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Los cristianos habían sido objeto de discriminación a nivel local en el Imperio,

aunque los primeros emperadores se mostraron reacios a la posibilidad de formular


leyes directamente contra ellos. No obstante, desde el principio el propio
cristianismo había sido visto como una amenaza para las tradiciones del Imperio
romano. De igual forma, los cristianos eran vistos como parte de una «sociedad
secreta», de la cual siempre se sospechaba y, por estrictas razones, era mantenida
al margen de la sociedad. A pesar de esto, en los dos primeros siglos de la era
cristiana, ningún emperador emitió leyes contra la fe o su Iglesia. Durante este
periodo, la mayoría de las persecuciones realizadas hacia estos fueron hechas por
funcionarios del gobierno local. Para un imperio de una vasta extensión que
integraba pueblos muy diversos, los cristianos podían aparecer como una amenaza,
puesto que rechazaban los festejos públicos, se negaban a participar en el culto
imperial, recelaban de los cargos públicos y eran abiertamente críticos con las
religiones tradicionales, despertando más la desconfianza del propio Diocleciano.
Hacia la década de 250, durante los reinados de Decio y Valeriano, comenzaron a
aprobarse determinadas leyes contra la práctica del cristianismo. Este tipo de
legislación obligaba a los cristianos a realizar sacrificios a los dioses paganos
(acción vedada por su religión), o de lo contrario, afrontar la prisión y la pena
de muerte. Al subir al trono Galieno en 260, este ordenó por decreto un cese
temporal a la persecución. Tras la llegada al trono de Diocleciano en 284 se
produjo un cambio gradual en la actitud oficial hacia las minorías religiosas; en
los primeros quince años de su reinado, Diocleciano purgó el ejército de
cristianos, condenó a los maniqueos a muerte y se rodeó de oponentes públicos a la
cristiandad. La preferencia de Diocleciano por un gobierno firme, combinada con la
imagen de restaurador del pasado glorioso de Roma que quiso transmitir, propició la
más profunda persecución en la historia de Roma. Hacia el año 302 Galerio, pagano
devoto, presionó a Diocleciano para empezar una persecución general de los
cristianos. Tras consultar al oráculo de Apolo, su respuesta fue entendida como un
apoyo a la posición de Galerio y en 303 se inició la persecución generalizada.

La persecución, en un principio planeada por una autoridad suprema imperial, llevó


a la promulgación de cuatro edictos sucesivos que marcaron el ritmo y las acciones
emprendidas en contra de la Iglesia. Asimismo, el rigor con que cada una de estas
medidas fueron aplicadas, varió en intensidad a lo largo del Imperio, con un grado
mayor en los territorios orientales, gobernados por Diocleciano y Galerio, y menor
en los gobernados por Constancio. Su hijo Constantino, al ser proclamado augusto en
306, finalizó las persecuciones en los territorios bajo su mando y ofreció a los
cristianos la restitución completa de todo lo perdido. Ese mismo año, en Italia, el
usurpador Majencio desplazó al sucesor de Maximiano, Severo, prometiendo una total
tolerancia religiosa. Galerio dio por finalizada la persecución en Oriente en 311,
pero fue reanudada en Egipto, Palestina y Asia Menor por su sucesor, Maximino.
Constantino y Licinio, el sucesor de Severo, firmaron el «Edicto de Milán» en 313,
que ofrecía una aceptación más profunda y comprensiva del cristianismo de lo que
proponía el edicto de Galerio. Cuando Licinio derrotó a Maximino en 313 terminó
definitivamente la persecución en Oriente.

La persecución no consiguió detener el crecimiento de la iglesia cristiana. En 324,


Constantino era el único gobernante del Imperio y el cristianismo se había
convertido en su religión predilecta. Aunque la persecución tuvo como resultado la
muerte —de acuerdo con estimaciones actuales— de 3000 a 3500 cristianos, así como
la tortura, encarcelamiento o destierro de muchos otros, la mayoría de los
cristianos eludieron el castigo. La persecución causó, sin embargo, que muchas
iglesias se dividiesen entre aquellos que habían cumplido con las imposiciones
imperiales (los «traditores»),nota 4 y aquellos que se habían mantenido «puros».
Algunos cismas, como el de los Donatistas en el norte de África (que no se
reconciliaron con la iglesia católica hasta después de 411) y los Melecianos en
Egipto, persistieron largo tiempo tras las persecuciones. En los siglos
posteriores, algunos cristianos crearon un «culto a los mártires» y exageraron las
barbaridades de la era de las persecuciones. Estos relatos fueron criticados desde
la época de la Ilustración y posteriormente, de forma notable, por Edward Gibbon.
Historiadores modernos, como Geoffrey de Ste. Croix, han intentado determinar si
las fuentes cristianas exageraron el alcance de la persecución de Diocleciano.

Contexto

La Persecución de Diocleciano no logró su objetivo de destruir la comunidad


cristiana, y a partir del año 324, bajo el gobierno de Constantino I, el
cristianismo se convirtió en la religión dominante del imperio. Sin embargo, las
reformas de Diocleciano cambiaron de forma fundamental la estructura del gobierno
imperial y ayudaron a estabilizarlo económica y militarmente.
Persecuciones previas
La difusión del cristianismo pasó por una serie de adversidades desde su origen
hasta su legalización por el emperador Constantino. El Estado romano la consideraba
como una religión ilegal,10 y sus seguidores mantuvieron una mala reputación
durante los primeros dos siglos de la doctrina.11 En términos generales, la
población los veía como los integrantes sospechosos de una «sociedad secreta» que
se comunicaban por medio de un código privado, y que preferían mantenerse al margen
de la vida pública.121310 Esto desencadenó una ira colectiva que habría de sentar
el precedente de las primeras persecuciones contra los cristianos.11 Es posible
datar los antecedentes al año 112, cuando el gobernador de Bitinia y Ponto, Plinio,
recibió varias listas de denuncias contra cristianos realizadas por ciudadanos
anónimos, que el emperador Trajano le recomendó ignorar.14 A su vez, las
autoridades civiles de Lyon detuvieron en 177 a una horda pagana que sacaba a los
cristianos de sus casas para lincharlos.

Los seguidores de los cultos tradicionales percibían a los cristianos como


«criaturas extrañas» que no eran lo suficientemente «romanos» pero tampoco del todo
«bárbaros».15 Esta noción se reforzaba todavía más con ciertas acciones como su
rechazo a las antiguas tradiciones, al culto imperial, a los festivales o a tomar
parte en los cargos públicos.16 Al ignorar las prácticas de la religión tradicional
romana, prácticamente se deslindaron de un elemento que formaba parte importante
del tejido social.nota 518 En adición a lo anterior, se consideraba que las
conversiones tenían un impacto negativo en los vínculos familiares de los romanos,
y podían llevar a que un pagano denunciara a su esposa cristiana, o que una familia
despojara de su herencia a sus hijos por convertirse al cristianismo, por citar
algunos ejemplos.19 De acuerdo con Tácito, los cristianos mostraban «odio hacia la
raza humana» (odium generis humani),20 en tanto que los más crédulos creían que
estos hacían uso de magia negra para concretar fines revolucionarios,21 y que
practicaban el incesto y el canibalismo.22

Pese al descontento de las masas, ningún emperador romano emitió leyes contra la
iglesia cristiana durante sus primeros doscientos años de presencia. Más bien, las
persecuciones que tuvieron lugar en esta época se llevaron a cabo bajo ciertas
jurisdicciones locales.23 Así podemos citar las acciones llevadas a cabo por el
gobernador Plinio, en Bitinia y Ponto en 111,24 seguido de los hostigamientos
religiosos en Esmirna, Lyon y Escilio en 156, 177 y 180, cuya responsabilidad
recayó ya sea en el gobernador de la provincia —en el caso de Lyon— o en el
procónsul —en el par de ciudades restantes—.2526 Cabe aclarar que la ejecución de
cristianos ordenada por el emperador Nerón, por haber estado supuestamente
implicados en el incendio del año 64, se trató de un asunto local que no tuvo
repercusión más allá de los límites de Roma.27 Si bien estas primeras persecuciones
se caracterizaron por su violencia, al mismo tiempo resultaron ser esporádicas,
breves y limitadas,28 por lo que representaron una leve amenaza para el
cristianismo en general.29 No obstante, sus seguidores se volvieron más conscientes
de la amenaza que suponía la coerción del Estado al llevar a cabo este tipo de
acciones.30

Los emperadores adoptaron un rol más hostil hacia el cristianismo a partir del
siglo III, cuando se suscitaron las primeras persecuciones gubernamentales contra
sus seguidores.31 Para entonces, los cristianos ya habían dejado de ser ese «grupo
[de clase] baja que fomentaba el descontento» en la población, y algunos de ellos
contaban con riquezas o pertenecían a la clase alta, tal y como lo describió el
erudito Orígenes, en el año 248, al referirse a una «multitud de personas que se
convertían a la fe [cristiana], incluso hombres ricos y personas con posiciones
honorables, [así como] damas de alto refinamiento y linaje».32 De acuerdo con la
Historia Augusta —un texto de fiabilidad dudosa que data del siglo IV—, Septimio
Severo publicó un rescripto en el que prohibió la conversión al judaísmo y al
cristianismo en algún instante entre los años 193 y 211.33 nota 6 A su vez,
Maximino Tracio centró su atención en los líderes cristianos en el período
comprendido entre 235 y 238,nota 736 mientras que Decio declaró mediante un edicto
en 250 que todos los habitantes del imperio debían realizar sacrificios a los
dioses y consumir la carne sacrificada, con tal de refrendar su apoyo al culto
tradicional.37 La renuencia de los cristianos a esto último llevó al arresto y
ejecución de líderes cristianos como los obispos Fabián y Babilas, a cargo de Roma
y Antioquía respectivamente,38 así como de otros seguidores como Pionio de
Esmirna,nota 840 y el propio Orígenes.41

La persecución de Decio tuvo serias consecuencias para el cristianismo: en Cartago


se produjo una apostasía —renuncia de fe— masiva, mientras que el obispo Euctemon
incitó a sus feligreses en Esmirna a que se sacrificaran junto con él.424344 De no
ser por la muerte del emperador durante una batalla a mediados de 251, y ante la
presencia mayormente urbana de la iglesia, habría sido fácil de identificar y
erradicar su jerarquía.45 La proclamación por Valeriano —amigo de Decio— de un
nuevo edicto persecutorio en julio de 257 tomó por sorpresa a los cristianos debido
a que, hasta entonces, el nuevo líder romano había mostrado una «cordialidad
excepcional».46 A lo largo de un año su decreto condenó a los seguidores del
cristianismo al trabajo forzado en minas o, en el peor de los casos, al exilio. No
fue sino hasta el siguiente edicto, en agosto de 258, que se incorporó la pena de
muerte a todo aquel que profesara esa religión. De forma similar a lo sucedido con
Decio, la persecución de Valeriano solamente se vio interrumpida por su muerte en
junio de 260. El reinado de su hijo Galieno, entre 260 y 268, marcó el comienzo de
una «pequeña paz de la Iglesia» que se extendió durante cuatro décadas,
caracterizadas por el cese de las persecuciones contra los cristianos,47 hasta que
Diocleciano asumió el poder en noviembre de 284.48

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