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“… porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue
dado”.
Romanos 5:5 (RV60)
Iniciamos considerando la primera y la mayor de todas las virtudes que el apóstol Pablo
enumera en Gálatas 5:22-23, el Amor. El amor en sí constituye la plataforma donde tienen origen el resto
de las grandes virtudes humanas. El amor es definitivamente uno de los más nobles y sublimes de las
virtudes humanas, como el libro de Cantares lo describe es un don incalculable que nadie puede extinguir:
“Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos. Si diese el hombre todos los
bienes de su casa por este amor, de cierto lo menospreciarían”, (Cantares 8:7, RV60). El amor en sí
constituye la plataforma donde tienen origen el resto de las grandes virtudes humanas. El amor es un
concepto muy utilizado en nuestra sociedad, y hasta cierto sentido, un tanto trillado, pero a la luz de las
Escrituras es un don otorgado por Dios a los hombres (“… porque el amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado”.) y al mismo tiempo constituye la esencia
de nuestro glorioso Señor. En nuestra sociedad, le llamamos amor a la pasión sensual que dos jóvenes
sienten el uno por el otro, al afecto de un padre hacia su hijo o viceversa, al cariño cultivado por una
amistad sincera, al pacto matrimonial que mantiene unidos a una pareja; pero, realmente que es el amor a
la luz de la Biblia. Para poder comprender mejor este concepto, podemos ir a estudiar el idioma griego en
el cual fue escrito el Nuevo Testamento ya que este utiliza cuatro palabras diferentes para referirse a
cuatro diferentes formas en las cuales el amor puede expresarse entre los seres humanos. Veamos
brevemente en que consiste cada uno.
“Acercándose uno de los escribas, que los había oído discutir y sabía que les había respondido bien, le
preguntó:
¿Cuál es el primer mandamiento de todos? Jesús le respondió: El primero de todos los mandamiento es:
“Oye, Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. Este es el principal mandamiento. El segundo
es semejante: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay otro mandamiento mayor que estos.
Entonces el escriba le dijo: Bien, Maestro, verdad has dicho, que uno es Dios y no hay otro fuera de él, y
amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento, con toda el alma y con todas las fuerzas, y amar
al prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y sacrificios”.
Marcos 12:28-33 (RV95)
En primer lugar decimos que el amor es el cumplimiento de todos los mandamientos. Un día un
escriba vino a Jesús con una pregunta que se debatía a menudo en las escuelas rabínicas. En el judaísmo
había una especie de doble tendencia. Estaba la tendencia a extender la Ley ilimitadamente en cientos y
miles de reglas y normas; pero también existía la tendencia a tratar de reunir la Ley en una sola frase, una
afirmación general que fuera el resumen de todo su mensaje. Moisés había recibido aproximadamente 613
preceptos en el monte Sinaí, sin embargo, David redujo los 613 a 11 en Salmo 15:
“¿Quién, SEÑOR, puede habitar en tu santuario? ¿Quién puede vivir en tu santo monte? Sólo el de
conducta intachable, que practica la justicia y de corazón dice la verdad; que no calumnia con la lengua,
que no le hace mal a su prójimo ni le acarrea desgracias a su vecino; que desprecia al que Dios
reprueba, pero honra al que teme al SEÑOR; que cumple lo prometido aunque salga perjudicado ; que
presta dinero sin ánimo de lucro, y no acepta sobornos que afecten al inocente. El que así actúa no caerá
jamás”.
Salmo 15:1-5 (NVI)
Isaías los redujo a 6.
“Sólo el que procede con justicia y habla con rectitud, el que rechaza la ganancia de la extorsión y se
sacude las manos para no aceptar soborno, el que no presta oído a las conjuras de asesinato y cierra los
ojos para no contemplar el mal. Éste tal morará en las alturas; tendrá como refugio una fortaleza de
rocas, se le proveerá de pan, y no le faltará el agua”.
Isaías 33:15-16 (BAD)
Miqueas redujo los 6 a 3.
Todo esto nos muestra como algunos rabinos trataban de buscar entre todas las leyes, aquellas
en las cuales se pudiera resumir toda la ley divina, de tal forma que cuando este rabino hizo esta pregunta
ya era una costumbre entre los doctores de la ley de aquel entonces, y de manera ingeniosa Jesús tomó
dos grandes mandamientos, y los aunó. La primera cita de este versículo es conocida entre los judíos
como el Shemá: “Oye, Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. El Shemá es tomado de la
primera palabra de Deuteronomio 6:4 y se convirtió en la confesión de fe judía: “Escucha ( ׁשָמַע shamá,
raíz primaria; oír inteligentemente), Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor”, (Deuteronomio 6:4,
BAD). Al Shemá Jesús le agrego el mandamiento de Levítico 19:18 para denotar que el amor al prójimo
es consecuencia del amor a Dios: “No seas vengativo con tu prójimo, ni le guardes rencor. Ama a tu
prójimo como a ti mismo. Yo soy el SEÑOR”, (Levítico 19:18, NVI). Para Jesús, en estos dos
mandamientos se resumía toda la ley y los profetas, y tenía toda la razón. De hecho si consideramos cada
uno de los diez mandamientos nos vamos a dar cuenta que no son más que una consecuencia de practicar
el amor tanto para Dios como para los hombres.
“Los primeros cuatro mandamientos tratan de las relaciones que deben imperar entre los hombres y
Dios, y los restantes tienen que ver con las relaciones entre los hombres”
Pablo Hoff
El mismo apóstol Pablo lo confirmó esta afirmación con las siguientes palabras: “Porque: No
adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro
mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal
al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor”, (Romanos 13:9-10, RV60). Así podemos ver
que los primeros cuatro mandamientos: No tener dioses ajenos, no hacer imágenes de estos dioses para
adorarlos, no tomar el nombre de Dios a la ligera y guardar el sábado, están relacionados con amar a Dios
con todo nuestro ser. Los restantes seis, honrar a los padres, no matar, no ser adultero, no robar, no mentir
y no codiciar, se basan en el amor hacia el prójimo. Por tanto, podemos decir el amor es el cumplimiento
de toda la ley, y como lo dijo Agustín: “ama y haz lo que quieras”.
El amor nos ayuda en nuestra relación con los demás.
“Les doy un mandamiento nuevo: Ámense unos a otros. Ustedes deben amarse de la misma manera que
yo los he amado. Si se aman de verdad, entonces todos sabrán que ustedes son mis seguidores”.
Juan 13:34-35(BLS)
El amor es el fundamento del carácter en la vida cristiana así como la principal de todas las
virtudes humanas, sin él, las otras características del fruto serían imposibles desarrollarlas. Nuestro Señor
Jesús instruyendo a sus discípulos los exhortaba no solo a amar a Dios, sino también a amarse los unos de
los otros. El amor entre creyentes es una característica por la que se les debe reconocer en este mundo, a
tal punto que nuestro amor no solo debe reflejarse en hacer buenas obras, sino en tener buenas relaciones
con nuestros hermanos: “Pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con
otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”, (1 Juan 1:7, RV60). El apóstol Juan
nos dice que el “andar en luz” es vivir amando a los demás. Por lo tanto, la iglesia del Señor debe
diferenciarse del resto del mundo por el amor que se vive entre hermanos y por eso debemos esforzarnos
por evitar toda clase de envidia, odio o sentimiento indigno que rompa esta comunión: “El que ama a su
hermano vive en la luz, y no hay nada que lo haga caer. Pero el que odia a su hermano vive y anda en la
oscuridad, y no sabe a dónde va, porque la oscuridad lo ha dejado ciego” , (1 Juan 2:10-11, DHH). El
vivir amando a los demás nos afirma más en nuestra vida como nuevas criaturas, en contraste, el odio
contamina nuestro corazón haciendo que nuestra vida carezca de dirección y nos sumerge en oscuridad.
El apóstol Juan es contundente en este tema a tal punto que dice que nadie puede decir ser salvo y amar a
Dios, si no ama a su hermano: “Si alguien afirma: Yo amo a Dios, pero odia a su hermano, es un
mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha
visto. Y él nos ha dado este mandamiento: el que ama a Dios, ame también a su hermano”, (1 Juan 4:20-
21, NVI). El escritor Juan Ortiz nos dice: “Algunos creen que la prueba de nuestra salvación es la
manera en que vestimos, si no fumamos, si no vamos al cine, si no engañamos a nuestro cónyuge y si no
hacemos esto o aquello. No hacer ciertas cosas puede ser positivo, pero no es de tanta trascendencia
como el amor. Y si tenemos amor, haremos todas esas cosas positivas. Si en el correr de los años
hubiéramos puesto el mismo énfasis en amarnos como pusimos en no fumar, todo hubiera sido
diferente”. Por tanto, Juan concluye que si hemos recibido el don de la salvación, en nosotros debe existir
un verdadero amor por los miembros de la familia de la fe; de lo contrario no podemos afirmar que hemos
nacido de nuevo: “Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama es
nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”, (1 Juan
4:7-8, RV95).
Ahora bien, en Lucas nuestro Señor Jesús nos da una importante lección acerca del amor al
prójimo. El evangelista nos dice que en cierta ocasión se presentó un experto de la ley delante de Jesús
preguntándole qué tenía que hacer para heredar la vida eterna, pero lo hacía porque quería tentarle.
Nuestro Señor le contesto con otra pregunta diciéndole: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo la
interpretas tú? Aquel experto en la ley le respondió que lo único que necesitaba el hombre para cumplir
la ley era amar a Dios y a su prójimo: “En esto se presentó un experto en la ley y, para poner a prueba a
Jesús, le hizo esta pregunta: —Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Jesús
replicó: — ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo la interpretas tú? Como respuesta el hombre citó:
—“Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser, con todas tus fuerzas y con toda tu
mente”, y: “Ama a tu prójimo como a ti mismo.” —Bien contestado —le dijo Jesús—. Haz eso y vivirás”,
(Lucas 10:25-28, NVI). No obstante, aquel experto en la ley no quiso quedarse callado, sino que
queriendo justificarse delante de Jesús le pregunto: ¿Y quién es mi prójimo?, a lo que Jesús respondió con
la parábola del buen samaritano.
“Pero él quería justificarse, así que le preguntó a Jesús: — ¿Y quién es mi prójimo? Jesús respondió: —
Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de unos ladrones. Le quitaron la ropa, lo
golpearon y se fueron, dejándolo medio muerto. Resulta que viajaba por el mismo camino un sacerdote
quien, al verlo, se desvió y siguió de largo. Así también llegó a aquel lugar un levita, y al verlo, se desvió
y siguió de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba el hombre y, viéndolo, se
compadeció de él. Se acercó, le curó las heridas con vino y aceite, y se las vendó. Luego lo montó sobre
su propia cabalgadura, lo llevó a un alojamiento y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos monedas de plata
y se las dio al dueño del alojamiento. “Cuídemelo —le dijo—, y lo que gaste usted de más, se lo pagaré
cuando yo vuelva.” ¿Cuál de estos tres piensas que demostró ser el prójimo del que cayó en manos de
los ladrones? —El que se compadeció de él —contestó el experto en la ley. —Anda entonces y haz tú lo
mismo —concluyó Jesús”.
Lucas 10:29-37 (NVI)
Como respuesta a su segunda pregunta, Jesús le relata la parábola que popularmente se conoce
con el nombre de la parábola del buen samaritano la cual nos enseña mucho en cuanto al tema del amor
hacia nuestro prójimo. El relato describe a un hombre, obviamente de nacionalidad judía, que descendía
por una carretera de Jerusalén a Jericó. Entre Jerusalén y Jericó existen entre 27 a 30 kilómetros de
distancia. Era una carretera estrecha que corre por una zona montañosa, escabrosa y rocosa la cual,
durante los días de Jesús era bastante peligroso viajar por ella ya que solía ser un lugar preferido para los
ladrones debido a que era solitario y bordeado de muchas cuevas las cuales les permitía una rápida huida
después de sus fechorías. Por esto mismo, Jerónimo la llamo “El camino de sangre”, y cuando Jesús dijo
que aquel pobre hombre caía en manos de ladrones, estaba contando algo que corrientemente ocurría en
este lugar. En esta parábola se presentan los siguientes personajes.
a) El viajero. Obviamente se trataba de un judío. De alguna manera este viajero estaba
cometiendo una imprudencia al viajar solo por este camino ya que sabía que estaba lleno de peligros por
causa de los ladrones. Lamentablemente su imprudencia lo llevo directo a una trampa donde fue asaltado
y gravemente lastimado: y cayó en manos de unos ladrones. Le quitaron la ropa, lo golpearon y se
fueron, dejándolo medio muerto.
b) En segundo lugar aparece el sacerdote: Resulta que viajaba por el mismo camino un
sacerdote quien, al verlo, se desvió y siguió de largo. Uno podría pensar que lo mejor que le puede pasar
en estos momentos de gran necesidad es cruzarse con una persona piadosa, servidora de Dios; sin
embargo, el sacerdote se apresuró a pasar de largo, ni siquiera se detuvo a ver su condición. Sin duda
tenía presente que, si tocaba a un muerto, quedaba ritualmente impuro (Números 19:11), por lo que no le
importó para nada la necesidad de aquel podre viajero.
c) Luego tenemos al levita: Así también llegó a aquel lugar un levita, y al verlo, se desvió y
siguió de largo. Este levita también no estuvo en la disposición de ayudarlo. A este levita, conocedor de
la ley de Dios no le importó la condición de su hermano israelita, a lo mejor pensó que no valía la pena
arriesgar la vida y decidió pasar de largo.
d) Finalmente tenemos al samaritano: Pero un samaritano que iba de viaje llegó a donde
estaba el hombre y, viéndolo, se compadeció de él. Se acercó, le curó las heridas con vino y aceite, y se
las vendó. Luego lo montó sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un alojamiento y lo cuidó . La
audiencia esperaría que ése fuera el más despiadado de todos ya que los samaritanos eran considerados
personas despreciables. Los samaritanos eran una raza mixta que resulto de la fusión del remanente
israelita con los gentiles que los asirios llevaron a la región de Israel en el año 722 a.C., después de la
caída de la nación. Por el hecho de ser una raza mixta, eran vistos con desprecio por los judíos de sangre
pura llegando a generarse una rivalidad entre ambas razas. Por tal motivo, podemos imaginarnos la
reacción de aquel maestro de la ley que escuchaba la parábola cuando Jesús señalo la misericordia y amor
de aquel samaritano, el cual sin importar las diferencias raciales y el peligro que podía asecharle, decidió
ayudar al viajero. Esta parábola les enseñaba que el prójimo no solo es su compatriota, sino todos los
seres humanos, sin diferencia alguna. Este samaritano a lo mejor no conocía exhaustivamente las
Sagradas Escrituras como aquel sacerdote o levita, pero tenía una gran compasión que se extendía incluso
a la raza que tanto lo odiaba. Aquel judío gravemente herido fue atendido por este samaritano y lo llevo a
un mesón donde pidió al mesonero que le cuidase mientras el regresaba: Al día siguiente, sacó dos
monedas de plata y se las dio al dueño del alojamiento. “Cuídemelo —le dijo—, y lo que gaste usted de
más, se lo pagaré cuando yo vuelva”. Esta es la esencia del verdadero amor el cual se compadece del
dolor ajeno, aun cuando sea de nuestros enemigos.
Esta parábola nos enseña lo que significa el amor al prójimo. Vanos pueden ser nuestros grandes
conocimientos teológicos y privilegios en una congregación si nuestro amor hacia el prójimo es nulo, ya
que este debe ser una consecuencia de la salvación que Dios nos ha otorgado al darnos una nueva
naturaleza: “Ahora que se han purificado obedeciendo a la verdad y tienen un amor sincero por sus
hermanos, ámense de todo corazón los unos a los otros. Pues ustedes han nacido de nuevo, no de
simiente perecedera, sino de simiente imperecedera, mediante la palabra de Dios que vive y
permanece”, (1 Pedro 1:22-23, NVI). Por tanto, ¿Deseamos saber si hemos nacido de nuevo? Es muy
fácil, el apóstol Juan lo aclara de la siguiente manera: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a
vida, porque amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano permanece en muerte”, (1 Juan 3:14,
RV95).
“Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben
al Padre que está en el cielo”.
Mateo 5:16 (NVI)
Como hijos de Dios somos responsables de ser testigos de aquel que nos llamó de las tinieblas a
su luz admirable, para ello se nos ha otorgado diferentes dones y habilidades que cada uno utilizamos en
diferentes ministerios y en nuestra vida diaria. Sin embargo, ¿cuál debe ser la fuente de motivación que
nos impulse a desarrollarlos? La motivación es el motivo ya sea interno o externo que impulsa a un ser
humano a cumplir un propósito determinado. Estos motivos pueden ser muchos: vanagloria, ganancia,
dolor, aflicción, lástima, etc., no obstante, la pregunta seria, ¿qué debe impulsarnos a nosotros los
cristianos? La respuesta sería el amor de Dios. Cuando el amor de Dios nos impulsa a vivir en santidad, a
ejercer nuestros dones espirituales para provecho de la grey de Dios, a ayudar al necesitado y servir en la
iglesia podremos estar seguros que nuestras acciones son las correctas y no egoístas o equivocadas ya que
es el amor de Dios el que regulará nuestras acciones. Por esto mismo David Yonggi Cho dice: “El amor
del hombre es motivado por la responsabilidad y la compasión; pero el amor de Dios es motivado por el
Espíritu Santo… El amor de Dios nos motiva a amar a Dios en integridad, sin ignorar a los
necesitados”. Y el mismo apóstol Pablo nos dice que sin amor todos nuestros dones y sacrificios son
vanos: “Si hablo en lenguas humanas y angelicales, pero no tengo amor, no soy más que un metal que
resuena o un platillo que hace ruido. Si tengo el don de profecía y entiendo todos los misterios y poseo
todo conocimiento, y si tengo una fe que logra trasladar montañas, pero me falta el amor, no soy
nada. Si reparto entre los pobres todo lo que poseo, y si entrego mi cuerpo para que lo consuman las
llamas, pero no tengo amor, nada gano con eso”, (1 Corintios 13:1-3, NVI). Sin el amor nuestra vida
cristiana carecerá de propósitos, por eso mismo debemos esforzamos por cultivar esta gran virtud. David
Yonggi Cho lo dice de esta forma: “La motivación de cada cristiano debe ser el amor de Dios que es
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Esta motivación no solamente cambiará tu vida
espiritual, sino también tu vida cotidiana. Sin el amor de Dios, todos nuestros esfuerzos espirituales
edificarán muy poco”.
En conclusión el amor es la suma total de todas las grandes virtudes cristianas. La paciencia, la
bondad, la humildad, la fidelidad, la amabilidad, el dominio propio, la perseverancia, la tolerancia, la
confianza en Dios y, en fin, todo lo que caracteriza a una buena persona es una manifestación de un
corazón que ha aprendido a amar. Con sus palabras Pablo nos describe la verdadera naturaleza del amor:
El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta
con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la
maldad sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo
soporta. Este amor trasciende más allá de la vida o incluso cualquier gran don de esta tierra: El amor
jamás se extingue, mientras que el don de profecía cesará, el de lenguas será silenciado y el de
conocimiento desaparecerá. Si luchamos por desarrollar este tipo de amor podemos estar seguros que
manifestaremos el fruto del Espíritu Santo como verdaderos hijos del Señor.