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(23 de agosto de 1960 discurso de Raúl Porras Barrenechea ante la

VII reunión de Cancilleres.)

Señor presidente, Señores Cancilleres:

En 1826, al reunirse en Panamá por convocatoria de


Bolívar y de la Cancillería Peruana, hecha desde Lima,
dos días antes de la batalla de Ayacucho, el 7 de
diciembre de 1824, la primera Asamblea Anfictiónica
de los pueblos de América, decía el delegado peruano
Vidaurre, con énfasis americanista: "Hemos sido los
primeros en concurrir al lugar destinado a formar los
eternos pactos de amistad y alianza entre todas las
Américas".

He ahí prefijada, desde 1826, la vocación unitaria y


conciliadora del Perú en el ámbito americano. Ella arrancaba desde muy lejos
y tenía las más hondas raíces telúricas. En la behetría primitiva de América,
los Incas fueron los primeros en forjar una gran unidad política sobre la base
del respeto de la personalidad de los pueblos incorporados a su influjo
civilizador, desterrando la violencia y la fuerza, respetando las creencias y los
usos de los pueblos coaligados y llevando sus ídolos para colocarlos, en señal
de reverencia, en el Templo del Sol.

De aquel remoto legado indígena, que no logró borrar sino que acentuó y
afirmó el humanismo español de teólogos y juristas frente a la voluntad de
poder de los conquistadores, brotó también la vocación de paz y justicia y el
sentido de equidad del pueblo peruano que hizo realidad la utopía socialista
de la igualdad económica entre los hombres y la justa distribución de la
riqueza, creando el topu, la medida igual de tierra para todos los súbditos del
Imperio y magnífico anticipo de las incipientes reformas agrarias de nuestro
tiempo.
El Perú, en el que ha predominado étnicamente la sangre indígena aunada al
espíritu ético de España, ha sido siempre en la historia un camino de
fraternidad y de armoniosa conciliación de contrarios. En su territorio, situado
en la encrucijada de todos los caminos de la América del Sur, se conjugaron
y fundieron las oleadas culturales de Aztecas, de Mayas y de Chibchas y hasta
el mítico e hirsuto primitivismo de caribes y arawaks. Lima fue el centro del
comercio y de la ilustración sudamericana, y, en la hora de la emancipación,
coincidieron en nuestro suelo las corrientes libertadoras del Norte y del Sur
para ganar en territorio peruano la batalla fraternal de Ayacucho. Ese deber y
ese destino telúrico fueron mantenidos por el Perú a través de su evolución
republicana. En un período de auge económico y de predominio político
sudamericano, el Perú eludió las soluciones de fuerza, buscó la coordinación
jurídica y la solidaridad de intereses y de ideales de la América Latina.

Convocó desde Lima al Congreso Americano de 1847 para afianzar la


independencia, resguardar la integridad territorial de nuestros pueblos, repeler
la invasión extranjera y uniformar los principios del derecho internacional, de
modo tal que la América toda crezca como una sola familia. El Canciller
peruano Paz Soldán, al instruir a su Plenipotenciario ante ese Congreso le
indicaba que debía procurar la formulación de tratados que afianzasen la
independencia, soberanía e instituciones de cada una de las naciones
americanas, "de manera que ningún poder extraño pueda atentar impunemente
contra intereses y objetos tan importantes de que depende la existencia y
bienestar de nuestras naciones".

El Perú convocó también a la Unión y Confederación Americana ante los


asomos de intervención extranjera en el siglo XIX, mientras dormían los
Monroes. Promovió la reunión de los pueblos del Pacífico para oponerse a la
expedición monarquista de Flores, apoyada por los albaceas de la Santa
Alianza, se opuso a las intervenciones en México y Santo Domingo, dio su
apoyo pecuniario a Costa Rica para rechazar la intervención filibustera de
Walker y convocó a la solidaridad defensiva contra los intentos de conquista
española, a Chile, Ecuador y Bolivia, en la Cuádruple Alianza del Pacífico
que culminó gloriosamente en el Callao el 2 de Mayo de 1866. Más tarde
buscó la coordinación jurídica en 1875, propuso la formación de un zollverein
americano y reunió un Congreso de Jurisconsultos en Lima en 1868. Ello
explica claramente -he dicho otra vez- la posición internacional del Perú en
nuestro siglo, su adhesión obstinada a las soluciones de derecho y de paz, su
acatamiento a los fallos internacionales, su fe en la conciliación internacional,
su cooperación a la Sociedad de las Naciones bajo el signo wilsoniano y su
contribución a la Carta de San Francisco y a la defensa de los valores de la
civilización humanista y cristiana dentro del marco de las Naciones Unidas.
El Perú ha declarado, por otra parte, en las Naciones Unidas así como en las
Conferencias de Cancilleres de Washington y Santiago, su adhesión invariable
al principio de no intervención venga ésta de donde viniere, su respeto a la
personalidad del Estado como base del orden internacional y a la libre
determinación de los pueblos.

Ha declarado, asimismo, reiteradamente, que considera como base del


sistema democrático la promoción del desarrollo económico de nuestros
pueblos, la elevación del nivel de vida de los trabajadores latinoamericanos
continuamente acechada por la agresión económica que significa la política
de cuotas y subsidios y la instauración de un nuevo interamericanismo
contrario a todas las formas de explotación que promueva el mayor adelanto
industrial y el amplio disfrute, por parte de nuestros pueblos, de sus riquezas
naturales.

Estos hechos marcan una trayectoria y una conducta a la que se ciñó el pedido
de convocatoria de una Reunión de Consulta de los Cancilleres Americanos
hecha por el Perú "para considerar, según lo dijo la propuesta de 12 de julio
último, las exigencias de la solidaridad continental, de la defensa del sistema
regional y de los principios democráticos americanos ante las amenazas
externas que puedan afectarlos". Formulada en términos de absoluta
neutralidad y propósito de conciliación, ella no contuvo índice alguno de
acusación contra nadie y tendió, como lo declaré a raíz de la presentación ante
la 0EA, a promover todo lo que une y no lo que separa. Recogía sin saberlo la
explicación cimera que Martí dio a la unidad americana cuando expresó que
"La América ha de promover todo lo que acerque a los pueblos y de abominar
todo lo que los aparte". En esto como en todos los problemas humanos, dijo
el héroe y poeta cubano, el último de nuestros libertadores, el porvenir es el
de la paz.La situación internacional justificaba nuestra propuesta. Pese a los
acuerdos y resoluciones aprobados en agosto de 1959, por la Quinta Reunión
de Consulta de Santiago, la tensión existente en la zona del Caribe lejos de
mejorar había empeorado por obra de múltiples y complejos factores, no sólo
políticos sino económicos, particularmente por el desequilibrio entre las
premiosas necesidades de nuestros pueblos y la escasez de recursos para
satisfacerlas. El peor elemento de inseguridad en el Caribe era, sin duda, la
política de extorsión del Gobierno de Santo Domingo, violatoria de los
derechos humanos, y sus actos de intervención y agresión contra los gobiernos
democráticos, particularmente contra el de Venezuela. Esa conducta acaba de
ser enjuiciada por la Sexta Reunión de Consulta con tanta energía que nuestro
sistema regional se ha robustecido y prestigiado con esto.

El panorama cargado de sombras se empeoró progresivamente por las


tensiones surgidas entre Cuba y los Estados Unidos, por las represalias
adoptadas por una y otra parte y las amenazas de ruptura del sistema
interamericano agravadas por la intromisión del primer ministro del gobierno
soviético, cuyo objetivo evidente era el de atizar la discordia en el Caribe,
desquiciar el sistema continental e impulsar la penetración soviética en el
medio propicio de los países americanos subdesarrollados.

La doctrina y la praxis del interamericanismo están basadas, desde el


Congreso de Panamá, en el mantenimiento del principio de no intervención y
en la defensa del sistema democrático. La anacrónica doctrina de Monroe, que
tuvo como finalidad impedir la intervención europea en América, que cumplió
una función defensiva en algunos casos y se arrogó prerrogativas de tutela
moral, ha sido sustituida por pactos multilaterales como los enderezados en la
actualidad a impedir cualquier intervención extracontinental, pero, sobre todo,
a desarrollar nuestras propias instituciones y disfrutar de nuestra
independencia.

El sistema Interamericano ha significado un esfuerzo secular para constituir


un sistema jurídico propio, distinto del de Europa y otros continentes,
libremente aceptado por todos sobre la base de la integridad y de la
independencia de nuestros Estados. No obstante las diferencias étnicas y
psicológicas entre los Estados Unidos y la América Latina, han logrado
formularse, favorecidas por razones geográficas, normas y aspiraciones
comunes. Si Europa, tensa de rivalidades, de credos y de castas, fue siempre,
según Jaspers, el continente de la lucha y de la guerra, en América se han
favorecido en todo momento las fuerzas de integración de sus diversos
elementos étnicos, buscando en los principios del derecho y no en la fuerza el
lazo de una permanente solidaridad política.

América Latina, distinta fundamentalmente de los Estados Unidos por su


individualismo exagerado, su idealismo tenaz, su entusiasmo por las ideas
puras y los dogmas políticos, la indisciplina de su vida política, su culto de las
ideas de humanidad e igualdad, ha erigido particularmente como norma de su
vida internacional la proscripción de la fuerza y la exclusión de los elementos
perturbadores del orden y las doctrinas disociadoras de otras partes del mundo,
que chocan, como dijo Sáenz Peña, con la fecundidad del suelo americano y
con los sentimientos de clemencia y generosidad propios de nuestra raza.

De estas inclinaciones pacíficas y solidarias han surgido los postulados, que


se han impuesto en las Conferencias Panamericanas, de exclusión de toda
hegemonía política, de defensa de la paz y de las soluciones pacíficas de las
controversias internacionales, de respeto de los derechos fundamentales de la
persona humana, de culto de la armonía y de la tolerancia, de instituciones
como el asilo que proscribe la persecución y la venganza y que han dado lugar,
como dijo García Calderón, a una confederación moral sin pactos escritos y
sin rudas sanciones. América Latina ha llevado sus ideales y los ha fusionado
con los ideales de orden y de libertad propios de la tradición puritana de los
Estados Unidos, de Washington, Jefferson y Hamilton. De ellas ha brotado la
esencia del interamericanismo.

Han coincidido fundamentalmente los Estados Unidos y la América Latina en


la defensa del principio de no intervención propugnado a la vez por Monroe y
por Bolívar. Ellos han revivido en los convenios de Río de Janeiro, de Buenos
Aires, de Lima y de Bogotá. En la Declaración de Solidaridad y Cooperación
Americana aprobada en la Conferencia de la Consolidación de la Paz, en
Buenos Aires el año 1936, las 21 repúblicas se obligaron a sostener el
principio de "democracia solidaria en América", conforme al cual los actos
susceptibles de perturbar la paz afectan a todas y cada una de ellas.

Estos principios han sido reiterados por los artículos 24 y 25 de la Carta de la


OEA y por sucesivos pactos de seguridad colectiva, tales como el Tratado de
Asistencia Recíproca de Río y la Declaración 32 de la Conferencia
Interamericana de Bogotá que condena "la injerencia en la vida pública del
continente americano de cualquier potencia extranjera o de cualquiera
organización política que sirva intereses de una potencia extranjera, así como
los métodos de cualquier especie de totalitarismo".

La no intervención es pues, uno de los puntos claves del interamericanismo.


Es una sólida doctrina multilateral proclamada y sustentada por todas las
repúblicas americanas, reafirmada en la Declaración de Lima de 24 de
diciembre de 1938 que ordena el procedimiento de consulta para hacer
efectiva la solidaridad americana contra cualquier atentado a su soberanía e
independencia.

El artículo 15 de la Carta de la OEA establece que ningún Estado o grupo de


Estados tiene derecho de intervenir, directa o indirectamente, ya sea cual fuere
el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro, y agrega
terminantemente que este principio excluye no solamente la fuerza armada,
sino también cualquier otra forma de injerencia o de dependencia atentatoria
de la personalidad del Estado y de los elementos políticos, económicos y
culturales que lo constituyen. Está claro, pues, que los convenios
interamericanos proscriben toda injerencia extraña extracontinental en
América y que ellos vedan también toda forma de injerencia de un país
americano en los asuntos internos del otro.

Este principio es el más seguro amparo de las pequeñas naciones, la base más
firme de la paz continental y el mejor recaudo de la seguridad común. Pero
debe entenderse que no admite interpretaciones parciales y que no funciona
en un sentido unilateral sino multilateralmente. Los pactos americanos
contrarios a las injerencias extracontinentales en asuntos americanos no
contradicen los principios de las NN.UU. y antes bien se integran con ellos en
la Carta de esta organización y en la de los Estados Americanos.
El caso de la Séptima Conferencia no es, sin embargo, un proceso como el de
la Sexta Conferencia que señale o incumba responsabilidad y sanciones. El
Perú ha propuesto una cita de conciliación y de fraternidad en la que se
refuerce la unidad americana, la solidaridad histórica de América Latina y la
conjugación de sus intereses con la democracia norteamericana ligada a ella
por factores geográficos irreversibles y comunidad de destino histórico.
Seguimos una pauta de mejoramiento social y económico que trate de
encauzar formas de vida más decorosas para los hombres de América en el
campo económico y social y tratamos de desviar las corrientes discordes que
conspiran contra las ideas de personalidad, unidad, estabilidad y autoridad que
califican la cultura de Occidente. Defendemos junto con el sistema regional
un estilo de vida y un sistema de valores que confíe en las fuerzas espirituales
y destierre de la vida colectiva los factores de envidia, de odio y de venganza.

No debemos dudar, en ningún momento, de los buenos propósitos tanto de


Cuba como de los Estados Unidos ni arrogarnos la función de dirimir una
divergencia bilateral. Entre Cuba y los EE. UU. han existido motivos de
amistad y cooperación que han derivado en beneficio de la cultura de ambos
pueblos y en acicate de progreso. Hay entre ellos, no obstante las divergencias
surgidas y las mutuas inculpaciones, puntos de aproximación y de
coincidencia. Los Estados Unidos han declarado por la voz del Secretario de
Estado Hughes que ellos reconocen en América Latina "el derecho a la
revolución y que cada nación puede gobernarse a sí misma según la forma que
quiera y cambiarla a su arbitrio si es que cuenta para ello con la voluntad
popular".

"El principio de hegemonía de uno o más Estados americanos -proclamó el


mismo estadista- debe ser descartado de una vez para siempre del sistema
internacional americano". Cuba, al rechazar las afirmaciones oficiales de los
Estados Unidos, ha asegurado también ante el Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas que su posición es de amistad y cooperación con todos los
pueblos y que está dispuesta a convivir en paz y a incrementar sus relaciones
diplomáticas y económicas sobre bases de igualdad y respeto mutuo con los
Estados Unidos. Contrariando volanderas opiniones, Cuba ha afirmado, por la
voz de su Ministro de Relaciones Exteriores, que quiere ajustarse a normas de
derecho internacional y no a posiciones de fuerza, pero que rechaza cualquier
intento de intervención en sus asuntos internos y las agresiones económicas.

Debemos confiar por esto en las fórmulas de entendimiento y en la influencia


de los factores morales e históricos de unión y solidaridad entre los pueblos
de América. Sólo asociándonos todos los pueblos del Continente podremos
resistir las agresiones de fuera y mantener la originalidad de nuestra cultura y
de nuestras formas de vida. Yo no concibo ni puedo imaginar que el pueblo
cubano, el pueblo de Martí, de Heredia y de Casal, de José Enrique Varona,
en cuyos tiempos la isla tenía más maestros que soldados, pueda aceptar ajenas
tutelas espirituales para convertirse en satélite de ninguna potencia.

Debemos confiar en el pueblo de Cuba y debemos procurar que manteniendo


la inspiración que brota de la realidad económica latinoamericana mantenga
su íntima coherencia con nuestros pueblos a los que le unen lazos
irrenunciables de sangre y de espíritu, para hallar juntos medios de
conciliación amistosa como los que se obtuvieron entre México y los Estados
Unidos que reafirmaron la unidad americana. Estos medios pacíficos refluirán
enseguida en el mantenimiento del sistema interamericano, de nuevas
estructuras de paz que traspasen el ya trillado camino de la buena vecindad y
consagren una nueva armonía continental basada en la emancipación
económica de nuestros pueblos.

La subsistencia de los sistemas regionales en la confusión de la hora actual,


urgida o ganada por el espíritu de lucro y de poder, por sentimientos de
declinación y catástrofe y de vagos mensajes mesiánicos, cargados de
ocultismo y gérmenes de discordia, debe reforzarse, no como factores egoístas
que tiendan a destacar disparidades sino como elementos constructivos para
un plan de coexistencia y armonía universal. Condenamos por esto toda
intervención en los asuntos hemisféricos de potencias extrañas que traten de
imponernos formas que no han surgido de nuestra propia evolución política y
social y que representarían pobreza de invención o dependencia intelectual y
política de extraños y lejanos tutores. Reiteramos lo que hemos dicho otra vez.
Vivimos según el humanista europeo en tiempos difíciles en que no se puede
hablar ni callar sin peligro.
América Latina vive las circunstancias dramáticas del subdesarrollo
económico. Los trabajadores de América Latina moran en condiciones
infrahumanas y reciben salarios seis veces inferiores a los de los grandes
países industrializados, La economía y el bienestar de nuestros pueblos
dependen del egoísmo y del monopolio de los grandes consorcios y
monopolios mundiales y deberían enfrentarse por una vasta política de
promoción y desarrollo y no resolverse con una simple mentalidad bancaria.
Hemos formulado reiteradamente nuestra demanda de ayuda financiera y de
asistencia técnica, de crédito y de libre comercio pero no de dádivas. Debemos
afrontar en esta Conferencia y en la próxima reunión de Bogotá, con voluntad
unánime y vigorosa, la lucha a fondo contra los males del subdesarrollo que
minan la solidaridad continental.

Pero la base sustantiva de la democracia y de la solidaridad que defiende el


sistema Interamericano debe ser la libertad entendida como el respeto
fundamental a la personalidad y a la dignidad humana, a la tolerancia como
suprema virtud democrática, a la proscripción de toda estulticia o forma de
persecución de las ideas, ya que la democracia no puede defenderse sino con
armas democráticas que son las de la inteligencia y la razón.

Confiamos en que la revolución cubana que ha proclamado principios que


significan una honda transformación económica, la mejora de los niveles de
vida y una más justa distribución de la riqueza, no se desvíe de su camino
original y su destino americano que comparte la mayoría de nuestros pueblos
y gobiernos, y los Estados Unidos, que han declarado su voluntad de servir a
la paz y al bienestar de los pueblos americanos, hallen una fórmula de
entendimiento en que se realice el más amplio ideal de vida de la humanidad,
que es el vivir sin temor y se haga prevalecer el espíritu de razón y de
conciliación contra toda forma de fanatismo, de miedo y de pasión. Confiemos,
como en el Evangelio de San Lucas, en que podamos andar juntos sin
represión y que en ese alto plano de amistad podamos convertir los corazones
de los rebeldes a la prudencia de los justos, para bien de América y de la
Humanidad

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