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Pensar la locura

Conferencia pronunciada por Jose Maria Alvarez en el Hospital Provincial de Castellón. 2008

Buenas tardes. Muchas gracias. Gracias por la invitación a los doctores Adolfo Santamaría y
Francisco Traver.

No estoy en las mejores condiciones para dar una conferencia porque estoy bastante resfriado y
apenas he dormido esta noche. De todos modos estoy muy contento de estar aquí con vosotros,
sobre todo por la manera en que me habéis recibido. Me han resultado gratas las palabras que
Paco Traver dedicó a mis escritos, en la conversación que mantuvimos durante la comida.
Viniendo de él, me honran.

Cuando hablé con Adolfo hace unas semanas, me hice a la idea de hablaros sobre la psicosis o la
locura, naturalmente haciendo referencias a la cuestión del paso al acto. Pero me gustaría hacer
una exposición general, o dar unas pinceladas al menos, de lo que a mí me parece fundamental de
la locura.

Dos concepciones de la clínica de la psicosis

Hace unos días, cuando redactaba algunas páginas de La invención de las enfermedades mentales,
el libro que reescribo para la nueva edición de Gredos, releía unos comentarios de Emil Kraepelin
que resumían con precisión la orientación de la psiquiatría clínica que surgió de él, una orientación
muy crítica con el psicoanálisis. En un texto de 1920 sobre las manifestaciones de la locura,
escribió: “[…] muchas quimeras del psicoanálisis se originaron, precisamente, desde testimonios
de los enfermos. Aparte de la interpretación más o menos arbitraria del observador, la
autodepreciación del enfermo genera considerables errores”. De manera que cuando los
psicoanalistas atienden a lo que los pacientes les dicen, no caen en la cuenta de que les están
hablando locos y que los locos, ya se sabe, dicen bobadas o disparates.

Esta posición resume una manera de pensar la clínica. Otra manera totalmente distinta de
concebir la clínica, incluso los mismos hechos, deriva de Freud, quien unos años antes había
escrito a Jung algunos comentarios sobre el loco Paul Schreber: “al igual que al maravilloso
Schreber, al cual deberían haber nombrado profesor de psiquiatría y director de un centro
psiquiátrico”. Desde luego, Freud se tomó muy en serio los escritos autobiográficos del Dr.
Schreber, tan en serio que, a partir de ellos, redactó uno de sus más logrados ensayos
(Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (Dementia paranoides) descrito
autobiográficamente, de 1911), donde, como él mismo dice a Jung en una carta, se “plantea el
golpe más atrevido contra la psiquiatría”. Ese golpe, a mi manera de ver, consiste en poner de
manifiesto que todo cuanto se ha venido llamando delirio es en realidad el trabajo que el loco
hace para recomponer su locura, es decir, para reequilibrarse. Freud lo dijo con estas palabras: “la
formación delirante, es, en realidad, el intento de restablecimiento [ist in Wirklichkeit der
Heilungsversuch], la reconstrucción”. Esta frase de Freud es contundente en sí misma y surge
precisamente del estudio del testimonio que un juez loco, un magistrado de Leipzig, Sajonia,
escribió sobre los hechos dignos de conservar en el recuerdo, Denkwürdigkeiten, como tituló su
libro en alemán. Tan fascinado quedó Freud por el delirio escrito de Schreber que, aun siendo
poco dado manifestaciones entusiastas, escribió al final del ensayo: “Queda para el futuro decidir
si la teoría contiene más delirio del que yo quisiera o el delirio más verdad de lo que otros hallan
hoy creíble”. Como puede apreciarse, las posiciones de Kraepelin y de Freud respecto a la locura y
los locos son asintóticas.

Partimos entonces, tras estas breves pinceladas acerca de Emil Kraepelin y de Freud, de dos
maneras de entender los mismos hechos: hay quien le da importancia a lo que dicen los pacientes
y hay quien no le da ninguna importancia o la rebaja al mero interés semiológico y diagnóstico. Si
saco a colación a Emil Kraepelin es porque su obra constituye el pilar más importante de la
Psiquiatría clínica. Dentro de no mucho, en una colección que hemos llamado La Biblioteca de los
Alienistas del Pisuerga, publicaremos las memorias de Kraepelin, seguramente a principios de
2009. Según nos relata, él quería ser investigador, pero tal anhelo se había frustrado cuando, a
causa de las tinturas empleadas en las pruebas de reacción, se le produjo un escotoma en la
mácula del ojo izquierdo. Siempre me ha resultado llamativo que la merma de su visión del ojo
izquierdo no le impidiera elaborar la más sistemática y ambiciosa aportación a eso que se llama,
desde Foucault, la “clínica de la mirada”.

Pero lo importante de todo esto radica en la manera de concebir los hechos clínicos y las
experiencias de los locos, asunto del que me propongo hablar esta tarde. Al principio de su
carrera, en 1885, Emil Kraepelin aceptó el nombramiento de profesor de la Universidad de Dorpat,
Estonia, y director del manicomio asociado a ella. Según nos dice en sus memorias, desconocía le
lengua de sus pacientes: “Era muy laborioso para mí trabajar con los pacientes –escribe en
Lebenserinnerungen–, porque yo tenía dificultades con el idioma. […] Por consiguiente, no me
podía comunicar con la mayoría de ellos sin recurrir a una traducción constante, aunque
progresivamente aprendí las preguntas más habituales; por desgracia los pacientes no siempre se
ajustaban a mi limitado vocabulario de respuestas”. Pese a este desconocimiento, durante su
estancia allí reeditó dos veces su tratado Psychiatrie, cosa que no deja de sorprender si uno se
pregunta de dónde sacaba los nuevos datos que habrían de servirle para remodelar su nosografía.
Sin embargo, este hecho no fue para él un obstáculo puesto que, en su opinión, no es necesario
entender a los pacientes para hacer clínica psiquiátrica; más aún, él dice que una buena condición
para la observación es no entender la lengua de los enfermos.

Trato de perfilar aquí uno de los extremos de la clínica y de la orientación psiquiátrica de la


psicopatología, extremo en el que se subraya que no hay que tomarse muy en serio lo que dicen
los pacientes dicen. En el otro extremo se halla Freud, quien sí se toma en serio sus palabras,
hecho del que deriva una teoría del delirio que divide a la psiquiatría en dos orientaciones
irreconciliables: una concibe el síntoma como un signo que indica el disfuncionamiento del
organismo; otra lo concibe como un trabajo subjetivo de reequilibrio. De manera que no hay
término medio: o se está con Freud o se está contra Freud.

Estas dos orientaciones tienen, por lo demás, una larga historia. Son dos visiones que han existido
desde la Antigüedad. Las encontramos en la forma contrapuesta de concebir el pathos de
Hipócrates y de Platón. Cicerón, siguiendo la tradición estoica, argumenta una separación entre las
enfermedades del cuerpo y las enfermedades del alma, separación que durante siglos ha
prevalecido. Lasègue, el gran alienista francés, explicaba el antagonismo de estas dos escuelas que
desde hace tanto tiempo se disputan la preeminencia recurriendo a una metáfora religiosa. “El
vitalismo es María cogida a los pies del Señor, absorta, ajena al resto del mundo; el materialismo
es Marta, la que permanece en el mundo real y cumple con los cuidados de la casa”.

Aparte de la historia, ámbito del que nuestra disciplina no puede desentenderse, es necesario
tener presente que en algunos aspectos nosotros vamos a la zaga de los pioneros o clásicos de la
psicopatología. ¿Por qué vamos a la zaga? Porque con respecto a ellos, que inventaron un campo
del saber, la observación y la semiología clínica apenas se cultivan, hecho del que deriva la pobreza
de las teorías psicopatológicas actuales. La semiología clínica se construyó a lo largo del siglo XIX y
primeras décadas del XX. Las grandes teorías psicopatologías también. Hoy día, en general, los
especialistas se conforman con pequeños rudimentos que extraen de manuales o de breviarios;
eso les parece suficiente para prescribir o determinar la orientación de los tratamientos. Se incurre
así en una trampa epistemológica según la cual la patología psíquica se separa cada vez más de la
psicología, de tal manera que cualquiera de nuestros residentes puede definir la alucinación como
una percepción sin objeto, sin que se pregunten qué narices es eso de la “percepción” y qué pasa
con el sujeto de esa experiencia. Creo que esta escisión obedece al hecho de que los clásicos de la
psicopatología estaban más próximos a las experiencias de los locos. Incluso muchos de ellos
vivían con ellos en los hospitales, como Bleuler, como Guido Weber. Esa proximidad a los locos
facilitaba su cercanía a las experiencias singulares que definen el campo de la locura en oposición
a otro tipo de experiencia a las que consideramos normales. De este campo de la experiencia me
propongo reflexionar esta tarde.

Le decía también a Adolfo Santamaría en sus palabras de presentación: de las grandes psicosis
hemos adquirido un buen conocimiento a través de los grandes clásicos como Clérambault o Emil
Kraepelin; sabemos distinguir la paranoia de la melancolía, sabemos perfilar los contornos de la
esquizofrenia, etc. Sin embargo, con el paso del tiempo, de las décadas, ha emergido un debate
muy antiguo: el de los locos que no lo parecen, el de las nuevas presentaciones clínicas de la
psicosis. Es un problemática que en el Campo Freudiano está dando mucho que hablar y que
concita numerosos debates entorno a las llamadas psicosis “ordinarias”, término por lo demás
poco afortunado pues en francés ése término no atesora las resonancias a ordinariez sino más
bien a “común” o “habitual”, como leemos, por ejemplo en Séglas, cuando expone la
sintomatología común (ordinaire) de la melancolía. En mi opinión, sería mejor hablar de “psicosis
normalizadas” o “discretas”, pues aunque algunos psicóticos sean ordinarios, la psicosis nunca es
ordinaria. La raigambre histórica del asunto la exponemos en la introducción a Las locuras
razonantes de Sérieux y Capgras, monografía con que iniciamos la colección de los Alienistas del
Pisuerga.

Territorios de la psicosis

¿Qué denominador común hallamos entre los granes locos descritos por Clérambault o Chaslin y
esos locos que no lo parecen, los “locos lúcidos” de Trélat, los esquizofrénicos simples de Bleuler o
los locos razonantes de los autores franceses? ¿Qué comparten los locos de siempre con los locos
actuales, las grandes psicosis con las discretas?

A mí me parece que para hablar de psicosis tenemos que delimitar una comunidad de experiencias
particulares, es decir, que los sujetos que la padecen hayan compartido, comparten o compartirán
determinados tipos de experiencias, y es a esos sujetos a los llamamos psicóticos. Experiencias
que, en una primera aproximación, podemos designar con los grandes términos de la
psicopatología como la alucinación o el delirio. Son experiencias que no todo el mundo tiene, es
decir, que sólo tienen algunas personas a las que llamamos psicóticos. Naturalmente, desde esta
perspectiva se pueden oponer los psicóticos y los no psicóticos, los delirantes y los no delirantes,
etcétera. Siguiendo estas demarcaciones se establece una nosografía, incluso unas estructuras
clínicas. También se puede investigar el pathos desde otra perspectiva más continuista, por
ejemplo suponiendo que todo el mundo está loco o todo el mundo delira, aunque los más sanos
son quienes han hallado algún tipo de estabilización y los locos son quienes no pueden dar con
ella. Por diversas razones, la que más me interesa es la primera, esto es, la orientación estructural
de la psicología patológica, pues de ella ha derivado hasta la fecha nuestros conocimientos en esta
materia.

A la hora de delimitar y precisar el tipo de experiencia consustancial a la locura surgen, como es


natural, numerosas complicaciones. Sin ir más lejos, no todos los psicóticos deliran ni todos
alucinan. Ni siquiera todos llegan a desarrollar grandes síntomas, ni siquiera todos llegan a
presentar una crisis, un desencadenamiento. Se sabe también desde antiguo que hay gente que
presenta pequeños desequilibrios y nunca desencadena una crisis. Este ámbitos de la clínica –el de
las psicosis no desencadenadas– he sido especialmente investigado por Lacan a partir de su
doctrina clásica de las estructuras, según la cual se dan ciertas organizaciones psíquicas marcadas
por el mecanismo generador de la psicosis que, sin embargo, permanecen en una relativa
estabilidad y no llegan a resquebrajarse.

Siguiendo la metáfora del taburete de tres patas, expuesta en el Seminario III, podemos imaginar
que un sujeto puede permanecer sentado de por vida sin caerse; incluso haciendo algunos
equilibrios, habría quien podría acomodarse en un taburete al que faltaran dos patas. Ahora bien,
un mal encuentro o el fracaso de una identificación puede llevarlo a la crisis, de la que a su vez
podrá recuperarse echando mano de recursos imaginarios, simbólicos o incluso con el paso al
acto. Todos estos aspectos fueron desarrollados por Lacan en los diez primeros Seminarios.

No fue ésta su única perspectiva. En el Seminario XXIII, dedicado a James Joyce, Lacan se interesa
por la locura de este escritor, quien por lo demás jamás tuvo una crisis psicótica. Aquí la
orientación de la investigación va por otro camino y tiene otras miras: tratar de precisar los
elementos discretos de la locura de Joyce y determinar qué fue lo que le permitió permanecer
equilibrado, aspecto que Lacan vincula a la creación. Como destacara Jacques-Alain Miller, llama la
atención la relación de Joyce con la lengua, una relación de goce ejemplarmente manifestada en
esas risotadas que le sobrevenían mientras escribía. En esa relación con la lengua destaca Lacan el
núcleo traumático por excelencia, ese traumatismo que para todos supone el encuentro con la
lengua. Ahora bien, siguiendo la hipótesis del último Lacan, ¿dónde podemos advertir la carencia
paterna que padecía Joyce?, ¿en qué justificamos la perspectiva de considerar a Joyce un loco, un
“desabonado del inconsciente”? Lacan baraja al respecto diversas hipótesis que me limito a
enumerar: por una parte en las epifanías, en esos textos sacados de contexto que son
posteriormente incluidos en los relatos, que tienen algo de experiencia enigmática; por otra parte,
en el relato de la paliza sufrida a manos de sus compañeros de colegio: “Y aun aquella noche, al
regresar vacilante hasta casa a lo largo del camino Jone, había sentido que había una fuerza que le
iba quitando la capa de odio acumulado en un momento con la misma facilidad con la que se
desprende la suave piel de un fruto maduro”, tal como refiere Joyce en Retrato del artista
adolescente; también y con cierto énfasis, Lacan trata de verificar la posición de redentor y las
palabras impuestas, cuya análisis pormenorizado hallamos en la Tesis doctoral de Sérgio Laia;
finalmente, en la relación su hija Lucia, esquizofrénica a la que Joyce consideraba telépata emisor.
A mi modo de ver, cuando se analiza la relación de Joyce con su hija esquizofrénica, se tiene la
impresión de que hay algo loco ahí; a medida que avanzaba la enfermedad de Lucia, más seguro
estaba Joyce de la clarividencia de la hija: “Mi esposa y yo hemos comprobado cientos de ejemplos
de su clarividencia”, escribe. Tan seguro estaba de la clarividencia que, tal como recoge la
excelente biografía de Ellmann, Joyce jamás dio crédito al hecho de que su hija era esquizofrénica;
al contrario, le consultaba sobre las decisiones que tenía que tomar en el futuro.

Si me he extendido un poco con estos comentarios es para mostraros que, en mi opinión, la clínica
clásica o estructural, aporta elementos suficiente para diagnosticar también esas formas de locura
discreta, de locura que ni siquiera se ha desencadenado, tal como me parece advertir en la certeza
de Joyce sobre la clarividencia de su hija. De este modo, en lugar de separar la clínica clásica y la
clínica borromea, me parece que nuestros esfuerzos deben encaminarse a una articulación entre
ambas. Ese es mi punto de vista.

Dicho lo anterior, ¿cómo podemos caracterizar la locura? Conviene aquí dar la palabra a un loco,
en este caso a Friedrich Nietzsche, quien en su autobiografía Ecce homo dejó escrito: “No es la
duda, es la certeza lo que vuelve locos a los hombres”. En estas palabras hallamos una definición
de la esencia de la experiencia del loco. Creo que si tuviéramos que asimilar a algo lo que es la
experiencia concreta de la locura, tendríamos que asociarla a la experiencia de certeza. También
podemos leerlo en Rousseau, otro de los autores más estudiados cuando se investiga la paranoia y
la melancolía. Rousseau escribe en una carta dirigida a Moultou el 23 de diciembre de 1761: “No
sé qué ceguera, qué tenebroso humor… me hizo inventar, para ensombrecer mi vida y el honor de
otras personas, esa trama de horrores en la cual la sospecha, que mi mente predispuesta
cambiaba casi siempre en certeza, no fue mejor disimulada respecto a otros que respecto a vos…
El delirio del dolor me hizo perder la razón en vez de la vida”.

Aplicado al delirio, cuantos han estudiado los delirios, desde Esquirol a Henri Ey, han destacado
que en el delirante hay una convicción o una certeza. Más aún, como sostenía Jean-Pierre Falret, si
no hay certeza o convicción, no es un delirio. Todo el mundo está de acuerdo en eso. Y lo mismo
se dice, con razón, de la alucinación. No resulta sencillo, sin embargo, distinguir la certeza de las
creencias, asunto en el que se han entretenido mucho los filósofos. Para no abundar en este
asunto, del que me ocupé en algunos textos de Estudios sobre la psicosis y el en último capítulo La
invención de las enfermedades mentales, bastará con evocar las palabras de Spinoza cuando habla
de una “adhesión incondicional del alma”, metáfora muy hermosa para explicar el vínculo que
algunos sujetos tienen con determinados tipos de experiencias.

Al igual que sucede en el delirio y la alucinación, esto es, los grandes fenómenos de la psicosis,
también el criterio de la certeza se puede aplicar a lo que llamamos “fenómenos elementales”, a
esos fenómenos mínimos que contienen la estructura general de psicosis.

Los fenómenos elementales constituyen una de las páginas más hermosas de la historia de la
clínica mental. Al mismo tiempo es uno de los instrumentos más importantes para uso del clínico,
tanto en materia de diagnóstico como en materia terapéutica. Yo no puedo entender la psicosis
sin conocer lo que son los fenómenos elementales, no para diagnosticar la psicosis que aún no ha
dado la cara, sino para saber por dónde va a discurrir. Porque como un plano en miniatura, el
fenómeno elemental indica los posibles itinerarios por los podrá discurrir la psicosis.

Os mostraré estos supuestos con el siguiente ejemplo clínico narrado por Paul Schreber. Dicho
fenómeno se sitúa en los momentos previos a la gran eclosión de su locura, o sea, a la segunda
crisis. El Dr. Schreber, que en aquellos momentos contaba cincuenta y un años, acababa de recibir
el nombramiento de Senatpräsident. Apenas unos días después, insomne, fue sorprendido por la
intrusión de un “fenómeno notable”, el cual contiene y anticipa con claridad el carácter
amenazador que habría de adquirir su psicosis. Se trataba de “un crujido que se repetía a
intervalos más o menos largos”, un ruido que le despertaba cada vez que estaba a punto de
dormirse. Pensó que podía tratarse de un ratoncito que pudiera haberse deslizado hasta la
primera planta, aunque –como él observó después– la casa estaba “sólidamente construida”. Años
después, en plena locura, cuando redactó las Denkwürdigkeiten, Schreber sabía muy bien que
aquello no era obra de un simple ratón: “Pero después de haber oído esos ruidos infinitas veces, y
por seguir escuchándolos actualmente noche y día, me di cuenta de manera indiscutible que eran
efecto de milagros divinos”.

De manera que antes de la gran crisis psicótica, la segunda crisis, Schreber nos informa de esa
experiencia o fenómeno es elemental, tan elemental que no tiene significación, de ese significante
vacío, descascarillado de significación, es decir, del puro ruido. Nada más elemental que el puro
ruido. Ese ruido, años después sería interpretado –el delirio siempre es una interpretación– como
una malvada intención de Dios. Si habéis seguido este hecho, habréis entendido cuál es la lógica
de la locura. Hay un período, un instante al menos, en toda locura de vacío de significación. Hay un
instante de enigma, que es puro ruido; no hay nada más, sólo un ruido que el sujeto experimenta
con la certeza de que está referido a él. Es como si de pronto al sujeto se le van todas las
representaciones con que configura el mundo y se queda en la perplejidad (como lo llamaban los
fenomenólogos a esto). Y hay sujetos, los paranoicos, que pueden adelantar una fórmula para
explicar esa perplejidad, ese vacío. Y formulan, escriben un título, el título de su delirio; a ese título
lo podemos llamar el axioma o la fórmula del delirio. Creo que es útil perfilar esta noción y
distinguirla del sistema delirante, pues hay psicosis que, como sucede en algunos reivindicadores,
se limitan al axioma sin que se dé la edificación de un sistema delirante. La diferenciación entre la
fórmula del delirio y el sistema delirante nos pone sobre la pista de las dos dimensiones de la
certeza: se trata, en primer lugar, de las experiencias de certeza y, en segundo lugar, del axioma,
de la fórmula o postulado de la certeza. Como cabe suponer por cuanto ya he avanzado, en lo que
atañe a las experiencias de certeza no hay ninguna forma de psicosis que escape a ellas, puesto
que sólo la psicosis posibilita el hecho de que puedan darse experiencias al margen de cualquier
vacilación y siempre referidas al sujeto. La cualidad de ser vividas como reales, verdaderas y
ensambladas al sujeto viene determinada, como es natural, por la particularidad del mecanismo
psíquico que las origina, esto es, por la Verwerfung o forclusión. De este mecanismo derivan dos
dimensiones que actúan de forma sincrónica: por una parte, el sujeto no se reconoce autor de eso
que rechaza de forma radical; por otra, esas representaciones que no han entrado en el proceso
de la simbolización le retornan, siendo experimentadas como proviniendo de otro lugar pero
aludiéndole, pues al fin y al cabo son sus propias representaciones. En ese sentido se puede
afirmar que todas las experiencias de la certeza son testimonios de primera mano o efectos
primigenios del mecanismo causal que constituye la estructura psicótica.
Esquizofrenia, paranoia y melancolía

Aun pecando de precipitación, parece cabal proponer una sencilla clasificación de todas las
experiencias de certeza conforme a las tres grandes categorías de psicosis: en el caso de la
esquizofrenia pura o estado esquizofrénico o Síndrome de Pasividad, resultan características las
que atañen a la fragmentación y la atomización del cuerpo y del lenguaje; en la melancolía, sea o
no delirante, las relativas a la indignidad, la culpabilidad y el autodesprecio; en la paranoia, las
referidas al saber y a la verdad, como son la alusión, la intuición, la interpretación y la revelación.

A diferencia de tan amplio muestrario de experiencias, las cuales afectan a todas las variantes de
psicosis, el axioma de la certeza sólo se observa, en mi opinión, en la paranoia y en la melancolía.
El uso del término “axioma” resulta aquí muy apropiado por cuanto refiere una proposición que
no necesita demostración, cosa que se corresponde a la perfección con la cualidad que el psicótico
le atribuye.

De acuerdo con lo que acabo de exponer, se puede describir varios polos en la psicosis: el
paranoico, el esquizofrénico y el melancólico. Esta concepción se sustenta en una visión unitaria
de la psicosis y es contraria a la concepción que sostiene que las psicosis son varias enfermedades
distintas. De este modo, el sujeto podría entrar en la psicosis por la esquizofrenia y reequilibrarse
por la paranoia, o entrar por la paranoia y derivar hacia la melancolía, etcétera. Creo que esto el lo
que enseñan los grandes casos de la clínica: Schreber, Rousseau, Wagner, entre otros.

El polo esquizofrénico nos muestra a un sujeto pasivo, es decir, a un receptor que experimenta en
su encierro interior el filo cortante de lo Real. La experiencia enigmática es su denominador
común, cosa que le sucede mientras asiste al desmoronamiento del lenguaje, a la fragmentación
del cuerpo y a los movimientos erráticos del goce. Sumido en la perplejidad más angustiosa, el
esquizofrénico puro no fabrica ninguna respuesta explicativa, esto es, no consigue introducir
ninguna significación relativa a ese vacío que experimenta. Cuanto más capturado está en el Uno,
en la soledad por excelencia, menos columbra la existencia del Otro. A falta de ese Otro exterior,
todas sus experiencias se circunscriben a la xenopatía del cuerpo y del lenguaje; como escribe
Colina en De locos, dioses, deseos y costumbres. Crónica del manicomio: “La palabra misma se
convierte en el interlocutor principal del esquizofrénico”. Así que, sin la cobertura que aporta la
distinción de lo Simbólico y lo Real, el esquizofrénico vive a la intemperie de la xenopatía, donde
las palabras se han vuelto literales, cosificadas, pura materia que retumba en su pensamiento o se
adensa y circula por su cuerpo.

El estado esquizofrénico se mantiene en estos casos mientras el sujeto sigue siendo pasto de los
retornos de ciertos significantes no simbolizados y mientras no se decida –o quizás no pueda–
formalizar alguna explicación, limitándose su locura a una continua experiencia de la certeza de
esos fenómenos inefables y de intrusión. Al contrario que en la paranoia, donde la presencia
permanente del Otro real se torna asfixiante, en el estado equizofrénico la figura del Otro está
totalmente desdibujada. En la misma proporción que flaquea esa referencia de alteridad, se
observa cómo la experiencia xenopática se apodera del cuerpo, lo fragmenta y produce esos
fenómenos tan llamativos del “lenguaje de órgano” descritos por Freud, o bien cristaliza en un
puro Síndrome de Pasividad clérambaultiano.
Al contrario que la personalidad total y sin fisuras que nuestros clásicos han redondeado en los
rasgos del “carácter paranoico”, el esquizofrénico es alguien completamente desgarrado en su
identidad yoica y corporal. A falta de una referencia al Otro, el sujeto sumido en el estado
esquizofrénico permanece fijado en un circuito cerrado: sus pensamientos le asaltan como
proviniendo de otro lugar, el lenguaje cobra vida propia y habla a través de él, el cuerpo que
habita deja también de pertenecerle y adquiere una autonomía propia. Absorto en la perplejidad e
invadido por la xenopatía, el esquizofrénico sólo puede testimoniar de la certeza de los fenómenos
que experimenta. El esquizofrénico puede permanecer de por vida en la xenopatía, a no ser que
consiga inventar algún axioma o fórmula que le permita delirar, en cuyo caso se desplazaría desde
el estado esquizofrénico hacia la paranoia esquizofrénica o, como suele decirse, la esquizofrenia
paranoide.

Eso sucede a menudo cuando “el Otro se introduce en lo real para dirigirle mensajes”, según
indica Miller en De la naturaleza de los semblantes. La presencia del Otro, aunque sea
rudimentaria, puede añadir a la experiencia xenopática una intencionalidad, favoreciendo con ello
algún tipo de explicación loca que siente las bases del posterior trabajo delirante. Toda respuesta
que reordene las significaciones destruidas sitúa al sujeto con un pie en la paranoia, es decir, en el
polo paranoico de la psicosis. Es frecuente observar cómo la perplejidad inicial se esfuma en un
instante, siempre y cuando el sujeto haya logrado cernir un pequeño axioma que condense el
texto de su certeza sobre el Otro. Esa fórmula contiene una explicación sobre la falta esencial que
constituye a su Otro, falta que se siente llamado a colmar. En esta posición híbrida entre la
paranoia y la esquizofrenia, la fórmula del delirio es más imprecisa y el sujeto, si bien localiza a un
Otro causante de su xenopatía, precisa entregarse a un trabajo delirante que paulatinamente le
ayude a cifrar un axioma más circunscrito; es el caso de muchas formas paranoides que se edifican
mediante interpretaciones delirantes.

Muy distinto me parece el polo paranoico, cuya puerta de la entrada de su panóptico invertido
puede leerse la máxima de Horacio Tua res agitur (“De tus cosas se trata”, o también “Es de ti de
quien se trata”). Ciertamente, vaya donde vaya siempre hay miradas que lo siguen y
conversaciones que le aluden. El polo paranoico genuino está habitado por un sujeto activo, esto
es, alguien que inventa una respuesta frente al enigma inicial. Cualesquiera sean los fenómenos
elementales de la paranoia, siempre encontraremos en ellos la presencia de un Otro. Basta que
alguien se sienta aludido –aunque no sepa qué se le quiere decir con eso– para que en su fuero
interno ya conciba la existencia de un Otro, pues de algún lugar o instancia que no es él mismo
tiene que partir la alusión y la referencia. Se entenderá ahora aquella afirmación antes realizada
según la cual el paranoico –a diferencia del esquizofrénico– es capaz de cernir un axioma o
postulado que sirva de encofrado al delirio que podría llegar a construir. De esa fórmula del delirio
surgirá la materia prima empleada en las ulteriores interpretaciones. Al incluir al Otro, el
postulado o axioma de la certeza posibilita la creación de las distintas significaciones tendentes a
investigar las causas (“Ursachen erforschen”, es decir, “Investigar las causas”, decía Schreber), las
intenciones y las finalidades que mueven a ese Otro en sus propósitos gozadores. El delirio así
surgido consiste siempre en una explicación o interpretación de la maldad del Otro que se ha
apoderado del sujeto, ese inocente contra quien se ha trabado la más indigna de las calumnias, la
más horrenda de las manipulaciones o la más despiadada e injustificada de las venganzas. Incluso
en la erotomanía ese Otro termina por revelar su auténtica esencia de malignidad, su sed de goce,
la cual sólo puede saciar mediante alguna forma de usufructo del sujeto loco. También Schreber
mostraba con claridad este hecho esencial de la paranoia cuando situaba su posición de objeto
exclusivo del goce divino: “Dios exige un estado constante de goce; es entonces mi deber ofrecerle
este goce, en la medida de lo posible en las condiciones actuales atentatorias contra el orden del
Universo, y ofrecérselo en forma del mayor despliegue posible de voluptuosidad del alma”.

En la misma proporción que se constituye, se localiza y se inviste un Otro exterior, aumentan las
posibilidades de cicatrizar los desgarrones de la identidad que están en la base del estado
propiamente esquizofrénico. Bien diferente resulta asimismo este estado de desgarramiento del
polo paranoico de la psicosis, el cual se caracteriza por la extrema infatuación y el narcisismo más
soberbio. Esta polarización entre atomización y reunión, entre pasividad y producción, está en la
base de las numerosas transiciones de uno a otro polo y parece indicar que la paranoia es la salida
más frecuente del estado esquizofrénico, como se pone de relieve en el autotratamiento delirante
que el Dr. Schreber pone en marcha para reducir el marasmo de la segunda crisis.

Hace unos meses, con Juan José de la Peña, propusimos algunas consideraciones sobre el trabajo
delirante y la edificación de un delirio sistematizado. Advertíamos que el clínico debe tener
presentes dos aspectos que a menudo indican la buena marcha de su creación loca. Se trata, en
primer lugar, del aplazamiento –a veces indefinido– de la realización de esa violencia esencial del
Otro. De especial interés resulta, en segundo lugar, la consecución de algún tipo de reconciliación,
entendimiento o pacto con el perseguidor, salutífero resultado que consiguen algunas creaciones
delirantes, como la alcanzada por Paul Schreber.

Como sostenía al principio, también en la melancolía, la enfermedad por excelencia del deseo,
puede observarse en ocasiones la concreción de un axioma. Como sabéis, la paranoia y la
melancolía guardan para los primeros alienistas una relación de hermandad, un vínculo que sólo
se desharía cuando Baillarger y J.-P. Falret acentuaron la consustancialidad de la unión manía y
melancolía. Esa hermandad de la melancolía y la paranoia –y con ella la noción de locura parcial–
tuvo los días contados desde que Esquirol introdujera la escisión humor/razón en la melancolía
pineliana. A partir de este corte se conformó un polo propiamente melancólico (lypémanie) y otro
expansivo y razonante (monomanie), separación que sentaría las bases de la posterior oposición
entre los trastornos del humor (locura maníaco-depresiva) y los trastornos del juicio (delirios
crónicos). Sin embargo, en distintos momentos de la construcción del saber psicopatológico dicha
afinidad volvería a resurgir y mostrarse problemática, de manera especial en la descripción de
Cotard de los delirios de negación y enormidad, también en el delirio sensitivo de Gaupp y
Kretschmer, incluso en el diagnóstico de algunos locos célebres como Rousseau o Schreber. No
resultó nada sencillo a nuestros clásicos transformar la melancolía antigua en una enfermedad
mental. A mi manera de ver, resultó para ello decisivo asimilar la melancolía con el sufrimiento,
con el dolor moral. «Toda melancolía expresa la lesión de un sentimiento; es una afección
dolorosa», escribió Guislain en Leçons orales sur les phrénopathies, ou Traité théorique et
pratique des maladies mentales. Lejos de ser un mero fenómeno característico, el sufrimiento se
convierte en un elemento esencial de la explicación nosológica: el melancólico –subraya
Griesinger– se encuentra cada vez más dominado por un estado de dolor moral que persiste de
por sí y que aumenta con cada impresión moral. Más que ningún otro, la caracterización de la
melancolía realizada Heinrich Schüle destaca por encima de cualquier otro los aspectos dolorosos
y el sufrimiento, en especial cuando examina los trastornos de la inteligencia característicos de
estos enfermos, cuya “conciencia sólo contiene la idea-dolor”. Y lo mismo opina Séglas, quien su
monografía sobre el delirio de negación escribió: el melancólico es un enfermo «ingenioso en lo
que concierne a atormentarse».

Esta pequeña digresión sobre el dolor del melancólico me parecía necesaria para exponer su
posición, esto es, el polo melancólico de la psicosis. A diferencia del paranoico, el sujeto
melancólico configura su axioma de certeza en relación con su propio ser considerado como
indigno, razón por la cual son frecuentes las referencias a faltas cometidas que no tiene perdón o a
la merecida condenación que le espera; uno de nuestros pacientes melancólicos nos aportó la
mejor definición sobre la experiencia melancólica: “Vivo en el corredor de la muerte, a la espera
de que por fin me ajusticien por mis imperdonables pecados”. En este tipo de axioma el sujeto se
trata “como a la hediondez del mundo, como al kakon fundamental del universo en el que él
localiza el goce malo […] y en este sentido podemos decir que se identifica con la cosa”, propuso
con acierto C. Soler. Los clásicos llamaron la atención sobre la inoperancia e insalubridad de los
delirios melancólicos, tal como recogió hace más de cien años Heinrich Schüle: “La diferencia
psicológica esencial entre los dos tipos de ideas delirantes es la siguiente: en el delirio
sistematizado, el deliro se establece de golpe (incluso si era general y vago al principio); en la
melancolía, por el contrario, el delirio es secundario; en el primero es un elemento esencial e
indispensable, mientras que en el segundo es accidental y puede a menudo faltar. Una vez creado,
el delirio sistematizado alivia al enfermo gracias a la explicación que aporta; pero en la melancolía
esa explicación no hace sino añadir un dolor nuevo”. Ese “dolor nuevo” sobreañadido resulta
evidente en los monstruosos delirios descritos por Cotard y Séglas en pacientes observados en la
Salpêtrière.

El caso Rousseau resulta muy interesante para establecer la articulación entre la paranoia y la
melancolía. Como sabéis, Rousseau fue considerado generalmente un paranoico, en especial tras
el estudio que le dedicaron Sérieux y Capgras. Sin embargo, para Régis era un melancólico. Según
Sérieux y Capgras, su delirio de interpretación se desarrolló muy lentamente y poco después de
cumplir los cuarenta años, sin que resulte fácil establecer su fecha de inicio En las Confesiones
sitúa en el año 1752 —tenía entonces cuarenta— «el origen de la odiosa trama», a raíz de una
«pequeña aunque memorable peripecia» que tuvo con en Barón de Grimm. Pero su convicción no
llegó a formularse hasta tiempo después; no tenía entonces, al parecer, más que vagas
inquietudes que hacían permanecer en su memoria ciertos incidentes cuya interpretación no
cristalizó hasta más tarde. Rousseau, con cincuenta años de edad, emprende la redacción de las
Confesiones, que preparaba desde un bienio antes. “Sabía –dice– que me pintaban en público con
unos rasgos tan deformes, que pese a lo malo de mí mismo que no quería silenciar, sólo podía salir
ganando mostrándome tal como era”. La vertiente persecutoria de la locura de Rousseau es
suficientemente conocida, mucha más que el sustrato melancólico. Se advierte éste en algunos
pasajes de Confesiones y Las ensoñaciones del paseante solitario, en especial cuando se refiere a
un robo sin importancia cometido en su juventud, la sustracción de una cinta, hecho del que culpó
a la criada Marion. Pues bien, este hecho le atormentó toda la vida. Tanto que, tal como puede
leerse al final del Libro II de las Confesiones, pide que se le permita no volver a hablar nunca más
de ello. Más explícito se mostró en el cuarto paseo de Las ensoñaciones, donde puede leerse: “Esa
mentira, que en sí fue un gran crimen, debió serlo todavía mayor por sus efectos, que siempre he
ignorado pero que el remordimiento me ha hecho suponer todo lo crueles que es posible”; y más
adelante: “La criminal mentira cuya víctima fue Marion me ha dejado imborrables remordimientos
que me han librado para el resto de mis días no sólo de toda mentira de esa especie…”.

El caso Rousseau resulta ineludible para estudiar las relaciones entre inocencia (paranoica) y
culpabilidad (melancólica). Su posición al respecto es muy original: es culpable ante sí mismo e
inocente a los ojos de Dios (“el sabe que yo soy inocente”). También resulta muy útil para
investigar las variantes clínicas. Según Sérieux y Capgras, es un caso paradigmático de de delirio de
interpretación en su variedad resignada. Esto es muy interesante, pues la variedad clínica parece
estar determinada por las formas de goce. Y la forma de goce de Rousseau era el masoquismo,
como él mismo explica, sin usar ese término, en Confesiones. Rousseau es un “perseguido”
resignado, de los que se esconde; no es un perseguido-perseguidor, de esos que plantan cara y
actúan contra el perseguidor. Él huye, siempre se escapa. Uno puede pensar que esa variedad de
resignación tiene más que ver con el fantasma de ser golpeado en las nalgas, con esa forma
particular de gozar. Esta perspectiva conviene tenerla en cuenta para investigar las variedades
clínicas dentro de las estructuras.

Delirio y paso al acto

Existe en la literatura psicopatológica un caso paradigmático en el que podemos investigar


también las relaciones entre la paranoia y la melancolía, y de manera especial la articulación entre
el delirio y paso al acto. Se trata de caso Wagner, estudiado por Gaupp a principios del siglo XX. En
mi opinión la locura de Wagner muestra con claridad cómo el sujeto se precipita en el acto cuando
no da con un delirio, cuando no es capaz de elaborar un delirio que frene la respuesta ciega del
acto criminal. En este punto, Wagner se opone por completo a Aimée, la loca paranoica estudiada
por Lacan en su Tesis doctoral, esa loca cuyo acto es la consecuencia de un delirio sin salida, de un
delirio que ya no sirve para sostener una estabilización. De manera que, en mi opinión, existen
delirios que fracasan y conducen al acto; existen también actos que realizan porque el sujeto no es
capaz de inventar un delirio. Sobre estos aspectos me propongo tratar en el último tramo de la
conferencia, exponiendo algunas pinceladas del caso Wagner.

Cuando a finales de 1913 se inició el proceso penal contra E. Wagner, el Prof. Robert Gaupp fue
convocado en calidad de experto para dictaminar sobre el posible trastorno mental del asesino y
pirómano. Según informa Gaupp en su monografía (Hauptlehrer Wagner. Zur Psychologie des
Massenmords) y en los diversos artículos que dedicó al caso, los crímenes de Wagner,
minuciosamente premeditados, se realizaron a lo largo de la madrugada del 3 al 4 de septiembre
de 1913 en Degerloch y de la noche siguiente en Mühlhausen. Asesinados sus cuatro hijos y su
mujer, ejecutada en parte su venganza sobre el pueblo de Mühlhausen y sus habitantes varones,
Wagner fue detenido merced a la intervención de unos valientes vecinos. Con un tono
sorprendentemente sosegado, Wagner informó ante el juez de los detalles de todos sus crímenes
y del contenido de las cartas recientemente enviadas. En éstas se exponían, amén de ciertas
disposiciones y despedidas, los motivos de su acto: continuos remordimientos y alusiones relativos
a “una serie de delitos de zoofilia que se remontaban a doce años atrás”. En estas circunstancias
fue como se encontró con Robert Gaupp, cuyo informe pericial determinó el sobreseimiento del
proceso penal al declarar a Wagner irresponsable de sus actos criminales (además de su propia
familia, nueve personas muertas en Mühlhausen, once heridas, y numerosos incendios). Tras la
conclusión de este largo proceso, en febrero de 1914, Wagner fue ingresado de por vida en el
manicomio de Winnental.

Los motivos argüidos para justificar tan atroces crímenes seguían, como era de esperar, esa lógica
tan implacable como terrible que caracteriza el rigor del paranoico. Desde el primer momento
reconoció Wagner que el asesinato de su familia había estado determinado por la piedad y la
compasión, mientras que los incendios y los asesinatos de Mühlhausen (“el pueblo causante de mi
desgracia”) habían estado engendrados por el odio y la venganza, ya que había sido allí donde
cometiera sus “delitos sexuales” y donde comenzaran las “difamaciones”. Con el correr de los
años, el maestro Wagner reblandeció su odio hacia los habitantes de Mühlhausen, llegándose a
cuestionar incluso la pertinencia de su venganza. Pero jamás se arrepintió lo más mínimo de haber
asesinado a sus propios hijos: “Mi estado anímico ha mejorado considerablemente –escribió el
propio Wagner en 1919–. Si estuviera en mis manos haría revivir a los vecinos de Mühlhausen que
he matado. Pero mis hijos deberían permanecer muertos. Ya que me produce un gran dolor
pensar que podrían sufrir, aunque sólo fuera una mínima parte de lo que he sufrido yo. […] Hoy
por hoy no hay nadie que compadezca más a las víctimas de Mühlhausen que yo mismo. Pero la
muerte de mi familia sigue siendo, hasta hoy, el mayor consuelo para mi miseria. Mis hijos eran
como yo, así que ¿qué podían esperar de la vida?”. Wagner se sentía en la obligación de asesinar a
sus descendientes; su miedo permanente radicaba en que ellos hubieran podido heredar las
mismas “tendencias inmorales” incluso bajo una forma más deleznable y aberrante aún, pues no
sólo él mismo sino toda su familia “éramos, a mi juicio, gente degenerada”, e “ir contra natura era
el más grande de los crímenes”.

Tras sopesar la locura de Wagner, Robert Gaupp dictaminó la “irresponsabilidad” de este hombre
que se llamaba asimismo “salvador de los justos” y “ángel exterminador”. Wagner, que estaba
seguro de que iba a ser condenado a muerte, se mostró sumamente encolerizado con el psiquiatra
tras conocer el resultado de su peritaje. Así se lo comunicó en una carta, en la que también lo
señalaba como a una de las personas que más odiaba. Se negó taxativamente a ser calificado de
enfermo mental; es decir, a hacer responsable de sus actos criminales a su locura: “Y declaro que
asumo por entero la responsabilidad prevista en el Código penal y que me siento plenamente
responsable”. La más mínima brizna de subjetividad quedaba anegada merced a esa consideración
de “irresponsable” por paranoico. En mayo de 1916 intentó obtener la reapertura de su proceso.
Elaboró un largo escrito dirigido a la Fiscalía del Estado en el que criticó acerbamente el dictamen
elaborado por Gaupp y Wollenberg. Respecto al “delito sexual” cometido en Mühlhausen, Wagner
continuó negándose a dar información alguna.

La historia de los “delitos sexuales” se remonta a julio de 1901, cuando Wagner se trasladó a
Mühlhausen para continuar ejerciendo el magisterio. Fue allí donde sus tormentos más horrorosos
comenzaron. La vergüenza y las supuestas alusiones al onanismo dieron paso a “una serie de actos
delictivos (relaciones sexuales con animales) de los que nadie se enteró por aquel entonces. […]
Según me confesó aquí en el hospital –informa Gaupp–, empezó a cometer esos actos delictivos
unas semanas o meses después de su traslado a Mühlhausen, a altas horas de la noche, cuando
volvía del mesón a su casa. Jamás confió a nadie los detalles de esas prácticas aberrantes”. Al
mismo tiempo que frecuentaba los establos, bebido (“para huir de mi propia compañía”),
comenzó a coquetear con la hija de mesonero S. Cuando se supo que la joven Anna estaba
embarazada, los superiores del maestro decidieron su presto trasladarlo a Radelstetten, donde
permanecería hasta mayo de 1912. Aunque se vio obligado a poner tierra de por medio, la
autorreferencia mórbida (krankhafte Eigenbeziehung), en forma de ocasionales alucinaciones
(“palabras que no pienso repetir”) y continuas “habladurías” que apuntaban al corazón de sus
prácticas de bestialismo, jamás le abandonaría por completo.

Una vez consumado el acto, minuciosamente planificado, se produjo una remisión de las
autorreferencias; aún así, en el manicomio algunos enfermeros imitaban voces de animales y se
veía expuesto a pullas y vejaciones. Hasta el momento de su detención, un pequeño revólver
siempre cargado le acompañaba, pues de darse el caso de ser descubiertas esas abyectas prácticas
se habría suicidado al instante. Esa fue la primera salida que encontró, el suicidio, pero nunca lo
llegó a consumar por cobardía. La otra salida ya la conocemos: arrasar el linaje de los Wagner,
incendiar el lugar donde había cometido sus “delitos” para borrarlo de la memoria y vengarse de
quienes se mofaban de su indignidad.

Toda la locura paranoica del maestro Wagner, según mi interpretación, deriva de una certeza
pulsional: “Soy zoofílico” (Ich bin Sodomit). Esa es la gran confesión realizada tras cometer los
actos criminales. El reconocimiento de dicha certeza se le presentaba endofásicamente en la
forma pertinaz del autorreproche y la culpa, lo que se plasmaba clínicamente en un humor de tipo
depresivo y un carácter ocasionalmente asténico y pusilánime. Sin embargo, la dimensión
propiamente paranoica de dicha certeza, la que más le atormentaba y le empujó al acto, era
precisamente la que experimentaba en esa singular forma de alusiones que los otros le dirigirían,
mostrando así con precisión el mecanismo genérico de la estructura psicótica: lo que no ha sido
simbolizado le retorna al sujeto en lo Real, esto es, Wagner sólo puede cerciorarse de su goce
deleznable a través de las alusiones y los comentarios de los otros. De manera que ya “al día
siguiente” de cometer sus “delitos” zoofílicos, comenzaron las autorreferencias y los comentarios
dirigidos a él, aunque su nombre no se pronunciaba abiertamente al principio. Con el paso del
tiempo “la cosa llegó a tal extremo que, en cuanto se reunían dos, yo era el tercero del cual se
hablaba. La verdad es que el aire debió de espesarse tanto con mi nombre que hasta hubiera
podido ensacarlo”. Las alusiones y difamaciones provenían exclusivamente de varones adultos,
razón por la cual Wagner sólo se lamentó de las muertes de personas de sexo femenino.

Siguiendo la lógica del caso se pueda advertir que el paso al acto se aplazó durante unos cuatro
años gracias al autotratamiento que el propio Wagner halló en la escritura, forma bien real de
construirse una historia subjetiva y de desplazar esa extrema condensación de goce depositado en
el acto homicida y suicida. Embebido en recrear literariamente los futuros crímenes, en teorizar la
redención a través de la muerte o justificar el asesinato por amor, absorto mientras pudo en el uso
de la palabra, Wagner logró demorar su ejecución; nada extraña, en ese sentido, que ésta se
produjera tras un intenso período creativo y pocos días después de concluir su Autobiografía.

En el manicomio, Wagner siguió escribiendo y consiguió una estabilidad que sorprendió a Gaupp.
Esa estabilidad, sin embargo, se vino abajo cuando sobrevino un nuevo incidente, a partir del cual
se orquestó –ahora sí– un trabajo delirante mucho más sistematizado que la mera trama
autorreferencial que he descrito. Sucedió que al leer el drama Schweiger de Franz Werfel,
estrenado en enero de 1923 en Stuttgart, cuya temática se ocupa asimismo de la enfermedad
mental, Wagner encontró demasiados paralelismos con su obra reciente Wahn. Desde la soledad
de su celda del manicomio, Wagner “transformó poco a poco esta contingencia” en certeza:
Werfel le había plagiado. Más aún, sin evidencia alguna, comenzó a creer que ese dramaturgo era
judío y que los editores que rechazaron su drama también lo eran. Fue así como trabó un
auténtico delirio de persecución (“un nuevo delirio”, escribió Gaupp) por los judíos. Pero en esta
ocasión, la respuesta a esa certeza de haber sido plagiado tomó, por fortuna, la senda de la
edificación delirante y no la del paso al acto. De esta manera, se vio empujado a elaborar un
delirio tendente a purificar la literatura alemana de las nefandas influencias judías. Esta
localización del perseguidor le permitió tomar una distancia adecuada y adquirir una templanza de
la que en otro tiempo había carecido, planeando una futura vida anónima y calmada en alguna
ciudad en la que ya no llamara la atención, en la que a poder ser su nombre no estuviera en boca
de nadie. Sus días transcurrieron sin demasiados sobresaltos en el manicomio de Winnental,
entregado como siempre a la creación de nuevos dramas. Sólo la muerte, sobrevenida el 27 de
abril de 1938, logró poner fin a su delirio de ser plagiado.

No comparto, por tanto, la interpretación que Gaupp ofreció del caso Wagner. En mi opinión,
Wagner no inventó ningún delirio sistematizado hasta mucho tiempo después de su paso al acto.
En los años previos a la comisión de los crímenes, más que de un delirio sistematizado se trata
únicamente de la planificación rigurosa del acto y, quizás, de haberse entregado a la edificación un
delirio de ese tipo, el acto criminal se hubiera pospuesto indefinidamente. Como he tratado de
desarrollar en Estudios sobre la psicosis, mientras no pudo localizar un perseguidor (Werfel y los
judíos) fuera de su certeza pulsional (“Soy zoofílico”), Wagner permaneció encasquillado en esa
trama de autorreferencias sobre su indignidad, pero sin poder dar ningún sentido ni explicación
delirante a esa verdad absoluta e indeleble que sólo pudo oír mediante las alusiones de sus
convecinos varones.

Siguiendo esta línea argumental me parece evidente que la relación entre el delirio y el acto
criminal muestra, al menos, dos posibilidades: como ensaña el caso Wagner, cuando el sujeto
permanece atrapado en la autorrferencia enfermiza y en la alusión sin conformar un delirio
interpretativo, puede darse la realización del acto tendente a aniquilar al Otro malvado; por el
contrario, como enseña la Aimée de Lacan, hay sujetos que inventan delirios sistematizados en los
que, llegando a ciertos callejones sin salida, rematan con la realización criminal.

Con esto daré por concluida esta conferencia. Espero que con estas reflexiones en voz alta haya
contribuido a pensar lo locura. Más me gustaría eso que contribuir al establecimiento de un
discurso dogmático y cerrado en sí mismo. También espero que con vuestros comentarios y
preguntas, este terreno del saber tan oscuro y resbaladizo pueda aclararse un poco más. Gracias.

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