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Después de la sexta sesió n, los obispos continuaron sus reuniones, pero

ya no en pie de igualdad. El concilio, en su cará cter estrictamente


ecuménico, fue clausurado. El asunto tratado en la siguiente reunió n fue
de cará cter comparativamente local y consistió en la solució n de disputas
entre ciertos obispos Orientales. Talasio de Cesá rea, aunque estuvo
presente en las sesiones posteriores, se llevó consigo el registro de la
acció n del concilio hasta esta sexta sesió n, y no má s. Pelagio II dice
claramente en su carta a los obispos de Istria que la naturaleza autoritaria
del concilio cesó después de la sexta acció n, y lo que siguió estuvo
relacionado con ‘asuntos privados.’ Y Leó n describe el trabajo presentado
al concilio como si hubiera consistido solo en la definició n de la fe y la
restauració n de los obispos que habían caído en el Sínodo Ladró n. El
resto de sus procedimientos, dice, fueron de diferente naturaleza; y en
consecuencia, el informe oficial del sínodo incluyó en su incuestionable
programa só lo los dos asuntos que acabamos de mencionar; colocaron el
resto en una base diferente. El emperador había deseado que los obispos
permanecieran unos días para la consideració n de los demá s asuntos,
para cuya solució n era natural aprovechar tal reunió n. Si bien, por lo
tanto, se concedió una importancia considerable a los arreglos que se
hicieron, no pudieron reclamar el mismo alto nivel de autoridad que
pertenecía a la serie de sesiones que culminaron y cerraron con el
discurso a sus Majestades Imperiales.

Seleccionaré tres de sus acciones, la restauració n de Teodoreto, la


aceptació n de Má ximo y el vigésimo octavo canon, que se refieren
especialmente al tema de este libro.

I. Mucho se ha hablado del caso de Teodoreto, como una supuesta prueba


del repudio a la supremacía papal. Por lo tanto, conviene enunciarlo con
cierta amplitud.

É l había sido condenado por Dió scoro en el Sínodo Ladró n por su


simpatía por Nestorio. Entonces apeló a Roma. El escribió a Leó n y dijo
que 'si Pablo, el heraldo de la verdad, la trompeta del Espíritu, corrió
hacia el gran Pedro ... mucho má s nosotros, en nuestra pequeñ ez,
corremos a tu trono apostó lico para que de ti podamos recibir la curació n
de las heridas de la Iglesia: porque conviene que tengas la primacía en
todas las cosas '. Luego enumera las ventajas con las que está adornado el
trono apostó lico, a saber ‘abundancia de dones espirituales en
comparació n con otros; esplendor sobreabundante; la presidencia en
todo el mundo; abundancia de temas, fe supereminente, como en los días
de los Apó stoles; las tumbas de los Padres comunes y maestros de la
verdad, Pedro y Pablo, ... que surgieron en Oriente pero murieron en
Occidente, y desde ese Occidente ahora iluminan el mundo entero, han
hecho de vuestro trono el má s ilustre.’ Luego, después de exponer su
condena en el Latrocinium (Sínodo Ladró n ) en su ausencia de Dió scoro,
agrega: ‘Pero espero la sentencia de su trono apostó lico.’ Quiere saber si
va a aceptar esta injusta declaració n o no. 'Porque espero' (repite) 'tu
sentencia, y si me ordenas que acceda a la decisió n adversa, la consiento.’

De nuevo le dice a Leó n: 'Le suplico y suplico a Su Santidad que su recto y


justo tribunal me ayude, que estoy apelando a el, y me invitará a ir a usted
y mostrarle que mi enseñ anza sigue los pasos de los Apó stoles’. A Renato,
un sacerdote de la Iglesia de Roma, empleado como legado en É feso, le
escribe: 'Con respecto a este caso, suplica a su Santidad que persuada al
santísimo y bendito arzobispo para que use su autoridad apostó lica y me
envíe a volar a su concilio.' es decir, el concilio que el Papa usó
invariablemente en la determinació n de causas mayores. Teodoreto
agrega palabras que son omitidas por Quasnel, quien, desafiando el
contexto, se esforzó por demostrar que no era a la autoridad del Papa
mismo que Teodoreto apeló palabras que incluso si las citas anteriores
fueran olvidadas serían suficientes para mostrar que era el ejercicio de la
autoridad de la Santa Sede lo que estaba invocando, a saber: ‘Porque la
Santísima Sede tiene soberanía sobre las Iglesias que está n en todo el
mundo en muchos aspectos; y antes de todos estos, en el sentido de que
ha permanecido libre de la mancha de herejía, y nadie se ha sentado
jamá s en el con pensamientos contrarios [a la fe]; ha mantenido la gracia
apostó lica íntegra e incorrupta’. Luego expresa su disposició n a aceptar
su juicio, cualquiera que sea.
De esto se desprende que no era el juicio del sínodo de Roma en sí lo que
buscaba, sino el juicio del Soberano Pontífice, expresado, como solía ser,
en el sínodo. El sínodo fue el aparato, la maquinaria, el escenario del juicio
Papal. Los obispos de este sínodo no pueden ser considerados infalibles
en comparació n con otros sínodos, excepto por su relació n con la Santa
Sede. Fue en la infalibilidad de este ú ltimo en lo que se basó claramente.
Al mismo tiempo, escribió a Constantinopla al arzobispo Anatolio, para
inducirlo a persuadir al emperador de que le permitiera (ya que un
obispo no podía moverse sin el permiso imperial y la ayuda de la bolsa
imperial) 'llegar a Occidente y ser juzgado por aquellos obispos má s
amados de Dios'.

Teodoreto no era un simple tonto para pedir permiso al emperador por


cualquier cosa que contraviniera las leyes de la Iglesia tal como se
entendía en Oriente; y, sin embargo, le pidió al obispo de Constantinopla
que lo dejara para que su caso fuera juzgado en Roma. De lo cual podemos
concluir justamente que la transferencia del caso de un obispo griego a
Roma no fue considerada por el obispo de Constantinopla ni por el
emperador como una contravenció n de las leyes de la Iglesia. No fue aquí
el caso de nada reclamado por el Papa, sino un vistazo de có mo los
obispos griegos entendieron el asunto entre ellos. Estos obispos
Occidentales, 'los má s amados de Dios', no podían poseer derechos sobre
un obispo oriental, excepto como concilio del soberano gobernante de la
Iglesia, como Teodoreto había llamado al Romano Pontífice. Pero como
siempre se acostumbró a ejercer la autoridad pontificia por medio de un
concilio, todo era uno para apelar al Concilio Episcopal de Roma o al
propio Obispo de Roma. Las expresiones de Teodoreto con respecto a
este ú ltimo requieren esta conclusió n en lo que respecta a su propio
juicio, y su carta a Anatolio da su estimació n de lo que el obispo de
Constantinopla consideró un curso apropiado para que la justicia tomara.
De hecho, sería difícil expresar en términos má s claros las enseñ anzas del
Concilio Vaticano sobre la relació n de la Santa Sede con el resto de la
Iglesia que lo que ha hecho Teodoreto. De acuerdo con él esa Sede es la
Santa Sede, el trono apostó lico, el gobernante soberano de la Iglesia en
todo el mundo y el ú nico canal puro y verdadero de la fe de la Iglesia.
Parece que los escritos que Teodoreto prometió enviar a Roma para su
inspecció n y juicio no llegaron a Leó n hasta que los legados partieron
hacia Calcedonia; pero al recibirlos, San Leó n dictó sentencia a favor de
Teodoreto. Era digno de ser devuelto a su sede. Tanto San Leó n como los
comisionados hablan del ‘juicio’ papal. De modo que no puede haber duda
de que San Leó n dictó sentencia real sobre el caso individual de
Teodoreto y se deduce que fue una apelació n regular por parte de
Teodoreto. Podemos asumir, en efecto, que hubo un examen cuidadoso
del caso en Roma, considerando la cautela que invariablemente ejercía
este gran Pontífice al admitir a la comunió n a cualquiera que hubiera sido
sospechoso de herejía. Y Teodoreto había simpatizado activamente con
Nestorio, pero se había separado de ese hereje cuando tuvo lugar la
reconciliació n entre San Cirilo y Juan de Antioquía. Por lo tanto, es
improbable en el decreto supremo que San Leó n emitiera un juicio sin un
examen cuidadoso y, presumiblemente, conciliar de su enseñ anza actual.
Probablemente había firmado la epístola dogmá tica a Flavio o se había
ofrecido a firmarla.

Por lo tanto, cuando Teodoreto llegó a Calcedonia, estaba en la posició n


de un hombre cuyos derechos estaban garantizados por el juicio papal y
que tenía derecho a actuar como obispo. El concilio, sin embargo, fue
convocado con el propó sito separado, entre otras cosas, de restaurar a los
obispos que habían sido depuestos en el Latrocinium (Sínodo ladró n); y
San Leó n le había encargado que actuara en el asunto de tal restauració n.
En consecuencia, parece que San Leó n escribió de inmediato a los legados
para decirles que recibió a Teodoreto a la comunió n y lo devolvió a su
sede, en lo que se refiere a los derechos, aunque la completa ejecució n de
su sentencia implicaba la restitució n real a esta sede naturalmente
permanecería en manos del sínodo, habiendo sido ya delegado por el
mismo Leó n.

Por lo tanto, cuando el concilio abrió sus procedimientos y Eusebio de


Dorileo había preferido la acusació n contra Dioscoro , los comisionados
imperiales le dijeron a Teodoreto que entrara; pero los simpatizantes de
Eutiques entre los obispos estaban indignados por su restauració n.
Estaban seguros de que Leó n se había extralimitado; y teniendo en cuenta
los antecedentes de Teodoreto (su oposició n a Cirilo) no es de extrañ ar
que piensen así. Porque era un asunto en el que, segú n los principios de
los decretos del Vaticano, Leó n podría haber sido engañ ado. Y los
Eutiquianos, muchos añ os después de esto, sostuvieron que Teodoreto no
era sincero y que San Leó n se había extralimitado. Sin embargo, deberían
haber dicho, salvo la teoría papal del gobierno, que no importaba si fue
engañ ado o no; pues, ¿qué derecho tenía el obispo de Roma a devolver a
un obispo griego a su sede?

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