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Colección «EL POZO DE SIQUEM»

264
Enzo Bianchi

Por qué orar,


cómo orar
2a edición

Editorial SAL TERRAE


Santander - 2011
Título del original italiano:
Perché pregare, come pregare
© 2(X)9 by Edizioni San Paolo s.r.l.
Piu/./a Soncino 5 - 20092 Cinisello Balsamo (Milano)
www.edizionisanpaolo.it

Traducción:
María del Carmen Blanco Moreno

Imprimatur.
* Vicente Jiménez Zamora
Obispo de Santander
12-11-2009

© 2010 by Editorial Sal Terrae


Polígono de Raos, Parcela 14-1
39600 Maliaño (Cantabria)
Tfno.: 942 369 198 / Fax: 942 369 201
salterrae@salterrae.es / www.salterrae.es

Diseño de cubierta:
María Pérez-Aguilera
mariap.aguilera@gmail.com

Reservados todos los derechos.


Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
almacenada o transmitida, total o parcialmente,
por cualquier medio o procedimiento técnico
sin permiso expreso del editor.

Impreso en España. Printed in Spain


ISBN: 978-84-293-1862-3
Depósito Legal: BI-1556-2011

Impresión y encuadernación:
Grafo, S.A. - Basauri (Vizcaya)
índice

Introducción; Orar hoy ............................................. 13

I.
¿Qué es la oración?

1. La oración: ¿«elevación del alma a Dios»


o respuesta a su Palabra? ..................................... 31
2. La oración cristiana es ante todo escucha ............ 33
3. La acogida de una Presencia................................. 37
4. Apertura a una comunión .................................... 41
5. Una mirada contemplativa .................................... 45

II.
¿CÓMO ORAR?

1. Las enseñanzas de Jesús sobre la oración ............ 53


a) «Antes de orar, reconcilíate con tu hermano»
(cf Mt 5,23-24; Me 11,25) .............................. 56

ÍNDICE 7
b) «Cuando ores, entra en tu cuarto» (Mt 6,6) ..57
c) «Todo lo que pidáis en mi Nombre, lo haré»
(Jn 14,13) ....................................................... 59
d) Orar con humildad, como el publicano
(cf Le 18,9-14) ................................................ 60
e) Orar juntos, poniéndose de acuerdo
con los hermanos (cf. Mt 18,19-20) ............... 61
f) Orar con confianza (cf. Mt 6,7-8) .................. 62
g) Orar siempre, sin cansarse
(cf. Le 18,1-8 y 21,34-36) .............................. 63
2. La oración cristiana:
entre petición y agradecimiento ........................... 65
a) La oración de petición ................................... 66
b) La oración de agradecimiento ....................... 70

III.
¿Por qué orar?
Dificultades y obstáculos para la oración

1. Objeciones más generales .................................... 79


a) Oración y mal en el mundo ............................ 79
b) Oración y secularización ............................... 81
c) ¿Es útil orar? ................................................. 85
d) Nuestra oración... ¿es escuchada? ................ 87
e) ¿Es la oración un componente eficaz
de la historia? ............................................... 89
2. Objeciones ligadas a la experiencia personal ...... 90
a) La fatiga ....................................................... 90

8 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


b) No tengo tiempo ............................................. 93
c) Las distracciones ............................................ 95
d) Soy inconstante .............................................. 97
e) Trabajar y comprometerse es orar ................ 98

Conclusión ................................................................ 101


Bibliografía básica.................................................... 107

Indice 9
«Ora sin descanso quien une
la oración a los compromisos necesarios,
y los compromisos a la oración.
Solamente podemos poner en práctica
el precepto “Orad siempre” (1 Tes 5,17)
si consideramos toda la existencia cristiana
como una única y gran oración,
de la que eso que solemos llamar “oración”
es tan solo una parte».
Orígenes,
Sobre la oración 12,2*

---------------- ♦

«X^)R mucho que hablemos sobre ella,


todas nuestras palabras a propósito de la oración
no podrán igualar jamás
lo que enseña la experiencia.
La oración necesita de la experiencia.
Orar es esencialmente
tener experiencia de la Presencia divina.
Fuera de esta experiencia de Dios
no hay oración».
Matta al-Miskin,
L’esperienza di Dio nella preghiera, p. 371.

Todas las citas de los Padres que figuran en el texto han sido traduci­
das por el autor.
Introducción

Orar hoy

«.^^.ntes se preguntaba: “¿Qué es la oración?”. Actual­


mente se pregunta de golpe: “¿Oramos todavía?”... No
sabemos ya si oramos, y ni siquiera si la oración es toda­
vía posible. Antes era, quizá, demasiado fácil, pero hoy
nos parece increíblemente difícil... Y hoy, ¿cómo orar,
dónde orar?»
- André Louf, El Espíritu ora en nosotros, pp. 12-13.

« z \ . la pregunta llena de perplejidad sobre el motivo


por el que la fe, a pesar de todos los esfuerzos por vivi­
ficarla, se desvanece en un número creciente de cristia­
nos, se puede dar una respuesta muy sencilla, que tal vez
no encierra toda la verdad, pero que indica un camino de
salida: la fe se desvanece cuando ya no es practicada...
Y tal praxis es la oración, en toda la plenitud del signi­
ficado que este concepto entraña en la Escritura y en la
tradición»
- Gabriel Bunge, Vas i di argilla, p. 9.

F
J__>s tarea de toda generación cristiana,
y de todo cristiano en cada una de las generaciones, reto­
mar el camino de la oración, redefinir la oración no tan­
to abstractamente cuanto viviéndola. Como dice una cé­
lebre máxima: «Si eres teólogo, rezarás verdaderamente;
si rezas verdaderamente, eres teólogo» (Evagrio, La ora­
ción 60), es decir, eres una persona que tiende a aquel co­
nocimiento íntimo y penetrante de Dios capaz de confi­
gurar la vida cotidiana. Frente a esta tarea hay que admi­
tir de inmediato que, ayer como hoy, orar no es fácil pa­
ra el cristiano: las dificultades relativas a la oración no
constituyen una novedad para los creyentes, que a menu­
do experimentan malestar en la relación con ella. No es
casual que ya los primeros discípulos sintieran la necesi­
dad de recibir una instrucción sobre la oración, y llegaran
a pedir a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Le 11,1)*.

* Los textos bíblicos se toman de La Biblia de nuestro pueblo, Mensa­


jero, Bilbao 2009.

ORAR HOY 17
\hora bien, más allá de los obstáculos particulares
i|iit las diversas épocas históricas ponen a la oración cris-
liana, esta es por su misma naturaleza un problema: la
oración, en efecto, no es una actividad evidente, porque
no corresponde a una operación natural del hombre, ni
puede ser puesta bajo los signos restrictivos de la espon­
taneidad emotiva o de la búsqueda esotérica de técnicas
de meditación. Por el contrario, lejos de ser el fruto del
sentido natural de auto-trascendencia del hombre o de su
«sentido religioso» innato, la oración aparece, según la
revelación bíblica, como don, esto es, como respuesta del
hombre a la decisión prioritaria y gratuita de Dios de en­
trar en relación con él; es acogida y reconocimiento, a
través de la escucha de la Palabra y el discernimiento en
el Espíritu Santo, de una Presencia que está en nosotros
anteriormente a todo esfuerzo nuestro por estar atentos a
ella; es un descentramiento del propio «yo» para dejar
que el «yo» de Cristo despliegue su vida en nosotros (cf.
Ga 2,20). En suma, la oración es un movimiento de aper­
tura a la comunicación con Dios en el espacio de la
alianza con él.
Hay que decir, además, que las dificultades de la ora­
ción cristiana nos remiten de inmediato a las dificultades
concernientes a la fe. De hecho, la oración es siempre
oratiofidei (euche tés písteos: Sant 5,15), es decir, no so­
lo una oración que se ha de hacer con fe, sino que des­
ciende de la fe: la oración es la capacidad expresiva de
la fe, es su modalidad elocuente. Bajo esta luz, es dra-

18 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


máticamente significativo que hoy la dificultad más di­
fundida no esté tanto en el cómo orar, sino en el por qué
orar y que, por consiguiente, estemos asistiendo a una es­
pecie de eclipse de la oración personal.

Desde el momento en que también la oración, como


toda realidad espiritual, es un fenómeno condicionado
histórica y culturalmente, es necesario anteponer al iti­
nerario siguiente un rápido análisis histórico: partiendo
del examen de la situación en la que la oración se ha
arraigado en los últimos decenios (la periodización
adoptada aquí será forzosamente indicativa), examinaré
después brevemente el clima cultural en el que se sitúa
hoy la oración.

Si tratamos de hacer una lectura de las vicisitudes de


la oración en los últimos cincuenta años, podemos darnos
cuenta de la existencia de una evolución rápida, caracte­
rizada por resultados a menudo imprevisibles. En la dé­
cada de 1960, el proceso de secularización y la asunción
del horizonte «revolucionario» provocaron una fuerte cri­
sis de la oración. Coincidiendo con el movimiento de
1968, en particular, muchos jóvenes rechazaban la ora­
ción, porque la consideraban un fenómeno del pasado,
una evasión, una excusa con respecto a las responsabili­
dades y las tareas urgentes del hombre en la historia. Se
afirmaba con resolución la primacía de la praxis, de la
acción política, en detrimento de toda forma de «con­
templación». En este contexto, el compromiso eclesial se

ORAR HOY 19
dirigía principalmente a la encamación de las instancias
evangélicas en el ámbito social: y así se ponía el acento
en el servicio que se había de realizar entre los hombres,
en la caridad activa, mientras que elementos como la so­
ledad y el silencio eran valorados como un repliegue ego­
ísta sobre uno mismo. En suma, la oración aparecía co­
mo una especie de prisión de la que era preciso salir pa­
ra ser cristianos eficaces en el mundo.
En la década de 1970 se asistió a un retorno de la ora­
ción y, más en general, a un redescubrimiento de la espi­
ritualidad. Es difícil discernir si se trató únicamente de
una revancha del fenómeno religioso: el cansancio de la
acción, la imposibilidad de la revolución permanente, así
como la falta de un resultado en la praxis de tantos cris­
tianos comprometidos, abrieron de hecho, y en un tiem­
po más bien rápido, a una situación marcada por fenó­
menos nuevos. El llamado giro hacia Oriente (pensemos
en las peregrinaciones a la India...), con el consiguiente
descubrimiento de nuevas técnicas de oración y de me­
ditación; el retorno a una práctica del cristianismo en un
sentido más comunitario; los intentos de realización de
la reforma litúrgica... estos son algunos de los fenóme­
nos que parecían indicar un despertar de la oración, ates­
tiguado y puesto de manifiesto también por el floreci­
miento de grupos espontáneos dedicados a la lectura de
la Biblia. Otras características de esta década son la
creación de nuevos textos litúrgicos, sobre todo en las
comunidades monásticas y en las comunidades de base;

20 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


el redescubrimiento del Salterio; una atención hasta en­
tonces desconocida a la «oración con el cuerpo»; el
amplio espacio dedicado a la palabra compartida o, en
los ambientes carismáticos, a expresiones de oración li­
bres y espontáneas... En todo esto es fácil notar cómo la
oración asumió rasgos más exteriores, comunitarios y
«sentimentales».
Ya a principios de la década de 1980 la situación
cambia de nuevo. El interés por el Oriente se debilita no­
tablemente; en los movimientos carismáticos se da mu­
cha importancia a fenómenos de curaciones extraordina­
rias; surgen lugares de oración ligados a apariciones; las
diócesis organizan «escuelas de oración», con frecuencia
guiadas personalmente por los obispos; en las comunida­
des monásticas y en los centros de espiritualidad se ex­
perimenta el método de la lectio divina. No obstante, los
jóvenes no buscan ya ante todo la oración, sino el diálo­
go sobre temas dramáticos que interpelan a la conciencia
juvenil: no es casual que, en los movimientos, se preste
de nuevo la mayor atención al tema del compromiso efi­
caz del cristiano en el mundo y en la historia. Paralela­
mente, los jóvenes se dirigen hacia formas diversas de
acompañamiento espiritual, mediante el recurso a «ma­
estros» -lamentablemente, muchas veces improvisados-
capaces de orientar el crecimiento humano y espiritual
mediante la transmisión de una vivencia de la oración.
Así pues, las nuevas generaciones advierten solo de re­
sultas en la oración un medio necesario para su vida.

ORAR HOY 21
Con todo, hay que decir que en aquellos años la for­
ma dominante de la oración fue siempre más la litúrgica
o la colectiva de grupos reunidos con finalidades preci­
sas: descubrimiento de la vocación, discernimiento de los
compromisos que se han de asumir, organización de la
caridad, proclamación de los derechos del hombre, inter­
cesión por la paz... La insistencia tan marcada en la di­
mensión comunitaria y asamblearia, separada de un es­
fuerzo análogo de formación en la oración personal, pro­
voca el riesgo de profundizar el foso entre oración y vida,
produciendo, por el contrario, un formalismo que se ma­
nifiesta en derivas «ritualistas». Y así, una vez más, la que
sufre las consecuencias es la oración personal: cada vez
menos requerida y enseñada, hacia ella se propician acti­
tudes de indiferencia y de superficial inconsciencia, que
desconocen su importancia fundamental. Mientras tanto,
el imperativo dominante de la organización de la caridad,
de la asunción de iniciativas concretas a favor de la paz y
de la justicia, si bien, por una parte, tiene que ser leído co­
mo un despertar saludable de la conciencia de solidaridad
y corresponsabilidad de los cristianos para con los demás,
parece favorecer, por otra parte, la edificación de una
Iglesia activa y «protagonista», que, de hecho, hace som­
bra al señorío de Cristo: de este modo se termina antepo­
niendo las propias obras prefijadas a la llamada libre y ab­
soluta del Señor, la única fuente verdadera de la oración.
Por último, al llegar al periodo que va de la década de
1990 al comienzo del tercer milenio, la relación del hom-

22 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


bre con Dios y con la oración aparece bajo el signo de la
ambigüedad, situada como está entre el nihilismo y el re­
torno del problema del sentido, entre la secularización y
las nuevas formas de religiosidad. Si se analiza la situa­
ción del cristianismo en Occidente, es preciso poner de
manifiesto algunos obstáculos que se interponen a la
práctica de la oración, bajo la forma de fenómenos ani­
dados en el clima cultural que se respira y ya bien esta­
blecidos también en el corazón de la vida eclesial.

1. El narcisismo: es el sello que caracteriza a nuestra so­


ciedad, el verdadero estilo de vida del hombre con­
temporáneo. En el nivel individual se manifiesta en
una inversión exagerada en la propia imagen en detri­
mento del «yo» auténtico, en un individualismo que
compromete la capacidad de decir «tú» o de decir
«nosotros». El resultado de ello es un «yo» patológi­
co, que se puede describir con los rasgos de la prima­
cía concedida a lo emocional sobre lo racional y de la
debilidad extrema de la vida interior, una instancia
cada vez más desconocida.

2. La individualización de la fe: en las sociedades mo­


dernas, la adhesión religiosa se ha convertido cada
vez más en objeto de una elección individual, no en la
aceptación de un dato tradicional transmitido con la
generación misma. La actual generación, que ha de­
jado a la espalda la época de la «cristiandad», ha vis-

ORAR HOY 23
to cómo se ha acentuado este fenómeno, hasta tal
punto que ha sido justamente definida como «la pri­
mera sociedad post-tradicional» (Daniéle Hervieu-
Léger).

3. El sincretismo: el radicalismo pluralista y el indivi­


dualismo han producido el sincretismo, la in-diferen-
cia, la indistinción de lo «espiritual». El individuo se
siente autorizado a realizar las más extrañas mezclas
religiosas: «Una pizca de islam, un poco de judais­
mo, algunas migajas de cristianismo, un dedo de nir­
vana, con todas las combinaciones posibles, incluido
también el añadido de un poco de marxismo y hasta
la confección de un paganismo a medida» (Paul Va-
ladier). Esto se manifiesta, por ejemplo, a través de
la práctica de buscar a Dios confiando en técnicas de
iniciación y en métodos de meditación originarios
del Extremo Oriente, muchas veces practicados de
un modo inexperto.

4. La difusión de las llamadas «religiones de la madre»:


se trata de una «dimensión espiritual» de tendencia
regresiva, en busca de la unidad fusional con un dios
percibido como «Energía», «Océano del Ser», pero
no como el Dios personal que salvaguarda la alteri-
dad. En este espiritualismo, vehiculado por movi­
mientos como el de la New Age, se confunde lo sim­
bólico con lo simbiótico, se identifica el calor afecti-

24 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


vo del grupo cerrado con la profundidad de la expe­
riencia religiosa, la emoción y la sensación interior
con la autenticidad de la experiencia de Dios.

5. Algunas patologías que se pueden verificar en el ám­


bito eclesial y resumir en tendencias como el funda-
mentalismo, el carismatismo y la eclesificación de las
realidades de la fe. Tales patologías, implican, ante
todo, deformaciones del rostro de la Iglesia, que se
convierte en «secta», en «movimiento» guiado por un
líder carismático y en «iglesia-empresa», respectiva­
mente. Por lo que respecta a las repercusiones de es­
tos fenómenos en la oración, esta termina por caer en
las dificultades del dogmatismo o en una acción de
autoconfirmación de los miembros del grupo; en la
primacía de lo emocional y de lo milagrero; en la re­
ducción de las múltiples formas de oración a las más
institucionales y exteriores.

6. El desacuerdo entre realidad eclesial y vida espiri­


tual: esto se manifiesta sobre todo en la separación
existente entre la liturgia de la Iglesia y la oración
personal. Hoy, el ámbito eclesial ya no es percibido
como una escuela que introduce en el arte de «la vida
en Cristo»: la Iglesia se ha convertido cada vez más
en ministra de palabras éticas, sociales, políticas y
económicas, y parece que ha perdido el uso de su
mensaje propio... Se ha generalizado la idea según la

ORAR HOY 25
cual la vida cristiana corresponde a un compromiso
social, a un estilo de vida genéricamente altruista,
hasta tal punto que «vida eclesial» es ya sinónimo de
actividad organizativa y pastoral, no de lugar capaz
de iniciar a la vida humana y espiritual. Y, así, se ha
perdido la conciencia de que la transmisión de la fe
por parte de la Iglesia debería ser también transmi­
sión del arte de orar, ámbito privilegiado donde el
creyente puede llegar a una experiencia auténtica de
conocimiento del Señor en la fe.

26 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


I


¿Qué es la oración?

«C'UANDO Jesús nos incorpora a su oración, cuando po­


demos hacer nuestra su oración, entonces somos libera­
dos de la angustia de quienes no pueden orar. Pero esto
es justamente lo que Jesucristo quiere para nosotros:
quiere orar con nosotros, quiere que hagamos nuestra su
oración... Oramos rectamente cuando nuestra voluntad y
nuestro corazón entero se unen a la oración de Cristo.
Solo en Jesucristo podemos orar y también con él somos
escuchados»
- Dietrich Bonhoeffer,
Los Salmos: el libro de oración de la Biblia, p. 17.

«V_^uando el Espíritu establece su morada en el hom­


bre, este no puede ya dejar de orar, porque el Espíritu no
deja de orar en él: duerma o vele, la oración no cesa en
él; coma o beba, duerma o trabaje, el perfume de la ora­
ción exhala espontáneamente de su corazón. Él no hace
ya oración en horas determinadas, sino que ora en todo
momento. También el silencio en él es oración, y los mo­
vimientos de su corazón son como una voz silenciosa y
secreta que canta, canta para Dios»
- Isaac de Nínive, Primera colección, 35.

1. La oración: ¿«elevación del alma a Dios»


o respuesta a su Palabra?

«N os hiciste para ti. Señor, y nuestro


corazón no tiene paz hasta que descanse en ti». Esta afir­
mación de Agustín (Confesiones 1,1,1), bastante célebre
y repetida de generación en generación, puede resumir
bien el fundamento puesto para la oración cristiana des­
de la época de los grandes Padres hasta nuestros días. En
tal visión, la oración expresa el deseo del bonum supre­
mo que habita en el hombre, y es entendida como un mo­
vimiento del corazón hacia lo infinito, lo eterno, lo abso­
luto. De ello se sigue una definición acogida sustancial­
mente, si bien con matices diversos, por todos los autores
espirituales de Oriente y Occidente: «La oración es la
elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes
convenientes», como escribía sintéticamente Juan Da-
masceno {La fe ortodoxa 111,24), definición retomada en
Occidente por Tomás de Aquino (cf. Summa theologica
II-n, q. 83, a. 1).

¿QUÉ ES LA ORACIÓN? 31
Pues bien, hoy esta definición de la oración como
acontecimiento situado en el espacio de la búsqueda de
Dios por parte del hombre, aun cuando no sea desmenti­
da, parece al menos insuficiente, porque los hombres y
las mujeres de nuestro tiempo, en particular los pertene­
cientes a las nuevas generaciones, son alérgicos a las
concepciones ascendentes y «verticales» diseminadas en
toda la espiritualidad cristiana. Esta alergia puede ser sa­
ludable, en la medida en que nos ayuda a focalizar un
dato muy presente para el hombre bíblico: la Presencia
de Dios es dada, no plasmada o alcanzada por el hom­
bre con sus fuerzas; y al hombre le corresponde acoger
su venida epifánica, y también su retirada al silencio o el
escondimiento.
En otras palabras, el Dios de la revelación bíblica no
es el objeto de nuestra búsqueda, sino quien tiene la ini­
ciativa, es el sujeto, es el Dios viviente que no está al fi­
nal de un razonamiento nuestro, no se encuentra en la ló­
gica de nuestros conceptos, sino que se da, se entrega en
la libertad amorosa de sus actos, que lo muestran bus­
cando constantemente al hombre. Es él quien quiere y es­
tablece un diálogo con nosotros, es él quien desde el Gé­
nesis hasta el Apocalipsis viene, busca, llama, interpela
al hombre, pidiéndole sencillamente ser escuchado y
acogido. El Dios que «nos amó primero» (1 Jn 4,19) ha­
bla e inicia el diálogo; el hombre, frente a esta auto-reve­
lación de Dios en la historia, re-acciona en la fe a través
de la bendición, la alabanza, la acción de gracias, la ado-

32 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


ración, la petición, la confesión del propio pecado... En
suma, reacciona a través de la oración, que es siempre
respuesta a Dios, encaminada hacia el amor a él y a los
hermanos.
Teniendo en cuenta esta perspectiva, menos explora­
da por la tradición espiritual, mi deseo no es redefinir la
oración cristiana, porque escapa a toda «fórmula», sino
que más bien trataré de resituarla, con mucha humildad,
en el seno de la Biblia. En él se pone claramente de ma­
nifiesto que la oración, como acabamos de decir, no es
búsqueda de Dios, sino respuesta; que sus formas son ac­
cidentes, mientras que lo sustancial es la relación con
Dios; que su fin es el agápé, la caridad, el amor: la ora­
ción es una apertura a la comunión con Dios y, por tan­
to, al amor, porque «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16). El «yo»
que responde a Dios está definitivamente descentrado en
la oración, mientras que el sujeto agente es Dios mismo,
el cual, derramando en nuestra oración su amor, lo di­
funde en el mundo a través de nosotros, constituidos
amantes.

2. La oración cristiana es ante todo escucha

En la perspectiva que acabamos de esbozar, la oración


cristiana es ante todo escucha para llegar a acoger una
presencia, la presencia de Dios Padre, Hijo y Espíritu San­
to. La operación es sencilla, pero no por esto es fácil; por

¿QUÉ ES LA ORACIÓN? 33
el contrario, es laboriosa y requiere capacidad de silencio
interior y exterior, sobriedad, lucha contra los múltiples
ídolos que nos amenazan.
Dios habla: esta es la afirmación fundamental que
atraviesa toda la Escritura, es lo «verdaderamente impor­
tante», sin lo cual no podríamos tener ninguna relación
personal con él. Con decisión absoluta, con iniciativa li­
bre y gratuita. Dios se ha dirigido a los hombres para en­
trar en relación con ellos, para entablar un diálogo enca­
minado hacia la comunión. En el Deuteronomio se pone
esta reflexión en labios de Moisés:
«Sí, pregunta a la antigüedad, a los tiempos pasados,
remontándote al día en que Dios creó al hombre sobre
la tierra y abarcando el cielo de extremo a extremo, si
ha sucedido algo tan grande o se ha oído algo seme­
jante. ¿Ha oído algún pueblo a Dios hablando desde
el fuego, como tú lo has oído, y ha quedado vivo?»
(Dt 4,32-33).

Dios se revela como Palabra y hace de Israel el pue­


blo de la escucha, antes aún que el pueblo de la fe, reve­
lando su vocación permanente: la llamada a escuchar.
No es casual que la oración judía esté acompasada por el
Shema' Yisra’el, el «Escucha, Israel» (cf. Dt 6,4-9), una
orden que, de distintas formas, se repite con frecuencia
en la Torá, la cual, en cambio, raramente pide que se ha­
ble a Dios. Si la oración del hombre como deseo de Dios
presenta un movimiento ascendente de palabras hacia el

34 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


cielo, la escucha, en cambio, está caracterizada por un
movimiento descendente, por un descenso de la Pala­
bra de Dios al hombre: el verdadero orante, a partir de
Abrahán (cf. Gn 12,1), es quien escucha, quien presta oí­
dos a Dios. Por eso, «escuchar vale más que un sacrifi­
cio» (1 Sm 15,22), es decir, vale más que cualquier otra
relación hombre-Dios que se apoye sobre el frágil funda­
mento de la iniciativa humana.
Además, se podría decir que, si para Dios, «al princi­
pio existe la Palabra» (cf. Jn 1,1; Gn 1,3.6...), para el
hombre «¡al principio existe la escucha!». En el Nuevo
Testamento se sintetiza esta verdad de modo admirable
en el exordio de la Carta a los Hebreos: «Muchas veces y
de muchas formas habló Dios en el pasado a nuestros pa­
dres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha
hablado por medio del Hijo» (Heb 1,1-2); ahora es a él,
al Hijo, a quien debemos escuchar, porque así lo ha or­
denado la voz del Padre: «Este es mi Hijo querido. Escu­
chadle» (Me 9,7).
Está claro, por consiguiente, que la oración auténtica
brota donde hay escucha. «Habla, Señor, porque tu sier­
vo escucha» (1 Sm 3,9): este es el primer acto de la ora­
ción, que nosotros -lamentablemente- tenemos de conti­
nuo la tentación de convertir en: «Escucha, Señor, porque
tu siervo habla». Sí, la escucha es oración y tiene una pri­
macía absoluta, ya que reconoce la iniciativa de Dios, el
hecho de que Dios es el sujeto de nuestro encuentro con
él: no es pasividad, sino respuesta activa, acción por ex-

¿QUÉ ES LA ORACIÓN? 35
celencia de la criatura hacia su Creador y Señor. Es sig­
nificativo que, a la invitación que le dirige Dios para que
le presente peticiones, el joven rey Salomón respondiera
pidiendo un leb shomea ‘ (1 Re 3,9), «un corazón capaz
de escuchar» -no un «corazón dócil», como traducen al­
gunas versiones de la Biblia-: «Al Señor le pareció bien
que Salomón pidiera aquello» (1 Re 3,10). Esta es, de he­
cho, una súplica muy agradable al Señor en nuestra ora­
ción, porque es la petición engendrada por la voluntad de
Dios, es la petición primordial, la necesidad primera y
fundamental, el presupuesto de la fe. No es casual que
Pablo diga que «la fe nace de la escucha» (fules ex audi-
tu: Rm 10,17). Se comprende, entonces, por qué, cuando
le preguntaron cuál era el primer mandamiento, Jesús
respondió primero: «¡Escucha!», sabiendo que de tal ca­
pacidad proviene también la de conocer y amar al Señor
Dios y al prójimo (cf. Me 12,29-31).
Así se esboza el movimiento global de la oración
cristiana: de la escucha a la fe, de la fe al conocimiento
de Dios, y del conocimiento al amor, respuesta última a
su amor gratuito y preveniente al hombre. No se dirá
nunca suficientemente que donde no está bien clara la
primacía de la escucha de Dios, la oración tiende a con­
vertirse en una actividad humana y está obligada a nu­
trirse de actos y fórmulas, en los que el individuo busca
su satisfacción y seguridad: se convierte en la epifanía de
una arrogancia espiritual, en el sucedáneo del propio
cumplimiento de la voluntad de Dios. A lo sumo, se

36 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


transforma en una disciplina de concentración que tal vez
elimina las distracciones, pero no abre realmente a una
atención orante al Señor que habla (cf. Dt 4,32-33) y que
ama (cf. Dt 7,7-8): ¡que habla porque ama!
Por último, hay que recordar un dato del que es más
difícil tomar conciencia, pero que siempre «envuelve»
nuestra oración: con la escucha de la Palabra entramos
en el misterio del diálogo intra-trinitario. La comunión
de amor que reina entre el Padre, el Hijo y el Espíritu es,
en efecto, alimentada por la escucha recíproca, como
atestiguan algunas palabras de Jesús: «A vosotros os he
llamado amigos porque os comuniqué cuanto escuché a
mi Padre» (Jn 15,15); «Cuando venga él, el Espíritu de la
verdad... no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que
oye» (Jn 16,13); «Te doy gracias. Padre, porque me has
escuchado» (Jn 11,41).

3. La acogida de una Presencia

La escucha de la Palabra de Dios contenida en la Escri­


tura, Palabra acogida, custodiada y meditada en el cora­
zón, no puede sino desvelar en nosotros una Presencia, la
presencia del Dios viviente, más íntima a nosotros que
nosotros mismos (cf. Agustín, Confesiones 111,6,11). La
oración nos lleva de este modo a descubrir nuestra verdad
más profunda: Dios está presente en nosotros, no como
fruto de nuestra búsqueda, no como resultado de nuestro

¿QUÉ ES LA ORACIÓN? 37
deseo -porque su presencia nos precede, es anterior a
nuestro esfuerzo por prestarle atención-, sino como don
y entrega de Dios mismo a través de su Palabra.
Todo el Antiguo Testamento atestigua una iniciación
a la acogida, por parte del hombre, de la presencia de
Dios, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros; pero con la
humanización de Dios en Jesús, es Dios mismo quien ha
realizado un gesto definitivo: «La Palabra se hizo carne y
acampó entre nosotros» (Jn 1,14). Escuchar la palabra
significa, por lo tanto, acoger al Hijo en su presencia de
Señor y aceptar que venga con el Padre a poner su mora­
da en nosotros (cf. Jn 14,23), mediante el Espíritu Santo;
y acoger al Hijo no significa solo vivir «en Cristo», sino
convertirse en su morada, es decir, experimentar la vida
de Cristo en nosotros, hasta llegar a confesar: «No vivo
yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20). Se trata de una
experiencia capital para el creyente, hasta tal punto que
tener conciencia de «Cristo en nosotros» (cf. Rm 8,10;
Col 1,27) se convierte en el criterio fundamental para dis­
cernir la calidad de nuestra fe cristiana, como recuerda el
apóstol Pablo, que invitaba a los cristianos a ponerse a
prueba: «¿No lográis descubrir a Jesucristo en vosotros?»
(2 Co 13,5). En virtud de esta inhabitación recíproca, po­
demos hacer nuestra la oración de Cristo, tener en noso­
tros sus mismos sentimientos (cf. Flp 2,5): esta es la ora­
ción cristiana, en la que el Espíritu se configura cada vez
más con el Hijo en su estar continuamente vuelto al Pa­
dre. Somos atraídos a la identificación con el Hijo, hasta

38 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


llegar a ser por la gracia el Hijo de Dios -según la audaz
expresión de Ireneo de Lyon (cf. Contra las herejías
111,19,1)-, porque Cristo es el yo de nuestro yo.
Más aún: no oramos a la Tri-unidad de Dios, sino que
más bien oramos en ella, implicados en la comunión de
vida y de amor que es la misma relación divina. En efec­
to, si a partir de la conciencia de la vida de Cristo en no­
sotros, tratamos de acoger la presencia de Dios, descu­
brimos que el sujeto de la oración, su verdadero protago­
nista, es el Espíritu Santo: tal certeza garantiza nuestra
perseverancia y continuidad en la oración, liberándonos
del subjetivismo y de los impulsos psíquicos del momen­
to. Es el Espíritu el que nos hace gritar: «Abbá, Padre»
(Rm 8,15; Ga 4,6) y, uniendo a nuestro gemido su gemi­
do inexpresable, nos empuja a dirigirnos a Dios como a
un «tú», a una Presencia personal: «Oh Dios, tú eres mi
Dios» (Sal 63,2); es el Espíritu que introduce en nosotros
su deseo (cf. Rm 8,27) y nos hace conocer la verdadera
naturaleza de nuestras necesidades. En efecto, gracias a
su acción, los deseos confusos que habitan en nosotros se
convierten en deseo de Dios, sed de comunión con él y
de alianza con él: «A nosotros nos lo revela Dios por me­
dio del Espíritu; pues el Espíritu lo explora todo, incluso
las profundidades de Dios... nos revela el pensamiento de
Cristo» (cf. 1 Co 2,10-11.16), y así nos enseña a orar. Sí,
toda oración cristiana es implícitamente una epíclesis, es
una invocación del Espíritu Santo, gracias a la cual pue­
de tener lugar una re-orientación real de toda nuestra

¿QUÉ ES LA ORACIÓN? 39
existencia: nos dirigimos al Padre, a través del Hijo, en
el poder del Espíritu Santo. Y así, según las palabras di­
rigidas por Jesús a la mujer samaritana, recibimos la ca­
pacidad de adorar al Padre «en Espíritu y Verdad» (Jn
4,23-24), es decir, en el Espíritu Santo y en Cristo Jesús.
Y el lugar de tal adoración es nuestro cuerpo, es nuestra
humanidad concreta: «Pues nosotros somos templo de
Dios vivo», afirma con audacia Pablo (2 Co 6,16).
Una vez que tomamos conciencia de ello, se com­
prende que reconocer a Dios como mi Dios, dirigirme a
él llamándolo «Abbá», significa entrar en relación con
aquel que habita en mí: no es exterior, sino interior, es
distinto de mí y, sin embargo, está en mí. De este modo,
la oración deviene un hacer experiencia espiritual de
aquel que «no es infinitamente lejano, sino cercano, está
en el centro de mi vida» (Dietrich Bonhoeffer). La ora­
ción es mi consenso, mi adhesión a esta vida dialogal, tri­
nitaria, cuya fuente está en Dios. Es la acogida de una
Presencia descubierta, deseada, invocada; una Presencia
a veces inmensa, sobrecogedora, como dice el salmista:
«Señor, tú me sondeas y me conoces... Me conoces cuan­
do me siento o me levanto, de lejos percibes mis pensa­
mientos... Me estrechas detrás y delante, apoyas sobre mí
tu palma... ¿Adonde me alejaré de tu aliento?, ¿adonde
huiré de tu presencia?» (Sal 139,1-7); otras veces, en
cambio, es infinitamente silenciosa hasta adoptar la for­
ma del ocultamiento, de la ausencia. Pero también en el
silencio que nos obliga a reconocer la alteridad del Otro,

40 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


Dios se muestra Padre para quien sabe que es hijo suyo:
el silencio de la presencia de Dios no es nunca indiferen­
cia, sino signo de su gratuidad y de su libertad, porque él
no se deja agotar por nuestras imágenes, concepciones o
deseos...

4. Apertura a una comunión

De la escucha, a través del descubrimiento de una Pre­


sencia, en la oración nos abrimos al diálogo, a la comu­
nión con el Señor. Pero precisamente en este nivel, la
oración aparece como una actividad delicada, que, arrai­
gándose en el núcleo más profundo de nuestro ser, puede
ser fácilmente manipulada. La palabra, que ha llegado
hasta nosotros y nos ha hecho tomar conciencia de la pre­
sencia de Dios, nos llama ahora a pasar al Padre. Si la vi­
da es adaptación al ambiente, la oración, que es vida es­
piritual en marcha, es adaptación a nuestro ambiente úl­
timo, que es la realidad de Dios en la que todo y todos es­
tán contenidos (cf. Hch 17,27-28): él está siempre allí y
nos espera «en lo escondido» (Mt 6,4.6.18).
En esta etapa de la oración cristiana, lo primero que
necesitamos es admitir nuestra debilidad. Tenemos que
comportarnos como el publicano de la parábola evangé­
lica, que reza tal como él es en verdad, que se presenta
ante Dios sin ponerse máscaras, sino reconociendo su
condición de pecador (más aún, literalmente, «el peca-

¿QUÉ ES LA ORACIÓN? 41
dor»): (Le 18,13). No solo sus palabras («Oh Dios, ten
piedad de mí, el pecador») son un modelo para nosotros,
sino que lo es sobre todo su disposición interior: única­
mente quien es capaz de adoptar una actitud humilde, po­
bre, pero muy realista, puede estar ante Dios aceptando
que es conocido por Dios tal y como es verdaderamente.
Por otro lado, nosotros nos conocemos de modo imper­
fecto, y lo que cuenta es que somos conocidos por Dios
(cf. 1 Co 13,12; Ga 4,9).
Quien se atiene de este modo a la realidad es también
capaz de confesar: «Aunque no sabemos pedir como es
debido», ni siquiera conocemos plenamente nuestros ge­
midos, «el Espíritu mismo intercede por nosotros» (Rm
8,26). Se trata, entonces, de suplicar, de pedir el Espíritu
Santo: si hay palabras nuestras en la oración, las prime­
ras que podemos balbucir, son aquellas con las que invo­
camos el descenso del Espíritu. La petición del Espíritu
Santo, cosa buena entre las cosas buenas, es prioritaria
y absoluta con respecto a todas las demás, porque en ella
está incluido todo; Jesús mismo nos aseguró que esta ora­
ción es siempre escuchada por el Padre: «Pues si voso­
tros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a
vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará
el Espíritu Santo a quienes lo pidan!» (cf. Le 11,13; cf.
Mt 7,11).
Ni siquiera el acto elemental de la fe es posible sin el
Espíritu, porque «nadie puede decir: “Jesús es el Señor”
si no es en el Espíritu Santo» (1 Co 12,3). En efecto, so-

42 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


lo el Espíritu puede hacer que broten en nosotros pala­
bras que lleguen a ser diálogo con Dios en la alabanza, en
la acción de gracias, en la petición, en la intercesión: es
el Espíritu quien las sugiere, las guía, las sostiene como
palabras capaces de llegar hasta Dios. El Espíritu obra
siempre, como obran el Padre y el Hijo (cf. Jn 5,17), y
«viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 6,26), derra­
mando en nuestros corazones la capacidad de reconocer­
nos hijos, de reconocer todo y a todos como queridos,
creados y amados por Dios.
Así podemos «ofrecer el culto según el Espíritu de
Dios y gloriarnos en Cristo Jesús, sin poner nuestra con­
fianza en la carne» (cf. Flp 3,3). De aquí es de donde na­
ce nuestra parrésía en la oración; la parresía es confian­
za, audacia, libertad al estar ante Dios, al hablarle con
franqueza, esperando su respuesta, que es siempre tam­
bién un juicio pronunciado sobre nuestra vida. De este
modo surge el diálogo o, mejor dicho, el dúo, la comu­
nión... No se trata de negar el peso de nuestro pecado, de
esconder nuestra miseria, sino de ir más allá del conoci­
miento que tenemos de nosotros mismos, en favor del co­
nocimiento que Dios tiene de nosotros. Quien ora de es­
te modo sabe que es ¿gapéménos (cf. Col 3,12: 1 Tes 1,4;
2 Tes 2,13), amado por Dios; conoce el agápe de aquel
que lo amó primero, de quien lo ha perdonado, cuando
era todavía pecador y enemigo (cf. Rm 5,6-11), de quien
le ofrece constantemente su amor. Y es justamente en la
aceptación de este amor, en la fe en este amor (cf. 1 Jn

¿QUÉ ES LA ORACIÓN? 43
4,16), donde la oración encuentra su télos: el agápé de
Dios se convierte en nosotros en amor a todos los hom­
bres, incluso a los enemigos; se convierte en compasión
y misericordia. Así, el mandato de Jesús: «Rezad por
vuestros enemigos» (cf. Le 6,27-28), no aparece solo co­
mo una amplitud mayor conferida a la oración, sino que
es participación en el amor mismo de Dios, que ama a to­
dos los hombres sin exclusión, que hace llover su bendi­
ción sobre justos e injustos (cf. Mt 5,45).

Llegados a este punto, descubrimos que todas las for­


mas de oración son relativas, y así rechazamos al «hom­
bre viejo» (cf. Rm 6,6; Ef 4,22; Col 3,9) que está en no­
sotros, siempre tentado por sus ambiciones religiosas de
confundir los esfuerzos y los medios con el fin. Hoy, en
particular, maestros de espiritualidad y de oración dema­
siado improvisados forjan, en nombre de una concepción
antropológica de la oración misma, iniciaciones inspira­
das en el yoga, en el zen, en la meditación trascendental,
o en otras corrientes. Pero esto se traduce a menudo en
una confusión entre la sustancia (la comunión con el Se­
ñor) y los accidentes (la experiencia de estados interio­
res, psíquicos). Lo mismo hay que decir a propósito de
aquellos que, más anclados en la tradición eclesial, valo­
ran más los ritos y los sacramentos que el fin mismo de
la oración, que es el amor a Dios y a los hombres. Escri­
bía con inteligencia un monje, muy consciente del télos
de la oración:

44 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


«Cuando pienso en las cinco horas que paso cada día
en oración, me parecen como un inmenso montón de
arena que arrastro ante Dios. De vez en cuando afloran
pepitas de ofrecimiento auténtico, y solo estas pepitas
tienen importancia. Pero afloran de un modo rigurosa­
mente imprevisible, y, por desgracia, no existe ningún
método para filtrarlas con el fin de poder presentarlas
después, evitando la fatiga de arrastrar todo este mon­
tón de arena donde se encuentran inmersas... Este tra­
bajo sirve, así lo espero, para percibir cada vez más mi
ser en sus profundidades más remotas, de modo que
me convierta globalmente en un ser que, consciente o
inconscientemente, no hace ni quiere nada más que es­
tar ante Dios conociendo su amor y arrastrando consi­
go a todos sus prójimos».

5. Una mirada contemplativa

En el espacio de la comunión y del agápé, quien ora lle­


ga poco a poco a la contemplación. Esta no es visión de
Dios -porque «quien ve a Dios muere», como advierte la
máxima del Antiguo Testamento (cf. Ex 33,20), recorda­
da por el discípulo amado cuando insiste: «Nadie ha vis­
to jamás a Dios» (Jn 1,18)-, sino que es una mirada nue­
va a todo y a todos. «Pues procedemos por fe, no por vi­
sión» (2 Co 5,7), afirma a su vez el apóstol Pablo; esto
significa que en la fe Dios no se deja ver por nosotros y,
sin embargo, se manifiesta, según la promesa de Jesús:
«A quien me ama lo amará mi Padre, y yo lo amaré y me

¿QUÉ ES LA ORACIÓN? 45
manifestaré a él» (Jn 14,21). Ahora bien, tal manifesta­
ción no tiene lugar, como se ha dicho, a través de la vi­
sión, ni en un conocimiento teórico, sino en una comuni­
cación interior del poder divino: Dios revela su designio
de salvación, su economía, en la que sostiene la creación
entera y ama a todas las criaturas, a todos los hombres.
He aquí, pues, la auténtica contemplación cristiana: fijar
la mirada en el amor de Dios, hasta llegar a ver, por gra­
cia, toda la realidad con sus ojos. Entonces Dios brilla
en nuestros corazones para hacer resplandecer «el cono­
cimiento de su gloria que brilla en el rostro de Cristo» (2
Co 4,6), y nosotros participamos de su mirada sobre la
historia entera y sobre todas las criaturas. Nuestro ojo se
convierte en el de los querubines, un ojo contemplativo,
lleno de amor y de misericordia...
Y así se nos da la makrothymía de Dios, el ver, el oír,
el pensar con magnanimidad de todas las cosas, de todas
las criaturas, incluidas las más desgraciadas, las más
marcadas por el pecado, las más heridas en su semejanza
con Dios: este es el verdadero discernimiento, que tiene
como fruto el «apocalipsis», ¡la revelación de todas las
cosas! El orante se hace «diorático» es decir, capaz de
ver «más allá», de ver en profundidad; ve que todo es
gracia, todo es don de Dios y se hace entrañas de miseri­
cordia en las entrañas de misericordia de Dios, también
frente al mal y al pecado que contradicen el agápe. He
aquí como se expresaba a este respecto Isaac de Nínive,
el gran padre de la Iglesia siriaca:

46 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


«¿Qué es un corazón misericordioso? Es el incendio
del corazón por toda criatura: por los hombres, por las
aves, por los animales, por los demonios y por todo lo
que existe. Al recordarlos y al verlos, los ojos [del cris­
tiano] derraman lágrimas, por la violencia de la mise­
ricordia que encoge su corazón a causa de la gran com­
pasión. El corazón se libera y no puede soportar el oír
o el ver un daño o un pequeño sufrimiento de alguna
criatura. Y por esto ofrece oraciones con lágrimas en
todo momento, también por los seres que no están do­
tados de razón, y por los enemigos de la verdad y por
quienes la obstaculizan, para que sean custodiados y
afianzados; e incluso por los reptiles, a causa de su
gran misericordia, que brota en su corazón sin medida,
a imagen de Dios» (Primera colección 74).

Si la oración es auténticamente cristiana, si surge de


la escucha de Dios, si se abre a su Presencia y se con­
vierte en comunión hasta vivir con él la relación de alian­
za, entonces su fruto es la caridad, el amor a Dios, a los
hombres y a la creación entera. De este modo, la oración
tiende a hacerse vida, impregna toda la existencia del cre­
yente, que puede cantar con el salmista: «Yo soy ora­
ción» (Sal 109,4). Ya no reza oraciones, sino que se con­
vierte en oración, como se pudo escribir de Francisco de
Asís: «Ya no oraba, sino que se había hecho oración»
(«nom tam orans, quam oratio factus»: Tomás de Celano,
Vida segunda 95).
Al final de su vida de oración, Benito de Nursia, apo­
yado en la ventana y fijando la mirada en las cerradas ti-

¿QUÉ ES LA ORACIÓN? 47
nieblas de la noche, divisó una luz que bajaba de lo alto
y disipaba la densa oscuridad: en aquella visión «el mun­
do entero fue puesto ante sus ojos como recogido en un
único rayo de sol» (Gregorio Magno, Diálogos 11,35)...
Así ve el mundo el contemplativo: con gran misericordia,
con profunda compasión. ¡Él ha recibido como don la
mirada de Dios!

48 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


II


¿CÓMO ORAR?
-

«Jesús no solo acoge en la oración todo lo que es hu­


mano, sino que al mismo tiempo le da una orientación
nueva, poniéndolo directamente en relación con Dios...
Él encuentra un acento nuevo para hablar de Dios. Para
él, Dios no es la Majestad inaccesible, cuya Presencia lle­
na al hombre de miedo o de incomprensión; tampoco es
el Absoluto, cuya lejanía y soledad deja al hombre com­
pletamente indiferente, sino que es el Dios cercano, es el
Padre que nos ama y al que debemos acercarnos con la
sencillez y la confianza de hijos. En la palabra “Padre” se
encuentra todo el secreto de la vida y de la oración de
Jesús»
-Ignace de la Potterie, La preghiera di Gesü, p. 161.

«Suplicar a Dios para que nos conserve el don de la fe,


de la luz que nos hace reconocer en Jesús al Hijo de Dios;
ensalzar a Dios que nos ha dado esta luz y nos ha hecho re­
conocer su infinita realidad íntima, que se ha revelado en
su Cristo. Esta es nuestra vida. Toda nuestra vida, sin dis­
tinciones de momentos, en una sola unidad, en una sola
unificación. El hombre perfectamente unificado llega a ser
únicamente y de continuo esta súplica y esta alabanza»
- Giuseppe Dossetti, L’identitá del cristiano, p. 230.

1. Las enseñanzas de Jesús sobre la oración

J
%JesÚs oraba. El pertenecía a un pueblo
que sabía rezar, el pueblo que creó el libro de los Salmos
y encontró en la práctica de oración de Israel la norma
que configuró su misma fe. Su oración litúrgica estaba
configurada según los modos y las formas de la oración
judía de aquel tiempo, tal como era vivida en la liturgia
sinagogal y en las fiestas del Templo de Jerusalén: Sal­
mos, recitación del Shema‘ Yisra’el, Tefillah (oración
principal rezada en todos los oficios litúrgicos), lectura
de la Torá y de los Profetas, etcétera. En esta fuente se
inspiró Jesús para su capacidad creativa. El «Padrenues­
tro», por ejemplo, presenta evidentes afinidades con la
Tefillah y con el Qaddish (antigua doxología, usada con
frecuencia en el oficio sinagogal); en particular, las pala­
bras: «Santificado sea tu nombre, venga tu Reino» (Mt
6,9-10; Le 11,2) parecen adaptarse a una normativa ex­
presada en el Talmud con estas palabras: «Una bendición
en la que no se menciona el Nombre divino no es una ben­
dición, y una bendición que no contiene la mención de la
realeza de Dios no es una bendición» (bBerajot 40b).

¿CÓMO ORAR? 53
También tiene suma importancia la oración personal
de Jesús. En efecto, en su ministerio público «se retira­
ba» con frecuencia, sobre todo durante la noche o al ama­
necer, para orar: «en lugares desiertos», «a parte», «él so­
lo», «en el monte» (Mt 14,23; Me 1,35; 6,46; Le 5,16;
9,18.28); y, en particular, «se fue él solo, al monte de los
Olivos» (cf. Le 22,39). Lucas es el evangelista que más
insiste en la oración de Jesús, vinculándola a los mo­
mentos destacados de su vida y de su misión: Jesús ora
en el momento de recibir el bautismo de Juan (cf. Le
3,21-22); ora antes de elegir a los Doce (cf. Le 6,12-13);
ora en la transfiguración (para Lucas, la transfiguración
es un acontecimiento estrechamente ligado a la oración:
cf. Le 9,28-29); la oración es el espacio predispuesto pa­
ra la confesión de fe de Pedro (cf. Le 9,18); de su plega­
ria nace la enseñanza sobre la oración dirigida a los dis­
cípulos (cf. Le 11,1-4); antes de la pasión, declara que ha
orado por Pedro; para que su fe no desfallezca (cf. Le
22,32); en Getsemaní, su oración tiene una especial in­
tensidad (cf. Le 22,39-46); por último, Jesús ora en la
cruz, invocando del Padre el perdón para sus verdugos
(cf. Le 23,34); y, después, entregando con confianza su
aliento en las manos paternas (cf. Le 23,46; cf. Sal 31,6).
La oración de Jesús es personalísima; en ella se diri­
ge a Dios llamándolo «Papá», con el matiz de particular
intimidad y confianza intrínseca en el término arameo
Abbá: es la puerta de acceso al misterio de su personali­
dad, que se encuentra bajo el signo de la filiación con

54 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


respecto al Padre amado. Y a Jesús, que ora con insis­
tencia y perseverancia, el Padre le responde entablando
un diálogo con él: «Tú eres mi Hijo querido, mi predi­
lecto» (cf. Sal 2,7; Heb 1,5; cf. Me 1,11), palabras que
encuentran su cumplimiento en el hoy de la resurrección
(cf. Hch 13,32-33).

A partir de su experiencia de oración, Jesús enseñó a


sus discípulos a orar, y lo hizo a través de una interpreta­
ción autorizada de la enseñanza relativa a la oración, con­
tenida en la Escritura y en la tradición recibida por él. Así
pues, en la oración auténtica es esencial acoger los con­
sejos para la oración dados por Jesús a los discípulos, y
escuchados, conservados y entregados por ellos a las co­
munidades cristianas; y, por tanto, vividos por los cre­
yentes hasta llegar a ser transmitidos como Escritura en
los Evangelios. Estas indicaciones son todavía hoy las lí­
neas espirituales y pastorales esenciales para la oración
cristiana. Antes de examinarlas más detenidamente, hay
que recordar que Jesús condensó su enseñanza en la ora­
ción del Padrenuestro, definido justamente como «com­
pendio de todo el Evangelio» (Tertuliano, La oración
1,6). En verdad, el Padrenuestro -transmitido en las dos
versiones de Mt 6,9-13 y Le 11,2-4-, más que una fór­
mula rígida, constituye una síntesis de las indicaciones
de Jesús sembradas como semillas en los cuatro evange­
lios: es un rastro, una matriz, un canon capaz de recapi­
tular lo esencial de la oración cristiana.

¿CÓMO ORAR? 55
a) «Antes de orar, reconcilíate con tu hermano»
(cf. Mt 5,23-24; Me 11,25)
En el momento mismo en que el cristiano se dirige a Dios
llamándolo Padre, debe ser consciente de que no realiza
esta invocación él solo, sino que la expresa junto a los
hermanos: dice «Padre», pero de inmediato añade «nues­
tro». Ser custodios de los hermanos en la fe y de todos los
hombres es la condición esencial para acceder a la co­
munión trinitaria. La reconciliación con el hermano y el
amor que se extiende hasta el enemigo, incluyendo la vo­
luntad de hacer el bien a quien nos hace el mal (cf. Le
6,27): esta es la actitud que debe acompañar el comien­
zo de todo diálogo con el Señor. Si se olvida este dato
preliminar, se empobrece gravemente la oración, hasta
banalizarla. En efecto, la situación de división y de odio
vivida por el orante contradice la finalidad de la oración,
que es la comunión: ¿cómo se puede pretender dialogar
con Dios, que nos ha amado cuando éramos enemigos, y
hablar con él, a quien no vemos, si no sabemos perdonar
o no queremos comunicamos con el hermano a quien ve­
mos (cf. 1 Jn 4,20)? No es casual que la única petición
del Padrenuestro que Jesús comenta sea: «Perdona nues­
tras ofensas como también nosotros perdonamos a los
que nos ofenden» (Mt 6,12), y lo hace con palabras ine­
quívocas: «Pues si perdonáis a los hombres las ofensas,
vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros, pero si
no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os
perdonará vuestras ofensas» (Mt 6,14-15).

56 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


b) «Cuando ores, entra en tu cuarto» (Mt 6,6)
El creyente vive su fe en la comunidad, la expresa en la
liturgia, oración de toda la Iglesia, y tiene que orar junto
con los demás hermanos y hermanas, haciendo de la ora­
ción común la mejor escuela de oración personal. No tie­
ne que emprender un camino nuevo e inédito, sino que
recibe de la Iglesia el canon de la oración: los Salmos, la
lectura de la Escritura, la intercesión, el Padrenuestro y la
cima de la oración misma, es decir, la eucaristía. La li­
turgia es, por consiguiente, el ambiente vital para crecer
en la fe y en la comunidad con el Señor.
No obstante, la oración común no es suficiente: nece­
sita la interiorización, la gratuidad de quien tutea a Dios
personal mente,, cuando los otros no están físicamente
junto a él. Orar en la soledad, aparte, no es una forma de
individualismo, sino la posibilidad de encontrar a Dios
como hijos en el secreto del corazón, aceptando sobre
nosotros mismos aquella mirada penetrante del Dios que
conoce, mira y habla a cada uno de un modo irrepetible
y único.
La invitación de Jesús a orar «en lo secreto» no es so­
lo un antídoto contra la hipocresía de quien reza para ser
visto y admirado por los demás (cf. Mt 6,5), sino que in­
dica un modo de diálogo amoroso e íntimo con Dios,
«cara a cara» con el Invisible... Sí, la oración personal es
la ocasión de dirigirse a Dios con libertad, de acoger en
el transcurso del tiempo su Presencia, de percibir cómo
se aproxima, cómo está a la puerta y llama (cf. Ap 3,20),

¿CÓMO ORAR? 57
cómo nos visita con premura. Un orante que se nutre úni­
camente de oración común corre el riesgo de hacer de es­
ta última solo una experiencia de pertenencia al grupo, si
no una especie de exhibición frente a los demás...
Pues bien, hoy es precisamente la oración personal la
más descuidada, y esta situación nos hace correr el ries­
go, a largo plazo, de vaciar también la verdad de la mis­
ma oración litúrgica. Si bien en la pastoral se dedican
muchos esfuerzos a la iniciación litúrgica, lamentable­
mente no van acompañados de una adecuada transmisión
de la oración personal, que debería ser enseñada desde la
infancia. En efecto, quien no recibe desde pequeño una
iniciación a la oración personal por parte de los padres o
de los educadores, difícilmente podrá nutrirse de ella en
la edad madura, de forma que acreciente su fe en el Dios
vivo, presente en la existencia cotidiana. Suenan como
una advertencia todavía actual las palabras de Martin
Buber: «Si creer en Dios significa poder hablar de él en
tercera persona, entonces no creo en Dios. Si creer en él
significa poder hablarle, entonces creo en Dios». Hoy, los
cristianos saben hablar de Dios; pero ¿saben también, co­
mo en las anteriores generaciones cristianas, hablar a
Dios?

58 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


c) «Todo lo que pidáis en mi Nombre, lo haré»
(Jn 14,13)
Orar es también pedir a Dios aquello que necesitamos,
pero pedirlo en el Nombre de Jesús. Esto significa, por un
lado, unir nuestra oración a la de Jesús, que «a la derecha
de Dios intercede por nosotros» (Rm 8,34; cf. Heb 7,25);
pero, sobre todo, armonizar nuestra oración con la suya,
es decir, tener en nosotros los mismos sentimientos y los
mismos pensamientos que él tuvo. En efecto, el fin de la
oración es que nosotros hagamos la voluntad de Dios, no
que Dios haga la nuestra: no son nuestras oraciones las
que transforman el designio del amor de Dios sobre no­
sotros, sino que son los dones que Dios concede en la
oración los que nos transforman y nos ponen en sintonía
con su voluntad. Por eso, si oramos en el Nombre de
Jesús -desconcertante, pero verdadero-, hemos sido ya
escuchados (cf. Jn 15,16; 16,23-24), habiendo puesto por
encima de todas las cosas la voluntad de Dios que se rea­
liza en nosotros y en todas las criaturas del cielo y de la
tierra: esta primacía de la voluntad de Dios fue la sed de
Jesús a lo largo de toda su vida, fue su alimento cotidia­
no (cf. Jn 4,34)... Hemos de creer que somos escuchados,
porque todo es posible para quien tiene fe (cf. Me 9,23;
11,24; 1 Jn 5,14-15); en cambio, quien al orar se muestra
zarandeado entre confianza y escepticismo no reconoce
que Dios, a través de Jesucristo, posee el poder de reali­
zar infinitamente más de lo que el hombre pueda pedir o
pensar (cf. Ef 3,20).

¿CÓMO ORAR? 59
d) Orar con humildad, como el publicano
(cf. Le 18,9-14)
El orgullo, el desprecio a los otros y la sobrevaloración
de nosotros mismos son impedimentos para la oración;
por el contrario, afirmar con convicción, como el publi­
cano de la parábola: «Oh Dios, ten piedad de este peca­
dor» (Le 18,13), es la primera palabra para dirigirse a
Dios. Ante el Dios tres veces Santo no es posible ningu­
na auto-exaltación, sino únicamente el conocimiento del
propio pecado. Cuando esto tiene lugar, se realiza el gran
milagro: «Quien conoce su propio pecado es mayor que
quien resucita a los muertos» (Isaac de Nínive, Primera
colección 65). En el Evangelio según Lucas, como ya he­
mos indicado, el modelo de tal disposición interior es el
publicano, el pecador justificado, porque se presentó ante
Dios con aquella humillación que es la única actitud que
puede introducir en la humildad; significativamente, en la
Regla de Benito, al monje se le propone como modelo de
humildad publicanus Ule, el publicano del Evangelio (RB
7,65), no el fariseo, tan ciego en su arrogancia humana y
espiritual... Por lo demás, Pedro es el primer discípulo
perdonado, ya desde el momento de su vocación, cuando,
reconociendo a Jesús como Señor, grita: «¡Apártate de
mí, Señor, que soy un pecador!» (Le 5,8).

La relación entre Dios y el hombre en la oración de­


be ser situada en la íntima verdad de los protagonistas de
tal encuentro: el Creador y la criatura, el Padre pródigo

60 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


de amor y el hijo perdido y hallado, el Médico y el en­
fermo, el Santo y el pecador.

e) Orar juntos, poniéndose de acuerdo


con los hermanos (cf. Mt 18,19-20)
Si es verdad que también la oración solitaria debería ser
hecha en comunión con toda la humanidad, tal comunión
debe ser nuestra preocupación principal en el momento
de la oración común. En efecto, Cristo Señor aseguró su
presencia en tal situación: «Pues donde hay dos o tres
reunidos en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos»
(Mt 18,20). El acento específico de la exhortación de
Jesús recae sobre el symphónein (v. 19), sobre la necesi­
dad de armonizar las voces, que tiene como exigencia po­
nerse de acuerdo, lograr la armonía de los corazones, es­
to es, recorrer un camino hacia una comunión profunda
de sentimientos, con el fin de presentarse juntos ante
Dios. La oración «sinfónica» hecha en la tierra es escu­
chada en el cielo (cf. Mt 18,19). Es significativo lo que se
afirma de la primera comunidad cristiana, nacida en Pen­
tecostés: vivía de la unión fraterna, de la práctica común
de la oración (cf. Hch 2,42), tendiendo a ser «una sola al­
ma y un solo corazón» (Hch 4,32).

En la oración, por consiguiente, no se trata solo de


unir las voces en peticiones y acciones de gracias, sino de
hacerlo uniendo el corazón de todos. Ponerse de acuerdo
es un arte difícil, pero no se puede orar juntos sin este ca-

¿CÓMO ORAR? 61
mino laborioso de reconocimiento del otro, de su alteri-
dad, de su diferencia, de sus dones y de su servicio en la
Iglesia. Sin cancelar las diferencias y sin acaparar con
voracidad la oración del otro, se trata de acoger su peti­
ción en la única búsqueda del Reino que viene; así se
confiere unanimidad a la oración: no a través del consen­
so, sino a través de la conversión de los propios pensa­
mientos en los de Cristo Jesús. Por desgracia, a menudo
no se tiene suficientemente en cuenta la importancia de
esta oración armónica, que es la instancia primera y ele­
mental para vivir la comunión en la comunidad y en la
Iglesia.

f) Orar con confianza (cf. Mt 6,7-8)


Es un consejo importante que precede a la enseñanza del
Padrenuestro; pero también en otro lugar afirma Jesús:
«Y todo lo que pidáis con fe lo recibiréis» (Mt 21,22). La
oración cristiana no es como la de los paganos que can­
san a los dioses multiplicando las palabras y confiando
en ellas; nosotros tenemos que poner la confianza en
aquel que nos habla y nos llama a la oración: Dios, el Pa­
dre. La oración filial no se mide, por tanto, por las repe­
ticiones y la extensión (cf. Me 12,40; Le 20,47), sino por
la fe que la anima. En efecto, «nuestro Padre sabe qué
necesitamos antes que se lo pidamos» (cf. Mt 6,8.32), y
ningún orante ha de temer que él le dé piedras en vez de
pan: nosotros somos malos, pero Dios es bueno (cf. Le

62 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


11,9-13; 18,19). No ha de tener ningún miedo quien sabe
que es hijo de Dios, quien está seguro de que pone su ora­
ción en las manos de aquel que es nuestro abogado ante
el Padre (cf. 1 Jn 2,1), quien ha recibido la unción del Es­
píritu (cf. 1 Jn 2,20.27). Y si nuestra conciencia nos acu­
sara, «Dios es más grande que nuestro corazón» y nos
permite estar ante él con parresía: sin esta franqueza no
hay verdadera oración cristiana (cf. 1 Jn 3,18-22; 5,14-
15), porque ella está en la base de la confianza que anima
al creyente y a la comunidad cristiana en su conjunto.

g) Orar siempre, sin cansarse


(cf. Le 18,1-8 y 21,34-36)
La oración requiere perseverancia, continuidad. Varias
veces, Jesús -seguido en esto por Pablo (cf. Rm 12,12; Ef
6,18; 1 Tes 5,17)- pidió la oración sin interrupción. Aho­
ra preguntémonos con honestidad: ¿cómo es posible vi­
vir, trabajar, descansar, dormir, encontrarse con los de­
más y, al mismo tiempo, orar continuamente? Hemos de
entender bien las palabras. Orar siempre no significa em­
peñarse en repetir continuamente fórmulas o invocacio­
nes, sino vivir una existencia caracterizada por aquello
que los Padres llamaban memoria Dei, el recuerdo cons­
tante de Dios: «Orar incesantemente quiere decir tener la
mente dirigida a Dios con gran fervor y amor, permane­
cer siempre pendientes de la esperanza que tenemos en
él, confiando en él en todo lo que hagamos y pase lo que

¿CÓMO ORAR? 63
pase» (Máximo el Confesor, Libro ascético 25). En otras
palabras, es cuestión de reconocer que el Dios vivo actúa
constantemente en nuestra existencia y en la historia; lu­
char para ser siempre conscientes de la presencia de Dios
en nosotros, es decir, de la comunión que él nos da, para
que la acojamos y la compartamos con todos nuestros
hermanos y nuestras hermanas.
Si existe esta conciencia de la presencia de Dios, en­
tonces el Espíritu Santo, que ora continuamente en noso­
tros, puede invadirnos de tal modo con su oración, que
excave poco a poco en nosotros una fuente de agua viva
(cf. Jn 7,38), un torrente que no se detiene. Llegamos así
a una oración continua, que no nace de nosotros: es un
flujo subterráneo, un constante recuerdo de Dios que de
vez en cuando emerge y se hace oración explícita, pero
que no nos abandona nunca. De este modo podemos ser
también voz de toda criatura y de todo lo creado, porque
el universo es un océano de oraciones que suben hacia
Dios: oraciones inarticuladas, gemidos dirigidos al Crea­
dor en la espera de la manifestación de los hijos de Dios
(cf. Rm 8,19).

64 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


2. La oración cristiana:
entre petición y agradecimiento

Las enseñanzas de Jesús que acabamos de ver deben ser


situadas dentro de aquello que constituye un elemento
constante de la oración: se mueve siempre entre los dos
polos de la petición y la acción de gracias, articulacio­
nes del acontecimiento unitario de la oración. Y aquí hay
que precisar de inmediato que, en la economía cristiana,
la oración de petición no es ante todo una prolongación
espontánea del deseo humano, sino más bien una res­
puesta obediente al mandato del Señor Jesús: «Pedid...,
buscad..., llamad...». La promesa de la escucha ligada a
estos imperativos -«...y se os dará, ...y encontraréis, ...y
se os abrirá» (Mt 7,7; Le 11,9)- fundamenta ya el víncu­
lo intrínseco e inseparable entre petición y acción de gra­
cias, entre súplica y acción de gracias, actitudes por lo
demás presentes también en la oración del Antiguo Tes­
tamento, en particular en los Salmos (pensemos, por
ejemplo, en Sal 22; 28; 31; 69). Esta síntesis difícil, obra
espiritual de la fe, viene exigida al cristiano por una ad­
vertencia precisa de Jesús: «Os digo que, cuando oréis
pidiendo algo, creed que se os concederá, y así os suce­
derá» (Me 11,24). ¡Único, en efecto, es el Dios a quien
se pide y se da gracias!
Por consiguiente, el hecho de constatar que hoy, jun­
to a una fuerte crisis de la oración de petición, se está
produciendo una recuperación de la oración de acción de

¿CÓMO ORAR? 65
gracias, nos revela la existencia de una crisis de la fe, de
una patología que afecta a la imagen misma de Dios y a
la del hombre, creando un desequilibrio en la oración. En
cambio, hay que discernir que el Dios al que alabamos,
bendecimos y damos gracias, es el Dios personal, el Dios
de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de Jesucristo, el
Dios de la alianza que se revela concretamente en la his­
toria y en la vida, y que este «único Dios, por quien todo
existe y también nosotros» es «el Padre» (1 Co 8,6), al
cual podemos dirigimos con la actitud confiada de los hi­
jos. En caso contrario, también la oración de acción de
gracias corre el riesgo de no entrar en el movimiento de
encuentro con Dios, que es relación dinámica entre dos
alteridades y sinergia entre dos libertades, y agostarse en
un monólogo de auto-glorificación tranquilizadora y ce­
rrado en sí mismo.
Y no olvidemos que a estas dos formas de oración
van unidas dos modalidades específicas: la intercesión, a
la que aludiremos brevemente más adelante, y la alaban­
za, es decir, la gratitud que se traduce en una respuesta
asombrada y «poética» al amor de Dios, reconocido en la
grandeza de los dones que nos otorga.

a) La oración de petición
La forma de oración más atestiguada en la Escritura y re­
querida por Jesús mismo es la de petición. Es también la
que ha planteado más problemas a la tradición cristiana,

66 POR QUE ORAR, CÓMO ORAR


que a menudo ha afirmado la superioridad, la mayor pu­
reza y perfección de la oración de alabanza y de acción de
gracias: «El género principal de oración es el agradeci­
miento» (Clemente de Alejandría, Stromata VII,79,2).
Hoy asistimos, en cambio, a su resurgimiento bajo formas
no auténticamente evangélicas, que la reducen a actitud
mágica, a una especie de apremio dirigido a un Dios per­
cibido como inmediatamente «disponible», que tendría
casi el deber de satisfacer todas nuestras necesidades.
Pues bien, hay que afirmar ante todo que, antropoló­
gicamente, la petición no es solo algo que el hombre ha­
ce, sino una dimensión constitutiva de su mismo ser: el
ser humano es petición, es apelación. Esta dimensión tie­
ne que manifestarse necesariamente en la oración: en
ella, en efecto, «cualquiera que sea la ocasión específica,
todo el ser se presenta ante Dios» (Heinrich Ott). Al diri­
girse a Dios con su petición en las diversas situaciones
existenciales, el creyente -sin renunciar a su responsabi­
lidad y a su compromiso- atestigua que quiere siempre
y de nuevo recibir de la relación con él el sentido de su
vida y de su identidad, y confiesa que no «dispone» de
su existencia. En este sentido, la oración de petición es
ciertamente escandalosa, porque choca con la pretensión
de autosuficiencia del hombre. Además, si se observa en
profundidad, detrás de cada una de las oraciones de pe­
tición verdaderamente cristiana, hay una petición radi­
cal de sentido, que el progreso tecnológico no podrá
nunca hacer que quede superada y que implica directa-

¿CÓMO ORAR? 67
mente no solo al creyente («¿Quién soy?»), sino también
al Dios «en quien vivimos, y nos movemos y existimos»
(Hch 17,28).
Con la oración de petición, además, el creyente esta­
blece un tiempo de espera entre la necesidad y su satis­
facción, establece una distancia entre él mismo y su si­
tuación concreta: se eleva por encima de su necesidad y
la transfigura en deseo. La oración de petición es verda­
deramente la «oficina» de nuestro deseo, porque en ella
podamos aprender a desear, es decir, a conocer y disci­
plinar nuestros deseos, distinguiéndolos de nuestros sue­
ños y tratando de armonizarlos con el deseo de Dios: «en
la oración, el Espíritu Santo educa nuestro deseo para
descentrarlo de nuestra necesidad y centrarlo de nuevo en
el deseo de Dios» (Jean-Claude Sagne). En suma, pedi­
mos dones que colmen nuestras necesidades, y el Espíri­
tu Santo nos lleva a invocar la presencia del Dador, es de­
cir, a pedir el amor, deseo del deseo.
Por esta razón, la oración de petición aspira, en reali­
dad, a la Presencia del Dios a quien se dirige, antes que
a la obtención de un beneficio específico: es comprensi­
ble y practicable solo dentro de una relación filial con
Dios, caracterizada por la vivencia de la fe. Sí, es dentro
y en los límites de esa relación y de esa fe donde hay que
colocar la oración de petición cristiana, que no puede ser
confundida de ninguna manera con la oración de petición
común a cualquier forma religiosa, sino que encuentra su
norma normans en la jerarquía de peticiones presentes en

68 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


el Padrenuestro y su criterio imprescindible en la oración
del Hijo Jesucristo al Padre. La fe y la relación filial vivi­
das por Jesús, el modo en que él se dirigió al Padre, se ha­
cen así ejemplares para el creyente. Dietrich Bonhoeffer
escribió:
«Dios no realiza todos nuestros deseos, sino todas sus
promesas, es decir, sigue siendo el Señor de la tierra,
conserva a su Iglesia, renueva siempre nuestra fe, no
nos impone nunca pesos mayores que aquellos que po­
demos soportar, nos hace felices con su cercanía y su
ayuda... Todo lo que podemos con razón esperar y pe­
dir a Dios, podemos encontrarlo en Cristo... Tenemos
que sumergimos siempre de nuevo, prolongadamente
y con mucha calma, en el vivir, el hablar, el actuar, el
sufrir y el morir de Jesús, para reconocer lo que Dios
promete y lo que realiza» (Resistenza e resa, pp. 469
y 474).

En esto sentido es extremadamente significativa la


experiencia de Getsemaní, la hora decisiva de la vida de
Jesús. Cuando su pasión es ya inminente, confiesa a Dios
como «Abbá, Padre» (Me 14,36) y, con insistencia, le pi­
de que pase de él «aquella hora» (Me 14,35), «aquel cá­
liz» (cf. Mt 26,39). Pero al mismo tiempo, Jesús somete
su petición a un criterio bien preciso: «No lo que yo quie­
ro, sino lo que tú quieres» (Me 14,36), «No como yo
quiero, sino como tú quieres» (Mt 26,39). ¡Esta es la au­
téntica oración de petición del cristiano, discípulo de
Jesucristo!

¿CÓMO ORAR? 69
b) La oración de agradecimiento
En el episodio evangélico de los diez leprosos curados
por Jesús (cf. Le 17,11-19) se afirma que únicamente a
uno de ellos se dirigen estas palabras del Señor: «Tu fe te
ha salvado» (Le 17,19); es aquel que, al verse curado,
vuelve para dar gracias a Jesús. Solo quien da gracias tie­
ne la experiencia de la salvación, es decir, de la acción de
Dios en su vida. Y dado que la fe es relación personal con
Dios, la dimensión de la acción de gracias no se refiere
solo a la forma exterior de algunas oraciones, sino que
debe impregnar el ser mismo de la persona. Esto es lo
que pide Pablo: «¡Sed eucarísticos!» (Col 3,15; cf. 1 Tes
5,18), es decir, permaneced en constante acción de gra­
cias; la fe cristiana es constitutivamente eucarística, y la
vida entera del creyente ha de ser vivida «en la acción de
gracias» (meta eucharistías: 1 Tim 4,4).

Aun siendo fundamental, el agradecimiento no es en


modo alguno fácil o espontáneo, sobre todo desde el pun­
to de vista antropológico. En efecto, la acción de gracias
supone el sentido de la alteridad, poner en crisis el pro­
pio narcisismo, la capacidad de entrar en relación con un
«tú». ¡Solamente a otro ser reconocido como persona se
le puede decir: «Gracias»! Entrar en la gratitud significa,
por tanto, luchar contra la tentación del consumo para
crear las condiciones de una comunión, de una relación
en la que se destierra la cosificación, la instrumentaliza-
ción del otro en función de nosotros mismos. Ya en este

70 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


primer nivel, por consiguiente, la oración de agradeci­
miento es aquella que contempla al otro, el tiempo y el
espacio, ante Dios que es el único Señor de todo, y de es­
te modo crea los presupuestos para una visión no consu­
mista de la creación y de aquellos que junto con nosotros
son co-criaturas.

En la relación personal con el Señor, la capacidad eu-


carística indica la madurez de la fe del creyente, el cual
reconoce que «todo es gracia», que el amor del Señor
precede, acompaña y sigue a su vida. La acción de gra­
cias brota del acontecimiento central de la fe cristiana: el
don del Hijo Jesucristo que el Padre, en su inmenso amor,
ha hecho a la humanidad (cf. Jn 3,16). Es el don salvífi-
co que suscita en el hombre el agradecimiento y hace de
la eucaristía la acción eclesial por excelencia. «En verdad
es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte
gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios
todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro»: estas
palabras que decimos al comienzo de los prefacios del
Misal Romano indican claramente el perenne movimien­
to de la acción de gracias cristiana. Y dado que la euca­
ristía, y dentro de ella la plegaria eucarística, es el mode­
lo de la oración cristiana, el cristiano está llamado a ha­
cer de toda su existencia una ocasión de acción de gra­
cias. A la gratuidad de la acción de Dios hacia el hombre
responde el reconocimiento del don y el agradecimiento,
la gratitud del hombre: los cristianos son aquellos que

¿CÓMO ORAR? 71
«dan gracias continuamente por todo a Dios Padre, en el
nombre del Señor Jesucristo» (cf. Ef 5,20).

El puesto central de la eucaristía en el cristianismo


nos recuerda también que el culto cristiano consiste esen­
cialmente en una vida capaz de responder con gratitud al
don inestimable y preveniente de Dios: el cristiano res­
ponde al don de Dios haciendo de su propia vida una ac­
ción de gracias, una eucaristía viviente. En efecto, él co­
noce, o debería conocer, el sentido profundo del gesto
eucarístico realizado por Jesús en la última cena (cf. Me
14,17-25 par.): Jesús realizó ese gesto para evitar que los
discípulos entendieran su muerte como un acontecimien­
to sufrido por casualidad o debido a un destino ineludible
querido por Dios. ¡Nada de eso! Él concluyó su existen­
cia tal como la había vivido siempre: ¡en la libertad y
por amor a Dios y a los hombres! Para que esto queda­
ra claro, Jesús anticipó proféticamente a los discípulos
su pasión y muerte, explicándosela con un gesto capaz
de narrar lo esencial de toda su historia: pan partido, co­
mo su vida iba a serlo muy pronto; vino vertido en el
cáliz, como su sangre iba a ser derramada en una muer­
te violenta. El cristiano, seguidor de Jesús, es llamado a
la logike + latreía, al «culto según el Lógos», indicado
por el apóstol con estas palabras: «Os exhorto a ofrece­
ros como sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: sea ese
vuestro culto espiritual» (cf. Rm 12,1), a través de una vi­
da gastada en el amor.

72 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


Entendida bajo esta luz, la oración de agradecimien­
to no es solo respuesta puntual a acontecimientos en los
que se discierne la presencia y la acción de Dios en la
propia vida, sino que es la actitud radical de quien abre la
trama cotidiana de la existencia a la acción de Dios en él,
hasta llegar a predisponerlo todo, para que Dios transfi­
gure la muerte en acontecimiento de nacimiento a una vi­
da nueva. Por eso, en el momento del martirio, la última
palabra de Cipriano de Cartago fue: «Deo gradas»; y Cla­
ra de Asís expiró después de haber orado: «Te doy gra­
cias, Señor, por haberme creado». Su vida se consumó
como una eucaristía.
Si, por un lado, la oración de agradecimiento consi­
dera el pasado, lo que Dios ha hecho por nosotros, por
otro, abre al futuro, a la esperanza: y todo esto mientras
se configura como dimensión peculiar donde vivir cris­
tianamente el presente, el espacio mismo de la vida. En
su sabiduría, la Iglesia ha condensado todo esto en la ora­
ción entregada al cristiano como primer acto del día: «Te
adoro, Dios mío, y te amo con todo el corazón. Te doy
gracias por haberme creado, hecho cristiano y conserva­
do en esta noche». ¡Sí, cada día, hasta el de nuestra muer­
te, es para nosotros un don del amor de Dios!

¿CÓMO ORAR? 73
Ill


¿Por qué orar?

Dificultades y obstáculos
PARA LA ORACIÓN
<Al lLGUNos hermanos preguntaron al abad Agatón di­
ciendo: “Abad, ¿qué virtud entre aquellas que practica­
mos requiere mayor fatiga?”. Él les respondió: “Pienso
que no hay una fatiga tan grande como orar a Dios. Por­
que cada vez que el hombre quiere orar, los enemigos tra­
tan de impedírselo, pues saben que nada puede ser un
obstáculo mayor para ellos que el hecho de orar a Dios.
Cualquier obra que el hombre emprenda, si persevera en
ella, encuentra reposo, pero para la oración hay que lu­
char hasta el último aliento”»
- Dichos de los padres del desierto, Colección sistemática XII,2.

«JZ/L hombre no ora de buen grado. Es fácil que en la


oración experimente una sensación de aburrimiento, una
dificultad, una repugnancia e incluso una hostilidad.
Cualquier otra cosa le parece más atractiva y más impor­
tante. Dice que no tiene tiempo, que tiene otros compro­
misos urgentes, pero en cuanto ha dejado de rezar, he
aquí que se pone a hacer las cosas más inútiles. El hom­
bre tiene que dejar de engañar a Dios y de engañarse a sí
mismo. Es mucho mejor decir abiertamente: “No quiero
rezar” que usar semejantes astucias»
- Romano Guardini, Introduzione alia preghiera, p. 11.
'
F
J—/stos dos textos, provenientes de épo­
cas y lugares tan diversos, expresan bien, sin que sea ne­
cesario comentarlos, las dificultades de la oración. En
este último capítulo trataré de analizar dos clases de ob­
jeciones que se plantean habitualmente a la oración cris­
tiana. En un primer momento examinaré algunos proble­
mas de largo alcance; después consideraré algunas difi­
cultades más cotidianas, que a menudo son presentadas
como justificación de nuestro rechazo o de nuestra desa­
fección hacia la oración.

1. Objeciones más generales

a) Oración y mal en el mundo


Hay una pregunta que surgió en el siglo pasado y que ha
puesto en cuestión el hecho mismo de la oración: ¿es to­
davía posible rezar después de Auschwitz? Justamente se
ha respondido que es posible después de Auschwitz, por­
que en Auschwitz se rezó; es posible porque judíos y
cristianos murieron recitando el Shema‘ Yisra’el e invo-

¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA M ORACIÓN 79


cando el Padrenuestro; es posible porque en el infierno
de los campos de concentración prosiguió la historia de
la santidad, en Edith Stein y Dietrich Bonhoeffer, en tan­
tos santos judíos y cristianos sin nombre y sin rostro.
El cristiano, que confiesa Señor e Hijo de Dios a «Je­
sucristo, y este crucificado» (1 Co 2,2), en la que parece
una situación de silencio y de abandono por parte de Dios
fundamenta la posibilidad de su oración sobre la invoca­
ción hecha por Jesús en la cruz. En ella mantuvo el Hijo
su fidelidad al Padre, porque siguió invocándolo como
«su Dios»: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has aban­
donado?» (Me 15,34; Mt 27,46; cf. Sal 22,2). La oración
de Cristo en la situación de vergüenza, en la muerte infa­
mante, sobre el madero que lo declara pecador público,
maldito de Dios, excomulgado de la sociedad religiosa y
proscrito de la sociedad humana, en la situación a-tea,
«sin Dios» (chóris theoü: Heb 2,9), de la cruz: este es el
fundamento de la oración del cristiano en los infiernos de
la existencia. Al gritar en la oración su adhesión al Dios
que lo abandona, Jesús obra la desposesión definitiva de
sí mismo que realiza en él la voluntad de Dios: «No se
haga mi voluntad, sino la tuya» (Le 22,42). En ese mo­
mento, la comunión de voluntad es también plena comu­
nión en la pasión, es plena com-pasión.
Ciertamente, la experiencia del mal devastador, del
sufrimiento de los pequeños y de los inocentes, del en­
carnizamiento de la violencia que ha marcado tan trági­
camente el siglo pasado y que hoy entra en las casas de

80 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


todas las familias a través de los medios de comunica­
ción, provoca con frecuencia la reacción de rechazo fren­
te a un Dios que parece consentir el mal o incluso mos­
trar un rostro malvado. Dios se muestra impotente frente
a la omnipotencia del Mal o aparece mudo e inerte: en­
tonces ¿por qué rezar a Dios? En verdad, la primera pre­
gunta que el hombre responsable debería hacerse frente a
la degeneración de la violencia humana es: ¿no será que
ha muerto la humanidad del hombre? Y el creyente po­
dría añadir: ¿no será que han muerto los hombres con
respecto a la realidad de Dios? La pregunta que hemos
de hacer, entonces, no es tanto: «¿Dónde está Dios?», si­
no más bien: «¿Dónde está el hombre?»...
Una vez que ha tomado conciencia de ello, el cristia­
no ora también en las contradicciones, atestiguando así
que Dios, reconocido en su alteridad, es realmente el
Señor y no la proyección sublimada y omnipotente del
hombre; el cristiano ora porque solo en la fatigosa ora­
ción se le revela «el misterio de Dios» (1 Co 2,1; cf. Sal
73,17), desvelado definitivamente en Cristo crucificado.
En suma, es la revelación de la participación de Dios en
el sufrimiento del hombre.

b) Oración y secularización

Otra objeción radical al fundamento de la oración viene


del proceso de secularización que ha marcado toda la
época moderna, caracterizada por la afirmación de la au-

¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA ORACIÓN 81


tonomía plena de las ciencias y de la técnica con respecto
al plano religioso y al creciente sentido de responsabili­
dad del hombre para con la historia y para con el mundo.
La secularización ha sido ciertamente positiva en muchos
aspectos: ha ayudado a purificar la práctica cristiana de
aspectos mágicos y ritualistas; ha puesto el acento en la
responsabilidad activa del hombre en el proyecto de las
realidades terrenas; ha denunciado la imagen de un Dios
reducido con demasiada frecuencia a la condición de «ta­
pa-agujeros» -como remedio de la deficiencia humana-,
de deus ex machina que llega y tiene éxito allí donde la
natural limitación humana impide al hombre llegar...
Bajo el estímulo de este fenómeno, la oración ha re­
sultado siempre más «sospechosa» de evasión de la his­
toria y de la responsabilidad humana; y, sobre todo, la
oración de petición, y más precisamente la petición de la
intervención de Dios en las cosas temporales, ha sido
puesta en una profunda crisis hasta llegar a ser conside­
rada por muchos como algo superado. La radical ruptura
de la alianza entre el hombre y la naturaleza, y de la in­
mediatez de la relación entre ellos, así como la ocupación
por parte del hombre de espacios y ámbitos que en otro
tiempo eran dominio exclusivo de la intervención de
Dios, han producido un clima cultural caracterizado por
una lejanía y una insignificancia de Dios cada vez mayo­
res, lo cual ha profundizado más el foso de separación
entre la oración y la vida. Y así, «mientras el hombre en­
contraba antes en el ambiente que lo rodeaba una ayuda

82 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


para fortalecer su fe y la práctica de la oración, hoy el
mundo que nos rodea es un obstáculo contra el cual debe
luchar quien quiere custodiar la fe y la práctica de la ora­
ción» (Dumitru Staniloae).
Para recuperar en este contexto la plenitud del senti­
do de la oración y de la fe es ante todo necesario com­
prender más a fondo la unidad intrínseca entre creación
y redención. En la Escritura, la creación es presentada
como acontecimiento de salvación, como acontecimien­
to pascual de paso de las tinieblas a la luz y del caos a la
armonía (cf. Gn 1), como paso del no-ser a la vida (cf. Gn
2), y la salvación es descrita como una re-creación (cf. Ez
37); y Cristo, «primogénito de toda la creación, pues por
él fue creado todo, en el cielo y en la tierra: lo visible y
lo invisible, majestades, señoríos, autoridades y potesta­
des» (cf. Col 1,15-16), es aquel que ha presidido tanto la
creación como la redención, es el único mediador de los
dones de una alianza ya grabada en la economía de la
creación. Para la Escritura, además, la creación no es un
acto que tuvo lugar de una vez para siempre y, por lo tan­
to, cerrado en el pasado, sino que es un proceso continuo,
es creado continua. Cada instante existe porque Dios es­
tá vivo y «trabaja siempre» (Jn 5,17), cada instante es un
acto de su creación: esta operación de discernimiento de
la presencia de Dios en las realidades creadas y de su ac­
ción en la historia es esencial en la oración.
Por otro lado, según la revelación bíblica, el mundo
creado es un mundo en el que el hombre está llamado a

¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA ORACIÓN 83


intervenir. El hombre recibe de Dios la vocación de cul­
tivar y custodiar la tierra (cf. Gn 2,15), de dominar y de
ejercer el señorío sobre la creación (cf. Gn 1,28), una vo­
cación que le ofrece la posibilidad de co-creación junto
con Dios. Hay, por consiguiente, un elemento positivo en
el desarrollo técnico-científico, pero está amenazado por
un progreso paralelo de la capacidad de hacer el mal: el
desarrollo técnico, como todas las realidades puestas en
las manos del hombre, sigue siendo ambiguo y puede ser
portador de maldición (explotación, opresión, muerte).
¿Cómo olvidar que el crecimiento de la capacidad por
parte del hombre de dominar la realidad ha avanzado al
mismo ritmo que la adquisición de la capacidad de ani­
quilación y ha tenido lugar también a costa de una explo­
tación indiscriminada del ambiente natural que ha trastor­
nado peligrosamente los equilibrios de la naturaleza?
La oración se sitúa en esta apretada línea divisoria: no
en competencia con la técnica, ni en función de la susti­
tución de esta, sino como memoria del hecho de que la
técnica está al servicio del hombre y del designio de
Dios, y no debe transformarse en instrumento de opre­
sión sobre otro hombre o de prevaricación sobre la crea­
ción, ni ser absolutizada hasta convertirse en un nuevo
dios, un ídolo. La oración compromete al creyente a per­
manecer en un espacio de obediencia al Padre y de plena
responsabilidad hacia los hermanos: solo de este modo
su acción en el mundo puede ser un medio para la bendi­
ción del Dios de la alianza. Con la oración de petición, en

84 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


particular, el creyente acepta que Dios siga siendo Dios,
se niega a ver en él mismo la fuente de la vida y rechaza
la tentación de suplantar a Dios. El creyente sabe que
Dios le ha encomendado radicalmente todo, pero sabe
también que debe disponerse cada día a recibir nueva­
mente todo, como don, de Dios mismo, testimoniándolo
así como el Señor de la propia vida y de toda la realidad.
Escribe Pablo, en un texto de capital importancia para
comprender la responsabilidad del creyente con respecto
al mundo y con respecto a Dios: «El mundo, la vida y la
muerte, el presente y el futuro. Todo es vuestro, vosotros
sois de Cristo y Cristo es de Dios» (1 Co 3,22-23).

c) ¿Es útil orar?


Si Dios lo sabe todo, si Dios es inmutable en sus desig­
nios (cf. Sant 1,17), ¿no es tal vez inútil invocarlo y ha­
cerle peticiones?
Son objeciones antiguas (cf. Orígenes, La oración V,
6) y, sin embargo, se repiten todavía hoy, agravadas por
el peso de una relación entre oración y vida, que no he­
mos sabido resolver en el nivel espiritual. Sin confundir
utilidad con utilitarismo e inutilidad con gratuidad, se
puede afirmar que la auténtica oración cristiana tiene su
utilidad, es decir, produce frutos no solo espirituales sino
también humanos.
La oración no es la fórmula mágica para colmar
nuestros límites o huir de ellos, sino que, por el contra-

¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTACULOS PARA LA ORACIÓN 85


rio, se fundamenta sobre nuestra debilidad y es posible
solo a partir del reconocimiento de nuestra condición de
criaturas radicalmente pobres. Quien empieza a orar su­
plicando y pidiendo, ante todo con la epíclesis, el Espí­
ritu Santo, lo hace dando voz a su no-autosuficiencia,
confesando que por sí mismo no puede salvarse, recono­
ciendo que depende de una Presencia que lo precede y de
la que se dispone a recibirlo todo. Este reconocimiento
elemental de la propia limitación es el primer peldaño
que se ha de subir para tener acceso a la propia verdad ín­
tima, es un acto salvífico ya en el nivel humano y por sí
solo bastaría para testimoniar la utilidad de la oración.
Hoy constatamos, además, que las dificultades de la
oración nacen en buena medida de la imagen de hombre
actualmente dominante. El paradigma de hombre que
predomina es, en efecto, el del homo technologicus, que
confía en el propio saber tecnológico para la superación
de límites y obstáculos hasta hace poco considerados in­
superables. Es un hombre que se presenta como señor de
la tecnología, a través de la cual se relaciona con la rea­
lidad; un hombre que está, por consiguiente, animado por
la necesidad de descubrir en todas sus actividades una
eficacia inmediatamente cuantificable. El peligro de esta
mentalidad aplicada a la oración es la degradación de la
oración misma, enmarcada como está en una visión me-
canicista en la que aquello que parece esencial es la po­
sibilidad de programar y cuantificar su resultado concre­
to, su «utilidad». El antropocentrismo establecido por la

86 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


cultura científico-tecnológica hace del hombre el centro
y el protagonista de una relación que, en cambio, tiene su
origen solo en Dios, y amenaza, en el mejor de los casos,
con reducir la oración a una simple actividad de refle­
xión, con vistas a una adaptación del propio equilibrio
psicológico.
Pues bien, hemos de subrayar que el don de gracia
que puede florecer sobre la planta de la oración perseve­
rante, regada por la lluvia de la eficaz Palabra de Dios
(cf. Is 55,10-11), no puede ser reducido a una finalidad
perseguida con el propio esfuerzo voluntarista o median­
te el auxilio de las ciencias humanas. Comprender esto es
otra «ganancia» no pequeña para nuestra vida espiritual.

d) Nuestra oración... ¿es escuchada?


El malestar con respecto a la oración de petición depen­
de también del escepticismo frente a la posibilidad de es­
cucha de la oración. Se dice a menudo: «He rezado mu­
cho, pero no he cambiado nada...». En realidad, esto no
puede afirmarlo un cristiano, el cual se ve remitido siem­
pre directamente desde el misterio de la oración al miste­
rio de la fe y, por consiguiente, hasta el misterio de Dios:
¡nunca sale uno de la oración igual que entró!
Ahora bien, ¿se puede pedir cualquier cosa en la ora­
ción? El creyente moderno experimenta una sensación de
incomodidad frente a las oraciones que formulan peticio­
nes concretas; esta reserva lo lleva a no hacer peticiones

¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA ORACIÓN 87


precisas a Dios, casi excusándole de antemano por la fal­
ta de escucha y, en cualquier caso, dejándole siempre
abierta una vía de salida con formulaciones genéricas y
vagas. Lamentablemente, esta actitud lleva a descuidar
un aspecto fundamental de la oración de petición, que se
encuentra constantemente también en la estructura de las
súplicas del Antiguo Testamento: la presentación de la
propia situación concreta ante el Señor, para llegar, a tra­
vés de la oración, a juzgar y decidir con Dios la orienta­
ción de la propia vida.
El salmista, por ejemplo, presenta a Dios su condi­
ción de enfermedad, de tentación, de pecado, de peligro
mortal, de persecución injusta, pidiéndole que extienda
sobre estas situaciones precisas su brazo poderoso que
salva... La oración de los Salmos, tan desbordante de pe­
ticiones de salud, curación y vida plena (shalom), educa
al cristiano para que hable a Dios partiendo del reconoci­
miento de su condición de criatura y de las necesidades
ligadas a ella; pero lo lleva también -precisamente por­
que sabe que aquello que «está escrito» en los Salmos se
ha cumplido en Jesucristo- a reconocer que «todas sus
peticiones son escuchadas en Jesucristo» (Dietrich
Bonhoeffer). Y así, la escucha más importante de la ora­
ción consiste en hacer crecer al orante, en la concreción
de su existencia cotidiana, hasta la estatura de Cristo (cf.
Ef 4,13), en configurarlo, bajo la guía del Espíritu Santo,
con el Hijo mismo.

88 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


e) ¿Es la oración un componente eficaz de la historia?
En el actual contexto cultural se puede percibir, por par­
te de los cristianos, el olvido de un aspecto esencial de la
oración: su capacidad de actuar en sinergia con la volun­
tad de Dios hasta ser un componente auténtico de la his­
toria. Por el contrario: ¿no hay tal vez en la actual bús­
queda de lo milagroso y lo sobrenatural un intento, aun
cuando sea torpe, de expresar un artículo fundamental de
la fe bíblica, envuelto hoy por una reserva escéptica, a sa­
ber, la fe en el Dios que obra y se manifiesta realmente
en la historia?

Por lo demás, hay que recordar aquí el significado


profundo de la oración de petición por los otros, la inter­
cesión. Etimológicamente, inter-cedere significa «dar un
paso entre», «interponerse» entre dos partes, indicando
así un compromiso activo, un tomar en serio tanto la re­
lación con Dios como la relación con los demás hombres.
La intercesión no nos lleva a recordar a Dios las necesi­
dades de los hombres, sino que nos lleva a nosotros a
abrirnos a ellas, recordándolas ante Dios y recibiendo
nuevamente de Dios a los otros, iluminados por la luz de
su voluntad. La intercesión enseña a entrar en toda situa­
ción humana en plena solidaridad con el Dios que se hi­
zo hombre «por nosotros los hombres», como recitamos
en el Símbolo de la fe. A través de ella reconocemos
nuestra desmesurada limitación a la hora de hacer el bien
a los demás y nos disponemos a asumirlo más allá de

¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA ORACIÓN 89


nuestras posibilidades: interceder es el signo más eviden­
te y el fruto más maduro de nuestra responsabilidad para
con los hermanos, porque es el acto con el que llegamos
a hacernos cargo de ellos también fuera del espacio pú­
blico, ¡cuando esto no es requerido por las convenciones
sociales, ni produce una gratificación personal!
Y la cima de la intercesión no consiste en palabras
pronunciadas ante Dios, sino en vivir ante él en la posi­
ción del Crucificado, fiel a Dios y solidario con los hom­
bres hasta el fin. La intercesión por excelencia, en la que
participa también la del cristiano, es, en efecto, la de
Cristo que extiende sus brazos en la cruz, invocando el
perdón para sus verdugos; de este modo los abre a un
abrazo a la humanidad entera, haciendo de la debilidad
extrema de su muerte el acto de amor, a través del cual se
manifiesta en él el poder misericordioso de Dios. En ese
acto, el creyente reconoce y confiesa la intercesión ple­
namente eficaz, sin límites, portadora de salvación para
todos.

2. Objeciones ligadas a la experiencia personal

a) La fatiga
La objeción que puede englobar todas las demás es la si­
guiente: la oración es fatigosa, la oración cansa. Hemos
visto que la tradición cristiana ha sido siempre conscien-

90 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


te de esto: la oración es la obra más difícil y pesada, la ta­
rea del hombre nunca terminada, aquella que lo acompa­
ña hasta la muerte.
La Escritura atestigua que orar es una lucha (cf. Ex
17,8-16; Gn 32,23-33), en la que los ojos se consumen
(cf. Sal 119,123), la lengua se seca gritando a Dios (cf.
Sal 22,16)... En la oración, el cuerpo se impone, se hace
sentir en toda su materialidad: entrar en la oración exige,
por consiguiente, tomar conciencia del propio cuerpo
hasta llegar a una actitud de profunda unidad ante el Se­
ñor, hasta el habitare secum, «habitar consigo mismo»,
en una relación pacificada con el propio cuerpo percibi­
do como lugar de la inhabitación de Dios y «templo del
Espíritu Santo» (1 Co 6,19).
Si esta fatiga física es una constante de la oración de
todos los tiempos, hoy somos particularmente sensibles
al hecho de que la oración comporta una serie de condi­
ciones contradichas por los actuales ritmos de la vida co­
tidiana. En nuestros días es más fatigoso que nunca per­
manecer en el silencio, exigencia humana mucho antes
que espiritual, necesaria para dar unidad al propio ser que
corre el riesgo de disiparse en el exceso de palabras y de
sonidos inarmónicos; es difícil permanecer en la soledad,
inmóviles durante un cierto tiempo y en un mismo lugar;
es difícil aceptar la inactividad del tiempo dedicado a la
oración. Parece casi una locura, en la civilización del rui­
do y de la imagen, vivir la actitud de quien se abre a dis­
cernir una Presencia silenciosa e invisible y, sin embargo.

¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA ORACIÓN 91


capaz de escrutar los sentimientos y los pensamientos del
corazón (cf. Heb 4,12).
Después de haber decidido ponerse en esta situación
exterior, he aquí que el hombre se encuentra ante el exi­
gente cara a cara con Dios, que provoca desconcierto:
cuando nos presentamos en serio desnudos ante Dios, ex­
perimentamos miedo, nos quedamos sin palabras, nos in­
quietamos... Pero es precisamente desde este abismo des­
de donde puede empezar el camino de comunicación en
la fe con el Señor: solo así sabremos encontrar en el diá­
logo interior con el Señor la pacificación y la unidad de
toda nuestra persona. Sin olvidar la fatiga de la lucha
contra las tentaciones, las cuales se desencadenan pun­
tualmente cuando nos ponemos a orar: «Hijo mío, cuan­
do te acerques a servir al Señor, prepárate para la tenta­
ción» (Eclo 2,1); así como la fatiga exigida por la nece­
sidad de asumir los pensamientos de Dios, muy diferen­
tes de los nuestros (cf. Is 55,8-9), distintos de aquellos
con los que hemos empezado la oración.
En este esfuerzo que cada uno afronta solo ante el
Solo constituye un gran consuelo la certeza de que esta­
mos rodeados por la comunión de los santos del cielo y
de la tierra. Quienes nos han precedido en el camino de
la fe y los hermanos que nos rodean cada día nos garan­
tizan una oración incesante, capaz de suplir nuestros mo­
mentos de dificultad o de vacío espiritual: esta es una
gran consolación, un estímulo para no desertar de la fati­
ga de la oración.

92 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


b) No tengo tiempo
La dificultad más frecuente con la que chocamos a pro­
pósito de la oración es la presunta falta de tiempo. El es­
tribillo que marca el ritmo de nuestras jomadas es, en
efecto: «No tengo tiempo, no encuentro tiempo...». En
parte, esto es verdad: la vida actual, sobre todo la urbana,
está marcada por la velocidad, por ritmos de trabajo fre­
nético y por múltiples compromisos, que ciertamente no
son los del antiguo tiempo bíblico, ni tampoco los de al­
gunas generaciones anteriores a la nuestra.
Y, sin embargo, hay que denunciar que la falta de
tiempo es casi siempre una excusa, una mala excusa: es
bien sabido, por ejemplo, que son muchas las horas que
los creyentes pasan ante el televisor o navegando en
Internet. Por otro lado, sigue siendo cierto que los seres
humanos encontramos siempre tiempo para lo que nos
importa de verdad... Hay que decirlo claramente: quien
afirma que no tiene tiempo para orar confiesa en reali­
dad que es un idólatra. En efecto, no es él quien deter­
mina su tiempo, quien ejerce un señorío sobre él, quien
lo ordena, sino que es el tiempo quien domina sobre él.
El cristiano, si quiere serlo de verdad, tiene que oponer­
se con fuerza a la ideología del trabajo y de la producti­
vidad alienante, tiene que comprometerse a fin de encon­
trar el tiempo para escuchar a Dios y dialogar con él.
No es casual que la ordenación del tiempo constituya
el mandamiento primario en la fe judía y cristiana: reser-

¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA ORACIÓN 93


var tiempo para Dios, distinguir tiempos «diferentes» de
los destinados al trabajo, es el significado del descanso
sabático, de las fiestas, de los ritmos de la oración. Es­
cuchar a Dios es algo tan serio como el trabajo y, por tan­
to, no se pueden dedicar a la oración únicamente ratos
perdidos: la oración necesita tiempos fuertes, tiempos
precisos, que deben tener prioridad sobre los demás. Un
sacrificio enteramente consumado por Dios y posible pa­
ra todos es justamente el ofrecimiento a Dios del tiempo,
el bien más precioso poseído por el hombre sobre la tie­
rra. Es más, santificar parte del propio tiempo y destinar­
lo a la oración es ya de algún modo aceptar el morir, per­
der concretamente un poco de la propia vida por el Se­
ñor: tal vez dar tiempo a Dios es tan difícil porque signi­
fica ajustar las cuentas con la propia muerte... Por lo de­
más, quien dice que cree en la vida eterna, en la vida más
allá de la muerte, ¿cómo puede experimentar su fe si no
consagra tiempo para entrar en comunión con Dios aquí
y ahora?
El aspecto de la disciplina del tiempo no es, por con­
siguiente, marginal, sino central para la oración. Sin la
elección de un ritmo y de tiempos adecuados no es posi­
ble orar: hay que establecer tiempos fijos y permanecer
fiel a ellos, de tal modo que oremos no solo cuando te­
nemos ganas, cuando nos apetece emocionalmente. No,
la oración es la fatiga de cada día, es el alimento cotidia­
no para la vida en el Espíritu. Ha escrito Matta al-Miskin,
un gran padre espiritual del monacato egipcio del siglo

94 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


XX: «No debes entristecerte por la escasez de tiempo
disponible para retirarte a tu cuarto, sino que debes ase­
gurarte de estar preparado y lleno de deseo de comuni­
carte con Dios: entonces caerás en la cuenta de que los
minutos pueden ser como días».

c) Las distracciones
Tener distracciones forma parte de la psique, y hace fal­
ta mucho ejercicio para aprender a concentrarse unifi­
cando los pensamientos, la mente, el corazón y el cuer­
po: esta es una operación de madurez y de higiene hu­
manas, antes aún que una operación espiritual.
Ahora bien, es normal que durante la oración tenga­
mos distracciones: las preocupaciones, los ecos, las imá­
genes, los sonidos de la vida cotidiana que hemos inte­
rrumpido en el momento de ponernos a orar, así como las
numerosas presencias que habitan en nuestras profundi­
dades, emergen y se manifiestan imperiosamente en el
momento mismo en el que se entra en la condición de so­
ledad y silencio necesaria para la oración. Al orar, es ine­
vitable que se encuentren distracciones, en mayor o me­
nor medida, pero no pueden ser una excusa para no orar:
las distracciones no restan eficacia a la oración, porque
esta sigue siendo un acto de amor. Ciertamente hay que
luchar contra ellas, pero sin que se conviertan en una ob­
sesión: a menudo hay que saber integrarlas en la ora­
ción, «arrojarlas en las manos de Dios» (cf. 1 Pe 5,7), es

¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA ORACIÓN 95


decir, transformarlas en ocasiones de oración, de modo
que tendamos a una unificación cada vez más profunda
de nuestra persona. A menudo se trata de convertir las
distracciones en ocasiones de oración: esta perderá en
unidad, pero podrá ganar en riqueza.
Un error que se ha de evitar es el de quien se acerca a
la oración pensando que tiene que «hacer el vacío en su
interior». Pues bien, el silencio que introduce en la ora­
ción cristiana no es pura negatividad, sino apertura a la
escucha de la Palabra y a la inhabitación de la presencia
de Dios en nosotros: se trata de llenar todo nuestro ser de
esta presencia o, mejor dicho, de percibir que ella mora
ya en nosotros. En otras palabras, es Dios quien puede li­
beramos de las distracciones, es la contemplación de su
imagen gloriosa y poderosa que resplandece en el rostro
de Cristo (cf. 2 Co 4,6) la que nos libera de las miradas
sobre nosotros mismos, no la voluntad o el esfuerzo con
que oramos. Sí, hay que hacer habitar en nosotros su
Presencia, contra las presencias que amenazan con domi­
nar en nosotros hasta llegar a ser monstruosas; con la
conciencia de que se trata de un camino que hemos de re­
anudar con paciencia cada día, con altibajos... Se engaña
quien piensa que puede vencer las distracciones de una
vez por todas: lo importante es no desanimarse, no dejar
de orar.

96 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


d) Soy inconstante
Tampoco esta objeción debe sorprendernos: todas las
personas conocen periodos de aridez en los que ya no son
capaces de orar y caen en el desánimo hasta llegar a pen­
sar que la oración es imposible. La oración no está aisla­
da de la vida concreta, sino que sigue siendo siempre la
elocuencia de una relación entre dos seres vivos: el oran­
te y Dios. Conoce, por consiguiente, tempestades y bo­
nanzas: en la vida de oración, nada se gana definitiva­
mente y nada se pierde para siempre. Necesitamos per­
severancia, mucha paciencia con nosotros mismos y mu­
cha disciplina y ascesis, para no establecer estructuras
patológicas en la relación con el Señor: recurrir a Dios
solamente en la necesidad, tratar de dialogar con Él úni­
camente cuando se sufre soledad o angustia, tener pre­
sente a Dios tan solo cuando se vive en una situación po­
ética o estética, significa impedir que la oración se haga
madura, robusta, auténtica. El cristiano no puede ser «el
hombre de un momento, sin raíz e inconstante» (Mt
13,21), desgarrado entre un pasado que lamenta, un pre­
sente al que no sabe adherirse y un futuro que no sabe
proyectar; tiene que sustraerse al mito del «hacer expe­
riencia», del «todo a corto plazo», para tender, en cam­
bio, a arraigarse en una historia con el Señor, una histo­
ria fiel y capaz de durar en el tiempo.
Nuestra inconstancia se manifiesta con fuerza, sobre
todo cuando comprendemos que la oración supone un
paso de conversión de los deseos y de las voluntades hu-

¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA ORACIÓN 97


manas al designio de Dios, que a veces nos contradice
dolorosamente. Antes o después, todos los orantes perci­
ben en la oración una contradicción profunda entre la
propia voluntad y la de Dios: son los tiempos en los que
Dios parece lejano, y ya no se ve con claridad su rostro
amoroso y paterno. La oración pasa a ser una prueba y,
cuanto más se reza, tanto más se desencadenan los «ene­
migos», aquellas fuerzas irracionales y hostiles a Dios
que habitan en las profundidades del corazón todavía no
evangelizadas. Es preciso, entonces, perseverar, orar sin
cansarse, esperar los tiempos de Dios y, aun cuando uno
no consiga ya orar, hay que seguir ofreciendo, de todos
modos, junto a la aridez del corazón, la presencia del pro­
pio cuerpo débil y rebelde a la fatiga de la oración.

e) Trabajar y comprometerse es orar


«Trabajar es rezar» afirma un eslogan bastante extendi­
do. Pero si de verdad hay equivalencia entre las dos ac­
ciones, ¿por qué casi todos los hombres están dispuestos
a trabajar, mientras que son tan pocos los que están dis­
puestos a orar?
Para el cristiano, trabajar sin que el compromiso esté
regado por la oración es realizar una actividad sin peso
espiritual, una actividad dispuesta a degenerar en activis­
mo estéril y a veces incluso en acción insensata, porque
no procede de la paz, no está arraigada en lo profundo del
corazón ni está orientada según la voluntad de Dios. En

98 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


cambio, es la oración la que puede convertirse en acción,
cuando es el lugar del reconocimiento de Dios y de los
hermanos, cuando quien ora tiene el corazón en Dios.
Quien no conoce el rostro de Dios en la oración, difícil­
mente lo reconocerá cuando en la acción -tal vez la más
costosa y generosa- este rostro se le aparezca en el de las
víctimas y los humillados. También Pablo advierte que,
sin el agápe, la distribución de los bienes a los pobres o
la entrega del cuerpo al martirio no sirven de nada (cf. 1
Co 13,3): y el agápe no se consigue sin la oración.
No hagamos, por tanto, automáticamente de la acción
una oración y, sobre todo, no separemos oración y ac­
ción, vida de fe y praxis en el mundo, delegando la ora­
ción a los monjes o a los solitarios contemplativos. Es
verdad que hay algunos que buscan a Dios en la oración
para huir más o menos conscientemente de la fatiga del
trabajo, de la dureza de la vida fraterna, de las responsa­
bilidades comunes, y hacen de ella una excusa para sus­
traerse a la praxis evangélica; pero no por ello se debe
abandonar la oración, verdadera iniciación a la acción en
el mundo según la voluntad del Señor. En efecto, si no
nos situamos en el designio de Dios, no podemos reali­
zarlo actuando y trabajando en el mundo. Por consi­
guiente, no es cierto que «trabajar es orar»; si acaso, pue­
de valer lo contrario: «orar es trabajar», en el sentido de
que la fatiga de la oración, que es «el trabajo del amor»
(1 Tes 1,3), puede llenar de sentido todas nuestras accio­
nes en compañía de los hombres.

¿POR QUÉ ORAR? DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA ORACIÓN 99


Conclusión


«El abad Lot visitó al abad José y le dijo: “Abad, ha­
go como puedo mi pequeño ayuno, la oración, la medita­
ción, vivo en el recogimiento y, según mis fuerzas, trato
de tener pensamientos puros. ¿Qué más debo hacer?”. El
anciano se levantó, extendió los brazos hacia el cielo y
sus dedos se convirtieron en diez llamas. “Si quieres”, le
dijo, “conviértete por completo en fuego"'’»
- De los padres del desierto, Colección sistemática XII,8.

,u, N anciano dijo: “Si el monje reza únicamente cuan­


do está en oración, en realidad no reza”»
- De los padres del desierto, Colección anónima. Ñau 104.
.•■

F -I—Vstos dichos de los padres del desierto


explican muy bien el sentido profundo de la oración cris­
tiana. El creyente no se contenta con realizar cada día su
oración como si se tratase de un deber, sino que es una
persona vencida por el amor de Dios: el amor gratuito en­
viado sobre él por el Padre, a través del Hijo, en el poder
del Espíritu Santo. Es de esta experiencia tan decisiva co­
mo misteriosa, tan luminosa como huidiza, tan imperio­
sa como inefable, de donde brota en el corazón del cre­
yente la convicción sobre la que puede fundar toda su vi­
da y su oración: la convicción de su propia filiación, que
lo lleva a dirigirse a Dios como «Abbá, Padre», sabién­
dose amado por él. Su oración no será, por consiguiente,
nada más que una respuesta a este amor, capaz de tradu­
cirse en la responsabilidad de una vida gastada totalmen­
te para Dios y para los hombres: enraizada en el amor re­
cibido, la oración reconduce al amor, engendra el amor,
que es el único criterio de «verificación» de la autentici­
dad y de la eficacia de la oración misma.
Sí, nuestra oración será siempre una lucha para llegar
a amar más y mejor a quienes viven junto a nosotros, día

CONCLUSIÓN 105
a día. Por eso, no deberíamos cansamos nunca de pedir
al Señor: «Enséñanos a orar», hasta el día en que nos des­
cubra su rostro y seamos juzgados por él solo en el amor:
el amor que hayamos sabido acoger y dar. Dice Agustín:

«El deseo ora siempre, aunque la lengua calle. Si


deseas siempre, oras siempre. ¿Cuándo languide­
ce la oración? Cuando se enfría el deseo»
(,Sermón 80,7).

La oración es nuestro deseo de amor.

106 POR QUÉ ORAR, CÓMO ORAR


Bibliografía básica

Al-Miskin, Matta, Consigli per la preghiera, Qiqajon,


Bose 1988 (trad, esp.: Consejos para la oración, Nar-
cea Madrid 1993).

— L’esperienza di Dio nella preghiera, Qiqajon, Bose


1999.

Bianchi, Enzo, II Padre nostro. Compendio di tutto il


Vangelo, San Paolo, Cinisello Balsamo (MI), 2008
(trad, esp.: El Padrenuestro, compendio de todo el
Evangelio, San Pablo, Madrid 2009).

Bonhoeffer, Dietrich, Los Salmos: el libro de oración


de la Biblia, Desclée De Brouwer, Bilbao 2010.

Bunge, Gabriel, Vasi di argilla, Qiqajon, Bose 1996


(trad, esp.: Vasijas de barro: la práctica de la oración

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