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UNA VIDA ORDINARIA

JOSE LUIS HUERTA

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1. LAS PANTORRILLAS DE MAMÁ

H abía habido un tiempo en que el tiempo s ólo se insinuaba.


Metido de soslayo en la mansedumbre de ese tiempo, solía d e-
cir: «Mamá, tengo hambre», y mamá le daba leche y pan. Por
aquellos días el universo finalizaba en las casas contiguas y él
iba de un lado a otro, como burlando itinerarios, como exornan-
do la vida con lisuras. Y andando de acá para allá se metía d e-
bajo de la cama, su escondite privado, refugio de e se pedazo de
oscuridad que la noche olvidaba al huir del día. Cuántas cosas
hallaba metido allí donde los adultos no cabrían por más que
forcejearan: monedas de baja denominación, portillos ilusorios
en los empalmes difusos de claros y oscuros, detritus vellosos y
livianos que habían escapado a la escoba, colores atenuados y
juguetes escondidos, como él, a la sombra de otros muebles.
Plácido boca abajo, se refrescaba la mejilla contra el piso, m i-
rando a mamá en el trajín, de pies a cabeza a lo lejos; mas al
acercarse quedaba reducida a puras pantorrillas con zapatos.
Pasado un rato lo llamaba: «Noelito, ¿dónde estás?», y él calla-
ba jugando al ausente. De improviso ella alzaba la falda del
sobrecama: «¡Te encontré!», prorrumpía festiva. Entonces él oía
una silenciosa carcajada que ya formaba parte de sus recuerdos.

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2. UN SEÑOR CON UNA OCUPACIÓN
DISTINTA

—¡Y a llegó el verano! —dijo Malena, la niña rayana en


adolescente a quien lo ligaba un afecto indefinible por el que
siempre quería estar a su lado.
Cautivo en el embeleso de Malena, Noel asintió sin hablar,
sin mover siquiera la cabeza. No era necesario, pues encaram a-
do sobre el sillón junto a la ventana, treta que le permitía emp a-
rejar su estatura con la de ella y contemplar junto a ella la llu-
via que agrisaba la distancia, vio venir al señor verano con
sombrero, impermeable y botas de hule, imponiendo su figura
solitaria. Antes de llegar a la bocacalle cruzó hacia la acera de
este lado. Noel supuso que pasaría frente a su casa; se lamentó
al verlo dar vuelta en la esquina.
Él sabía de qué se trataba el oficio de velador pero no el de
verano. Éste debía de ser más interesante pues el que acababa
de pasar iba sonriente. Cuando fuera grande y tuviera que trab a-
jar, pensó, no sería velador porque le atemo rizaba la oscuridad;
sería verano y caminaría solitario y feliz bajo la lluvia , sin que
su madre lo obligara a entrar en casa. Malena , ya adulta pero
con el mismo encanto de niña, lo divisaría a dos cuadras y ex-
clamaría: «¡Ya llegó el verano!».

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3. TERRITORIO DE JUEGO

C esa la lluvia y sale a jugar carritos alrededor de una concav i-


dad de tierra en la banqueta, que él transforma en un inmenso
lago donde se ahogarían los viajeros si por un percance cayeran
sus vehículos al agua. Meses atrás, obreros de la compañía de
luz y fuerza cavaron un hoyo, profundo como tres veces su est a-
tura de niño, con el propósito de sembrar un poste. Era el lugar
equivocado. Previo regaño del ingeniero en jefe tuvieron que
rellenarlo sin inquietarles transferir a la municip alidad, en un
futuro incierto, la conclusión del trabajo correctivo. A la espera
de que una capa de cemento empareje la banqueta, las personas
mayores lo usan como contenedor de basura menuda en tanto
que los niños dan pábulo a sus fantasías.
Potentes vehículos de tracción manual con escapes de repeti-
ción labial recorren la carretera de circunvalación. El ventarrón
que horas antes acompañó al aguacero derribó un árbol que
obstaculiza el tránsito. Un chofer liliputiense, morador del libro
rojo que por las noches le lee su madre, detiene su coche de
plástico y desciende a despejar el camino. A media faena, un
descomedido automovilista machaca las llantas traseras en un
bache, propinándole a Noel nueva salpicada antes de que se
reponga del sobresalto provocado por el primer baño de agua
lodosa al paso de las llantas delanteras. La madre, pendiente
desde el interior de la casa que al niño no se le ocurra irse a
otro lado, sale agredida en carne propia a tirotear imprecaci o-
nes. Por lo demás, la velocidad del autom óvil impide percutir-
las en los oídos del destinatario.
—Vamos a cambiarte esa ropa, Noelito.
—Sí, mamá.
Antes de que su madre cierre la puerta, voltea a ver el lago
en el cuenco de la acera. El chofer se afana todavía en despejar
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la carretera del árbol que la obstruye. Continuará otro rato en
esa labor. Entretanto, él lo olvidará jugando adentro otros jue-
gos.

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4. ALBORADA AL ANOCHECER

Al despertar de la siesta quedó turbado. El crepúsculo de la


mañana y el de la tarde lo sorprendieron fundidos en su débil
luminosidad. ¿Amanecía al anochecer o anochecía al amanecer?
En la palestra del silencio el futuro combat ía con un pasado
reacio a inmolarse. Bajó de la cama. Supo que andaba descalzo
al sentir el frío del piso. No bien escuch ó rumores en la calle,
los crepúsculos se apartaron bruscamente, como sorprendidos
en un acto inconfesable. La tarde exangüe señoreó por un m o-
mento sólo para ceder el paso a la oscuridad.
Papá en el negocio, el abuelo de viaje. ¿Y mamá? Todo en su
sitio excepto mamá. Hasta entonces había supuesto que al abrir
los ojos después de la siesta, el lugar de mamá estaba dentro de
la casa y presta a atenderlo. Terrible desengaño: no encontró a
mamá por ningún lado. Mientras ella volvía, tuvo que soportar
en soledad las primeras lengüetadas de la noche en la cara.

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5. EL PATIO INDESCIFRABLE

E l patio de su casa, compartido con otras casas, era tan pro-


fundo que por unos metros no desembocaba en la calle post e-
rior. Noel podía asegurarlo porque alguna vez incursionó con
otros niños hasta sus confines. Alguien dijo : «Vamos a ver qué
hay más allá», y la curiosidad los encausó por una vereda re n-
dida a escasa distancia al herbazal. Haciendo camino llegaron a
la alambrada de púas que impedía el paso a la propied ad trase-
ra, donde una pareja de ancianos daba maíz a las aves del gall i-
nero, y por la puerta de la cocina, alineada con el acceso pri n-
cipal, se veían personas, automóviles y perros pasar de un lado
a otro.
Por aquellos años la urbanización en Tapachula, débilmente
sobrepuesta al entorno rural, había formado en la periferia
grandes manzanas con edificaciones sedientas de orilla de calle
y enormes baldíos interiores. Además del extenso patio ganado
a la broza, había otro mucho más amplio donde la naturaleza
imponía su pequeña libertad. Era un ecosistema de fauna m e-
nor: ardillas, topos, culebras, iguanas, tlacuaches... Al morir, la
materia descompuesta nutría árboles frondosos cuyas hojas y
suculentas frutas maduraban, caían y continuaban su recorrido
por la cadena trófica. Ocasionalmente los animales traspasaban
el límite de su hábitat, a riesgo de caer abatidos por la pedrada
certera de un chamaco o el artero escopetazo de un adulto.
Ese otro patio, donde la lluvia continuaba, copiándose a sí
misma al hacer pasar las gotas de las hojas altas a las bajas, en
una sucesión que retrasaba su caída cuando afuera había abo-
nanzado, abrigaba fantasmas acechadores, sombras emancipadas
de los objetos que las habían proyectado y ecos que se desga s-
taban rebotando dentro de la caja de espeso follaje sin encontrar
salida. Además, la cohabitación de alimañas con entes sobren a-
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turales provocaba la transmigración de unos a otros, por eso
algunas noches se vio cercano a la frontera con el patio desp e-
jado un par de ojos chispeantes: una comadreja, se decía. Pero
en la imaginación de los niños se trataba de un fantasma zo o-
morfo y ninguna aclaración les hacía cambiar de idea. El pánico
iba más allá de que los pollitos acabaran en el estómago del
predador; ellos mismos podían acabar dentro de ese estómago
transformados en el amasijo de cuerpo y alma con que aquellos
seres se alimentaban. Y ya fueran espectros encarnados en ani-
males y seres humanos, o seres humanos y animales comprimi-
dos en espíritus malignos, se presumía que dormitaban a lo
largo del día y recobraban ímpetus al iniciarse la opacidad pre-
liminar de la noche. Se les presentía ingrávidos, maquinando
desde su ubicuidad contra la gente.
Un convenio tácito protegía a los niños de apariciones horr i-
pilantes: entraban a la minúscula selva de vez en vez, a la luz
del día. Por su parte, los espíritus salían a espantar cuando los
niños se habían ido a dormir. Esporádicamente era inevitable su
intromisión en los sueños, esa tierra de nadie en la que todo era
posible, y no quedaba más que entablar el combate sorteado en
la vigilia. Pero por adversa que fuera la lucha , siempre se dis-
ponía de estratagemas salvadoras , ya despertando, ya escapando
a otro sueño.
Un día la familia se mudó a un barrio lejano. Al rayar el alba
estaban desarmados los muebles y listas las cajas y los atadijos,
y no bien el Sol se deslizó por el cielo sin el escollo de las
montañas orientales, un camión cargó con el menaje. Estupefac-
tos, suspendidos en la niebla matinal tejida entre los árboles,
los últimos fantasmas aún despiertos vieron a Noel marcharse:
no sólo se iba el niño, al mismo tiempo ellos volvían a la nada.

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6. LOS JINETILLOS

D e incógnito, bajo la máscara de Llanero Solitario, Noel viaja


a la casa de al lado en busca del niño Benjamín, su vecinito.
¡Cataplán, cataplán!, resuena el galope del brioso corcel de palo
de escoba, fúlgido como la plata y devorador de trayectos a la
velocidad del pensamiento. «¡Jayo, Sílver!».
—Doña Chole, ¿está Benjamín?
—Pasa, Noelito. Benja anda por el corral.
Al grito de ¡arre! el intrépido jinete «fuetea» al equino con
una agujeta de zapato y el animal se encabrita, relincha y reco-
rre en un santiamén los incontables kilómetros que separan la
sala del corral.
—Huele mi descubrimiento —dice Noel sin desmontar.
—¿Qué es? —pregunta Benjamín.
En respuesta le arrima el índice a la nariz.
—¿De dónde lo sacaste?
—De aquí. —Se frota el ano bajo el calzón.
Benjamín lo imita. Asombrado, ratifica la similitud del olor.
—Vamos a decírselo a Polo —propone a tiempo que monta
su propio caballo de palo de escoba.
Más tarde, media docena de jinetillos cabalga por el oeste de
la cuadra; con una mano sujetan las riendas de sus caballos, el
dedo índice de la otra lo llevan pegado a la nariz; de rato en
rato lo recargan de olor.

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7. UN SUEÑO DEL ABUELO

El abuelo estuvo inquieto a lo largo del día. Carraspeaba y


ponía su bastón ya en un lado, ya en otro. Lo mismo iba que
venía; deseaba estar allí pero le incomodaba no estar aquí. El
mundo siendo tan ancho le había quedado estrecho.
Desde que despertó, muy temprano, salió a caminar. Volvió
cuando el Sol había recorrido un cuarto de jornada, se acercó a
su hija, carraspeando; pero su hija, apurada en el quehacer, no
le hizo caso. En el desayuno apenas probó el chocolate. Des-
pués volvió a salir. Retornó a eso de las tres. Ya se había serv i-
do la comida; fue el último en sentarse a la mesa. Allí carraspeó
de nuevo y nadie pensó que era un comportamiento para llamar
la atención queriendo simular que los otros prestaban una ate n-
ción no solicitada. Prescindió de la sobremesa y se puso a dor-
mitar en su mecedora, balanceándola para desanimar a las m o-
lestas moscas. El Sol estaba por ocultarse dejando tras de sí un
formidable incendio de nubes cuando Noel pasó a su lado.
—Hijo, ven —solicitó.
—¿Qué necesita, abuelo?
—Nada. Sólo quiero contarte un sueño que tuve anoche.
—¿Y qué soñó?
El abuelo alzó la vista y suspiró, como para mejor traer a la
memoria un recuerdo lejano; se afiló con los dedos las puntas
del bigote blanco, se aclaró la voz y dijo:
—Soñé una vivencia de cuando era niño, como de tu edad.
Caminaba con mi padre por el campo. Aquello estaba reverde-
cido por las lluvias; las parvadas iban y venían ruidosamente.
Llegamos a una casa a orilla del ca mino; afuera había una mesa
con bancas. Él me dijo: «Siéntate aquí, vamos a comer», y se
metió a la casa a saludar a los patrones .
En ese punto el abuelo calló. Al percatarse Noel que para
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pausa el silencio se prolongaba demasiado, dijo:
—¿Y después, qué pasó?
—¿Nada. Ahí se acabó el sueño. —Y retornó a su silencio.
Noel se alejó preguntándose por qué le intranquilizaban al
abuelo sueños tan simples.

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8. EL ABUELO FUERA DEL ATAÚD

U n día murió el abuelo, ya estaba muy viejo y tenía que morir-


se un día. De todos modos los hijos y los nietos se acongojaron
y lloraron. No habría en lo venidero abuelo de pasos lerdos y
voz cascada. Noel, de quien se decía era su vivo retrato, no vio
cuando lo metieron en el vistoso féretro y en el velorio dudaba
de que estuviera ahí dentro, porque a sim ple vista el ataúd pare-
cía menos largo de lo alto que era el abuelo. Por más que se
paraba de puntitas para ver a través de la rendija de la tapa,
nada veía. Pronto descubrió lo maravilloso que resultaba rec u-
brirse las uñas con la cera que escurría de los cirios chisporro-
teantes y relegó al difunto. En esa distracción se ocupaba cuan-
do el abuelo alzó la tapa y se levantó desperezándose. Lo r e-
animó el aroma del café. A pesar de lo torpe a esa edad , bajó sin
estropear el arreglo funerario. Pobre abuelo, podía pasarse la
jornada en ayunas; pero no resistía sorber una enorme taza de
café caliente antes de irse a dormir, así fuera sin pan. De esa
manera lo acostumbraba desde muy joven y en sus años seniles
no lo harían cambiar. Como era de esperarse, ese anochece r
nadie le puso la taza humeante en la mesa del comedor; tuvo
que ir a la cocina a servírsela él mismo.
Aunque se esforzaba por parecer alegre, se le veía triste,
como recién venido de esos viajes a lugares de nombres pint o-
rescos que al pronunciarlos se en volvían en un radiante amane-
cer: La Concordia, La Libertad, Las Margaritas, La Trinitaria ,
Motozintla…; viajes tan dilatados que daba la impresión de
andar tanteando no retornar, visitas a parientes y amigos para él
entrañables pero para Noel desconocidos. Se le veía como
cuando suspiraba en el crepúsculo de la tarde al recordar novias
antiguas en esas tierras lejanas. Sorbió pausado, como de co s-
tumbre. No es que le quemara el café caliente; podía tragarlo
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hirviendo, sin chistar, pero decía que sorbiéndolo sabía mejor y
además se refrescaba sudando. Apuró el último trago mientras
veía atento a la gente silenciosa, pero sobre todo a Noel que le
devolvía la mirada sin dejar de revestirse de cera las uñas.
—¿Qué haces? —interrumpió su madre.
—Estoy viendo al abuelo.
—Está bien, pero no te embadurnes de cera las manos.
—Sí, mamá.
El abuelo esperó a que su hija se fuera y se acercó a Noel.
—¿A quién están velando?
—A ti.
—¿A mí?
—Sí, a ti.
—¡Caray! Entonces será mejor que regrese al cajón. Los
muertos tienen que estar en su lugar para no incomodar a los
vivos.
Qué bien se las ingenió para no desequilibrar el catafalco al
volver al ataúd. Estuvo mejor así, no le fueran a reclamar que
ya difunto anduviera haciendo de las suyas.
—Adiós, hijo —se despidió antes de bajar la tapa.
—Adiós, abuelo.
—Prométeme que me visitarás en el panteón.
—Te lo prometo.
Esa fue la última charla con el abuelo. Después , acompañan-
do a sus padres, lo visitó varias veces; pero allá no salía de la
tumba, ni siquiera se le oía hablar debajo de su lápida.

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9. EL SOL TRABADO ENTRE LAS RAMAS

A l salir a la calle, Noel se percató de que el día, aunque deb i-


litado, se prolongaba más de la cuenta. A esa hora debería ser
de noche; pero el Sol, anémico de luz, se hallaba trabado entre
las ramas de una ceiba. Los niños le ayudaban a desprenderse
arrojando piedras y palos contra su trampa arbórea ; los adultos
se congregaban expectantes. De inmediato Noel empezó a con-
tribuir con su cuota de objetos arrojadizos encontrados a la
mano. Por fin el Sol, pu ra cabeza, cayó pesadamente. ¡Sock!, se
oyó al contacto con el suelo. «¡Hummmjjjh!», exhaló un queji-
do. Los niños, jubilosos, intentaron atraparlo; pero él, con una
hora de retraso y a pesar del aturdimiento causado por el golpe,
no estaba para entretenerse. Rodó presuroso y, ganándoles fá-
cilmente la carrera, dobló en la esquina rumbo al Poniente.
Cuando los niños alcanzaron el punto en que lo habían perdido
de vista, él se hundía bostezando en su mullido colchón de h o-
rizonte.

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10. UN ENEMIGO SINGULAR

A media tarde se escucharon de nuevo los trinos. Desde la


mañana los pájaros habían callado por el exceso de calor. Ahora
el Sol declinaba; una nube lo ocultó y un vientecillo comedido
se puso a recorrer la calle. La gente se asomó a través de pue r-
tas y ventanas. Los desinhibidos sacaron sillas y mecedoras a
las banquetas y se sentaron a la vista de los transeúntes. La
comunidad se sobreponía a la canícula. «Buenas tardes», salu-
daban los que pasaban; «Buenas tardes», contestaban los empe-
ñados en atrapar sin moverse las escasas hebras de frescura.
Ya animado el barrio, un batallón de soldaditos de plomo
desfiló calle abajo: quepis negro, mochila y cartuchera gris,
casaca roja, pantalones azules y una banda púrpura en diagonal
sobre el pecho. Se apostaron en la esquina con sus fusiles apu n-
tando hacia acá. Los niños, que ya deliberaban sobre el juego a
jugar, quedaron intrigados.
—¡Vamos a ver de qué se trata! —propuso Rolando.
—¡Vamos! —contestaron los otros.
Un comandante altivo les informó con voz gr ave: «En este
retén no se permite el paso a los niños. Al que desobedezca se
le ensartará la bayoneta en la panza ».
—¡Qué injustos! —dijo Armando.
—¡Declarémosles la guerra! —dijo Toño.
—¡Órale! —asintieron los demás por unanimidad.
Los niños regresaron a armarse.
«¡Declaramos la guerra en contra de...!».
Caminaron sigilosos junto a las paredes y atacaron por sor-
presa. En la refriega Noel fue herido y el grupo libertario se
replegó para curarlo tendido en el suelo.
—¿Qué sucede? —¿preguntó doña Lupe.
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—¿¡Hirieron a su hijo! —contestaron los niños a coro.
—Mira nada más, qué sucia traes la ropa.
La madre, insensible, desatendió a los espasmos y la sangre
que manaba a borbotones.
—¡Hay que operarlo. Está a punto de morir! —apresuró Pa-
co.
En diez minutos fue operado con sobadas de pecho y pique-
tes de barriga que provocaban risas, convaleció y quedó resta-
blecido. Listo para continuar en campaña, dictaminaron los
médicos.
Los combates se prolongaron hasta el anochecer. Heridos,
muertos y resucitados en uno y otro bando. Al extinguirse la luz
del día los ejércitos convinieron una tregua hasta la tarde si-
guiente, cuando los niños volvieran de la escuela , hubieran
comido y el calor se hubiera atenuado. Pero la tarde siguiente
no aparecieron los soldaditos. Al tercer dí a Polo vino con la
noticia: había descubierto su cuartel secreto. Allá van los exp e-
dicionarios al país de la vuelta de la esquina. En efecto, allí
estaba el cuartel secreto, en una barda recién levantada y toda-
vía sin revocar. Visto de frente no se disting uía; pero si se mi-
raba sesgado, inmediatamente se apreciaban las murallas alme-
nadas, las troneras y los contrafuertes. A lo mejor si picaban
con una varilla, hallada justo ahí mismo, los forzarían a presen-
tar combate. Pero no bien pusieron manos a la obra, salió el
dueño de la casa, más belicoso que todos los soldaditos juntos:
—¡Chamacos canijos, están destruyendo mi barda!
La guerra estaba perdida. Los niños corrieron en desbandada.
¡Quién iba a imaginar que un gigante protegía a los soldaditos !

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11. INTRUSO EN LOS SUEÑOS DE
MAGNOLIA

D on Pancho y doña Concha tenían en casa un florido jardín:


Margarita, Azucena y Violeta eran sus hijas. Esperando que en
una de tantas paridades viniera al mundo un varón, al que le
tenían reservado el nombre de Narciso, continuaron cultivando
su jardín con Rosa, Orquídea, Hortensia, Jacaranda y Magnolia.
Hasta ahí llegó la descendencia, no porque renunciaran a Narc i-
so sino porque a doña Concha la sorprendió la menopausia.
Don Pancho, sabedor de la variedad de tentaciones a su cui-
dado, parecía un guardia siempre alerta. Ningún muchacho que
no estuviera dispuesto a padecer su ira osaba cortejarlas en la
calle. Para los greñudos y sin oficio y para los frecuentadores
de billares y cantinas, no había esperanza. Pelo corto, a liñados
y sin vicios aparentes, uno a uno los novios pasaban por la sala
de la casa absteniéndose de besos y arrumacos y charlando con
la pretendida a tempranas horas de la noche y en presencia de
los padres. Después de uno o dos años de implacable prueba, y
previo paso por el registro civil y el altar, se ganaban el der e-
cho a deshojar su flor.
Magnolia, la menor y última soltera, no era la más boni ta pe-
ro sí la de más agradable porte. Al sonreír, dos minúsculos ho-
yuelos resaltaban su encanto. Ella pasaba de los veinte años y
Noel andaba por los diez. Calle de por medio, sus casas se ubi-
caban de frente, proximidad que propició por un tiempo visitas
constantes de la joven a la madre del niño. Cuando ella desoc u-
paba el vaso de agua o la taza de café que la anf itriona le invi-
taba y él debía llevarlos al fregadero, no perdía la ocasión para
degustar los sobrantes en secreta pleitesía.
En su enamoramiento le dio por salir a medianoche en busca
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de Magnolia, propósito por el que volaba en la semioscuridad
medio metro sobre el suelo a la casa de enfrente, donde la re ja y
las paredes se interponían, hasta que en cierta ocasión logró
traspasarlas, entró al cuarto de Magnolia y la besó en una comi-
sura de los labios. Al despertar, ella le sonrió y con la sonrisa
aparecieron los hoyuelos. La alegría del intruso alcanzó tal
intensidad que olvidó sostenerse en el aire y cayó. Al oír el
golpe sus padres acudieron a auxiliarlo. Afortunadamente no
pasó de un chichón apenas visible en la frente.
Esa mañana, mientras él desatendía a las explicaciones de la
maestra y repasaba una y otra vez el grato sueño y su infausto
desenlace, Magnolia visitó a doña Lupe. En una digresi ón, la
madre, ignorante del sueño que su hijo se cuidara de revelar,
contó la anécdota de medianoche. Minutos después se despidie-
ron. Al regreso de la escuela Noel se cruzó en la calle con Ma g-
nolia. Ella, recordando el suceso recién referido y aparentando
hacerse copartícipe retrospectiva de la aflicción de doña Lupe,
lo amonestó con falso tono de seriedad:
—¡Ajá! Conque despertándonos a medianoche.
Noel palideció. De algún modo, tal vez sonámbulo, había e n-
trado en casa de Magnolia y la había besado. Se alejó tan rápido
como la pesada mochila se lo permit ía. No fuera a salir don
Pancho a descargarle toda su ira por a ndar merodeando en los
sueños de su hija.

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12. EL FORASTERO

H acia las dos de la tarde, hora de charcos vaporosos entre el


barro hundido y las piedras saltonas, el tren anunció con pitidos
reincidentes su arribo a Tapachula. Rodó todavía un trecho lar-
go, oculto por la arboleda del rancho de Marcial Aceves , antes
de curvear y hacerse visible a empleados de la empresa ferr o-
viaria y concurrencia atenta al arribo de familiares y amigos;
aminoró la velocidad y se detuvo frente al edificio de la est a-
ción, alguna vez de color amarillo, ahora pardo y agobiado por
una profusión de manchas de humedad. Los pasajeros descen-
dieron entumecidos; con o sin bienvenida abandonaron la est a-
ción llevándose la barahúnda.
Cuando todo volvió a la quietud se advirtió la figura del ex-
traño al fondo del andén. Nadie lo vio apearse del ferrocarril,
nadie lo vio apersonarse desde otra ubicación, como si de r e-
pente se hubiera materializado. Aparición o no, ya se aproxim a-
ba a la sala de espera. Firmes las zancadas, parecía retras arlas
con la cara lúgubre.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor? —preguntó un vigilante
receloso.
El extraño negó con ligero ademán. Al salir se detuvo en m i-
tad de la plazuela. Giró lentamente sobre sí, a semejanza de
alguien que precisa referencias de un camin o conocido pero
modificado en su larga ausencia. Fijó dirección a sus pasos e
ignoró al taxista que le ofrecía sus servicios con un arcaísmo:
«Coche de alquiler». Se dirigió al centro de la ciudad, desértica
en el intervalo de la siesta sudorosa. Pocos l o vieron pasar e
imponerse a la reverberación que por momentos parecía desv a-
necerlo.
El forastero comió en el hotel Colomba. Masticando maqu i-
nalmente, como desprovisto del sentido del gusto, vio llover a
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través de la vidriera de piso a techo que daba a la ca lle. Al es-
campar pagó la cuenta y salió maleta en mano. ¿Un viajero
proveniente de tierras ignotas?, ¿un agente policial en busca de
un fugitivo?, ¿un sicario en pos de su víctima?, ¿un misionero
de iglesia protestante desconocida ?, se interrogaban los lugare-
ños mirándolo con disimulo en esas ropas atemporales.
El fuereño cruzó la plaza de armas, observó unos segundos la
estatua del cura Miguel Hidalgo y continuó por la Tercera Po-
niente. Pasó junto al sitio de coches de alquiler, frente a la p a-
ragüería, la quincallería, la botica, el salón de belleza, la tienda
de ultramarinos y el estanquillo. A las puertas de La California
se detuvo; allí preguntó por aquél que se marchó sin decir a
dónde. Nadie supo orientarlo. A punto de retirarse, alguien, a
sugerencia de otro alguien, aislado por una mampara y a quien
se dirigían con el sobrenombre de Cuachín, le aconsejó ir con
Armandito, el dueño de la peluquería Regis, dado a la abomin a-
ble aunque a veces útil manía de enterarse de todo y aun de
aumentarle a la verdad. Tampoco Armandito supo responderle.
Después indagó por aquí y por allá. El vaivén lo condujo a la
joyería de Felipe Gómez, donde repitió la misma pregunta a la
que sucedió la misma respuesta.
—Dígame —dijo Felipe Gómez, contrarrestando el calor a
sorbos de café caliente—: ¿Por qué motivos el individuo que
usted busca debería estar en esta ciudad?
El hombre miró a ninguna parte; resignado, habló quedo pero
audible:
—No lo sé de cierto, señor. Siempre me he conocido mal a
mí mismo.
Sin decir más abandonó el establecimiento. El alumbrado
público se había encendido. Caminó lento pero sin titubeos. Ya
no indagó, ya no se detuvo en otra parte. Quienes al último lo
vieron, aseguraban que se fue difuminando con las primeras
sombras de la noche por las callecitas retorcidas próximas al
río. A esa hora, en el corte de caja del restaurante donde había
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comido, los empleados hallaron un extraño billete fechado cua-
renta y cinco años en el futuro, y en consecuencia lo desecharon
por falso.

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13. BLANCANIEVES SIN LOS SIETE
ENANOS

H abían reído con la gracia de los enanitos, habían padecido


con el envenenamiento de la joven de mejillas tan rojas como la
sangre y de pelo tan negro como el ébano, habían aplaudido la
persecución de la bruja malvada y se habían alegrado cuando
cayó al precipicio. Los niños no dejaban de emocionarse frente
a la pantalla, como si desconocieran la secuencia de la historia,
pues ya todos sabían que: «Había una vez, hace mucho tiempo,
allá en el norte, a la mitad del invierno, cuando los copos de
nieve caen como plumas desde el cielo…». Y sabían que, me-
diando tantas desventuras, a ese inicio feliz correspondía un
desenlace igualmente feliz.
Ahora miran consternados la escena del cuerpo incorruptible
en el ataúd de cristal. Los enanitos llorando, los animales ll o-
rando, el desconsuelo absoluto. Y he aquí que inesperadamente
llega el Príncipe y deposita en los labios de Blanca Nieves el
primer beso de amor que rompe el hechizo. Pero en esa escena
que supone la más intensa felic idad de personajes y espectad o-
res, a Noel lo invade una vaga inquietud. En la pantalla, la p a-
reja se dirige al dorado palacio que, al término de un sinuoso
camino, resplandece en lo alto de la montaña, entre nubes, al
lugar en que, rezan las palabras finales: «Vivieron felices para
siempre jamás».
Concluye la matiné. Adelantándose a la oleada de niños,
Noel se apresura a ganar la salida. La vaga inquietud se le ha
convertido en ansiedad profunda que le oprime el pecho y lo
obliga a buscar espacio abierto. Aturdido por la zozobra y el
calor que se intensifica pasado meridiano, cruza presuroso la
plaza de armas, pasa junto a la estatua del cura Miguel Hidalgo,
22
continúa por la Tercera Poniente; pasa junto al sitio de coches
de alquiler, frente a la paragüería, la quincallería, la botica, el
salón de belleza, la tienda de ultramarinos y el estanquillo. Se
guarece del sol bajo la marquesina de La California; ahí la an-
siedad profunda se condensa en una pregunta contundente:
«¿Por qué Blanca Nieves y el Príncipe vivieron felices para
siempre jamás si el tiempo le impone un fin al a todo?».

23
14. LA HUIDA

A conteció años antes de aprender en vómito propio que la


ingesta abundante de pastel no es compatible con la de bebidas
alcohólicas, y años después de atreverse a recorrer solo otras
partes de la ciudad, en las que descubrió espléndidas estampas
vespertinas con arquitecturas distintas que enmarcaban los
mismos encantos de las muchachas. Ya se rascaba a hurtadillas
el pubis que se le ennegrecía de vellos. Y aún a esa edad sus
padres no lo consideraban lo suficientemente mayor como para
dejar de atosigarlo con los fastidiosos mandados.
Y cuando lo mandaban a comprar a la tienda de doña Rita ,
dejaba el viento atrás y no había palabra que lo alcanz ara de lo
raudo que iba. Al pasar frente a la casa de los almendros, la
niña pecosa que ya desarrollaba formas de adolescente salía a
verlo. Demasiado tarde, porque en el acto de asomarse , el rápi-
do Noel iba llegando a la esquina. Posteriormente, con el fi n de
intercambiar sonrisas, ella se petrificaba horas en el quicio de
su puerta, y si a él lo mandaban de nuevo a la tienda, se apar e-
cía en la esquina de doña Rita después de un largo rodeo de
manzana.
El amor era algo aún lejano a sus intereses y prefería ir a
comprar golosinas, operación ventajosa en razón de que doña
Rita, metida en la trastienda, no veía que por cincuenta cent a-
vos él se despachaba hasta dos pesos de chucherías escondidas
en los bolsillos antes de que ella saliera a cobrarle.
Un atardecer de calles desiertas recaló en la tienda con el fin
de acometer el acostumbrado intercambio desigual. Con una
mano empezó a desenroscar la tapa del frasco de los dulces,
mientras con la otra se disponía a tocar sobre el mostrador. Era
tan rápido que entre tocar y que doña Rita saliera ya tenía en su
poder caramelos que no inclu ía en la cuenta. Pero en esa oca-
24
sión los nudillos quedaron en vilo al oír que la dueña, sin deja r-
se ver, lo invitaba a pasar a la trastienda:
—Ven aquí.
—¿Para qué me quiere?
—Entra, no tengas miedo.
Y miedo sentía precisamente desde antes que le dijera que no
tuviera miedo.
—Mejor no —dijo—. Me recomendó mi mamá que no me
tardara.
De regreso registró bolsas de camisa y pantalón; no llevaba
caramelos ni moneda. Se detuvo, titubeó y retornó sobre sus
pasos. A la entrada de la tienda oyó la voz exultante de doña
Rita.
—¿Entonces sí vienes?
—¡Nooo! —Se echó a correr por el camino corto.
La niña pecosa lo vio venir y se dispuso a sonreírle. Dema-
siado tarde otra vez; el rápido Noel había dejado atrás los al-
mendros.

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15. LA PRIMA

N oel miraba a través de la ventana el paisaje a punto de lluvia


mientras sus padres dormían la siesta. Pronto se oyeron las
primeras gotas pesadas sobre los tejados ; los transeúntes corri e-
ron con el fin de llegar a sus destinos antes de que las nubes
fueran plenamente vencidas por la condensación. Pero Olivia ,
que venía retrasada, tuvo que detenerse junto a él, agitada y
abrazando sus libros. El esfuerzo había sido inútil para llegar
hasta su casa, aunque suficiente para refugiarse bajo la marqu e-
sina de la casa del primo. Suspiró sonriéndole; él le correspon-
dió con otra sonrisa y la invitó a pasar, pero ella prefirió qu e-
darse donde estaba. Al formarse la corriente junto a la guarni-
ción, dos casas calle arriba unos niños, protegidos con i m-
permeables, salieron a lapsos a poner en el agua barquitos de
papel que sorteaban frágilmente las diminutas olas encrespadas,
antes de naufragar frente a donde los adolescentes veían la llu-
via en silencio.
Como las gotas al caer le salpicaban las piernas, Olivia se
protegió acercándose más a la ventana y al primo que asomaba
la cabeza esperando el próximo barquito. En tal proximidad, le
atrajeron los rizos que ella acostumbraba desprender desde las
sienes y doblar hacia arriba en las mejillas, cuyo rubor aceleró
de inmediato los latidos de Noel. Al principio intentaron eva-
dirse: pero pronto el deseo arrolló al imperativo de la prohibi-
ción y en un intencionado error de cálculo sincronizaron la
mirada y se rindieron a la necesidad de un beso… Pero antes de
que los labios se unieran, Felipe Gómez, que había finalizado el
descanso, carraspeó:
—¡Mmmjjj!
—Buenas tardes, tío —saludó Olivia de inmediato.
—Buenas tardes, hija.
26
En las mejillas de los muchachos la palidez se entreveró con
el rubor. La lluvia había amainado y la prima aprovechó para
seguir su camino.
Felipe Gómez se acercó a la ventana y, pasando el brazo por
sobre los hombros de Noel, dijo:
—Qué bueno que refrescó.
—Sí, hacía mucho calor.
En la calle pasaban todavía los barquitos de papel corriente
abajo; con las minúsculas olas atenuadas y sin las gotas gruesas
y tupidas que los bombardearan, recorrían mayor distancia antes
de hundirse.

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16. EL VIAJE

E l tren anunció la partida con pitidos y estru endos de vapores.


El chacuaco arrojaba su densa columna de humo. Adiós decían
los que se iban, adiós decían los que se quedaban. Arriba y
abajo se agitaban manos y pañuelos. Un primer jalón de la lo-
comotora acendró los sentimientos de cuándo nos volveremos a
ver. Poco a poco fue quedando atrás la fachada amarilla de la
estación. La gente del andén se empequeñeció a la vista de los
viajeros hasta hacerse indistinguible, y el tren se empequeñeció
a la vista de los del andén hasta que desapareció al curvear en
la arboleda del rancho de Marcial Aceves .
De un radio portátil brotó la voz de Blanca Estela Moreno
con una canción de moda. Escuchándola, Noel se hundió en una
alucinación que se disipó al oír al compañero de asiento, un
muchacho de mayor edad con mechón blanco en el copete, que
le ofrecía un cigarro cajetilla en mano. Declinó la invitación,
todavía no fumaba, y tampoco ingería bebidas embriagantes; sin
embargo, aquella alucinación le había provocado resabios de
tabaco y alcohol.
—¿También vas a la Ciudad de México? —preguntó el fuma-
dor.
—Así es.
—¿Qué te lleva por allá?
—Voy a estudiar.
—La prepa, sin duda.
—Si, todavía la preparatoria.
—Mmm..., yo también voy a estudiar, pero la profesional.
¿Has notado que muchos de los que se van a estudiar a la Ciu-
dad de México no regresan a vivir a Tapachula?
—Yo sí pienso regresar.

28
—Está bien, pero no olvidemos que el destino sin ser externo
a nosotros está más allá de nuestras manos.
—No entiendo.
—Digamos que resulta de una negociación del yo con lo de-
más.
—Por lo visto vas a estudiar filosofía o algo así.
—Letras, quiero ser escritor. —Lanzó una fumarada.
—¿Para qué? Dicen que los escritores se mueren de hambre.
—Peor sería dedicarme a lo que no me gusta. Además ya a n-
do en mis pininos y no creo sobrestimarme si afirmo tener ma-
dera: relatos breves, un intento de novela. Ya sabes, por ahí se
empieza.
—¿Y de dónde sacas tus historias?
—De vivencias, de retazos de sueños, de alucinaciones pr o-
pias y ajenas, de todas partes donde surja una frase que suene
agradable o una acción que parezca interesante. Quien escribe
es un expoliador de su vida y de las vidas de los demás.
—Para mí un escritor es como un niño cuando construye un i-
versos paralelos con sus juegos.
—Me gusta el símil, pero con una precisión : El niño impone
la fantasía a la realidad; al adulto la fantasía se la impone la
realidad.
—Magnífica observación.
—A propósito, ¿quién podría afirmar que esta charla fortuita
no dará pie a una historia contigo como protagonista?
—Pero si nada sabes de mí, excepto que voy a e studiar a
México.
—Basta la punta de la madeja para desenmarañar una vida
mediante el recurso de embrollar una ficción. Si algunas veces
lo inverosímil se entremete en tu vida, piensa en la posibilidad
de que formas parte de mis fabulaciones. —Esbozó una sonrisa
y luego la convirtió en carcajada. En su regocijo sacó de alguna
parte una pequeña botella de licor.

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—¡Salud! —Bebió un largo y deleitoso trago.
Una serie de pitidos interrumpió la conversación. Oscurecía.
Afuera las sombras de los postes del telégr afo pasaban raudas
sobre la lentitud de las colinas distantes, y él todavía con los
resabios de un tabaco no fumado y de un alcohol no ingeri do.

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17. ADOLESCENTES Y BORRACHITO

P atricia y Noel han pasado una tarde inefable en el parque


Juárez, transcribiendo el tacto amoroso en la piel del otro . En el
lago han visto a los cisnes modular con sus cuellos una suerte
de adagio en blanco y negro, y con sus pies han hecho crujir la
hojarasca sobre la rumorosa lejanía. Apenas han notado el albo-
roto de los pájaros que al filo del crepúsculo se acomodaban en
los árboles, y se han mantenido ajenos al anciano que los o b-
servaba desde una banca distante. Ahora cruzan la plazoleta de
Guardiola. Entre la tenue luz de los faroles se forman penum-
bras propicias para una última tanda de besos antes de la despe-
dida. Repentinamente un borrachito se presenta ridículo y br a-
vucón en mitad del foro, es decir, al centro de la plazoleta. No
requiere de coro, le basta con su propia voz. Trago a trago dejó
el equilibrio en la cantina, anda a la deriva. El allá lo empuja al
acá, el acá lo rebota al allá. Con dicción retorcida y ademanes
obscenos lanza improperios a la redonda: a la gente porque
pasa, al viento porque sopla y a su madre porque lo parió. Los
morbosos hacen de público y gozan a cauta distancia, porque el
borrachito provoca temor de cerca, risa de lejos. ¡Lástima!,
cuando el espectáculo llega a su apogeo también llega la pol i-
cía: un par de macanazos y se acabó su número.

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18. MANO AJENA EN EL FONDO DEL BOL-
SILLO

R osa era una buena alumna de bachillerato. No una brillante


alumna, simplemente una buena estudiante. Aprendía las le c-
ciones, presentaba las tareas y estudiaba con ahínco la víspera
de los exámenes, de modo que sus calificaciones alcan zaban
con frecuencia el máximo puntaje. Algunas materias, sin e m-
bargo, le eran detestables; las estudiaba nada más para aproba r-
las y ya acreditadas olvidaba lo aprendido. Anatomía era la de
mayor desagrado; odiaba aprender de memoria los nombres de
huesos, músculos y tantas otras cosas. «Medicina sería la última
carrera de mi elección», afirmaba.
Y fue a Noel a quien le tocó verificar en carne propia su
desconocimiento de la materia detestada. Cierta vez , con el
propósito de buscar un objeto, ella metió la mano derecha en el
bolsillo izquierdo del pantalón que él llevaba puesto. Al paso de
los años habría de olvidar cuál era la cosa buscada, y si la com-
pleja maniobra se justificaba por tener las manos realizando
otros menesteres o porque era parte de las int imidades que se
iban sumando en la relación amorosa. En el fondo del bolsillo
su mano palpó algo situado tras la tela, cuya forma no logró
asociar a nada conocido.
—¿Es tu hueso? —preguntó, frotándolo.
—Sí —contestó él. No iba a negarse al placer que le causaba
la equivocación.
Así, mientras ella curioseaba estrujando el falso hueso can-
dente, Noel confirmaba de camino al clímax lo mal que Rosa
había asimilado la materia de Anatomía.

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19. LIBIDO EN LA TARDE

U na ráfaga de viento levanta la cortina. A travé s de la ventana


los ojos de Noel se traban con los de Rosa. Interesado en la
imagen imprevista, él ayuda al viento a mantener inclinada la
tela sosteniendo una punta entre los dedos. Ella, sonrojada,
pretende anular a destiempo el instante convertido en mo mento,
el momento devenido eternidad, la eternidad condensada en un
instante, y desvía la mirada persuadiendo a nadie sobre el c a-
rácter incidental del hecho.
Rosa ya no es la flacucha melindrosa con quien intimó. N a-
ciente ama de casa, trajina en la azotea opuesta adaptándose a
su nuevo estado civil. Con apetitoso cuerpo de señora joven ,
descuelga ropa del tendedero urgida por la lluvia que se anuncia
con truenos y relámpagos. Lujurioso, envuelve con la mirada el
brasier; ella, vigilante, repudia el descaro ocular del fisgón; él,
ladino, se traslada a la pantaleta; ella, contrita, la sacude espa r-
ciendo por el piso las peticiones con revestimiento de timid ez
que aseguraban la aquiescencia: «¿Me dejas acariciarte ahí?».
«Bueno, pero nada más un ratito », sabedora de que un ratito
bastaba para ascender a los espasmos del éxtasis y que la reci-
procidad multiplicaba el placer.
Rosa desaparece escalera abajo y Noel cierra la ventana por-
que las gotas engordan, se tupen y, auxiliándose del viento,
buscan la profundidad del cuarto.

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20. HOMBRE EN MOVIMIENTO

N oel descorre la cortina gruesa dejando que la delgada le pe r-


mita ver hacia la calle sin ser visto desde ella. Un hombre que
pasa mira en derredor y se corrobora único en muchos metros a
la redonda. De súbito parece detenerse, parece recular. No se
detiene ni recula; es una ilusión óptica originada por la lentitud
próxima al reposo. A continuación refleja en la cara una mezcla
de malestar y alivio. Palmeándose la barriga sonríe como si
hubiera obtenido una pequeñ a victoria y recobra el ritmo de su
andar.

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21. COBARDÍA AL AMANECER

En un tramo de la vida en que todos los objetivos quedaron


truncos a pesar del tesón puesto en conseguirlos, Noel se atibo-
rró de pesimismo. En suelo que pisaba aparec ía la cáscara res-
baladiza; en superficie que miraba surgía el destello cegador; en
donde pegaba la oreja resonaba el ruido ensordecedor; el núm e-
ro al que apostaba salía premiado en el sorteo siguiente , en el
que no participaba por falta de recursos . Hasta la musa que una
noche llegó a su casa, desorientada y buscando a otro, lo aban-
donó por un incidente menor en el momento en que no había
escrito más que la mitad del poema. De nada valían la pruden-
cia ni los análisis exhaustivos previos a la toma de decisio nes,
pues echados a andar los planes, las pequeñas eventualidades se
acumulaban hasta malograr las metas.
Confinado en el extremo negativo del azar , un amanecer optó
por volarse la tapa de los sesos. Estaba decidido. Nada más una
cuestión le preocupaba: siendo él la encarnación de la advers i-
dad, siendo él mismo un maleficio, no fuera a desatinar el di s-
paro. ¡El colmo!, sólo faltaba que una contingencia frustrara el
afán de acabar con sus frustraciones. Pero ese desasosiego no
tenía por qué desanimar el únic o ánimo que le quedaba.
Después de extraerlo del cajón y de la funda, cargó de balas
el viejo revólver y lo empuñó apiadándose del que a continua-
ción dejaría de ser. Excedido en condolencias de sí mismo se
desvió de la intención original. «¿Para qué? —se dijo—, si es-
toy hundido en la vida hasta la náusea». Cambiando de idea;
pero con el prurito de la autodestrucción o el pudor de su c o-
bardía, intentó hacer ¡CRACH! No, mejor ¡CRACKSCH!, en
una brutal mordida al aire, para romperse los dientes contra los
dientes, para sangrarse las encías contra las encías. Al cabo de
dos o tres tarascadas cayó en la cuenta de que la fuerza de sus
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mandíbulas no igualaba la de su voluntad. Al buscar otro medio
para lesionarse, encontró el dedo índice de la mano derecha, el
mismo que no jaló del gatillo. «¿De qué me podrá servir? —se
preguntó—: de rasguñacara, de sacaojos, de picaculo... No, eso
sí que no. Mejor me voy a trabajar; se hace tarde y el día de
quincena los descuentos por inasistencia sí que son letales ».

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22. ATRAPADO EN EL ESPEJO

E s cierto, no quería venir a la fiesta y por ello inventó haber


contraído con antelación otro compromiso. Evitó dejarse con-
mover por el sentimiento de desaire con que Meléndez acogía
las negativas a sus invitacion es. De cualquier modo acabó por
asistir, tal vez porque su amigo perseverara o porque le dijera
con un guiño malicioso: «Celia desea saludarte», o porque sim-
plemente no halló algo mejor para pasar el tiempo .
Ya está aquí y, quiérase que no, entra en ambiente al calor de
los tragos, bajo el asedio agradable de Celia, joven casadera
que se desvive por atenderlo. Claro, las bebidas hacen efecto y
tiene que ir al baño. «¿Le llegaré a la cuñada de Meléndez? No
está de mal ver». Baja el cursor de la cremallera, hurga parsi-
monioso, conduce el miembro, lo pone en posición orinatoria y
descarga el chorro aliviador.
Al concluir, guarda el paradigma de la masculinidad previo
rompimiento del aire con tres o cuatro enérgicas sacudidas que
despiden pringas a diestra y sin iestra. «No importa cuántas
sacudidas se le den, la última gota siempre cae en el calzón ».
Sube el cursor de la cremallera. No se lava. «El alcohol mata
los microbios». Se dispone a salir. Con la mano sobre el pic a-
porte, duda: «Algo no anda bien aquí». El espejo de piso a te-
cho, magnitud exagerada en un cuarto de baño, no lo refleja.
«Un truco». Por el contrario, reproduce en detalle la sala de
esta casa con las personas que ahora están en ella . Acerca la
mano; en vez de tocar en firme traspasa la superfici e bruñida.
«Qué extraño». Mete el antebrazo y el brazo. Procura tocar el
fondo. No hay fondo; sin embargo, retroceder es imposible. El
forcejeo por regresar a este lado lo mete más del otro lado. Pide
auxilio y, como en las pesadillas, el grito se apaga en un pujido.
Intenta de nuevo: un chillido cimbra la casa, pero ya tiene la
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cabeza del otro lado y de allá acuden a socorrerlo.

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23. LA REBANADA

E l corte oblicuo separa un segmento oval de la fruta. Incisión


exacta y excitante. Noel contornea a dedo el canto elíptico de la
pulpa que Celia sostiene con las manos en alto. El jugo escurre
por los brazos, por los pechos, por el vientre. Excesiva cantidad
para sorberlo todo, ilimitada exquisitez para no intentarlo. Y en
la tentativa desciende a lengüetadas piel abajo. De pronto lo
paraliza el dilema: lamer el sexo en la fruta o comer la fruta en
el sexo. No alcanza a decidirlo; bruscamente despierta mo r-
diéndose la lengua.

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24. UTILIDAD DEL CREPÚSCULO

A l mirar por la ventana supo que era momento de ir a la az o-


tea. Nadie lo vio cuando salía por el patio trasero y subía la
escalera de servicio para acomodarse junto a un par de gatos de
las casas vecinas, que gustaban pasar los atardeceres arriba de
ésta.
Vio en el cielo un perro devorando una estrella naciente, un
guepardo persiguiendo con lentitud exasperante una gacela; vio
la parte longitudinal derecha de un alacrán, un águila empren-
diendo el vuelo en pleno vuelo; vio un canguro transformarse
en sapo; al sapo se le acercó olfateando un zorro al que un for-
midable pez le comió la cola a pausas; vio disparos estelares
que rayaban fugaces el firmamento; vio la noche sometiendo a
las quimeras; vio las luces de la ciudad en todo su esplendor y
se dijo que era suficiente, que aquella tarde sería memorable .
Acarició las cabezas de los gatos en son de despedida y ellos le
correspondieron con un amistoso miau.
Al bajar se encontró con Celia.
—¿De dónde vienes?
—De la azotea.
—¿A qué subiste?
—A contemplar el crepúsculo.
Ella lo miró desconcertada.
—¿Para qué?
De las múltiples respuestas que al instante pasaron por su
mente, prefirió encogerse de hombros.

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25. EPISODIO EN DOS SUEÑOS

C elia y Noel supieron que la Felicidad había pasado una te m-


porada en casa al verla sali r. Se precipitaron a proponerle que
regresara a quedarse para siempre; pero, presurosa, había do-
blado ya la esquina. Sin ella, las cuotas de afecto resultaron
insuficientes y muy pronto la esencia de los sentimientos origi-
nales se carcomió por dentro, hasta quedar una delgada cáscara
de avenencia.
Así las cosas, él soñó cierta noche que engañaba a su mujer
con una compañera de trabajo, y ella soñó a su vez una aventura
con el antiguo novio que prefirió a una amiga mutua a la hora
de casarse. En el sueño cada c ual se enteró del comportamiento
del cónyuge. Al despertar, condenaron silenciosos la infidelidad
onírica del otro soslayando la propia. En el desayuno se habl a-
ron lo indispensable y evitaron el contacto físico. Por primera
vez en su vida marital remplazaron el ya estereotipado beso de
la despedida por un hosco ya me voy y un ríspido que te vaya
bien.
Ese día Noel lo pasó taciturno en la oficina. Intentó ocultar
la preocupación emulando su comportamiento ordinario. Pésimo
imitador de sí mismo, anduvo como a utómata al moverse y co-
mo autista al permanecer frente al escritorio. Rezumaba contra
su voluntad el verdadero estado de ánimo.
Regresó a casa después de lo acostumbrado. La cena estaba
servida desde hacía mucho, y en consecuencia fría; sospechó de
los aderezos y la dejó intacta, de todos modos no tenía hambre.
Celia ya se había acostado y él no tardó en subir. El sueño de la
noche anterior continuó en otro donde se reprocharon el liberti-
naje. Antes de cogerse por el cuello, los sueños se disiparon. Al
alba, ya despiertos, se miraron con enojo. Obligada a cumplir
su papel de ama de casa, ella preparó el desayuno y, a continu a-
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ción de quemar deliberadamente los huevos con tocino, aventó
el plato sobre la mesa. El desamor tocaba fondo; la primera
bofetada no se hizo esperar…

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26. PARA MATAR EL TEDIO

A búlico sobre el sillón, Noel hojea uno de sus viejos libros


editado en fecha anterior a su nacimiento . Rencuentra párrafos
subrayados y otros de relativa importancia desapercibidos en la
primera lectura. Al dar vuelta a una página cae al suelo un cu a-
drito liso y delgado. Con la curiosidad del caso recoge el obj e-
to. Celia mira de reojo; ella está embarazada y teje ropita de
bebé.
El ritmo cardiaco se le acelera al ver la cara de Patricia en la
superficie del cuadrito. Desde su rigidez ella le sonríe. Él, r e-
puesto de la sorpresa, le devuelve la sonrisa. En el sillón opues-
to Celia aguza la intuición y arruga el ceño. Insuficiente el
descontento, lo complementa botando ruidosamente las aguja s
del tejido en la mesita de centro. El feto se hace copartícipe del
disgusto con una patadita. Celia lo tranquiliza con una caricia a
sí misma.
Noel otea el enojo. El golpeteo de las agujas contra la mesita
le produce en el estómago una sensación de vacío que se le
expande hacia arriba y se le anuda en la garganta. Incómodo, se
fuga por la ventana hasta un as colinas sombreadas por nubes
grises.
—Va a llover más tarde —comenta para darle prisa al mo-
mento incómodo.
—Es lógico —responde Celia—. Estamos en tiempo de llu-
vias.
—Sí, claro.
En la copa del limonero gorjean unos pájaros color marrón,
un gato negro de orejas blancas acecha sin resultado, la vecina
salmodia una canción desconocida y el Sol se sacude con des-
gano las escamas luminosas desprendidas por el uso.

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27. ENEMIGA EN LA CAMA

P asa frente a la iglesia y el viejo edificio todavía en constru c-


ción; pasa por la comandancia de policía y por el mercado; pasa
junto a la estatua del cura Miguel Hidalgo y continúa por la
Tercera Poniente. A las puertas de La California una mujer, que
le recuerda vagamente a otra, se afana en recoger unos papeles
desperdigados por el viento. Comedido, la ayuda a levantarlos.
—Aquí los tiene.
Al mirarlo para expresar su gratitud, la mujer se lleva una
mano a la frente.
—¡Ay, acabo de recordar una pesadilla! —alcanza a decir an-
tes de caer desmayada.
—Yo también —dice Noel por imitación, y despierta.
Por las orillas de las cortinas se entremete la aurora. A lo l e-
jos trina un pájaro. Las cosas a su alrededor se reintegran a lo
conocido.
—¡Carajo!
La mujer del sueño duerme a su lado.

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28. LA TRANSACCIÓN

Él ansía hacerlo, y como el ansia no se resigna a posponer


propone hacerlo aquí y ahorita; no mañana ni en la noche, ni
siquiera al ratito. ¡Aquí y ahorita ! Caramba, no es mucho pedir
si se considera el largo mes de ayuno sexual impuesto por su
mujer al optar por la abstinencia. Pero ella invoca actividades
infinitas y sin pronunciar la palabra precisa le responde que
nones y más nones. A él ya mero se le desparrama la materia
prima del amor y no está dispuesto a postergarlo. A Celia, por
el contrario, le horroriza la sola insinuación de retozar a esta
hora del día, y si fuera de noche el horror sería el mismo.
Aquí están: el uno testarudo por más que ella lo esquive c o-
mo a un leproso, la otra renuente por más que él le prometa la
rapidez más rápida para no atrasarla en sus quehaceres y el
esmero más esmerado para no ensuciar las finas sábanas recién
compradas en exclusivo almacén. Súplica, indiferencia; persu a-
sión, negación; insistencia, evasión; acoso, un sí condicionado
a la premura y distinto a la forma solicitada. Y más tardan en
convenir que Noel verter en suelo.
—Límpialo y trapea con cloro, porque ahí ponen su carita los
niños cuando juegan —ordena ella antes de regresar a su rutina.

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29. APROXIMACIÓN

P asaban de las diez de la mañana y se iniciaba la celebración


con la solemnidad que suele imprimirse a los actos oficiales.
Desde el exordio el primer orador anticipaba una parrafada y
los asistentes sufrían la premonición bostezando, cuando la
muerte se dejó venir en frío, tal cual es su temperatura natural.
A los más cercanos les infligió el factor sorpresa y aquella
gente cayó difunta sin enterarse de nada. Su efic acia,
inversamente proporcional a la longitu d del radio, no logró
fulminar de golpe a los del segundo circuito, así que se tomó la
molestia de rematar uno por uno a los más graves. Insatisfecha,
buscó minuciosamente incluso allí donde los ilesos se reponían
del susto entre ayes y gracias a Dios. La búsqueda resultó
inútil. Por designios del azar, a los que no se sustrae la misma
Parca, Noel había retrasado su arribo al sitio de la ceremonia.

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30. LA BATALLA

D os meses sin novedad. La quietud en los frentes, al menos en


el suyo, se revierte inquietante. Atrincherada en su negativa,
Celia parece estarse adentrando en la senda de la castidad po s-
materna, así que Noel resuelve romper el compás de espera
imponiéndose plazo perentorio. Trazado el objetivo estratégico,
escenifica la batalla sobre la mesa de juntas después de que sus
compañeros de trabajo se han retirado. Los juegos de guerra le
revelan inconsistencias tácticas que le hacen modificar el plan
de ataque.
Sale de la oficina avanzada la noche. Desvía el automóvil
tres cuadras por avenida Jalisco. Se detiene en el Bar de Lalo.
Es fin de semana; el establecimiento está a reventar. Abstrayé n-
dose de la mixtura de parroquianos bulliciosos y huraños se
pertrecha con dos copas y la mitad de otra; con dos copas y la
mitad de otra se logra que el mundo gire más lento y menos
ancho y ajeno. Paga la cuenta y duplica la propina habitual.
«¡Basta de aprestos —se dice—. Redoblan los tambores!».
Desde el inicio del ataque sus previsiones se van cumpliendo
una a una: la primera carga desbarata la avan zada oponente, una
maniobra precisa pone los flancos fuera de combate, sitia la
plaza y dispone el asalto. Las últimas líneas de la resistencia
ceden jubilosas. El amor se libra sexo a sexo, boca a boca, m a-
nos a piel. Mas a punto de plantar su bandera en la conjunción
de los orgasmos, Celia dispara el arma estratégica:
—¿Ya le falta una mano de pintura al techo.

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31. UN DÍA DE MALAS

P or una calle estrecha de boutiques en los bajos y oficinas en


los pisos superiores, va un individuo llamado Noel Gómez de la
Garza, vendedor as de Compañía Etcétera , corbata de seda y
traje de pura lana inglesa cortado a la medida. El emblema vi-
viente de una empresa en crecimiento acelerado salta al pasar
de la acera al arroyo, cruza la calle portafolio en mano y salta
de nuevo al subir a la acera opuesta. Se abre paso a través de la
masa de transeúntes, detiene su caminar, lo acelera y rebasa a
otros con meneos oportunos de hombros y cuello. Ahí va el
éxito encarnado.
Ya en un camellón del Paseo de la Reforma camina sin ob s-
táculos bajo los árboles frondosos. ¡A punto de saltar al pav i-
mento lo engarrota la proeza inconcebible!: en mitad del arroyo
de la avenida más importante de la ciudad, a la hora de mayor
tránsito, se levanta majestuosa la deyección. Allí está con su
hedor, textura y color a mierda. Aquello es tan inverosímil que
se queda perplejo.
A leguas se nota por el intacto diseño natural, o anal, que no
se trajo de otra parte. Es reciente, pues bajo el Sol a plomo
conserva rebosante su frescura. El enigma salta a la vista:
¿Quién habrá sobrepasado las fronteras de la temeridad? ¿ Quién
habrá sido incapaz de contenerse en los límites de la cordura?
No hay respuesta. Eso sí, temerario o alienado, la cantidad e x-
cretada prefigura un sujeto que bien podría calificarse como el
campeón universal de los cagones.
Pasa por ahí un gordo adolescente, pretina del pantalón a
media nalga y cara de andarse metiendo donde no lo llaman,
mira a Noel cual topógrafo sin teodolito e inmediatamente se
percata de la situación, se acerca y, co mo si no lo supiera, pre-
gunta: «¿Qué es eso?», señalando el excremento con el dedo.
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Pasa una muchacha muy mona y plasma un gesto de ¡fuchi!,
frunciendo su respingada nariz de pésimo cirujano plástico, lo
cual no es obstáculo para que desde las fibras íntim as se abra
paso la curiosidad escatológica, venza a la náusea y se quede a
ver el desenlace. Un niño que va de la mano de su madre, ch u-
pando una paleta de limón, grita entusiasmado: «¡Mamá, mi-
ra!». Una señorita madura y mojigata murmura: «Qué indecen-
cia». Un señor circunspecto, con mechón blanco en el copete ,
aire de escritor y cara de estar pasando una terrible cruda que lo
lleva en busca del primer establecimiento de bebidas espum o-
sas: «Mmm...». Un viejo cascarrabias con bastón y boina:
«¡Qué hijo de puta!», en referencia al cagón anónimo. De entre
la multitud no tardan en surgir las apuestas sobre el previsible
final de la defecación cohesionada: al tercer automóvil, al qui n-
to, al octavo, pero los coches pasan librando milagrosamente el
montículo. Entretanto, un vendedor ambulante hace su agosto
en agosto vendiendo «¡Chicles, chocolates, cacahuateees! ».
Allí está la deposición, precaria pero intacta. La multitud se
regocija, lo festeja y fraterniza. La luz del día se intensifica
sobre el acervo de excremen to y se extenúa en derredor. Noel se
desinteresa del asunto; los clientes esperan y se dispone a tras-
poner la avenida al cambio de luces del semáforo. Pero, atraído
por el magnético otero, tuerce la senda, lo pisa y resbala sobre
el pavimento. «¡Ja, ja, ja, ja, ja!», resuena la hilaridad de los
circunstantes. La muchacha de nariz fruncida: «Ji, ji, ji, ji, ji».
El señor circunspecto con aire de escritor: «¡Je, je, je!». El
gordo entrometido, tirado en el pasto y pellizcándose la barriga
porque ya le duele de tanta risa: «¡Jo, jo, jo, jo, jo..., jo, jo, jo,
jo, jo...!». La señorita madura y mojigata se ruboriza. El niño
exclama: «¡Qué chistoso!». Los apostadores se decepcionan,
nadie gana. El viejo cascarrabias de bastón y boina vocifera:
«¡Qué pendejo!».

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32. EPISODIO EN EL BORDE

A continuación de la caminata con la noche sobre los hombros


y la piel indiferente al frío, Noel y sus amigos descendieron
angustiados, sujetándose de gruesos cables que por momentos
eran o parecían sábanas negras pegadas sin plie gues al paredón
vertical. Al llegar abajo, auxiliándose de la media luz que no
fluía de ninguna parte, buscaron donde la multitud se descalza y
deja los zapatos, ritual ineludible para subir al santuario o bo s-
que. No encontraron los zapatos; en cambio hallaron un artefac-
to vistoso que sonaba tic-tac y atrajo la atención de Felipe G ó-
mez.
—¿Necesitan algún estilo de zapatos en especial? —Se acer-
có un vendedor.
—Aceptamos cualquiera con tal de no andar descalzos —dijo
Noel.
—Por lo pronto no tengo ninguno, per o en su defecto les
ofrezco un lote de panteón. Nunca se sabe cuándo habremos de
necesitarlo y más vale prevenir.
—No, ya tengo uno —dijo Noel, sobre quien recayó el int e-
rés del vendedor.
—Pero no en Mausoleos del Ángel, que es muy bueno.
—No, ahí no. En el Memorial, que es mejor.
—Anímese. Están a punto de agotarse. Además los tengo en
oferta. En mi compañía sabemos por experiencia que un lote no
es suficiente, sobre todo si la familia es numerosa. No debería
usted desaprovechar la ganga de un bien indispensable como su
propia casa, después de todo será su morada eterna. Y si ese
argumento no le convence, permítame hacerle una revelación,
aquí entre nos. —Se le acercó, abocinándose con una mano para
que nadie más lo oyera —: de acuerdo con los testimonios de
algunos difuntos temporalmente devueltos del otro mundo a
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causa de trámites postergados en vida, el sueño eterno es más
confortable en nuestro panteón. Si no me cree, pregúntele a su
padre; él ya está solicitando el traslado.
Distante unos metros, Felipe Gómez sonrió a su hijo.
«Esto es absurdo —pensó Noel—. Debo de estar soñando».
—Discúlpenme, creo que estoy soñando —dijo sin que le pi-
dieran explicación—. Ustedes —se dirigió a sus compañeros —,
me apena decirlo, son proyecciones de mi mente. Si no, ¿por
qué somos entrañables amigos sin conocernos?
Temeroso de haber incordiado a esas quimeras porque , a pe-
sar de todo, los sueños también son vida, se apresuró a agregar
un vago argumento consolador.
—Bueno, es probable que ustedes existan en un mundo de
sueños, independiente de los que soñamos, o quizás, como yo,
son proyecciones de consciencias verdaderas y hemos coincid i-
do en el espacio colectivo de los sueños.
Como la duda no se desdibujara de aquellos rostros, y sin
prueba de lo afirmado más que su convicci ón de estar soñando,
interrogó indeciso:
—¿Qué opinan?
—¡Que estás loco! —Exhaló el más ofuscado un sofocante
olor a huele de noche.
«No hay duda, estoy soñando —reafirmó en sus adentros—.
La vaharada de este sujeto me trae el olor de esas flores nau-
seabundas que mi mujer se obstinó en plantar en el jardí n fron-
tal sólo por contrariarme».
Los hasta hacía un rato amigos coparon a Noel con navajas
refulgentes. Incapaz de alterar las reglas básicas de los sueños,
consideró sensato poner los pies en polvorosa y sin saber cómo
rompió el cerco. Ya corría por los meandros del sueño buscando
la salida, cuando a lo lejos oyó la voz de su padre:
—¡Corre, hijo! ¡No te preocupes por mí! ¡A un muerto ya no
lo pueden matar!

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33. EL JUEGO DE CRONOS
(Paráfrasis de H. G. Wells)

Al asomarse por la ventana que da al jardín, ve a sus hijos


pintando con tiza un camino estrecho y serpenteante que lleva a
la pared de las enredaderas. En seguida los niños avanzan sobre
él, cuidándose de no pisar fuera de las rayas por que, oye decir,
el encanto se romperá y no podrán abrir la puerta invisible,
Atiende a sus quehaceres y minutos después vuelve la mirada
al patio. Los niños ya no están. Más tarde, cuando hacen la
tarea, los oye conversar acerca de la tierra en la que han entr a-
do al trasponer la puerta en el muro detrás de las enredaderas,
donde apreciaron una a una las infinitas hebras de la luz; donde
el vertiginoso aleteo de los colibríes se enlentecía a voluntad
del observador; donde los sentidos se mezclaban produciendo
nuevas sensaciones, y tantas otras maravillas por las que hubie-
ron de pagar tiempo de vida. «Lo maravilloso en estos niños es
más bien su extraordinaria imaginación para imponer la fantasía
a la realidad», se dice.
Al sentarse a la mesa a la hora de la cena, observa a su hijo
frotándose la barba crecida y a su hija luciendo un vistoso esco-
te.

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34. LA TAZA DESPOSTILLADA

É rase que se era una taza de porcelana con motivos orientales


que por algún accidente se despostilló justo donde se empalman
los labios. Después de varios días, Noel supo que Celia se había
aficionado a servirle en esa taza aunque la vitrina rebosara de
otras en perfecto estado. Evitando confrontar la para no provo-
car una discusión tan acalorada como estéril, se abstuvo de
pedirle que no le sirviera más en ella y optó por sostenerla con
la mano izquierda, así la despostilladura quedaba del lado
opuesto. La única incomodidad era visual, ya que a falta de
esmalte, al paso de los días retuvo algo de mugre imposible de
quitar con el fregoteo. Al poco tiempo, en razón de algo que ya
no podía atribuirse a un mero accidente, apareció una segunda
despostilladura, simétrica a la primera.
Demasiada incomodidad y mayor humillación hubiera sido
beber del lado opuesto al del asa, además de que, en vista de los
antecedentes, no habría tardado en aparecer una tercera despo s-
tilladura. A escondidas optó por triturarla antes de echarla a la
basura, no fuera su mujer a pegar los pedazos. Ese mismo día se
adelantó a pedir el café vespertino. Triunfante, vio con disimul o
a su mujer buscando al borde de la crispación. Al cabo de un
rato ella le sirvió en otra taza.
Pero su triunfo resultó pírrico. Al día siguiente apareció en
sus manos una nueva taza con doble despostilladura. De seguir
así, muy pronto se acabaría la vaji lla fina de importación y se
quedarían con la loza corriente del país, por lo que la tarde
ulterior él decidió servir el café. La taza despostillada lució en
la mano de Celia pero contrastó con sus gestos de enojo. Desde
entonces, mientras vivieron juntos, contendieron tarde a tarde
por servir el café.

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35. EL PUNTAPIE

E l futbol no es lo suyo. De joven participó en un equipo llan e-


ro, pero continuamente el director técnico lo sustituía en mitad
del partido por inepto. Y ahora, después de tantos años y sin
practicar, quién lo viera jugando con enjundia, con certeros
disparos a la portería, con infatigable pressing. En una barrida,
el jugador estrella del equipo oponente retiene la pelota entre
las piernas y Noel intenta desprenderla con una patada, pero la
presión ejercida es semejante a la de una tenaza y no logra re-
cuperarla. Otra patada y no cambia el resultado.
—¡Qué haces, me estás pateando! —protesta Celia en la os-
curidad, asestando un codazo al jugador que ya acopi aba toda
su energía en la pierna derecha desde fuera de la cama, para un
tercer y contundente intento de recuperación de pelota.

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36. ESTADÍA FUGAZ EN EL PARAÍSO

C elia entrelaza los dedos de la mano con los de su marido y él


le corresponde con suave apretón, como no recuerda haberlo
hecho en mucho tiempo. Caminan por las calles empedradas de
ese pueblo de casas blancas, guardapolvos rojos y tejados de
barro a dos aguas, con balcones en los altos, semiocultos por
plantas trepadoras y decorados con muebles de tersas fibras
silvestres, espacios sutiles diseñados para acoger los discretos
romances en que se ve llover o se contempla una puesta de Sol
y el crepúsculo que le sucede. Manchas de humedad apenas
perceptibles hacen resaltar el blancor de las paredes. A su paso,
los árboles y las macetas se adaptan en su inmovilidad al en-
torno para transportarlos de un encantamiento a otro.
Todos los caminos conducen al parque central, con su quios-
co antiguo que incorpora todos los estilos. En el dosel de verdor
heterogéneo, perforado aquí y allá por oblicuos rayos de sol, se
entreteje una variedad de flores que jamás se marchitan , pero
que suelen caer a ratos sobre las superficies de donde los pa-
seantes las recogen para llevarse un recuerdo manteniendo
siempre su mismo número. Manantiales a manera de cascadas
en miniatura cierran algunos andadores, y el agua tintinea en
los oídos de los paseantes sin que, al volver sobre sus pasos,
perciban que a la distancia el tintineo ha transitado a los re-
cuerdos. En pequeños columpios de lianas colgantes del dosel,
los pájaros entonan sus cantos. El esplendor se extiende a las
calles y banquetas lindantes, y sube por los muros de las casas
que lucen portoncitos repujados en el primer nivel, y ventanas
salientes en el segundo, por donde se asoman muchachas senta-
das en los poyos.
De repente los pájaros gorjean enojosos.
—¡Ya está aquí! —grita un lugareño, a cuya voz huyen en
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desbandada los concurrentes.
Noel no comprende el pánico hasta que la enorme serpiente
se desprende del dosel, lo tiende en el piso y se le enrosca para
triturarlo. Desesperado, intenta librarse con todas sus fuerzas.
Cuando comprende que no logrará desprenderse, la lucha termi-
na en un ridículo forcejeo con el edredón que Celia al levantar-
se le ha echado encima.

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37. VIAJE A UN LUGAR DE ANTES

E sa noche no hubo penetración , ni besos ni caricias, pero lo


mismo la amó atormentado en la fascinación repulsiva del i n-
cesto. Continuaba así las esporádicas visitas furtivas a la zona
prohibida. El tiempo avanzó orbicular so bre la carátula del re-
loj, aplastando números inciertos. Nadie lo dijo, ningún lengu a-
je transmitió la sentencia que no por incoercible dejaba de ser
improrrogable: había llegado la hora de partir. Se prosternó,
lloró, imploró para que no lo expulsaran de e se paraíso con
resabios de infierno. Todo en vano. Apesadumbrado, sintió en
las costillas la presión intermitente de un dedo que, tratando de
evitar el contacto pleno, adelantaba el filo aséptico y cortante
de la uña.
—¿Qué te sucede? —preguntó Celia.
—Nada.
—¿Cómo que nada? Estabas gimiendo.
—Tuve una pesadilla.
—Acuéstate de lado si quieres evitar los malos sueños.
Ladridos lejanos horadaron la noche mientras se acomodaban
espalda con espalda dispuestos a conciliar otra vez el sueño. La
imagen de la madre difunta dominó en la pantalla de los párp a-
dos, luego dio forma a una viñeta de cisnes vivaces, blancos y
negros, en que los de un color eran el fluido en que nadaban los
del color opuesto.
Despertó a bordo de un tren en la temprana tarde de un lugar
de antes. Descendió en la vieja estación y caminó por el andén
vacío.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor? —preguntó un vigilante
receloso…

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38. EL IMPOSTOR

S in puntos cardinales, sin rasgos de referencia, Noel sobrenada


en el marasmo de la nada. Nada a un lado y nada al otro. Está
de paso por este sueño. Viene de un luga r de antes, de un tiem-
po compactado en los recuerdos. Fija el rumbo a la suerte.
«¡Hacia el despertar!» proclama con un grito no pronunciado y,
en el último ronquido, sale por la tangente del sueñ o.
Ata los cabos de la razón y se incorpora al nuevo día. Mas al
plantarse ante el espejo presiente diferencias en la igualdad del
sujeto que lo observa: la misma nariz y la mism os labios, idén-
tico el mentón y el lunar, invariables el entrecejo y la cicatriz
en el pómulo. «¡Épale! —exclama—. Lo que hago es confiar en
mi imagen y no en mí, porque no puedo verme directamente ».
Mal que bien no hay otro medio para cerciorase que el del
espejo es él y no otro. A simple vista no debería desconfiar.
Cualquiera que lo observara a él y a su imagen diría sin titu-
beos: «Éste eres tú, ésta es tu imagen. Conven cionalmente una
y la misma cosa».
Pero nada lo convence; la incertidumbre lo desborda e insiste
en verificar su autenticidad en el reflejo. Si él salta, el del esp e-
jo salta; si él sonríe, el otro también sonríe; si él alza el brazo
izquierdo, el otro alza el derecho; si él retrocede, el otro ava n-
za. «¡Carajo, esto ya es distinto!», exclama antes de que el otro
le aseste un puñetazo en plena cara y él caiga al suelo hecho
añicos.
Liberado de su condición de imagen especular, el otro leva n-
ta las astillas con escoba y recogedor, las arroja a la basura, se
lava las manos y se entrega a los quehaceres cotidianos. Ya no
requiere vivir condicionado a una combinación de suje to y es-
pejo. En adelante él tendrá existencia inmanente, absteniéndose,
eso sí, de poner en duda su reflejo.
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39. EL LIBRO DE ESTAMPAS
EXTRAVIADO

E ra un libro de las primeras vivencias, un libro pendiente de


un recuerdo: el libro de tapas rojas abierto de par en par y él
acodado sobre el piso con el mentón entre las manos. Era un
ejemplar escabullido a los recuerdos posteriores hasta bien e n-
trada la juventud, un libro con ilustraciones en sepia que regre-
só a la memoria de repente, a ocupar un renglón en la lista de
añoranzas menores. Era uno de esos libros de introducción a las
primeras letras, edad en que, ignorando la maraña de signos
ininteligibles, los párvulos centran su atención en los apoyos
gráficos: reproducciones de emplazamientos remotos, acaso
elusivos a la rosa de los vientos pero en modo alguno irreales.
Era un libro comprimido en una ilustración, inequívoca en
sus líneas generales, difusa en los detalles: el lago, la cabaña y
el bote con el niño, la niña y el perro a bordo. ¿El perro ladraba
o acezaba? ¿De qué raza era? ¿Cuál de los niños remaba? ¿H a-
bía alguien parado en el embarcadero o se asomaba por una
ventana del nivel superior de la cabaña? ¿Saludaba a los niños?
¿La cabaña era de troncos? Probablemente el perro ladraba, el
niño remaba y la niña respondía con una mano en alto al saludo
que el padre enviaba desde la cabaña. ¿Pero qué tan detallado
era el dibujo?, ¿destacaba los pormenores o se reducía a trazos
mezquinos que dejaban el resto a la imaginación?
En algún momento el libro se hab ría extraviado. Previamen-
te, con el manejo rudo que los niños aplican a sus primeros
libros, se habría deshojado, roto y reducido a mero estorbo.
Quizás en ocasión de una mudanza o de una limpieza general
con depuración de cosas inservibles, había ido a pa rar a la basu-
ra.
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Era imperioso recuperarlo, deleitarse de nuevo con aquella
estampa, leer lo que en su momento no se había leído. Ya ho m-
bre maduro, se demoraba horas en las secciones infantiles de
las librerías de viejo, en busca del libro con la estampa d e los
niños y el perro en el bote. A cada pesquisa fallida se consolaba
con otro libro que, si no reproducía la ilustración buscada, i n-
crementaba el gusto por las estampas infantiles de antaño. «Un
obsequio para mis hijos», se justificaba innecesariamente al
pagar. Sin desistir supuso que era mejor así; de haberlo recup e-
rado tal vez habría sobrevenido la desilusión.
Cuando se divorció, acarreó sus pertenencias gradualmente
en el curso de una semana, dejando sus libros al último. Celia,
impaciente, colaboró con la desocupación adelantándose a tira r-
los a la basura. Desde entonces añoró otras estampas además de
la del bote con el niño, la niña y el perro a bordo.

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40. EPISODIO CASUAL

E l azar determina que un día de tantos, en un centro comerc ial


donde las ofertas y las novedades rascan el fondo del poder
adquisitivo, acaezca el encuentro de dos excondiscípulos de la
universidad. Al principio ambos dudan sobre el envejecido a
contracara. Por fin uno de ellos pregunta y los nombres lo con-
firman. Noel Gómez de la Garza y Pablo Fernández se apartan
unos minutos del torrente de compradores, se saludan efusiva-
mente y evocan anécdotas y compañeros mutuos de un periodo
que la vida les hizo pasar juntos.
Finaliza la charla, se estrechan las manos, se de sean bienes-
tar y pronuncian un sonriente hasta luego sin acordar futura
reunión, sin intercambiar números telefónicos o correos ele c-
trónicos. Sería inútil, el uno jamás se comunicará con el otro.
Pese a la simpatía sobreviviente, ésa es una amistad de otra
época.

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41. MUJER POR LA TANGENTE

L os sábados acostumbraba desayunar en el Caballo Negro e n-


trada la mañana. La misma mesa al costado norte, si bien no
desdeñaba otra, siempre que estuviera sobre la banqueta. En
caso contrario prefería esperar así hubiera lugares disponibles
en el interior. Ordenaba huevos a la mexicana , o molletes o
carne asada, acompañados de café negro. En su adelgazamiento
estacional la luz matizaba de melancolía el paisaje . Un ancho
camellón de árboles frondosos regía la avenida. A uno y otro
lado se entremezclaban llamativas fachadas art noveau y art
deco. A tramos irregulares, construcciones modernistas alter a-
ban la armonía del conjunto.
Esa vez se demoró más que de costumbre toman do el café en
el fresco matinal. Diciembre con sus fiestas navideñas estaba
próximo y ya flotaba en el ambiente ese vago sentimiento de
fraternidad, propio de la temporada y no exento de artificios
mercadotécnicos, que disminuía los recelos entre los descon o-
cidos hasta que un brusco y frío amanecer de enero lo devolvía
todo a la normalidad.
No muy lejos, en el andador del camellón, un pintor pincel a-
ba su tela. De vez en cuando asomaba la cara a un lado u otro
del caballete y Noel veía a un tipo de boina y bigotes afilados
que le recordaban de lejos a Dalí. «Este imitador barato es de
una extravagancia pueril», pensó, y con intención de no alimen-
tarle el ego apartó la vista, sólo para cimbrarse en la figura de
Patricia, o alguien parecida según la imaginaba al paso de los
años, que se aproximaba p or la banqueta.
Ya estaba a unos metros, y él dispuesto a interceptarla, cua n-
do se percató del acompañante, molesto por la insistente mirada
del sujeto, a quien un momento antes había visto bosquejado al
fondo del paisaje en el lienzo del afectado pintor. Barruntando
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un conato de bronca, Noel se desmoronó en la inmovilidad. No
apartó la vista pero fingió tenerla enfocada hacia otro sitio,
ubicado por el mismo rumbo de donde venía la pareja.
Mientras Patricia o alguien parecida a ella se alejaba, el
acompañante volteó un par de veces, reclamándole con la mira-
da: «¡Qué le ves a mi mujer, idiota!».

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42. PERSONAJE A LA VISTA

U n día Noel concibe la idea de escribir una vasta novela. E s-


boza la trama, cincela el perfil de los personajes, lía diálogos y
borda escenarios. Novela de todos los ratos libres y de sueños
recortados. Por fin, después de varios meses de arduo trabajo
está lista; maltrecha, es cierto, pero novela al fin y al cabo.
¡Horror!, en la última revisión se percata de que e l único párra-
fo aceptable, y además el que le da congruencia a l todo, lo sus-
trajo íntegra y cleptómanamente de Pedro Páramo. Sin remor-
dimientos arroja quinientas cuartillas al cesto de la basura. No
posee dotes literarias; habrá que recurrir a un artificio .
Acogiéndose a la ley del mínimo esfuerzo, opta por insertar
anuncios en los periódicos: «Solicito personajes ficticios. Pap e-
les principal y secundarios. Sueldo y horario negociables ».
Transcurren los días y nadie llama a los teléfonos indicados.
Hay escasez de personajes imaginarios, pues aunque no se les
solicite en abundancia la demanda excede con mucho a la ofer-
ta. Ellos lo saben y pleitean inmejorables condiciones laborales.
Por si fuera poco, se arrogan el derecho de menospreciar a los
escritores noveles.
A la tercera semana acude un espécimen soberbio que re s-
ponde al nombre de Servando Pacheco. No se rebaja a hacer
antesala mientras Noel se desocupa de un negocio importante.
—Estoy de prisa —delata en el volumen al palurdo que no
sabe moderar la voz en espacios interiores.
Obligado a interrumpir el negocio, Noel lo invita a pasar al
despacho:
—Pase usted, por favor. Tome asiento. ¿Gusta un cigarro, un
café, un refresco?
Sin atender a la cortesía, el tal Servando mira desdeñoso a l-
rededor. Desmedido, se arrellana en el sillón del contratante,
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estira las piernas y convierte el escritorio en escabel. Costras de
lodo seco caen de las botas a la cubierta pulcra del mueble.
Encolerizado, Noel lo remite ipso facto al carajo. El abuso vati-
cina lo exigente que se pondrá el mentado Servando: querrá
imponer altos emolumentos y horario a discreción; por cua l-
quier motivo amagará con la renuncia sin importarle dejar i n-
concluso el trabajo. Además, esa pinta agreste no cuadra con la
panorámica metropolitana en que deber á actuar.
—¡Oye, no me has ofrecido nada y ya me estás corriendo! —
protesta cuando el fallido escritor le enseña tajante la salida.
—Ni falta hace. Ibas a ser importante en mi obra, no indi s-
pensable en mi vida.
Y el Servando, herido en su amor propio, azot a la puerta al
marcharse.
—¡Pendejo! ¡Desperdiciaste la oportunidad de saltar a la f a-
ma como personaje ficticio de primera categoría!

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43. DON PEDO

P ertenecía a la estirpe gaseosa y así lo patentizaría con orgullo


a lo largo de su existencia, si no muy larga, tampoco efímera
como la del común de su género. Germinó en un recoveco del
intestino y creció hasta obtener tamaño descomunal . El segundo
guardián del aparato digestivo lo reverenció con solemne genu-
flexión, y aun con la salida franca se permitió despedirse apo-
teósico, regodeándose en su casi interminable repetición.
Afuera, cuando aún reconocía el nuevo entorno, recusó a la
proposición disgregadora de un vientecillo apático. Lejos estaba
de capitular ante el primer céfiro. Es que no e ra un pedito cual-
quiera, era un pedo bien plantado. ¡Era un señor pedo!, capaz
de convertirse en el pedo por antonomasia, capaz de elevar el
nombre genérico a nombre propio y aun de agregarle el don.
Sin cohibirse, exploró el entorno. El primero en percibir su
presencia fue don Olfato, sujeto refinado y presuntuoso, quien
desde su zona de confort, pensó que el plebeyo pasaría de largo
en elemental respeto a su linaje. ¡Cuál fue su irritación al ver al
desvergonzado plantársele cara a cara! Don Olfato gesticuló la
más severa desaprobación. De nada le valió. A don Pedo no lo
iban a aniquilar con fútiles preceptos estamentales. Mantuvo
con gallardía su intención de no retroceder. Cómo iban a desco-
nocerlo así como así, esgrimiendo la falacia de que nunca había
formado parte de ese organismo, siendo que en su corporeidad
gaseiforme llevaba la impronta de aquel ser, siendo que prov e-
nía de sus mismísimas entrañas.
Don Olfato envió mensaje urgente a don Cerebro, instándolo
a intervenir en el desaguisado. Inmediatamen te aquella masa
unitaria de nombre Noel, se aprestó a poner ventilador de por
medio. Sabiendo lo que le esperaba, don Pedo se compactó afe-
rrándose a las superficies propicias. Por enorme que fuera el
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desafío no iba a arredrarse, habría dejado de ser don Pedo si así
lo hubiera hecho. Además, resarcir la reputación de su género
tan vilipendiado bien valía el reto.
Sin paso por la velocidad intermedia, le cayó toda la capac i-
dad de giro de las aspas. Después de media hora cesó la acom e-
tida. Honesto, admitió algún desgaste, si bien no lo suficiente
como para rechazar otro duelo. Se sacudió las capas superfici a-
les desprendidas por el esfuerzo, se esponj ó de nuevo y reiteró
su presencia. No bien se supo en el bando contrario, mediante
incrédulo husmeo, que don Pedo se empecinaba en ocupar la
atmósfera del cuarto, recibió descargas de aromatizantes de las
que también salió vencedor. Finalmente Noel admitió su derrota
y cerró el cuarto, no fuera la fetidez a expandirse al resto de la
casa.
Logrado el ideal de su vida, a don Pedo no le quedaba más
qué hacer. Sin embargo, no había envejecido lo suficiente como
para dejarse morir. Por otra parte, no le agradaba la idea de
esperar en el departamento de ese hombre taciturno el frío del
invierno ya próximo. Congelado se contraería y pasaría inadver-
tido, y tal vez moriría tiritando. Así qué chiste, faltaría a su
razón de ser. Por ello decidió ir a desvanecerse en climas cál i-
dos. Satisfecho y adormilado salió por la ventana, trepó en los
vientos del norte y se dejó llevar calles abajo. De pasada, no-
más por malicia, rozó la nariz de Katita, la frutera de la esqu i-
na, quien percibió ese tufillo característico de ya sabía qué,
sobrepuesto al aroma de manzanas, uvas, peras y duraznos ...
Iracunda, amonestó a su marido, inocente y desc oncertado, pero
con la responsabilidad imputada según el dicho: «Cría fama de
flatulento y te culparán d e todos los olores nauseabundos».

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44. EL CURSO DEL TIEMPO

«Y no me vuelva a decir Aurelito, que ya soy el coronel Aur e-


liano Buendía».
Concluye el capítulo. Antes de pasar al siguiente se dispone
a tomar un receso: ir al baño, preparar café… Al levantar la
vista, el reloj de pared se le entrega con los brazos abiertos: las
diez y diez de la mañana. Ha leído tres horas continuas en la
cama. En ese lapso ha caído una lluvia ligera que lustra de h u-
medad el negro pavimento, De las puntas de las innumerables
agujas de los pinos penden minúsculas esferitas de agua que
blanquean el paisaje, cual insólita floración en árboles de esp e-
cie distinta. Sorbe un trago de café antes de meterse nuevamen-
te bajo el edredón.
«El coronel Aureliano Buendía promovió treintaidós leva n-
tamientos armados y los perdió todos… », continúa.
Horas después se asoma de nuevo a la ventana y comprueba
que el día ha transcurrido chipi-chipi sin conceder la mínima
oportunidad al Sol. Más tarde, mientras escucha música, hojea
viejos libros y mira el parpadeo de las primeras luces en la
montaña, cae en la cuenta de que, mucho afán y poca esperanza,
busca entre las hojas el retrato de una jove ncita de otra época,
llamada Patricia. Sustituye al son de su nombre los tangos por
el rococó y aspira la melancolía de un allegro de Wolgang
Amadeus, a cuyas notas hilvana un argumento irrefutable para
tumbarse en el sofá.

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45. UNA MUJER FATAL

N oel la contempla con todos los sentimientos encontrados y


antes de abrir los ojos le espeta el más amargo reproche:
—No vuelvas a importunarme. Siempre que atraes mi ate n-
ción con esas palabras seductoras pero ininteligibles que sólo tú
pronuncias, y yo pregunto ilusionado qué debo entender, per-
versamente me haces despertar.

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46. LUTO EN LA CASA AMARILLA

C uánta urgencia tuvo aquel hombre de comunicar su desesp e-


ranza en busca de resignación, tanta que al vaciar la mirada en
el transeúnte desconocido, éste comprendió al instante la pr o-
fundidad del mensaje. Meses después, Noel pasó por la misma
calle y vio sin sorpresa el crespón negro sobre la puerta de la
casa amarilla, bajo cuyo dintel estuviera una vez el hombre
desahuciado que le enviara aquel mensaje, transmisible a cond i-
ción de comprimir las palabras en una mirada intensa.

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47. DE LA ALAMEDA CENTRAL AL
ZÓCALO Y DE REGRESO

A yer fue día festivo. En muchas casas la celebración se pr o-


longó hasta el amanecer. Ahora todo es quietud; la tarde avan-
za, hace frío y cae una tenue llovizna bajo cielo absolutamente
nublado. Mientras otros se entregan a quehaceres monótonos, o
reposan la cruda o se mueren de aburrimiento, Noel prefiere
salir, seguro de que en algunas calles el ti empo marcha con los
últimos restos de la festividad y desea alcanzarlos antes de que
se diluyan. Aborda el Metro y desciende en la estación Hidalgo.
Paraguas desplegado, bordea la Alameda Central de Poniente a
Oriente por Avenida Juárez.
Muchos cambios desde que la recorrió por primera vez: un
edificio en construcción donde antes hubo otro, establecimien-
tos franquiciados que se han expandido como plaga: los Oxxo,
los Seven Eleven, los Starbook… En la explanada frente a Be-
llas Artes se han sustituido las antiguas esculturas de mármol
blanco por otras modernistas de color negro que desentonan con
el conjunto. ¿Dónde se emplazaba el hotel Alameda con su i m-
ponente carruaje negro adornando la entrada y que aludía a su
bar La Diligencia? ¿Qué tan lejos de l monumento a Beethoven
se hallaba la Librería de Cristal, aquélla donde una tarde vio
llover junto a Patricia bajo el alero? ¿En qué lugar se ubicaba el
teatro al aire libre que se desmanteló de un día para otro por
decisión administrativa?
Triadas de reyes magos sustituyen a partir de hoy a los Santa
Claus. Se detiene en un expendio de café, pide el más grande y
lo va sorbiendo por Cinco de Mayo, con el paraguas ya plegado
porque vale la pena sentir en la cara la fina llovizna . De trecho
en trecho los limosneros solicitan ayuda. Pronto se le agotan las
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monedas que a diario se reserva para dar; en adelante niega con
la cabeza o actúa con aparente indiferencia.
En el Zócalo dobla a la derecha con el propósito de regresar
por Madero y recorrer el tramo que va «Desde las puertas de La
Sorpresa / hasta la esquina del Jockey Club ». Aunque desde
hace algún tiempo esta avenida es peatonal, también es de los
pocos paseos donde todavía se puede andar sin cuidarse las
espaldas, y por lo mismo siempre se halla atestado y no se con-
sigue transitar sin rozarse de continuo con otros paseantes ; no
le queda sino regresar a Cinco de Mayo. Cerca de Bolívar se
detiene a imaginar el aspecto que presentaría el sitio si no se
hubiera demolido el Gran Teatro Nacional.
Retoma el paso pensando en esa época de valses con salterio,
coches tirados por caballos, levitas, sombreros de copa , damas
con vestimenta suntuosa y multitud de menesterosos, para algu-
nos de los cuales todavía no ha llegado la modernidad y, aco-
modando cartones y cobijas sucias, se aprestan con sus perros a
pasar la noche a las puertas del Banco de México. «No se les
debería permitir», oye que le dice una mujer indignada a otra
igualmente indignada. En ellas el espíritu navideño incluye la
erradicación de los indigentes a toletaz os y de los perros calle-
jeros a patadas.
En el Eje Central el semáforo lo detiene. sorbe el último tra-
go de café, aplasta el vaso y lo deposita en un recipiente de
basura. Mientras espera, observa una cierta niebla apoltronada
en torno a los árboles y las recién encendidas luces. El mundo
parece titubear…, pero el semáforo cambia al verde y le permite
cruzar hacia Bellas Artes. Recorre nuevamente la Alameda,
ahora en sentido inverso y por el costado norte. Se detiene a
mirar las cúpulas de las iglesias que se alzan al Sur, detrás de
unos edificios achaparrados en que los arquitectos confundieron
modernismo con mal gusto. Por un momento piensa en dars e
una vuelta por allí; pero se ve que son calles solitarias donde
acecha el peligro, así que opta por concluir el recorrido. Aborda
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el Metro. Los andenes desiertos, poca gente en los vagones.
De nuevo en casa; de alguna parte se dejan oír las tímidas
notas de un villancico. Todo en calma. Hoy la gente se irá tem-
prano a la cama. Entretanto él lidiará con el insomni o.

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48. MASCOTA DE TIEMPO MÍNIMO

U n gato gordo y amarillo, al parecer castrado, y Noel, hombre


sin emascular, se hicieron amigos. Es un decir. El gato andaba
por ahí, abandonado y hambriento. Aliment ándolo, el animal lo
ha reconocido como amo nuevo y tarde a tarde maúlla a la puer-
ta o se mete por entre los barrotes de la zotehuela desde una
azotea contigua que le permite saltar sin peligro. Antes ronro-
neaba y, frotándosele contra las pantorrillas, le dejaba una pro-
fusión de pelos adheridos al pantalón mientras esperaba la p i-
tanza. Después de comer se paseaba por los cuartos, como bus-
cando algo en qué entretenerse.
—Es hora de que te vayas, amiguito.
Abría la puerta y lo empujaba hacia afuera con el pie . El
animal se resistía y buscaba acomodo en la cabecera del sillón
junto a la ventana. Ahí dormía prolongadamente y al despertar ,
con los ojos entornados, inmerso en algo parecido a un dejo de
melancolía, contemplaba el crepúsculo. Después saltaba al piso
y maullaba pidiendo más comida. Sólo entonces emprendía de
buena gana la retirada; el animal se convirtió así en mascota de
medio tiempo.
Gradualmente prolongaba su presencia y hasta importunaba a
deshoras de la noche; intentaba convertirse en mascota de tie m-
po completo. Como era un gato callejero, sospechoso de portar
parásitos en la piel, se le ocurrió al amo espolvorearle talco
antipulgas mientras dormía. De inmediato despertó y corrió a
ponerse a salvo debajo de la mesa del comedor. En cuanto salió
de su escondite, pensando que todo había pasado, le cayó otra
rociada que lo obligó a huir por los barrotes de la zotehuela . A
partir de entonces nada más llega a comer, husmea rápidamente
en busca de novedades y se marcha previniendo el talco. Ahora
es mascota de tiempo mínimo.
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49. EL SEGUNDO ERROR

La musa ha regresado a casa de Noel esta noche de frío que


cala hasta los huesos. Es la misma que lo abandonó hace m u-
chos años, cuando no había escrito más que la mitad del poema.
Él ha envejecido, se le nota en las arrugas de la cara, en la tor-
peza de las manos. Ella, en cambio, luce la juventud del primer
encuentro. Viene de nuevo con la inspiración y él, agradecido,
le sirve una copa de amaretto y se dispone a encender la chime-
nea antes de redactar los versos faltantes. Se propone crearl e
una atmósfera cálida para que se quede más tiempo del previsto.
Al raspar el fósforo, una chispa salta y quema accidentalmente
la manga del abrigo de la visitante.
—Persistes en tu descortesía. —muestra en la manga opuesta
otra quemadura y se marcha para no volver.

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50. UN MALENTENDIDO

S ale de la oficina a las cinco de la tarde. Horas antes el direc-


tor lo ha llamado para hablarle de la conveniencia de que se
jubilarse, y a él, claro, no le agradó la idea. ¿Qué har ía el resto
de su vida arrinconado en casa como trasto viejo? Al llegar a la
esquina le hace olvidar el asunto una dama que reproduce los
rasgos de Patricia en su juventud. La sigue con la mirada hasta
que se funde con el paisaje. Sumido en sus recuerdos desatiende
al desnivel de calle y banqueta y cae. De inmediato intenta le-
vantarse con el fin de escapar a la diversión que su pequeña
tragedia pueda provocar, pero la prisa lo entorpece y se de s-
ploma a cada impulso. «Levanten al viejito», oye la voz de un
hombre, tan bienintencionada como humillante. Al fin, impul-
sado por el orgullo, y antes de conceder a otros la realización
de su buena obra del día, logra ponerse en pie. Ya va en fuga
esquivando las miradas cuando oye a una mujer: «Eso le pasa
por rabo verde».

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51. UNA VIVA VOZ

P ertenecía a una época de flecos en las frentes y crinolinas que


abultaban las caderas. Portaba guantes blancos de raso y mira ba
hacia lo alto en artificiosa ensoñación. La moda de entonces, la
mercadotecnia de entonces en la funda del viejo disco de aceta-
to rescatado en un bazar. La voz de su cantante favorita de la
adolescencia convocando a la mínima apertura de las cortinas
siempre cerradas en el departamento de la vecina de enfrente.
Justo por esos días fue enviado a Seattle por motivos de tra-
bajo. La ausencia programada en principio para una semana se
prolongó tres meses. A su regreso, un periódico de los muchos
acumulados informaba en páginas interiores sobre el deceso de
Blanca Estela Moreno, «Cantante de éxito en los años sesenta
del siglo pasado». Abiertas de par en par, las cortinas del depa r-
tamento de enfrente enmarcaban ahora a una joven pareja con
tres niños bulliciosos.
Se sirvió un vaso de whisky y encendió un cigarro; apuró el
whisky y acentuó el mareo fumando profunda y reiteradam ente.
Un tren pitó en la avenida cercana, donde hacía mucho ya no
había rieles.

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52. SUEÑO CON VIGILIA

N oel sueña la casa en que vivió setenta años antes en su ciu-


dad natal, cuando era niño; la sueña como si allí hubieran trans-
currido todos los años de su vida, la sueña incluso en detalles
hasta ese momento olvidados. En esa casa un herman ito ha des-
aparecido en la mañana y se le busca por todos los rincones con
la pesadumbre de siete décadas sin saber sobre su paradero.
Avanzada la tarde alguien levanta la tapa de la cisterna y lo
encuentra. Habiéndose ahogado niño, se le recupera anciano: la
muerte no le ha impedido crecer en los setenta años comprimi-
dos en un día. Noel se asoma al portillo; no ve el cuerpo y sin
embargo constata el deceso en los diminutos cisnes blancos y
negros, algunos tan minúsculos que parecen hallarse en trance
de extinción por empequeñecimiento. Nadan entonando al com-
pás de sus cuellos de adagio el más doliente réquiem jamás
compuesto. A continuación plasman una desoladora viñeta vi-
viente en que los de un color forman el fluido en que nadan los
del color opuesto. La congoja es tal que no la soporta y huye de
la casa. Camina presuroso, casi corre por la Tercera Poniente;
pasa por La California, por el estanquillo, por la tien da de ul-
tramarinos; pasa por el salón de belleza, la botica, la quincall e-
ría, la paragüería y el sitio de coches de alquiler. Llega a la
plaza de armas y al pie de la estatua del cura Miguel Hidalgo,
despierta.
La zozobra se agiganta ya despierto pues no c onsigue aclarar
si tuvo un hermanito o fue unigénito, si regresó al terruño a los
funerales de su padre y años después a los de su madre, si sus
hijos habían alcanzado ya la madurez, si había existido en su
vida una tal Patricia...
Al mediodía la atmósfera del departamento se torna irresp i-
rable y lo compele a refugiarse en la calle. Deambula por el
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Centro Histórico, por la Alameda Central, por Chapultepec …
Pero a donde vaya, los ecos del réquiem lo siguen de lejos,
imprecisos entre el recuerdo nefasto del s ueño y la sensación
audible. La jornada transcurre con la certeza de que suspendió
prematuramente el sueño y con el augurio de que deberá co n-
cluirlo, porque en su apresuramiento por despertar ha traído a la
vigilia vastos segmentos del sueño y ha dejado en él parte de sí.
En un escaparate su imagen le devuelve la última mirada an-
tes de seguir su propio derrotero. A partir de ahí todo paso es un
continuo rezagarse. El no retorno invade el espacio desocupado
y sus vivencias empiezan a fragmentarse en los recuerdos mar-
ginales de otros.
Al filo del crepúsculo se deja caer en una banca del parque
Juárez. Se entretiene con un alboroto de pájaros que se acom o-
dan en los árboles y observa a lo lejos una pareja de adolesce n-
tes que se ama abstrayéndose del entorno. Su mergido en el
plasma de vigilia y sueño hace un último esfuerzo por ordenar
la retacería de recuerdos sin orden temporal que le zumba en la
cabeza como un enjambre. Y sin embargo nada ordena. Se d e-
clara vencido ante el caos. Vuelve a casa con las primeras som-
bras; allí se descubre inanimado en el lecho: ya no es.

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