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DISCURSO DE NELSON MANDELA DESDE EL BANQUILLO EN EL JUICIO DE RIVONIA, EL 20 DE ABRIL DE

1964 ANTE EL TRIBUNAL SUPREMO DE PRETORIA, QUE LE CONDENARÍA A 27 AÑOS DE CÁRCEL.

Soy el primer acusado. Soy licenciado en arte y he ejercido como abogado en Johannesburgo
durante algunos años en colaboración con Oliver Tambo. Soy un prisionero condenado a cinco años
por salir del país sin permiso y por incitar a la gente a hacer huelga a finales de mayo de 1961. De
entrada, quiero decir que la insinuación de que la lucha en Sudáfrica esté influida por extranjeros o
comunistas es absolutamente falsa. Sea lo que sea lo que he hecho, lo he hecho por mis experiencias
en Sudáfrica y mis raíces africanas, de las que me siento orgulloso, y no por lo que cualquier
extranjero pueda haber dicho. Durante mi juventud en Transkei, escuché a los ancianos de la tribu
contar historias sobre los viejos tiempos. Entre las historias que me narraron se encuentran las de las
batallas libradas por nuestros antepasados en defensa de la patria. Los nombres de Dingane y
Bambata, Hintsa y Makana, Squngthi y Dalasile, Moshoeshoe y Sekhukhuni, eran elogiados y
considerados el orgullo de toda la nación africana. Por entonces yo esperaba que la vida pudiese
ofrecerme la oportunidad de servir a mi pueblo y hacer mi humilde contribución a su lucha por la
libertad. Algunas de las cosas que se le han dicho al tribunal hasta ahora son ciertas, y otras falsas.
No niego, sin embargo, que planeé un sabotaje. No lo hice movido por la imprudencia ni porque
sienta ningún amor por la violencia. Lo planeé como consecuencia de una evaluación tranquila y
racional de la situación política a la que se había llegado tras muchos años de tiranía, explotación y
opresión de mi pueblo por parte de los blancos. Admito de inmediato que yo fui una de las personas
que ayudó a crear Umkhonto we Sizwe –que fue el brazo armado del Congreso Nacional Africano–.
Niego que Umkhonto fuese responsable de una serie de actos que claramente están al margen de
las políticas de la organización y de los que se nos ha acusado. Yo y las demás personas que fundaron
la organización pesamos que sin violencia no se abriría ninguna vía para que el pueblo africano venza
en su lucha contra el principio de la supremacía blanca. Todas las formas legales de expresar la
oposición a este principio habían sido proscritas por ley y nos veíamos en una situación en la que
teníamos que elegir entre aceptar un estado permanente de inferioridad o desafiar al Gobierno.
Optamos por desafiar la ley. Primero infringimos la ley de un modo que eludía todo recurso a la
violencia; cuando se legisló contra esta vía, y a continuación el Gobierno recurrió a una
demostración de fuerza para aplastar la oposición a sus políticas, solo entonces decidimos responder
a la violencia con violencia. El Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés) se
constituyó en 1912 para defender los derechos del pueblo africano, que se habían visto gravemente
coartados. Durante 37 años – es decir, hasta 1949 — llevó a cabo una lucha estrictamente
constitucional. Pero los Gobiernos blancos se mantuvieron inamovibles y los derechos de los
africanos se redujeron en vez de ampliarse. Incluso después de 1949, el ANC seguía decidido a evitar
la violencia. En esa época, sin embargo, se tomó la decisión de protestar contra el apartheid
mediante manifestaciones pacíficas, aunque ilegales. Más de 8.500 personas fueron a la cárcel. Pero
no hubo ni un solo caso de violencia. Yo y 19 compañeros fuimos condenados por organizar la
campaña, pero nuestras condenas se suspendieron, principalmente porque el juez consideró que en
todo momento se había hecho hincapié en la no violencia y la disciplina. Durante la campaña de
desafío, se aprobaron las leyes de Seguridad Pública y de Enmienda del Código Penal. Estas
contemplaban unos castigos más duros por las protestas contra [las] leyes. A pesar de ello, las
protestas continuaron y el ANC se mantuvo firme en su política de no violencia. En 1956, 156
miembros destacados de la Alianza del Congreso, entre los que me encontraba, fuimos detenidos. La
política no violenta del ANC fue puesta en tela de juicio por el Estado, pero cuando el tribunal emitió
su veredicto unos cinco años después, halló que el ANC no tenía una política de violencia. En 1960 se
produjo el tiroteo de Sharpeville, que tuvo como consecuencia la ilegalización del ANC. Mis
compañeros y yo, tras meditarlo detenidamente, decidimos que no íbamos a acatar ese decreto. El
pueblo africano no formaba parte del Gobierno y no hacía las leyes por las que debía regirse.
Creíamos en las palabras de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que dice que “la
voluntad del pueblo será la base de la autoridad del Gobierno” y, para nosotros, aceptar la
prohibición equivalía a aceptar que se silenciase a los africanos para siempre. El ANC se negó a
disolverse, y, en vez de eso, pasó a la clandestinidad. En 1960, el Gobierno celebró un referéndum
que condujo a la instauración de la república. Los africanos, que representaban aproximadamente el
70% de la población, no tenían derecho a votar y ni siquiera se les consultó. Asumí la responsabilidad
de organizar la campaña nacional para que la gente se quedara en casa coincidiendo con la
declaración de la república. Puesto que todas las huelgas de los africanos son ilegales, la persona que
organice dichas huelgas debe evitar ser detenida. Tuve que dejar mi casa y mi familia y mi trabajo
para esconderme y evitar que me detuvieran. El quedarse en casa debía ser una manifestación
pacífica. Se dieron instrucciones precisas para evitar cualquier brote de violencia. La respuesta del
Gobierno fue aprobar leyes nuevas y más estrictas, movilizar a las fuerzas armadas y enviar
mercenarios, vehículos armados y soldados a los municipios segregados en lo que constituyó un
alarde de fuerza masivo para intimidar a la gente. El Gobierno había decidido gobernar
exclusivamente por la fuerza y esta decisión marcó un punto de inflexión en el camino hacia
Umkhonto. ¿Qué debíamos hacer nosotros, los líderes de nuestro pueblo? No teníamos la menor
duda de que teníamos que proseguir la lucha. Cualquier otra decisión habría sido una vil rendición.
Nuestra duda no era si debíamos luchar, sino la manera de continuar la lucha. Los miembros del ANC
siempre hemos defendido una democracia no racista y nos alejábamos de cualquier acción que
pudiese distanciar aún más las razas. Pero la dura realidad era que lo único que había conseguido el
pueblo africano tras 50 años de no violencia era una legislación cada vez más represiva y unos
derechos cada vez más mermados. Por entonces, la violencia ya se había convertido, de hecho, en
un elemento característico de la escena política sudafricana. Hubo violencia en 1957 cuando a las
mujeres de Zccrust se les ordenó que llevasen un pase encima; hubo violencia en 1958 con el
sacrificio selectivo del ganado en Sekhukhuneland; hubo violencia en 1959 cuando la gente de Cato
Manor protestó por los controles de los pases; hubo violencia en 1960 cuando el Gobierno intentó
imponer autoridades bantúes en Pondoland. Cada altercado apuntaba a la inevitable intensificación
entre los africanos de la creencia de que la violencia era la única salida; mostraba que un Gobierno
que emplea la fuerza para imponer su dominio enseña a los oprimidos a usar la fuerza para
oponerse a él. Llegué a la conclusión de que, puesto que la violencia en este país era inevitable, sería
poco realista seguir predicando la paz y la no violencia. No me fue fácil llegar a esta conclusión. Solo
cuando todo lo demás había fracasado, cuando todas las vías de protesta pacífica se nos habían
cerrado, tomamos la decisión de recurrir a formas violentas de lucha política. Lo único que puedo
decir es que me sentía moralmente obligado a hacer lo que hice. Eran posibles cuatro formas de
violencia. Está el sabotaje, está la guerra de guerrillas, está el terrorismo y está la revolución abierta.
Optamos por adoptar la primera. El sabotaje no conllevaba la pérdida de vidas y era lo que ofrecía
más esperanzas para las relaciones interraciales en el futuro. El resentimiento sería el mínimo
posible y, si la estrategia daba sus frutos, el Gobierno democrático podría llegar a ser una realidad. El
plan inicial se basaba en un análisis pormenorizado de la situación política y económica de nuestro
país. Creíamos que Sudáfrica dependía en gran medida del capital extranjero. Pensábamos que la
destrucción planificada de centrales eléctricas, y la interrupción de las comunicaciones telefónicas y
ferroviarias, ahuyentarían la inversión en el país, lo que empujaría a los votantes a replantearse su
postura. Umkhonto llevó a cabo su primera operación el 16 de diciembre de 1961, cuando fueron
atacados varios edificios del Gobierno en Johannesburgo, Port Elizabeth y Durban. La selección de
los blancos es una prueba de la política a la que me he referido. Si hubiésemos pretendido atentar
contra las personas, habríamos seleccionado objetivos en los que se congrega la gente y no edificios
vacíos y centrales eléctricas. Los blancos no fueron capaces de responder proponiendo cambios;
respondieron a nuestro llamamiento proponiendo los laager, una especie de fortines improvisados.
Por el contrario, la respuesta de los africanos fue de ánimo. De repente, volvía a haber esperanza. La
gente empezaba a hacer conjeturas sobre cuándo llegaría la libertad. Pero en Umkhonto
sopesábamos la respuesta de los blancos con desasosiego. Se estaban trazando líneas. Los blancos y
los negros se estaban pasando a bandos diferentes y la posibilidad de evitar una guerra civil se
reducía. Los periódicos blancos publicaban artículos diciendo que el sabotaje se castigaría con la
muerte. Si eso era cierto, ¿cómo podíamos seguir manteniendo a los africanos alejados del
terrorismo?
Nos sentíamos en el deber de prepararnos para usar la fuerza a fin de defendernos frente a ella.
Decidimos por tanto tomar medidas para la posibilidad de una guerra de guerrillas. Todos los blancos
pasan por un servicio militar obligatorio, pero a los africanos no se les proporciona ese
entrenamiento. Desde nuestro punto de vista, era esencial crear un núcleo de hombres entrenados
que fuesen capaces de proporcionar el liderazgo que se necesitaría si estallaba una guerra de
guerrillas. Llegados a ese punto, se decidió que yo debía asistir a la Conferencia del Movimiento
Panafricano por la Libertad que iba a celebrarse a principios de 1962 en Adís Abeba y que, tras la
conferencia, iniciaría un recorrido por los Estados africanos con el fin de encontrar centros de
adiestramiento para los soldados. Mi viaje fue un éxito. Dondequiera que iba, encontraba
solidaridad con nuestra causa y promesas de ayuda. Toda África estaba unida contra la actitud de la
Sudáfrica blanca y hasta en Londres me recibieron con gran cordialidad dirigentes políticos como
Gaitskell y Grimond. Empecé a estudiar el arte de la guerra y la revolución y, mientras estaba en el
extranjero, realicé un curso de entrenamiento militar. Si iba a haber una guerra de guerrillas, quería
ser capaz de apoyar a mi pueblo y combatir junto a el, y de compartir los peligros de la guerra con
ellos. A mi regreso descubrí que pocas cosas habían cambiado en el panorama político, salvo que la
amenaza de la pena de muerte para el delito de sabotaje se había convertido en un hecho. Otra de
las alegaciones que presenta el Estado es que los objetivos y fines del ANC y los del Partido
Comunista son los mismos. El credo del ANC es, y siempre ha sido, el credo del nacionalismo
africano. No es el concepto del nacionalismo africano expresado por el grito de “Empujad al hombre
blanco mar adentro”. El nacionalismo africano que defiende el ANC es el concepto de libertad y
plenitud para el pueblo africano en su propia tierra. El documento político más importante que ha
adoptado el ANC en toda su historia es la “carta de la libertad”. No es en ningún modo un plan para
un Estado socialista. Exige la redistribución, pero no la nacionalización, de la tierra; contempla la
nacionalización de las minas, los bancos y los sectores monopolistas, porque los grandes monopolios
están en manos de una de las razas solamente y, sin esa nacionalización, la dominación racial se
perpetuaría aunque se repartiese el poder político. Conforme a la carta de la libertad, la
nacionalización se llevaría a cabo en el contexto de una economía basada en la empresa privada. Por
lo que respecta al Partido Comunista, y si entiendo correctamente su política, defiende la creación
de un Estado basado en los principios del marxismo. El Partido Comunista hace hincapié en la
diferencia de clases, mientras que el ANC pretende que convivan en armonía. Esta es una distinción
esencial. Es cierto que a menudo ha habido una cooperación estrecha entre el ANC y el Partido
Comunista. Pero esta cooperación es simplemente la prueba de que hay un objetivo común – la
abolición de la supremacía blanca, en este caso — y no demuestra una coincidencia completa de
nuestros intereses. La historia del mundo está llena de ejemplos similares. Quizás el más
sorprendente sea la cooperación entre Gran Bretaña, Estados
Unidos y la Unión Soviética en la lucha contra Hitler. Nadie salvo Hitler se habría atrevido a afirmar
que dicha cooperación convertía a Churchill o a Roosevelt en comunistas. Las diferencias teóricas
entre aquellos que luchan contra la opresión son un lujo que no podemos permitirnos en este
momento. Es más, durante muchas décadas los comunistas fueron el único grupo político en
Sudáfrica dispuesto a tratar a los africanos como seres humanos y como sus iguales; que estaba
dispuesto a comer con nosotros; a hablar con nosotros, a vivir con nosotros y a trabajar con
nosotros. Eran el único grupo que estaba dispuesto a trabajar con los africanos para lograr derechos
políticos y ocupar un lugar en la sociedad. Debido a esto, hay muchos africanos que, hoy en día,
tienden a equiparar la libertad con el comunismo. Esta opinión está respaldada por un poder
legislativo que tacha de comunistas a todos los exponentes de un Gobierno democrático y de la
libertad africana y proscribe a muchos de ellos (que no son comunistas) en virtud de la Ley de
Supresión del Comunismo. Aunque nunca he sido miembro del Partido Comunista, he sido
encarcelado conforme a esa ley. Siempre me he considerado, en primer lugar, un patriota africano.
Hoy día me siento atraído por la idea de una sociedad sin clases, y es una atracción que proviene en
parte de las lecturas marxistas y, en parte, de mi admiración por la estructura de las primeras
sociedades africanas. La tierra pertenecía a la tribu. No había ricos ni pobres y no había explotación.
Todos aceptamos la necesidad de que exista una cierta forma de socialismo para permitir que
nuestro pueblo alcance a los países avanzados de este mundo y supere su legado de extrema
pobreza. Pero esto no significa que seamos marxistas. Tengo la impresión de que los comunistas
consideran que el sistema parlamentario occidental es reaccionario. Pero, por el contrario, yo lo
admiro. La Carta Magna, la Petición de Derechos y la Declaración de Derechos son documentos
venerados por los demócratas en todo el mundo. Siento un gran respeto por las instituciones
británicas y por el sistema judicial del país. Considero que el parlamento británico es la institución
más democrática del mundo, y la imparcialidad de su poder judicial nunca deja de suscitar mi
admiración. El Congreso estadounidense, la separación de poderes de ese país y también la
independencia de su poder judicial suscitan en mí unos sentimientos parecidos. Mi pensamiento se
ha visto influido tanto por Occidente como por Oriente. No debería atarme a ningún otro sistema de
sociedad concreto que no sea el socialismo. Debo liberarme para tomar prestado lo mejor de
Occidente y de Oriente. Nuestra lucha es contra adversidades reales, y no imaginarias, o, usando el
lenguaje del fiscal del Estado, “las llamadas adversidades”. Básicamente, luchamos contra dos
elementos que caracterizan la vida en Sudáfrica y que están reforzados por la legislación. Estos
elementos son la pobreza y la falta de dignidad humana, y no necesitamos a los comunistas o a los
llamados “agitadores” para enseñarnos algo sobre estas cosas. Sudáfrica es el país más rico de
África, y podría ser uno de los países más ricos del mundo. Pero es una tierra de extraordinarios
contrastes. Los blancos disfrutan del que posiblemente sea el nivel de vida más alto del mundo,
mientras que los africanos viven en la pobreza y la miseria. La pobreza lleva aparejada la
desnutrición y la enfermedad. La tuberculosis, la pelagra y el escorbuto provocan la muerte y la
destrucción de la salud.
Sin embargo, los africanos no solo se quejan de que son pobres y de que los blancos son ricos, sino
de que las leyes, que están hechas por los blancos, están diseñadas para mantener esta situación.
Hay dos formas de salir de la pobreza. La primera es mediante la educación formal, y la segunda es
que el trabajador adquiera una mayor destreza en su trabajo y consiga así unos salarios más
elevados. En lo que se refiere a los africanos, ambas vías para progresar están limitadas
deliberadamente por la legislación. El Gobierno siempre ha tratado de poner trabas a los africanos
en su búsqueda de educación. Hay una educación obligatoria para todos los niños blancos sin casi
ningún coste para los padres, ya sean ricos o pobres. Los niños africanos, sin embargo, por lo general
tienen que pagar más por sus estudios que los blancos. Aproximadamente el 40% de los niños
africanos en el grupo de edades comprendidas entre los siete y los 14 años no van al colegio. Para
los que van, los niveles son muy diferentes de los que se exigen a los niños blancos. Solo 5.660 niños
africanos en toda Sudáfrica consiguieron superar la escuela primaria en 1962, y solo 362 aprobaron
el examen de ingreso en la universidad. Esto concuerda previsiblemente con la política de la
educación bantú sobre la cual el actual primer ministro dijo: “Cuando tenga el control de la
educación nativa la reformaré para que a los nativos se les enseñe desde su infancia a darse cuenta
de que la igualdad con los europeos no es para ellos. Las personas que creen en la igualdad no son
profesores deseables para los nativos. Cuando mi departamento controle la educación nativa sabrá
para qué clase de educación superior es apto un nativo, y si tendrá una oportunidad en la vida de
usar sus conocimientos”. El otro obstáculo principal para el progreso de los africanos es la
prohibición basada en el color vigente en la industria, según la cual los mejores trabajos están
reservados solo para los blancos. Además, a los africanos que consiguen un empleo en las
profesiones no cualificadas o semicualificadas abiertas a ellos no se les permite formar sindicatos
que sean reconocidos. Esto significa que se les niega el derecho a la negociación colectiva, que sí se
permite a los trabajadores blancos mejor pagados. El Gobierno responde a sus detractores diciendo
que los africanos en Sudáfrica viven en mejores condiciones que los habitantes de otros países en
África. No sé si esta afirmación es cierta. Pero incluso si lo es, en lo que se refiere a los africanos, es
irrelevante. No nos quejamos de que seamos pobres en comparación con gente de otros países, sino
de que somos pobres en comparación con los blancos en nuestro propio país, y de que la legislación
impide que cambiemos este desequilibrio. La falta de dignidad humana experimentada por los
africanos es una consecuencia directa de la política de la supremacía blanca. La supremacía blanca
implica la inferioridad de los negros. La legislación diseñada para mantener la supremacía de los
blancos refuerza esta idea. Las labores de baja categoría son siempre realizadas por africanos.
Cuando hay que llevar o limpiar algo el hombre blanco siempre mira a su alrededor buscando a un
africano que lo haga para él, tanto si el africano es un empleado suyo como
si no. Debido a esta clase de actitud, los blancos tienden a considerar a los africanos como una
estirpe diferente. No los consideran personas con familias propias; no se dan cuenta de que tienen
emociones y de que se enamoran igual que los blancos; de que quieren estar con sus mujeres y sus
hijos igual que los blancos quieren estar con los suyos; de que quieren ganar suficiente dinero para
mantener a sus familias como es debido, alimentarlas, vestirlas y enviarlas al colegio. ¿Y qué
sirviente, jardinero o jornalero puede esperar hacer esto alguna vez? Las leyes relativas a los pases
hacen que cualquier africano esté sometido a la vigilancia policial en todo momento. Dudo que haya
un solo hombre africano en Sudáfrica que no haya tenido un roce con la policía por su pase. Cientos,
miles, de africanos son encarcelados cada año conforme a las leyes de pases. Y aún peor es el hecho
de que las leyes de pases separen al marido y a la mujer, y lleven a la ruptura de la vida familiar. La
pobreza y la ruptura de la familia tienen efectos secundarios. Los niños deambulan por las calles
porque no tienen escuelas a las que ir, ni dinero para poder ir, ni padres en casa para ver que van,
porque ambos progenitores (si es que hay dos) tienen que trabajar para mantener viva a la familia.
Esto conduce a una ruptura de las normas morales, a un incremento alarmante de la ilegitimidad y a
la violencia, que surge no solo en el ámbito político, sino en todas partes. La vida en los municipios
segregados es peligrosa. No hay un día en el que no apuñalen o ataquen a alguien. Y la violencia se
traslada fuera de los barrios segregados [hasta] las zonas donde viven los blancos. La gente tiene
miedo de andar por las calles cuando anochece. Los allanamientos de morada y los robos están
aumentando, a pesar del hecho de que ahora se puede imponer la pena de muerte por estos delitos.
Las penas de muerte no pueden curar el resentimiento enconado. Los africanos quieren que se les
pague un salario mínimo. Los africanos quieren realizar un trabajo que sean capaces de realizar, y no
un trabajo que el Gobierno declare que son capaces de realizar. Los africanos quieren que se les
permita vivir donde puedan conseguir trabajo, y que no se les expulse de una zona porque no
nacieron allí. Los africanos quieren que se les permita poseer tierras en lugares en los que trabajen, y
que no se les obligue a vivir en casas alquiladas que nunca pueden llamar suyas. Los africanos
quieren formar parte de la población general, y que no se les confine en sus propios guetos. Los
hombres africanos quieren que sus mujeres y sus hijos vivan con ellos donde trabajan, y que no se
les obligue a llevar una vida poco natural en albergues para hombres. Las mujeres africanas quieren
estar con sus hombres, y no quieren quedarse viudas permanentemente en las reservas. Los
africanos quieren que se les permita salir después de las once de la noche, y no quieren que se les
confine en sus habitaciones como a niños pequeños. Los africanos quieren que se les permita viajar
en su propio país y buscar trabajo donde quieran, y no donde la oficina de trabajo les diga que lo
hagan. Los africanos solo quieren una parte equitativa de toda Sudáfrica; quieren seguridad y
participar en la sociedad.
Por encima de todo, queremos los mismos derechos políticos, porque sin ellos nuestras desventajas
serán permanentes. Sé que esto les parece revolucionario a los blancos de este país porque la
mayoría de los votantes serán africanos. Esto hace que el hombre blanco tema la democracia. Pero
no se puede permitir que este temor se interponga en el camino de la única solución que garantizará
la armonía racial y la libertad para todos. No es cierto que la concesión del derecho al voto a todo el
mundo provocará una dominación racial. La división política, basada en el color, es totalmente
artificial y, cuando desaparezca, también lo hará el dominio de un grupo de color sobre otro. El ANC
se ha pasado medio siglo luchando contra el racismo. Cuando triunfe, no cambiará esa política. Esto,
por tanto, es contra lo que lucha el ANC. Su lucha es una auténtica lucha nacional. Es una lucha de
los africanos, movidos por su propio sufrimiento y su propia experiencia. Es una lucha por el derecho
a vivir. Durante toda mi vida me he dedicado a esta lucha de los africanos. He luchado contra la
dominación de los blancos, y he luchado contra la dominación de los negros. He anhelado el ideal de
una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con
igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y que espero lograr. Pero si es
necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir.

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