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VECINOS Eduardo Ron Coffil

Otra vez los golpes contra la pared, ruidos de pelea y forcejeo entre cuerpos,
cristales rotos y cosas pesadas que caen en medio de gritos, insultos y acusaciones,
luego, por pocos minutos, un tenso silencio y finalmente el portazo, con la sentencia
de ¡Me voy!, cuando era ella la que se marchaba de la escena y ¡Ahí te dejo!, cuando
era él. Sí, se alternaban en las salidas y los portazos, en ese horrible y angustioso
remedo de acuerdo entre dos que la convivencia de pareja había establecido quien
sabe desde cuándo.
Estos episodios de violencia doméstica, una, dos y hasta tres veces por semana
como he podido constatar desde que llegué aquí, provocan en mí una profunda
desolación, evocando las peleas que entre mis padres poblaron de oscura angustia
mis sueños de niño, oscuridad que emerge de la profundidad de mi subconsciente,
poblado de temores, dolores, horrores y sombras fantasmales que aún me
acompañan, leales y refractarios ante todos los intentos de disolvencia terapéutica
que he emprendido a lo largo de mi vida.
Desde hace tres semanas habito en este silencioso lugar, habitado mayormente
por jubilados, y la paz y tranquilidad en la que transcurren mis días solo es
quebrantada por las peleas de estos vecinos con los que comparto la pared divisoria
entre ambos apartamentos, cuyo poco espesor contribuye a convertirme en testigo
oyente, no visible, de la cotidianidad de esta pareja y viceversa, solo que en mi caso,
viviendo solo, sin pareja ni mascota, son escasas las señales de vida o de estancia
que pudieran ellos percibir provenientes del otro lado de la pared, el mío.
Quizás mi condición de solitario sinparejanimascota ha sido lo que paulatinamente
generó en mi la necesidad de hacer y contribuir en algo para que se establezca la
paz y la concordia entre la pareja simematasyotemato vecina, de quienes lo único
que conozco son sus gritos e insultos cuando pelean con tanta frecuencia y además
su carcajadas y animadas conversaciones diarias, entre los espacios de silencio
normales en toda convivencia de pareja. Tuve entonces la genial ocurrencia de
preparar algo, como la mermelada de guayaba, receta de mi abuela, y que suele
quedarme muy bien, con lo que estoy seguro puedo romper el hielo entre nosotros,
presentándomeles con esa ofrenda y así propiciar una visita, un probable compartir,
que me permita conocer y comprender qué ocurre en ese hogar, y así, saciar mi
insana curiosidad y también, ¿por qué no?, propiciar un canal de entendimiento
entre ellos. Hasta aquí tales son mis intenciones. Sinceras.
Animado por el hecho de poder aromatizar mis espacios con la fragancia de las
guayabas en cocción y el espíritu altruista oxigenado por la ocasión de poder
cambiar en positivo una angustiante situación, inevitablemente cercana a mí, puse
manos a la obra y pocos días después, una tarde, me encontraba de pie ante la
puerta de los vecinos, tocándola rítmicamente con mi puño izquierdo, el del corazón
‒tal era mi entusiasmo‒ mientras en mi mano derecha portaba, orgullosamente, un
gran frasco de mermelada de guayaba, fresca y lista para degustar en esa
imaginada merienda que entre los tres disfrutaríamos.
Silencio y vacío. Sólo eso obtuve luego de tres llamados. Después del segundo y
del tercero, pegué mi oreja a la puerta y entendí que no se encontraban en casa.
¡Lógico!, pensé, ¿quién puede estar esperando a quien no se sabe que vendrá?
Decidí volver en otro momento, aun cuando me pareció haber escuchado ruidos de
conversación en la mañana, mientras esperaba a que la mermelada, ya envasada,
se enfriara. Sí, me dije, volveré después.
Fue ese después el que volvió a mí violentamente con un nuevo episodio de pelea,
y nuevamente me encontré invadido por los golpes contra la pared, ruidos de pelea
y forcejeo entre cuerpos, cristales rotos y cosas pesadas que caen en medio de
gritos, insultos y acusaciones, luego un pequeño silencio de minutos violentos y
finalmente el portazo, con la sentencia, esta vez, de él y su ¡Ahí te dejo!, como
juramento de cierre y a la vez, apertura en mí de esa ya conocida desolación, con
el ruido de sus pasos alejándose por el pasillo compartido y el llanto desconsolado
de ella, al otro lado de la pared. Sólo encontré consuelo al observar con
detenimiento absorto, el frasco de mermelada, que inadvertidamente y sin saber en
qué momento, había tomado entre mis manos, como talismán, como salvoconducto,
como esperanza secreta en que una posibilidad de cambio era realmente posible.
Fue entonces cuando comprendí la magnitud de lo que insospechadamente estaba
ocurriendo en mi interior, revelándose entonces la verdad oculta y que sólo hasta
ahora alcanzaba a vislumbrar: mi impulso por intervenir, de alguna manera posible
entre el conflicto de estos vecinos obedecía al deseo insatisfecho que desde niño
tuve por establecer la paz entre mis padres, y que mi corta edad era la medida
también del alcance de mi influencia en ellos para que cortarán definitivamente con
esa manera de tratarse en la que, en cada una de sus peleas rompiendo cosas y
forcejeando entre ellos lo único que se rompía irreparablemente era mi alma de
niño, testigo oyente y no visible encerrado en la habitación de al lado. Pude recordar
entonces, y ahora con precisión terapéutica, que luego de esas episódicas disputas
entre mis padres, mi abuela acostumbraba preparar su famosa mermelada de
guayaba, especie de ungüento para las almas adoloridas, la mía y también la de
ella, conmigo al lado, sentado en un taburete de esa cocina repleta de aromas y
sabores con los que construí, durante los años de mi infancia bajo sus cuidados
afectuosos y nutricionales, las fortalezas que me han permitido sobrellevar esta
historia de vida, que hoy se reivindica buscando establecer paz entre esta pareja
vecina. Todo este cuadro se me revelaba en la forma de un frasco de mermelada
de guayaba sostenido entre mis manos, y ahora sí, con la urgencia de sanar esta
herida cargada por años y emergente con esta forzada condición de testigo oyente
y no visible del drama que se desarrollaba al otro lado de la pared, entiendo que
ahora, más que nunca, sí puedo cambiar la historia, y así cerrar estas viejas heridas,
¡esos dos tendrán que degustar la mermelada, sea como sea, y si no fue hoy, será
mañana!, Me juro a mí mismo con el frasco entre las manos.
En la mañana salgo y compro un paquete grande de galletas, elijo unas saladas
para que su sabor contraste con el dulzor de la mermelada, tal como solía hacer y
decir mi abuela y no he encontrado aún experiencia ni argumento con los cuales
rebatir el acertado juicio de ella. Espero pacientemente a que llegue la tarde, y
ahora, armado con frasco y paquete me planto ante la puerta vecina y repito el ritual
del día anterior, llamando nuevamente, tocando rítmicamente con el puño izquierdo,
esta vez con más atención a lo que pudiese escuchar al otro lado de esa puerta que
hasta hoy estará cerrada a la paz y el amor, pienso mientras con la oreja pegada a
ella trato de escudriñar movimientos o arrastrar de pies o murmullos o un ansiado
¿quién es? o mejor aún, un animado ¡ya voy!.
Silencio y vacío. Igual que la vez anterior. Decidido a obtener un resultado distinto,
insisto una, dos y tres veces más, hasta que se me hizo evidente que allí no se
encontraban ninguno de los dos. Repitiéndome el juramento de ¡si no fue hoy, será
mañana! me retiro para regresar e insistir entonces en la noche, lo que hice, al igual
que en la mañana, en la tarde y en la noche de los dos días siguientes, obteniendo
el mismo resultado. Silencio y vacío.
Ya en casa, me percato de que en estos dos últimos días, no he escuchado señal
alguna de que ellos se encontraran en la suya, quizás han salido de paseo, de visita,
de viaje de reconciliación, es normal, suele suceder entre algunas parejas, papá y
mamá también lo hacían, me dije mientras me ocupo de mis quehaceres, atento a
cualquier señal de vida proveniente del otro lado de la pared.
Tres o cuatro días después, luego de haber escuchado carcajadas y voces
conversando, me dispongo nuevamente a entregar el frasco y las galletas, me
sorprendió y con desagrado que, al tocar la puerta, se hizo nuevamente el silencio
no habiendo respuesta a mi llamado, lo que me incomoda un poco, ya que no
encuentro razones, según mi parecer, para que no me abran esta puerta que
empieza ya a obsesionarme. De regreso en casa, hago un recuento de lo convivido
con estos peculiares y poco amistosos vecinos y caigo en cuenta que todo lo que
recuerdo de ellos solo es auditivo, hasta ahora no les conozco ni rostros ni
presencias. Bueno, hay gente que es poco dada al intercambio con vecinos,
pensando en esto me ocupo entonces de mis propios asuntos. La noche estuvo
violentamente marcada por otro episodio de pelea, y nuevamente me encuentro
invadido por los golpes contra la pared, ruidos de pelea y forcejeo entre cuerpos,
cristales rotos y cosas pesadas que caen en medio de gritos, insultos y acusaciones,
luego un violento y tenso silencio de minutos y finalmente el portazo, con la
sentencia, esta vez, de ella y su ¡Me voy!, como juramento de cierre y a la vez,
apertura en mí de esa ya conocida desolación, con el ruido de sus pasos alejándose
por el pasillo compartido y los gritos destemplados de él de ¡Vete, vete! al otro lado
de la pared.
Ayer, coincidiendo con la conserje en la entrada del edificio me atreví a interrogarle
sobre los vecinos de al lado, y consciente de que estaba hablando de más, e incluso
asumiendo el riesgo de cometer una gran imprudencia y quedar como un auténtico
chismoso, paso a comentarle de mis intentos frustrados por comunicarme con ellos,
de las peleas constantes entre ellos, de la violencia doméstica que puede ser
peligrosa para alguno de los dos o ambos, de la mermelada hecha como gesto
amistoso y de buena vecindad y no entregada pero sólo para saber un poco como
podría ayudarles de que mi papá y mamá eran iguales y que finalmente
posiblemente estaban necesitados de ayuda y que bueno, allí estaba yo, el hijo
perdido de la Madre Teresa de Calcuta dispuesto a tender una mano, solté toda
esta retahíla de cosas con la seguridad de que podría obtener información útil para
mis propósitos. Mientras estas cosas decía, ella se persignaba una y otra vez,
retrocediendo uno, dos y hasta tres pasos pasos, y sin disimulo alguno me cubrió
de cuerpo entero con una mirada en la que se juntaban el espanto, la preocupación
e incredulidad.
Reacciono preguntándole ¿qué le pasa? ¿acaso dije algo inadecuado? ¿por qué
reacciona así?, a lo que respondió con gran sorpresa con otra pregunta: ¿y usted
no sabe lo que sucedió allí? No, le dije, no lo sé ¿qué ocurrió allí?
-Ellos eran una pareja muy problemática y…
-¿eran? ¿cómo que eran? pregunto interrumpiendo
-Usted debe saber que ellos dos se suicidaron, no conozco los detalles, solo puedo
decirle que hubo que llamar a los Bomberos porque no se aguantaba la hediondez
que salía de ese apartamento, se encontraron los cuerpos, ella muerta sobre la
cama y él en la cocina, eso salió en todos los periódicos, hasta vino la gente de la
televisión, según la policía ella se suicidó en la habitación y parece que él la encontró
ya muerta y también se suicidó en la cocina. Ese día tuvieron una pelea muy fea
temprano en la mañana y él se fue, regresó en la noche, Dios santísimo, yo lo ví
llegar porque estaba paseando al perro, después de eso no los volví a ver hasta
que como cuatro o cinco días después comenzó a sentirse ese olor muy fuerte a
animal muerto, hasta que hubo que llamar a los bomberos porque ya la hediondez
era insoportable y los vecinos ya estaban preocupados porque desde hacía varios
días no se les escuchaba pelear o discutir y se la pasaban en eso, se les tocó la
puerta con insistencia y no atendían, tampoco el intercomunicador ni los
teléfonos…fue toda una tragedia señor. Algunos vecinos tuvieron que irse por la
hediondez que duró meses para desaparecer. Aquí vinieron unos familiares y
limpiaron todo, y el apartamento donde usted se mudó fue uno de los que se
abandonaron o entregaron a los dueños porque esto se puso insoportable, si, allí
antes de usted vivían unos inquilinos que se fueron por eso mismo ¡Ave María
Purísima! ¿y usted dice que los escucha pelear y que les hizo una mermelada?
-¡Si! Y desde hace varias semanas y no me dejan en paz con sus peleas y…
No me dejó terminar de hablar porque se fue prácticamente corriendo y entró a
la conserjería todo lo rápido que el susto le permitió entrar, abriendo la puerta
con mucho nerviosismo, totalmente presa del pánico, temblorosa y mirándome
completamente aterrorizada.
-¡Vaya a misa, hable con el párroco, Ave María Purísima! Fue lo último que le
escuché decir antes de entrar a su apartamento, cerrando de un portazo.
Hoy, mientras escribo lo que ahora ustedes leen, me he desayunado
comiéndome el paquete completo de galletas con la mermelada de guayaba,
completamente impactado por la conversación de ayer con la conserje, con la
clara intención de poner orden en mis ideas y además, para dejar por escrito mi
firme deseo de irme de aquí, agrego esto por si alguno de ustedes sabe de un
sitio a donde pueda mudarme, poseo pocas cosas: sólo libros y poca ropa, vivo
sólo, sin pareja ni mascota y lo único que necesito es un lugar donde pueda estar
en paz, conmigo mismo, con los otros humanos y eso sí: sin vecinos
perturbadores, como los que en este momento tengo, peleando al otro lado de
la pared.
Cualquier información, será bien retribuida. Muchísimas gracias.

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