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Filosofía del nacionalsocialismo

Diez años de pensamiento alemán (1932-1942)

Jesús Sáinz Mazpule

Dibujo de Saez en El Español

“Más que una doctrina filosófica estricta, lo que el Nacionalsocialismo representa –declaró días
pasados el Dr. Stroux para EL ESPAÑOL– es una Weltanschauung, una concepción del mundo.
Desde luego, pudiera enraizarse en la gran tradición filosófica del idealismo alemán, pero no
concretamente en este o en otro filósofo… Bäumler, filósofo oficial del partido, representa la
pedagogía oficial…”

Queremos desarrollar estas manifestaciones precisas del profesor, para que quien recuerde su
lectura pueda confirmarlas repitiendo en orden lo que constituye hoy la filosofía de Alemania,
al menos, la que adquiere volumen y vigencia más general y produce efectos en la política. La
ideología formada en un plazo que con alguna violencia queremos limitar a diez años, pasa de
los libros y cursos a los periódicos, en interpretaciones artísticas, en ensayos literarios y hasta
bajo la pluma de corresponsales de guerra. Del mundo alto de abstracciones puras, caen
motivos que encienden con su contacto los afanes guerreros.

El P. Iturrioz, en el prólogo a la traducción del libro de A. Delp, Existencia trágica, cree ver en la
actitud guerrera del soldado alemán efectos de la filosofía heideggeriana, y se detiene a
refutarnos así: “Sáinz Mazpule, al intentar bautizar el heideggerismo, ha creído que se trata de
una "filosofía ñoña", queriendo con este apelativo poner de relieve su creencia de que estas
nuevas ideas son "totalmente inocuas".” (Misión, 7 de marzo de 1942.) Con ñoñeces e
inocencias tales difícilmente podrá explicarse la actitud de tantos jóvenes que en los campos
de batalla se encaran con la muerte con la trágica sonrisa que en su rostro dibuja el eco
inconsciente de una voz que va susurrando imperceptible: “El hombre es un ser para morir.”

Creemos, con el P. Iturrioz, que empujan a las almas de esos guerreros sentimientos
filosóficos, al menos, un estado de espíritu, “una pedagogía oficial”, o concepción del mundo,
por la que mueren con sonrisa trágica. Pero ésta no la deben, ni mucho menos, a Heidegger.
Los que caen en la gigantesca batalla de Stalingrado saben bien que detrás está una Alemania
que desean grande, muy fuerte; una Alemania hegemónica; pero nada de esto han podido
aprender en el análisis existencial del “Sein und Zeit” o en “Qué es la Metafísica”.

En vísperas del triunfo del Nacionalsocialismo, tres direcciones filosóficas dominaban las
Universidades alemanas y eran todavía artículo de exportación, dos de ellas sin eficaz
competencia. El positivismo, la más vieja, con el impulso que le había impreso Ernst Mach en el
último cuarto de siglo, y que se prestigiaba en algunos círculos de científicos aficionados a
filosofar, con los nombres de Hans Vahinger, Johannes Rehmke, Rudolf Carnap y Teodoro
Ziehen, para terminar, en 1930, con Hugo Dingler. En posición, de alguna manera contraria,
por cuanto afirma la ontología, hay que situar la escuela de Brentano, autorizada después por
Meinong, Husserl, Nikolai Hartmann. La tercera tendencia acentúa la “vida”, con algún
desprecio para las construcciones racionales. Aunque compleja de matices, puede reducirse a
filosofía de la “vida” y filosofía de la “existencia”.

Quizá alguien mire como descalificación el que las nuevas direcciones alemanas estén
vinculadas a motivos políticos, y, al decirlo, añoren sistemas más neutrales, menos “impuros”.
Estos se sentirán desilusionados si se les demuestra que nunca la filosofía ha conseguido
olvidar la época en que ha germinado –sin que esto sea relativizarla–, porque no hay filosofía
sin filósofos; porque la filosofía son los filósofos mismos en su vida de reflexiones, y las
reflexiones de esta vida y todos pertenecen a un momento del tiempo sobre un clima físico y
espiritual concreto. No es de extrañar, pues, que instantes de presión política como los
actuales dejen en los sistemas curvas de acoplamiento que no se explican por la consideración
pura de la verdad. Porque en este orden de cosas no existe la excepción de “pureza” filosófica,
y sólo, quizá, se encuentra en manuales que repiten lo que en otras épocas fue verdad viviente
y que ahora es verdad truncada. Pero estos resúmenes de filosofía “pura” son, por esto, tan
tristes, tan infecundos, que uno los llamaría cenotafios del pensamiento… La filosofía es algo
que no se puede derivar y que hay que coger a jirones en los filósofos y en la vida, a sabiendas
de que será siempre, infinitamente, una meta fugitiva y una recomendación de humildad.

El positivismo se resiente, o, mejor dicho, “es”, casi en su totalidad, curva de acoplamiento,


efecto histórico. Imperaba entonces el industrialismo en la economía, con su secuela espiritual
de atención unánime hacia la eficacia y las medidas, con la utilidad como criterio de esta
eficacia, con la vida de ciudad y sus emociones como ambiente, con desprecio u olvido de lo
espontáneo y primigenio y una tremenda ceguera para las realidades exteriores a los
laboratorios, para las realidades surgidas en el aire limpio, bajo la mirada plácida o
tempestuosa de los cielos.

Fue, en su época reciente, una filosofía cegada por las claridades eléctricas recién estrenadas,
y por no molestarse a salir de esta angustia, por hallar de buen tono las borracheras de
experiencia, negaron todo lo demás. Y “todo lo demás” era nada menos que el mundo de las
realidades con su simple estructura metafísica; era el alma sustancial, la posibilidad de una
filosofía primera, y, por tanto, también la de una salvación. Presos en seducciones ciudadanas,
civilizadas, scientistas y pragmáticas, se desacostumbraron de la visión limpia del ingenuo y
desinteresado contemplador. Era una filosofía de época, un hecho singular históricamente,
aunque puedan señalarse quiénes anticiparon las doctrinas. Porque el acento sentimental que
le dio fervor de creencia, entusiasmo de fe religiosa, es fenómeno inglés, emergido del
industrialismo. Digámoslo más concretamente: fruto de una mentalidad mercantil, practicista,
vencedora en un tiempo de Europa. No en vano se citan entre sus principales propulsores y
teóricos los ingleses Hume y Stuart Mill, con sus recursos de última instancia a los sentidos y a
sus datos y con una interpretación estrechísima del contenido de los mismos. Obcecados por
las máquinas, convirtieron en categorías sus limitaciones de visión, y hasta los fenómenos
psíquicos los explicaron maquinalmente con criterios enteramente fabriles. Obra del
positivismo es la psicología de los elementos, que actualmente se bate ya en plena quiebra.
Mach no aceptaba más testimonio que el de los sentidos, con descripciones empobrecedoras
de sus datos, lo que, por ejemplo, le llevaba a asegurar que lo “psíquico” y lo “físico” no son
más que dos aspectos de una misma sensación, indiferente en sí a que se adjudique a una u
otra región ontológica.

El representante último de esta escuela es, de momento, Hugo Dingler, y procede de Mach,
aunque haya sido influido por otras doctrinas que le ayudan a eludir algunos groseros errores
en que aquél incurriera. Está también lejos de los “neopositivistas” del círculo de Viena –
Schlick, Reichenbach, Carnap, Franck–, abiertamente hostiles a cuanto denuncia preocupación
de trascender o simple afán filosófico. Dingler, por el contrario, partiendo, como Mach, de una
realidad indiferenciada entre psíquico y físico, confusamente percibido por todos, cree que no
se agota en la simple percepción; que esta realidad no se reduce a hecho de conciencia, sino
que tiene además “flecos” que acusan algo exterior a nosotros que se impone. Esta totalidad
caótica es el fondo y la forma que capta la visión ingenua, para la que las cosas son “llenos”, y
la materia, algo compacto que resiste, y los colores, calidades que están ahí, tales como los
vemos, y el sonido y el sabor y el contacto, fenómenos exteriores, no sólo en su causalidad,
sino hasta en los matices de su percepción. Sobre esta realidad difusa proyecta la ciencia rayos
de mirada que alteran la primitiva imagen, leyes que corrigen el mundo del ingenuo, y la
elección de estas leyes la condiciona –como en Mach– un principio de economía de
pensamiento. Se trata de fórmulas que no nos garantizan la verdad, ya que no buscan ésta,
sino un mayor grado de eficacia. El hombre, en su conducta intelectual, procede obediente a
tales leyes, sin que la verdad tenga para él ningún sentido. Son expedientes que se revelan
útiles para superar las cosas.

En el sistema de Dingler la ciencia es una red de leyes impuestas con vistas al resultado, sin
que la idea de su verdad o de su falsedad signifique nada. Captamos un mundo confuso, y
sobre él, sin poder superar hacia la verdad las imágenes iniciales, aplicamos paquetes de
normas con que intervenimos más eficazmente. La cuestión de la verdad y del conocimiento
no se plantea. Podríamos sintetizar esta posición diciendo que el mundo es así, y con él, por
imperativo de un principio de economía de pensamiento, actuamos de determinadas maneras.
Lo que de las cosas decimos, las leyes a que nos ajustamos, no son su verdad, no son su ser,
sino fórmulas de una económica utilización.

Dingler parece olvidar que al decidir los procedimientos o formular un sistema de enunciados,
no lo hacemos arbitrariamente, sino que, entre los mil posibles que se ofrecen, sabemos de
unos que resultan y de otros que fracasan. Aquéllos son adecuados al fin, y éstos, heteróclitos.
Tal diferencia sólo se explica por una imposición ontológica, “por una obligación de las cosas”,
dicho con palabras de Schiller; por su verdad, que se revela en la mayor aproximación, en la
adecuación más perfecta de un procedimiento, en su mayor parentesco entitativo. Los
enunciados o los expedientes que triunfan se aproximan más a la verdad que los que fracasan.

Dibujo de Saez en El Español


Nos atrevemos a incluir en la línea positivista el relativismo histórico en todas sus variaciones,
y muy especialmente la diltheyana, que reduce el curso de la Historia y las concepciones
espirituales que lo jalonan a una serie de tipos más o menos condicionados temporalmente: la
de Max Weber, que entiende la filosofía como tipología comparativa de concepciones del
mundo; la de Spengler, que esquematiza la Historia en círculos de cultura, sometidos a
evolución orgánica, como los vegetales. Como positivista se expresa también Heisenberg al
convertir en relaciones de indeterminación objetiva las relaciones de indeterminación
metódicas.

Fuera del positivismo, y contrapuesta a él, se coloca la escuela de Brentano, influida por la
filosofía escolásticoaristotélica y con un sentido muy agudo para interpretar los contenidos de
conciencia y ver en ellos lo que los desborda. Brentano recoge la idea escolástica de
“internacionalidad” de nuestra mente, y con ello abre en la filosofía un período muy rico. La
teoría del objeto, de Meinong, y las Investigaciones lógicas, de Husserl siguieron sus caminos,
este último con el programa inmediato de superar el psicologismo, al que ha vencido quizá
definitivamente. Desde el punto en que estaban sus meditaciones lógicas, arrancan las
Meditaciones cartesianas y se esboza el programa de una filosofía nueva, programa afanoso,
como de quien ha encontrado un mundo ignorado y arde en prisas de describirlo. Las
“menciones” de la inteligencia conducen a Husserl al orden de los objetos ideales, en sus
distintos estratos, y se dedica a narrarnos su génesis trascendente. Entusiasmado con los
hallazgos, cree que la riqueza de la conciencia y de sus datos no necesita el soporte de un
mundo real, y hasta que éste es imposible. En un comienzo, y por pureza metódica, lo había
eliminado, sometido a una épogé, pero al fin de su tarea lo excluye irremediablemente.

No queremos detallar este aspecto, porque existen obras en castellano que informan bien de
lo fundamental de la tendencia.

Entre los discípulos de Husserl hay dos que han influido mucho en la Alemania anterior al
Nacionalsocialismo, y que aun ahora pesan, sobre todo en medios intelectuales fuera de
Alemania, y son Scheler y Heidegger.

El primero sostuvo, contra las consecuencias que del método fenomenológico derivaba su
maestro, la realidad de un mundo aprehendido en la resistencia a nuestros impulsos; idea que
debe quizá a Maine de Biran, y ha dejado, además, una doctrina ética autónoma, basada en
estructuras ideales llamadas “valores”. De su abundante producción, quizá lo más provechoso
sea su refutación del formalismo kantiano, los diversos estudios sobre sociología del saber y la
obra De lo eterno en el hombre. Scheler se convirtió al catolicismo, pero cambió muy pronto,
llevado por tendencias de filosofía, un poco de estilo asiático, hacia una forma cruda de
panteísmo, tal como está expresada al final de su obra El puesto del hombre en el Cosmos.
Tampoco es necesario apurar aquí la obra de Scheler, sobre la que hay en nuestra lengua
abundante bibliografía.
El pensamiento de Heidegger, cada vez más abandonado –¡desilusiona la infecundidad del
autor después de su primera gigantomaquia!–, es imposible de resumir. Por otra parte, el libro
ya citado de A. Delp, traducido por el P. Iturrioz, expone muy claramente las líneas
fundamentales y nos exime de insistir.

Hay, aparte de los citados, dos pensadores que renuevan y conmueven ideas, que son Nikolai
Hartmann y Ludwig Klages, pero preferimos dejarlos como tema de estudio particular para
cada uno.

Las tendencias vencedoras en Alemania, al subir el Nacionalsocialismo, estaban influidas, unas,


por el ambiente general científico –lo que explicaba la coincidencia entre pensadores
distintos–; otras, quizá por disposiciones raciales: el idealismo de los judíos Cohen y Husserl; el
vitalismo de Simmel, judío, influido por Bergson, que también lo era, y las ideas de Scheler,
que ha sido llamado recientemente “semijudío”. Frente a tales formas están las que
constituyen la concepción del mundo nacionalsocialista, con independencia y aplicaciones
políticas.

Dibujo de Saez en El Español

Abre marcha en la psicología Félix Krüger, que refuta los intentos de buscar en el estudio del
alma la “exactitud” de las ciencias físicas, por virtud de la aplicación de sus métodos. Para él, la
psicología no es ciencia de exactitudes, sin que esto quiera decir que sea ciencia de menor
valor. Es ciencia de la “totalidad” del alma, de la vida interna, que, como totalidad armónica y
continua a través del tiempo, hay que aprehender. Necesita, pues, conceptos descriptivos en
cuyos límites, en cuya definición quepa incluir la riqueza psíquica entera, de suerte que se
expliquen así muchos fenómenos imposibles por métodos distintos. El concepto de “totalidad”
de Krüger es algo más amplio que el de “forma”, que reduce su aplicación al estudio de los
sentidos, especialmente a las formas ópticoespaciales y la conducta teleológica de la
inteligencia. Krüger no desdeña tal estudio, pero amplía su esfera para que entre la vida toda,
con los sentimientos, impulsos, voluntad, inteligencia, deseos y los encadenamientos de
procesos que se completan en el tiempo y que constituyen las “estructuras”. Entre éstas, la
más central y abarcadora es el carácter. Ahora bien: esta “estructura” del carácter es algo
permanente y determinativo por el ethnos, por la raza. Cuando trata de describir los tipos
posibles, encuentra tres: los “analíticos”, dominados por una tendencia a la descomposición;
los “sintéticos”, que tienden a ver unitariamente las cosas más difusas, y los grupos
“formativos”, los más maduros, que ensayan en el tiempo su capacidad creadora de cultura y
rejuvenecen las épocas. El concepto de “totalidad” no se identifica con el escolástico de
“universalidad”, porque agrega a la forma abstracta de éste el peso y la riqueza de la
experiencia. Las “estructuras” psicológicas, es decir, las unidades de vida psíquica que se
realizan y se moldean y se terminan en el tiempo, son aplicables, fuera del individuo, a las
familias, a las comunidades, a los pueblos. Hay un carácter de los individuos, y lo hay
igualmente de las familias y de las naciones, y este carácter como “estructura”, es decir, como
totalidad de conducta unitaria en el tiempo, es algo que permanece. Krüger rechaza el
positivismo, que disuelve la totalidad psíquica de los pueblos, las comunidades y las familias en
individuos, y la totalidad psíquica de los individuos en sensaciones y en elementos. Rechaza
igualmente las contraposiciones de vida, alma e inteligencia, como en Bergson; suprime el
abismo entre vida, alma, cultura verdadera, y espíritu, civilización y voluntad, como en Klages y
Spengler. Todas estas filosofías rompen en fragmentos las totalidades.

Piensa Krüger que sus doctrinas brotan del alma misma, del viejo germanismo, y que vienen
decididas desde Nicolás de Cusa y de Boheme, continuadas en Leibnitz, con su filosofía de la
totalidad vital, y especialmente en Goethe y en Kant, que las supone en los conceptos de
“síntesis”, “unidad de apercepción”, y en numerosos otros.

El pueblo alemán, según él, tiene el carácter que le pertenece como estructura unitaria, fuerza
de conformación y capacidad creadora para poner orden en el caos e imponer una política
nueva en el Occidente.

En Erich Jaensch encontramos una tendencia similar, también con aplicaciones políticas. Había
partido de los estudios de Urbantschitsch, publicados en 1907, sobre las imágenes –visiones
eidéticas– con las que estableció tipos “clínicos”, como entonces llamaba a los que tienen
capacidad para producir estas imágenes. Sabemos que pertenecen memoria a las de la
memoria, y se caracterizan por ocupar un lugar intermedio entre las imágenes consecutivas,
teñidas todavía de sensación, y las ordinarias, más alejadas y desvaídas. Para producir
imágenes eidéticas no se necesita una fijación tan larga como para las consecutivas, y resisten
más tiempo, casi tanto como se quiera. A veces se presentan en la contemplación misma de un
objeto, como algo superpuesto a su visión y con tal riqueza de detalles, que se puede leer en
ellas, como si fueran el objeto mismo. Estos eran los hechos de que partió Jaensch para sus
síntesis filosóficas.

En esta proximidad de sensación y representación de las imágenes eidéticas encuentra dada la


unidad del yo, y lo considera un buen punto de partida para el estudio evolutivo del alma.
Primitivamente, según él, sensación, representación e imagen formaban un solo hecho
psíquico, se fundían en una sola presencia. Para los neokantianos, la unidad del yo era una
deducción; para Jaensch es algo dado elementalmente. Según el grado de evolución de la
capacidad eidética, se puede medir la juventud o el grado de madurez de las razas y
clasificarlas por tipos dominantes.

Más tarde, a medida que afinaba sus estudios, ha podido distinguir tipos diversamente
matizados, y mediante ellos bosquejar una tipología completa del hombre. Hay los llamados
“tipos de integración”, con distintos grados, a partir del más perfectamente integrado, que es
un tipo muy excitable, de gran sensibilidad y de actitudes pasivas, en el que se incluyen la
mayoría de los niños y de las mujeres, y algunos hombres afeminados. En este grupo abundan
los de capacidades eidéticas. Hay otra forma menos integrada, con una distinción mayor, en la
que el individuo se siente pegado al mundo en la medida en que éste corresponde a sus
ideales y valores, y sabe establecer muy bien contraposición entre el ideal y la realidad. Un
tercer tipo se caracteriza por una integración más imperfecta y dirigida, por decirlo así, hacia
dentro, con una gran fijeza de carácter, de actividad y de energía

Los “tipos de irradiación” proyectan lo subjetivo hacia fuera, forjan el mundo


constructivamente desde su ideología. Son tipos lábiles, y tienen inclinación a los estudios
matemáticos. Propio de este tipo es el racionalismo de Descartes y el apriorismo. Mientras el
tipo de integración revela unidad racial, el de irradiación acusa mezcla, y abundan en él los
judíos. Hay además un tercer tipo, de menor importancia, llamado de “desintegración”.

Estos tipos psicológicos prescriben cada uno su concepción del mundo adecuada. Los hombres
ven lo real según esta íntima perspectiva. Los tipos integrados tienden más a la visión de
totalidad que a las visiones parciales, y prefieren explicar los procesos teológicamente. En ellos
se mantiene firme la coherencia entre sujeto y objeto. El tipo desintegrado –irradiativo– ve
mejor las partes que el todo, y opta por explicaciones causales: las de tipo mecánico sobre las
finales, y siente y afirma la distancia entre el sujeto y el objeto. La concepción del mundo de
los tipos de integración, en una de sus formas, puede llamarse “idealismo de lo lejano”, porque
mantiene una gran separación entre la esfera de lo ideal y la esfera de la realidad. Es lo
característico del idealismo alemán, y en la concepción de Jaensch aparece como la
conservación de una tendencia imaginativa juvenil.

El tipo de irradiación se define por los mundos inorgánicos, las superestructuras racionales
apriorísticas que fabrica, con las que quiere corregir la labilidad de su carácter sin mantener
ningún contacto con la realidad. De estos tipos y de las concepciones correspondientes vale la
afirmación de que el espíritu es el destructor del alma.

Esta dependencia entre las concepciones del mundo y los tipos quiere decir que las categorías
están determinadas psicológicamente. Esta determinación psicológica no quiere Jaensch que
se entienda como relativismo, ya que los tipos deciden las actitudes de cada individuo y su
posición ante los problemas filosóficos centrales; pero nada dicen de la validez de estas
posiciones.

Para Jaensch, el sentido filosófico del movimiento nacionalsocialista consiste en buscar una
concepción que sea la que automáticamente corresponde a las características espirituales de
la raza germánica. Principalmente lucha contra las filosofías propias de los tipos de irradiación
y de disgregación, que dominan en el liberalismo y en ideología racionalista francesa. Combate
también al “idealismo de lo distante”, aunque es propio del tipo de integración y ha tenido
muchos representantes en Alemania, y quiere superarlo, porque tal concepción significa el
mantenimiento de disposiciones infantiles. El nacionalsocialismo reacciona contra el
“idealismo distante” de la realidad, y quiere llevar la juventud hacia un idealismo próximo, sin
contentarse con un mundo derivado de cualquier forma de “razón”. Necesita satisfacciones
para el hombre entero en su unidad psicofísica, tal como lo entiende la antropología. Con esto,
la posición de Jaensch coincide con la de Krüger, en cuanto ambas implican repulsa del
positivismo y de la filosofía del espíritu irreal –Cohen y Husserl–, así como de la filosofía de la
vida y de la “existencia” –Simmel, Spengler, Heidegger–.

El neokantismo es característico de los tipos de irradiación –judíos en buena parte– por el


carácter constructivo que da al conocimiento. Esta filosofía que pretende continuar la línea del
idealismo alemán –perteneciente al tipo de integración– la falsifica, porque mientras aquélla
admite lo ideal como objetivamente dado y percibido en una relación de coherencia, el
idealismo lógico –Cohen– no ve lo ideal como un objeto presente a la conciencia, sino como
una proyección de las formas de actividad de ésta. Así Jaensch, al igual que Krüger, rechaza
también con idéntica energía el idealismo fenomenológico de Husserl y la filosofía de la
“existencia” de Heidegger, ambas propias del tipo de irradiación. Igualmente se desdeña la
manera de ver de Nikolai Hartmann, por cuanto supone un mundo de objetos ideales, de
esencias, del estilo de los conceptos esenciales escolásticos, y propugna entidades de orden
superior, designadas “valores”, como constitutivos de una vida alta, noble y culta del hombre.
Para Jaensch, coincidente con Krüger, la ética en general, los ideales propuestos al hombre,
han de derivarse de una mejor consideración de sus caracteres antropológicos, es decir, de sus
tendencias y sus maneras de ser. Los valores para él no son algo sobre el mundo o junto al
mundo, sino algo íntimo al mundo. La cultura de lo infravital, como en el positivismo, y la de lo
supervital, como en Hartmann, y el realismo de tipo escolástico, debe ser sustituido por una
cultura vital enteramente, en que el ideal y la realidad se sinteticen y broten de un mismo
fondo. El Logos debe ser suplantado por el hombre viviente. El espíritu no puede ser una
estructura fuera o por encima de la realidad, sino algo anclado en la misma vida, espíritu vital,
y así no podrá ser presentado, como en la tesis de Klages, como destructor de la vida.

Ernst Krieck no parte, como Jaensch, de una ciencia particular, la psicología, para desde ella
afrontar los problemas filosóficos, sino desde la antropología total, vista en lo posible desde el
nacionalismo político. En el prólogo a su obra Der mensch in der Geschischte señala: “Los
alemanes no hemos entrado en la guerra mundial de 1939 con el armamento científico
completo. Frente a las ciencias técnicas, deben intervenir otras encargadas de formar al
hombre, ordenar la comunidad y la historia. El Gran Reich alemán sólo podrá cumplir la misión
mundial que le estará encomendada después de la guerra, con ayuda de una ciencia del
hombre, de la dirección del hombre, de su formación y de la formación de la comunidad y de la
historia.” Krieck quiere un conocimiento no pragmático utilitario, de estilo anglosajón, sino de
orden político, porque cree que sólo los pensamientos que brotan de las realidades políticas
son políticamente eficaces. Esto muestra la necesidad urgente de eliminar el idealismo que
concibe el mundo como una cualidad en la que se aísla un espíritu autónomo, entendido según
la tradición cristianoantigua, y que es extraño al modo de ser alemán, actualmente captado.
Los herederos de este retrasado idealismo que todavía tienen cátedras en las Universidades,
deben ser retirados, aunque se hayan afiliado bajo las banderas nacionalnocialistas.

Al exponer la crítica de Kant, rechaza Krieck la contraposición de un sujeto que impone formas
de conocimiento y estructura con sus categorías al mundo de los objetos dados. Según Kant,
todos los hombres, independientemente de la raza y de la comunidad vital a que pertenezcan,
dispondrían del mismo aparato categorial, aplicable a las cosas. Además de esta esencia
humana común, supone la “cosa en sí”, que es lo que quedaría sí suprimiéramos lo que con
nuestro pensamiento conformador categorial añadimos. Este dualismo de sujeto puro y objeto
tiene que ser rechazado, porque la base de toda teoría del conocimiento es la unidad de la
persona, miembro de una comunidad y perteneciente al mundo. Una ley personal propia y la
ley de raza determinan el conocimiento, y éste no es posible si el que conoce es radicalmente
de otra especie que lo conocido. En el conocimiento no existe un yo sin un tú, y en esta
pluralidad de personas implicadas en el proceso gnoseológico se funda la común “verdad” del
conocimiento. Tampoco hay aparato de conocimiento idéntico para todos los hombres. Este
postulado del racionalismo es falso. La especie biológica no constituye comunidad real, sino
que ésta se realiza en la multiplicidad de las comunes totalidades vitales de los pueblos. Y
donde no hay una comunidad formada, no hay ciencia. La ciencia alemana no es más que la
expresión de la manera de ser alemana y de su esencia.

La verdad no se construye con una “razón pura”, sino que es algo fundamental, dado en el
carácter de la persona y de la comunidad. Sólo se puede aspirar a captar verdades eternas
sobre la base de la propia existencia y de sus condiciones raciales, étnicas e históricas. Y
cuando un pueblo cambia totalmente, también cambia la verdad en la historia. Hay una verdad
eterna, en la medida en que hay una vida eterna. Cada verdad concreta es una forma de
participación en la verdad total. Las leyes de la naturaleza son perspectivas para aclarar el
mundo y la realidad condicionadas por supuestos vitales.

La eterna verdad fundamental no puede ser aprehendida de manera adecuada en un único y


particular acto de conocimiento: sólo todos los hombres juntos la poseen.

Frente al relativismo, Krieck mantiene la verdad fundamental, que sólo por partes puede ser
captada, al igual que en el perspectivismo tipológico de Jaensch.

Dibujo de Saez en El Español

Esta teoría del conocimiento de Krieck supone una antropología en la que el hombre aparece
integrado por cuerpo, alma y espíritu como aspectos distintos de una misma unidad. Al
dualismo de cuerpo y alma –y al de alma y espíritu, abismalmente distantes en Klages– agrega
Krieck como tercer elemento el espíritu, que no es cosa traída de otros mundos, sino el
conjunto de las relaciones entre hombres, de las formas comunes de lenguaje, ideas,
costumbres, sentimientos, religión, cultura, derecho, economía. La comunidad es la que hace
posible la existencia de los individuos como totalidades vitales, y no al revés, y con esto, la
realidad del pueblo queda en la base de todo, es la unidad metafísica y compone a la vez la
totalidad de la vida del hombre y la eterna.

Hay que precisar también el concepto de vida, que en Krieck se extiende a todo el ser. Esta
imagen biológica del mundo, que tiene antecesores en Paracelso y en Goethe, se contrapone
al mecanismo positivista. De este modo aspira Krieck a salvar el abismo entre lo inorgánico y lo
orgánico, y entre la naturaleza y el espíritu. Todo es vida. Las ciencias de la naturaleza y las del
espíritu no quedan ya separadas desde su fondo, ni el cuerpo, alma y espíritu pueden ser
considerados como entidades metafísicos distantes, sino unidos dentro del concepto
comprensivo de la “vida”. La naturaleza condiciona y soporta a la historia, y la historia imprime
su cuño a la naturaleza.

Cree errónea la idea de Kant de que el hombre ponga en contacto dos mundos: el de la
causalidad y el de la libertad trascendente. Para Krieck, la actividad creadora humana
pertenece también a la naturaleza del hombre, y ella le distingue de las otras formas
orgánicas; pero en modo alguno revela esencia diferente en que se contraponga el mundo de
la libertad al mundo de la causalidad. La voluntad humana entra como un factor causal en la
naturaleza, y a su vez es causal también el efecto del hombre sobre el hombre, llamado hasta
ahora espíritu. La fuerza que hace la historia, ¿es acaso menos fuerza que la de las máquinas?
No son, pues, según este pensador, dominios separados el de la naturaleza y el de la historia,
sino que hay unidad entre ambos, constituida por el Todo viviente.

La victoria del nacionalsocialismo no fue una victoria de masas, porque no se trató en el caso
de vencer o ser derrotado, sino de servir. Cada miembro agota sus deberes y la tarea central
de su vida en el servicio de la comunidad que constituye el sentido de sus personas. El Estado
es el que cumple las tareas generales y el que impone los signos de presencia de una nación en
la historia. Los pueblos que carecen de Estado, carecen por lo mismo de historia. El Estado no
es una superestructura de tipo técnico, ni una forma social orgánica más crecida, como creía el
romanticismo, sino que el Estado es el Führer. Él es el motor de la historia, y por su virtud sé
pasa del orden de lo posible al orden de lo real. El partido nacionalsocialista representa en
Alemania el lado dinámico frente al Estado, que es lo estático. Este dualismo Movimiento-
Estado no es más que un compromiso entre la revolución y la reacción, pues el Estado,
progresivamente, tiene que ser eliminado a medida que dentro del Movimiento se van
formando los hombres con capacidad creadora; en especial, las promociones jóvenes
educadas en el nuevo espíritu.

En la comunidad, que da las últimas instancias de esta concepción filosófica, radican la verdad
y la moral. Los conceptos éticos son sólo conceptos normativos que regulan la relación entre
un acto y la comunidad. La medida básica del valor hay que captarla en los valores raciales,
entre los cuales destacan el del honor y el de la fidelidad. La mayor capacidad de servir al
Führer da la medida de la valía de un alemán, pues el Führer es la personalidad en sentido
propio, la que obra supremamente, y como tal, crea la personalidad libre: él es el creador de
las leyes, y obedece sólo a la necesidad interna que le compromete con el honor racial y la
fidelidad al pueblo.

Alfredo Baeumler, que, como declaró el Dr. Stroux, representa la pedagogía oficial, apenas
agrega ideas nuevas a las expuestas, pero da tono más agudo a la afirmación de originalidad
creadora del espíritu germánico, y emplea palabras más decisivas sobre lo decisivo de la
política.
Para él, hay dos realidades culturales claras: el germanismo y el cristianismo. Este presenta una
hostilidad manifiesta contra el mundo al subordinarle a medidas extramundanas. El mundo es
contingente frente a Dios y las exigencias de orden moral, que son eternas. El idealismo, según
Baeumler, es herencia cristiana, y por esto lo rechaza como extraño a lo germánico. La
igualdad democrática proclamada por Rousseau, y el que todos seamos semejantes ante Dios,
no son ideas germánicas, porque destruyen la vida al igualar las diferencias de nivel de fuerzas,
y hace posible que prevalezcan quizá los valores inferiores. Los más altos para él son: la vida, la
fuerza, la capacidad creadora de las razas, y en esto radican las diferencias de valor y de
dignidad entre los pueblos y entre los hombres. Este es el tema capital de una gran parte de
sus exposiciones. También en la interpretación de la voluntad hay diferencia entre sus puntos
de vista y los más corrientes en los pueblos latinos, de herencia grecorromana y cristiana. Que
la voluntad tienda hacia un fin y que en su logro se satisfaga le parece una idea “oriental”,
frente a la cual presenta la voluntad germánica que goza con la simple acción, en un constante
fieri e incansable activismo.

No hay instancia superior a la vida y por la que pueda ésta calificarse, y el intento de buscarla
se llama nihilismo, por cuanto destruye los valores vitales, los niega o los rebaja. Siendo esto
así, el Estado no es entidad moral que tenga por fin establecer la justicia entre los ciudadanos,
sino el instrumento por el cual una comunidad toma conciencia de su poder y da señales de
eficacia en la historia. El Estado es una expresión de la lucha por el Poder. Las ideas, los
valores, la verdad, enraízan en nuestra esencia de hombres, miembros de una comunidad
racial que no tiene que justificarse ante nadie, porque ella misma es su justificación. La mayor
tacha moral que pudiera lanzársele sería la de su ineficacia histórica. No somos entes que
contemplan, dirá Baeumler, sino entes que obran. Hitler es el Jefe del pueblo alemán porque
en él, de una manera misteriosa, las fuerzas inéditas del germanismo han hallado encarnación,
y él es instrumento de estas fuerzas y de esta corriente vital.

La obra de Hans Heyse –Idee und Existenz, 1935– es reveladora en esta misma serie de
exposiciones. Intenta el autor nada menos que resolver el problema de la unión de la
existencia y de la idea, de lo teórico y ateórico, de la filosofía y de la vida, trasladándose en la
historia al momento en que esta antinomia no existía aún. En este empeño renueva las
interpretaciones de las ideas platónicas. Platón quiso en su teoría de las ideas –según Heyse–
mantener la unidad del hombre y de la comunidad contra las tendencias de la sofística. La
esencia y el valor del hombre radican en su dependencia de la comunidad, que es la que
unifica todas las funciones. La Idea es el principio que liga indisolublemente al hombre con el
Estado, y a la vez con el orden total del ser y de la vida. El problema de las ideas no puede ser
resuelto con una reflexión sobre individuos aislados, sino en la unión del hombre con la
totalidad del orden metafísico del ser, y esto sólo puede hacerse desde la existencia histórica y
sus relaciones con el Estado. La Idea es la forma del verdadero existir en el Estado histórico. No
es, pues, un ser transcendente, separado de las cosas, sino la forma de participar en la
existencia histórica. En la medida en que un hombre participa tiene una esencia, una
naturaleza y forma permanente que le constituye en hombre.

La idea de “forma” aristotélica tiene esta misma explicación. Sostiene además el autor que el
cristianismo judaizó esta unión griega de idea y de existencia, y quedó oscurecida la manera de
ver de los griegos y de los germanos, sobre todo cuando San Agustín hace de las ideas
platónicas conceptos en la mente de Dios según los cuales es creado el mundo. La Idea pasó,
con él, a ser algo trascendente, situado fuera de lo concreto y con existencia en un mundo
abstracto.

Dibujo de Saez en El Español

Para Heyse, como antes para Jaensch, el deber tiene que derivarse del ser del hombre, y la
nueva filosofía busca esta vinculación. La filosofía actual tiene que salvar del caos los valores,
restableciendo la unión entre existencia e idea, entre los valores de toda especie y el hombre
mismo. La filosofía alemana actual tiende a alcanzar valores supremos en el proceso político de
realización del Reich, partiendo de los valores ya descubiertos en la existencia misma del
pueblo. La verdad de la existencia histórica alemana en el nuevo Reich será el contenido
capital de la filosofía.

Con leves variaciones, dentro de la misma tendencia, se mueven las teorías de Rosemberg, de
E. G. Kolbenheyer, de Wilhem Burkamp, de Arnold Gehlen, de Hermann Schwarz, de Schuldze-
Boelde y otros; pero no podemos extendernos más.

Estas tendencias filosóficas, tan radicales en sus consecuencias y distantes de nuestra manera
de pensar, son un hecho europeo, y no debe ignorarse, como tampoco se ignoró en su tiempo
el mensaje original, y no menos extraño de Nietzsche. Este pueblo alemán, que ha dado al
pensamiento las formas más originales de especulación, presenta ahora variedades
verdaderamente revolucionarias; pero no más revolucionarias que la presente guerra y la
tremenda crisis espiritual en que se debate el mundo.

Carece totalmente de interés agregar como término nuestro punto de vista sobre estas ideas.
Es evidente que no las podemos compartir; pero esto no nos exime, ni exime a nadie, de
prestar atención a concepciones que ahora mismo, y ante nuestros ojos, están naciendo.
Coinciden ellas con el hecho tremendo de la guerra, y quizá expliquen en buena parte el
heroísmo de un pueblo magnífico que riñe con todas sus potencias una lucha por el destino,
como potencia y por la suerte de Europa.

Por lo demás, tenemos que concluir con orgullo que España forma hoy una reserva espiritual
que Europa necesita, y que quizá en un mañana no lejano tenga que agradecernos…

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