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La

escuela frente a un mundo desbocado:


Algunas claves para pensar la relación entre escuela y cambio social


Jason Beech
Universidad de San Andrés - CONICET



No caben dudas de que en las últimas décadas los cambios sociales han sido muchos,
son cada vez más rápidos y cada vez más ubicuos. Según Giddens (1999a), una de las
características definitorias del pasaje del mundo tradicional a la modernidad es la
aceleración del ritmo del cambio social y también su creciente extensión en el espacio.
Las instituciones modernas contribuyen a desanclar las relaciones sociales de un
tiempo y espacio definidos, desacoplándolas de los contextos de interacción locales y
situándolas en un marco de referencia global que influye (de una manera o de otra) en
la constitución de los contextos locales. Este proceso se da en un círculo de
retroalimentación a través del cual la aceleración y la extensión en el espacio de los
cambios contribuyen a una mayor aceleración y ubicuidad de los mismos. Llegamos así
a lo que Giddens (1999a, 1999b) llama la modernidad radicalizada o, en términos más
coloquiales, un mundo desbocado. La escuela, por supuesto, fue (y sigue siendo)
fundamental en este proceso.

El mundo tradicional es un mundo estable. Un mundo en el cual las prácticas sociales
se legitiman en base a la tradición. A la pregunta de por qué se debería actuar de una
determinada manera, la respuesta es “porque siempre lo hicimos así”. La posibilidad
de cuestionar las prácticas sociales es poca. Lo que vale es la experiencia. Ser viejo es
un valor. Quien más tiempo vivió en una sociedad que no cambia es quien tiene más
conocimiento sobre la forma en que funciona el mundo. Los medios de orientación
humanos (Elias, 1994) necesarios para interpretar y actuar sobe esa realidad se
transmiten de generación en generación, de los que ya están en la cultura a los recién
llegados, para que se orienten y funcionen en un mundo similar al de la generación
anterior. La educación contribuye de esta manera a la estabilidad, garantizando la
continuidad de la tradición y los dogmas en el tiempo. Los adultos le dan a los jóvenes
los conocimientos (basados en la experiencia) que necesitan para hacer lo mismo que
hicieron ellos en el mismo lugar. La transmisión intergeneracional funciona como un
ancla.

La escuela, como uno de los engranajes de la modernidad, llega para cortar las
cadenas de ese ancla. Lo que la escuela moderna promete es un conocimiento
universal. La escuela no prepara para ocupar un rol predefinido en un determinado
lugar, sino para “que seas lo que quieras ser”. La promesa de la escuela es la liberación
de las ataduras de la tradición. A medida que más gente es escolarizada, las prácticas
sociales se legitiman cada vez más por la razón. A diferencia de la tradición, la razón
estimula la reflexividad permanente que evalúa y cuestiona las prácticas sociales y por
lo tanto abre las puertas para el cambio permanente. El sujeto moderno formado en la
escuela ve al cambio como algo bueno en sí mismo. La tradición y lo estable son

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desvalorados. De esta manera la escuela contribuye a la aceleración y la ubicuidad del
cambio social.

Sin embargo, en la actualidad, ese rol de la escuela como uno de los motores del
cambio parece haberse quebrado. La visión que hoy predomina tiende a colocar a la
escuela en el lugar de una institución anacrónica que nos solo no es más motor de las
transformaciones sociales, sino que incluso tiene serias dificultades para adaptarse a lo
que la sociedad hoy reclama de la educación.

El sentido común que se ha instalado indica que dados la gran cantidad de cambios
sociales que hemos experimentado en las últimas décadas y dado que la escuela como
institución fue creada hace unos doscientos años la escuela responde a un mundo que
ya no existe y, por lo tanto, la escuela debe cambiar y adaptarse a los cambios y a las
condiciones sociales contemporáneas.

En este ensayo sugiero que la relación entre educación/escuela y cambio social es un
poco más compleja que lo que este sentido común indica. En los párrafos que siguen
presento algunas reflexiones acerca de esta complejidad y ofrezco algunas ideas
acerca de cómo puede pensarse la relación entre la escuela y las demandas que le
piden que cambie para adaptarse al mundo contemporáneo.


La educación en la frontera entre la conservación y el cambio

Aunque a muchos de los que nos dedicamos a la educación como una profesión nos
guste pensar que somos progresistas, la educación es una actividad esencialmente
conservadora. Quien pide a la escuela que mire al futuro, dice Debray (1997), no
entiende muy bien el asunto, ya que el rol fundamental de la educación es el de
conservar la cultura, pasándola de una generación a la otra. La conservación de
nuestra(s) cultura(s) se pone en juego en la transmisión de una generación a la otra.
Todo lo que se enseña en los procesos educativos es, por definición, del pasado. Y si se
enseña es con el objetivo de conservarlo.

Pero lo que hace a la educación un proceso fascinante es que al mismo tiempo que
cumple el rol esencial de conservar la cultura, abre la posibilidad para introducir
cambios e innovar. En primer lugar esto ocurre porque la educación implica un proceso
de selección, en el cual optamos por transmitir, y por ende conservar, ciertos
conocimientos y descartamos otros. Esto abre la posibilidad para el cambio. Por
ejemplo, en cada vez más lugares se decide dejar de transmitir visiones machistas
estereotipadas acerca del rol de hombres y mujeres en la familia. Eso contribuye a que
cierta manera estática de ver al patriarcado como lo normal y lo esperable se debiliten
y que las nuevas generaciones tengan miradas más abiertas acerca del rol de la mujer
y de los posibles formatos de las familias y los roles que los distintos miembros
asumen en su seno.

En segundo lugar, la educación puede promover la innovación como parte de sus
objetivos más trascendentales. Es decir que por más que lo que los educadores

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transmitamos venga del pasado, en muchos casos pasamos a las nuevas generaciones
esos saberes con el objetivo (y la ilusión) de que hagan con eso otra cosa, es decir que
conviertan lo viejo en algo nuevo, idealmente mejor. Incluso, y más allá de nuestros
objetivos, el proceso de transmisión siempre fracasa; en el sentido de que por más
esfuerzo que hagamos en tratar de controlar los efectos de los procesos de
transmisión, quienes reciben los viejos saberes harán su propia interpretación y puesta
en acto de los mismos, creando algo nuevo con lo que les dimos.

Por lo tanto, la educación está siempre parada en ese extraño y fascinante lugar entre
lo viejo y lo nuevo; entre la conservación y la tradición. Los educadores somos los
intermediarios entre los que ya están en la cultura y aquellos que van a recibir alguna
versión acerca de qué es esta cultura y con ese material (y otros que encuentren) van a
construir una cultura (más o menos) nueva.

Si ese es el lugar de la educación y si la escuela es la institución encargada de gestionar
la parte pública de la educación (aquella parte de la educación que definimos como
sociedad que todos deben recibir, independientemente de la voluntad de sus padres),
podemos pensar a la escuela entonces como una especie de aduana. Una aduana que
administra fronteras porosas y mal custodiadas entre el pasado y el porvenir.

También podemos pensar a la escuela como un microcosmos de la sociedad, en el
sentido de que es parte de la sociedad y que por lo tanto los cambios sociales (o las
características generales de la sociedad) se filtran y entran en la escuela. Desde esta
perspectiva la escuela no puede ser muy distinta de la sociedad en la que está inserta,
con sus virtudes y sus defectos. Pero al mismo tiempo, la escuela es un microcosmos
de la sociedad en el sentido de que es una especie de prueba piloto, una sociedad en
pequeño, en la cual niños/as y jóvenes experimentan y aprenden a vincularse con las
normas, con sus derechos y sus obligaciones, con los logros y las frustraciones y a
convivir con otros más o menos extraños, antes de que se les de plena participación en
la sociedad “grande”.

Es decir que en cierta medida la escuela es la vida misma (como promovía Dewey),
pero por otro no deja de ser una preparación para la vida, una versión más simple de
la vida, en la cual algunas variables están controladas; una especie de prueba de
laboratorio. Es en este segundo sentido que se refuerza la idea de que la escuela
puede ser motor de cambios sociales; suponemos que abre la posibilidad para el
cambio, para promover que se hagan las cosas de otra manera. Por ejemplo, si
evaluáramos que en nuestra sociedad hay demasiada violencia o que se tiende a
discriminar en contra de cierto tipo de personas, sería entendible que la violencia y la
discriminación entren en la escuela (después de todo, tanto los docentes como los
alumnos son parte de ella), pero por otro lado esperaríamos que en la escuela se haga
un intento por cambiar esas actitudes con la esperanza de que las nuevas
generaciones tengan actitudes más virtuosas en sus formas de relacionarse con los
demás.

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Las demandas a la escuela o no sé lo que quiero, pero lo quiero ya

Tal vez corriendo el riesgo de simplificar podemos pensar que la escuela tiene, como
regla general, dos tipos de demandas por parte de la sociedad. Un tipo está
relacionado con la cohesión social; es decir con el aprender a vivir con otros. El otro
con la transmisión de ciertos conocimientos específicos que le permitan al individuo
interpretar el mundo y operar sobre él de manera que pueda convertirse en una
persona con capacidades para una participación social plena. El problema, por
supuesto, es el significado que se le da a estos dos tipos de demandas, o funciones de
la escuela. Esta claro que éstos han sido (y son) diferentes en distintos lugares en
distintos momentos. Por ejemplo, en lugares como la Argentina la construcción del
lazo social en la escuela se basó fundamentalmente en una lógica en la cual la nación
era el significante fundamental. Lo que la escuela debía hacer era formar argentinos y
argentinas que se sintieran parte un colectivo llamado patria, lo cual implicaba
comportarse de cierta manera y no de otras. La estrategia se relacionaba con cierto
grado de homogeneización en la cual la diversidad era un obstáculo a ser superado. Es
evidente que esta mirada ha cambiado y hoy la idea del respeto por la diversidad se
ubica en el centro del discurso pedagógico acerca del rol socializador de la escuela.

La educación tiene objetivos cognitivos – que los estudiantes incorporen ciertos
conocimientos - y objetivos ontológicos - que los estudiantes se conviertan en algo
que no eran (Dewey 1916; Quay 2015). Con esta misma lógica, Jackson (2012)
distingue entre tradiciones educativas miméticas y transformativas. Las tradiciones
miméticas se relacionan con la transmisión de saberes factuales o procedimentales,
mientras que las transformativas se proponen generar una transformación en el
educando, “un cambio cualitativo generalmente de proporciones dramáticas, una
especie de metamorfosis” (p. 87). Por lo tanto, la educación no se refiere solo al
aprendizaje de las matemáticas, la lengua y las otras disciplinas, sino también a la
transformación de la persona. En otras palabras, la educación es política, su objetivo
es, en ultima instancia, la transformación social y por ende implica definir el tipo de
individuo y de sociedad que queremos formar.

No es casualidad, entonces, que la escuela como encargada de la educación sea
objeto de tantas demandas. La desigualdad, la productividad económica, la violencia,
la discriminación, los accidentes de tránsito, el embarazo adolescente, los malos
hábitos alimenticios, el sedentarismo son todos problemas para los cuales la escuela
es invocada como parte de la solución. Todos parecen tener ideas acerca de nuevas
funciones que la escuela debiera cumplir. Así, la educación escolar es vista como una
especie de elixir que tomado en la dosis necesaria puede curar todos y cada uno de
los males sociales.

Las demandas que caen sobre la escuela pueden ser clasificadas en dos tipos. Por un
lado están aquellas demandas que le piden a la escuela que vaya detrás de los
cambios sociales. La lógica aquí es que hay cambios en el afuera extra-escolar que
requieren que la escuela reforme sus modos de funcionamiento. Por ejemplo, la
existencia y proliferación de las computadoras personales y su conexión a Internet son
fenómenos que se han dado por fuera de la escuela, pero que implican cambios en los

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modos en que los humanos nos relacionamos con los datos y con la información.
Vivimos, decía Lyotard (1993), en una época de transparencia informacional. Por lo
tanto, se le pide a la escuela que se adapte a estas transformaciones. El estatus de la
información y de la memoria en el proceso educativo debería ser diferente. Ya no se
trata de educar ciudadanos informados, sino de personas que tengan la capacidad de
encontrar, seleccionar y procesar la información disponible. Lo que este tipo de
demandas requiere es una escuela adaptativa, que pueda reaccionar a cambios que
suceden fuera del ámbito escolar.

El otro tipo de demandas le pide a la escuela que sea ella la que genere los cambios.
Se le pide a la escuela que forme ciudadanos que sean más respetuosos de las
normas, que no discriminen a quienes son diferentes, que cumplan con las reglas de
tránsito, que aprendan a resolver sus conflictos sin recurrir a la violencia. En estos
casos no se requiere que la escuela se adapte a la sociedad sino todo lo contrario, que
la transforme. Las demandas se basan en la identificación de males sociales. Si le
pedimos que promueva el cuidado del medio ambiente o la no discriminación es
porque evaluamos que en nuestras sociedades no se cuida el ambiente y están
extendidas las actitudes discriminadoras contra ciertos grupos sociales. En este caso lo
que se requiere es una escuela contra-cultural.

Por lo tanto, la relación entre la escuela y el cambio social no es tan lineal como lo
sugiere el sentido común. En algunos casos le pedimos a la escuela que se adapte a los
cambios externos, pero en otros que genere cambios que van en la dirección contraria
de lo que sucede en el mundo externo. O sea que a veces la escuela tendría que ser
permeable al afuera, usando lo externo como guía para reformar su interior, pero en
otros a la escuela se le exige que actúe como un especie de célula de resistencia y
transformación de la sociedad. Lo externo debería funcionar como un contra-ejemplo.


Repensando la relación entre la escuela y el cambio

El mundo desbocado que describe Giddens (1999b), el mundo de los cambios rápidos,
permanentes y ubicuos nos impacta como educadores. Si la educación lo que hace es
transmitir medios de orientación humanos (Antelo, 2005), podríamos decir que los
adultos estamos un tanto desorientados. Tenemos la sensación de que lo que
sabemos, nuestros conocimientos y experiencias sobre el mundo, tal vez no les sirvan
a los niños y jóvenes, ya que para cuando ellos lleguen a ser adultos habitarán un
mundo muy diferente. Esto genera una enorme incertidumbre en los adultos que a su
vez se transmite a niños/as y jóvenes.

La incertidumbre acerca del futuro y del tipo de conocimientos que debería transmitir
la escuela contribuye también a la centralidad que se le da en al actualidad a la idea de
la adaptación en el discurso pedagógico. Decimos que la escuela debe adaptarse a los
cambios sociales y que como no podemos controlar estos cambios ni sabemos cuáles
van a ser en el futuro lo que debemos formar son sujetos con capacidad de ser
adaptables y flexibles. ¿Es esa una solución aceptable frente a la incertidumbre?

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Sennett (2000) sugiere que la palabra flexibilidad viene de la observación de los
álamos. Cuando estos árboles finos y largos se enfrentan al viento, ceden a las fuerzas
externas doblándose, pero tienen la capacidad de siempre volver a sus ejes y
permanecer rectos. Por lo tanto, a flexibilidad implica la capacidad de doblarse frente
a las influencias externas, pero también la capacidad de volver a nuestro propio eje.
Sin embargo, la sociedad actual tiende a destacar aquellas fuerzas que nos doblan,
olvidándose de la importancia de desarrollar un eje estable y sólido desde el cual
decidir a qué me adapto, a qué no y cómo lo voy a hacer.

Tal vez entonces debemos ser conscientes de que no son los cambios sociales en sí
mismos los que deben marcar el rumbo y determinar la agenda de la escuela, sino que
son nuestras posiciones éticas y políticas las que deben funcionar como norte. Esto no
implica desconocer los cambios sociales. Por el contrario, es muy importante para los
educadores ser conscientes de estos cambios y tratar de entenderlos pero no para
adaptarnos, sino para pensar cómo nos posicionamos frente a ellos. En algunos casos
decidiremos que la estrategia es la de acompañar los cambios, en otros casos habrá
transformaciones que nosotros queremos generar desde la escuela y en otros veremos
la necesidad de resistir. Pero resistirse no implica dejar la realidad fuera de la escuela,
sino por el contrario tenerla en cuenta, que sea parte de la agenda escolar para poder
traer y analizar las experiencias de los alumnos y mostrarles que existen otras
posibilidades. En definitiva, tenemos que fortalecer el eje al que se refiere Sennett y de
este modo recuperar el rol político de la escuela.


Bibliografía

Antelo, E. (2005) “La pedagogía y la época” en Serra, Silvia (comp) La pedagogía y los
imperativos de la época : autoridad, violencia, tradición y alteridad. Buenos Aires,
Novedades Educativas.

Debray, R. (1997) Transmitir. Buenos Aires, Manantial.

Dewey, J. (1916) Democracy and Education: An Introduction to the Philosophy of
Education, New York: The Macmillan.

Elias, N. (1994) Conocimiento y poder. Madrid, La Piqueta.

Giddens, A. (1999a) Consecuencias de la modernidad. Madrid, Alianza

Giddens, A. (1999b) Un mundo desbocado: los efectos de la globalización en nuestras
vidas, Madrid, Taurus

Jackson, P. W. (2012) What is Education?, Chicago & Londres, The University of
Chicago Press.

Lyotard, J. F (1993) La condición postmoderna: informe sobre el saber. Madrid, Planeta-
Agostini

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Quay, J. (2015). Understanding Life in School: From Academic Classroom to Outdoor
Education. London, Palgrave MacMillan.

Sennett, R. (2000). La corrosión del carácter: Las consecuencias personales del trabajo
en el nuevo capitalismo. Barcelona, Anagrama.

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