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El borramiento del indio en Sueño en otro idioma y ¿Qué le dijiste a Dios?

Pedro Ángel Palou

En México difícilmente podríamos responder a la pregunta de W.B.Dubois a sus compañeros

negros, ¿qué se siente ser un problema? El tema sí ha sido abordado como conflicto,

especialmente en el siglo XIX, donde la idea de “el problema del indio” fue discutida casi

siempre en tono asimilacionista. El siglo XX, en cambio, es nuestro siglo mestizo y la ilusión de

esa identidad borra al indio o lo convierte en curiosidad del pasado, artesanía y folclor.

Con Luis Echeverría en el poder (1970-1976) la contradicción entre la continuación del

control estatal mediante la coerción y la represión (con el ominoso Jueves de Corpus en 1971

para recordárnoslo siempre) y la llamada apertura democrática, otra estrategia del Estado para

liberar espacios de expresión, vigilados estrechamente y controlados con sus brazos culturales

(mediante mecanismos sutiles y financiamientos selectivos), pero con la intención de relajar el

ambiente social y mostrar la fachada —interna e internacional- de un país que se

democratizaba y modernizaba y dejaba atrás la masacre del 2 de octubre. No deja de ser

paradójico que en particular en el cine se promueva la libre expresión y se la financie

copiosamente. Daniel Chávez1 ha estudiado la representación del Estado en el cine nacional y

en el pequeño apartado que le dedica a está década crucial reconoce —como muchos

estudiosos- que el periodo puede llamarse una nueva época de oro del cine mexicano que

además se sintoniza de mejor manera con la producción internacional e incluso ejerce de

mirada crítica frente al Estado y la estancada clase media y sus costumbres en dramas y

1
Daniel Chávez, “The Eagle and the Serpent on the Screen: The State as Spectacle in Mexican Cinema”,
en Latin American Research Review, 2010, Vol. 45. No. 3, pp. 115-141.
comedias de cierta calidad -son al fin y al cabo los años de La pasión según Berenice (1976) de

Jaime Humberto Hermosillo, Mecánica nacional de Luis Alcoriza,2 (1972) con su crítica mordaz a

la cultura popular urbana o Los albañiles de Jorge Fons, la adaptación de la novela de Vicente

Leñero o la crítica a la intolerancia religiosa de Felipe Cazals, Canoa (1975) y la película de

Ripstein El castillo de la pureza (1977-, desarrollo que empezará su decadencia, casi en picada,

durante el sexenio de José López Portillo (1977-1983). Chávez reconoce que el impulso al cine

en la época de Echeverría se debe a tres factores concomitantes, la participación del Estado en

el sector —sea como productor o como financiero, con la creación de Conacine y Conacite

compartiendo el control del sector con la unión de escritores, Sogem y los sindicatos del caso-

así como la influencia de la educación formal en cine con el Centro de Capacitación

Cinematográfica y la ambición de una generación de nuevos directores que renuevan las formas

de decir y se ven favorecidos con la apertura. Así, por ejemplo, Benito Alazraki fila Balún Canán,

basado en la novela homónima de Rosario Castellanos. La película puede ser la versión

cinematográfica de la idea del presidente Echeverría para quien: “Mientras los indios de México

no participen en la vida cívica intelectual y productiva del país, serán extranjeros en su propia

tierra, expuestos al abuso de aquellos que poseen más y excluidos por los beneficios de la

civilización (…) hablamos de mexicanizar nuestros recursos naturales sin darnos cuenta de que

debemos también mexicanizar nuestros recursos humanos”. 3

Charles Ramírez Berg en su Cinema of Solitude (1992) encara la cuestión del indio en la

filmografía nacional. Para el año en que escribe su libro, una población entre los ocho y los diez

2
Se puede ver la contribución que a la comprensión de está película ha hecho Marvin D´Lugo en “Luis
Alcoriza, or A Certain Antimelodramatic Tendency in Mexican Cinema”. Sadlier, 2009, pp. 1110-1129.
3
Charles Ramírez Berg, Cinema of Solitude: A Critical Study of Mexican Film, 1967-1983. Austin,
University of Texas Press, 1992, p. 140.
millones de indígenas —el diez por ciento de la población mexicana, pertenecientes a más de

cincuenta grupos étnicos, con sus idiomas y sus tradiciones propias por lo que nunca puede

hablarse de el indio, como no puede hacérselo de el mestizo—, en un país cuya vasta mayoría

es mestiza y los blancos un minoría que, advierte Berg, son el fenotipo ideal de la nación. Ideal

institucionalizado por una casta colonial que colocó al indio en la parte inferior y le otorgó

ciertos, aunque escasos privilegios a aquellos que podían comprobar cierta sangre española, lo

que hace, sigo con la idea de Berg, más fácil para el mestizo deshacerse de lo indígena y

olvidarse de su existencia lastimera sin cuestionar los problemas históricos de esa condición. El

dilema segregación-asimilación, que los brasileños resolvieron con otro misto —el de la

democracia racial—, los mexicanos también lo hicieron con el significante Maestro de Mestizo

que vino a significar muchas y variadas cosas según la actualización que del término requiriera

el Estado. Lo que es cierto, eso sí, y la gran intuición de Berg, es pensar que: “los indios son la

ausencia estructural del cine mexicano”,4 representado estereotípicamente, con ciertas marcas

iconográficas (el cabello lacio y oscuro, el uso del blanco calzón de manta, su sumisión y

timidez, sus pasos cortos y en saltitos. Esta ausencia estructural del indio que lúcidamente

encuentra Berg tiene su excepción en un subgénero del propio cine mexicano —desde Janitzio

(1934) donde actúa Emilio Fernández, apodado, nada gratuitamente, El Indio, a María

Candelaria (1943), dirigida ahora por Fernández. El tropo de este subgénero es el encuentro

entre el indio y lo no-indio que termina “…en muerte, comúnmente del indígena, casi siempre

mujer”.5

4
Charles Ramírez Berg, op. cit., p. 138.
5
Ibidem.
El tropo no ha cambiado: los indios son el otro inexorable. O invisible o incomprensible

(ser inescrutable es otra marca iconográfica).Como afirma el personaje de Eduardo en Llovizna

(otra película sobre el indio de 1977) de Sergio Olhovich: “Todo mundo sabe lo que son estos

indios, con su lenguaje incomprensible, taimado, sin siquiera una pizca de habilidad para

expresarse como seres humanos normales”. 6 De hecho, lo que nos queda claro gracias a la

exhaustiva revisión de Charles Berg, es que en este momento de abundante financiación estatal

el tema del indio vuelve a ser una preocupación, lo mismo en El juicio de Martín Cortés (1973)

de Alejandro Galindo, (una alegoría mestiza en donde se dice textualmente que “no hay

prejuicios raciales en México” —quien lo dice es un policía mestizo)— y se combate

ideológicamente la parte española del mestizaje con odio y culpa) o en la crítica al sistema de

haciendas yucateca, La casta divina (1976) de Julián Pastor que desplaza la cuestión del indio al

porfirismo y a la guerra de castas.

Ismael Rodríguez —a quien debemos la serie de melodramas sobre la pobreza urbana

que convirtieron a Pedro Infante en mito—, revierte el género en Mi niño Tizoc (la continuación

de la popular cinta de 1956 que en su momento se llevó el Globo de Oro y en la que también

actuaba Pedro Infante). Berg muestra cómo al modificar el final —por un final feliz—, la fantasía

del aislamiento del indio de Emilio Fernández— llega a su fin. La reemplaza, por supuesto, la

fantasía de la integración mestiza.7

6
Aunque el estudioso aquí siente que esta y otras películas asiladas al menos cuestionan el carácter
contradictorio del lugar del indio en nuestro imaginario. Charles Ramírez Berg, op. cit., p. 139.

7
Incluye también, por supuesto, en su recuento, No tiene la culpa el indio (1977), la comedia de Manuel
Delgado que iniciará otro subgénero, el del indio pícaro y extraordinario capaz de burlarse del mestizo
explotador, que siempre en el tono de comedia ligera alcanzará su cenit con la llamada India María,
versión moralista de esta película que por vez primera democratiza al indio y lo convierte en igual.Algo
similar hará, desde otro punto de vista, Cascabel (1976) de Raúl Araiza que no solo cuestiona el uso,
desplazamiento y explotación histórico del Indio, lo mismo en la época colonial que en el México
El indio implica lo mismo una atracción que una repulsa para los ladinos chiapanecos en

Balún-Canan como en las más recientes películas que lo convierten en protagonista. Pienso en

Qué le dijiste a Dios y Sueño en otro idioma. Ya no el estado sino el blanco de clase alta o el

lingüista entrenado en la universidad pública no dejan de ver que se necesita domeñar la

naturaleza violenta, degradada y primitiva del indio a pesar de la franca atracción hacia sus

elementos mágico. El mestizaje es, siempre, como proceso de apropiación, una forma de

canibalización. El Estado solo puede preservar al indio si lo incorpora, aunque implique

consumirlo, literalmente. Y produce tensión narrativa —y cinemática— por supuesto en tanto

hay algo oscuro, incontrolable, dentro de cada mestizo y estos impulsos oscuros deben

mantenerse controlados para garantizar la hegemonía estatal.

Y es que el indio es en realidad —parafraseando a Berg— un fantasma estructural no

solo del cine sino del Estado mexicano, como probó para el propio caso de Chiapas el

levantamiento del EZLN en pleno carnaval neoliberal en 1994. Las dos películas que analizamos

aquí siguen borrando al indio en un esfuerzo por convertirlo simbólica o incluso gráficamente

en mestizo.

Teresa Suárez es una cineasta de gran temple. Su ópera prima, Así del precipicio (2006)

era un drama femenino de sutil tesitura, plagado de sugerencias en su manejo del tema de las

adicciones. Su segundo filme, ¿Qué le dijiste a Dios? quiso ser un homenaje a Juan Gabriel y

consiguió el permiso de utilizar catorce de sus canciones para un musical que ella misma ha

indicado que le debe más a la estética de Bollywood que al cine nacional y sus películas

rancheras. La cinta en muchos sentidos se queda corta y fue recibida negativamente por la
moderno, sino también su uso y marginalización dentro del cine mismo. No debe olvidársenos que la
película entraña también una franca crítica a la propaganda echeverrista de la aparente apertura
democrática cuando se sigue dictando lo que se debe decir sobre el indio.
crítica a pesar de arrasar en la taquilla -a mi parecer más por el propio divo de Juárez que por la

película. 103 tres mil personas la vieron el día de su estreno (50% más espectadores que

Escándalo Americano, nominada ese año al Óscar). En algo inédito, con la mira en las

audiencias hubo más de 400 salas exhibiéndola en 2014. Lo que Suárez no dice es también la

marcada estética telenovelera de su cinta. La película busca centrarse en el conflicto entre dos

empleadas domésticas y su patrona. Lupita (Olinka Velázquez) y Martina (Gina Vargas)

strabajan en la casa de la rica Marcela (Erika de la Rosa), quien está casado con Héctor

(Alejandro de La Madrid), un economista egresado de Harvard. Marcela lo engaña con Santiago

(un acartonado Mark Tacher), quien además es el esposo de su mejor amiga, Marifer (Mar

Contreras). Tanto Lupita como Martina están empeñadas en regresar a su pueblo a las fiestas,

por lo que se rebelan y roban a Marcela, ataviadas con la carísima ropa de su patrona llegan a

su pueblo buscando el verdadero amor. La película es en realidad una road movie por la

desesperada búsqueda de Marcela por encontrarlas, recuperar sus cosas y sobre todo

reprenderlas.

Juan Gabriel ya había protagonizado él mismo Nobleza ranchera en 1977, El Noa Noa en

1980 y Es mi vida en 1982, si la película ¿Qué le dijiste a dios? quería ser un homenaje apenas lo

logró. Hay humor, pero es involuntario y los estereotipos se repiten en cascada: las “patronas”

son neuróticas, racistas, malvadas, infieles; las empleadas domésticas son buenas, nobles y se

cansan del maltrato. Las empleadas vienen de Atlixco, Puebla. Y el lugar es presentado como si

fuera de difícil acceso, un pueblo perdido. El único actor que sobresale es Víctor García, estrella

de la Academia de Televisión Azteca y Regina Orozco que pese a hacer un papel estereotipado

canta o jazzea con soltura una de las canciones. El problema, en realidad, no estriba en la
manera de utilizar la música popular, o con el fallido homenaje a . El problema de la película,

que no necesitó la financiación del estado, como en las que mencionamos en la introducción,

repite el mismo borramiento del indio. Sigue siendo una ausencia estructural. Las sirvientas son

presentadas como mestizas -aunque vivan en una zona rural- y su necesidad de blanquearse

con las cremas de sus empleadoras es suficiente prueba de mi argumento. Aunque hay agencia

sexual en los protagonistas indígenas, no solo enamoramiento como en las clásicas películas de

la época de oro y del echeverrismo, pero el dilema amoroso se resuelve como cuestión moral:

es por su inocencia y simpleza que Lupita, la protagonista es amada, no por los lujosos vestidos

que junto con Martina han robado para presentarse en una boda de pueblo.

Ernesto Contreras quien había antes retratado la soledad urbana en Párpados Azules

(2007) Las oscuras primaveras (2014), realiza su tercera película Sueño en otro idioma (2018)

con la que gana el premio del público del festival Sundance, lo que le permite trascender la

distribución nacional. Como en otras ocasiones el guionista es su hermano Carlos y el fotógrafo

Tonatiuh Martínez. La película es de mucho mejor factura que ¿Qué le dijiste a Dios?, y sin

embargo por su casi perfecta factura, guion y cinematografía podemos pasar por alto el mismo

borramiento. El lingüista Martin (Fernando Álvarez Rebeil) se aventura en un pueblo mexicano

donde tres personas hablan el idioma moribundo de Zikril. Parece que el idioma tiene un

significado mágico, particularmente con una vida futura de Zikril con almas que pueden

escucharse por la noche. Después de que uno de los tres fallece, los únicos dos hablantes

restantes son viejos, Evaristo (Eligio Meléndez) e Isauro (José Manuel Poncelis). Los dos

hombres solían ser amigos, pero no se han hablado en años debido a algún tipo de desacuerdo.

Con la ayuda de la hija de Evaristo, Lluvia (Fátima Molina), Martin intenta convencer al
obstinado Evaristo de que traduzca para sus viejos amigos, Isauro, que solo habla zikril. Martin

se conecta románticamente con Lluvia a espaldas de Evaristo, mientras que Evaristo se niega

constantemente a participar. A través de un flashback extendido sobre lo que separó a Evaristo

e Isauro hace años, tenemos una sensación de fantasía al aprender sobre este idioma. Los

adultos aquí están buscando magia dentro de situaciones humanas reales e incluso una buena

cantidad de contenido sexual.

Una vez que aprendemos por qué los dos hombres pelearon y cayeron en sus propios
abismos, se vuelve bastante poderosa. Conduce a eventos que no coinciden completamente
con las demandas dramáticas, pero sigue contando una historia particular con soltura y fluidez.
Contreras afirma que su película nació de la lectura de un artículo sobre los dos últimos
hablantes de una variante del Zoque de Tabasco y de su familia materna, Zapoteca. El zikril no
existe, es un idioma inventado para la película. La desterritorialización lingüística tiene un fin
narrativo pero no deja de ser problemática. Al no ubicar su historia en ninguna localidad
reconocible por el espectador Contreras enfatiza entonces el carácter “sobrenatural” del
idioma indígena, la idea en todo el filme de que los Zikril pueden hablar con los animales y la
naturaleza y, peor aún, que van a una especie de paraíso zikril llamado El Encanto, suerte de
cueva platónica en donde moran los espíritus de los ancestros. En un giro que no huye al humor
la película de hecho termina en una especie de ordalía lingüística, es en el más allá donde
Evaristo e Isauro por fin pueden decir (se) que se aman. Toda la tensión dramática de la película
busca resolverse en esa fiesta de la lengua indígena que, sin embargo, poco tiene de sustento
en las razones por las que se busca preservar una lengua a punto de morir o incluso en el
involucramiento romántico de Martín con Lluvia, quien, por cierto, tiene un programa en la
radio comunitaria en donde enseña inglés a los lugareños que saldrán del pueblo y migrarán a
los Estados Unidos. Esta línea, como la posibilidad de agencia y deseo en el mundo indígena
podrían haber sido exploradas de manera contundente y feliz para la película si no fuera que,
como digo, el mundo indígena no fuera un punto ciego del pensamiento mexicano. El indio
sigue siendo un “problema”, como lo definieron los antropólogos de principios del siglo XX en
tanto sigue siendo visto como parte de un pasado mítico o espectacular (las grandes
civilizaciones, con el mundo maya a la cabeza) construido en buena medida por el archivo
museístico mexicano. Pensemos en el reciente descubrimiento de la tumba de Ahuítzol en el
Templo Mayor o visto como raro, curioso, preservable en el archivo universitario, o peor aún,
como en ¿Qué le dijiste a Dios?, en una mezcla de buen salvaje inocente y puro y a la misma vez
imposible de civilizar e incorporar. El significante maestro Mestizo sigue siendo el único sujeto
biopolítico representable en nuestra cinematografía. Bolívar Echeverría, me parece
fundamental recordar su afirmación, desde siempre puso el dedo en la llaga: “Si la identidad
cultural deja de ser concebida como una sustancia y es vista más bien como un "estado de
código" –como una peculiar configuración transitoria de la subcodificación que vuelve usable,
"hablable", a dicho código–, entonces, esa ´identidad´ puede mostrarse también como una
realidad evanescente , como una entidad histórica que, al mismo tiempo que determina los
comportamientos de los sujetos que la usan o hablan, está, simultáneamente, siendo hecha,
transformada, modificada por ellos. “8
Esa identidad mestiza que el estado mexicano construyó y que sigue siendo nuestra
miope lectura de “lo mexicano”, estaba construida sobre la ilusión de un proyecto mestizofílico
del estado mexicano que terminó por hacer agua del todo. En el país de los múltiples Méxicos
bien nos valdría reconocer también que somos un país multilingüístico, plurinacional, y que
debemos aún profundas reparaciones a los pueblos indígenas. Mientras tanto todo lo demás,
como siempre, será sola y tristemente simbólico, borrado.

8
Bolívar Echeverría: Las ilusiones de la modernidad, México: UNAM / Equilibrista, 1995, p. 74

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