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A Lobos lo conocí una tarde en la heladería.

Era un hombre ya anciano, tendría arriba de


sesenta años, pero a pesar de su edad desprendía una vitalidad llamativa, y un brillo que se
conservaba sin desgastarse frente al paso del tiempo. Cuando Lobos ingresaba en cualquier
lugar; el entorno cambiaba. Por eso nos llevábamos bien. Era por eso, y porque había leído
a Herman Hesse, y le gustaba la poesía y la literatura igual que a mí.
Una tarde de domingo, cómo muchas otras, agarré mi bicicleta y lo fui a visitar.
Él vivía en una pequeña quinta, en el extremo del pueblo.
Lobos era un hábil narrador, ese era su don, hablaba bastante: pero no desperdiciaba las
palabras, y cada palabra derivaba en una historia que siempre me quedaba resonando en el
interior de la cabeza.
Esa tarde hablamos de una película: Todo empezó porque le había comentado que estaba
leyendo un libro llamado “Un Elefante Desaparece” de Haruki Murakami, le dije que ese
libro era sin dudas mi libro del verano. Entonces se lo mostré. Lobos tomó el libro en sus
manos, guardó silencio un rato, lo examinó, frunció el ceño y luego dijo: “Este autor
escribió un cuento de un abogado que quema graneros ¿o no?”. “Si” le dije, “ese cuento lo
leí ayer ¿Cómo sabías?” le pregunte. Lobos me devolvió el libro y dijo: “porque ayer vi
una película, se llama Buning, averiguando un poco más descubrí que se basaba en un
cuento de este autor”.
“¿Y que tal?” pregunté.
“ Me gustó. Voy a tener que leer el cuento para compararlo” respondió.
“Cuando lo termine te lo presto si queres” le dije.
“Me parece bien. Te quiero contar algo; hay una escena de la película que es toda una
declaración” dijo Lobos, “la chica, que se llama Haemi, realiza una pantomima que resulta
ser perfecta. Junta sus manos y simula que desgaja una mandarina invisible muy
lentamente, lo hace tan bien que el chico con el que se encuentra le dice que puede ver la
mandarina ahí mismo, aunque no esté. Entonces la chica le comenta que no se trata de
pensar que una mandarina está ahí, sino de olvidar que no la hay”.
Entonces Lobos juntó sus manos, y poco a poco; en un gesto muy cuidadoso intentó
replicar la escena que me había narrado segundos antes. Con delicadeza desgajaba la piel
de la fruta invisible y por un momento pude llegar a creer que en verdad una mandarina
estaba ahí. Luego distendió las manos cómo si la dejara caer la fruta, y guardó silencio.
“Así ocurre con todo” dijo “es una ilusión”.
“¿Por qué?” le pregunté.
“En el hecho mismo de olvidar lo que no hay, está el efecto de creer en la realidad. Pero no
funciona al revés, lo que está, está, y es casi imposible evadirse”.
Guardé silencio. Lobos hizo una pausa muy leve. Se miró las manos y luego me dijo:
“No sé si te conté, Lucas, pero yo tengo una nieta de tu edad, una nieta que nunca vi, que
nunca conocí”.
“No sabía” le dije.
“Si” dijo, “tengo una nieta y la cuestión es que a ella si le interesó saber de mí. De alguna
forma llegó a contactarme, y su manera de hacerlo fue especial: me escribió una carta. La
carta no dice demasiado, solamente narra cómo descubrió de mi existencia, cómo su madre
por descuido le contó que en verdad yo soy su abuelo narrándole una parcela de la historia
que nos une. También me dijo que estudia filosofía en La Plata, y que cree haber heredado
ese hábito de mí. Como si llevara en su adn la necesidad de alimentar el alma con preguntas
y libros”.
Luego Lobos guardó silencio y miró un árbol. Lo interrumpió un zarzal que se posaba en la
rama del olmo. Eventualmente el ave levantó vuelo, entonces Lobos se miró las manos: esta
vez mantenía las palmas hacia arriba, juntas y extendidas; como si estuviera por recibir algo
o sosteniendo un objeto invisible.
“Todavía no le contesté. Tengo miedo de no saber exactamente qué decirle, aunque sí sé
interiormente que es lo que merece ser contado. Quiero contarle cómo nació su madre,
cuáles fueron los motivos exactos que nos separaron, por qué y cómo y cuándo y durante; y
sin embargo, no alcanza una carta para explicárselo todo. Hoy pensé en ir a La Plata, para
visitarla.”
“Es una posibilidad. ¿Pero sabes dónde vive?” le pregunté.
“Eso es lo de menos” dijo, “hay una seguridad implacable en la intemperie y es que
siempre llegas a dónde debes llegar, incluso aun cuando crees caminar sin una dirección
determinada” dijo Lobos mientras se refregaba sus ojos con las manos. Luego comentó que
iba a calentar el agua para cebar unos mates, que estaba refrescando, dijo.

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