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CUENTOS DE ELEMENTAL

Esa noche, a una cena liviana siguió una ronda de frutos rojos en el jardín, sentados en
sillas de playa entre los nísperos y el almendro, bajo la luna casi llena. No encendimos ninguna luz,
preparando la atmósfera para cuentos de misterio. Leo comenzó relatando aquella vez que cruzó
con Paty el ‘Parque Altos del Cantillana’, antes de casarse. Yo ya había oído la historia un par de
veces pero me gustaba mucho.

Recorrieron muchas horas por un viejo camino minero hasta que consiguieron que los
llevara el conductor de una destartalada camioneta cubierta por una lona, durante un tramo
ascendente. El camionero era muy charlatán y conducía su vehículo con atrevimiento, por curvas
cerradas, pendientes casi verticales y trechos semi derrumbados del camino, a una velocidad muy
imprudente. En algunos momentos, la camioneta saltaba por los aires y la caída tronaba con
estruendo debido a los viejos fierros y al movimiento de la carga cubierta. En las curvas, parecía
que ésta fuera a salir despedida, mientras Leo y Paty se aferraban a dos manos de donde
pudieran. El vivaz conductor les contaba sobre los largos años en los cuales fue un trabajador de
confianza en la pequeña empresa minera que explotaba un yacimiento cercano a la cima de esa
montaña.

Sonreí para mis adentros deleitándome en la anticipación de la historia, que ya conocía.

-¿Qué es lo que debe transportar en su camioneta con más frecuencia?- preguntó Leo al
conductor.
-Siempre transporto lo mismo, justo lo que llevo ahora: explosivos- él respondió, despreocupado.

Leo finalizó su relato explicando que, desde ese momento hasta el ansiado fin del camino,
incluso el más mínimo salto y cada vez que el camino se angostaba dejando el espacio preciso
justo al borde del precipicio, estuvo al borde del infarto. Hasta la positiva Paty permaneció
rezando todo el camino. Todos nos desternillamos de la risa. Ahora imagino a mi hipocondríaco
padre, aferrado con sus nudillos blancos, sentado junto a un curtido minero por completo ajeno al
terror de sus improvisados pasajeros. La siguiente en contar una historia fue Paty, quien retomó el
mismo viaje al Cantillana, unos cientos de metros más arriba y algunas horas después de la parada
del camionero.

Lograron alcanzar la explanada de la cumbre, que se ensanchaba antes del filo que unía
ese cerro con el resto de la cordillera de la costa, filo que abordarían al siguiente día con las
primeras luces. Armaron su campamento junto a una veta abandonada, la que de seguro
perteneció a pirquineros. No había demasiada vegetación, pero unos altos arbustos protegerían a
la pequeña carpa del viento. No armaron una fogata, en ese tiempo no existían las luces ‘LED’ y las
linternas a batería tenían que cuidarse, a menos que desearas trepar cumbres con un saco de
baterías de repuesto a tu espalda. Así que Leo y Paty estaban casi igual que esa noche de cuentos:
sentados a la luz de la luna fuera de la carpa, terminando su té, con el cual abrigaban el cuerpo.
Bebiendo, reían recordando la reciente anécdota y el gran miedo que sintieron, postergando de
momento planear el siguiente tramo de trekking, uno de los más peligrosos de la travesía. Ambos
sentían curiosidad por saber quién habría abandonado el filón dejando sólo una abertura en la
tierra y unas rocas que en algún momento sirvieron de refugio. Lo más probable era que el mineral

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se agotó, y como la tierra no le pertenecía, él se marchó a otros rumbos en busca de nuevas vetas.
Mientras especulaban, una niebla helada comenzó a cubrir todo el llano. Guardaron sus cosas y se
metieron en su carpa, abrigándose dentro de sus sacos. Estaban bastante agotados y con su
cuerpo adolorido por el esfuerzo continuo del ascenso y los nervios de las horas en la camioneta.
Por lo menos, habían caminado siete horas desde la madrugada en que partieron. El sueño, sin
embargo, no llegaba. Aunque no lo mencionaron, tenían una extraña sensación de no estar solos
por completo. Paty recordó que durante su improvisada cena en base a latas de conservas, pan y
té caliente, las miradas de ambos se dirigían hacia la boca de la mina, a unos treinta metros: de tal
hendidura parecía provenir la mirada invisible que sentían pararles los pelos de su nuca. Paty
seguía acostada en su saco con sus ojos cerrados, mientras Leo lucía inmóvil, sin roncar; ella creyó
que estaba dormido pero no quiso asegurarse. Una repentina sensación de movimiento en torno a
la carpa la hizo abrir sus ojos. Ningún sonido confirmó su sensación. Todo estaba muy oscuro, ya
que la luna estaba en fase menguante. A través de la tela de la carpa, intentó ver algo sin moverse
mucho, para no despertar a Leo. No sentía temor ni tampoco curiosidad, pero saber que podría
haber algo afuera le impedía dormir. Se repitió a sí misma que lo más probable es que se tratara
de un zorro o de algún roedor de mayor tamaño (a los cuales no temía) mientras intentaba acallar
la voz lógica que le decía que los zorros y ratones tienen patas que hacen ruidos. En eso estaba
cuando creyó vislumbrar una pálida luz a través de la delgada tela de la carpa. Evaluó la necesidad
de despertar a Leo, pero lo desechó de inmediato. En muchas ocasiones había practicado
montañismo a solas, antes de conocer a su compañero trekkero y jamás necesitó un hombre que
calmara sus temores. Decidió salir a investigar, y abriendo el cierre del saco con suavidad, se
deslizó fuera. Se puso de pie y se volteó para correr el cierre, de nuevo, así Leo no se congelaría.
En ese momento, vio una nubosidad luminiscente, a unos quince metros atrás de la carpa, algo así
como una silueta de niebla fosforescente. Ella pensó que la bruma se había intensificado y que
alguien dormía en la veta o en las ruinas del campamento rústico; sintió curiosidad por los
exploradores. Pese a ello, su corazón estaba alerta, oprimido por una inconsciente extrañeza
frente a lo inexplicado. La luminosa forma parecía moverse, no hacia Paty sino en dirección a la
mina. No era una silueta de tamaño y forma humana, ya que le faltaban muchos centímetros para
alguien más alto que un niño pequeño, y porque el tenue brillo alrededor cambiaba de forma.
Vaciló otra vez en despertar a Leo, y entonces, algo parecido a una extremidad se extendió desde
el centro de la figura apuntando hacia la veta. Paty estaba segura de no haber pestañeado, no
obstante, una milésima de segundo después observó perpleja a ‘la figura’ entrando muy lento en
la mina, que se hallaba al menos quince metros más lejos. Parecía un buen momento para
abalanzarse dentro de la carpa o al menos para gritar alertando a Leo, no obstante mi intrépida
madre descolgó su linterna y partió en dirección de la abertura. Paty nos explicó que en ese
momento sólo podía pensar en lo sugerente que le pareció esa mano apuntando y que creyó que
era una invitación. La luz se intensificó, tornándose anaranjada cuando el último trozo de la
aparición se perdió en la cueva.

Todos sostuvimos nuestra respiración mientras Paty narraba su lentísima marcha en dirección a la
veta.

Por segundos que le parecieron horas, nada se movió alrededor. En su mente, la promesa
de riqueza súbita la asaltó como un delirio de oro. Había oído antes hablar de seres brillantes que
aparecían en medio de la nada para señalar con trazas de luz el sendero hacia tesoros enterrados.
Imaginó los atributos que la hacían merecedora de tan afortunado privilegio, anticipando feliz la
composición y el color del oro que encontraría. Su avance semi sonámbulo (como provocado por
un embrujo) había llegado casi al final cuando un brusco apretón en su hombro la sacudió de su

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somnolencia. Soltó un grito, sobresaltada más que aterrada, y se volteó lista para luchar, cuando
vio a Leo mirándola con ojos desorbitados y agarrando sus brazos con ambas manos.

En ese momento, Lucy, Leo y yo soltamos risitas nerviosas. Creo que todos habíamos oído la
historia pero eso no afectó a nuestra expectación frente al desenlace.

Leo tironeó a mamá, la metió dentro de la carpa, con todas sus linternas encendidas. Le
explicó en murmullos que él había tenido la misma sensación de una presencia fuera de la carpa
pero que se había hundido más en su saco, intentando recordar cuanta oración le habían
enseñado en el colegio católico. Apretó sus ojos y cuando se serenó lo suficiente como para sacar
su cabeza, notó que Paty había salido de la carpa, y se levantó echando maldiciones para sus
adentros. Salió rápidamente y lo que vio en la oscuridad fue a su novia, medio sonámbula,
caminando hacia el hoyo iluminado de la entrada a la mina.
-Vi una señal, creo que se trata de una oportunidad para desenterrar un tesoro- le mencionó Paty.
-No estoy de acuerdo, y en todo caso, si la visión es benéfica no tendrá ningún reparo en
permitirnos desenterrar todo el oro del mundo a la luz del día.
-Hay que buscarlo de inmediato, así es como funciona esto: debemos mostrar confianza y
obedecer desenterrando de inmediato lo que nos regalan- insistió Paty.
De cualquier modo, Leo no cedió y la mantuvo aferrada para que no saliera. No escucharon ni
sintieron nada más esa noche, y mi padre casi no durmió, aunque Paty roncaba entre sus brazos.
Al otro día no encontraron la más mínima señal de compañía, pese a que revisaron a conciencia la
entrada a la veta (la cual estaba bloqueada con una gran roca a sólo dos metros de la boca) y los
alrededores. Después de un desayuno espartano, levantaron campamento en medio de un
brumoso amanecer. Bajo la carpa, la dura tierra parecía removida, como una capa delgada de
humus que un jardinero hubiese preparado para plantar algo. Paty estaba de buen humor, a
diferencia de Leo, a quien el trekking y la trasnochada le pasaron la cuenta. Enfilaron en dirección
sur-oriente, para alcanzar a la brevedad el paso por la montaña que los conectaría con el sector de
descenso más seguro. Antes de que abandonaran el plano para bajar hacia otro cerro, Paty volteó
a mirar hacia el campamento que habían dejado atrás… y pudo ver una luz anaranjada brillante,
oscilando justo encima de donde ellos habían levantado su carpa.

Recuerdo cómo se hizo el silencio en nuestro jardín esa noche; alguien suspiró mientras
Paty bebía jugo y se zampaba unas frambuesas. Todos respiramos mejor, de modo simultáneo, y
luego reímos. Leo remató el cuento.
-Y desde entonces, Paty siempre me ha culpado porque no seamos millonarios debido a mi
cobardía.

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VIAJE AL MUNDO DE DJADBA

Revisé por última vez mi cuarto semi vacío, buscando algo que se me hubiese olvidado. El
camión de mudanzas se llevó mis muebles el día anterior, nosotras tomaríamos el avión rumbo a
Osorno al anochecer. Advertí en un rincón de mi armario mi vieja mochila, la que solía llevar a la
feria. Despreocupada, la abrí sin recordar lo que contenía y encontré el libro de poesía que
compré; lo había olvidado sin leerlo jamás. Me paralizó la oleada de recuerdos que me trajo el
libro, me estremecí al ver la portada pero lo abrí. Me senté en el suelo, iluminado por la luz de la
mañana que entraba a través de las ventanas sin cortinas. El texto empezaba con un prólogo,
donde un autor desconocido hablaba de la hermana Inés, la novicia que escribió el libro. Ella no
escribió nada más porque falleció antes de tomar sus votos, en un invierno particularmente crudo
en el convento aislado donde se enclaustraba junto con otras monjas. La describía como ‘una
iluminada que gozaba de la gracia de Dios, quien la dotó del don de la contemplación y del
asombro frente a la naturaleza’. En sus orígenes hija de campesinos, creció aprendiendo a
distinguir las hierbas con las que su madre curaba a muchos enfermos que acudían por su ayuda.
Su conocimiento profundo de la naturaleza no disminuyó su entrega a Dios, compatibilizó ambos
al ser aceptada en el convento a los trece años de edad, donde su manejo de la medicina herbal
facilitó la vida de las ancianas religiosas. En el convento le permitieron escribir poesía, porque su
estilo ensalzaba el amor a la obra de Dios y relataba la calma del hombre que se une al Creador en
convivencia alegre con la naturaleza. Ahora supongo que podría decirse que era la obra de una
campesina dirigida a gente campesina y sencilla, que a principios del siglo XX todavía vivían en un
sitio apartado, ajenos a los tormentosos signos de cambio que se abalanzaban sobre Europa (y que
pronto hundiría aquellas tierras en las dos guerras más grandes que ha visto la humanidad). Pero
nada de eso se anticipaba en las palabras del escritor, quien probablemente era un sacerdote. El
convento por aquellos días estaba aislado de la modernidad. Además de citar una brevísima
biografía de la novicia, él recomendaba el cuento como ‘una onírica fantasía pastoril’, insinuando
que el cuento debía ser entendido como fruto de la imaginación inocente de una niña (eso era la
novicia) demasiado cercana al bosque y a los cuentos de hadas. Por supuesto, esa introducción me
intrigó lo suficiente como para olvidar mi labor y sumirme en la lectura del libro. Éste comenzaba
con unos versos que elogiaban los hermosos paisajes montañeses de España, donde se
desarrollaba la historia. El libro se llamaba ‘Viaje hacia el mundo de Djadba’, un nombre sugerente
que evocaba genios de ‘Las Mil y una Noches’, aunque la extraña niñita de la cubierta del libro no
parecía un genio en absoluto. La novicia describía los paisajes de su historia como si hubiese sido
el lugar donde ella vivió toda su vida, tanto parecía conocerlos. Eran bosques encaramados en
montes altos, más allá de los sitios donde los pastores llevaban a sus rebaños a comer de modo
habitual.

Por aquellos lugares jugaba el hijo más pequeño del herrero; Alonso era un niño
imaginativo y soñador que escapaba de su casa para vagabundear por los montes. No había
castigo ni amenaza que lograra retenerlo, por lo cual sus padres pensaron que su interés obedecía
al llamado de la vocación de pastor. En una de sus correrías, durante una primavera plácida,
Alonso cruzó un caudaloso río que habitualmente era imposible de vadear, pero que en aquella
estación arrastró cantos de roca gigantescos formando un inestable e improvisado puente natural,
que cualquiera podría sortear con varios saltos intrépidos. El niño, por supuesto, no dudó ante esa
oportunidad y saltó de roca en roca. Llegó al otro lado del río, donde se veía una colina cubierta de
espesa selva. Los árboles eran muy altos y tupidos, multitud de arbustos de hojas enormes cubrían

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todo el suelo, sin permitir adivinar sendero alguno. Alonso creyó ver una pequeña luz en la sombra
y decidió adentrarse en la colina para alcanzar esa luz.

Advertí ciertas similitudes entre esa luz intrigante y el aura luminosa de Fabro; entre ese
encuentro y el mío, que inició mis aventuras explorando el Parque Mahuida. Continué leyendo los
versos, cuyo ritmo me atrapaba en un somnoliento hechizo.

Alonso se metió en la maleza, se abrió paso con dificultad. A ratos perdía la pista de la luz
que lo guiaba, pero justo cuando decidía regresar sobre sus pasos y abandonar la persecución, la
luz reaparecía varios pasos más adelante y lo atraía de nuevo, traviesa. Pasó un buen rato y de
pronto Alonso descubrió que le costaba menos avanzar, vio un sendero en la oscuridad y ya no
necesitó ninguna luz para orientarse. Notó que el camino ya no ascendía como al principio, sino
que descendía y se adentraba cada vez más en el corazón del bosque. Los árboles se cerraron a su
alrededor dejando abierta sólo una tenue senda por donde él caminó atento a detalles, tales como
las flores del camino, cuyos pétalos se cerraban con la falta de luz formando embudos
multicolores. Alonso recorrió el sendero cada vez más oscuro hasta llegar a una especie de claro
donde los árboles tenían troncos más gruesos y cortezas lustrosas. Entre las copas de esos árboles
no penetraba ninguna luz; era un espacio circular de pocos metros, despejado de árboles en su
centro. Unos minutos antes la luz brilló desde el corazón mismo del claro y él la siguió; a sus ojos
les tomó cierto tiempo acostumbrarse a la penumbra y ninguna luz reapareció para orientarlo. De
pronto, Alonso detectó una niebla fosforescente parecida a un polvo luminoso, que venía girando
en espiral desde dos o tres direcciones diferentes. Se acumuló en la base de un gran árbol,
formando hélices cada vez más apretadas. Lo distinguió con claridad por su brillo, que al mismo
tiempo iluminó y le permitió ver mejor los objetos del claro: los troncos grises, las hojas de los
grandes helechos color verde oscuro por arriba y plateadas por abajo. El suelo allí era una
alfombra mullida de multitud de hojas de una amplia gama de matices de verde, amarillo, gris y
rojo. No apartó la vista de aquel remolino brillante, que sospechó se trataba de la misma luz que él
había seguido. De verdad, ésta podía cambiar de forma y en aquél mismo instante lo hacía, frente
al asombrado niño. Los espirales se alargaron al tamaño del chico, trazando la silueta de una
persona. Al cabo de un pestañeo, Alonso se apoyó en una rama para no caer por su sorpresa; una
nítida figura infantil (una niña) se reclinó en el gran roble justo frente a él. La niña era pálida y su
piel emanaba un resplandor dorado.

“¡Agh! ¡Un resplandor dorado!”, pensé. Demasiada similitud con mi experiencia en el parque. La
niña era descrita en el libro con características extrañas: un rostro triangular de orejas y mentón
puntiagudos, exacto como en el dibujo de la portada. A mi entender, no pudo tratarse de otra cosa
que de un hada o elfo de los bosques. En cambio Fabro no era otra cosa más que un niño, con piel,
cabello y apariencia humanos. Yo no podía estar equivocada, lo toqué. Años después, mientras yo
crecía, pensé que había visto similitudes donde no las había. Si me inventé un amigo imaginario
también pude inventarme además que mi amigo era un elfo o algo por el estilo. Tal vez su aura
visible probaba que él era producto de mi imaginación… Decidí avanzar en mi lectura para
descubrir qué más había en ese extraño texto.

La sorpresa de Alonso se transformó en curiosidad al descubrir una mirada pícara en la


niña, que se apoyaba con suavidad en el tronco como descansando, sin alterarse por su presencia
en ese lugar. Pese a que su ondulado cabello largo y sus finas facciones denunciaban su género, las
vestiduras de la niña eran de varón.

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No entendí eso, ¿de varón?

Usaba unas pantis ajustadas y una aterciopelada chaqueta, un cinturón ancho y brillante
que afinaba su cintura y altas botas de cuero hasta la rodilla. Su cuerpo era delgado, de largas
extremidades.

“Ropa de varón es ropa de hombre”, pero no le vi nada raro a su ropa. Ya más grande me enteré
que en la primera década del siglo pasado las mujeres no usaban pantalones ni chaquetas.
Entonces comprendí que el libro estaba descrito desde la perspectiva de una joven novicia, que ha
pasado la mitad de su vida oyendo cuentos de viejas y la otra mitad encerrada en un convento. Esa
era la descripción clásica de los duendes y elfos, sólo faltó el sombrero puntiagudo.

La extraña criatura sonrió y Alonso descubrió que él se paraba a sólo un par de pasos de la
niña, sin recordar haber caminado hacia ella. Sintió como si una inexplicable fuerza magnética lo
atrajera hacia ella, y los mantenía conectados…

Cerré con brusquedad el libro, sin preocuparme siquiera de marcar la página en que iba. Estaba
aterrada. Yo conocía esa energía: la misma que me permitió ascender por huellas de montaña
empinadas y resbalosas sin caer. Esa energía fue mi cuerda de seguridad, lo que me mantuvo
apoyada en Fabro. Mi corazón se aceleró por primera vez en varios días, me sentí transportada a
los días previos al fatal accidente, cuando aún era feliz.
-¡Una monja de cien años atrás describe en este libro mis aventuras como si ella misma las hubiese
presenciado!- me sorprendí.
Dejé el libro al costado, sin ganas de seguir leyendo; aún tenía mucho que ordenar, ya que en el
avión llevaríamos sólo una maleta cada una y lo demás quedaría guardado en una bodega. Los
arrendatarios de la casa llegarían al día siguiente; eran una pareja de viejos amigos de la tía que
tenían dos pequeños niños. Ocuparían la casa grande, por lo cual en verano o cuando quisiera,
podría viajar y alojarme en cualquiera de las dos casitas que hay en la parcela. Fueron construidas
para que las habitaran mis tatarabuelos, cuando aún vivían; estaban muy bien conservadas porque
Leo las usaba para los visitantes. Amoblamos la más grande con dos camas, lo básico para cocinar
y conservar alimentos. Yo quería regresar muy pronto, porque ya extrañaba a mis amigos. A Oli lo
extrañaría más que a nadie; nuestra despedida esa mañana fue muy triste. Él me ayudó mucho a
ordenar y a embalar, al igual que tía Sofy. Pasamos juntos casi todas las noches, pero a diferencia
de otras ocasiones en que hicimos pijamadas, no conversamos ni nos reímos hasta altas horas de
la noche: él simplemente estaba junto a mí. Oli permaneció a mi lado; por las noches él estiraba su
mano hacia mi cama (junto a la suya) y yo le tendía mi mano. Nos dormíamos tomados de la
mano, mirándonos hasta que nos vencía el sueño. Incluso creo que Oli me observaba dormir, o
que despertaba muy fácil, porque recuerdo haber despertado de mis pesadillas y haberlo visto
junto a mí con su mano acariciando mi codo.
Tomé el libro y lo puse en la repisa; después decidiría si lo llevaba conmigo o lo guardaba en la
bodega, de momento, necesitaba dejar de leer. No pensé en el libro hasta bastante rato después;
había revisado la casa completa con tía Lucy, y luego almorzamos pizza a domicilio sentadas en
cajas de embalar. Ella se ausentó un rato por la tarde para realizar unas compras, me dejó a cargo
porque la pareja de arrendatarios vendría en cualquier momento por sus llaves. Como tenía que
estar atenta me instalé en el jardín. Tomé el libro distraída; ya había cerrado la bodega así que
creo que de modo inconsciente decidí conservarlo. Opté por leerlo en ese momento, ya que no me
gustaba leer en los viajes; trepé al almendro y me acomodé en una rama. El libro se abrió en el
lugar exacto donde había suspendido mi lectura.

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Como era de suponer, al final Alonso y la niña comenzaron a charlar, y no me sorprendió
que su tema de conversación fuese la naturaleza. Hicieron una serie de preguntas y respuestas
acerca del bosque y de la montaña tras el bosque. La niña se llamaba Djadba, y sabía mucho sobre
la naturaleza de aquél lugar y sobre su historia. Alonso no era un niño demasiado curioso, prefería
explorar. Los versos centrales se referían al lazo afectivo que los unió durante los días siguientes,
explorando juntos bosques, cavernas y la montaña, y recogiendo hierbas medicinales.

Se me formó un nudo en la garganta al leer esa parte pero no me detuve, continué leyendo a
pesar de mi pena. De manera inconsciente debo haber creído que si leía cómo terminaba la
historia de Alonso y Djadba comprendería mejor mi propia historia con Fabro. Por otra parte, el
poema era hermoso, los versos eran tan descriptivos que casi podía sentir el bosque en mi jardín.
Me sentí atrapada por el cuento, fascinada por cada aventura. El sol había descendido en el cielo
cuando casi terminé la historia, tía Lucy no había vuelto aunque llamó para avisarme que llegaría
cerca de la hora en que el ‘transfer’ pasara a buscarnos para llevarnos al aeropuerto, así que debía
estar preparada. Me duché, me vestí y me senté en una reposera en el pasto, tomando sol. Las
maletas estaban alineadas en la puerta. Los nuevos habitantes de la casa vinieron apurados y se
fueron con sus llaves, de paso les expliqué un par de trucos con las cerraduras. En ese momento,
sin otra cosa que hacer más que esperar, me senté a leer las últimas páginas de la historia. Mi
corazón latió mucho más rápido mientras leía.

Alonso no había hablado acerca de Djadba en su hogar, porque su familia era muy
supersticiosa y creían que el bosque estaba plagado de duendes. Ellos habían programado
explorar una caverna nueva. Irían al atardecer, con el cambio de luces, llevando antorchas que no
despedían humo hechas con patillas secas de líquenes: la niña instruyó a Alonso acerca de cómo
recolectarlas. Llegaron a la caverna y Djadba no retuvo a Alonso antes de entrar, pero sí le hizo
una advertencia.
-Adentro nosotros dos no estaremos solos, y alguien nos contactará para darte Alonso un mensaje
muy importante.
En parte, se insinuaba hace rato en la historia que el encuentro de los niños no fue casual y que el
pequeño tendría una importante misión que cumplir. Alonso estaba muy nervioso mientras se
adentraban profundo en la tierra, alerta a los bichos que poblaban las paredes de la cueva y a
cualquiera que se les acercara, y Djadba caminaba tranquilizándolo.
-Eres especial, has sido elegido con cuidado y ‘ellos’ saben que tú puedes lograr tu cometido. La
tarea que te van a encomendar es un gran honor y una gran responsabilidad, porque concierne a
toda la Tierra, no sólo a la humanidad.

“¿No sólo a la humanidad?”, me extrañó. Imaginé que terminaría siendo algo así como el Rey
Arturo, pero al estilo de la época. De cualquier modo pronto saldría de la duda.

Al cabo de un rato, un resplandor encandiló al niño en medio de las tinieblas de la cueva.


Frente a él se alzaba un ser brillante de gran belleza, una especie de dama alta con alas luminosas
y un halo de luz en su cabeza.

“¡Un hada!”, pensé de inmediato. En ese punto comprendí que era un cuento infantil, un cuento
de hadas. Yo ya no me consideraba una niña y leer ese libro me avergonzó. Mi curiosidad pudo
más, y pese a que ningún hada me había encargado misión alguna, aún creía que el libro podría

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explicar en parte la desaparición de Fabro. O eso al menos eso era lo que yo quería. Continué
leyendo.

Alonso levantó su vista con reverencia hacia el bello ser. La reconocía como una reina
entre esos seres, siendo Djadba solo una mensajera. El hada le habló pero lo hizo con metáforas,
no directo.

No logré entender los versos, aunque atrajeron con fuerza mi atención y se grabaron a fuego en
mi memoria:

Cuando el sol de fulgurar salubre acabase


Y de su brillo perjuicio hubiere
Cuando las aguas vaporicen sin retornare
La floresta esmeralda, dorada se tornase
Y mustia feneciera en ardiente lecho polvoso.

Cuando los signos de la agonizante Madre


A cada ser en la tierra advirtiere
Que en cada hoja resquebrajada expirare
A cada criatura desterrada o extinta vinculada
Con todo palmo de heredad por cemento asfixiada.

Hablará la Madre desde su carne


Entre espasmos exasperados los invasores sacudirase
De ira henchida incandescente fuego supurase
De su ajada piel los parásitos expeliese
Sus facultades para celarla, en grande furor despertase.

Furia alada emponzoñando el viento, borboteando en vejadas aguas


Lacerada en hondonadas, llanuras y cimas, izare
Por fidelidad barbárica en sus hijos desplegare
Sobre sus traicioneros huéspedes arrojare
El ocaso de su existencia, cual muerte polifacética.

Más, Madre piadosa, todavía escuchase


Desesperado lamento de las indignas criaturas
Otrora amados hijos de su seno
Si dicho clamor un alma pura encarnase
Amante de la Madre más que de sus pares fuere.

Su hado esculpido en reminiscencias de la Madre escuchare


Dentro de los Siete Portales sepultado, en vigilia celosa
De la Guardia de la Postrimería, devotamente custodiado
El alma pía alcanzare y su sino descubriere
De mano del misericordioso artífice guiada.

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Guardé el libro, que anunciaba la extenuante travesía de ambos niños en busca de los Siete
Portales. Alonso debía realizar el trabajo, Djadba sólo era su guía entre los peligros que
afrontarían. El texto finalizaba describiendo la despedida del niño de sus padres, adiós simbólico
ya que sus padres nunca supieron que él se marchaba. Jamás me habría imaginado que existían
sagas literarias ya en esa época. Porque el libro terminaba con esa promesa de nuevas aventuras,
quedando abierto a descubrir los pasos de los niños en su odisea.

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CUENTOS DE ENCRUCIJADAS
-En una noche como ésta, deberíamos contar historias de terror- declaró Any, frotando sus manos.
-Ustedes deben saber buenas historias, ¡vamos!- ratifiqué.
-Déjame pensar en una buena- Vatra se quedó pensativa, pero Ada sonrió.
-Yo primero. Esto no ocurrió en la Tierra, sino a millones de kilómetros de aquí…
-¡Pensé que eras terrícola!- interrumpió Any, boquiabierta.
-Por su rango, no podría serlo- aclaró Vatra –cuando dejas los cuerpos materiales para convertirte
en un Ser de Luz, en un elemental, te quedas unos cuantos siglos en tu propio mundo; pero al ir
ganando evolución (y responsabilidades) te trasladan a otro planeta. Ada es un Alto Elemental,
todas las aguas de la Tierra la obedecen, obedecían- se corrigió, ante la mirada triste de la ondina
–así que estuvo al menos en otro planeta antes que este.
-Dos más, el mío y uno que creó…
-Nalet y yo sólo hemos estado en Gaia, aquí nacimos como humanos y aquí servimos a la Luz. No
ha transcurrido tanto tiempo como para olvidar nuestras vidas humanas.
No me pasó inadvertido el modo en que Ada se interrumpió, aunque Vatra siguió hablando
enseguida.
-¿Cuánto?- preguntó.
Yo meneé mi cabeza: a Any no le gustaría la respuesta.
-Sólo un par de milenios…
El rostro de mi amiga fue el que yo esperaba.
-¡Les estaba contando yo, Vatra!- la detuvo Ada –ocurrió en mi segundo planeta, lejos del lugar
donde evolucioné, pero antes que olvidara del todo lo que se siente habitar un cuerpo. Por
entonces custodiaba el equivalente a una cascada terrícola y era muy curiosa, me atraía mucho
observar a los seres carnales que vivían ahí.
No me cuadraba con la Ada que yo conocía, siempre tan respetuosa de la privacidad de los demás,
pero explicaba muchas cosas.
-Espiabas.
-No Any, sólo hacía lo que tenía que hacer, esos dos chicos iban a la cascada en forma voluntaria.
Claro que desconocían mi existencia, igual que ustedes los humanos, que creen que están solos en
lugares así- rio.
-Ingenuos, ¡nunca están solos!- asintió Vatra, riendo burlona.
Una idea escalofriante, pero probadamente veraz.
-Continúa- pedí.
-Ella, por así decirlo, llegaba primero.

Lo esperaba al pie del agua, se paseaba nerviosa, y cuando él acudía, brillaba llena de
amor. Él la miraba desde lejos sintiendo que no había nada más bello en todo el universo, y yo
sentía que no había nada más grande que ese tipo de amor- suspiró Ada –pasaban un rato juntos,
entre dulzura y pasión, pero siempre demasiado corto pues se veían a escondidas. Eran amantes
prohibidos.
-¡Adoro tu historia!- interrumpió Any –si salvamos a Gaia y decides ser humana un tiempo más,
deberías convertirte en cuenta cuentos.
-No si la van a interrumpir así- la regañó Vatra.
Any juntó su dedo pulgar e índice derechos y los pasó frente a su boca como un cierre.
-Era fascinante, para mí, ver como crecía su amor- continuó Ada.

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Cada vez se arriesgaban más, pese a que si los descubrían, la vida del joven correría
peligro. Su deseo de verse era más fuerte que su miedo. Un día, ella acudió, lo esperó largo rato,
mientras las sombras se alargaban y el sol dejó de irisar el rocío del salto. Se quedó ahí, llorando.
Le envié mi Luz a través del agua que caía, para consolarla, y entonces habló.
-Sé que estás aquí- dijo, sorprendiéndome -¡Ángel mío!, si puedes, déjate ver.
Su ruego era tan fehaciente que tuve que hacerlo. Tomé la forma que en su planeta asociaban a
los ángeles (ninguna similitud con la de ustedes, por cierto). Ella cayó de rodillas frente a mí; con
inmensa fe, me rogó por su amado, que estuviera bien y que pudieran estar juntos, algún día.
Luego me preguntó.
-¿Debemos huir juntos?
No supe qué decir. Contesté lo obvio.
-Escucha a tu corazón, deja que él te guíe.
Ella besó mis manos, se fue corriendo y yo supe que había quebrantado el Orden de manera fatal.
-¡Cielos!- comenté.
Vatra sonreía, Any suspiró.
-Pasó algún tiempo sin que ninguno llegara a la cascada.

Yo rastreé sus auras, que lucían ansiosas, tristes y sufrientes, separadas entre sí. Entonces,
él regresó. Estaba más delgado, cansado y angustiado. Mostraba moretones y cortes en varias
partes de su cuerpo, portaba un morral.
-Sé que ella te ha hablado, Ángel. Te pido que nos protejas- rogó.
Comprendí que algo terrible había ocurrido y que se jugaban la vida en aquella peligrosa partida:
huirían juntos. Ella tardó en llegar, corría desesperada. Rastreé y vi otras auras furiosas, con el
deseo de matar impreso en ellas. No resistí el ruego de aquellos seres que se amaban más que a
nada en la vida y lo volví a hacer.
La pausa dramática de Ada fue tan insoportable, que no pude evitar preguntar.
-¿Qué?
-Levanté una espesa cortina de niebla.

Opacó los soles en el cielo, oscureciendo toda la floresta. La chica abrazó a su amado,
clamando por mí. Me materialicé, como antes.
-Guíanos a salvo, para que estemos juntos para siempre.
Yo dudé.
-¿Están seguros?- pregunté.
Ambos lo estaban y yo no podía decirles lo que sabía. Los guie por muchas jornadas, a través de
una peligrosísima selva, siempre yendo al océano. Cuando llegamos ahí, pedí ayuda a otras
ondinas y tritones. Unos elementales de tierra forjaron una balsa, posándola en las terribles aguas
de aquél mundo.
-Sólo así podrán huir.
Les instruí que fueran al norte, donde yo tenía amigos que los ayudarían sin dudar.
-Bendícenos, ángel mío- pidió ella.
Fue lo último que les di, mientras unían sus manos para siempre, abordando la barca.
Ada calló y todos meditamos un rato.
-¿Así termina?- preguntó Any.
-No- Ada tragó saliva –el Orden había sido transgredido de manera muy severa. Les seguí la pista
enviando mi Luz para darles fuerza pero su travesía fue terrible. Ellos no lo permitieron, la barca
nunca tocó tierra y los amantes quedaron sepultados bajo el agua.
Nadie se esperaba ese final, excepto Vatra. Todas quedamos muy tristes.

11
-No puede terminar así- se resistió Any.
-No, no termina así. Ya se los dije, todo renace, aunque sea en otra forma. Al menos no terminó
para mí, porque ese fue el día en que lo descubrí: la más terrible ley del Orden. Las Almas Gemelas
no pueden estar juntas como amantes.
-¿Qué?- estallé –¿almas gemelas?
-¡No puede ser!- exclamó Any -no es así como dicen que es.
-Es así, Any- ratificó Vatra –no hay nada en el mundo más fuerte, más puro y más valioso que tu
otra mitad. Pero hay demasiado riesgo en el amor de amantes; por eso las almas gemelas se
encuentran en cada vida y se aman. Hay infinitos tipos de amor; ser pareja es el único que no
pueden tener.
-Para mí fue algo muy fuerte y terrible de descubrir- continuó Ada -aquella persona perfecta para
ti, siempre a tu lado, aquel ser que te completa es el único que te está vedado. ¡Sería como amar a
tu hermano! Eso despertó en mí el anhelo de unirme a mi otra mitad, que sólo brota en etapas
mucho más avanzadas de la evolución. Porque las almas gemelas se unen, al último. Su Luz explota
como un sol, creando una sola alma, perfecta y completa. Eso sólo ocurre al final, cuando tu
consciencia deja de ser individuo y ya sólo puedes ser Luz.
Quedé helada, no era así como pensaba que era, la historia de las Almas Gemelas en la Tierra no
era de ese modo. Esa noción nos cayó como bomba.
-¡Es terrible!- Any robó mis palabras.
-Lo sé, Any. Imagina cómo me sentí. Anhelé a ese ser que me completa sabiendo que debía
esperar mucho más, aunque lo encontrara.
-¡Oh, no!- interrumpí –no puedo creer que lo hicieras.
-Lo hice, aún lo hago. Creo que ese mismo día me convertí en renegada- sonrió –lo he buscado
mucho, sin hallarlo. Cuando uno está encarnado en un cuerpo material, tu alma gemela está
siempre cerca, pero no puedes hallarla. Como Ser de Luz, es posible rastrearla; es como si vieras
dos piezas de un puzle, que calzan perfecto una en otra. Y además, está el hilo de plata que las
une, el que yo vi entre aquellos jóvenes. Esa búsqueda nos está vedada pero muchos lo hacemos,
al descubrir la verdad. Porque los Seres de Luz más altos viven mucho tiempo junto a su Luz
Gemela antes de fundirse con ella.

12
DRUALUS
-Mejor contemos historias- interrumpí -¿alguien sabe alguna buena?
-Sabemos muchas historias acerca de este lugar y de la gente que lo habitó, Irlanda está plagada
de mitos- empezó Ada.
-¡Cuentos!- se emocionó Oli.
-¿Quién dice que son sólo cuentos?- lo espetó Vatra.
-La gente de por acá posee una sabiduría ancestral, debido a su histórica conexión con la Tierra-
continuó la ondina -los elementos son poderosos aquí y los irlandeses lo saben: han venerado a
cada uno de ellos durante milenios. Por eso este país no ha sido tan golpeado.
-Sólo un tercio de su gente sobrevivió hasta ahora.
-Dije este país, no sus habitantes.
Me estremeció recordar quién estaba en riesgo mortal en la Postrimería, siniestro engranaje
destinado e extinguir a los seres humanos preservando Gaia.
-Continúa, Ada- la insté.
-Cuenta una historia acerca de los fuegos.
-¡Oh, sí, Vatra! Como recordarán de Turquía, distintas culturas han venerado el fuego y lo han
considerado sagrado. Aquí no hay fosas de gas natural o volcánico que puedan producir fuegos
eternos, excepto los fuegos fatuos eventuales en los pantanos, pero los irlandeses han venerado al
fuego desde un concepto más abstracto.
-Adoro tu voz, Ada- interrumpió Oli -pero estás muy técnica. Al grano, ¡cuento, cuento!- coreó.
Ada lo miró con severidad, como a un niño taimado, antes de soltar una carcajada alegre.
-Era un pueblo con religión solar, culto al sol.

Para ellos el fuego representaba al sol, en un lugar donde éste rara vez es muy brillante.
Una de sus fiestas más importantes se celebraba por estos días, Bealtaine, con hogueras como
ésta.

-¡Mucho más grandes!, puedo hacerla si lo desean- ofreció Vatra.


-Esta hoguera es suficiente, de momento- objetó Fabro.
-Cuéntanos de qué se trataba- Eric instó a Ada.

-Las hogueras se encendían hacia el final de la primavera para purgar los últimos hielos,
remanentes del crudo invierno celta, dando inicio a la temporada de pastoreo. En Inglaterra la
fiesta se celebraba en pleno bosque, donde humanos y hadas celebraban el advenimiento de las
flores. Aquí, en cambio, se veneraba al elemento mismo, más que al final del invierno. El fuego
purifica: era usado para pasar el ganado entre dos hogueras y así fertilizarlo, para simbolizar el
paso desde la Oscuridad a la Luz (invierno a verano), el triunfo de la vida sobre la muerte.

-Me siento de vuelta al colegio- replicó Oli simulando un bostezo.


-Esto despertará tu interés, el dios venerado en Bealtaine era el dios de la muerte- acotó Vatra.
-¡Ahora sí me entiendes!, continúen.
-El triunfo de la vida sobre la muerte, como ya dije- retomó Ada- así que muchos de los ritos en
torno a las hogueras se relacionaban con la fertilidad y el emparejamiento. Fue en uno de esos
ritos donde ocurrió lo que les contaré.
-¡Una historia real!
-Podría ser, decídanlo cuando termine.

13
Las fogatas ya ardían en lo alto de las colinas del pueblo, consagradas por los druidas, y el
ganado ya había cruzado el sendero de fuego, y era hora de que los chicos lo hicieran.

-¡Cruzaban el fuego!
-Lo saltaban, no interrumpas más- regañé a Oli.
Yo sabía bastante al respecto. Amaba la cultura celta.
-La joven debía ser cuidadosa porque el Puck salía a merodear en un día en que los límites entre el
mundo de los vivos y el otro lado eran tan tenues. Pero tenía que saberlo, sus padres habían
fallecido recientemente, no había tenido suerte en el amor tampoco y nadie susurraría su nombre
junto al fuego esa noche. Más tarde se celebraría el matrimonio entre Gaia y el Sol (aunque le
daban otro nombre a la Madre Tierra) y no tenía mucho tiempo antes que la hoguera se
extinguiera. Debía saltar el fuego tres veces, a solas, pidiendo fertilidad para su tierra y sus ovejas,
mejores tratos con los compradores de sus productos. Una petición sencilla, a diferencia de otros
jóvenes que pedían amor eterno. Mucha gente había bebido en el pueblo, y gran parte de los
jóvenes habían ido al centro del bosque para ayudar a los dioses, único día en que se les permitía
ser novios (a condición de un pronto enlace, por cierto). Ella no iría, no amaba a ningún joven ni
era deseada, ignoraba la razón aunque sabía que tenía relación con el pasado de su familia. Se
quedó sola y saltó tres veces, sobre apenas unas ascuas moribundas, y entonces lo vio. Parecía un
hombre muy alto, pero claramente no lo era. Le habló sin rodeos y ella se apegó más al fuego.
-Dime cuál es el corazón que deseas y te lo daré.
-No amo a nadie, señor- contestó sin mirarlo.
Un nombre brotó en su mente: Puck.
-Sólo menciona tu deseo- insistió éste, con un brillo burlón en su mirada.
-Tengo todo lo que deseo.
-Lo dudo. Quieres a tu familia de regreso. Eso podría ocurrir, hoy día, si me lo pides.
-Mis padres están donde deben estar, aunque los extrañe, señor.
-Puedes tener oro, puedes tener el mejor rebaño de ovejas de Irlanda, puedes tener la cosecha
más abundante de este año, o lo que sea, si me lo pides.
-No necesito nada de eso, mi señor. Es suficiente con lo que poseo.
-¿Deberé adivinar qué es lo que no posees?... o quién no eres….- los ojos del semidiós escrutaron a
la humilde joven. Deseas ser una druidesa, ¿no es así?
Había dado en el clavo.
-Yo soy una pastora- contestó vacilante.
-No tienes que decirlo en voz alta, sólo deséalo en tu corazón.
Luego de pronunciar esas palabras, Puck se esfumó.
Contra su voluntad, la joven irlandesa deseó haber sido elegida como druida, cosa que ya no podía
ocurrir, debido a su edad; sin embargo, al otro día, cuando un grupo de niños fue a nadar a un lago
cercano, ella cayó al suelo atacada por fuertes convulsiones, y fue asistida por el druida jefe del
lugar, un médico. Entre estertores, ella murmuró el nombre de uno de los niños, y el druida
mandó a otros por el chico. Lo encontraron flotando boca abajo en un arroyo. Era un niño
pequeño que se rezagó del grupo y saltó mal ese río; se lo llevaron al druida, azulado y helado. No
pudo hacer nada, pero la chica despertó, lo vio, puso su boca sobre los morados labios mortecinos
y con su aliento le devolvió la vida.

-¡Milagro!- exclamó Nalet.


-Ya no interrumpan más- pidió Ada, muy enojada.
Le arruinaron un álgido momento en su historia. Los demás la miramos expectantes y ella
continuó.

14
-Para resumir el cuento, la joven adquirió fama de médico y fue entrenada por los druidas,
llegando a escalar en su Orden y volviéndose muy respetada en el pueblo, pero nunca abandonó la
granja y el rebaño de sus padres, y cumplía ambas funciones con alegría. Hasta que el rey supo de
su don y la mandó a llamar, puesto que su hija adorada estaba muy enferma y ningún druida había
sabido curarla.
-Te daré oro si la salvas- le ofreció.
Ella miró la faz pálida de la joven; supo que pertenecía al otro mundo y que pronto partiría.
Denegó.
-Te daré el rango de druida jefe.
-Eso sólo puede darlo la asamblea de druidas, por votación.
-Serás mi consejera. Mejor aún, ¡serás mi hija! Le darás tu mano a mi primogénito y serás la reina
cuando yo muera.
La joven se sintió perdida; por muy tentadora que fuera la oferta, ningún don podría traer de
vuelta a la chica, pero comprendió que el rey no le permitiría salir de ahí así como así.
-Así se hará- contestó.
Era la víspera de Bealtaine, años más tarde, y esa noche ella fue por el Puck.
-Esto no puedo dártelo- le dijo -la princesa ya no pertenece a éste mundo, sin embargo…
-¡Dilo!, haré lo que sea.
-¿Lo que sea?
-Sí- contestó, no tenía opción.
-Toma esta rama, ve con el rey y prepara los frutos macerados en agua caliente, la princesa debe
beberlo esta misma noche y las dos siguientes.
-Gracias- ella se marchó.
‘No me lo agradezcas’, dijo cuando ella ya no podía oírlo.
-El rey estaba feliz por la mejoría de su hija- narró Ada -con gran beneplácito, casó a su heredero
en una fastuosa ceremonia justo en la fiesta de Samhain. Los novios se retiraron a sus aposentos y
jamás una reina fue tan amada por su consorte. Al otro día, el futuro rey besó la frente de su
amada, encontrándola demasiado fría. En el linde entre la vida y la muerte, ella le pidió
explicaciones a Puck, quien acudió a buscarla.
-El precio debía ser pagado- replicó, llevándola al reino de los dioses.
-¿Y?- preguntó Oli, tras una larga pausa.
Me miró y supo por mi súbita tristeza que el cuento había acabado.
-No hay final feliz- le expliqué, con tristeza.
-Al contrario, Dru- aclaró Ada, terminando su narración con una nostálgica entonación en su voz.

Si bien el funeral fue muy triste y el rey se sintió culpable, los druidas analizaron los restos
de aquel extraño fruto rojo, cuyas hojas eran dentadas y de un intenso verde lustroso. Lo buscaron
en el corazón de los bosques sagrados sin hallarlo, hasta que en el siguiente Bealtaine, una pareja
de jóvenes enamorados la encontró sobre su cabeza, mientras retozaban, y la llevó ante el rey. El
muérdago sólo florece al final del invierno, cerca de Bealtaine. Lo llamaron ‘Drualus’, por el
nombre de la joven, Drua. Desde entonces, el Drualus es la planta sagrada de los Druidas.

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