraria a
Dios. Pero puesto que para la contemplación de estas cosas llevamos, al contrario, el bagaje de
una inteligencia llagada y embotada, sacrifiquémonos todo lo posible por alcanzar algún
conociminento de objeto tan elevado, caminando paso a paso, con cautela, no como suelen
buscarlo quienes lo contemplan, sino como los que andan en tinieblas, a tientas (De mor. eccl.
cat. 2, 1, 1).

El sumo bien y la antropología

La equivocada moral de los maniqueos reprueba la procreación de los hijos, la


propiedad de casas y el dinero (2 y 3). La Iglesia católica admite el uso de los bienes de este
mundo pero sin esclavizarse a ellos (4). El hombre, en contra de Plotino, consta de alma y
cuerpo; el alma percibe las cosas por medio de los sentidos del cuerpo (5). Son buenas y
positivas las actividades que el alma realiza en y con su propio cuerpo (6). La felicidad del
hombre no está en sí mismo y en esta vida, sino en Dios y en la otra vida (7). Tan sólo el
que hizo al hombre hace bienaventurado al hombre; él se dará a los buenos para que sean
bienaventurados, mientras que los soberbios se quedarán sin la bienaventuranza, ya que
no la pidieron ni esperaron de quien únicamente podía dársela, Dios (8). El cristiano en
esta vida tolera con fortaleza los males y goza expectante los bienes eternos, a ejemplo de
Cristo que en su pasión nos muestra lo que hemos de soportar y en su resurrección lo que
hemos de esperar (9).

2. Es una calumnia la prohibición a los regenerados por el bautismo de la procreación y de


la posesión de tierras, casas y dinero. Esto lo permite el Apóstol (De mor. eccl. cat. 1, 35, 78).
3. ¿No os parece haber demostrado el Apóstol a los fuertes en qué está lo sumo de la
perfección, y a los débiles lo que es próximo a la perfección? Lo sumo de la perfección es
abstenerse de los placeres de la carne; quisiera que todos, dice él, fuesen como yo mismo (1 Co
7, 7); la castidad conyugal, que libra al hombre de perderse por la fornicación, se aproxima a
esta sublime perfección. Ahora os pregunto yo: ¿Excluye del numero de los fieles a los que usan
de las mujeres? No; pues él mismo dice que si uno de los esposos es infiel, no solamente los
hijos, sino también el otro esposo es santificado por la castidad de su unión: El hombre infiel,
dice, es santificado por la mujer fiel, y la mujer infiel es santificada por el hombre fiel; de otro
modo, los hijos serían impuros, pero ahora, sin embargo, son santos (1 Co 7, 14). ¿A qué, pues,
tan obstinada resistencia a verdad tan clara y evidente? ¿A qué tanto empeño en obscurecer con
vanas sombras la luz de las Escrituras? (De mor. eccl. cat. 1, 35, 79).
4. En la Iglesia católica viven un número incontable de fieles que no usan de este mundo, y
los hay que usan como si no usasen, según la palabra del Apóstol (cfr. 1 Co 7, 31), como se
demostró bien claramente cuando en aquellos tiempos se les obligaba a quemar incienso a los
ídolos. ¡Cuántos hombres de dinero; cuantos padres de familia, soldados, campesinos,
comerciantes; cuántos patricios, senadores, personas de uno y otro sexo, abandonaron todas las
cosas temporales, de que usaban, es verdad, pero de las que no eran esclavos, y sufrieron
voluntariamente la muerte por la fe y la religión, mostrando bien a las claras a los infieles ser
más bien señores de todas esas riquezas que esclavos de las mismas! (De mor. eccl. cat. 1, 35,
77).
5. Luego niegas tú –le dije- que el sabio no sólo consta de alma y cuerpo 1, pero aun de
alma íntegra, porque a ella pertenece también la porción que usa de los sentidos. No son los ojos
ni los oídos, sino no sé qué otra cosa, la que siente por ellos. Y a la parte intelectiva del alma
debe atribuirse el hecho de la sensación. De lo contrario habrá de atribuirse al cuerpo, y esto me
parece un grave absurdo que debe rechazarse 2 (De ord. 2, 2, 6).
6. Mira a ver cuál es el poder del alma en los sentidos y en el mismo movimiento, por el
que es más claramente animal; bajo estos dos aspectos nada podemos tener de común con los
que fijan sus raíces en el suelo. Se concentra el alma en el tacto y por él siente y distingue lo
caliente, lo frío, lo áspero, lo suave, lo duro, lo blando, lo ligero, lo pesado. Además, gustando,
oliendo, oyendo y viendo, distingue innumerables diferencias de sabores, de olores, de sonidos
y de formas. Y en todas estas cosas admite y apetece las que convienen a la naturaleza de su
cuerpo y rechaza y huye de las contrarias.
Se retira (el alma) de estos sentidos por cierto intervalo de tiempo, reparando sus
actividades como con ciertas vacaciones, en tropel y repetidamente da vueltas consigo misma a
las imágenes de las cosas, que ha adquirido por medio de ellas; todo esto forma el sueño y los
sueños. También a menudo, por la facilidad de movimiento, se deleita saltando y vagando y sin
trabajo compone la armonía de los miembros; hace lo que está en su poder por la unión de los
sexos, y de una doble naturaleza forma un solo ser por la convivencia y el amor. No solamente
concurre a engendrar los hijos, sino también a desarrollarlos, a protegerlos y a alimentarlos (De
quant. an. 33, 71).
7. Si se nos pregunta cuál es el sentir de la Ciudad de Dios sobre cada uno de estos puntos.
En primer lugar sobre el fin de los bienes y de los males, ella misma responderá que la vida
eterna es el sumo bien, y la muerte eterna, el sumo mal. Y, en consecuencia, que debemos vivir
bien para lograr aquélla y esquivar ésta, Está escrito: El justo vive de la fe (Ha 2, 3-4; Hb 10,
38), porque, como no vemos aún nuestro bien, es preciso que lo busquemos por la fe. El mismo
vivir bien no lo tenemos de propia cosecha si el que nos dio la fe, que nos lleva a creer en
nuestra debilidad, no nos ayuda a creer y a suplicar. Quienes creyeron que el fin de los bienes y
de los males se halla en esta vida, y así radicaron el sumo bien en el cuerpo o en alma, o en los
dos juntos, o para expresarlo más explícitamente, en el placer, o en la virtud, o en ambos a la
vez; en la quietud, o en la virtud, o en ambos; en los principios de la naturaleza, o en la virtud, o
en uno y otro; éstos con extraña vanidad, hicieron depender la felicidad de sí mismos. La

1
. Es una deducción errónea que se deriva de la posición equivocada de
Licencio, el interlocutor de Agustín.
2
. Según Agustín, el alma, no el cuerpo, tiene capacidad para elaborar la
percepción que aquélla realiza por medio de los sentidos del cuerpo.
Verdad se rió de este orgullo al decir por su profeta el Señor: Conocí que los pensamientos de
los hombres son vanos (Sal 94, 11), o según el apóstol Pablo: El Señor conoce los pensamientos
de los sabios y sabe que son vanos (1 Co 3, 20) (De civ. Dei 19, 4, 1).
8. Sobre este punto 3 hablaron harto también los filósofos. Mas no se encuentra en ellos la
verdadera piedad, es decir, el veraz culto de Dios, del que es menester derivar todos los deberes
de una vida recta. Y no por otro motivo, a mi juicio, sino porque quisieron fabricarse a su modo
una vida bienaventurada, y estimaron que esa vida había que labrarla más bien que suplicarla,
pues el que la otorga no es otro que Dios. Tan sólo el que hizo al hombre hace bienaventurado
al hombre. El que otorga a sus criaturas, buenas y malas, tan grandes bienes: el ser, el ser
hombres, el sentir, la energía, la fuerza y la abundancia de riquezas, él se dará a sí mismo a los
buenos para que sean bienaventurados, pues es ya un bien suyo el que ellos sean buenos. Mas
los filósofos que en esta fatigosa vida, en estos miembros que han de morir bajo la carga de esta
carne corruptible, se empeñaron en ser autores y como creadores de su vida bienaventurada,
como si pudieran alcanzarla y retenerla con las propias fuerzas, no la demandaron ni esperaron
de aquella fuente de la fuerza, y así no pudieron sentir a Dios, que resistía su soberbia (Ep. 155,
1, 2).
9. En la verdadera vida no se admite mal alguno, en ella jamás se pierde el Sumo Bien. Tal
es el premio de los justos. Con la esperanza de alcanzarlo, llevamos, más bien con tolerancia
que con gozo, esta vida temporal y mortal. Toleramos con fortaleza sus males tanto con el buen
consejo como con el favor Dios, porque ya nos gozamos con la fiel promesa divina de los
bienes eternos y en nuestra fiel expectación de ellos. Exhortándonos a ello el apóstol Pablo,
dice: Gozando en la esperanza, sufriendo en la tribulación (Rm 12, 12). Así nos explica el
padecer en la tribulación, hablándonos antes del gozar en la esperanza. A esta esperanza te
exhorto por Jesucristo nuestro Señor. Ese mismo Maestro divino, cuando aún ocultaba la
majestad de la divinidad y mostraba la debilidad de la carne, no sólo nos lo enseñó con el
oráculo de su palabra, sino también con el ejemplo de su pasión y resurrección. En lo uno
mostró lo que hemos de soportar, y en lo otro lo que hemos de esperar. Los filósofos merecerían
la divina gracia, si no fueran tan altivos e hinchados de soberbia, empeñados vanamente en
fabricarse aquí una vida bienaventurada, que sólo Dios prometió que daría después de esta vida
a sus adoradores (Ep. 155, 1, 4).

La distinción uti-frui y el ordo amoris

En la definición del pecado se implica el orden natural que incluye la naturaleza


humana, que en su dimensión espiritual es imagen de Dios (10). El pecado malea y
degrada la naturaleza humana hecha de la nada, aunque no hasta el punto de reducirla a
la nada (11). La naturaleza humana está dotada de libertad, por lo que puede pecar a
diferencia de las naturalezas inferiores que no pueden pecar y otras superiores que no
quieren pecar (12). Nuestras malas tendencias, aunque no las poseen los brutos, no por eso
nos hacen superiores a ellos, sino la conducta ordenada, que somete lo inferior a lo
superior (13). El que hace mal uso de las cosas, contrariamente al que hace buen uso está
sometido a ellas; no son las cosas malas, sino el mal uso que se hace de ellas; en la voluntad
reside la capacidad de hacer el mal, que consiste en preferir las cosas temporales a las
eternas (14). Al amor total a Dios han de ser orientados todos nuestros amores,
especialmente el amor al prójimo (15). Para contemplar lo eterno se requiere que todas las
facultades estén en equilibrio y en paz; el amor de lo eterno afecta positivamente al ser
humano (16). Ha de gozarse de lo que es honesto, y ha de usarse de lo que es útil; hay que
usar de las criaturas pero gozar de Dios (17). Definición de caridad y de su contrario, la
codicia o egoísmo, que entre sí se oponen y se destruyen (18). Cualquiera que sea nuestra
relación con las demás personas, siempre hemos de procurar que con nosotros amen a
Dios para gozar de él como bien común para todos (19 y 20). Vive santamente el que ama

3
. Se refiere a la amistad.
las cosas según el justo valor que tienen (21). Unos bienes son apetecibles por sí mismos
mientras que otros son medios para conseguir un fin; el amar los primeros siempre es
bueno, pero el utilizar los segundos, será un mal si no se usan debidamente, pero un bien
en caso afirmativo, pero se actúa mejor si de ellos se prescinde (22). La unión sexual con el
cónyuge es buena cuando se hace para engendrar hijos, y pecado venial si se realiza para
conseguir el placer y no se da oposición a la propagación de la prole (23).

10. Pecado es un hecho, dicho o deseo contra la ley eterna. A su vez, la ley eterna es la
razón o la voluntad divina que manda respetar el orden natural y prohíbe alterarlo. Es preciso
investigar, pues, cuál es el orden natural en el hombre. El hombre consta de alma y cuerpo,
como también el animal. Nadie duda de que, por el orden de sus naturalezas, hay que anteponer
el alma al cuerpo. Pero en el alma del hombre está presente la razón, de la que carece el animal.
Por tanto, como el alma se antepone al cuerpo, así la razón de la misma alma se antepone por
ley de la naturaleza a sus restantes partes, que poseen también las bestias. Y en la misma razón,
que en parte es contemplativa y en parte activa, sin duda destaca más la contemplación. En ella
está también la imagen de Dios, gracias a la cual, mediante la fe, nos reformamos para llegar a
la visión. En consecuencia, la razón activa debe obedecer a la razón contemplativa, ya cuando
actúa por la fe, como es el caso mientras somos peregrinos lejos del Señor, ya en la visión, lo
que sucederá cuando seamos semejantes a él porque le veremos como él es. Entonces, por su
gracia, seremos ya, incluso en el cuerpo espiritual, iguales a sus ángeles, una vez recuperado el
vestido original de la inmortalidad y de la incorrupción, con el que será revestido este nuestro
cuerpo mortal y corruptible, para que la muerte sea absorbida en la victoria, perfeccionada la
justicia por la gracia, puesto que también los ángeles santos y sublimes poseen su
contemplación y acción propias (C. Faustum 22, 27).
11. El vicio no puede malear toda naturaleza, sino sólo la hecha de la nada. De donde se
sigue que su ser, el ser naturaleza, lo debe a Dios, que es su Hacedor, y la caída de su ser a
haber sido hecha de la nada. El hombre en su caída no fue reducido a la nada absoluta, sino que,
doblado hacia sí mismo, su ser vino a ser menos que cuando estaba unido al que es en sumo
grado. Ser en sí mismo, o mejor, complacerse en sí mismo, abandonando a Dios, no es ser nada,
sino acercarse a la nada (De civ. Dei 14, 13, 1).
12. Grande es la criatura humana. En ella se abre una nueva posibilidad: la que le permitía
no caer si así lo hubiese querido. Grande es, pues, y muy digno de alabanza el Señor (cfr. Sal
47, 2) que la creó. Creó también naturalezas inferiores que no pueden pecar; las creó igualmente
superiores, que no quieren pecar. En efecto, la naturaleza de la bestia no peca, porque no hace
nada contra la ley eterna a la que está tan sometida que no puede participar de ella. A su vez, la
sublime naturaleza angélica no peca, porque de tal manera participa de la ley eterna, que sólo
encuentra su felicidad en Dios a cuya voluntad obedece sin experimentar tentación alguna. El
hombre, cuya vida sobre la tierra es, a consecuencia del pecado, una tentación continua, ha de
someter a sí lo que tiene en común con las bestias, y a Dios lo que tiene en común con los
ángeles, hasta que, completada y percibida la justicia y la inmortalidad, sea exaltado sobre las
primeras y se equipare a los segundos (C. Faustum 22, 28).
13. Observamos también en el hombre amor a la alabanza y a la gloria y el deseo de
dominar, tendencias que, si bien no son propias de los brutos, no debemos, sin embargo, pensar
que sean ellas lo que nos hace superiores a las bestias. En efecto, cuando esas apetencias no se
hallan subordinadas a la razón, nos hacen desgraciados, y claro está que a nadie se le ha
ocurrido nunca el hacer título de su miseria para preferirse a los demás.
Por consiguiente, cuando la razón domina todas estas concupiscencias del alma, entonces
se dice que el hombre está perfectamente ordenado. Porque es claro que no hay buen orden, ni
siquiera puede decirse que haya orden, allí donde lo más digno se halla subordinado a lo menos
digno (De lib. arb. 1, 8, 18).
14. Agustín-Ahora bien, es claro que de las mismas cosas unos hacen buen uso y otros
malo; como también lo es que quien hace mal uso, de tal modo las ama y se compromete con
ellas, que queda sometido a las cosas que precisamente debían estarle a él sometidas; mira ya
como un bien para sí las cosas a cuya ordenación y buen uso él debiera contribuir. En cambio, el
que usa bien de ellas, demuestra que son buenas ciertamente, pero no para él, ya que no le hacen
a él bueno o mejor, sino las hace él a ellas, y que, en consecuencia, no se adhiere a ellas por
amor, ni las considera como parte de su alma, consecuencia esta de tenerles amor. Y así, cuando
comiencen a faltarle o desvanecerse, no le causará pena su pérdida ni le manchará su
corrupción, sino que estará muy por encima de ellas y dispuesto a poseerlas y administrarlas
cuando fuere necesario, y más dispuesto a perderlas y no tenerlas.
Siendo todo esto así, ¿piensas tú que se debe condenar la plata y el oro por causa de los
avaros; los manjares por causa de los glotones; el vino por causa de los beodos; la hermosura de
las mujeres por causa de los libertinos y adúlteros; y así todas las demás cosas, sobre todo
viendo, como vemos, por ejemplo, que el médico hace buen uso del fuego y un envenenador
abusa criminalmente del pan?
Evodio- Es muchísima verdad que no son las cosas mismas las condenables, sino los
hombres que abusan de ellas.
Agustín- Muy bien. Y ahora, según pienso, hemos comenzado ya a comprender cuál es el
valor de la ley eterna y hasta dónde se extiende en la imposición de castigos la ley temporal; y
hemos distinguido bien claramente dos géneros de cosas, eternas y temporales; y también dos
suertes de hombres, unos que siguen y aman las eternas, y otros las temporales. Por otra parte,
ha quedado asentado que se encuentra en la voluntad de cada uno lo que ha de seguir y obrar, y
que no hay cosa alguna, si no es la voluntad, que pueda derrocar a la mente del trono de su reino
y del orden justo. Es claro también que no se debe culpar a las criaturas del mal uso que de ellas
hacen, sino al mismo que de ellas abusa. Por consiguiente, volvamos, si te parece, a la cuestión
propuesta al principio de esta disquisición, y veamos si queda ya resuelta.
Nos habíamos propuesto en qué consiste obrar mal, y a esto se refiere cuanto hemos
dicho. En consecuencia, conviene ahora considerar con atención si el obrar mal no consiste en
otra cosa que en despreciar los bienes eternos, de los cuales goza la mente por sí misma y por sí
misma percibe; y que no puede perder si los ama; y en procurar, por el contrario, como cosa
grande y admirable, los bienes temporales, que se gozan por el cuerpo, la parte más vil del
hombre, y que nunca podemos tener como seguros. A mí me parece que todas las malas
acciones, es decir, todos los pecados pueden reducirse a esta sola categoría. Mas cuál sea tu
opinión, es lo que espero saber de ti.
Evodio- Pienso eso mismo, y estoy conforme en que todos los pecados se reducen a
apartarse el hombre de las cosas divinas y de verdad permanentes y entregarse a las mudables e
inciertas. Que aunque éstas se encuentren perfectamente jerarquizadas en su naturaleza y tengan
su propia belleza, es, sin embargo, propio de un alma perversa y desordenada hacerse esclavo en
la búsqueda de aquellos bienes sobre los cuales le constituyó a él el orden y la justicia divina
para que los administrara según su beneplácito (De lib. arb. 15, 33-16, 35).
15. Dios ha establecido esta regla de amor: Amarás -dijo- a tu prójimo como a ti
mismo; pero a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu entendimiento (Lv 19,
18; Dt 6, 5; Mt 22, 37. 39), a fin de que dirijas todos tus pensamientos, toda tu vida, toda tu
mente hacia aquel de quien recibiste las mismas cosas que le consagras. Cuando dice: con todo
tu corazón, con toda tu alma, con todo el entendimiento, ninguna parte de nuestra vida omite
que deba eximirse de cumplir este deber para entregarse al gozo de otra distinta sino que manda
que todo lo que fuera de Dios se presente al alma para ser amado, sea como arrastrado hacia el
Bien adonde se dirige todo el ímpetu del amor. Cualquiera que ama rectamente a su prójimo ha
de procurar que también éste ame a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la
mente; de este modo, amándole como a sí mismo, todo su amor y el del prójimo lo encamina al
amor de Dios, cuyo amor no permite que nazca de él algún arroyuelo que disminuya el caudal
de ese amor (De doc. christ. 1, 22, 21).
16. En verdad que el amor es una especie de apetito; y vemos además que en las otras
partes del alma está dentro el apetito, el cual, si está de acuerdo con la mente y la razón, en esa
paz y tranquilidad se dedicará a contemplar con la mente lo que es eterno. Luego el alma debe
amar también con las otras partes suyas eso tan grande que debe ser conocido por la mente. Y
porque eso que se ama es necesario que afecte de suyo al amante, sucede que lo eterno es amado
de tal manera que afecta al alma con la eternidad. En consecuencia, ésa es precisamente la vida
feliz que es eterna. Y, ¿qué es lo eterno que afecte al alma con la eternidad sino Dios? (De div.
quaest. 83, 35, 2).
17. Como hay diferencia entre lo honesto y lo útil, también la hay entre el gozar y el usar.
Y aun cuando pueda defenderse agudamente que todo lo honesto es útil y todo lo útil es
honesto, con todo, porque es más exacto y más usual se llama honesto a aquello que es deseable
por sí mismo, y útil a lo que se refiere a otro fin. Nosotros hablamos aquí según esta distinción.
Defendiendo sin dudar que lo honesto y lo útil no se contradicen en manera alguna. Porque a
veces y por ignorancia y superficialmente se cree que se oponen uno y otro. Se dice que
gozamos de una cosa cuando de ella recibimos placer; que usamos de ella cuando la referimos a
la causa de donde debe conseguirse el placer. De este modo, toda perversión humana, que se
llama también vicio, consiste en querer usar de lo que debe gozarse y gozar de lo que debe
usarse. Y a su vez, toda rectitud, que se llama también virtud, consiste en gozar de lo que debe
gozarse, y usar de lo que debe usarse. En efecto, ha de gozarse de lo que es honesto, y ha de
usarse de lo que es útil. (...)
La razón perfecta del hombre, que se llama virtud, en primer lugar usa de sí misma para
conocer a Dios, de manera que goce de aquel que también la hizo a ella; además, se sirve de los
otros animales racionales para formar la sociedad, y de los irracionales para ejercer su
superioridad. Incluso ordena la propia vida a esto, a gozar de Dios, pues así ella es feliz. Ella
usa también de sí misma; la cual inaugura ciertamente la miseria por medio de la soberbia, si se
ordena a sí misma y no a Dios. Usa también de algunos cuerpos para animarlos y hacer el bien –
así usa, por ejemplo, de su propio cuerpo-, de otros para aceptarlos o desecharlos, por la salud,
bien para tolerarlos por la paciencia, bien para ordenarlos por la justicia, bien para investigarlos
cuidadosamente por alguna enseñanza de la verdad. También usa de todo eso de lo que se
abstiene por la templanza. Ella, pues, usa de todo, tanto de lo sensible como de lo no sensible,
sin que haya una tercera categoría. Además juzga de todo lo que ella usa. Únicamente no juzga
de Dios, porque juzga de todo según Dios. Tampoco usa de Dios, sino que goza de él. En efecto,
Dios no debe ser ordenado a otra cosa alguna, porque todo lo que deber ser ordenado a otra cosa
es inferior a aquello a lo que debe ser ordenado, y no hay cosa alguna superior a Dios, no por el
espacio, sino por la excelencia de su naturaleza. Luego todo lo que ha sido creado, para el uso
del hombre ha sido creado. Porque la razón, que le ha sido dada al hombre, usa de todo por el
juicio. Y antes de la caída no usaba de las cosas que hay que tolerar, ni las usa después de la
caída sino una vez convertido si bien antes de la muerte del cuerpo, pero ya amigo de Dios en
cuanto es posible, porque gustosamente es su siervo 4 (De div. quaest. 83, 30).
18. Llamo caridad al movimiento del alma que nos conduce a gozar de Dios por él
mismo, y de nosotros y del prójimo por Dios. Y llamo codicia al movimiento del alma que
arrastra al hombre al goce de sí mismo y del prójimo y cualquier otra cosa corpórea sin
preocuparse de Dios. Lo que hace la indómita concupiscencia o codicia para corromper su alma
y su cuerpo se llama vicio o maldad; y lo que hace para dañar al prójimo se llama agravio o
iniquidad. Aquí están patentes los dos géneros que hay de pecados; pero las maldades o vicios
son anteriores. Cuando éstos han devastado el alma y la han reducido a la pobreza y miseria, se
lanza a las iniquidades o agravios para remover con ellos los obstáculos de los vicios, o para
buscar apoyo a fin de cometerlos. Asimismo lo que hace la caridad en provecho propio se
denomina utilidad; y lo que ejecuta en provecho del prójimo, beneficiencia; pero la utilidad
precede a la beneficiencia porque nadie puede aprovechar a otro con aquello que él no tiene.

4
. Antes de la caída era tanta la felicidad del hombre que no tenía nada que
tolerar, y después de la caída, cuando tantas cosas hay que tolerar, sólo será
capaz de esa tolerancia paciente cuando convertido a Dios alcance a ser su
amigo porque ya gustosamente le sirve.
Cuanto más se destruye el imperio de la concupiscencia tanto más se acrecienta el de la caridad
(De doc. christ. 3, 10, 16).
19. De todos los que pueden gozar de Dios con nosotros, amamos a unos a quienes
favorecemos; amamos a otros que nos favorecen; amamos a algunos de quienes necesitamos
auxilio y al mismo tiempo atendemos a su indigencia; amamos, por fin, a otros a quienes no
somos de ninguna utilidad, ni tampoco la esperamos de ellos. Pero debemos querer que todos
amen a Dios con nosotros, y ordenar a este único fin todo el bien que les hacemos o que ellos
nos hacen (De doc. christ. 1, 29, 30).
20. Ya he demostrado que ningún otro amor me domina, porque lo que no se ama por sí
mismo no se ama. Yo amo la sabiduría por sí misma, y las demás cosas o deseo poseerlas o
temo que me falten sólo por ella: la vida, el reposo, los amigos. ¿Y qué límite puede haber en el
amor de aquella Hermosura por la cual no sólo no envidio a los demás, sino deseo multiplicar a
sus amadores que conmigo la pretendan, conmigo la busquen, conmigo la posean, conmigo la
gocen, siendo para mí tanto más amigos cuanto más común sea la amada para todos? (Sol. 1, 13,
22).
21. Vive justa y santamente el que estime en su valor todas las cosas. Este será el que
tenga el amor ordenado de suerte que ni ame lo que no deba amarse, ni deje de amar lo que debe
ser amado, ni ame más lo que se debe amar menos, ni ame con igualdad lo que exige más o
menos amor, ni ame, por fin, menos o más lo que por igual debe amarse. Ningún pecador debe
ser amado en cuanto es pecador. A todo hombre en cuanto hombre se le debe amar por Dios y a
Dios por sí mismo. Y como Dios debe ser amado más que todos los hombres, cada uno debe
amar a Dios más que a sí mismo. También se debe amar a otro hombre más que a nuestro
cuerpo; porque todas las cosas se han de amar por Dios y el hombre extraño a nosotros puede
gozar de Dios con nosotros, lo que no es capaz nuestro cuerpo que vive del alma con la que
gozaremos de Dios (De doc. christ.1, 27, 28).
22. Entre los bienes que Dios nos concede, unos son apetecibles en sí mismos, como la
sabiduría, la salud, la amistad, y otros son necesarios para conseguir un fin, como la ciencia, el
comer, el beber, el sueño, el matrimonio y el comercio conyugal entre los desposados. Entre
estos últimos, unos son imprescindibles para llegar a la sabiduría, como, por ejemplo, la ciencia;
otros para conservar la salud, como la comida, la bebida, el sueño; y otros para sostener la
amistad, como el matrimonio y el ayuntamiento conyugal, de donde se deriva la propagación
del género humano, y la unión afectiva y amistosa que la sostiene es ciertamente un gran bien.
De ahí que los que no usan debidamente de estos bienes, que nos son necesarios para la
consecución de otros, dentro del fin que Dios les asignó al concedérnoslos, pequen venial o
mortalmente. Luego, quienquiera que use de estos bienes para conseguir el fin que les es
peculiar, obra, sin duda alguna, bien. Pero obra mucho mejor aquel que, no siéndoles necesaria
la utilización de esos bienes, se priva de ellos (De bono con. 9, 9).
23. Sin embargo, una cosa es no unirse sino con la sola voluntad de engendrar, cosa que
no tiene culpa, y otra apetecer en la unión, naturalmente con el propio cónyuge, el placer, cosa
que tiene una culpa venial. Porque, aunque se unan sin intención de propagar la prole, por lo
menos no se oponen a ella, a causa del placer, con un propósito ni con una acción mala (De
nupt. et conc. 1, 15, 17).

La obligación moral

Elevando la mente hacia Dios el alma arde en su amor, quedando así iluminada y
capacitada para contemplar las bellezas y el orden de la creación y ensalzar con alegría la
sabiduría de Dios que en ella se refleja (24). El cristiano, huyendo del orgullo así como de
la desidia, debe estar dispuesto a colaborar con la Iglesia en el oficio de engendrar y
alumbrar sus hijos a la vida de gracia (25).
24. Luego, devolviendo los hombres a Dios las cosas que son de Dios, y al César las cosas
que son del César, es decir, volviendo al César su imagen (cfr. Mt 22, 21), y a Dios la suya,
elevan su mente no hacia sí, sino hacia su Artífice, y hacia la luz de donde proceden, y hacia el
calor espiritual por el que hierven, y del que, apartados, se enfrían, y, alejados, se entenebrecen,
y al que, volviendo de nuevo, se iluminan. Y como piadosamente dijeron: tú iluminas mi
antorcha, ¡oh Señor! ¡oh Dios mío!, iluminas mis tinieblas (Sal 17, 29), disipadas las tinieblas
de la necedad terrena, abriendo su boca, y encauzando su espíritu, elevan, como dije, el ojo
intrépido del corazón y contemplan con el espíritu el mundo, la tierra, el cielo y el mar; y,
viendo todas las cosas bellamente dispuestas que se deslizan ordenadas, establecidas por
géneros, conservadas por las semillas, cambiadas por la sucesión y deslizándose en el tiempo,
les agrada en ellas el Artífice, y así también ellos agradan en el conocimiento del artificio al
Artífice y exclaman con inmenso gozo, porque en verdad nada puede compararse a esta alegría:
¡Cuán grandes son tus obras, oh Señor! Todas las cosas las hiciste con sabiduría (Sal 103, 24)
(En in ps.103, 4, 2).
25. Os exhortamos en el Señor, hermanos, a que os mantengáis en vuestro compromiso y
perseveréis hasta el fin. Si la madre Iglesia reclama vuestro concurso, no os lancéis a trabajar
con orgullo y avidez, ni huyáis del trabajo con torpe desidia. Obedeced a Dios con humilde
corazón, llevando con mansedumbre a quien os gobierna a vosotros. El que dirige a los mansos
en el juicio, enseñará a los humildes sus caminos (Sal 24,9). No antepongáis vuestra
contemplación a las necesidades de la Iglesia, pues si no hubiese buenos ministros que se
determinasen a asistirla, cuando ella da a luz, no hubieseis encontrado modo de nacer (Ep. 48,
2).

Los elementos constitutivos del acto moral

Conciencia y conocimiento

La voz de la conciencia o voz de la verdad respecto del bien y del mal, que viene a ser
el mismo Dios como bien frente al mal, resuena en el interior del ser humano (26). No
podemos huir de la voz de la conciencia, que en último término es la voz de Dios, la cual
nos acompaña siempre a cualquier sitio a donde vayamos (27).

26. Dios habla a la conciencia de los buenos y de los malos; ya que nadie puede aprobar el
bien que se hace y rechazar el mal a no ser mediante la voz de la verdad que, en lo escondido
del corazón, aprueba o rechaza. Dios es esa tal verdad; la cual habla de muchas maneras a los
buenos y a los malos, aunque no todos a los que habla lleguen a comprender su naturaleza y su
sustancia (S. 12, 4).
27. A cualquier parte que vaya me sigo a mí mismo. Tú, hombre, puedes huir a donde
quieras, pero no fuera de tu conciencia. Entra en tu casa, descansa en tu lecho, penetra en lo
interior; nada más interno puedes hallar a donde huir fuera de tu conciencia, si te remuerden tus
pecados. Porque dijo: Apresúrate a salvarme y por tu justicia líbrame, para que perdones mis
pecados e implantes en mí tu justicia; por eso tú eres mi casa de refugio (cfr. Sal 61, 4), a ti me
acojo (Sal 7, 2). Porque, ¿adónde iré fuera de ti? Si se enoja Dios contigo, ¿adónde huirás? Oye
lo que dice en otro salmo temiendo la ira de Dios: ¿Adónde iré lejos de tu espíritu y adónde
huiré de tu rostro? Si subiere al cielo, allí estás tú; si bajare al abismo, estás presente (Sal 138,
7-8). Adondequiera que vaya, allí te encuentro (En. in ps. 30, 2, 1, 8).

La ley eterna y la ley natural


La ley suprema a la cual se debe obedecer siempre, que castiga a los malos y premia a
los buenos, es inmutable y eterna, y a ella se han de someter todas las leyes temporales,
esto es, las que pueden cambiar según las circunstancias. La ley eterna, que llevamos
impresa en nuestra alma, hace que sea justo que todas las cosas estén en orden (28). Lo
que no quieras que hagan contigo, no lo hagas tú a otros, es una norma que vale para todas
las naciones; y también es válida tanto para el amor a Dios como para el amor al prójimo
(29). La mencionada norma vale incluso para ver la malicia de aquellos pecados que, en
primera instancia, no van ni contra el prójimo ni contra Dios, pero que, al final, también
van contra Dios porque hacen daño a su imagen que es el hombre pecador (30). La ley
natural se da en todos los hombres aunque no sean creyentes, pero los que sí lo son tienen
mayor responsabilidad cuando la violan (31).

28. Agustín- Y aquella ley de la cual decimos que es la razón suprema de todo, a la cual se
debe obedecer siempre, y que castiga a los malos con una vida infeliz y miserable, y premia a
los buenos con una vida bienaventurada; y en virtud de la cual justamente también se da aquella
que hemos llamado ley temporal, 1 y justamente también es cambiada, ¿dudará de que es
inmutable y eterna cualquier persona inteligente? ¿O puede ser alguna vez injusto el hecho de
ser desventurados los malos y bienaventurados los buenos; o que al pueblo ordenado y sensato
se le faculte para elegir sus magistrados y, por el contrario, se prive de este derecho al disoluto y
malvado? 2.
Evodio- Veo que ésta es la ley eterna e inmutable.
Agustín- También te darás cuenta, creo, de que nada hay justo y legítimo que no lo hayan
deducido los hombres de esta ley eterna; porque si el pueblo al que aludimos en un tiempo gozó
justamente del derecho de elegir a sus magistrados, y en otro distinto se vio justamente privado

1
. Ley temporal es aquella que es justa según las circunstancias. Así, la ley
que dice que en una sociedad se ha de hacer lo que dicta la mayoría. Esta ley
está sujeta a las circunstancias, ya que si la mayoría opta por lo que es injusto,
por ejemplo, la pena de muerte o el aborto, la minoría que detenta el poder
debe imponer lo contrario a lo que injustamente dicta esa mayoría.
2
. Esta doctrina de san Agustín es teóricamente incuestionable aunque será
muy difícil que en la realidad se dé ese pueblo tan malvado en su conjunto que
merezca la privación del derecho a elegir a sus representantes; pero es muy
importante la doctrina que aquí subyace, esto es, que hay valores superiores e
incluso absolutos frente a los cuales no valen las mayorías por muy
democráticas que sean. Esta doctrina de san Agustín es de gran actualidad que,
entre otras aplicaciones, funda el derecho de la objeción de conciencia contra
leyes injustas prescritas por una mayoría de votos bien sea del pueblo o de
representantes del mismo aunque hayan sido democráticamente elegidos. En
este momento en que se está elaborando el tomo III de esta obra, El pensamiento
de san Agustín para el hombre de hoy, parece que en Turquía una mayoría de la
sociedad quiere la ley islámica que, entre otras injusticias, priva de ciertos
derechos a las mujeres; pues bien, en este caso la minoría que detenta el poder
tendría obligación de impedir esa injusticia aun dictada por la mayoría.
de este derecho, la justicia de esta vicisitud temporal arranca de la ley eterna, según la cual
siempre es justo que el pueblo juicioso elija a sus magistrados y que se vea privado de esta
facultad el que no lo es, ¿no te parece?
Evodio- Conforme.
Agustín- Según esto, para dar verbalmente, y en cuanto me es posible, una noción breve de
la ley eterna, que llevamos impresa en nuestra alma, diré que es aquella en virtud de la cual es
justo que todas las cosas estén perfectamente ordenadas. Si tu opinión es distinta de ésta,
exponla.
Evodio- No tengo nada que oponerte; es verdad lo que dices.
Agustín- Y siendo ésta la ley única, de la cual se originan, diversificándose, todas aquellas
temporales para el gobierno de los hombres, ¿puede ella acaso por esto variar de algún modo?
Evodio- Entiendo que en absoluto, ya que ninguna fuerza, ningún acontecimiento, ningún
fallo de cosa alguna llegará nunca a convertir en injusto el que todas las cosas estén
perfectamente ordenadas (De lib. arb. 1, 6, 15).
29. Ciertos hombres adormilados, por decirlo así, que ni estaban enteramente poseídos del
sueño de la ignorancia ni podían por completo despertar a la luz de la sabiduría, ante la
innumerable variedad de costumbres, juzgaron que no existía la justicia en sí misma, sino que
para cada nación su propia costumbre era justicia. Como la costumbre es diversa para cada
nación y la justicia debe permanecer inmutable, es evidente entonces que jamás existió la
justicia. Los que tal pensaron no entendieron, por no citar otras muchas, la siguiente máxima:
Lo que no quieras que hagan contigo, no lo hagas tú a otros, la cual no puede en modo alguna
variar, por mucha que sea la diversidad de naciones. Cuando esta sentencia se refiere al amor de
Dios mueren todos los vicios; cuando se aplica al amor del prójimo perecen todas las
iniquidades o crímenes. Nadie quiere que le corrompan su morada, luego no debe él corromper
la morada de Dios, es decir, su propia alma. Y como nadie quiere ser perjudicado por otro,
tampoco él debe perjudicar a ninguno (De doc, christ. 3, 14, 22).
30. No hagas a otro lo que no quieras que te hagan atañe a los dos preceptos dichos.
¿Cómo? Si no haces al hombre lo que no quieres que el hombre te haga a ti, eso pertenece al
mandamiento del prójimo, al amor del prójimo, a las siete cuerdas 3. Pero si lo que no quieres
que te haga el hombre lo haces tú a Dios, ¿qué será eso? ¿No haces a otro lo que no quieres
padecer? ¿Te resulta el hombre más apreciado que Dios? Pero dirás: “¿Cómo lo hago al mismo
Dios?” Cuando te corrompes a ti mismo. “¿Pues cómo, dirás, hago injuria a Dios cuando me
corrompo a mí mismo?” Como aquel que quiere quizá apedrear tu tabla pintada, en la que está
tu imagen, y que cuelga vanamente en tu casa para tu vanidad, y que no siente, ni habla, ni ve, te
hace una injuria. Si alguien la quiere apedrear, ¿no va contra ti la contumelia? Pues cuando
corrompes en ti la imagen de Dios, que eres tú, por la fornicación y por tu entrega a la libido,
¿alegas que no te has acercado a la mujer de nadie, que no has pecado contra tu mujer o que no
tienes esposa? ¿Y no ves la imagen de Dios, que has violado con las liviandades ilícitas de la
fornicación? El Señor sabe lo que es útil para ti, pues gobierna a sus siervos precisamente para
la utilidad de ellos y no para la suya propia; él no necesita de sus siervos como auxiliares, sino
que tú necesitas del Señor para auxilio tuyo; pues bien, ese Señor, que ya sabe lo que te es útil,
concedió una esposa; nada más. Y mandó y preceptuó que no se destruya con placeres ilícitos su
templo, el que tú has comenzado a ser (S. 9, 15).
31. Los gentiles, que no tienen ley, naturalmente cumplen los preceptos de la ley; estos que
no tienen ley son para sí mismos ley (Rm 2, 14). Luego en el sentido que dice que no tienen ley,
así también pecaron sin la ley y perecieron sin ella. Y según lo que dice: Ellos son para sí
mismos ley, así también son tenidos, con razón, por prevaricadores todos los pecadores de la
tierra. Aquel que no quiere que le injurien a él, no debe injuriar a ninguno, pues en esto traspasa

3
. Alusión a los siete mandamientos que nos mandan actitudes con relación
al prójimo.
la ley natural, la cual no se le permite ignorar cuando no quiere padecer lo que hace. ¿Acaso no
tenía esta ley natural el pueblo de Israel? Ciertamente que la tenía, porque también eran
hombres. No la hubieran tenido si hubieran podido, en contra del orden de la naturaleza, dejar
de ser hombres. Luego se hicieron mucho más prevaricadores con la ley divina, con la que fue
restablecida, o aumentada, o confirmada la natural (En. in ps. 118, 25, 4).

La ley de Moisés y la ley del Evangelio

Los ritos y realidades del Antiguo Testamento prefiguran el sacrificio único de Cristo
en la cruz (32). Tanto el Antiguo Testamento, al que pertenece el hombre terreno, como el
Nuevo, al que pertenece el celeste, tienen a Dios por autor (33). La poligamia de los
patriarcas del Antiguo Testamento no era pecado porque no iba contra la naturaleza, ni
contra las costumbres ni contra los mandamientos (34). El Señor añadió algunos preceptos
a los del Antiguo Testamento, que perfeccionan a éstos y cuyo cumplimiento y enseñanza
tendrán como recompensa el ser grande en el reino de los cielos (35).

32. La circuncisión de la carne es una realidad y figura de un gran sacramento en el que se


entiende la circuncisión del corazón; el templo de Jerusalén es una realidad y figura de otro gran
sacramento: el cuerpo de Cristo; la tierra prometida representa el reino de los cielos; el sacrificio
de víctimas de animales encierra un gran sacramento, pues en todos aquellos sacrificios estaba
simbolizado aquel sacrifico único y aquella única víctima de la cruz, Cristo, ya que, en lugar de
todos los sacrificios antiguos, nosotros tenemos uno solo, puesto que aquéllos prefiguraban a
éste, es decir, éste estaba simbolizado por aquéllos (En. in ps. 74, 12).
33. El Antiguo Testamento pertenece a la imagen del hombre terreno, el Nuevo, a la
imagen del celeste. Pero para que nadie piense que el hombre terreno fue hecho por uno y el
celeste por otro, Dios, mostrando que fue el creador de los dos, quiso ser también el autor de los
dos testamentos, prometiendo en el Antiguo cosas terrenas, y en el Nuevo, celestiales (En. in ps.
73, 2).
34. La acusación de tener cuatro mujeres, dirigida contra Jacob, que Fausto considera como
un enorme delito, queda anulada con un argumento de carácter general. Si esa era la costumbre,
no era delito. Si ahora es delito, se debe a que no es lo que se acostumbra. Hay pecados contra la
naturaleza, pecados contra las costumbres y pecados contra los mandamientos. Estando así las
cosas, ¿qué delito es el tener a la vez varias mujeres, que se recrimina al santo varón Jacob? Si
se mira a la naturaleza, no usaba de aquellas mujeres por lascivia, sino para procrear; si se mira
a lo que era costumbre, así se practicaba habitualmente en aquella época y en aquella región; si
al precepto, ninguna ley lo prohibía. ¿Por qué comete un delito quien se comporte así ahora,
sino porque no lo permiten ni las costumbres ni las leyes? Quien pase por alto estos dos puntos,
aunque pueda usar de muchas mujeres exclusivamente por motivos de procreación, peca y viola
la misma sociedad humana que tiene necesidad de la procreación de hijos (C. Faustum 22, 47).
35. Porque yo os digo que si vuestra justicia no es más llena y mayor que la de los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 5, 20); es decir, a menos que
cumpláis no solamente aquellos preceptos mínimos de la ley que inician al hombre en la virtud,
sino también estos que son añadidos por mí, que no vine a quebrantar la ley, sino a darle
cumplimiento, no entraréis en el reino de los cielos 4. Pero me dirás tú: Si cuando el Señor

4
. Comentando esta frase dice el mismo san Agustín en sus Retractationes:
"Al explicar estas palabras dije que no podían significar otra cosa que una
expresión enfática de la perfección, pues con razón puede preguntarse si esta
perfección puede entenderse de ese modo, no obstante ser cierto que ninguna
persona que tenga uso del libre albedrío de la voluntad, aquí abajo vive sin
hablaba más arriba de aquellos mandamientos mínimos dijo que sería llamado mínimo, de decir,
nulo, en el reino de los cielos quienquiera que quebrantase uno de ellos y enseñase a otros a
quebrantarlos, mientras que sería llamado grande quienquiera que los hubiera cumplido, y así
hubiese enseñado a otros a guardarlos, y, por consiguiente, ya habrá de morar en el reino de los
cielos, puesto que es grande, ¿qué es necesario añadir a los preceptos mínimos de la ley, si
puede estar ya en el reino de los cielos, porque es grande, aquel que los cumple y enseña así a
guardarlos? Por esa razón hace falta que las palabras pero el que los guardare y así enseñase
será llamado grande en el reino de los cielos sean entendidas no de aquellos preceptos
mínimos, sino de aquellos que el Señor va a publicar. (...)
La justicia de los fariseos es no matar, la justicia de los que han de entrar en el reino de
los cielos es no enojarse sin causa; en consecuencia, cosa mínima es no matar, y el que
quebrante este mandamiento será llamado mínimo, esto es, nulo, en el reino de los cielos; mas
aquel que lo guardase y no cometiese homicidio, no será al punto por eso grande e idóneo para
el reino de los cielos; pero éste, sin embargo, sube algún grado. Mas él se perfeccionará si no se
enojare sin causa, y si practicase esto, estará mucho más lejos del homicidio. Por tanto, aquel
que enseña que no nos irritemos no abolió de manera alguna la ley de que no matemos, sino que
más bien la perfeccionó, a fin de que, absteniéndonos externamente del homicidio e
internamente de la cólera, conservemos nuestra inocencia (De s. Dom. 1, 9, 21).

El acto voluntario y libre

El ser humano es libre, y ningún suceso o cosa por necesaria que sea, ni siquiera la
muerte, puede eliminar el libre albedrío de la voluntad (36). La fe es un don de la gracia
de Dios, que llama, ilumina, mueve, atrae hacia sí, para que con la fe podamos vivir
rectamente y recibir la recompensa de la vida eternamente feliz (37).

36. No debemos temer la necesidad, por temor de la cual se esforzaron los estoicos en
distinguir las causas de las cosas en tal forma, que unas las substrajeron a la necesidad y otras
las sujetaron a ella. Y entre las cosas que no quisieron sujetar a la necesidad colocaron también
nuestras voluntades, no sea que no fuesen libres si las sometían a la misma. Si se entiende por
necesidad nuestra lo que no está en nuestra potestad, sino que aunque queramos, ejercita su
poder, como la necesidad de la muerte, es evidente que nuestras voluntades, con que vivimos
bien o mal, no están dominadas por tal necesidad. Porque hacemos muchas cosas que, si no
quisiéramos, no las haríamos. A este género pertenece en primera línea el querer mismo,
porque, si queremos, existe, y si no queremos, no existe, ya que no querríamos si no
quisiéramos. Y si se define la necesidad como cuando decimos que es forzoso que algo sea así,
se haga así, no sé por qué tememos que nos quite el albedrío de la voluntad (De civ. Dei 5, 10,
1).
37. Se nos manda vivir rectamente y se nos propone como recompensa la vida eternamente
feliz; mas, ¿quién puede vivir bien y obrar con rectitud si carece de la justicia de la fe? Se nos
manda creer a fin de que, recibido el don del Espíritu Santo, podamos obrar bien por amor; mas,
¿quién puede creer si no recibe alguna vocación, es decir, algún testimonio que le llegue al
corazón? ¿Quién puede disponer libremente de algún signo visible que le ilumine la inteligencia

pecado. En efecto, ¿quién puede cumplir la ley hasta el último ápice sino aquel
que practica todos los preceptos divinos? Pero en los mismos preceptos se nos
manda decir perdónanos nuestras ofensas como perdonamos a los que nos ofenden (Mt
6, 12), la cual oración dice y dirá la Iglesia hasta el fin de los siglos. En
consecuencia, juzgamos cumplidos todos los preceptos cuando todo aquello
que no se practica es perdonado" (Retr. 1, 1, 19, 3).
y le avive la voluntad hacia la fe? ¿Pues no va el espíritu de todos en pos de lo que le deleita? Y,
¿quién es dueño de que se presenten a su espíritu cosas que puedan halagarle o en realidad le
atraigan cuando se le ofrezcan? Pues cuando a nosotros nos atraen cosas que nos ayudan a
elevarnos a Dios, eso mismo es fruto de la inspiración y don de la gracia divina, no resultado de
nuestros empeños y habilidades y mérito de nuestras obras, pues para que la voluntad se
esfuerce, ni falten las trazas de ingenio y las obras salgan inflamadas de caridad, él nos concede
la fuerza, él nos presta su ayuda (De quaest. Simpl. 1, 2, 21).

La intención

Las acciones que son objetivamente malas no pueden justificarse por ningún motivo,
pero las que no son malas en sí pueden hacerse malas o buenas debido a su causa y/o fin
malos o buenos (38). Quien hace el bien por vanagloria no recibirá como galardón la vida
eterna; el obrar bien únicamente para ser alabados es vanidad; el justo pone el fin de sus
obras buenas en Dios (39). La motivación o no de la caridad en una acción es tan
importante que puede hacer que una apariencia de maldad sea en realidad bondad, y que
una apariencia de bondad contenga una maldad; la presencia del amor motivando nuestro
querer es la norma omnivalente de nuestra conducta (40).

38. Sin duda interesa mucho saber la causa, el fin y la intención de nuestras acciones. Pero
cuando consta que son objetivamente pecados, no hay causa buena alguna, ni aparente buen fin,
ni supuesta buena intención que pueda justificarlas. Las acciones humanas serán buenas o malas
por razón de sus causas cuando no son ya en sí y de por sí pecados. Por ejemplo, dar alimento a
los pobres es una obra buena cuando se hace por un motivo de misericordia y con recta
intención. Lo es también el coito conyugal cuando se hace para engendrar hijos con la recta fe
de regenerarlos por el bautismo. Estas y otras cosas son efectivamente buenas o malas según sus
causas. Si tienen causas intencionalmente malas, son pecados, como, por ejemplo, dar alimento
al pobre por jactancia, o tener trato carnal con la mujer por pura voluptuosidad 5, o engendrar
hijos no para Dios, sino para ofrecerlos a Satanás. Mas cuando las acciones son ya pecados por
sí mismas, como los robos, estupros, blasfemias y otras mil semejantes, ¿quién se atreverá a
decir que pueden cometerse por causas buenas, dejando de ser pecado o, lo que es todavía más
absurdo, convirtiéndolas en pecados justos? (C. mend. 7, 18).
39. A continuación, tratando (el Señor) de algunas divisiones del bien obrar y preceptuando
sobre la limosna, el ayuno y la oración, encarga en todo instante que no se haga ninguna de
estas obras por la gloria humana, y continuamente dice que quienes obran por ella recibieron ya
su galardón (cfr. Mt 6, 1.23); es decir, no el eterno que para los santos se guarda junto al Padre,
sino el temporal, que buscan los que obran poniendo la mirada en la vanidad de su obrar; no
porque sea mala la alabanza humana, pues, ¿qué cosa ha de desearse con más ahínco por los
hombres como el que les agraden las cosas que deben imitar, sino porque el obrar bien
únicamente por ser alabados de los hombres es atender sólo a la vanidad de sus obras? Así,
pues, por grande que sea la alabanza que se le derive al justo de sus obras, no debe poner en
ellas el fin de sus buenas acciones, sino referirlas a la gloria de Dios, por el cual obran bien los
humanos, puesto que no obran por ellos mismos sino por él (En. in ps. 118, s. 12, 2).
40. En hechos distintos, vemos que el hombre se hace cruel por la caridad y afable por la
iniquidad. El padre castiga al niño; el mercader se muestra afable con todos. Si das a escoger
ambas cosas, el castigo y los halagos, ¿quién no elegirá los halagos y huirá de los azotes? Si
atiendes a las personas, la caridad castiga, la iniquidad acaricia. Atended a lo que os
recomendamos: No se distinguen los hechos de los hombres a no ser por la raíz de la caridad.
Pueden hacerse muchas cosas que en apariencia son buenas, pero no proceden de la raíz de la

5
. Según san Agustín en ese caso se comete pecado venial. Cfr. De nupt. et
conc. 1, 15, 17.
caridad. También las espinas tienen flores; hay cosas que parecen ásperas, horribles, pero sirven
para instruir cuando las dicta la caridad. Oye, pues, de una vez un breve precepto: Ama y haz lo
que quieres; si callas, calla por amor; si clamas, clama por amor; si corriges, corrige por amor;
si perdonas, perdona por amor: Dentro está la raíz del amor; no puede brotar de ella sino el bien
(In Io. ep. 7, 8).

La necesidad de la gracia

La letra mata, el Espíritu vivifica es una sentencia del Apóstol cuya significación hemos
de entender bien; el Espíritu Santo derramando en nuestros corazones la caridad evita y
supera el hecho comprobado de que la mera ley incentiva más hacia el mal si no se recibe
la gracia (41).

41. La doctrina, pues, por la cual se nos ordena el vivir honesta y justamente es letra que
mata si no la acompaña el Espíritu, que vivifica. Mas no sólo de un modo literal debe ser
entendida esta sentencia del Apóstol: La letra mata, el Espíritu vivifica (2 Co 3, 6), como una
cosa escrita metafóricamente y cuya significación propia es absurda; no debemos entenderla tal
como suena a la letra, sino que, penetrando la significación que entraña, alimentemos el hombre
interior con la inteligencia espiritual. (...)
Mas si no actúa el Espíritu Santo, excitando la concupiscencia buena en lugar de la mala, es
decir, derramando la caridad en nuestros corazones, sucederá que, aunque la ley sea buena, con
la prohibición que conlleva aumentará el deseo del mal; a la manera que el ímpetu del agua, si
ésta no deja de presionar por determinado punto, se hace más violento con la oposición de algún
obstáculo, el cual, al ser vencido, hace que el agua se precipite en mayor cantidad y con más
violencia por la pendiente. Pues yo no sé de qué modo aquello que se codicia se hace más grato
cuando es prohibido. Y esto es lo que inclina al pecado mediante el precepto, y por lo que éste
mata cuando se le añade la prevaricación, la cual existe donde no existe la ley (De sp. et lit. 4,
6).

III. Las virtudes

La virtud en general

Desear y poseer la sabiduría, que viene a identificarse con Dios, implica poner en
práctica las virtudes, que las definieron bien los autores paganos los cuales, sin embargo,
ignoraron el camino, Cristo, que conduce al premio de la virtud; el justo, por medio de la
fe en Cristo, vive según las virtudes verdaderas que conducen a la felicidad eterna (42).
Toda criatura, también el cuerpo humano, es buena, y es amada bien cuando se guarda el
orden, y es amada mal cuando se perturba; por eso, la virtud es el orden del amor (43).

42. Con razón nos amonesta la Escritura a amar con este ardor la sabiduría, desear con
avidez atesorarla para nosotros, acrecentarla sin cesar, a no perder nada y soportar por ella
trabajos, penas, incomodidades; a reprimir la pasiones, mirar con prudencia el futuro, guardar
castidad y cultivar la beneficiencia. Cuando esto hacemos, practicamos las virtudes verdaderas,
porque todas nuestras acciones tienen un fin justo y honesto; es decir, conforme a nuestra
naturaleza, para nuestra salvación y felicidad verdadera.
No me parece absurda la definición de los que dicen que “virtud es un hábito del alma
conforme a la condición de nuestra naturaleza y a la razón” 1. Definieron bien la virtud, pero
ignoraban qué era conveniente a la naturaleza humana para hacerla libre y feliz. Pues los
hombres no podrían desear instintivamente la felicidad y la inmortalidad si esto no fuera
posible. Pero este bien supremo no podrían alcanzarlo los hombres sino por Cristo, y éste
crucificado, por cuya muerte es vencida la muerte, y por cuyas heridas ha sido sanada nuestra
naturaleza. El justo vive de fe (Rm 1, 17). Por esta fe se vive con prudencia, fortaleza,
templanza, justicia, y todas las virtudes son verdaderas, y la vida del justo es conforme a las
reglas del derecho y de la sabiduría. En consecuencia, si las virtudes que existen en los hombres
no pueden hacerles llegar a la felicidad verdadera, dicha eterna que nos promete la fe verdadera
en Cristo, es que estas virtudes no son verdaderas virtudes (C. Iul. 4, 3, 18-19).
43. La belleza del cuerpo, bien creado por Dios, pero temporal, ínfimo y carnal, es mal
amado cuando su amor se antepone al de Dios, bien eterno, interno y sempiterno. Así, cuando
un avaro ama el oro abandonando la justicia, el pecado no es del oro, sino del hombre. Y así
acontece con toda criatura, pues, siendo buena, puede ser amada bien y mal. Es amada bien
cuando se guarda el orden, y mal cuando se perturba. He expresado brevemente esta idea en
verso compuesto para elogiar al cirio pascual: “Estas cosas son tuyas y son buenas, porque tú,
que eres bueno, las creaste. Nada nuestro hay en ellas sino nuestro pecado, al amar en tu lugar lo
creado por ti, invirtiendo el orden”. El Creador, si es verdaderamente amado, es decir, si es
amado él, no otra cosa en su lugar, no puede ser amado mal. El amor, que hace que se ame bien
lo que debe amarse, debe ser amado también con orden, y así existirá en nosotros la virtud, que
trae consigo el vivir bien. Por eso parece que la definición más breve y acertada de virtud es
ésta: La virtud es el orden del amor. Por lo cual, la esposa de Cristo, la Ciudad de Dios, canta en
el Cantar de los Cantares: Ordenó en mí el amor (Ct 2, 4). (De civ. Dei 15, 22).

Las virtudes cardinales

Las virtudes cardinales son diferentes formas de amar lo mejor que existe que es
Dios; nos va bien si nos acercamos a él, y mal nos va si nos alejamos de él; nuestras
costumbres serán buenas o malas según sea el amor que las motiva y fundamenta (44).
Cuando el hombre no sirve a Dios se desordena todo su ser, y lo mismo sucede con el ser
de la asociación de hombres que llamamos república (45). El justo no presume de sus
buenas obras, ya que las atribuye a la gracia (gratuita) de Dios; todo lo bueno que hay en
nosotros proviene de Dios, y todo lo malo, de nosotros (46).

44. Verdad es que también en esta vida la virtud no es otra cosa que amar aquello que se
debe amar. Elegirlo es prudencia; no separarse de ello a pesar de las molestias es fortaleza; a
pesar de los incentivos, es templaza; a pesar de la soberbia, es justicia. ¿Y qué hemos de elegir
para amarlo con predilección, sino lo mejor que hallemos? Eso es Dios. Si en nuestro amor le
anteponemos algo o lo igualamos con él, no sabemos amarnos a nosotros mismos. Porque tanto
mejor nos ha de ir cuanto más nos acerquemos a aquel que es lo mejor de todo. Y vamos hacia
él no con los pies, sino con el amor. Tanto más presente le tenemos cuanto más puro sea el amor
con que a él tendemos. No se extiende o queda incluido en espacios locales, ni se puede ir con
los pies, sino con las costumbres, a aquel que en todas partes está presente en su totalidad.
Nuestras costumbres suelen juzgarse no según lo que cada uno sabe, sino según lo que cada uno
ama. Y son los buenos y los malos amores los que hacen buenas o malas las costumbres. Por
nuestra maldad estamos lejos de la rectitud de Dios; amando lo recto nos rectificamos, para
poder adherirnos a los recto, siendo rectos (Ep. 155, 4, 13).
45. Y cuando el alma está sometida a Dios, impera con justicia al cuerpo, y en el ánimo la
razón, sometida Dios, manda justamente a la libido y a las demás pasiones. Por tanto, cuando el

1
. CICERÓN, De inventione rethorica, 1. 2, 53.
hombre no sirve a Dios, el alma no puede imperar con justicia al cuerpo, ni la razón humana a
las pasiones. Por tanto, cuando el hombre no sirve a Dios, ¿qué justicia hay en él? La verdad es
que, si no sirve a Dios, el alma no puede imperar con justicia al cuerpo, ni la razón humana a las
pasiones. Y si en un hombre tal no existe la justicia, en una asociación de hombres que
padezcan esa misma carencia, tampoco la habrá. No existe, por consiguiente, en ese caso ese
derecho reconocido que constituye en pueblo a la sociedad de hombres, que es lo que se llama
república (De civ. Dei 19, 21, 2).
46. Es decir, no te vanaglories de ningún mérito tuyo, pues de otro modo la gracia ya no es
gracia (Rm 11, 6). Si presumes de tus obras, se te da la recompensa y ya no es gratuito lo que se
te concede. Si, pues, es gracia, se da gratuitamente. (...) ¡Oh gracia, otorgada gratuitamente! Y
tú, ¡oh justo!, ¿por qué crees que sin Dios no puedes mantener la justicia? Atribuye entonces de
forma absoluta a su piedad el ser justo, y el ser pecador atribúyelo a tu maldad. Sé tú el acusador
y él será tu indultor. Todo crimen, todo delito, todo pecado se debe a nuestra negligencia, y toda
virtud, toda santidad, a la divina clemencia (S. 110, 4).

Las virtudes teologales

Tienen mucho valor las tres virtudes teologales, aunque la mejor es la caridad, la cual,
aunque se hace posible por la fe, su ausencia no permite la salvación a ninguno aunque
crea, sea demonio u hombre (47).

47. Tres cosas nos recomienda el Apóstol cuando dice: Permanecen ahora estas tres
virtudes: la fe, la esperanza y la caridad; pero la mayor de ellas es la caridad (1 Co 13, 13). Y,
aunque en la caridad se encierran aquellos dos preceptos, de ella ha dicho que es la mayor, no la
única. ¿Quién podrá enumerar la cantidad de recomendaciones acerca de la fe y de la esperanza?
Pero notemos lo que dice el mismo Apóstol: La plenitud de la Ley es la caridad (Rm 13, 10).
¿Qué es lo que falta donde hay caridad? Y donde no hay caridad, ¿qué puede haber de
provecho? El demonio cree, pero no ama; nadie ama si no cree. El que no ama puede esperar
aunque inútilmente, el perdón; pero el que ama no puede desesperar de alcanzarlo. Por lo tanto,
donde está la caridad, están también la fe y la esperanza; y allí donde está el amor al prójimo
necesariamente está también el amor a Dios (In Io. ev. 83, 3).

La fe

Hay que distinguir entre creer a Cristo y creer en Cristo; lo primero no es suficiente
para la salvación, lo segundo, que implica la caridad, sí nos salva, aunque como don de
Dios (48).

48. ¿Quién no sabe que hacer la voluntad de Dios es hacer sus obras, es decir, lo que le
agrada? El mismo Señor lo dice claramente en otro lugar: Ésta es la obra de Dios: que creáis en
aquél que él envió (Jn 6, 29); que creáis en él, no que le creáis a él. Si creéis en él, le creéis
también a él; pero no el que le crea a él cree necesariamente en él. Los demonios le creían a él,
pero no creían en él. Lo mismo, a su vez, se puede decir de sus apóstoles: creemos a Pablo, pero
no creemos en Pablo; creemos a Pedro, pero no creemos en Pedro. Al que cree en aquél que
justifica al impío, su fe se juzga digna de la justicia (Rm 4, 5). ¿Qué es, pues, la fe en él? Es una
fe amante, una fe llena de amor, una fe que le lleva a él y le incorpora a sus miembros. Esa es la
fe que Dios exige de nosotros; pero jamás podrá hallar lo que tiene derecho a exigir si él no
hubiera dado lo que tiene derecho a encontrar (In Io. ev. 29, 6).
La esperanza

La virtud de la esperanza nos permite esperar lo que no se ve, esto es, lo que Dios nos
ha prometido, lo cual se cumplirá a diferencia de las promesas del mundo que son falaces,
porque éstas se prometen para un mundo caduco y aquéllas para la “tierra” de los
siempre vivientes; los amadores del mundo apuestan por los bienes presentes aunque sean
temporales, y se burlan de los que esperan los eternos aunque no sean visibles (49).

49. Recordáis, hermanos amadísimos, que, conforme a las palabras del Apóstol, estamos
salvados en esperanza. La esperanza que se ve, dice, no es esperanza, pues, ¿quién espera lo
que ve? Si esperamos lo que no vemos, lo esperamos en la paciencia (Rm 8, 24-25). El mismo
Señor Dios nuestro, a quien se dice en el salmo: Tú eres mi esperanza, mi porción en la tierra
de los vivos (Sal 141, 6), me exhorta a dirigiros un sermón que os estimule y os consuele. El
mismo que es nuestra esperanza en la tierra de los vivos me manda que os hable en esta tierra de
los muertos, para que no fijéis vuestra mirada en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se
ve es temporal; lo que no se ve, eterno. Porque esperamos lo que no se ve y lo esperamos con
paciencia, justamente se nos dice en el salmo: Espera en el Señor, actúa varonilmente;
confórtese tu corazón y espera en el Señor (Sal 26, 14). Las promesas del mundo engañan
siempre; nunca, en cambio, las de Dios. Lo que el mundo promete parece que ha de darlo aquí,
es decir, en esta tierra en que se ha de morir y en la que nos hallamos ahora; en cambio, lo que
promete Dios nos lo ha de dar en la tierra de los vivientes; ésta es la razón por la que muchos se
cansan de esperar al que es veraz, sin avergonzarse de amar al falaz 2. De ellos dice la Escritura:
¡Ay de aquellos que perdieron la templanza y marcharon por caminos perversos! ( (Si 2, 16) 3.
Son los hijos de la muerte eterna, que no cesan de insultar a quienes se comportan varonilmente
y esperan en Dios, confortados en su corazón; llenos de jactancia les presentan sus placeres
temporales, que durante algún tiempo endulzan sus fauces, aunque más tarde han de hallarlas
más amargas que la hiel. Ellos nos dicen: “¿Dónde está lo que se os promete para después de
esta vida? ¿Quién ha regresado del otro mundo para indicaros la verdad de lo que creéis?
Miradnos a nosotros, alegres por habernos saciado de placeres; ved que esperamos algo visible;
vosotros, por el contrario, os atormentáis con las torturas de la templanza, creyendo lo que no
veis”. A continuación añaden las palabras mencionadas por el Apóstol: Comamos y bebamos,
que mañana moriremos. Pero observad ante qué hemos de ponernos en guardia, según su
amonestación: Las malas palabras, dijo, corrompen las buenas costumbres. Sed sobrios en la
justa medida y no pequéis (1 Co 15, 32-34) (S. 157, 1).

La caridad

La caridad debe ser la motivación interior de nuestra conducta, la cual hace que
nuestras acciones, aun las que no agradan a las hombres, sean buenas y según Dios (50).
Aunque Dios otorga muchos bienes a buenos y a malos, se reservará a sí mismo para los
primeros; no pidamos ninguna cosa a Dios sino a Dios mismo (51). Hemos de desear ver a
Dios más que a nada; esta visión, inducida por un amor desinteresado a Dios, la hemos de
preferir a cualquier cosa por grande y agradable que sea; este amor hemos de alimentarlo
y aumentarlo con la ayuda de la oración (52). Sólo para que sea alabado Dios hemos de
desear que nuestras buenas obras sean vistas por los hombres (53). Hemos de amar a
nuestros seres queridos, pero menos que al Señor; mucho hemos recibido de nuestros

2
. El Diablo.
3
. Esta cita está hecha según la versión latina (Vetus latina y Vulgata) de la
Biblia.
padres, pero mucho más de nuestro Creador; nuestros padres nos engendraron para la
muerte, pero Dios y la Iglesia nos engendraron para la vida eterna (54). En la otra vida
cesarán las obras de misericordia porque no habrá indigentes, pero jamás cesará la
caridad; más sincero es el amor que se tiene a uno no necesitado que al necesitado cuya
ayuda nos puede ensoberbecer; amemos a Dios a quien sólo le podemos dar nuestro amor
(55). Cuando amamos al hermano amamos también a Dios, porque amamos con el amor
que se identifica con Dios, por eso los dos preceptos del amor no deben existir el uno sin el
otro (56).

50. La divina Escritura nos llama al interior apartándonos de la jactancia de estas


apariencias externas; nos invita dejando las exterioridades que se ofrecen a las miradas de los
hombres. Entra en tu conciencia y pregúntala. No atiendas a lo que florece fuera, sino a la raíz
que está dentro de la tierra. ¿Se halla enraizada la codicia? Pueden tener cara de buenos hechos,
pero no pueden existir allí las obras buenas. ¿Se halla enraizada la caridad? Estate seguro, de
allí no puede proceder nada malo. Halaga el soberbio, se aíra el amor. Aquél viste; éste hiere.
Aquél viste al indigente para agradar a los hombres; éste castiga para corregir con la
instrucción. Mejor es la herida de la caridad que la limosna de la soberbia (In Io. ep. 8, 9).
51. Vosotros queréis saber qué reserva Dios de peculiar para los buenos, dado que otorga
tantos beneficios a malos y buenos. Al decir yo: Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni ha
subido al corazón del hombre (1 Co 2, 9), no faltarán quienes pregunten: "¿Y qué piensas qué
es?" He aquí en qué consiste lo que Dios reserva sólo para los buenos, a quienes, no obstante, él
mismo ha hecho buenos; he aquí en qué consiste. En pocas palabras ha definido el profeta en
qué consistirá nuestro galardón: Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo (Lv 26, 12; 2 Co 6, 16).
Yo seré su Dios. Dios se nos prometió a sí mismo como galardón. Busca a ver si encuentras algo
mejor. Si hubieses dicho: "Nos prometió oro", te hubieras alegrado; se prometió a sí mismo, ¿y
estás triste? ¿Qué tiene el rico si no tiene a Dios? No pidas ninguna otra cosa a Dios sino a Dios
mismo. Amadlo gratuitamente; esperad de él sólo a él mismo. No temáis la pobreza; se nos da él
mismo y nos basta. Désenos él mismo y bástenos. Escuchad al apóstol Felipe, que habla en el
evangelio: Señor, muéstranos al Padre, y nos basta (Jn 14, 8) (S. 331, 4).
52. Una cosa es temer el castigo y otra amar la justicia. En ti debe hallarse el amor casto
por el que desees ver, no el cielo y la tierra, ni las llanuras de agua del mar, ni espectáculos
frívolos, ni el brillo y resplandor de las piedras preciosas; desea más bien ver a tu Dios, amar a
tu Dios, puesto que se dijo: Amadísimos, somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que
seremos; sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a él porque le veremos tal cual
es (1 Jn 3, 2). He ahí en qué visión has de pensar para hacer el bien y para evitar el mal. Si,
pues, amas ver a tu Dios; si en medio de esa peregrinación suspiras por su amor, suponte que te
prueba el Señor tu Dios, como si te dijera: "Haz lo que quieras, da satisfacción a todos tus
deseos, extiende tu maldad, dilata tu lujuria, considera lícito cuanto te agrada; no te voy a
castigar por ello, no te envío al infierno, solamente te negaré el ver mi rostro". Si te asustaste,
amas; si al decir que tu Dios te negará su rostro se estremeció tu corazón y consideraste máximo
castigo el no ver a tu Dios, tu amor es desinteresado. Por tanto, si mi palabra ha encontrado en
vuestros corazones una chispa de amor desinteresado a Dios, alimentadla; para agrandarla
invocadle con la súplica, con la humildad, con el dolor de la penitencia, con el amor de la
justicia, con las buenas obras, el llanto sincero, la vida irreprochable y la amistad fiel. Soplad
sobre esa chispa de amor bueno que existe en vosotros y avivadla; cuando haya crecido y se
haya convertido en una llama grande y hermosa, consumirá el heno de todos vuestros deseos
carnales (S. 178, 11).
53. Las lámparas encendidas son las obras buenas, de las que dice el Señor: Luzcan
vuestras buenas obras ante los hombres y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos
(Mt 5, 16). Esa es la intención de las vírgenes sabias: quieren que sus obras buenas, sean vistas
por los hombres, no para que las alaben a ellas, sino para que sea glorificado Dios, que les da el
obrar bien. Gozan, pues, del bien interior, que está en Dios, donde la lismosna queda oculta,
para que la galardone el Padre, que ve en lo oculto (Mt 6, 4). No se apagan las lámparas,
porques son alimentadas con aceite interior, con la intención de la buena conciencia, por la cual
se hace ante Dios y para su gloria todo aquello que ante los hombres brilla en las buenas obras
(Ep. 140, 31, 75).
54. Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí, y quien no toma
su cruz y me sigue, no es digno de mí (Mt 10, 37-38). No ha eliminado el amor a los padres, a la
esposa, a los hijos, sino que lo ha colocado en el lugar que le corresponde. No dijo: “Quien
ama”, sino: quien ama más que a mí. Es lo que dice la Iglesia en el Cantar de los Cantares:
Ordenó en mí el amor (Ct 2, 4). Ama a tu padre, pero no más que al Señor; ama a quien te ha
engendrado, pero no más que a quien te ha creado. Tu padre te ha engendrado, pero no fue él
quien te dio forma, pues él al hacerlo ignoraba quién o cómo ibas a nacer. Tu padre te alimentó,
pero no instituyó de sí el pan para el que padece hambre 4. Por último, sea lo que sea lo que tu
padre te reserva en la tierra, él muere para que tú le sucedas, y con su muerte te hace sitio en la
vida. En cambio, Dios es Padre, y lo que reserva, lo reserva juntamente consigo, para que
poseas la herencia junto con el mismo padre y no tengas que esperar a que él muera para
sucederle, sino que, permaneciendo siempre en él, te adhieras a quien permanece siempre. Ama,
pues, a tu padre, pero no por encima de Dios; ama a tu madre, pero no por encima de la Iglesia,
que te engendró para la vida eterna. Finalmente, deduce del amor que sientes por tus padres
cuánto debes amar a Dios y a la Iglesia. Pues si tanto ha de amarse a quienes te engendraron
para la muerte, ¡con cuánto amor han de ser amados quienes te engendraron para que llegues a
la vida eterna y permanezcas por la eternidad! (S. 344, 2).
55. Todo lo que amamos para comer, lo amamos para que se consuma y nos alimente.
¿Acaso los hombres deben ser amados de este modo, es decir, para hacerles perecer? La amistad
lleva consigo la benevolencia, de suerte que de vez en cuando obsequiemos a quienes amamos.
¿Qué sucederá si no tenemos que ofrecerles? Al amante le basta la benevolencia sola. No
debemos desear que haya pordioseros para ejercer con ellos las obras de misericordia. Das pan
al hambriento, pero mejor sería que nadie tuviese hambre, y así no darías a nadie de comer.
Vistes al desnudo; ¡ojalá que tuviesen todos vestidos y no existiese tal necesidad! Entierras a los
muertos; ojalá llegue pronto aquella vida donde nadie muera! Reconcilias a los enemigos; ¡ojalá
venga al instante aquella paz eterna de la celestial Jerusalén, donde nadie se enemiste! Todos
estos servicios se deben a las necesidades. Quita los indigentes y cesarán las obras de
misericordia. Cesarán las obras de misericordia, pero, ¿acaso se apagará el fuego de la caridad?
Más auténtico es el amor que muestras a un hombre no necesitado a quien nada tienes que
prestar; más puro es ese amor y mucho más sincero. Porque, si prestas al indigente quizá
anhelas elevarte frente a él, y quieres que se te someta porque él es el recibidor de tu beneficio.
Él necesitó, tú les prestaste; por haberle prestado apareces en cierto sentido mayor a tus ojos que
aquel a quien le has prestado. Desea ser igual, para que ambos podáis estar bajo el amparo de
Aquél a quien nada se le puede prestar (In Io. ep. 8, 5).
56. Carísimos, amémonos mutuamente, porque la caridad procede de Dios. El que no ama
no conoce a Dios, porque Dios es caridad (1 Jn 4, 7-8). El contexto declara abiertamente que el
amor fraterno –la dilección fraternal es amor mutuo- no sólo es don de Dios, sino, según
autoridad tan grave, Dios mismo. En consecuencia, si amamos al hermano con caridad, amamos
al hermano en Dios; y es imposible no amar al amor que nos impele al amor del hermano. De
donde se sigue que aquellos dos preceptos no existen nunca el uno sin el otro. Si Dios es amor,
ciertamente ama a Dios el que ama la caridad; y es necesario ame al hermano el que ama al
amor. Por eso añade el Apóstol: No puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama al
hermano, que ve (1 Jn 4, 20). Y la razón de no ver a Dios es porque no ama al hermano. Quien
no ama a su hermano no está en caridad, y quien no está en caridad no está en Dios, porque
Dios es amor (De Trin. 8, 8, 12).

4
. Dios es el que crea los elementos que componen el pan. Esta
interpretación no se opone a que en este pasaje se vea una velada alusión a la
eucaristía
IV. El pecado

Nociones

Todo se fundamenta en la Verdad que es Dios; todo lo que existe tiene un orden de
ser, lugar y tiempo; a los inicuos les desagrada la justicia de Dios, aun así tienen su puesto
en el orden de la creación; la iniquidad no es una sustancia, sino la perversidad de la
voluntad que se aparta de la suma sustancia que es Dios. (57).

57. Y miré la otras cosas, y vi que te son deudoras, porque son; y que en ti están todas las
finitas, aunque de diferente modo, no como en un lugar, sino por razón de sostenerlas todas tú
con la mano de la verdad, y que todas son verdaderas en cuanto son, y que la falsedad no es otra
cosa que tener por ser lo que no es.
También vi que no sólo cada una de ella dice conveniencia con sus lugares, sino también
con sus tiempos, y que tú, que eres el solo eterno, no has comenzado a obrar después de
infinitos espacios de tiempo, porque todos los espacios de tiempo –pasados y futuros- no
podrían pasar ni venir sino obrando y permaneciendo tú.
Y conocí por experiencia que no es maravilla sea al paladar enfermo tormento aun el pan,
que es grato para el sano, y que a los ojos enfermos sea odiosa la luz, que a los puros es amable.
También desagrada a los inicuos tu justicia mucho más que la víbora y el gusano, que tú criaste
buenos y aptos para la parte inferior de tu creación, con lo cual los mismos inicuos dicen
aptitud, y tanto más cuanto más desemejantes son de ti, así como son más aptos para la superior
cuanto te son más semejantes.
E indagué qué cosa era la iniquidad, y no hallé que fuera sustancia, sino la perversidad de
una voluntad que se aparta de la suma sustancia, que eres tú, oh Dios, y se inclina a las cosas
ínfimas y arroja sus intimidades, y se hincha por de fuera (Conf. 7, 15, 21-1622).

Voluntariedad del pecado

El pecado no es algo contra la voluntad del pecador, sino que tiene su principio en la
voluntad; si no fuera así el pecador no podría ser reprendido y no existiría ninguna ley; así
como no hay duda de la existencia del pecado tampoco la hay sobre el libre albedrío de la
voluntad (58). Los grandes pecadores son castigados con la mayor penitencia que es el ser
apartados del sacramento del altar para que no beban y coman su propia condenación
(59). Tres cosas implica el pecado: la sugestión, la delectación y el consentimiento; aunque
éste sea interior se da pecado si se perturba el orden; la repetición de actos malos forma la
mala costumbre, que no es posible vencer sin la ayuda de Dios (60). Los distintos pecados
son diversas formas de imitar perversamente a Dios, ya que de una manera más o menos
consciente el pecador intenta constituirse en dios para él (61).

58. Si el defecto que llamamos pecado asaltase, como una fiebre, contra la voluntad de uno,
con razón parecería injusta la pena que acompaña al pecador, y recibe el nombre de
condenación. Sin embargo, hasta tal punto el pecado es un mal voluntario, que de ningún modo
sería pecado si no tuviese su principio en la voluntad; esta afirmación goza de tal evidencia, que
sobre ella están acordes los pocos sabios y los muchos ignorantes que hay en el mundo. Por lo
cual, o ha de negarse la existencia del pecado o confesar que se comete voluntariamente. Y
tampoco, si se mira bien, niega la existencia del pecado quien admite su corrección por la
penitencia y el perdón que se concede al arrepentido, y que la perseverancia en el pecar
justamente se condena por la ley de Dios. En fin, si el mal no es obra de la voluntad,
absolutamente nadie debe ser reprendido o amonestado, y con la supresión de todo esto recibe
un golpe mortal la ley cristiana y toda disciplina religiosa. Luego a la voluntad debe atribuirse
la comisión del pecado. Y como no hay duda sobre la existencia del pecado, tampoco la habrá
de esto, conviene a saber: que el alma está dotada del libre albedrío de la voluntad. Pues juzgó
Dios que así serían mejores sus servidores, si dignamente le servían, cosa imposible de lograrse
mediante un servicio forzado y no libre (De v. rel. 14, 27).
59. Queda aún el tercer grado de penitencia, sobre el que voy a hablar brevemente para
cumplir, con la ayuda del Señor, lo que me había propuesto y prometido. Es la penitencia más
severa y más dolorosa la que propiamente da el nombre en la Iglesia a los penitentes, alejados
de la participación en el sacramento del altar, no sea que, recibiéndolo indignamente, coman y
beban su propia condenación. Tal penitencia es lastimosa. La herida es grave: quizá se ha
cometido un adulterio, quizá un homicidio, quizá algún sacrilegio; hecho grave, herida grave y
mortal; pero el médico es todopoderoso. Después de haber sufrido la sugestión del hecho, de
haberse deleitado en él, haber dado el consentimiento y haberlo realizado, huele ya como si
fuese un muerto de cuatro días. Pero ni siquiera a éste lo abandonó el Señor, sino que clamó:
Lázaro, sal fuera (Jn 11, 43). La mole de la sepultura cedió ante la voz de la misericordia: cedió
la muerte ante la vida; el infierno, ante el excelso (S. 352, 8).
60. Tres cosas son necesarias para completar el pecado: la sugestión, la delectación y el
consentimiento. Ejecútase la sugestión o por la memoria o por los sentidos del cuerpo cuando
vemos, oímos, olemos, gustamos o tocamos alguna cosa, de la cual, si nos deleita disfrutar, y si
la delectación es ilícita, ésta debe ser reprimida. Por ejemplo, cuando ayunamos y la vista de
alimentos despierta el apetito, lo cual ocurre por la delectación sentida, mas no la consentimos y
la cohibimos con el dominio de la razón; pero, si asentimos, se completa el pecado, y, aunque el
hecho está oculto a los hombres, lo ve Dios en el fondo de nuestro corazón. (...)
Todos los seres son bellos en su naturaleza, orden y grado; pero no debe descender del
orden superior en que está colocada el alma racional, a otro orden inferior. Ni es nadie forzado a
hacer esto; por tanto, aquel que lo hiciese, puesto que obra voluntariamente, con justicia es
castigado por Dios. Empero, es de advertir que la delectación, antes de que se contraiga
costumbre, es nula o tan tenue, que es casi nula; mas el consentirla, puesto que es ilícita,
constituye un gran pecado, pues tan pronto como uno consiente, peca con el corazón. Si,
además, también lo posee por obra, parece que se sacia y extingue la pasión, pero después,
cuando la sugestión se repite, se enciende más la delectación, pero aún es mucho menos que
cuando con la repetición de actos se ha formado la costumbre. Aunque es muy difícil vencer la
costumbre; sin embargo, con el auxilio y dirección de Dios, puede dominársela, si uno no se
abandona ni rehuye el combate cristiano, y así recobrará la paz primera, y se restablecerá el
orden, según el cual los hombres se someten a Cristo. (De s. Dom. 12, 34).
61. Porque la soberbia imita la celsitud, mas tú eres el único sobre todas las cosas, oh Dios
excelso. Y la ambición, ¿qué busca sino honores y gloria, siendo tú el único sobre todas las
cosas digno de ser honrado y glorificado eternamente? La crueldad de los tiranos quiere ser
temida; pero, ¿quién ha de ser temido, sino el solo Dios, a cuyo poder nadie en ningún tiempo ni
lugar, ni por ningún medio puede sustraerse ni huir? Las blanduras de los lascivos provocan al
amor; pero nada hay más blando que tu caridad ni que se ame con mayor provecho que tu
verdad, sobre todas las cosas hermosa y resplandeciente. La curiosidad parece afectar amor a la
ciencia, siendo tú quien conoce sumamente todas las cosas. Hasta la misma ignorancia y
estulticia se cubren con el nombre de sencillez e inocencia, porque no hallan nada mas sencillo
que tú; ¿y qué más inocente que tú, que aun el daño que reciben los malos les viene de sus
malas obras? 1. La indolencia apetece el descanso; pero, ¿qué descanso cierto hay fuera del
Señor? El lujo apetece ser llamado saciedad y abundancia; mas tú sólo eres la plenitud y la
1
. Hablando con precisión, el castigo de los malos proviene, más que del
castigo de Dios, de las consecuencias de sus malas acciones; porque el pecador,
apartándose de Dios, se hace mucho daño a sí mismo.
abundancia indeficiente de eterna suavidad. La prodigalidad vístese con capa de liberalidad;
pero sólo tú eres el verdadero y liberalísimo dador de todos los bienes. La avaricia quiere poseer
muchas cosas; pero tú sólo las posees todas. La envidia disputa sobre excelencias; pero, ¿qué
hay más excelente que tú? La ira busca la venganza; ¿y qué venganza más justa que la tuya? El
temor se espanta de las cosas repentinas e insólitas, contrarias a lo que uno ama y desea tener
seguro; mas, ¿qué hay en ti de nuevo o repentino?; quién hay que te arrebate lo que amas?; y,
¿en dónde sino en ti se encuentra la firme seguridad? La tristeza se abate con las cosas perdidas,
con que solía gozarse la codicia, y no quisiera se le quitase nada, como nada se te puede quitar a
ti.
Así fornica el alma: cuando es apartada de ti y busca fuera de ti lo que no puede hallar puro
y sin mezcla sino cuando vuelve a ti. Perversamente te imitan todos los que se alejan contra ti.
Pero aun imitándote así, indican que tú eres el Creador de toda criatura y, por tanto, que no hay
lugar adonde se aparte uno de modo absoluto de ti 2 (Conf. 2, 6, 13-14).

Diversidad y gravedad de los pecados

Hay tres clases de pecados: contra la naturaleza, contra las costumbres y contra los
preceptos, entre éstos están los que dañan al prójimo; estas son las fuentes de iniquidad
que infringen los mandamientos de Dios señalados en el decálogo (62). Los grandes
pecados, si se cometen diariamente no se perdonan con la sola limosna, sino que hay que
cambiar de vida, añadiendo las limosnas y una satisfacción proporcionada; los pecados
leves, cuotidianos, se perdonan con la oración del Padre nuestro, con tal de que haya
disposición para perdonar al prójimo, lo cual es una clase de lismosna (63). Cuando el
cristiano se aparta de los delitos comienza a tener libertad, aunque no perfecta porque
todavía se padece la lucha entre el espíritu y la carne: no es plena la liberad porque aún no
estamos en la eternidad; en este mundo la mayor libertad se da cuando amamos la justicia
y nos deleitamos en Dios (64).

62. Acaso ha sido alguna vez o en alguna parte cosa injusta amar a Dios de todo corazón,
con toda el alma y con toda la mente, y amar al prójimo como a nosotros mismos?(Mt 22, 37-
39). Así, pues, todos los pecados contra la naturaleza, como fueron los de los sodomitas, han de
ser detestados y castigados siempre y en todo lugar, los cuales, aunque todo el mundo los
cometiera, no serían menos reos de crimen ante la ley divina, que no ha hecho a los hombres
para usar tan torpemente de sí, puesto que se viola la sociedad que debemos tener con Dios
cuando dicha naturaleza, de la que él es autor, se mancha con la perversidad de la libídine.
Respecto a los pecados que son contra las costumbres humanas, también se han de evitar
según la diversidad de las costumbres, a fin de que el concierto mutuo entre pueblos o naciones,
firmado por la costumbre o la ley, no se quebrante por ningún capricho de ciudadano o
forastero, porque es indecorosa la parte que no se acomoda al todo.
Pero cuando Dios manda algo contra estas costumbres o pactos, sean cuales fueren, deberá
hacerse, aunque no se haya hecho nunca; y si se dejó de hacer, ha de instaurarse, y si no estaba

2
. Ni siquiera cuando el hombre hace el mal se puede apartar de Dios, pues
el pecado implica una relación, aunque negativa, con Dios, y porque el pecado
intenta vanamente suplantar a Dios siguiendo la tentadora sugestión del
Diablo: Seréis como dioses (Gn 3, 5). No hay alternativa a Dios porque no hay más
que un único Dios. Hagamos lo que hagamos, entramos en relación, positiva o
negativa, con Dios.
establecido, se ha de establecer. Porque si es lícito a un rey mandar en la ciudad que gobierna
cosas que ninguno antes de él ni aun él mismo había mandado y no es contra el bien de la
sociedad obedecerle, antes lo sería el no obedecerle –por ser ley primordial de toda sociedad
humana obedecer a sus reyes-, ¿cuánto más deberá ser Dios obedecido sin titubeos en todo
cuanto ordenare, como rey del universo? Porque así como entre los poderes humanos la mayor
potestad es antepuesta a la menor en orden a la obediencia, así Dios lo ha de ser de todos.
Lo mismo ha de decirse de los delitos cometidos por deseo de hacer daño, sea por
contumelia o sea por injuria; y ambas cosas, o por deseo de venganza, como ocurre entre
enemigos; o por alcanzar algún bien sin trabajar, como el ladrón que roba al viajero; o por evitar
algún mal, como el que teme; o por envidia, como acontece al desgraciado con el que es más
dichoso, o al que ha prosperado y teme se le iguale o se duele de haberlo sido ya; o por el solo
deleite, como el espectador de juegos gladiatorios o el que se ríe y burla de los demás.
Estas son las cabezas o fuentes de iniquidad que brotan de la concupiscencia de mandar,
ver, o sentir, ya sea de una sola, ya de dos, ya de todas juntas, y por las cuales se vive mal, ¡oh
Dios altísimo y dulcísimo!, contra los tres y siete, el salterio de diez cuerdas, tu decálogo 3
(Conf. 3, 8, 15-16).
63. Prudentemente se ha de evitar que nadie crea que aquellos horribles crímenes que
apartan al que los comete de poseer el reino de Dios, diariamente se pueden cometer y también
diariamente redimir por la limosna. Es necesario, pues, mejorar de vida y aplacar a Dios de los
pecados pasados por medio de limosnas, no como queriéndolo comprar con el fin de poder
cometerlos siempre impunemente. Pues a ninguno da permiso para pecar (Si 15, 20), aunque
por su compasión perdona los pecados ya cometidos, si no se descuida la proporcionada
satisfación.
Por los pecados cuotidianos insignificantes y leves, sin los cuales no se puede vivir esa vida
mortal, satisface la diaria oración de los fieles. Propio es de aquellos que han sido
reengendrados para un tan buen Padre por el agua y el Espíritu (cfr. Jn 3, 5) decir: Padre
nuestro, que estás en los cielos (Mt 6, 9). Esta oración borra completamente las faltas levísimas
y cuotidianas; también borra aquellas otras que se cometieron viviendo impíamente y de las
cuales, cambiando a mejor vida, se aparta uno por el arrepentimiento; con tal que así como
sinceramente dice el hombre: Perdónanos nuestras deudas, ya que siempre está necesitado de
este perdón, así también con la misma sinceridad diga: Como nosotros perdonamos a nuestros
deudores (Mt 6, 9. 12); esto es, si se hace lo que se dice, porque también es limosna conceder el
perdón a quien lo pide (Enchir. 70-71).
64. La primera libertad es no tener delitos. De aquí que el apóstol Pablo, al elegir a los que
había de ordenar sacerdotes o diáconos, o a otro cualquiera, para el gobierno de la Iglesia, no
dijera: “Si alguno esté sin pecado”, porque, si hubiera dicho esto, todos serían rechazados y
ninguno ordenado. Pero dijo: Si hay alguno que no tenga delito (1 Tm 3, 10; Tt 1, 6), como
homicidio, adulterio, alguna inmundicia de fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros
parecidos. Cuando el hombre empieza a no tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos),
comienza a levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no es
perfecta. ¿Por qué, dirá alguno, no es libertad perfecta? Porque veo en mis miembros otra ley
que resiste a la ley de mi espíritu, por cuanto no hago el bien que quiero, sino que hago el mal
que aborrezco (Rm 7, 23). La carne, dice, tiene deseos contra el espíritu, y el espíritu contra la
carne, de modo que no hacéis todo lo que queréis (Ga 5, 17). De una parte libertad; de otra,
esclavitud; aún no es total, aún no es pura, aún no es plena libertad, porque no estamos aún en la
eternidad. En parte tenemos enfermedad, en parte recibimos la libertad. Todos nuestros pecados
fueron borrados por el bautismo. ¿Acaso por haber desaparecido toda iniquidad no quedó
alguna flaqueza? Si no hubiese quedado ninguna nos hallaríamos aquí sin pecado. ¿Quién osará

3
. San Agustín fue el primero que difundió el número diez (decálogo) de los
mandamientos, que en la Escritura, según los textos, se nombran en número
distinto.
decir tal cosa sino el soberbio, el indigno de la misericordia del libertador, quien quiere
engañarse a sí mismo y no dice la verdad? Por haber quedado, pues, alguna flaqueza en
nosotros, me atrevo a decir que por cuanto servimos a Dios somos libres; pero por cuanto
servimos al pecado todavía somos siervos. Por eso dice el Apóstol lo que nosotros habíamos
comenzado a decir: Me complazco en la ley de Dios según el hombre interior (Rm 7, 22). De
donde nos viene el deleite en la ley de Dios nos viene la libertad. Pues la libertad nos deleita, y
mientras con temor obras la justicia, no es Dios tu deleite. No temas el castigo, ama la justicia.
¿No amas aún la justicia? Teme al castigo para que llegues a amar la justicia (In . Io. ev. 41, 10).

Las pasiones

Los ángeles son mudables ya que sólo Dios es inmutable; los ángeles buenos aman a
Dios más que a sí mismos y permanecen estables sometidos gozosamente a su voluntad,
mientras que los ángeles malos se amaron a sí más que a Dios (65). La carne no es mala,
pero sí que es malo el abandonar al Creador por el bien creado; considerar la carne como
un mal es apoyarse en la vanidad humana e injuriar al Creador (66). Los afectos del
hombre pueden ser desordenados o rectos, según lo sea su querer; los distintos actos
internos del hombre son diferentes formas de querer; debemos amar a los hombres a
pesar de sus vicios y no amar los vicios a causa de los hombres (67). La concupiscencia es
peor que la ignorancia porque, a diferencia de ésta, nos puede llevar a cometer pecados
graves; no obstante, puede darse una concupiscencia buena que combate a la mala para
vivir en continencia (68).

65. No causará daño alguno a los glorificados el ángel malo, que se llama diablo, porque
tampoco él como ángel es malo, sino por haberse pervertido voluntariamente. Pues hemos de
confesar que los ángeles son también por naturaleza mudables, si sólo a Dios le conviene la
esencia inmutable; mas por aquella voluntad con que aman a Dios más que a sí mismos
permanecen firmes y estables en él y gozan de su majestad, sometiéndose únicamente a él con
gratísima adhesión. Pero el otro ángel, amándose a sí mismo más que a Dios, no quiso
mantenérsele sumiso, y se entumeció 4 por la soberbia, y, separándose de la soberana esencia, se
arruinó; y por eso quedó disminuido en su primitivo ser, por querer gozar de lo que era menos,
alzándose con su poder contra el de Dios. Porque entonces, aunque no era soberano ser, poseía
una naturaleza más excelente, cuando gozaba del sumo Bien, que es Dios sólo. Ahora bien, todo
cuanto sufre menoscabo en los bienes de su naturaleza, no mirando al ser que le queda, sino el
que perdió, es malo, pues por ser menos de lo que antes era, camina a la muerte. ¿Qué maravilla
es, pues, que del defecto venga la penuria, y de la penuria la envidia por la que el diablo es
diablo? (De v. rel. 13, 26).
66. Así, pues, no hay necesidad de atribuir nuestros vicios y pecados, injuriando así al
Creador, a la naturaleza de la carne, que en su género y orden es buena. Lo que no es bueno es
abandonar al bien que es el Creador y vivir según el bien creado, ora se elija vivir según la
carne, ora según el alma, ora según el hombre total, que consta de alma y de carne (de donde le
viene el poder ser significado por sola el alma o por sola la carne). Quien alaba la naturaleza del
alma como bien sumo y acusa a la naturaleza de la carne como mal 5, es indudable que apetece

4
. Así como toda la tradición simboliza la caridad con la imagen del fuego,
san Agustín simboliza la ausencia de la misma con el hielo, lo cual se da de un
modo extremo en el diablo: "El diablo y sus ángeles se apartaron de la luz y
fervor de la caridad, avanzaron demasiado en la soberbia y en la envida y se
quedaron rígidos, como en una dureza glacial" (Ep. 140, 22, 55).
5
. Esta era la doctrina de los platónicos y más aún de los maniqueos.
el alma carnalmente y que huye carnalmente la carne, porque se funda en la vanidad humana, no
en la verdad divina (De civ. Dei 14, 5).
67. Es de gran importancia saber cómo es el querer del hombre, porque, si es desordenado,
sus movimientos serán desordenados, y si es recto, no sólo serán inculpables, sino hasta loables.
En todos ellos hay querer; mejor diría, todos ellos no son más que quereres. Pues, ¿qué es el
deseo y la alegría sino un querer en consonancia con las cosas que queremos? Y ¿qué es el
temor y la tristeza sino un querer en disonancia con lo que no queremos? Cuando concordamos,
apeteciendo lo que queremos, tenemos el deseo, y cuando concordamos, gozando de lo que
queremos, tenemos la alegría. Asimismo, cuando discordamos de lo que no queremos que
suceda, tal querer se llama temor, y cuando se disiente de aquello que sucede a quien no lo
quiere, tenemos el querer llamado tristeza 6. En una palabra, como se encandila u ofende la
voluntad del hombre según los diferentes objetos que apetece o rehúsa, así gira y se torna a
estos o a aquellos afectos.
Por eso, el hombre que vive según Dios, y no según el hombre, precisa ser amador del bien
y, en consecuencia, odiador del mal. Y como nadie es malo por naturaleza, sino que todo el que
es malo lo es por vicio, el que vive según Dios debe un odio perfecto a los malos. Su odio ha de
mantenerse en esta línea: que ni odie al hombre por el vicio ni ame el vicio por el hombre 7, sino
que odie al vicio y ame al hombre. Sanado el vicio, quedará únicamente lo que debe amar y
nada de lo que debe odiar (De civ. Dei 14, 6).
68. La concupiscencia es peor que la ignorancia, porque la ignorancia, sin la
concupiscencia, nos hace cometer faltas leves, mientras la concupiscencia, sin la ignorancia, nos
lleva a cometer pecados graves. Ignorar el mal no siempre es un mal, pero siempre es un mal
desear el mal. Incluso, a veces, es un bien ignorar el bien, para aprender a conocerlo en tiempo
oportuno. Lo que nunca puede suceder es que el hombre pueda, por medio de la concupiscencia
de la carne, codiciar un bien; porque el deseo de engendrar hijos no es un deseo de la
concupiscencia, sino de la voluntad del alma, aunque la siembra no se realice sin la
concupiscencia carnal. Tratamos aquí de la concupiscencia de la carne en lucha con el espíritu,
no de la concupiscencia buena, que hace al espíritu luchar contra la carne, por la que desea la
continencia para vencer la concupiscencia (C. Iul. 6, 16, 50).

6
. En san Agustín todo depende de un querer, de un amor: "Mi amor es mi
peso, por él soy llevado doquiera sea llevado" (Conf. 13, 9, 10).
7
. A los pecadores hay que amarlos odiando sus pecados; por otro lado,
nunca hay que amar el mal aunque esto agrade a alguien, aunque sea éste
nuestro mayor amigo.

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