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Cabe mencionar también a la intimidad no como algo cerrado al otro, sino como
lo que se abre como personas. No es un espacio cerrado en el cual nadie puede entrar, al
contrario, es abierto, se muestra al otro, es relacional. De tal modo que no hay otro
modo de apertura personal total que la realizada en la intimidad. Esto se demuestra tanto
en el lenguaje corporal como en el lenguaje hablado. Puesto que, una persona al hablar
con otra, a través de sus expresiones faciales y del contenido de su mensaje se está
dando a conocer, está expresando su ser mismo, en su identidad y en su mismidad. A
propósito de esto, Martin Heidegger, en su libro “Hörlderlin y la esencia de la poesía”,
manifiesta que por medio del lenguaje se desvela al ser, pues en él, el ser se da y es
necesario saber escucharlo. Por tanto, para Heidegger el lenguaje se convierte en la
morada del ser[2]. Por lo dicho anteriormente queda claro, entonces, que la intimidad no
está cerrada herméticamente al otro, sino es un abrirse en un nivel más alto.
Por otro lado, el cristianismo ve con otros ojos a la intimidad, la mira de una
manera más trascendente. Para el cristiano la intimidad es un lugar de encuentro con
Dios – un Dios personal –. San Agustín en su libro “Confesiones” tiene una plegaria
que ilustrará lo dicho: “¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua tan nueva, ¡tarde te
amé! y Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba (…)”[4]. De esta
manera, expresaba el Doctor de la gracia como en la interioridad se logra el
recogimiento interior, el cual lleva a un encuentro con Dios. Tanto es así que sólo a
través del recogimiento interior profundo se puede alcanzar el nivel más alto de oración:
la contemplación. Por esto, la intimidad para el cristiano se transforma en un vehículo,
el cual te eleva hasta Dios.