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12 Monólogos Clásicos para Mujeres
12 Monólogos Clásicos para Mujeres
ANTÍGONA: ¡Oh sepulcro! ¡oh lecho nupcial! ¡oh excavado refugio que no abandonaré más,
donde me uno a los míos, que Perséfone ha recibido, innumerables, entre los
muertos! La última de ellos, y, ciertamente, por un fin mucho más miserable,
me voy antes de haber vivido mi parte legítima de la vida. ¡Pero, al partir,
abrigo la grandísima esperanza de ser bien acogida por mi padre, y por ti,
madre, y por ti, hermano! Porque, muertos, os he lavado con mis manos, y
adornado, y os he llevado las libaciones funerarias. Y ahora. Polinice, porque
he dado sepultura a tu cadáver, recibo esta recompensa. Pero te he honrado,
con aprobación de los prudentes. Jamás, si hubiese dado hijos a luz, jamás, si
mi esposo se hubiera podrido muerto, hubiese hecho eso contra la ley de la
ciudad. ¿Y por qué hablo así? Es que, habiendo muerto mi esposo, hubiese
concebido de otro hombre; habiendo perdido un hijo, hubiese tenido otro; ¡pero
de mi padre y de mi madre encerrados en la morada de Ades, jamás puede
nacer para mí otro hermano alguno! Y, sin embargo, por eso, porque te he
honrado por encima de todo, ¡oh hermano! es por lo que he hecho mal, según
Creón, y por lo que le parezco muy culpable. Y me hace prender y llevar
violentamente, virgen, sin himeneo, no habiendo tenido mi parte ni del
matrimonio ni del alumbramiento. Sin amigos y miserable, voy a descender,
viva, a la sepultura de los muertos. ¿Qué justicia de los Dioses he violado?
¿Pero de qué me sirve, desdichada, mirar todavía hacia los Dioses? ¿A cuál
invocar en mi ayuda, si me llaman impía por haber obrado con piedad? Si los
Dioses aprueban esto, reconoceré la equidad de mi castigo; pero si estos
hombres son inicuos, deseo que no sufran más males que los que
injustamente me infligen.
MEDEA por Eurípides
Acto II - Medea con el coro.
HELENA: Mujeres, amigas mías, ¿a qué yugo del destino estoy uncida? ¿Acaso me dio a
luz mi madre para ser un prodigio para los hombres? Ninguna mujer, griega o
bárbara, ha dado a luz a sus hijos a partir de un huevo blanco, como del que
cuentan que Leda me dio a luz a mí, de Zeus. Mi vida y todo lo mío es un
prodigio y ello por Hera, por causa de mi belleza. ¡Ojalá pudiera borrarse como
se borra una pintura! ¡Ojalá pudiera tomar una figura fea en vez de hermosa!
¡Ojalá los griegos olvidaran la mala fortuna que tengo ahora y conservaran el
recuerdo de la que no es mala igual de bien que conservan ahora el de la
mala! Cuando uno tiende su mirada a una suerte favorable y ésta se
transforma en desfavorable por obra de los dioses, la situación aunque
cargante, es soportable. Pero es que a mí me abruma no una, sino muchas
desgracias. Lo primero de todo, siendo como soy inocente, resulto ser infame,
porque peor que el hecho mismo del mal es que le acusen a uno de males que
no ha cometido. Además los dioses me expulsaron de mi tierra y me han traído
hasta estas gentes bárbaras. Aquí, privada de mis seres queridos, soy una
esclava yo, que procedo de hombres libres. Porque aquí todos los bárbaros
son esclavos excepto uno. La única ancla que sostenía la barca de mi
esperanza es que regresaría algún día mi esposo y me libraría de mis males;
pero él ha muerto; ya no existe. Ha perecido mi madre y yo soy su asesina y se
me acusa injustamente, aunque la culpa es mía. La que fue el esplendor de mi
casa, mi hija, sigue virgen, sin casar, viendo cómo van encaneciendo sus
cabellos. No existen tampoco los dos hijos de Zeus, los llamados Dioscuros.
Así, rodeada de tantas desgracias perezco, aunque realmente no esté muerta.
Y el colmo: si volviera a la patria, me impediría el acceso, pensando que la
Helena que fue a Troya debería haber vuelto con Menelao. Pues si viviera mi
esposo, nos reconoceríamos por señas que sólo él y yo conocemos. Pero
ahora eso no es posible y él nunca logrará ponerse a salvo. ¿Por qué sigo viva
aún? ¿Qué suerte me queda? ¿Casarme para librarme de mis desgracias y
compartir una mesa opulenta con un bárbaro? Pero cuando un marido se hace
arisco a la mujer también se hace arisco el propio cuerpo, y es mejor morir.
¿Cómo no va a resultar hermosa mi muerte? Ahorcarse es algo ignominioso
incluso para los esclavos. Degollarse es más gallardo y más noble, y es
pequeño el instante que nos aparta de la vida. ¡A qué abismo de males he ido
a dar! Las demás mujeres son felices por la belleza, pero esa belleza ha sido la
causa de mi perdición.
DOROTEA: Si ya no es, señor mío, que los rayos deste sol que en tus brazos eclipsado
tienes te quitan y ofuscan los de tus ojos, ya habrás echado de ver que la que
a tus pies está arrodillada es la sin ventura hasta que tú quieras y la
desdichada Dorotea. Yo soy aquella labradora humilde a quien tú, por tu
bondad o por tu gusto, quisiste levantar a la alteza de poder llamarse tuya; soy
la que, encerrada en los límites de la honestidad, vivió vida contenta hasta que
a las voces de tus importunidades y, al parecer, justos y amorosos
sentimientos abrió las puertas de su recato y te entregó las llaves de su
libertad, dádiva de ti tan mal agradecida cual lo muestra bien claro haber sido
forzoso hallarme en el lugar donde me hallas y verte yo a ti de la manera que
te veo. Pero, con todo esto, no querría que cayese en tu imaginación pensar
que he venido aquí con pasos de mi deshonra, habiéndome traído solo los del
dolor y sentimiento de verme de ti olvidada. Tú quisiste que yo fuese tuya, y
quisístelo de manera que aunque ahora quieras que no lo sea no será posible
que tú dejes de ser mío. Mira, señor mío, que puede ser recompensa a la
hermosura y nobleza por quien me dejas la incomparable voluntad que te
tengo. Tú no puedes ser de la hermosa Luscinda, porque eres mío, ni ella
puede ser tuya, porque es de Cardenio; y más fácil te será, si en ello miras,
reducir tu voluntad a querer a quien te adora, que no encaminar la que te
aborrece a que bien te quiera. Tú solicitaste mi descuido, tú rogaste a mi
entereza, tú no ignoraste mi calidad, tú sabes bien de la manera que me
entregué a toda tu voluntad: no te queda lugar ni acogida de llamarte a
engaño; y si esto es así, como lo es, y tú eres tan cristiano como caballero,
¿por qué por tantos rodeos dilatas de hacerme venturosa en los fines, como
me heciste en los principios? Y si no me quieres por la que soy, que soy tu
verdadera y legítima esposa, quiéreme a lo menos y admíteme por tu esclava;
que como yo esté en tu poder, me tendré por dichosa y bien afortunada. No
permitas, con dejarme y desampararme, que se hagan y junten corrillos en mi
deshonra; no des tan mala vejez a mis padres, pues no lo merecen los leales
servicios que, como buenos vasallos, a los tuyos siempre han hecho. Y si te
parece que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con la mía, considera que
pocas o ninguna nobleza hay en el mundo que no haya corrido por este
camino, y que la que se toma de las mujeres no es la que hace al caso en las
ilustres decendencias, cuanto más que la verdadera nobleza consiste en la
virtud, y si esta a ti te falta negándome lo que tan justamente me debes, yo
quedaré con más ventajas de noble que las que tú tienes. En fin, señor, lo que
últimamente te digo es que, quieras o no quieras, yo soy tu esposa: testigos
son tus palabras, que no han ni deben ser mentirosas, si ya es que te precias
de aquello por que me desprecias; testigo será la firma que hiciste, y testigo el
cielo, a quien tú llamaste por testigo de lo que me prometías. Y cuando todo
esto falte, tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad
de tus alegrías, volviendo por esta verdad que te he dicho y turbando tus
mejores gustos y contentos.
DIANA:
Mil veces he advertido en la belleza,
gracia y entendimiento de Teodoro,
que a no ser desigual a mi decoro,
estimara su ingenio y gentileza.
Es el amor común naturaleza;
mas yo tengo mi honor por más tesoro,
que los respetos de quien soy adoro,
y aun el pensarlo tengo por bajeza.
La envidia bien sé yo que ha de quedarme;
que si la suelen dar bienes ajenos,
bien tengo de que pueda lamentarme,
porque quisiera yo que, por lo menos,
Teodoro fuera más, para igualarme,
o yo, para igualarle, fuera menos.
LAURENCIA:
No me nombres tu hija.
[...] Por muchas razones,
y sean las principales:
porque dejas que me roben
tiranos sin que me vengues,
traidores sin que me cobres.
Aún no era yo de Frondoso,
para que digas que tome,
como marido, venganza;
que aquí por tu cuenta corre;
que en tanto que de las bodas
no haya llegado la noche,
del padre, y no del marido,
la obligación presupone;
que en tanto que no me entregan
una joya, aunque la compre,
no ha de correr por mi cuenta
las guardas ni los ladrones.
Llevóme de vuestros ojos
a su casa Fernán Gómez;
la oveja al lobo dejáis
como cobardes pastores.
¿Qué dagas no vi en mi pecho?
¿Qué desatinos enormes,
qué palabras, qué amenazas,
y qué delitos atroces,
por rendir mi castidad
a sus apetitos torpes?
Mis cabellos ¿no lo dicen?
¿No se ven aquí los golpes
de la sangre y las señales?
¿Vosotros sois hombres nobles?
¿Vosotros padres y deudos?
¿Vosotros, que no se os rompen
las entrañas de dolor,
de verme en tantos dolores?
Ovejas sois, bien lo dice
de Fuenteovejuna el hombre.
Dadme unas armas a mí
pues sois piedras, pues sois tigres...
--Tigres no, porque feroces
siguen quien roba sus hijos,
matando los cazadores
antes que entren por el mar
y por sus ondas se arrojen.
Liebres cobardes nacistes;
bárbaros sois, no españoles.
Gallinas, ¡vuestras mujeres
sufrís que otros hombres gocen!
Poneos ruecas en la cinta.
¿Para qué os ceñís estoques?
¡Vive Dios, que he de trazar
que solas mujeres cobren
la honra de estos tiranos,
la sangre de estos traidores,
y que os han de tirar piedras,
hilanderas, maricones,
amujerados, cobardes,
y que mañana os adornen
nuestras tocas y basquiñas,
solimanes y colores!
A Frondoso quiere ya,
sin sentencia, sin pregones,
colgar el comendador
del almena de una torre;
de todos hará lo mismo;
y yo me huelgo, medio-hombres,
por que quede sin mujeres
esta villa honrada, y torne
aquel siglo de amazonas,
eterno espanto del orbe.
ROSAURA:
Ojalá no lo supiese !
¡Válgame el cielo! ¿Quién fuera tan atenta y tan piudente.
Que supiera aconsejarse hoy en ocasión tan fuerte?
¿Habrá persona en el mundo, á quien el cielo inclemente
Con más desdichas combata, y con más pesares cerque?
¿Qué haré en tantas confusiones, donde imposible parece
Que halle razón que me alivie, ni alivio que me consuele?
Desde la primer desdicha, no hay suceso, ni accidente,
Que otra desdicha no sea; que unas á otras suceden,
Herederas de sí mismas. A la imitación del Fénix,
Unas de las otras nacen, viviendo de lo que mueren,
Y siempre de sus cenizas está el sepulcro caliente.
Que eran cobardes, decia un sabio, por parecerle
Que nunca andaba una sola; yo digo que son valientes.
Pues siempre van adelante, y nunca la espalda vuelven:
Quien las llevare consigo, a todo podrá atreverse.
Pues en ninguna ocasión no haya miedo que le dejen.
Dígalo yo, pues en tantas como á mi vida suceden,
Nunca me he hallado sin ellas, ni se han cansado hasta verme,
Herida de la fortuna, en los brazos de la muerte.
¡Ay de mí! ¿Qué debo hacer, hoy, en la ocasión presente?
Si digo quién soy, Clotaldo, á quien mi vida le debe
Este amparo y este honor, conmigo ofenderse puede;
Pues me dice que callando honor y remedio espere.
Si no he decir quién soy á Astolfo, y él llega á verme:
¿Cómo he de disimular? Pues, aunque fingirlo intenten La voz, la lengua y los
ojos, les dirá el alma que mienten. ¿Qué haré? — Mas ¿Para qué estudio lo
que haré, si es evidente Que por más que lo prevenga, que lo estudie y que lo
piense. En llegando la ocasión, ha de hacer lo que quisiere El dolor? Porque
ninguno imperio en sus penas tiene. Y pues á determinar lo que ha de hacer
no se atreve El alma, llegue el dolor hoy á su término; llegue
La pena á su extremo; y salga de dudas y pareceres De una vez; pero, hasta
entonces, ¡Valedme, cielos, valedme!
JULIETA: ¡[Oh,] Romeo, Romeo! ¿Por qué eres tú Romeo? ¿Por qué no reniegas del
nombre de tu padre y de tu madre? Y si no tienes valor para tanto, ámame, y
no me tendré por Capuleto. [...] No eres tü mi enemigo. Es el nombre de
Montesco, que llevas. ¿Y qué quiere decir Montesco? No es pié ni mano ni
brazo, ni semblante ni pedazo alguno de la naturaleza humana. ¿Porqué no
tomas otro nombre? La rosa no dejaría de ser rosa, y de esparcir su aroma,
aunque se llamase de otro modo. De igual suerte mi querido Romeo, aunque
tuviese otro nombre, conservaria todas las buenas cualidades de su alma, que
no le vienen por herencia. Deja tu nombre, Romeo, y en cambio de tu nombre
que no es cosa alguna sustancial, toma toda mi alma. [...] Si el manto de la
noche no me cubriera, el rubor de vírgen subiría á mis mejillas, recordando las
palabras que esta noche me has oido. En vano quisiera corregirlas ó
desmentirlas... ¡Resistencias vanas! ¿Me amas? Sé que me dirás que sí, y que
yo lo creeré. Y sin embargo podrías faltar á tu juramento, porque dicen que
Jove se rie de los perjuros de los amantes. Si me amas de veras, Romeo, dilo
con sinceridad, y si me tienes por fácil y rendida al primer ruego, dímelo
tambien, para que me ponga esquiva y ceñuda, y asi tengas que rogarme.
Mucho te quiero, Montesco, mucho, y no me tengas por liviana, antes he de
ser más firme y constante que aquellas que parecen desdeñosas porque son
astutas. Te confesaré que más disimulo hubiera guardado contigo, si no me
hubieses oido aquellas palabras que, sin pensarlo yo, te revelaron todo el ardor
de mi corazon. Perdóname, y no juzgues ligereza este rendirme tan pronto. La
soledad de la noche lo ha hecho.
MIRANDA
No conozco a nadie de mi sexo,
ni recuerdo un rostro de mujer, salvo el mío
en el espejo; y que pueda llamar hombres,
yo no he visto más que a ti, buen amigo,
y a mi padre. Ignoro cuál sea la figura
de otras gentes, mas, por mi pureza,
joya de mi dote, en el mundo no deseo
más compañero que tú; y a ninguno
puede dar forma la imaginación
que me guste más que tú. Pero hablo
demasiado, y no obedezco
los preceptos de mi padre.
¿Me quieres?
Soy tonta llorando por lo que me alegra.
Por mi insignificancia. No me atrevo
a ofrecer lo que deseo dar, y menos a tomar
lo que perder me mataría. Pero es inútil:
cuanto más procura ocultarse,
más se ve el bulto. ¡Basta de melindres!
¡Hable por mí la franca y santa inocencia!
Si te casas conmigo, soy tu esposa;
si no, moriré tu doncella. Puedes negarte
a que sea tu compañera, mas, quieras o no,
seré tu sierva.
LUISA: ¿No te han contado lo de la Bárbara? [...] ¡Es una desgracia! Al presente
cuando come y bebe alimenta á dos cuerpos. [...] Se lo tiene bien merecido.
¿Quién le hace ir tanto tiempo colgada del brazo de aquel tunante? En el
paseo en la aldea, en los bailes, siempre quería ser la primera. Continuamente
él la obsequiaba con tortas y buen vino. ¡Se creía ser sobradamente hermosa y
era tan desvergonzada, que no dudaba ni un solo instante en aceptar los
regalos que él le hacía! ¡Todo eran mimos, y bromitas! Ya es cosa sabida
aquello de, tantas veces va el cántaro á la fuente, que al fin se quiebra. [...]
¡Aun la compadeces! Mientras que nosotras estábamos junto al torno, vigiladas
por nuestras madres, ella se divertía hablando con su amante, ya en el umbral
de la puerta, ya entre los árboles; para ellos las horas corrían con suma
rapidez. Al presente no le queda otra cosa que hacer que doblarla cabeza y
arrepentirse. [¿Él se casará con ella?] ¡Buen tonto seria si tal hiciese! Un joven
como él, puede aspirar a mucho. Además, se ha marchado ya. [...] Si ella se
casase con él, peor aún. Los jóvenes le arrancarían la corona y nosotras
echaríamos paja recortada en frente de la puerta de su casa. (vase.)