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Precariedad artesanal

Damián Tabarovsky
Justo estaba con un chico de 9 años mientras acomodaba en la biblioteca
Correspondencia 1928-1940, de Theodor W. Adorno y Walter Benjamin
(Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2021, traducción de Laura S. Carugati y
Martina Fernández Polcuch). Lo puse al lado de la anterior edición de la
Correspondencia, la de Trotta, que a su vez está al lado de una edición de la
Correspondencia, pero en otro idioma, que está al lado de varios otros
libros de Benjamin y Adorno. Al chico le llamaron la atención dos cosas:
una, la palabra Adorno, que tomó en su sentido literal, como “lo que se
pone para la hermosura o mejor parecer de las personas o cosas”. Luego, la
repetición (creo que dijo algo así como “¡Los tenés todos repetidos!”). Se
esconde allí una verdad: tal vez la filosofía no sea más que un adorno que
se repite. Que se repite transformándose, que se adorna desadornándose.
Entonces abrí la Correspondencia (en la edición de Eterna Cadencia) y, casi
de entrada, me encontré con una carta de Benjamin, del 25/7/1931, en la
que le cuenta a Adorno una serie de cosas, entre ellas estas dos: “Le
enviaría un ejemplar del libro si no fuera por la quiebra de Rowohlt”. Y, en
una nota al pie de página, la edición aclara: “A raíz de una crisis financiera,
Ullstein adquirió los dos tercios de Rowolhlt GmbH.” La segunda, un poco
más adelante, en la que escribe: “Ya que estamos hablando de mis asuntos,
no puedo evitar anunciarle que mi artículo en el último número de
Literarische Welt cierra -debido a un error de imprenta- de manera
monstruosa con una página suprimida del manuscrito”. Es decir, que
Benjamin no le puede mandar ejemplares de su libro a Adorno porque la
editorial quebró o cambió de dueño, y a la vez un importante ensayo (que
por las notas al pie nos enteramos que es el clásico Desembalo mi
biblioteca) salió con una inmensa errata garrafal en la revista donde se
publicó. De esto, podemos extraer varias consecuencias. Una es que
Benjamin era levemente mufa, tenía mala suerte. Otra, es que en esa época
la tecnología editorial era más tosca que la actual, y ocurrían errores de ese
tipo. Una tercera es que en esos años acontecía un caos económico y social
que llevaba a editoriales a la quiebra y a las revistas a errores feos. Son
todos hipótesis plausibles que habría que tomar bien en cuenta. Sin
embargo, me inclino por otra opción: eso que le pasó a Benjamin es lo
propio la edición. O más aún: es lo mejor de la edición.
Las mejores editoriales están hechas para durar poco (que los grandes
grupos multinacionales duren hace décadas es la prueba de lo
mayoritariamente ininteresantes que son sus catálogos), para quebrar,
para entrar en zonas de pozos y otras de inesperados renacimientos. Las
mejores editoriales son las que marcan una época, no las que no quiebran.
Las que vuelven a sus libros difíciles de encontrar, inhallables, la que
aspiran al lector único: el que encontró, décadas después, esa edición de
Rowohlt en una librería de viejo a la que nadie suele ir. Los libros son
mitos que viajan en el tiempo. Otro tanto ocurre con las erratas. Aun
aceptando que lo que le sucedió a Benjamin es, tal vez, grave, pocas cosas
me entristecen más que un libro sin erratas. Una cada 30 o 40 páginas me
parece lo aceptable, vuelve al libro encantador, convierte al objeto libro en
lo que es: una hermosa precariedad artesanal.

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