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WILLIAM GIBSON - El Continuo de Gernsback
WILLIAM GIBSON - El Continuo de Gernsback
WILLIAM GIBSON
Supongo que todo empezó en Londres, en esa falsa taberna griega de Battersea
Park Road, con el almuerzo de la corporación de inversiones de Cohen. Una
insípida comida al vapor, y aún les costó treinta minutos encontrar un cubilete
con hielo para el retsina. Cohen trabaja para Barris-Watford, la cual publica
libros de gran formato en rústica, a la moda, sobre "artesanías
industriales":historias ilustradas de los letreros de neón, de las máquinas del
millón, de los juguetes de cuerda del Japón ocupado. Había ido para fotografiar
un serie de anuncios de zapatillas deportivas; chicas californianas, con piernas
bronceadas y juguetonas zapatillas fosforescentes me habían estado gastando
bromas, desde abajo de las escaleras mecánicas de Saint John Wood hasta los
andenes de Tooting Bec. Una joven agencia ambiciosa y poco rentable había
decidido que "lo misterioso del transporte londinense" vendería zapatillas
vulcanizadas de nailon. Ellos deciden, yo fotografío. Y Cohen, al que yo
conocía vagamente de los viejos tiempos de Nueva York, me había invitado a
almorzar el día anterior a mi salida desde Heathrow. Trajo consigo a una joven
vestida muy a la moda, llamada Dialta Downes, la cual virtualmente no tenía
barbilla y era una reconocida historiadora del arte pop. Al recordarla, la veo
caminar al lado de Cohen, bajo un letrero de neón colgante que destellaba: POR
AQUÍ SE VA A LA LOCURA, en grandes letras sin remate.
Cohen nos presentó y explicó que Dialta era la primera promotora del último
proyecto de Barris-Watford, una historia de lo que ella llamaba "la
aerodinámica modernidad americana". Su título de trabajo era La futurópolis
aerodinámica: el mañana que nunca llegó.
Hay una obsesión británica por los elementos más barrocos de la cultura pop
americana, algo parecido al fetiche "vaquero-indio" propio de los alemanes, o a
la aberrante afición francesa por las películas del bueno de Jerry Lewis. Esto se
manifestaba en Dialta Downes en su manía por una forma única de arquitectura
americana, de la cual la mayoría de los americanos apenas son conscientes. Al
principio no estaba seguro de lo que estaba hablando, pero poco a poco
comencé a caer en la cuenta. Me encontré recordando la televisión de los
cincuenta los domingos por la mañana.
Algunas veces, en las emisoras locales, pasaban como relleno viejos rollos
rayados de películas. Te sentabas allí con tu sándwich de mantequilla de
cacahuete y tu vaso de leche, y un pomposo y estático barítono de Hollywood te
contaba que tendrías-un-coche-volador-en-tu-futuro. Y luego tres ingenieros de
Detroit se movían alrededor de un viejo Nash con aletas, y más tarde lo veías
correr a toda velocidad por alguna pista desierta de Michigan. Realmente nunca
lo veías despegar, pero seguramente volaba hacia la tierra de Nunca Jamás de
Dialta Downes; el auténtico hogar de una generación tecnófila sin ningún tipo
de inhibición. Estaba hablando sobre estas curiosidades de lo "futurístico"; en
América, pasas diariamente al lado de la arquitectura de los treinta y cuarenta:
los cines con marquesinas estriadas para transmitir cierta misteriosa energía, los
almacenes baratos con fachadas de aluminio acanalado, las sillas de tubos
cromados cubriéndose de polvo en los recibidores de hoteles de paso. Ella veía
estas cosas como fragmentos de un mundo onírico, abandonado en el
despreocupado presente; y quería que lo fotografiase para ella.
A la hora del café, Cohen sacó un grueso sobre de papel manila, lleno de
ilustraciones satinadas. Pude ver las estatuas aladas que guardan la presa
Hoover, sombreros ornamentales de cemento de diez metros inclinándose con
simetría ante un huracán imaginario. Vi una docena de fotografías del edificio
Johnson Wax de Frank Lloyd Wright junto a portadas de la revista de pulp
Amazing Stories, realizadas por un artista llamado Frank R. Paul. Los
empleados del Johnson Wax deben de haberse sentido como si estuvieran
caminando por una de esas utopías populares de Paul pintadas con aerógrafo. El
edificio de Wright parecía haber sido diseñado para gente vestida con togas
blancas y sandalias de charol. Tuve mis dudas respecto al boceto de un avión de
línea propulsado a hélice particularmente gigantesco, una sola ala como un
grueso y desproporcionado boomerang, con ventanas en lugares inusuales.
Flechas indicadoras señalaban la localización de una gran sala de baile y de dos
pistas de squash. Estaba fechado en 1936.
-Oh no, completamente imposible, incluso con esas doce gigantescas hélices,
pero les encantaba su aspecto, ¿ves? De Nueva York a Londres en dos días,
comedores de primera clase, camarotes privados, bailando jazz durante la
noche... Los diseñadores eran entonces populacheros, ¿ves? Intentaban dar al
público lo que quería. Y lo que quería era el futuro.
-Piensa en ello -me había dicho D-ownes- como en una suerte de América
alternativa, unos años ochenta que nunca existieron, una arquitectura de sueños
rotos.
Y miré hacia arriba para ver una cosa con doce motores, como un gigantesco
boomerang, todo ala, zumbando camino al este con la gracia de un elefante, tan
bajo que podía ver los remaches de su pálida y plateada superficie y podía
escuchar, tal vez, un eco de jazz.
Se lo conté a Kihn.
-Es bueno -dijo Kihn, limpiando sus gafas amarillas polarizadas en el sebo de su
camisa hawaiana-, pero no es mental, carece del genuino pelaje.
-¿Una qué?
-Una cabeza de oso. La cabeza cortada de un oso. Esa cabezoso, ¿sabes?, estaba
flotando por ahí solita, en su pequeña bandeja voladora que se parecía a los
tapacubos del Caddy de coleccionista que tiene el primo Wayne. Tenía ojos
rojos brillando como dos brasas de puro y antenas telescópicas de cromo que le
salían de detrás de sus orejas -Kihn eructó.
-Si quieres una explicación más sofisticada, te diría que se trata de un fantasma
semiótico. Todas esas historias de contactados, por ejemplo, están montadas
sobre una suerte de imaginería de ciencia ficción que impregna nuestra cultura.
Podría admitir a los extraterrestres, pero no a extraterrestres que se parecen a
los del cómic de los cincuenta. Hay fantasmas semióticos, fragmentos de
imaginería de la cultura profunda que se desgajan y toman vida propia, como las
aeronaves a lo Verne que esos viejos granjeros de Kansas veían todo el tiempo.
Pero lo que tú viste fue un tipo diferente de fantasma, eso es todo. Ese avión
formó parte alguna vez del subconsciente de masas. De alguna manera tú lo
recogiste. Lo importante es no preocuparse demasiado.
Kihn peinó su pelo rubio con entradas y salió a ver lo que Ellos habían tenido
que decir últimamente en la frecuencia del radar; corrí las cortinas de mi
habitación y me tumbé en la oscuridad con el aire acondicionado funcionando
para seguir preocupándome. Todavía estaba en ello cuando me desperté. Kihn
había dejado una nota en mi puerta; volaba hacia el norte en un avión chárter
para comprobar un rumor acerca de la mutilación de ganado (los "mutis", los
llamaba él, otra de sus especialidades periodísticas).
Me fui a comer, me duché, tomé una pastilla para adelgazar medio desmigada,
que había estado dando tumbos por mi estuche de afeitado durante tres años, y
me dirigí a Los Ángeles.
Las noches del desierto, en ese país, son enormes. La luna está más cerca. La
miré durante un buen rato, y decidí que Kihn estaba en lo cierto. Lo principal
era no preocuparse. A diario, por todo el continente, gente mucho más normal
que lo que yo nunca he aspirado a ser veía pájaros gigantescos, yetis, refinerías
de petróleo volantes... Eso era lo que le daba trabajo y dinero a Kihn. ¿Por qué
debía estar molesto por un fragmento de la imaginación pop de los treinta que
andaba suelto sobre Bolinas? Decidí ir a dormir con nada peor de qué
preocuparme que las serpientes de cascabel y los hippies caníbales, a salvo
entre la basura de la cuneta de mi propio "continuo" familiar. Por la mañana
bajaría a Nogales y fotografiaría los viejos burdeles, algo que había querido
hacer durante años. La píldora de adelgazamiento había dejado de dar guerra.
Mi cuello estaba rígido y sentía los globos oculares rozar contra las cuencas.
Una pierna se me había dormido apretada contra el volante. Palpé en el bolsillo
de mi camisa de faena buscando las gafas hasta que finalmente las encontré.
Los libros de los años treinta estaban en el maletero; en uno de ellos había
bocetos de una ciudad idealizada inspirada en Metrópolis y Things to Come,
pero lo mostraban todo ascendiendo hacia unas perfectas nubes de arquitecto,
además de puertos para zepelines y agujas de delirante neón. Esa ciudad era un
modelo a escala de la que tenía a mis espaldas. Un chapitel sucedía a otro como
en los escalones de un resplandeciente zigurat, subiendo hasta la torre central de
un templo dorado que estaba rodeado por los locos anillos de radiador de las
gasolineras de Mongo. Se podía ocultar el Empire State Building en la más
pequeña de esas torres. Carreteras de cristal se elevaban entre las agujas,
atravesadas y vueltas a atravesar por suaves formas plateadas, como gotas de
mercurio derramándose. El aire estaba abarrotado de naves, gigantescas alas
voladoras, minúsculos objetos plateados en forma de flecha (en ocasiones, una
de esas rápidas formas plateadas se elevaba grácilmente en el aire, desde los
puentes celestes, y volaba hacia arriba para unirse al baile), aeróstatos de una
milla de longitud, cosas en forma de libélula que parecían autogiros...
Cerré los ojos con fuerza y me di la vuelta en el asiento. Cuando los abrí, me
esforcé en ver el cuentakilómetros, el blanco polvo de la carretera en la guantera
de plástico negro, el desbordado cenicero. Los cerré.
-Psicosis anfetamínica -me dije. Abrí los ojos. La guantera estaba allí, así como
el polvo y las colillas aplastadas. Con mucho cuidado, sin mover la cabeza,
encendí los faros.
Eran rubios. Estaban al lado de su coche, un aguacate de aluminio con una aleta
de tiburón saliendo del centro y pulidos neumáticos negros, como los de un
juguete de niño. El le rodeaba con su brazo por la cintura y gesticulaba hacia la
ciudad. Ambos vestían de blanco, ropajes sueltos, las piernas descubiertas e
inmaculadas sandalias blancas. Ninguno de ellos parecía percibir la luz de mis
faros. Él le decía algo en un tono sabio y confiado y ella asentía.
Repentinamente me aterroricé, me aterroricé pero de un modo completamente
diferente. La lucidez había dejado de ser la cuestión; sabía que, de alguna
manera, la ciudad que estaba detrás era Tucson, un Tucson soñado, vomitado
por el anhelo colectivo de toda una época. Esto era real, completamente real.
Pero la pareja que había frente a mí vivía dentro, y ellos eran los que me
aterrorizaban.
Tras de mí, la ciudad iluminada: los reflectores recorrían el cielo por el simple
placer de hacerlo. Los imaginaba llenando plazas de mármol blanco, en orden y
alerta, sus claros ojos brillando entusiasmados por sus calles completamente
iluminadas y llenas de coches plateados.
John -oí que decía la mujer-, hemos olvidado tomar nuestras pastillas de
alimentación. Y con un click sacó dos pastillas brillantes de un pequeño
depósito de su cinturón pasándole una a él. Volví a la carretera y me dirigí a Los
Ángeles, sacudiendo la cabeza estremecido.
-Sí, eso es extraño. ¿Intentaste tomar alguna foto? No es que vayan a salir, pero
le añade cierto toque intrigante a tu historia, el no tener fotos resulta...
Luego me rogó que le dejara, aludiendo una cita de madrugada con el Electo.
-¿Con quién?
Los Ángeles fue una mala idea, y estuve allí dos semanas. Era el país primordial
de Downes, allí había muchos fragmentos del Sueño aguardándome para
asaltarme. Casi estrellé el coche en el estrechamiento de una salida, cerca de
Disneylandia, donde la carretera se desplegó, como en un truco de papiroflexia,
y me dejó esquivando siseantes gotas de cromo con aletas de tiburón en una
docena de minicarriles. Todavía peor, Hollywood estaba llena de gente que se
parecía demasiado a la pareja que había visto en Arizona. Contraté a un director
italiano que estaba a punto de irse y que intentaba ganar algo de dinero hasta
que llegara su barco con trabajos de revelado e instalando enlosados en los
bordes de las piscinas. Hizo revelados de todos los negativos que había
acumulado para el trabajo de Downes. No quise echar un vistazo al material. A
Leonardo no pareció importarle y, cuando terminó, comprobé las copias
pasándolas a toda prisa, como si fueran una baraja de naipes, y las mandé por
correo aéreo a Londres. Luego tomé un taxi para ir al cine donde echaban Nazi
Love Motel manteniendo los ojos cerrados durante todo el trayecto.
-Qué asco de mundo en el que vivimos, ¿eh? -el quiosquero era un negro
delgado con dientes estropeados y un evidente peluquín. Asentí, rebuscando el
cambio en mis vaqueros, ansioso por encontrar un banco en el parque donde
poderme sumergir en la duras evidencias de la casi distopía humana en la que
vivimos-. Pero podría ser peor, ¿eh?