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Cartas desde mi celda

Gustavo Adolfo Bécquer


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En esta obra el artista…

Carta primera

Escrita el 3 de mayo de 1864, resulta ser la carta más extensa, dirigida a sus amigos y
compañeros del periódico El Contemporáneo; surge del contraste que el escritor percibe
entre La Corte y el escondido Valle de Veruela, proporcionando una sensación física de
alejamiento, en un recorrido inverso que va de lo moderno a lo tradicional, de Madrid al
monasterio de Veruela donde espera recuperarse de su enfermedad: “-¡Tan notable es el
contraste de cuanto se ofrece a mis ojos; tan vagos y perdidos quedan ante la multitud de
nuevas ideas y sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes!”

Al subir al tren, en Madrid, donde inicia viaje, dirige un ligero saludo de cabeza a los que
serán sus compañeros, se acomoda en un rincón esperando que aquella especie de culebra
negra arranque y después de algunos kilómetros, pasa revista a los presentes, entre los que
destacan una joven como de dieciséis o diecisiete años que, a su percepción, debía
pertenecer a una clase elevada; un inglés alto y rubio, más afeitado y limpio que ningún
otro, cuya nariz parecía una remolacha; y un cuarentón, saludable, cachetón y regordete
quien ofrecía su información sin que nadie se lo solicitara, siendo en exceso comunicativo y
que fastidiando, ya cantando o ya atravesando de un lado a otro el espacio del vagón.

Llegando a Tudela, se dirigió a una posada que a la vez ofrecía alimentos, almorzó y
cuando se disponía a tomar el postre, le anunciaron que el coche de Tarazona estaba por
salir. Al arribar, se encontró con un escenario diferente, y nuevos y característicos
acompañantes. Fue uno de los primeros en subir y acomodarse en su sitio, en medio de dos
mujeres, madre e hija, que según dijeron volvían de Zaragoza a donde habían ido a cumplir
un voto a la Virgen del Pilar. Entró después un estudiante del seminario, seguido por otros
individuos entre ellos, el regidor gordo del ferrocarril, con su enorme sombrerera, sus risas
y todo aquello que lo hacía tan peculiar.

Ya en Tarazona, hubo de buscar quien le trasladase, en mula, hasta el Monasterio de


Veruela, lugar al que no se podía llegar en tren o en ómnibus. Fácilmente se adaptó
observando el cielo, los peñascos, el fondo de los precipicios, decía que cuando se viaja así,
la imaginación puede correr, volar y juguetear por donde mejor le parezca y el cuerpo va
sin darse cuenta de sí mismo. De pronto, en el fondo del melancólico y silencioso valle
pudo ver las murallas y las puntiagudas torres del Monasterio de Veruela, en donde ya
instalado, Gustavo Adolfo espera recobrar la salud.

Carta segunda

Gustavo Adolfo Bécquer hace una descripción detallada del Monasterio de Veruela
calificándolo de lugar pintoresco y original, pese a ser un sitio muy alejado, en ruinas y casi
inhóspito. Escribe también acerca de lo que representa para él el periódico madrileño El
Contemporáneo.

Todas las tardes sale al camino que pasa frente al monasterio para aguardar al conductor de
la correspondencia que le ha de llevar los periódicos de Madrid; durante su recorrido va
describiendo todo a su paso: la alameda de chopos, los arroyos, la cruz de mármol conocida
por su color como La Cruz Negra de Veruela; del monasterio, sus arcos ojivales, las torres
puntiagudas, sus muros almenados e imponentes; las ruinas de una ermita y todas las
formas que su mirada alcanza a percibir. Mientras espera, su imaginación exaltada cree
distinguir entre lo obscuro del follaje, a los monjes blancos en un vaivén silencioso
alrededor de lo que fuera su abadía, o a una muchacha que se arrodilla al pie de la cruz y
deja un lirio azul sobre los peldaños, pero la aproximación del correo interrumpe una de
esas maravillosas historias.

El Contemporáneo es más que un periódico; es un amigo de confianza con quien se puede


conversar un rato mientras se disfruta del aroma y sabor de un buen puro sin necesidad de
ofrecerle otro a su compañero de charla; es el lenguaje apasionado y frases palpitantes que
hablan a un tiempo a la cabeza, al corazón y al bolsillo de sus lectores. Sus columnas son
sus amigos, sus compañeros de esperanzas o desengaños, de reveses o de triunfos, de
satisfacciones o amarguras. Siente alegría al recibirle pues le trae un pedazo de su antigua
vida, de aquélla fiebre fecunda del periodismo que se convierte en el puente entre lo
citadino y lo tradicional; entre el compañerismo de ayer y la soledad que ahora le rodea
hoy.

Carta tercera

Preocupado por la idea de la muerte, escribe la que sería una de las más importantes cartas
en la que expresaba su opinión sobre su destinación futura del espíritu y el cuerpo. Deseaba
que al morir, su alma fuera al cielo. Quería que al morir su cuerpo fuera enterrado a la orilla
del Betis (río Guadalquivir), colocando una piedra blanca con una cruz y su nombre.
Imaginaba los álamos blancos balanceándose sobre su sepultura rezando por su alma, el
sauce inclinándose acariciaría sus despojos y el río iría a besar la loza arrullando su sueño
con una música agradable. Llega entonces a una reflexión que marca un antes y un después
en la vida del poeta. Ha estado enfermo, pensando que iba a morir, ya las palabras amor,
gloria, poesía no suenan a sus oídos como sonaban antes. Es un hombre nuevo que desea
vivir sin exageraciones ni engaños. Ambiciona ser uno más en el teatro de la vida, dejando
atrás sus afanes de gloria que en un inicio lo llevaron a Madrid.

Carta cuarta

Carta quinta

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