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RESTAURACION DE ECOSISTEMAS Y LICENCIA SOCIAL

Una mirada desde la filosofía

Américo Schvartzman

Este año 2021, el Día Mundial del Medio Ambiente se centró, a propuesta las Naciones
Unidas, en la restauración de ecosistemas. Esta inicitiava coincide con el inicio del Decenio
de las Naciones Unidas sobre la Restauración de Ecosistemas (2021-2030) y tiene que ver
con que los seres humanos hemos estado explotando y destruyendo parte importante de los
ecosistemas de nuestro planeta. Algunos de los datos son muy conocidos, e impactantes: por
poner algunos ejemplos: cada tres segundos se pierde una superficie de bosque del tamaño
de una cancha de fútbol. Otro, en el siglo XX destruimos la mitad de los humedales del
planeta. Y el último, para no agobiar, también hemos provocado la destrucción de la mitad
de los arrecifes de coral. Los arrecifes de coral son ecosistemas subacuáticos de enorme
importancia, porque son el hábitat del 25 por ciento de todas las especies marinas.

La filosofía contemporánea aborda varias nociones que tienen mucho que ver con todo esto,
como los conceptos de injusticia epistémica, agnotología, responsabilidad por
vulnerabilidad, justicia ambiental, licencia social, entre otros. Pero no se preocupen, no
voy a desarrollar cada uno de ellos. En esta ocasión me voy a referir al de “licencia social”,
en relación con la temática que nos convoca.

Pero primero tenemos que comentar algunas cosas.

Revisar el daño hecho a los ecosistemas nos lleva a la idea de “Antropoceno”, que es un
neologismo, una palabra nueva.

A veces se dice que “lo que no nombramos no existe”. En realidad eso no es cierto: antes de
que los descubriéramos (y les diéramos un nombre), los virus, los agujeros negros y el
genoma ya existían. Lo que sí es cierto es que solo cuando nombramos, tomamos
conciencia sobre ciertas cosas o ciertos procesos. Por esa razón las personas creamos
neologismos, como llaman los términos o expresiones nuevas en una lengua. Seguramente
habrán advertido que gracias a la pandemia, todos hemos incorporado varios. Bueno,
“antropoceno” es un neologismo que ya tiene algo más de veinte años pero todavía es poco
usado. Esta palabra viene de la geología, la ciencia que estudia cómo y de qué esta hecho
nuestro planeta y su historia, lo que le fue pasando en sus millones de años de existencia.

La palabra ANTROPOCENO nació en el año 2000, en un encuentro científico, y se le


ocurrió al premio Nobel de quimica Paul Crutzen (quien murió el año pasado). En ese
congreso hablaban sobre el holoceno, la era en la que se encuentra nuestro planeta, según la
geología. Y a Crutzen, que siempre fue un hombre preocupado por la cuestión ambiental, se
le ocurrió que la palabra era incorrecta, porque en los últimos siglos “el mundo ha cambiado
mucho, y ese cambio ha sido a causa de la acción humana”. Por eso dijo, casi gritando:
“¡No estamos en el holoceno, estamos hace rato en el Antropoceno!”.

Crutzen sabía de lo que hablaba. Recibió su premio Nobel por mostrar cómo era la acción
humana la que estaba afectando la capa de ozono, produciendo un agujero que afectaba la
temperatura terrestre.
En griego, Antropos significa “ser humano”. Es decir que esta nueva etapa en la vida del
planeta tiene como característica principal nuestra acción, la acción humana. Lo que
hacemos nosotros empezó a modificar de una manera visible, mensurable, medible, al
planeta en que vivimos. Así nació este término, que en pocos años adoptaron la mayoría de
las personas que investigan en la ciencia digna, a quienes les preocupa el destino del planeta
en que vivimos, y de la vida humana y de las demás especies.

Entonces, estamos viviendo en el Antropoceno. Y usar esa palabra es ya una manera de


crear y de tomar conciencia. ¿Por qué? Porque el Antropoceno se caracteriza, como les
decia, por varios aspectos que se pueden medir. Y todos esos aspectos son preocupantes: el
aumento de la temperatura del planeta, la extinción masiva de especies, el deshielo de los
polos, la pérdida de biodiversidad, la presencia de dióxido de carbono en la atmósfera, la
acidificación de los océanos, y otras variables.

Las causas de esos datos y por lo tanto de muchas de las modificaciones que producimos en
los ecosistemas, son bien conocidas. Hay consenso científico en que las dos principales son
1) la forma en que producimos energía (el uso de combustibles fósiles), y 2) la forma en que
producimos alimentos (la agricultura y la ganaderia industriales). La ciencia digna viene
advirtiendo desde hace décadas que si no modificamos estas cosas, el cambio climático será
irreversible y sufriremos las consecuencias nosotros mismos, y las próximas generaciones.

Sin embargo, quienes lideran el mundo no parecen tomar conciencia. Por ejemplo, es muy
poco lo que se hace para dejar de usar energía basada en hidrocarburos, aunque hace tiempo
que dominamos otras alternativas. Lideres mundiales importantes incluso se manifiestan
“escépticos” respecto del cambio climático y del antropoceno. En nuestro país los distintos
gobiernos, independientemente de su color político, siguen apostando a extraer
hidrocarburos, se entusiasman con Vaca Muerta, suponen que dejará mucho dinero, y
parecen ignorar que contribuirá a empeorar las cosas. En cambio hay países que sí lo han
tomado en serio y han modificado en que producen energía. Portugal, Islandia, Noruega,
Costa Rica y Uruguay, son algunos de los países que ya están cerca del 100% de energia
limpia.

Hace poco, en abril de este año, más de cien Premios Nobel (casi todos de ciencia, pero
también de otros rubros) dirigieron una carta pública a la Cumbre Climática, pidiendo que
se deje de usar combustibles fósiles. Afirman que “es necesario actuar urgentemente para
poner fin a la expansión de la producción de combustibles fósiles, eliminar gradualmente la
producción actual e invertir en energías renovables”. Sostienen que “la crisis climática y la
consiguiente destrucción de la naturaleza” son “el gran problema moral de nuestro tiempo”.

Los Premios Nobel insisten con algo que se sabe: la quema de combustibles fósiles es lo que
más contribuye al cambio climático, porque es responsable de casi el 80% de las emisiones
de dióxido de carbono. Permitir que esa industria (petroleo, carbón y gas) continúe
creciendo es inadmisible, sostienen. Y lo dicen con toda claridad: “Durante demasiado
tiempo, los gobiernos se han quedado, escandalosamente, por detrás de lo que exige la
ciencia y de lo que un creciente y poderoso movimiento popular no deja de repetir: es
necesario actuar urgentemente”.
¿Y qué es lo que hay que hacer urgentemente? “La solución está clara: hay que mantener los
combustibles fósiles bajo tierra”, explican, y sugieren tres acciones que requieren una
acción global, en todo el planeta:

Primero, frenar cualquier nuevo proyecto de extracción de petróleo, gas y carbón, tal como
lo pide el Grupo de Expertos sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas

Segundo, eliminar la producción actual de petróleo, gas y carbón, gradualmente, mientras al


mismo tiempo se avanza en el...

Tercer punto: Invertir en un plan de acceso al 100% a las energías renovables en todo el
mundo, en una transición global justa, que apoye a las economías dependientes de esos
recursos para que puedan alejarse de los combustibles fósiles.

Entre los firmantes de este reclamo, no se preocupen, no voy a nombrar a los cien, están:
- Veintiocho Premios Nobel en Química
- Treinta y un Premios Nobel en Fisiología o Medicina
- Veintitrés Premios Nobel en Física
- Seis Premios Nobel en Economía al que hay que sumar otro economista, premio Nobel de
la Paz
- Es decir: 89 premios Nobel de ciencias

Los once restantes son Premios Nobel de la Paz y de Literatura

Si hay personas expertas entre la humanidad, son los premios Nobel de ciencias. Sus voces
deberían ser escuchadas atentamente por todas las demás personas, antes de que sea tarde. Y
lo que dicen se sabe desde hace ya bastante tiempo. Las tecnologias para producir energía de
manera limpia también existen desde hace décadas. Tienen razón los Premios Nobel al decir
que es “el gran problema moral de nuestro tiempo” y que las generaciones futuras nos lo
reprocharán.

Las preguntas que surgen frente a todo esto son inevitables. ¿Seremos capaces de escuchar
lo que reclaman estas personalidades y de reclamarles a quienes lideran para que lo hagan?
Pero si no les dan respuesta a ellos ¿Por qué nos escucharían a nosotros? ¿Quién puede
frenar estos procesos? ¿Qué sentido tiene restaurar ecosistemas si no modificamos lo que
causa el daño que pretendemos restaurar? Y sobre todo ¿qué pasa con nuestros líderes, que
no toman las medidas necesarias?

Sobre esta ultima pregunta, yo veo dos opciones: 1) Algunos no creen en lo que la ciencia
dice que está pasando, gente como Trump o Bolsonaro, o bien 2) Creen que la ciencia ya
encontrará la forma de solucionar el asunto. En los dos casos se trata de un pensamiento
mágico, inmaduro, una fe irracional frente a un problema gravísimo que, como advierte la
ciencia digna desde hace tiempo, precisamente lo que no nos da es más tiempo. Hay que
actuar ya.

Enrique Leff dice que la causa de la crisis que estamos viviendo, la causa del Antropoceno
podríamos decir, es un problema de conocimiento. Es decir, de los limites del conocimiento.
Durante mucho tiempo, desde que comenzó la revolución industrial, la humanidad no tuvo
conocimiento de lo que producía en los ecosistemas, en la naturaleza, en las otras especies,
esa forma de organización de la vida social, esa civilización que construimos. Hay quienes
afirman, incluso, que fue mucho antes. Que el Antropoceno comenzó con la revolución
agrícola, cuando los seres humanos comenzamos a modificar especies vegetales e
imponerlas por sobre las demás, ampliando sus superficies de cultivo. Y también cuando
comenzamos a domesticar animales –algunos para usarlos como herramientas, otros para
comerlos– con lo cual desde hace milenios, hicimos que un puñado de especies, a las que
modificamos a través de la cría y que por supuesto no podrían sobrevivir solas en la
naturaleza, fueran las más numerosas del planeta. ¿Sabían que –sin contar insectos ni
crustáceos– las especies más numerosas del planeta son las que “inventamos nosotros”, que
no existían como tales en la naturaleza, como la gallina, la vaca, el cerdo, la oveja, el
caballo, el buey, etc? E incluso las que se nos asociaron, como las ratas…

Por supuesto que nuestros ancestros, hace nueve mil años, cuando iniciaron esa revolución
no tenian conocimiento de lo que causaría en otras especies. Y por supuesto cuando se inició
la revolución industrial, hace casi tres siglos, nuestros antepasados tampoco podían
imaginar que causarían el cambio climático y la extinción de miles de especies cada año…

Por eso es cierto que las crisis que arrastramos son una evidencia de los límites de nuestro
conocimiento. Pero eso, si excusa en alguna medida el comportamiento de nuestros
ancestros, ya no vale para nosotros. Hace mucho que sabemos que esto está ocurriendo.

Y a mí me cuesta creer que líderes inteligentes, informados, actualizados, razonen así. Por
eso a veces creo que hay una tercera opción, una tercera causa de la inoperancia de los
actuales Gobiernos de todo el mundo: 3) Quizás los líderes no se animan a hacer lo que se
debe hacer. Temen al costo político. ¿Se imaginan frenar el desarrollo de todos los proyectos
de explotacion de petroleo, gas y carbón?

Y aquí es donde creo que empieza a cobrar importancia la idea de la “licencia social”, la
incorporación de esa expresión. ¿Y qué es la licencia social?

La licencia social es una respuesta a una pregunta que la filosofía se hace desde hace mucho
tiempo, y que las comunidades solo empezamos a plantearnos recientemente. Esas
preguntas son: ¿Cómo se deben tomar las decisiones acerca de cuestiones que nos van a
afectar a muchas personas? ¿Quiénes deben participar del proceso por el cual se autoriza
una acción privada de alcance social, cuando se sospecha que será riesgosa para la salud o el
ambiente o la evidencia científica indica que lo será? ¿Está legitimado un órgano del Estado
para resolver o autorizar acciones que nos perjudicarán a otras personas, sin que esas
personas tengan la posibilidad de dar su opinión, y mucho menos, de decidir al respecto?

Qué tema ¿no? Es quizás una de las discusiones contemporáneas más importantes y,
paradójicamente, casi nunca es abordada en estos términos. Por lo general, se discute
cuando se consumó algún hecho que amenaza a las comunidades, o peor aun, cuando el
desastre ya se produjo. Un ejemplo del primer caso fue la autorización a la instalación de
Botnia frente a Gualeguaychú. Un caso del segundo tipo fue el derrame de un millón de
litros de solución cianurada en San Juan, en la Mina Veladero, en 2016.
En Entre Rios, por ejemplo, el Superior Tribunal de Justicia –un grupo de nueve personas–
resolvió que se puede fumigar con veneno a pocos metros de las escuelas. (Veneno, sí,
porque aunque se disimule llamándolo "fitosanitarios", es veneno: para quienes no saben
cómo funciona, detengámonos un segundo para comentar cómo funciona: se modifica
genéticamente una especie vegetal, para que resista a un determinado producto toxico; ese
producto se aplica para matar todo aquello que no ha sido inmunizado. Está claro que se
trata de un veneno).

Nueve personas resolvieron por todos nosotros y sin consultarnos. Difícilmente esas nueve
personas, tan inteligentes, tan estudiosas que han llegado a ocupar el máximo lugar en la
cúspide de la justicia entrerriana, tan informados que en fallos anteriores habían resuelto
exactamente en contrario, difícilmente vivan a menos de cien metros de una escuela rural.
¿Hubieran resuelto lo mismo en ese caso?

Y de nuevo la pregunta: ¿pueden ellos decidir en nombre de las personas que serán
afectadas? ¿Es ético? ¿Es democrático?

Para la filosofía está claro que no. Ni ético, ni democrático. Nadie puede decidir por otros,
porque en eso consiste la idea de autonomía. Es la misma razón por la que no puede haber
más esclavitud, aunque parezca exagerado. Pero en eso consiste la idea de autonomía. Pero
cuando trasladamos la idea de autonomía de lo individual hacia lo colectivo, hablamos de
“soberanía”. Y ahi volvemos a la cuestión inicial: en Atenas, cuando nació lo que llamamos
democracia, era un principio de sentido común: ¿Cuál era ese principio? Que “Si algo afecta
a todos, debemos decidirlo entre todos”.

Claro que ese todos no incluía a todos, porque no todos-todos eran ciudadanos; al contrario,
una minoría eran ciudadanos. En Atenas había esclavos, y tampoco las mujeres eran
ciudadanas. Pero hoy, ciudadanos somos todos, ya no excluimos a nadie de la ciudadanía.
Así que ¿estamos de acuerdo en que si algo nos afectará a todos, debemos decidirlo entre
todos?

Yo creo, y esto es lo más importante que tengo para decirles, que en la respuesta a esta
pregunta está la clave de la respuesta que demos a los problemas ambientales.

Quienes defienden el actual estado de cosas defienden la respuesta negativa a mi pregunta.


Gobiernos, expertos y comunicadores dicen que a estas cosas las deben definir ellos, no las
puede decidir la comunidad, porque (según ellos) no sabemos de estas cosas.

Y lo cierto es que una respuesta negativa permite que todo siga como está: las personas que
votamos dicen que deciden según lo que le dicen los expertos. Pero es mentira. Deciden
según lo que les dicen algunos expertos, los expertos vinculados a las empresas, los expertos
que representan a quienes ganan con este sistema que destruye ecosistemas, que destruye
especies, que destruye las posibilidad presentes y futuras de la humanidad, expertos
interesados, expertos en hacerles ganar dinero a algunas personas, y no expertos en que
todos vivamos mejor.

¿Por qué digo esto? Porque ya vimos que los principales expertos del mundo –los premios
Nobel, los investigadores e investigadoras de la ciencia digna, los equipos de trabajo e
investigación en Cambio Climático de las Naciones Unidas– les dicen con toda claridad lo
que deben hacer… y no lo hacen.

Entonces, a quienes planteamos este tipo de cosas, nos descalifican diciendo que
practicamos un “ambientalismo bobo”, que esto frena el progreso, que necesitamos dinero
para hacer una sociedad sustentable y que está bien que el dinero salga, por ejemplo, de
Vaca Muerta, o de la agroindustria depredadora. Y de paso, nos dicen que no hay otra
manera de hacer las cosas.

Pero en cambio hay una enorme cantidad de expertos, los de la ciencia digna, que nos dicen
que sí podemos vivir de otra manera, que sí se pueden hacer las cosas de otro modo, y
muestran una gran cantidad de evidencia y de conocimiento que lo demuestra.

Entonces, quienes queremos que las cosas no sigan así, podemos dar una respuesta positiva
a mi pregunta. Podemos decir: yo quiero que se instrumente la consulta a las comunidades.
Yo quiero que las comunidades puedan escuchar a todos los expertos y formar su opinión, y
prefiero confiar en el criterio de las comunidades y no en de los líderes que solo escuchan y
hacen lo que le dicen los expertos que ponen las empresas.

En conclusión: debemos exigir que en todos los casos en que exista algun tipo de riesgo
para la comunidad, se ponga en marcha el mecanismo de consulta a la ciudadanía.

La buena noticia es que ya tenemos elementos jurídicos para reclamarlo: un detalle que
gobiernos, expertos y comunicadores que se oponen a la licencia social no mencionan:
nuestro país ya ha firmado compromisos internacionales en ese sentido.
El primero de ellos es la Declaración de Río sobre Medio Ambiente y Desarrollo, de 1992,
que establece en su Principio 10 que “el mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es
con la participación de todos los ciudadanos interesados, en el nivel que corresponda”, y
obliga a los Estados a “facilitar y fomentar poniendo la información” al alcance ciudadano
“la oportunidad de participar en los procesos de adopción de decisiones”. Nuestro país no
solo es firmante: desde 2013 integra la mesa directiva del grupo de países que pide que se
aplique el Principio 10.

Hay más. En septiembre del año pasado, el Congreso de la Nación ratificó el Acuerdo de
Escazú, que también incluye este principio en su artículo 7°, cuando establece “el derecho
de la ciudadanía a participar en la toma de decisiones ambientales, especialmente cuando
existan acciones que puedan tener un impacto significativo sobre el medio ambiente o para
la salud de la población”.

Como es sabido, los tratados sobre derechos humanos que la Argentina ratifica pasan a tener
jerarquía constitucional. De modo que se puede afirmar con certeza que el principio
fundante de la licencia social, la idea que de la ciudadanía debe participar en la toma de
decisiones que la afectan, ya está presente en nuestro entramado institucional.
Desde la filosofía y desde la ciencia, cada vez son más las voces que plantean exactamente
lo mismo: que las cuestiones ambientales no pueden resolverse sin la participación de las
personas que pueden ser afectadas. De eso habla la propuesta de dos reconocidos científicos
y epistemólogos, el argentino Silvio Funtowicz y el británico Jerome Ravetz, autores de un
libro de enorme impacto en el que proponen precisamente eso.
Nos dicen las Naciones Unidas que restaurar los ecosistemas significa prevenir, detener y
revertir el daño, pasar de explotar la naturaleza a curarla. Para eso se propone el Decenio de
las Naciones Unidas sobre la Restauración de Ecosistemas (2021-2030), una misión global
para revivir miles de millones de hectáreas, desde bosques hasta tierras de cultivo, desde la
cima de las montañas hasta las profundidades del mar. Porque (y sigo citando a la ONU)
solo con ecosistemas saludables podemos mejorar los medios de vida de las personas,
contrarrestar el cambio climático y detener el colapso de la biodiversidad.

“La aparición de la COVID-19 también ha demostrado lo desastrosas que pueden ser las
consecuencias de la pérdida de ecosistemas. Al reducir el área de hábitat natural para los
animales, hemos creado las condiciones ideales para que los patógenos, incluidos los
coronavirus, se propaguen”. Insisto con esto: no lo digo yo, lo dicen los expertos de las
Naciones Unidas.

Cierro volviendo a lo que sostuve al comienzo: lo que nos diferencia como especie es que
hablamos y mediante el lenguaje acumulamos conocimiento y podemos darle forma a
realidades que aun no existen. Incorporar palabras es necesario para tomar conciencia y
poder nombrar lo que ocurre, lo que no queremos y lo que queremos.
Mis conclusiones entonces son:
- No habrá remediación de ecosistemas sin participación de la comunidad, porque los líderes
solo escuchan a una clase de expertos.
- La palabra Antropoceno tiene que ser incorporada a la discusión pública, para que se
entienda lo que está en juego;
- Junto con ella debe ser incorporada la expresión “licencia social”, que ya está en nuestro
entramado legal, así que en cada conflicto socioambiental debemos exigirla. Debemos
obligar a nuestros líderes a tomar estos temas en serio.
De ese modo, quizás, podamos evitar que el Antropoceno sea la última era geológica para
nuestra especie.
Muchas gracias.

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