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Universidad Central de Venezuela

Facultad de Humanidades y Educación


Escuela de Letras
Literatura Latinoamericana I
Estudiante: Belandria Rojas, Joisbel Dalai.
C.I: 26.209.721
Ejercicio N°3

Coquito
Cuando lo vio por primera vez era muy pequeño. Tenía una familia que no le quería y lo
tenían en un patio con otro perro más viejo. Sin vacunas, el pobre cachorro se encontraba
expuesto a la enfermedad. Su amiga de la escuela, Alexandra, le contó que su mamá las había
amenazado, a ella y a su hermana menor, con que mandaría “a dormir” al perro si no obtenían
buenas notas en la escuela. Asustada, Alexandra le pidió a Dalia que se lo llevara.

Así lo hicieron. Dalia llevó al pequeño cachorro a su casa sin consultar siquiera a sus padres.
Es tan pequeño, no ocupará nada de espacio, ¿por qué habrían de molestarse por un perrito
que cabe en el bolsillo de una camisa? pensó.

Coquito, así se llamó. Era de esas razas que no son razas, era raza perro, contestaba Dalia a
menudo. De allí en adelante lo que hizo el pequeño Coquito (o Coqui como se acostumbraron
a llamarlo) fue crecer, crecer y escaparse de la casa a menudo. Perro callejero por vocación,
se les escapó incontables veces. Muchas cosas pasaron que lo llevaron a ser feo. Con el
tiempo se convirtió en un perro que no despertaba la simpatía o ternura de las personas. Sus
patas largas lo hicieron objeto de burla, por la erliquia que atacó su higado se enfermó
continuamente, lo que le provocaba alergias y afecciones en su piel que le afectó el pelaje. Su
piel inflamada y resquebrajada en el lomo le ganó el rechazo de la gente.

-Hola, Coqui feo -saludó casi afectuosamente Isabel, una familiar de Dalia. Coqui, moviendo
la cola como cada vez que llegaba alguien a la casa, se levantó en dos patas para saludarla,
pero Isabel se echó para atrás y lo rechazó.

-Bájese Coqui, ¡shh! -lo corrió un primo de Dalia-. Huele a feo, es por la sarna -dijo.
La niña agarró al perro y lo contuvo mientras sus familiares terminaban de llegar y se
acomodaban.

-No es sarna -dijo molesta-. Es dermatitis, por eso huele así, no se le va a pegar -aclaró.

Dalia se sentó en una silla y subió a Coqui a sus piernas mientras evitaba mirar a la visita. No
comprendía cómo la gente no se daba cuenta de que no era sarna, no podía serlo. Si lo fuera,
ella lo sabría. ¿No se daban cuenta de nada? Si lo fuera, ella también tendría sarna. La gente
era tonta o solo buscaban excusas para alejar a Coqui.

Un rayo de luz se filtró por la ventana y se reflejó en el pelaje blanco de Coqui. Dalia lo
acariciaba distraídamente cuando una sensación extraña le embargó. ¿Sería posible que ella y
los demás vieran un perro diferente? ¿Existen, acaso, dos Coquitos? Ciertamente, si los
demás no podían encontrar ternura en la pequeña cara de su perro era porque no veían lo
mismo que ella.

-Sarna o no, ese perro está sufriendo. Deberían ponerle la inyección -aseguró el primo,
mirando a Coqui. Era un perro muy feo y con el tiempo sufriría aún más, se enfermaría, así
que una dosis de pentobarbital les ahorraría la pena de seguir lidiando con él. La gente era
débil y egoísta, pensaba. Ese perro seguro quería morir.

-Cuando se la vaya a poner lo llamo para que venga y vea -dijo Dalia, apretando a Coqui y
acariciándole, para disgusto de los demás.

Dalia pensaba también en la alegría y ternura que había visto que otros perros despertaban
incluso en la misma gente que rechazaba abiertamente a Coqui. Confirmó para sí que lo que
ella y otros veían al mirar a Coqui eran dos cosas completamente distintas. En su interior
guardó la convicción, no sin cierto escepticismo.

Donde la gente veía fealdad, ella veía los ojos más sinceros y marrones que había visto jamás.
Donde la gente veía fealdad, ella veía ternura.
Quizá para sorpresa de algunos, Coqui vivió muchos años. Vivió catorce años. Era un perro
fuerte y obstinado en vivir, en salir a la calle, en comer, en alegrarse cuando veía a su familia.
Desafió por muchos años el destino que todos esperaban para él.

Aún así, el día llegó. Como llega todo, pero como siempre llega la muerte y como solo ella
puede llegar.

Años después se encontraba Dalia, mirándolo. Se fijaba de nuevo en cómo la luz, esta vez de
un bombillo de luz amarilla, hacía ver su pelaje más blanco. Ya no como una nube, pues su
pelaje era mucho menos abundante, sino más bien como la lanilla, suave pero frágil al tacto.
La respiración de Coquito variaba...A veces lenta, a veces muy rápida, como si quisiera
compensar algo. Estaba enfermo y ya parecía definitivo; como otras veces, pensó Dalia. Tal
vez también salga de esta. Tal vez...

Esa noche, viéndolo morir sin saberlo aún, lo vio feo por primera vez, porque jamás había
visto en él la derrota. Tal vez eso era lo que veía la gente en Coqui. Y aún así jamás sintió
tanto amor por una criatura como en ese momento de desesperación. Apenas podía mantener
los ojos abiertos y, cuando ella se acercaba, no encontraba la mirada de Coqui. Su mirada de
ojos marrones y sinceros. Era como si no estuviera allí intentando peinarlo y acomodarlo,
entre ese mar de sábanas y cobijas que debía cambiar porque el vomito era cada vez más
frecuente.

Dalia intentó sujetar su cabeza y buscó su mirada una vez más, hablándole. Solo encontró un
vacío.

-Está cansado -le dijo a su papá, cuando lo sintió parado en la puerta de su cuarto.

-Todos tenían razón -continuó-. Tal vez sí soy egoísta, podría haberle ahorrado todo este
dolor. Pero él quería vivir, ¿se acuerda? ¿Cómo se recuperó la otra vez? ¿Cómo nos dijo la
señora que era un milagro? -decía despacio mientras le peinaba.

-Mañana lo llevamos, como nos dijo Mary. Allá lo van a atender y nos dirán si puede mejorar
o no -dijo el papá, con voz fuerte, con esa tranquilidad que solo una persona que ha perdido
ambos padres puede tener frente al dolor.
-Es mi culpa -lloró.

Lloró toda la noche abrazando a Coqui. Lloró por la culpa, por lo inevitable, por su Coquito.

Y lloró también por todos los perritos feos que no tendrían a alguien que los viera tiernos, que
serían feos hasta la muerte.

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