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El

Halo de la Desesperación

Arik Eindrok



Para Roxana Elizabeth,
la única razón para no estar triste en esta existencia absurda




































Si pudiera observarte sonreír
en los momentos de mayor incertidumbre,
eso bastaría para creer que la existencia
pudiese tener un sentido
en el halo de la desesperación

Estoy cansado de todo, en verdad de todo. Estoy cansado de la humanidad, de


la existencia, de la vida, de la muerte, de mí y, en resumen, ya estoy también
casando de estar cansado.

Esos pequeños episodios de supuesta felicidad no fueron sino el preámbulo de


esta noche suicida donde estrello mi sangre contra los inefables labios de la
muerte, que tan implacables se extienden por todo mi ser y me escupen en el
vacío de mi última encarnación.

Todos somos miserables en cierta medida. El simple hecho de existir siendo


humano ya es algo deplorable, algo que no podemos quitarnos de encima por
más que intentemos. Sin embargo, sí se puede luchar contra ello y reducir esa
naturaleza miserable al mínimo, aunque sea lo último que los humanos, en su
ignorancia, lleguen a concebir.

Mientras existan humanos, existirá pseudorealidad. Mientras se exista, existirá


absurdidad.

Por desgracia, la existencia será siempre así mientras no tengamos el valor de


deleitarnos con el sublime beso del suicidio. Acaso incluso ni siquiera la
muerte pueda concedernos escapar de esta miserable condición humana, lo
cual completaría el infernal ciclo de esta tortura divina llamada por los cuerdos
creación.

Sería bastante triste que, al morir, no pueda deshacerme de todo lo que soy. La
verdad es que he depositado todas mis esperanzas en ello, o al menos las pocas
que me quedan. Sí, la muerte es ya lo único por lo que vivo.

El halo de la desesperación siempre ha sido inminente en los escasos minutos


de consciencia cósmica que rara vez experimento. Entonces sé que esto no
puede ser bueno, sé que existir es algo que debería odiar con todo mi ser.

Tal vez podría amarme a mí mismo como tanto se dice, pero entonces ¿qué
sería de los momentos más relucientes y de mis textos más sublimes? Odiarse
a sí mismo es una infinita fuente de gloria e inspiración que ninguna clase de
amor propio podría ofrecer.

Siempre que quiero ponerme realmente triste y arruinar mis días voy y me
planto frente al espejo, entonces hallo infinitas razones para deprimirme hasta
el infierno.

Ese instante donde nos percatamos de que no hay verdaderamente ninguna


razón para existir, ¿no debería ser también el mismo en el que nos tendríamos
que suicidar? Pero no, ya estamos demasiado contaminados de vida como para
renunciar a este engaño idílico.

Cuán engañados estamos para aferrarnos a esta patética pseudorealidad,


aunque en el fondo queramos vomitarnos infinitamente.

En los primeros días, cuando recién comenzaba a invadir mi cabeza la


desesperación de existir, entendí que ya no podía volver a salir a las calles y
sentirme cobijado por la inmunda esencia de la humanidad. Desde entonces ha
sido siempre la misma guerra: yo contra mí mismo, y vaya que voy perdiendo
por mucho.

Los panteones no deberían de existir más. ¿Es que acaso no ha bastado con
toda la miseria y estupidez que un humano ha esparcido en su vida como para
que todavía vayamos a llorarle y arrojarle flores cuando afortunadamente ha
dejado de ensuciar este mundo?

¿Cuánto más seguiremos jugando este absurdo, deprimente y execrable juego


de la existencia humana? ¿Cuánto tiempo más debemos ser consumidos por la
pseudorealidad para entender que somos solamente un pésimo error?

Creo que me gustaría hablar con ese dios del que tanto se enorgullecen los
cristianos, apuesto a que ambos nos llevaríamos tan bien, pues ambos somos
pésimos creando y tomando decisiones. Y, lo principal, también nos importa
un bledo lo que le pase a los demás.

La incertidumbre que impera en la existencia es a la vez inefable, pero


también la causa de esta maldita demencia que me ha hecho un demonio sin
alas.

El poder de cambiar mi vida nunca me fue más ajeno, y no porque crea en el


destino ni en entidades superiores, sino simplemente porque ya no me importa
lo que pase conmigo.

¿Para qué intentar hacer las cosas bien cuando sé que mi naturaleza es el
fracaso?

Sí, definitivamente me divierte mucho escuchar a las personas hablando sobre


lo importante que es amar la vida. ¿Acaso no se cuestionan la posibilidad de
que la vida los odie?

Y es que, después de tanto reflexionar, llegué a la conclusión de que cualquier


cosa, incluso el amor, el sexo y hasta la muerte ya me eran indiferentes.

La pseudorealidad jamás se acabará puesto que jamás ha existido realmente.


Se trata solo de una concepción alterada de la consciencia colectiva que hace
que todo esto se torne irrelevante, pero a su vez atractivo.

La pseudorealidad es como una idea suprema que se alimenta con la miseria


de las masas, con el olor de los humanos y con el apego a los deseos carnales y
materiales que todos, por mucho que lo neguemos, adoramos en la región más
profunda de nuestro ser.

La pseudorealidad en realidad es incluso más inherente a nosotros que nuestra


propia humanidad, es el vaho que impregna nuestros corazones y la razón por
la cual continuamos, justo ahora, respirando, pese a saber de antemano que
solo el suicidio podría traernos un mínimo rayo de paz.

Todo cuanto soy me parece una verdadera náusea. Jamás creí que llegaría el
día en que ya no me soportaría ni por un segundo más. Y, aun así, aún tengo
miedo de colocar la navaja en mi cuello, de extirparme desde la raíz este
malestar interno. Ya no quiero que el espejo se burle más de mí cuando planto
mi marchitada alma en los recovecos de sus insanas fauces, ya no deseo
despertar y trastornarme por seguir siendo lo que más detesto.

Me enamoré de ti como un estúpido, pero como uno que adoraba esa estupidez
y hallaba en ella un temporal remedio para esta putrefacta herida en mi alma,
misma que solo tu calidez y tu aroma podían sanar en los mínimos instantes en
que me condecías lo más hermoso: tus ojos sobre mi repugnante humanidad
posar.

Ahora entiendo por qué el amor es también solo otra herramienta más de la
pseudorealidad. Justamente lo supe hoy cuando a otro te vi, con lujuria
extrema y en la sombra del cariño, tu espíritu obsequiar.

Si te beso, entonces podría entrar en un dilema eterno del cual solo conseguiría
escapar loco, enamorado o muerto, o todo a la vez.

La miseria existencial no acabará nunca mientras permanezca en este plano


humano. Todo lo que resta por hacer es saborear lentamente este vomitivo
tormento hasta que las dulces y exquisitas lágrimas del suicidio me liberen en
el apocalipsis de las almas trastornadas.

Y, cuando miro el inmarcesible resplandor que se oculta en tu iridiscente


mirada, siento que aún tengo la fuerza suficiente para desmenuzar mi sombría
miseria y torturarme un poco más en este desvarío de existencia putrefacta.

Tú me inspiras a suicidarme, y eso es, desde la perspectiva del caos


existencial, lo más hermoso que pueda tener en mi retorcida cabeza.

Matarse comúnmente se enseña como algo malvado, terrible y hasta impuro en


la sociedad de los humanos. Pero ¿no es esto solo una muestra más de la
ignorancia y el miedo que invade las entrañas de la gran mayoría cuando se
niegan a aceptar la única forma verdadera de amor propio? Y es que, en
realidad, el suicidio parece ser lo único que le queda a una raza tan
adoctrinada y estúpida como la humana.

Quién iba a imaginarse que los humanos ensuciarían de este modo tan
repugnante y violento la existencia. Verdaderamente nunca debió habérseles
concedido tan magnífico regalo, pues lo único que saben hacer es
reproducirse, crear guerras y envilecerse cada día de su miserable, patética y
asquerosa vida.

Sexo y dinero, no hay nada más. Al final la existencia y su posible sentido


quedan reducidos a estos dos conceptos en el mundo humano. Pero ¿qué se le
va a hacer? Así de podrida está la execrable esencia de aquellos quienes se
imaginan ser los amos del todo, cuando no son sino simples títeres cuyo único
destino es la muerte.

II

Nunca fuimos el uno para el otro, nunca estuvimos destinados a estar juntos.
Lo único que ocurrió entre tú y yo fue que nos engañamos lo suficientemente
bien como para creer que el amor podía salvarnos de nuestra miseria
existencial.

La soledad es el estado más divino para conseguir un poco de libertad, para


escapar por unos efímeros momentos del constante apego que tenemos por la
pseudorealidad.

Aún recuerdo esos tiempos donde creía que el mundo humano podía cambiar,
indudablemente debí estar más loco de lo que estoy ahora para ilusionarme
con tan ridículas ideas. O, tal vez, aún no había descubierto lo deplorable y
aciaga que puede llegar a ser la naturaleza del humano en la cúspide de su
estupidez y avaricia.

Tal vez aún respire, aún conserve mi cuerpo las funciones más elementales
que simulen que estoy vivo. Sin embargo, mi alma, o lo que sea esa vibración
interna, ha muerto desde hace mucho. Lo único que evita que me suicide es,
paradójicamente, la idea del suicidio.

El dilema existencial es a la vez lo más absurdo y sublime que podemos rozar,
pues nos llena de amargura y felicidad al mismo tiempo. Nos eleva hacia un
inmarcesible estado de lucidez mientras nos carcome el corazón y nos quema
las entrañas. No es bueno permanecer en esa incertidumbre por tanto tiempo,
pues lo único que restará será el recuerdo de lo que alguna vez fuimos, pero
¿no es incluso esto mejor que permanecer vivo?

El suicidio es el elíxir que vuelve locos a los verdaderos poetas malditos. Y,


entre más joven se pruebe, más divino y poético será el momento de la
ascensión al todo.

La desesperación existencial no es comparable con ningún otro estado del ser.


La mezcolanza de sensaciones que se experimentan cuando se llega a ese
extremo no es algo nada agradable, pues es más bien como una locura infinita.

Entonces los días se vuelven intolerables, las personas se tornan insoportables,


la vida se ensombrece y la mente se trastorna. Sin embargo, no hay forma de
negar que, si se reflexiona profundamente sobre la existencia, siempre se
terminará por caer en este estado tan demoniaco y purificador: el suicidio

La vida, por donde se le mire de manera sincera, no es sino una sempiterna


irracionalidad. Acabar con ella sería la labor de un dios, perpetuarla sería la de
un estúpido.

El mundo es un fiel reflejo de lo que es la humanidad: una miserable tragedia


destinada a corromperse sin importar cuánto se intente ser diferente.

No cabe la menor duda de que, para que este mundo cambie, primero debe ser
exterminada la mayor parte de la humanidad, si no es que toda.

El aburrimiento producido por la existencia es algo tan profundo e hiriente que
termina por conquistar cada recoveco de la mente, tornándolo todo en un vil
pandemónium de amargura. Aunque, dentro de eso, también hay una gran
máscara de verdades olvidadas.

Podría quedarme a tu lado cada noche, justo como ahora, sin necesidad de tus
labios rozar ni tu cuerpo desnudar. Podría amarte y pretender que a tu lado
quiero mi vida desperdiciar. Pero, al fin y al cabo, sé que no funcionaría, que
no podría existir un amor para mí que no fuera el sueño suicida.

Y, además, ¿existir de este modo no me convertiría en otro humano más? Tal


vez ya no hay nada que pueda hacerse, pues ya la pseudorealidad mi alma ha
envenenado y es momento de aceptar que ya no puedo más…

Todo es tan ridículo en el mundo, todas las personas suelen ser tan simples.
Los sueños siempre encadenados a la mundanidad, al materialismo y a lo
carnal; las esperanzas centradas en un triste despertar. Este mundo no va a
ningún lado, no tiene ninguna oportunidad de cambiar. Lo mejor que podemos
hacer mañana al despertar es, sin duda, una bala en nuestra cabeza incrustar.

Cuando besé tus labios por vez primera, hallé miles de razones más sensatas
para existir que las implantadas por la pseudorealidad desde mi nacimiento en
esta aciaga humanidad.

Si pudiera tan solo llevarte a un lugar en donde pudiera ser más sincero
nuestro amor, ya habríamos fusionado nuestro pensamiento y huido de todo el
rencor.

Nuestros pensamientos difícilmente nos pertenecen, nos son inherentes. Lo


poco que podemos intuir acerca del modo en que creemos funcionan las cosas
termina por ser, de una u otra forma, un engaño. Juzgamos y opinamos
basándonos en lo que consideramos nuestro criterio, sin sospechar que
únicamente estamos bebiendo del mismo pantano al que escupimos.

La pseudorealidad no permitiría nunca que uno de sus elementos pensara por


sí mismo, que concibiera perspectivas ajenas a sus límites. El simple hecho de
nacer en este mundo ya representa un inmenso problema, pues seremos de
inmediato acondicionados en todos los aspectos.

Y, cuando crezcamos, creeremos que estos ideales implantados serán lo más


valioso que podamos tener. Es más, nos aferraremos a ellos, mataremos y
lucharemos por ellos, en su nombre, todo con tal de reafirmar la falacia que
estúpidamente perpetuamos: la existencia humana y sus aciagos fundamentos.

La consciencia humana es sumamente sugestionable, y esa debilidad ha sido


explotada de manera suprema por la pseudorealidad y sus amos-esclavos con
tal de continuar subyugando a las grandes masas y absorber toda la energía
posible que ilumina sus sombrías y pesadas cadenas, mismas que extienden a
través de nuestras doblegadas mentes.

Podría ser que no exista escapatoria alguna, que todos los caminos conduzcan
solo al vacío, que toda esperanza esté impregnada de un pesimismo eterno.
Podría ser que, al final, la humanidad siempre haya estado conminada a
pudrirse bajo el ojo luminiscente del gran demiurgo: la pseudorealidad.

En las tardes más melancólicas de mi pésima existencia, donde reinaban


únicamente la soledad y la amargura, me daba cuenta de lo aburrido que era
existir fuera de la pseudorealidad. En verdad que era insano y hasta sacrílego
permanecer ajeno a la contaminación mental que tantos aceptaban gustosos.

No quedaba nada fuera de los anhelos más banales, nada además de sexo,
dinero y materialismo. No había dónde refugiarse ni razón para ser uno mismo
tras haberse desprendido de esta abominación. Por eso, entendía, también me
gustaba a veces pretender que era como el resto, que podía hundirme
plácidamente en sus vicios, sus gustos y sus asquerosos sueños humanos.

También así era todo más llevadero, sin la desesperación de existir, sin el
deseo de suicidarse cada mañana. Entonces me negaba a aceptar que la vida
fuese eso en el fondo: una bonita mentira que nos mantenía alejados
temporalmente de la hermosa libertad que era la muerte.

La agonía de existir no dejaba en paz mi ser ni un instante, ni siquiera cuando


más humano me sentía. Siendo así, ¿quedaba otra solución para este pestilente
holograma que no fuera el afrodisiaco elíxir de la muerte?

Las personas son estúpidas, mientras más pronto se entienda más rápidamente
sellaremos este mundo bajo la perfecta noche de los suicidas fulgurantes.

Los besos que logras desprender de mi marchitada esencia no serán suficientes


para mantenerme prisionero en esta caverna putrefacta llamada existencia,
pero al menos me permitirán tomar un respiro e imaginar que puedo devorar
algo más que tu cuerpo en esta desolada y extraña velada.

Tal vez estaremos destinados a estar juntos en cualquier universo, puede que
tus ojos sean los que revivan mi alma e ilustren con majestuosidad mis
mejores lienzos. Sin embargo, prefiero que estés con él, que continúes
viviendo en este engañoso plano de enfermos.

Ya no hay remedio para mí, ya todo ha sido consumido desde dentro. Y,


aunque te ame con todo mi ser, no podré rechazar las caricias del suicidio que
me cobijarán en los últimos días de invierno.

Tanto tú como yo somos tan solo títeres de una falsa realidad que nos hace
creer que este imprudente acto sexual representa la más elevada muestra de
amor.

La miseria existencial había perforado tanto mi alma que, al morir, sentí como
si hubiese vuelto a la vida.

En la soledad y el pesimismo hay más sinceridad intrínseca que en todas las


palabras que escupimos absurdamente día tras día.

III

Aislarse del mundo y de los humanos debería ser considerado un acto de amor
propio y de divina sensatez.

Si la humanidad continúa esparciendo su putrefacta esencia, es seguro que este


mundo supere al peor infierno que podamos imaginarnos.

Exterminar a los humanos sería la llave para dilucidar la posible verdad en el


punto ciego de la pseudorealidad.

Todos los días vuelvo a reprocharme, y me trastorna seguir existiendo. Es un


sentimiento tan agobiante que, al despertar, lo primero en lo que pienso es en
el acto suicida. Ya no es me es posible configurar una realidad alterna donde
parapetarme de esta trágica y ominosa existencia humana, se me han
terminado las opciones. Pero sigo sin poder cumplir mi cometido, ¿es que
acaso soy un cobarde o un necio?

En verdad añoro suicidarme, y es algo que sé podrá fusionar mi dolor con mi


catarsis, aunque ya jamás vuelva a sentir mi cabeza divagando en las montañas
de la demencia.

La familia es otro de los eviternos elementos de la pseudorealidad para


mantener a los humanos adormecidos. Se nos enseña que debemos fomentar
esta cerval construcción social y que debemos incluso luchar por ella contra lo
que sea, que no existe nada más valioso que aquellos seres absurdos que por
casualidad comparten nuestra sangre.

Y estos deplorables vínculos se encasquetan en nuestras mentes al comienzo


del adoctrinamiento, cuando somos absolutamente susceptibles a este tipo de
estupideces. Así, creceremos creyendo que en verdad la familia lo es todo, que
debemos siempre mantenernos unidos y, peor aún, seguir el mismo patrón,
perfeccionando el ciclo tan patético que nuestros antepasados siguieron
ciegamente y que nuestros asquerosos hijos también seguirán.

Dicen que drogarse, alcoholizarse, fumar y demás cosas similares hacen daño
y matan, pero nadie advierte nunca que el simple hecho de existir en este
infierno de estúpidos humanos y dominado por la pseudorealidad ya es, de
hecho, la muerte misma.

Si esto es la vida, entonces preferiría morir infinitamente. Si esto que creo ser
yo es todo lo que soy, entonces preferiría hundirme en el vacío hasta que el
último rastro de mí se pudra y se desfragmente.

La poesía suicida ya no era efectiva para contrarrestar todos los males que
existir alborotaba en mi maltrecha humanidad, la filosofía existencialista ya
tampoco solazaba los inútiles esfuerzos de mi corazón por no dejar de palpitar.

Entonces ¿debía ultimadamente aceptar que la existencia era un simple


desvarío del tiempo y que cada acto, sin importar lo que significase en la
consciencia colectiva, terminaba por carecer de sentido? ¿Era el suicidio lo
único que podía ya alejarme de este putrefacto cuerpo sin remedio ni destino?

Aquellos que con más derecho de existir se creen suelen ser también los que
más se ciegan y explotan a fondo la infinita estupidez que tan naturalmente
emana de sus pobres, patéticas y adoctrinadas mentes.

Me preguntaba cómo es que aún la humanidad no podía darse cuenta de que su


existencia no era desde ninguna perspectiva ningún milagro ni bendición, sino
una aberración de la peor calaña que debía ser fulminada de tajo para purificar
los cuernos del centauro divino.

Lo mejor es no esperar que las personas puedan hacer mucho en su miserable


existencia, al menos no más allá de aquello para lo que han sido adoctrinadas.
Si algún día pensamos que ya lo hemos visto y escuchado todo, recordemos
que por dinero o sexo el humano es capaz de envilecerse y renunciar a las más
elementales funciones de su ya de por sí emponzoñado cerebro.

La humanidad es malvada, no puede haber otra explicación. O ¿es que


estamos tan invadidos por la falsedad del ego que no podemos aceptar que, en
el fondo, nos complace ver sufrir a otros y sus mentes doblegar?

Definitivamente el suicidio ya no debería ser considerado como un acto de


cobardía, sino más bien como un regalo de dios.

Gracias al cielo que aún quedan suficientes botellas de alcohol por vaciar en
mi alcoba, pues no sé qué haría los días que me restan de aquí a que me
cuelgue teniendo que soportar mi tediosa, horripilante y miserable humanidad.

Odiarse a sí mismo es lógico cuando se comprenden los factores que


constituyen la podrida existencia humana y los banales mecanismos que
hemos absorbido durante tanto tiempo para permanecer vivos.

La decisión de no suicidarse nunca la tomamos nosotros mismos por


completo, sino que depende de cuánto amemos nuestra esclavitud en este
absurdo existencial.

La vida sería demasiado aburrida sin la idea del suicidio. Es realmente esto lo
que me ha salvado de morir todo este tiempo, y aquello por lo que mi mente
aún se siente como si me perteneciera de verdad, aunque sé que, mucho o
poco, también dentro mí, en lo más profundo, solo me engaño.

Decir que hay que casarse, tener hijos, formar una familia y envejecer con
alguien, entre otros tonterías, es la prueba más evidente de que, en nuestro
interior, hemos perdido la batalla contra la incertidumbre existencial.

Pero ¿qué es la incertidumbre existencial sino la única esperanza para


mantenernos con vida mientras el suicidio alimenta nuestra voluntad?

Siempre que me preguntan por qué no me suicido de una buena vez suelo
responder de manera bastante sencilla: porque soy un verdadero maestro del
optimismo y aún me engaño con la verdad.

No sé cómo pueden los humanos vivir tan tranquilamente siendo tan
dominados por la estupidez y la monotonía. Supongo que algún día estarán
libres de esa animal fantasía en la que se revuelcan hasta ahogar su llanto y
esconder su hipocresía. Y ese día no podrá ser otro que cuando la muerte al fin
apague la antorcha de falsedad que siempre guio sus miserables vidas.

En fin, la sangre seguirá invadiendo los áridos recovecos de la sincera


introspección. Y el principal motivo para continuar en esta tétrica existencia
nunca será otro sino el sueño de la extinción.

La auténtica tortura de la que no puedo librarme es saber que ya existí en este


mundo y que, a pesar de todo, aunque muera, quedará el ominoso recuerdo de
lo que se supone fue mi humana esencia.

Si pudiera borrarme de la mente de todos, entonces eso sí que sería un buen


acto de rebeldía existencial.

Las cuestiones políticas, religiosas y económicas realmente no me interesan,


puesto que son los temas de los cuáles la gran mayoría cree saberlo todo sin
sospechar cuánto alimentan lo que detestan.

Creer que se va a imponer un nuevo orden mundial es una estupidez, ¡ya se ha


impuesto desde hace eones! Y la gran mayoría, fieles a sus conceptos de
esclavos mentales, lo han aceptado y lo fomentan con cada día que agradecen
ser títeres de la pseudorealidad.

Las estrellas me parecen demasiado elegantes como para que nosotros,


humanos adoctrinados y asquerosos adoradores de los más banales impulsos,
algún día lleguemos a ellas. Ojalá que el humano no ose ensuciar más de lo
que ya ha marchitado, ojalá que pronto llegue el día en que la muerte todo lo
haya purificado.

No hay dolor más grande que existir, excepto hacerlo sabiendo que no tiene
ningún sentido.

Resulta inútil intentar plasmar en las mentes subyugadas un ápice de sensatez,


la irracionalidad de la vida actual ya ha destruido cualquier posible
incertidumbre.

Diferentes perspectivas, un mundo de ideas, una masacre de conceptos. Pero,


al final, volvemos al mismo infierno en donde hemos sido conminados a pasar
nuestros infames días hasta el entierro.

IV

Ni siquiera importa saber quiénes dominan el mundo en realidad, pues es una


obviedad que cualquiera en su lugar actuaría de igual manera. El poder, el
sexo y el dinero, que son los principales pilares de la pseudorealidad, son
capaces de corromper el corazón del que se proclame el más puro.

Existir es tan tedioso cuando caen todos los velos que el moldeamiento nos
había colocado.

Todas las actividades se tornan absurdas, todos los pasatiempos ridículos,


todas las personas estúpidas, todos los lugares banales, todos los placeres
efímeros y hasta uno termina por sentir asco de sí mismo. Esa es la
desesperación de existir: saber que ya nada podrá tener sentido, y que todo en
lo que hemos creído no han sido sino tristes desvaríos.

La existencia del humano ni siquiera debería ser tomada en serio, pues es tan
miserable y putrefacta que reflexionar sobre ella parece el mejor camino hacia
el suicidio.

Las elucubraciones más profundas siempre serán aquellas que nos dejen un
peor sabor de boca. De lo contrario, solamente nos estaremos engañando de
nuevo, tal y como lo hemos hecho desde que hemos nacido.

Ellos no pueden entenderlo, por eso es mejor no hablar con nadie. Los
humanos aún no están listos para percatarse de su miseria existencial, es mejor
dejar que se entretengan un poco más con la retahíla de falacias que
confeccionan su patética y podrida vida.

Todo parece mejor cuando llega la idea del suicidio a mi cabeza, es así como
consigo despertar y soportar un día más de este lóbrego y humano martirio.

Cualquiera que aún no comprenda que los gobiernos, las religiones y las
organizaciones no son sino marionetas de la pseudorealidad debe ser aún más
estúpido que el humano promedio, y eso ya es bastante.

No puede pretenderse querer cambiar el mundo sin haber antes destruido las
estructuras de poder y los asquerosos medios de comunicación que mantienen
adormecidos y controlados a los rebaños.

Hablo desde luego, de derrocar todos los sistemas que no son sino
ramificaciones del mismo parásito: gobiernos, religiones, corporaciones,
televisoras, farmacéuticas, milicias, bancos y todo lo que tenga que ver con
sexo, entretenimiento y dinero. Solo entonces podremos recuperar la libertad
que tanto se nos ha negado.

Es mejor vivir engañado, creyendo que el mundo es un lugar bello y que los
humanos son en general buenos. Este tipo de ideología no es sino otra
herramienta de control de masas que crea en las mentes una quimera sobre la
existencia, la cual es, desde luego, una pestilente, horrorosa y cruel
enfermedad.

Nadie tiene derecho a vivir bajo la esclavitud de la pseudorealidad, pero, por


desgracia, hemos aceptado gustosos tal sumisión sin siquiera tener la
oportunidad de elegir. Nacer en este mundo es un castigo, y suicidarse un
manjar que tenemos miedo de saborear porque se nos ha dicho que está
prohibido.

Pensar en el suicidio seriamente no es el acto de un loco ni de un tonto, sino de


un dios.

Comprender que todo es absurdo no es algo para lo que los humanos estén
preparados, ellos solamente quieren existir el mayor tiempo posible sin
importar si tiene o no sentido su miserable, cerval y repugnante forma de vida.

El mundo en el que habitamos está jodido y lo estará hasta que luchemos por
nuestra libertad, tal y como lo han hecho unos cuántos rebeldes quienes se
atrevieron a darle la contra a la pseudorealidad. Pero, mientras sigamos
creyendo que el sexo y el dinero son todo lo que hay, y que reproducirse es el
único fin de la existencia, nada; en verdad nada cambiará.

Incluso ahora ser yo es algo que no puedo seguir soportando, la agonía de esta
existencia humana me desquicia al borde del suicidio. Y es que todo lo que
siempre quise ser es exactamente lo que en este mundo no podría nunca
florecer.

Vendrán los días donde las tormentas escarlatas se apoderen de los corazones
abandonados, donde las tinieblas cerúleas cubran la mayor parte del templo
desterrado. Entonces todo habrá cesado, ya no habrá que preocuparse más por
existir en un mundo podrido y comprado. La muerte nos aceptará a todos,
aunque muy pocos serán dignos de su divino legado.

Sí, estar borracho y drogado no era ser diferente al rebaño. Sin embargo, ya no
había otra opción para permanecer vivo en este sombrío engaño.

Creía que aquella noche sería la última, pues había perdido la capacidad de
entender lo que sentía. Tantos pensamientos tergiversados en mi cabeza, tantas
maneras de poner fin a esta insulsa falacia llamada vida. Y yo aún permanecía
aquí, aunque no tuviera sentido, intentando todavía respirar un poco en este
pantano lúgubre y nauseabundo en el que se había tornado mi patética
existencia.

¿Es que acaso existe otra manera más agónica de suicidarse un poco día con
día que enamorarse de alguien que ya se ha enamorado de otra persona?

La idea de suicidarme ha hecho por mí mucho más de lo que la vida podría


haberme ofrecido.

Quien jamás ha pensado en quitarse la vida no sabe lo que verdaderamente es


la vida.

Cuán paradójica es la miseria de existir que el ser se debate durante toda su


vida lo que resulta más que obvio: la voluntad de suicidarse.

Cuanto más absurda es la existencia de una persona, menos probable es que se


percate de su propia absurdidad.

Seguirá siendo un misterio hasta el último de mis días suicidas el hecho de que
una raza tan patética y banal como la humana no pueda percatarse de su triste
destino.

Y quizá lo mejor sea que las cosas continúen como hasta ahora, que la
existencia siga siendo tan trivial y que la humanidad continúe su triste y
anodino rumbo hacia el abismo, porque así todo terminará más pronto y el
orden reinará nuevamente tras una absurda avalancha de caos y perdición.

Solo era azar, todo partía del mismo punto. Lo bueno y lo malo, amar y odiar,
aceptar y rechazar, enamorarse y ser infiel, decir la verdad y mentir, crear y
destruir, vivir y morir. Y así con todo en la existencia; de hecho, esta podría
ser solo una de las múltiples que podrían coexistir de manera independiente.

Siendo así, si todo esto no es más que una mera combinación de posibilidades
entre un cúmulo infinito, entonces nada, pero absolutamente nada tendría
sentido, pues cualquier cosa no sería sino una simple casualidad.

Solo durante el estado de ebriedad sentía ciertos flechazos de algo hermoso


que en mi tediosa y monótona vida jamás pude si quiera rozar.

Fornicar y embriagarse eran los máximos placeres a los que se podía recurrir
para olvidar por unos momentos lo absurdo que era existir.

Cada parte de ti me parecía perfecta, y tal vez solo por eso recordé tu sonrisa y
el primero beso que me obsequiaste antes de dejarme caer para siempre en la
etérea boca de la muerte.

Pensé que mi vida era patética, pero estaba equivocado. En realidad, la


existencia misma de toda la humanidad lo es, así que mi caso en particular no
tenía nada de interesante. Si me suicidaba ahora, mañana o cuando fuera no
tendría ninguna relevancia en este sinsentido universal donde estaba
conminado a permanecer por un parpadeo de tiempo.

V
Me detuve frente a la puerta con la esperanza de volver atrás, pero ¿serviría de
algo? ¡No, para nada! Ya no podía posponerlo por más tiempo, pues el
sufrimiento no cesaría… Hoy debía ir y ahogar esta pésima imagen que
reconocía como yo, y al que toda mi vida siempre rechacé y odié. Esta noche
reiría eternamente, esta noche por fin le haría el amor a la muerte.

Cuando se ha llegado a las regiones más sórdidas del absurdo de la existencia,


ya ni siquiera importa si se está vivo o muerto, lo único que se desea es
desaparecer por completo, unirse a la nada, saber que jamás se repetirá este
trágico y vomitivo cuento.

No sabes cuánto te amé, pues fuiste el ser más hermoso que pudo haber
iluminado mi oscuro destino. No sabes cómo hubiera deseado haberte hecho
feliz, pero es imposible, es solo un desatino. Pues yo no soy aquel a quien
amaste, sino un pobre trastornado que lo único que espera ya es el suicidio.

No me maté a mí mismo, solo aniquilé unas cuántas facetas en mi interior que


no me permitían ser auténticamente yo.

No había ya nada, aunque pareciera tragicómico. Sí, ya nada resplandecía en


mi interior, todo era una absoluta insignificancia en la que había decidido
sostenerme. Una vez saliendo de esta infame mentira, ni siquiera los placeres
más ignominiosos me sabían a vida.

Contemplando los ojos ya sin brillo de mi examor me da curiosidad saber


cómo hubiera sido nuestra existencia si tan solo ella no hubiese sido tan
valiente como para ahogarse lejos de nuestro tétrico destino.

No creía haber enloquecido y, de hecho, aún no lo creo así. ¿Cómo podía


comprobarlo? ¿Acaso no era estar loco algo similar al comportamiento de
aquel rebelde que no sigue los patrones de la sociedad impuestos por las élites
y el dinero? De ser así, entonces preferiría mil veces enloquecer que tener una
vida normal como la que todos han aceptado sin cuestionar lo más mínimo.

Debatir con los demás es el acto de un necio y un imbécil. Dar a los demás
algo de qué debatir es el acto de un pensador experimentado.

Probablemente la vida sí sea hermosa y divina, tanto como la muerte… El


único inconveniente son los asquerosos humanos y sus invenciones absurdas y
demoniacas. Ese es el halo de la desesperación: la humanidad que ensucia la
belleza de la dualidad.

Sería sublime acabar con el humano de manera definivita, aunque acaso sea
solo una quimera. ¡Por el amor de dios! Que alguien termine de una buena vez
con esta civilización tan adoctrinada y ridícula antes de que yo termine de
enloquecer.

Al salir a las calles me invade una sensación aún más intensa de repulsión y
náuseas, pues si existe algo verdaderamente putrefacto es observar con mis
propios ojos a los humanos en pleno deleite de estupidez y sinsentido; cosa
que, por cierto, cumplen de manera tan natural como respirar.

El mundo humano es más bien el lugar donde uno puede ser un humano,
adoctrinado y adorador de falsas concepciones, y, aun así, ser considerado un
personaje digno de admiración y respeto.

¿Qué es la admiración de seres adoradores de sexo, dinero y poder sino algo


de lo que uno debería avergonzarse? Me arrepentiría una y mil veces de
sentirme contento con tales bagatelas, de recibir el reconocimiento de ruines
personas en absoluta miseria existencial.

Cuando se habla de la familia no puedo evitar pensar en la manera tan


profunda en que están arraigados en nosotros concepciones tan viles y
absurdas al punto de hacernos creer como importante algo de lo más casual.

Convendría más ser sordo y ciego en este mundo asqueroso que han
confeccionado los amos de la banalidad (los humanos), pues así se evitaría
tener que escuchar y ver sus monumentales obras hacia el sinsentido y la
ignominia.

Despojándome de todo lo que se me ha inculcado desde mi nacimiento no


pierdo realmente nada valioso y gano la oportunidad de experimentar, aunque
sea antes del suicidio, lo que significa ser yo mismo.

La soledad es un estado divino, de reconciliación interna, de embriaguez


espiritual y de obsesión existencial. Es comprensible, entonces, que la mayoría
de los humanos se nieguen a sumergirse en tan profundo abismo de sinceridad.

Nada más contradictorio de dos personas jurándose fidelidad eterna. Pero ¿qué
puede esperarse de una raza retrógrada y adoctrinada como la humana? No
están aún a la altura para comprender que la naturaleza auténtica no es otra
sino la poligamia. Dejemos, pues, que continúen martirizando sus corazones y
sus cuerpos con la falsedad del supuesto amor humano.

Desear a otras personas además del ser que se cree amar no es para nada un
pecado ni nada parecido. Estas estupideces solo han sido herramientas de
control implantadas y esparcidas por las élites de las religiones y los gobiernos
en su obsesiva demencia por querer controlar nuestros actos sexuales.

Los sentimientos humanos existen tan solo para hacernos creer que poseemos
otras cualidades además de fornicar y hacer guerras.

Entonces no sabía lo que me ocurría, pero siempre era así… Después del sexo,
experimentaba una necesidad suprema de soledad, una inquebrantable
repugnancia se apoderaba de mi ser y mi cabeza quedaba aún más trastornada
que cuando intentaba acabar conmigo al llegar el bello anochecer.

Y pensar que en algún momento se supuso que el humano podría llegar a ser
una criatura magnífica. ¡Por favor! Ni siquiera hemos logrado conquistar
nuestra aberrante sed de sexo y poder, mucho menos hemos dejado de creer
que existe un dios.

Las religiones juegan un papel fundamental en coordinación con los


gobiernos, pues, aunque se supone que hace tiempo fungen como organismos
independientes, en realidad ambos no tienen otro propósito sino asegurar, cada
uno con sus respectos y funestos encantos, la manipulación y sumisión
absoluta de las mentes para consolidar el nuevo orden mundial. Esto es así,
aunque estos organismos en sí solo sean, a su vez, las marionetas del poder.

El ojo que todo lo ve sabe de lo que hablo, pues puede atravesar mi carne y mi
alma. Sin embargo, hay en todo esto una parte positiva: morir tras haber
doblegado la iluminación.

Jamás, ni siquiera por equivocación, debe creerse que los gobiernos y las
religiones, así como demás organizaciones mundiales que no son sino títeres
del nuevo orden, buscan, ante todo, el bienestar del pueblo. Estas aberraciones
del poder siempre buscarán su propio beneficio y tendrás intereses perversos
cobijados en supuestas obras benéficas. Lo mejor que puede hacerse, aunque
sea solo un sueño, es acabar con ellas y proclamar la auténtica libertad.

Mientras existan estructuras de poder que manipulen la verdad y cuyos únicos


intereses sean el dinero y el materialismo, no se podrá hablar de evolución,
libertad ni sublimidad. De ahí que la humanidad esté encadenada a una
absurda repetición de hechos propiciados para enriquecer a quienes ostentan
desde hace eones este terrenal poder.

¿Qué me impediría matar a otro ser? Es obvio que nada, realmente nada. Lo
único que se necesita es mandar al demonio todos esos atavismos y conceptos
implantados sobre el bien y el mal. La moral de la humanidad entonces ya no
me afectará y podré matar a placer sin necesidad de sentir remordimiento ni
pesar, pues entonces seré ya no un humano más, sino el superhombre ante el
cual todo mortal deberá fenecer.

Es inverosímil el grado de hipocresía y maldad al que se ha llegado, pues los


humanos rechazan en la luz lo que más añoran en las sombras. Y, encima de
eso, todavía se atreven a pregonar una supuesta moral que debe regirnos como
sociedad. Si esto fuera cierto, entonces ¿por qué existen la pedofilia, la
violación, las guerras, entre otras aberraciones humanas? Y, lo más interesante,
¿por qué están involucrados en ello quienes defienden a la moral?

Para mí, un presidente, un sacerdote o un empresario no valen nada desde el


momento en que conforman su patrimonio aprovechándose del trabajo de los
demás. En fin, son solo personajes secundarios en este teatro llamado el nuevo
orden mundial, por eso deberíamos de matarlos y su carne quemar.

Todos los cantantes, actores y deportistas no son sino una consecuencia más
de esta tergiversada y putrefacta matrix donde ser imbécil es símbolo de
admiración. O ¿no es absurdo que estos humanos amasen fortunas mientras
hay millones que no tienen nada qué tragar?

Basta hacer una profunda reflexión, y sincera, claro, para percatarse de que
nacer en este mundo está lejos de ser una bendición. De hecho, pareciera que
la existencia en este infierno no es sino un castigo arrojado sin ningún tipo de
piedad.

Existir, ¿hay acaso algo de bueno en ello? ¿Puede alguien dar crédito de que
realmente tiene o no sentido hacerlo? Entonces ¿para qué aferrarnos a tanta
crueldad y podredumbre? ¿Por qué no terminar de una vez por todas con los
dolores de este mundo en ruinas y cubierto de la peor suciedad, o sea, la
humanidad?

Llegó el momento en que las personas se me antojaron brutalmente estúpidas


y adoctrinadas. No solamente porque no cuestionaban nada y seguían los
patrones establecidos al pie de la letra, sino porque había en ellos algo, algo
repugnante que también, por desgracia, estaba en mí. Sí, y ese algo tan
deplorable y atroz no era otra cosa sino humanidad…


VI
Indudablemente, la existencia y reproducción de la humanidad ha sido una
tragedia de dimensiones estratosféricas. Pero ¿a quién se culpará ahora?
¿Acaso a dios o al diablo? ¿Acaso existirán? ¿No será que todo ha sido solo un
error producto del caos absurdo?

La aniquilación de los humanos parece ser una idea más que magnificente, y,
por ello, se ha intentado inculcar una supuesta moral donde asesinar es malo.
Pero detengámonos un momento a pensar quienes son los que han decidido
esto, ¿no son también asesinos? Creo que la respuesta es obvia…

Ya ni siquiera podía mirar o escuchar a los humanos sin sentir asco y aversión.
Aunque, ciertamente, esto era bueno, a la vez que también era una tortura. Lo
preocupante sería que no tuviera esta concepción, es decir, que me sintiera a
gusto entre esos gusanos de percepciones pusilánimes.

Y es que no entendía, pues miraba a los humanos y mil preguntas surgían.


¿Por qué tenían que existir criaturas como ellos? Si lo único que sabían hacer
era tragar como cerdos, ser viles, trabajar para poder pagar su propia
depravación, fornicar y pensar, hasta su muerte, en sexo y dinero. Realmente
no tenía un propósito su existencia, ¿por qué sería un pecado matarlos a todos
sin piedad? ¡No, no era un pecado, era una necesidad!

Exterminar a la humanidad es la única manera de acabar con el asqueroso


poder de la pseudorealidad. Ya que, por sí misma, es una entidad que se
alimenta de la estupidez y la ignominia, y que no puede ser destruida
directamente, entonces ¿por qué mejor no la dejamos sin nada qué comer?

No podrían entenderlo, los humanos se negarán a ser exterminados, pero no


existe otra manera de salvar el mundo. Han contaminado el planeta donde
habitan, han provocado la extinción de innumerables especies, han corrompido
la divinidad de la vida y, si los dejamos continuar con su pestilente andar,
terminarán por hacer también de la muerte un absurdo. No hay otra manera, la
muerte de la humanidad será la vida del mañana.

Si de algo tengo que estar agradecido en esta vida es, desde luego, de la
existencia del suicidio.

Hay que aceptar que estamos solos, es el primer paso para la evolución
espiritual. El segundo, y más importante, es reconocer que la humanidad,
incluyéndonos, es un error nauseabundo que no podemos perpetuar. Y,
finalmente, hacer nuestra la esencia más satisfactoria y pura de todas: el
encanto suicida.

No tiene caso hablar con los humanos, están ya demasiado contaminados por
la pseudorealidad. Se aferrarán con mayor vigor a su propia esclavitud y
siempre encontrarán la manera de evadir su libertad. Es mejor destruirlo todo,
desde las bases, para que no quede ningún vestigio de lo que fue esta patética,
putrefacta y absurda civilización humana.

Quien se suicida sabiendo que lo merece, no puede ser, desde ninguna


perspectiva, un cobarde. Quien sigue viviendo, sabiendo que no lo merece, sí
que lo es.

El suicidio no es solo un vil método de renunciar a esta lucha absurda en la


irracionalidad de una sociedad pestilente, sino más bien la conclusión de una
delirante y exhaustiva búsqueda interna, de una dolorosa agonía que trastorna
la mente, de una inquietante reflexión sobre la existencia en un sentido mucho
más amplo que el coloquial. El suicidio es el punto de culminación tras haber
entrado en el halo de la desesperación.

Suicidas muchos y de todos sabores y colores. Suicidas sublimes que han
saboreado plenamente la desesperación de existir, muy pocos, acaso ninguno,
aún…

Quería ser olvidado por el mundo, tal vez así yo olvidaría también que en
alguna ocasión a él estuve ligado y ante él fui tan susceptible en mi terrenal
existencia.

El humano es una criatura tan nefanda que toda su miseria llega,


paradójicamente, a confundirla con felicidad.

El único bien que podría hacerle la humanidad a este planeta sería,


irónicamente, propiciar su extinción.

Solo los humanos miserables sienten tal afecto por la vida, pues la falsedad es
su símbolo; pero aquellos que logran despojarse de ese absurdo traje humano
son los que en la muerte hallan la redención.

Era inevitable que conforme más experimentaba la vida más náuseas me


produjera el contacto con todo lo humano. La condición avanzó hasta llegar a
vomitarme ante lo que yo mismo era, lo cual culminó en mi inmaculado
suicidio.

La verdadera burla era pensar que alguna vez un ser tan insolente, ínfimo e
intrascendente como el humano creyó que su naturaleza era la creación de
algún dios.

Los humanos son miserables porque está en su naturaleza; no están destinados


a llevar a cabo grandes obras, muchos menos a liberar su espíritu.

El monólogo de la existencia jamás llegó a ser cierto, únicamente se convirtió


en una leyenda adoptada por los poderosos para subyugar a los miserables,
para enmascarar la pseudorealidad con desfachatada entelequia.

Estoy hastiado de esta vida de fantasía, como quien se asquea de vivir muy
pronto y piensa en el suicidio como la forma más pura para aniquilar todas las
creaciones de las cuales emana su existencia.

¿Quién sabe la verdad? ¿Acaso alguien la escuchó hace eones en forma de un


tenue melifluo? ¿Sería solo un susurro proveniente del cementerio donde
enterraron a la muerte?

Viles criaturas cuyos placeres se hallaban entre los más bajos y pestilentes.
¿Para esto es que el humano había vivido durante todos estos siglos? ¿Esto
era, concluyentemente, lo mejor que una divinidad podía formar? ¿No sería
acaso más sensato asumir, incluso por simple sentido común, que la
humanidad era únicamente un accidente en este mundo infame y decadente?

Cuántas batallas libré para soportar la vida, sin percatarme jamás de la dulzura
con que la muerte me esperaba para hacerme suyo por la eternidad.

Si realmente existiese una entidad divina, dudo mucho que quisiera darse a
conocer sabiendo el oneroso error cometido al dar nacimiento a tan fútil y
aciaga humanidad.

Pareciera que dios estaba aburrido cuando supuestamente llevó a cabo la


creación, pues difícil es hallar un solo humano cuya vida difiera del tedio
general y de la rutinaria falsedad.

El humano es la criatura cuyo potencial jamás llegará a fulgurar dadas las
cadenas que él mismo se coloca al conformarse con el mundo terrenal y los
placeres superfluos que en este halla.

La única razón para que continúe en esta vida es el implacable deseo de saber
si el humano puede corromperse todavía más.

Quiero morir, quiero desistir, quiero abandonar esta lucha contra mí mismo y
contra lo que en mi cabeza se ha implantado para que jamás pueda recuperar el
espíritu que me ha sido arrebatado desde que comencé a vivir.

Que alguien mate de una buena vez a la existencia, que me parece como si la
vida hubiera asesinado a la muerte.

Solo espero que en el más allá, sea cual sea, no vuelva a encontrarme nunca
más con humanos.

Una excelente melodía aturdió mi esencia al caer en aquel maremágnum


iridiscente; al fin contemplaba la exquisita fragancia de la muerte, experta en
el arte de deleitar las almas que a ella escapaban del mundo decadente.

Cualquier cosa preferiría con tal de no vivir, aunque fuese eternamente morir.

VII
La humanidad era solo excremento que nunca se detenía. Y este mundo
insensato era el único sanitario disponible, que para desgracia de muchos y
fortuna de unos cuantos, se hallaba eternamente descompuesto.

Considero que una persona sensata y decente, por simple cuestión de respeto,
no debería tener muchas esperanzas en esta existencia miserable y, por ende,
no debería ser muy extensa su estancia en tal alegoría fallida.

Todo cuando podía hacer era esperar el momento del quiebre, el día en que al
fin pudiera abandonar mi contaminada forma humana, el día del tan soñado
último suspiro, el del más hermoso suicidio.

Qué fatal locura fue la aparición del primer humano. ¿Qué especie de
irrazonable maldición le llevó a su reproducción?

La mayor decepción de mi vida ha sido precisamente descubrir que tenía una;


realmente hubiera preferido nunca haber existido en este trivial encierro de
banalidad y estupidez, donde la única escapatoria era la muerte.

No entendía nada sobre la existencia humana, tan solo que no estaba hecha
para realizar sublimes obras ni para trascender más allá de este triste planeta
divagante en la eternidad del infinito.

A veces no sé por qué existimos, quizá nuestro destino sea solo el sufrimiento
espiritual al vernos sumidos en este infierno humano.

Creo que ni siquiera se puede hablar de decepción, pues es evidente que los
humanos serán siempre una aberración, o, tal vez, simplemente seamos
nosotros, los soñadores sublimes y suicidas, los tristes extranjeros en este
mundo putrefacto y sexual.

Te prometí que te amaría toda la vida, aunque ni siquiera pude evitar no ceder
ante la tentación de otras bocas exóticas. Pretendimos ser uno solo, pero
fuimos, en realidad, solo dos estrellas que refulgieron muy intensamente y se
apagaron demasiado rápido en este vasto y caótico universo. Nuestro amor ha
sido sellado bajo el conjuro de la irracional falacia proveniente de un tropel de
ilusorios y sugestivos ensueños.

El amor humano es aquello cuyo destino siempre será la trágica y cruda


agonía del espíritu. No existe, pero es un espejismo que nos sabe demasiado
bien. Es una vil argucia en la que depositamos lo más hermoso y tierno de
nuestro ser, aunque, al final, deba, invariablemente, perecer.

Por lo menos, cuando llegue el momento final, sabré que, si en algo tuvo
sentido está putrefacta y ominosa existencia, fue conocerte y haberme fundido
contigo en la cerúlea noche de las caricias más profundas y los besos menos
inocentes.

Y sí, creo que los razonamientos sobre el absurdo de la existencia son muy
loables, tanto que debemos tenerlos muy en cuenta a la hora de intentar un
ilusorio optimismo en la existencia como la mayoría lo hace cuando llegan, si
es que ocurre, a reflexionar sobre estas cuestiones.

Ese absurdismo del que ya no podemos deshacernos y que nos corroe desde el
interior de nuestro ser, que solo se va por instantes, pero que siempre vuelve
con mayor fuerza, eso es, en resumen, haber entrado en el halo de la
desesperación. Y, una vez inmerso, el único camino viable será el suicidio
sublime.

Es muy bueno no saber lo absurdo que resulta este mundo y su asqueroso


ciclo. Lo peor, entonces, es cuando nos damos cuenta, porque ya no hay vuelta
atrás. De hecho, creo que es mejor no darse cuenta, pues así es como la gran
mayoría de la humanidad ha conseguido existir y reproducirse, siempre
cobijados por ese absurdismo que no logran ver.

En fin, era siempre lo mismo al llegar a este atroz punto del que solo podía
arrancarme la bebida, la prostitución o la poesía. Ya ni siquiera sé cómo
llamarle a esa mescolanza tan infame de sensaciones deprimentes y trágicas
que engloban el absurdo en el que me hallo inmerso… ¿Será acaso esa la
desesperación de existir? ¿Será que estoy llegando al centro del halo de la
desesperación? ¡Demonios, creo que sí!

La verdadera utopía, desde el punto de vista existencialista, sería pensar que el


sentido de la vida pueda hallarse, irónicamente, estando vivos.

Pensaba en aquella mujer con la que me enredé la última noche, en cuyos


labios aterricé con estrépito y cuyo cuerpo devoré sin clemencia. Ese ser, al
que supuestamente creo amar tan solo porque carnalmente experimento un
delirante placer sexual, es solo otra contundente prueba de que el sinsentido se
ha apoderado ya de mi razón, y que, en definitiva, mi corazón ha sucumbido
ante los mundanos encantos de una existencia putrefacta.

Me aburre demencialmente la gente que se la pasa hablando de política y


religión, ¡es tan absurdo pensar que existirá algo sublime en eso! Creo que
preferiría antes lamerle los tacones a una mujerzuela antes que rebajarme a
conversar acerca de tan ridículos asuntos.

Me gustas mucho, aún más que la idea de mi suicidio, y eso es, para mi
atribulada y futura muerte, algo sumamente preocupante, pues me engaño al
creer que contigo la vida podría tener un sentido…

Odio admitirlo, pero he de ser sincero contigo, y solo contigo: sí te quiero, y


no poco. Es más, creo que hasta podría llegar a amarte, pero tengo miedo de
caer nuevamente en las quiméricas garras con que la pseudorealidad intenta
convencerme de que el suicidio sublime debe, una vez más, postergarse.

¡Qué ridiculez creer que me amas! Pues es probable que, tan pronto como
alguien te folle mejor, me abandonarás y te arrojarás en los infames brazos de
un nuevo amante. Es evidente que debo disfrutarte, pues, al concluir esta
noche, volveremos cada uno, al mismo tiempo, a nuestro original estado: la
soledad y la perdición.

Este sentimiento tan rimbombante que ocasionas en mi interior y que hace


palpitar mi alma como nunca no puede ser sino una estupidez. Intento
convencerme de ello, pero vehementes relámpagos de algo desconocido me
trastornan cuando en tu mirada atisbo mi fatal destino.

El amor puede ser una estupidez, sobre todo el nuestro, pero, al menos,
conocerte ha tenido para mí más sentido que cualquier otro instante
absurdamente vivido.

Si conocerte ha sido una casualidad solamente, entonces creo que ya puedo


morir tranquilo, pues nada mejor, en lo sucesivo, superará este encuentro
divino.

Los humanos son repugnantes, miserables y estúpidos por naturaleza. El


diferenciador existencial para iluminar el sendero radica en cuánto podemos
alejarnos, en esta ínfima experiencia, de la inmundicia que por nacimiento nos
cobija. Por desgracia, la mayoría muere en el mismo estado en que surgió, y
eso le hace volver a experimentarse hasta poder despejar las tinieblas que
simbolizan su humana existencia.

Y, cuando te vi por vez primera, creí que estaba alucinando, pues me parecía
una locura mística el hecho de que un ser como tú existiera; y, sobre todo, que
yo pudiera percibirte en mi fatal naturaleza humana. Creo que caí en un
colapso del que aún no me recupero, y, tal vez, jamás lo haga, pues sentí que
nuestros corazones se fusionaron cuando nuestras miradas chocaron. Y, sin
embargo, tuve que guardarme toda la magia desde entonces, pues eres musa de
una poesía que no es ni será nunca la mía.

Desentonaba conmigo la apariencia fútil que el mundo obsequiaba al humano.


Fue así como me extravié voluntariamente en el recorrido de una existencia
que ya me parecía bastante odiosa y repulsiva. Y, cuando deleité mi filosofía
con la llave suprema, reí eternamente en la cumbre del poeta suicida.

El alcoholismo no es un problema, siempre y cuando se consiga, cuando se


está en su dominio, abatir momentáneamente el absurdo de la existencia.

La paradoja de la miseria existencial surge al observar que este mundo infame


y plagado de nauseabundas estructuras de control social se haya vuelto,
gracias a la pseudorealidad y sus herramientas, una necesidad para los
esclavizados.

Que los humanos adoren aquello que los destruye es la majestuosa y gran obra
que ha fraguado la pseudorealidad.

Hacer que los miserables amen su propia miseria existencial, y, más aún, que
contribuyan a expandirla y perpetuarla lo más que se pueda, es, en resumen, el
punto fundamental que se debe cumplir para que un mundo como este, tan
deplorable e infecto, continué su asqueroso y banal ciclo de miseria
existencial.

VIII
Así son los humanos, seres que adoran, por encima de todo, la banalidad de su
miserable y fétida existencia, basada por completo en sexo y dinero.

¿Qué era la vida humana sino el blasfemo producto de un gran trabajo de


adoctrinamiento mental facilitado por la natural estupidez y miedo a la libertad
de los humanos?

Todo este galimatías de estupidez e ignominia que es la existencia humana ya


me tiene harto, es un sinsentido absoluto, un agónico y putrefacto estado de
reflexión suicida.

La humanidad es, a todas luces, un error de proporciones estratosféricas que


debemos enmendar cuanto antes. Sí, antes de que sea demasiado tarde, aún
tenemos oportunidad de mejorar la situación. Si tan solo tuviéramos el
poder…, lo usaríamos para salvar el mundo, pero no, pues la pseudorealidad
ya casi ha ganado, es tan fuerte la sombra que proyecta sobre nuestras
desvencijadas y ridículas vidas.

No hay forma, no podemos hacer nada. Y eso también es parte del absurdo de
la existencia, del halo de la desesperación… Solo podemos entrenarnos para
ser dignos del suicidio sublime y ya, pues este mundo está condenado. No
podremos vencer a la pseudorealidad a un nivel global, solo individualmente.

No sé si tenía que aceptar que me estaba volviendo loco cuando la existencia


comenzó a hacerse cada vez más intolerable. Solo estaba seguro de algo:
cuando ya las mujerzuelas, la bebida y la juerga no pudieran satisfacerme lo
más mínimo, lo cual eventualmente ocurriría, el único destino asequible sería
el suicidio. Hoy sé que no me equivoqué…

Si la existencia es algo tan sagrado, ¿por qué habría de serle concedida a seres
tan despreciables, ambiciosos y putrefactos como los humanos? Es un absurdo
y un desperdicio que no puede tolerarse más, y la imposibilidad de que cese
hace aún más miserable mi vida.

Creo que vivir nunca he tenido ningún sentido, ni pies ni cabeza, pero lo
verdaderamente fatal sería que morir tampoco lo tuviera.

Acabar conmigo, asesinarme en esta noche de trastorno existencial, injuriar mi


vida al punto de no retorno… ¡Oh, cuán magnificente sería esta noche si al fin
pudiera cumplir tales cometidos!

Sería incluso inmoral no sentirse asqueado de los humanos, sería una grosería
que no merecería perdón alguno no suicidarse tras haber entrado plenamente
en el halo de la desesperación.

Cuando la poesía dejó de serme algo útil para desaburrirme de esta existencia
tan inútil, comprendí que era ya hora de extinguir mi lóbrega esencia.

No se puede vivir sin literatura, poesía ni arte, puesto que son estas quienes
nos dan una ligera probada de lo que no es la vida.

Hoy en día ya todo se ha prostituido a un nivel difícil de asimilar: la literatura,


el arte, la poesía, la música, la filosofía, la vida y, por desgracia, hasta la
muerte. Pero todo ha sido solamente una errata humana, una absurda y falsa
concepción surgida de seres que jamás debieron haber existido.

El suicidio, y su idea preconcebida y analíticamente desmenuzada, es la clave


para zanjar de manera tajante el caos del absurdo existencial.

Y, aunque no existieran élites que nos dominaran, de cualquier modo, seríamos


esclavos de nuestras emociones, pensamientos y, sobre todo, de nuestra
sombra. En realidad, tristemente, debemos aceptar que jamás seremos libres
por completo, no mientras no aceptemos la sublimidad de la muerte onírica.

Es bastante frustrante aceptar que somos adoctrinados desde que nacemos. En


especial, si se tiene presente que los dogmas son transmitidos de generación en
generación con un grado de estupidez e irrelevancia cada vez más
nauseabundo por esos seres que se hacen llamar nuestra familia.

La familia es otro de los elementos fundamentales en esta sociedad retrógrada,


pues funge como el preservador de la esclavitud mental y de los absurdos
conceptos que la mayoría de los idiotas aceptan sin cuestionar. He ahí por qué
esta sociedad está destinada a sucumbir invariablemente.

En el mundo futuro y perfecto lo primero que deberá desaparecer será el


ridículo y putrefacto concepto de la familia. Esto será así desde que dicha
invención social no es más que un estorbo para el individuo que aspire a
perfeccionarse tanto como le sea posible. Los padres y demás tonterías que
nos implantan solo infectan las mentes frescas y las adormecen para que
acepten ser esclavos de este asqueroso y siniestro orden impuesto por las
élites.

Todo lo que creemos resulta, en última instancia, no ser sino una estupidez.
Estamos mucho más adoctrinados de lo que nos imaginamos y, aun así, en el
colmo del cinismo, afirmamos ser libres y racionales.

Todo cuanto somos es solamente un infernal conglomerado de ideas, creencias


e ilusiones patéticas y fútiles cuyo único fin es que estemos cada vez más
imbuidos en la irracionalidad de la existencia; que vivamos sin cuestionar ni
criticar nada que no vaya de acuerdo con los patrones impuestos por la
pseudorealidad para perpetuar este absurdo donde tantos se sienten tan
podridamente complacidos.

Sabemos que nos estamos acercando a lo más parecido a la verdad propia


cuando comenzamos a considerar la idea del suicidio como no solo una idea.

Probablemente las personas no están hechas para reflexionar tan


profundamente, y su estado natural es ser miserables e imbéciles, conformarse
con las cosas más simples y absurdas que este mundo putrefacto pueda
ofrecerles. Pero entonces, ¿por qué no podía yo ser así también? ¿Qué había
de diferente en mí para no aceptar, como todos, esta repugnante existencia?
¿Acaso no tenía yo derecho también a ser feliz, aunque fuera engañándome?

El suicidio llegó en el momento más preciso, justo cuando la desesperación de


existir había ya empapado por completo mi alma, cuando tus labios se habían
enfriado para siempre, cuando la bebida ya no podía proporcionarme un pasaje
donde reconfortarme, y cuando las mujerzuelas ya habían dejado de excitarme.
Pues solo entonces comprendí que verdaderamente había muerto mi espíritu, y
que solo quedaba de mí un pedazo de carne que me negaba a continuar
manteniendo tan absurdamente.

Contigo creí ser feliz, en tus labios creí vislumbrar algo más maravilloso que
en la muerte misma. Pero solo era yo engañándome, pues todo fue un sueño.
Solo era yo recordándote, antes de meterme una bala en el cerebro.

Una vez que la desesperación de existir ha conquistado nuestro ser, ya no hay


ningún remedio que pueda hacernos volver a nuestro anterior estado. Y es
donde comienza la verdadera tortura, la de ser conscientes plenamente del
absurdismo en que transcurre nuestra miserable existencia.

Los humanos no querrán escuchar ni ver nada que no tenga que ver con sexo,
dinero y estupidez. Así son felices siendo esclavos de la pseudorealidad, sin
percatarse del gran engaño que guía y nutre sus ominosas vidas. Y, si por
casualidad llegan a percatarse un poco de esto, preferirán ignorarlo, afirmando
que así son felices, agarrándose con la mayor fuerza posible a su propia
ignominia.

El hecho de entender que la existencia de nosotros, los humanos, no es sino un


absurdo o, acaso, una enfermedad, no es sino la entrada al halo de la
desesperación.

Los padres generalmente fungen como ese agente adoctrinador, si así se le


quiere ver, que luego pasará a ser la escuela, y que culminará con el trabajo,
para completar así un ciclo perfecto de miseria existencial.

Nacer, crecer, reproducirse, morir. ¿No es así como se resume la miserable,


patética, vil, repugnante, estúpida y absurda existencia del humano? ¡Ah, lo
olvidaba! Creer en tonterías de índole mística, en eso también es maestro el
humano.

Nuestra infame existencia es una tragedia en la que el único objetivo será


reproducirse y hacer con los hijos lo mismo que nuestros padres hicieron con
nosotros (adoctrinarnos) para que podamos alimentar la pseudorealidad.
Luego, envejeceremos y, por suerte, moriremos.

Hay que tener en cuenta que es cierto: cada vez el nivel de imbecilidad
aumenta de modo casi exponencial. Pero ¿qué se puede esperar de unos padres
que no han hecho otra cosa que trabajar para mantenernos, mirar televisión y
llevar una absurda vida familiar? Lo más vomitivo es saber que, pese a
nuestros tristes esfuerzos, terminaremos, de una u otra manera, hundiéndonos
en la misma cloaca de pestilencia existencial que todo el infame mundo
humano.

Todo tenderá siempre al mismo fin, a la esclavitud mental, porque así está
configurada la pseudorealidad. Todo está pensado de modo que sus engranajes
(nosotros) continuemos siendo productivos dentro de este sistema absurdo. Es
como un trabajador que cumple sus funciones ciegamente sin cuestionar jamás
por qué diablos lo hace, solo lo hace y ya. Así son los humanos, solo existen y
ya, sin sentido ni razón.

La estupidez y la felicidad producto de la ignorancia y el engaño, esos han


sido los móviles mediante los cuales la humanidad ha seguido su repugnante
ciclo de reproducción y adoctrinamiento continuo, que ahora pareciera
eviterno, a menos que un milagro nos salve. Un suicidio masivo, por ejemplo,
sería algo más que idílico.

IX
Tal vez también el problema radica en que desde pequeños nos enseñan a
obedecer a alguien o algo. O sea que, en cierta manera, desde que nacemos
nos vemos despojados de nuestra libertad. Ni hablar de las familias más
puritanas y atascadas de prejuicios absurdos que solo arruinan a los niños, ya
de por sí desdichados por haber nacido en este mundo.


En conclusión, no deberían de existir las familias, los padres, los hijos ni nada
de eso. Pero, como estamos en una sociedad todavía demasiado anticuada para
comprender esto, se seguirá con el mismo patrón arruina-mentes.

¿Qué es más patético? ¿Tener hijos o tener que soportar a quienes los tienen?
Da igual, solo quiero que este mundo inverosímil y plagado de humanos
moldeados se termine de una buena vez. ¡Oh, dios! Si en verdad existes,
concédeme solo este ínfimo deseo.

¿Qué sentido tiene que los humanos continúen reproduciéndose e infectando


este hermoso planeta? Probablemente somos demasiado egoístas y estúpidos
todavía para comprender que no somos ninguna especie de creación divina,
mucho menos una raza superior. Esto solo son invenciones quiméricas con las
que el humano intenta justificar el absurdo de su depravada existencia.

Me alegra haberte conocido y, si alguna vez de este mundo me he ido, sabes


que eres lo único que me ha importado, y que, a pesar de mi estupidez humana
tan encarnada, quisiera verte vibrar en sintonía conmigo cuando vayamos al
siguiente nivel desconocido.

Qué ilusos y desdichados fuimos al pensar que al amarnos no moriríamos, que


al vivir como se enseña, de sentido a nuestras existencias llenaríamos.

Quizás, a final de cuentas, solo soy un esclavo más que ve su libertad


claramente, pero que no se atreve a tomarla, que se balancea en la
desesperanza y añora la ostentosa iluminación del alba para aniquilar su alma.

Tan menguante es el pensar en la extinción del amor cuando ni siquiera lo


hemos vivido. Y es que no sé cómo pasó que nos hayamos encontrado, pero lo
que sí sé es cuánto te he mentido.

Quisiera que solo fuera eso de lo que hablara, así quizá podría no sentirme tan
agobiado, pero hay muchas cosas que me abruman y que necesito saber. La
filosofía me gusta mucho, es cierto, pero solo es un camino de entre millones,
un fruto que deleito pero que no calma mis ansias por atiborrarme de
sabiduría.

Leer no es el fin, sino solo el principio de la búsqueda, y es asquerosamente


abyecto que los humanos ni siquiera osen iniciar el camino.

Qué miserable debe ser una raza que prefiere permanecer felizmente ignorante
a luchar por un cambio verdadero en este fatídico sinsentido.

Creo que leo por gusto a muy contados autores, pues en su mayor parte la
literatura es intrascendente como la especie que la crea, pero también porque
necesito despejar mi cabeza de lo que escribo; de otro modo, ya no estaría
vivo.

Qué triste es este asunto del tiempo: siempre esperamos que pase rápido y
cuando menos esperamos, nos hallamos mirando hacia atrás convertidos en un
recuerdo perdido en la inmensidad de la telaraña sagrada que todo lo envuelve.
Cuando menos esperamos, ya no somos nada más que nostalgia, memorias y
ganas de morir con el tiempo más lento.

En silencio intento dilucidar los estrafalarios misterios de mi alma. Cuando la


luz y las sombras se mezclan, despierto y miro a mi alrededor, para
encontrarme a mí mismo depresivo y con el cuchillo listo, con mi corazón y
mi mente devorando mi subconsciente.

Lo que más extraño de ti es lo que aún no logro descubrir y que emana de


forma misteriosa cada vez que tu mirada persigue intrépidamente a la mía.
Extraño, quizá, sentir que para una persona en el universo se puede llegar a ser
el universo en persona.

Las cosas bellas de la vida, si es que hay alguna, terminan por extinguirse y
opacarse en los humanos debido al acondicionamiento. Todos olvidamos la
poesía, el arte y la literatura, o la verdadera ciencia, tan solo por el falso dios.
Y es que en este mundo hay que tener ese pedazo de papel para comer y, más
aún, para existir. Tan lamentable y precaria concepción sin duda representa la
perdición del mundo, la ruin brujería de la pseudorealidad triunfando.

Me siento zaherido al percibir cómo tantos humanos pueden hallar ese sentido
que tanto se me escapa tan trivialmente, o al menos engañarse para creer que
sus vidas lo tienen. Si pudiera volver a ser como ellos… pero no, estoy
malditamente enfermo y la pseudorealidad no funcionó como cura.

Lo único que añoro es un lugar donde pueda sentirme tranquilo, pero, al


parecer, los problemas viven en mí. Quizá solo en la muerte halle esa paz y ese
silencio que tanto anhelo, porque en todos lados escucho un ruido que me
carcome el alma.

Es una de las más recónditas dudas saber si alguien aún podría apreciar ese
raro material que no vale un centavo en un mundo como el nuestro, pero que
lo vale todo en un universo más majestuoso que el que pudieran comprar las
personas más ricas de esta mentira sacrílega.

Suicidarse siempre será esa puerta que permanecerá abierta esperando el


momento en que finalmente nos atrevamos a cruzarla, en que nos percatemos
de la belleza de su cálido cariño.

Realmente cada noche creo ya no poder más con el peso infame de esta
existencia horrible, pero aún el suicidio no me considera digno para penetrar
en sus sublimes dominios.

Hartazgo existencial extremo: la consecuencia final de la desesperación de


existir y el vínculo para alcanzar el suicidio sublime. Podría decirse que es un
estado donde incluso respirar se torna aburrido y donde toda acción, desde la
más simple que se pudiera imaginar, se convierte en un gasto innecesario de
energía.

Todas las personas de este mundo son unos cerdos, unos malditos y viles
depravados sexuales ahítos de parafilias y de aberrantes fantasías. Y es
tragicómico ver cómo se rehúsan a aceptarlo tan solo por seguir los ominosos
principios de una sociedad cada vez menos inteligente.

Si pudiéramos, todos seríamos violadores, asesinos, pederastas, zoofílicos,


voyeristas y demás cosas que se creen deplorables. El único impedimento son
las absurdas leyes que el propio humano se ha impuesto para pretender que no
es malo por naturaleza. Pero, en las sombras, esos deseos blasfemos nos
consumen y nos impelen a cometerlos. He ahí cuando aniquilamos nuestro
verdadero arte, nuestra esencia más humana.

Cuando se tiene dinero o se es banquero, presidente, político, actor, músico o


cualquier estupidez de esas que hoy en día se consideran gente superior,
también se pueden cometer lo actos más deplorables y cervales, y, aun así,
salir bien librado. ¿No son todos los anteriores calificativos también sinónimo
de pederastia, violación y todo tipo de excesos que se condenan públicamente?

¿Por qué se seguirá recurriendo a una moral ficticia para esconder lo que en el
fondo somos? Es realmente una estupidez fingir ante la sociedad que no
poseemos deseos sexuales y homicidas, y, en la soledad, donde nadie nos ve,
entregarnos a las más bajas y degradantes prácticas.

Si pudiéramos, todos follaríamos con todos, sin importar si se tratara de


nuestra madre, padre, hijo, hija, primo, prima, suegro, suegra, cuñada, cuñado,
maestra, maestro, profesor, profesora, monja, sacerdote, etc. ¿Qué lo impide,
pues? Sencillo: la hipocresía y la falsa moral a la que tanto nos gusta recurrir
con tal de no aceptar lo que somos en verdad en el fondo de nuestros
corazones.

Es fácil engañarse, intentar darle un sentido a nuestra existencia mediante


sexo, alcohol, drogas, personas, objetos, dinero y materialismo, entre otros.
Pero, al final, debemos aceptar que nada es trascendente, que todo es absurdo
y que solo el suicidio puede liberarnos de esta pesadilla infame.

Cuando nos percatamos de que ningún otro ser, por muy querido que nos sea,
podrá darle sentido a nuestra miserable existencia; y que, asimismo nosotros
no haremos lo propio con la suya, entonces se está más cerca de penetrar en el
halo de la desesperación.

La pseudorealidad es siempre fuerte, sabe lo que cada uno anhela. Más aún,
conoce nuestras debilidades, nuestros vicios y nuestras obsesiones. En este
punto, me atrevo a decir que, mientras no nos matemos, seremos, mucho o
poco, esclavos de sus obsequiosas mentiras.

Creer que el mundo está bien, que la vida es agradable y que se puede ser feliz
en esta existencia es gritarle a todo el mundo que se es un humano que jamás
ha querido cuestionar nada en su putrefacta y mísera esencia.

Este mundo es horrible, y quien diga lo contrario que se quite la venda de los
ojos y que se informe de los infinitos casos de violación, pederastia, abusos,
extorsiones, homicidios, guerras, narcotráfico, y, sobre todo, de las élites que
manipulan a los gobiernos, los bancos y las religiones para perpetuar esta
absurda y puerca estructura que nos domina.

Esta existencia es más bien una tragicomedia donde somos forzados a tomar
parte. Pero ¿no se puede acaso ser un poco más rebelde y explorar un poco los
caminos de la muerte?

X
Y tal vez somos seres absurdos y trastornados que no pertenecen realmente a
este mundo humano tan contaminado. Quizá sólo seguimos con vida para
presenciar la consagración del caos infinito en la noche del último apocalipsis.

La divina soledad del alma probablemente sea la mejor manera de intentar


sobrevivir en lo que nunca debió haber ocurrido: la execrable existencia
humana.

Esa era la verdadera desesperación existencial: la tragedia que, aunque


avasallante, también encerraba la esencia del poeta suicida y sublime. Se
trataba de esa magnífica cualidad en la que, a pesar de estar enfrascado en
determinado contexto social, económico, político, cultural y existencial, el
mundo continuaba siéndonos tan ajeno y vil.

Yo solamente era un extranjero en esta realidad absurda en la cual apenas y


podía respirar. Pero, aun con todo el malestar y la depresión que diariamente
aromatizaban mis trágicos viajes, continuaba profiriendo esos sublimes gritos
de dolor por la humanidad.

El amor, cuando más divino parecía, más cerca de fragmentarse también


estaba.

Siento en el interior una abrumadora tormenta cuando tus labios rojizos me


pierden el respeto, y cuando tus ojos inefables pulverizan cada átomo de mi
cuerpo.

El halo de la desesperación que palpita en el alma del verdadero poeta es,


acaso, lo más cercano a la divinidad más real y suprema en esta existencia
depravada y aciaga.

Lo único que se puede conformar de manera inmediata y diariamente es la


asombrosa capacidad del humano para renunciar a su libertad. Lo hacen en
todo momento y lugar, hasta pareciera como algo de lo que resultara,
paradójicamente, liberador desprenderse.

No hay nada más triste y absurdo que el sempiterno miedo de la humanidad a


la libertad y el amor.

Ese era mi maldito problema, el de siempre: que esperaba demasiado de una


raza de humanos adoctrinados quienes se regocijaban en su miseria
existencial, y cuyas metas más elevadas se limitaban solo a sexo y dinero.

Jamás podremos entenderlo… Para los auténticos buscadores de la verdad, tal


vez sea un castigo haber tenido que existir en esta realidad infame.

Para los humanos, negar su estupidez y miseria existencial sería equivalente a


negar lo único que constituye el sinsentido de sus pestilentes vidas.

Lo realmente sombrío era entender que los humanos ni siquiera podrían


considerar la posibilidad de rechazar la gran y perfecta falacia en la que creían
existir. No obstante, es asaz vital dejar en claro que el sexo, el dinero y el
materialismo es todo a lo que pueden aspirar esos pobres imbéciles,
prisioneros del más efervescente absurdismo.

Es siniestro cuestionarse las razones que justifican la existencia del humano,


así como toda la destrucción, putrefacción, miseria, maldad, estupidez y demás
elementos que esto implica. Lo es cuando, tras profundas cavilaciones, nos
percatamos de que, ciertamente, no hay ni una.

Debo admitir que, al comienzo, el sufrimiento ocasionado por el colapso de


este extraño amor me perturbó sobremanera. No obstante, con el paso del
tiempo, me percaté de que no habría podido soportar ni unos días más a tu
lado, pues en verdad te amaba con locura, pero también te odiaba con pasión.

Ser o no ser, vivir o morir, amar u odiar… Cada uno de estos dilemas se
tornaba tan espantosamente absurdo cuando se contemplaba el único factor
relevante en la irrelevancia humana: el suicidio.

Este pestilente abismo en el que estoy sumido me parece, afortunadamente,


mucho más interesante y piadoso que mi maldita y vil existencia.

El verdadero poeta nunca deja de buscar el camino hacia su propio yo, jamás
se conforma con las enseñanzas de ninguna doctrina, nunca sigue ciegamente
los mandatos de ningún gobernante, nunca acepta estúpidamente los patrones
impuestos por las élites; pero, sobre todo, nunca está satisfecho con la miseria
existencial que todo lo ha conquistado.

Las palabras de los grandes maestros son bonitas y resuenan con vigor en el
bello cielo azul, pero no podrían serme más ajenas desde que he decidido
adoptar el sufrimiento como el único guía de mi absurda vida.

Me siento bastante satisfecho con su partida, pues, de otro modo, habría tenido
que degollarla cuando el éxtasis sexual hubiese llegado a su fin, lo cual no
estaba nada lejano.

Ella estaba congelada, y su belleza permanecía intacta y sempiterna. ¿Cómo


no besarla y amarla hasta que el amanecer me conminara a las dulces manías
del suicidio?

En su desesperación cerval, el humano busca apaciguar el absurdo de su


mísera existencia con algo tan irreal y patético como el amor, cuando lo que
debería hacer es suicidarse.

La locura es un estado sumamente divino, acaso no tanto como el suicidio,


pero, al menos, mucho más puro y sublime que el asqueroso amor humano,
siempre ligado solo al sexo y a la reproducción de su miserable especie.

En realidad, uno termina por darse cuenta, de manera irremediable, de lo


simples y estúpidas que son todas las personas que nos rodean. Es cierto,
entonces, que la soledad es el símbolo de los más evolucionados.

Sí, basta con contemplar por unos instantes a los humanos para percatarse de
que no tienen gran cosa que decir. Incluso, aquellos considerados menos
miserables, terminan por formar parte fundamental de esta vomitiva
pseudorealidad.

Ese es el mayor absurdo de los humanos: viven y pregonan sus ideales, pero
no estarían dispuestos a morir por ellos. El miedo a la muerte los apabulla, los
sumerge en un éxtasis de vida completamente ridículo, pues también sus vidas
terminan por ser intrascendentes.

El humano es la repugnante criatura que no merece ni la vida ni la muerte, que


no sabe su origen ni su fin, que no es capaz de hallar un sentido universal en
su existencia. Y, a pesar de todo lo anterior, se atreve a proclamarse
evolucionado, a destruir la naturaleza, a dañar a otras especies; pero, sobre
todo, se siente con el derecho de contaminar el mundo a su antojo. ¡Qué
absurdo es el humano! Y ¡cuán ruin y blasfema resulta su reproducción!

Solo en aquellas inverosímiles fantasías de mi mente trastornada podía aún


tener destellos de lo que era el amor, pero no los suficientes para evitar que me
ahorcara cuando el solo al fin el horizonte conquistó.

¿Merece la humanidad seguir existiendo o no? Es evidente que la respuesta


desagrada a muchos, pero la verdad no puede negarse por siempre.

El rechazo de lo que la gran mayoría de estúpidos idolatra no es sino la señal


de que estamos en el camino adecuado hacia nuestra propia espiritualidad,
hacia nuestro suicidio sublime.

De nada sirven el respeto y admiración de un rebaño de imbéciles


adoctrinados para enaltecer la pseudorealidad. Sería, en todo caso, mejor que
nos odiaran, eso solo incrementaría nuestra gloria.

El humano es tan ridículamente absurdo que, aun si se le diera la oportunidad


para intentar algo más hermoso y divino en su limbo existencial, lo rechazaría
y se aferraría con todo su ser a su propia miseria.

No esperemos mucho de los humanos, pues jamás lograrán percibir más allá
de sus sentidos y de su banalidad natural. Se quedarán en esa masa infecta
conocida como rebaño, ahí pertenecen, ahí son felices y ahí se pudrirán hasta
su absurda muerte, como los gusanos infames y grotescamente estúpidos que
son. He ahí el destino que aguarda al 99.99 % de la raza humana.

XI
Últimamente me estoy terminando de convencer de que lo mejor para la
humanidad sería la extinción. Y es que, en realidad, no se perdería gran cosa;
acaso nada, considerando los niveles tan brutales de absurdidad y estupidez
existencial a los que se ha llegado.

La civilización ya solo es una caterva de vividores, charlatanes y bufones que


pretenden ser intelectuales y cultos. Pero realmente no hay nada más
quimérico y ridículo que la creencia de que el humano es una especie que
merece dominar y conquistar.

El mundo se está pudriendo; es más, ya está podrido en un grado bárbaro. La


humanidad ya no merece existir, y, tal vez, nunca lo mereció. Hubo cosas
buenas, eso sí, pero muy pocas, y no justifican todas las atrocidades y
estupideces que se cometen a diario y casi de manera obligatoria en esta
civilización de humanos adoctrinados.

Y pareciera que, en la sociedad actual, ser imbécil, absurdo y vil es casi un


deber.

La mayoría de la humanidad está tan ciega que se conforman con sexo, dinero,
materialismo, efímero poder y demás bagatelas. He ahí lo máximo a lo que
puede aspirar el supuestamente brillante humano. Pero la cuestión más
inquietante es: ¿acaso vale la pena dejar que una criatura tal continúe
existiendo?

¿Qué era el amor sino la mayor desgracia en la que reparábamos todos cuando
intentábamos acercarnos ciegamente a la supuesta felicidad terrenal?

Los vicios son bastante buenos cuando ya nada es capaz de apaciguar


momentáneamente el halo de la desesperación que tortura nuestro ser. Es casi
como si en la embriaguez, las drogas y las mujerzuelas pudiera hallarse algo
mucho más espiritual que en todas las enseñanzas consideradas sagradas.

A aquellos poetas dementes que se atreven a desdeñar todo lo que el mundo


es, que se rebelan ante una existencia tan absurda y materialista como la que
hoy en día impera, que permanecen en soledad y se niegan a relacionarse con
los demás humanos, a esos locos excéntricos lo único que realmente les dará
vida será la muerte.

Prefiero ser odiado y defender mis creencias hasta el fin, aunque esté
equivocado, que ser idolatrado por una caterva de humanos adoctrinados que
solo siguen los patrones que otros han implantado sin cuestionar nada, sin
escuchar jamás la voz de su verdadero yo.

Lo único que confirmo con el pasar del tiempo es la belleza que existe en la
soledad y en el deseo suicida, y lo absurdo y execrable que resulta la compañía
de cualquier idiota.

Es bueno perder la fe en la humanidad, aunque resulte, en primera instancia,


un golpe de realidad duro, pero también uno muy necesario para continuar el
camino del poeta sublime.

Tal vez nosotros, los poetas rebeldes y suicidas, somos, en realidad, la falla, el
error, la equivocación, lo que debe ser exterminado. Quizás este mundo
humano es así, y así será por siempre: naturalmente absurdo, horrible y
repugnante.

Probablemente sea un crimen intentar cambiar el mundo, pues alguien o algo


desconocido, y en cierta forma superior, ya ha dictado su miserable destino.

La única razón para sonreír cada mañana es saber que, por la noche, podré
tener nuevamente la oportunidad de ser libre, de degustar el exquisito manjar
de la poesía más sibilina: el suicidio.

Lo más tétrico y definitivamente decepcionante sería saber que la humanidad


es miserable por sí sola, sin influencia de ninguna entidad o élite. Y,
ciertamente, creo que es algo bastante probable…

Ser libres nos atemoriza, ser esclavos nos libera. Vivir nos enferma, morir nos
da esperanza.

Solo ayúdame a encontrar una manera para sentir que aún respiro... Dame una
sola razón por la que valga la pena seguir vivo.

Nunca había respuestas, nunca había nada. Y todas mis preguntas se ahogaban
en el frío crepúsculo de esta noche trágica y suicida. Al borde del colapso,
sumergido en llanto y con la navaja hundiéndose en mis muñecas, así me
hallaba yo en el día fatal. Y, aunque la muerte ya se acercaba para cobijarme,
seguía sin obtener una pista que resolviera el acertijo de mi existencia. Fue
entonces cuando pensé que morir era tan absurdo y estúpido como vivir.

Un día más, un día menos. ¿Qué más da? ¿Qué más puede esperarse de este
mundo insano y de sus repugnantes habitantes? ¿No sería mejor suicidarnos
para complacer a nuestros instintos profanos?

Esa sensación me quebraba. Era como tener miles de agujas enterradas en la


cabeza, como si mi corazón fuese a escapar de mi pecho salpicando todo el
suelo con mi putrefacta sangre. Era como si la realidad ya no fuese algo
mínimamente soportable, como si algo se hubiera roto en mi interior. Era
como si, desde hace tanto tiempo, ya no perteneciese mentalmente a este
mundo.

El suicidio era lo mejor, lo único que realmente amaría en esta vida que tanto
daño me ocasionó. Y, cuando mi sufrimiento me arrojase hacia sus brazos, me
entregaría a él sonriendo y con la cara invadida de felicidad.

¿Qué hacer cuando pareciera que ya nada resulta interesante en esta existencia
tan anodina? ¿Qué especie de remedio podría hacer que mi cabeza se
conectara de nuevo a esta realidad estúpida? Necesitaba algo más que una
droga, que una solución mágica. Necesitaba suicidarme cuanto antes.

Qué aburrido era despertar, desayunar, ir a la oficina, mirar a las personas,


trabajar, comer, volver a trabajar, regresar de la oficina, hacer cualquier cosa
para rellenar la tarde. Y los fines de semana fingir que me interesaba
embriagarme, salir con amistades, pretender que todo estaba bien. Qué
aburrido era todo cuando lo único que quería era llorar, llorar y luego de eso
más nada, solo ahogarme en mi propia miseria, solo dejar que el suicidio me
consumiera.

Cualquier clase de sueño o meta carecía de todo sentido desde que daba por
hecho que mi existencia, siempre solitaria y ridículamente inútil, no era sino
un infinito homenaje a lo absurdo.

Entonces me cuestionaba qué pruebas tenía realmente de que mi vida podía


tener o no un sentido. Y no, no tenía ninguna a favor ni en contra, pero el
problema estaba en mi mente pesimista, en mis nulos deseos por realizar el
más mínimo esfuerzo. Si no se me hubiese concedido la existencia, ¡conocería
lo que es la felicidad eterna!

Qué triste pensar que alguna vez tuve una mínima oportunidad de ser feliz en
esta existencia nauseabunda. Indudablemente me engañé a la perfección,
fragüé quimeras que terminarían por trastornar mi mente endeble. Y mi
corazón, cansado ya de tanto dolor, se detuvo finalmente. Y mi alma, aterrada
de haber existido sin razón, se desintegro para siempre.

No había nada que indicara que yo tenía que vivir. Esa era la realidad que
tanto me empeñaba en negar, pero que, invariablemente, tuve que aceptar para
mi espíritu suicidar.

Día tras día, siempre con el mismo peso de una vida sin ningún sentido,
siempre divagando entre fantasmas y dilemas carcomidos, siempre deseando
solamente la muerte para evadirme eternamente de todo lo que nunca había
querido: existir.

¿Qué droga consumir cuando ya nada parece tener efecto en mi trastornada


percepción y en mi alma totalmente consumida por el sufrimiento, el desamor
y la desesperación de existir? ¿Acaso alguien puede prescribir algo que
detenga este martirio y que evite que esta noche se termine mi existencia
miserable y fútil?

Era relajante adornarse un poco los brazos, pero sin llegar a la parte
culminante del proceso. Tan solo requería un alivio momentáneo, deshacer
todas esas locuras en mi horrenda imaginación, apaciguar el averno en mi
interior. La sangre derramada valía la pena, emplear navaja no era una
condena.

Cortarse un poco las muñecas para poder respirar un poco más, llorar
abundantemente cada noche para poder sobrevivir solo un amanecer más.

Y cuando decidí alejarme por completo de todos mis amigos y familiares,


incluso de mis padres, comprendí que el momento estaba cerca. Ese era el
último y desesperado intento de un espíritu en la más profunda agonía: la
soledad con la esperanza de la renovación, pero también con el peligro de
acercarse un peldaño más hacia la muerte.

La existencia es absurda, ridícula y triste, eso lo tengo más que tatuado en el


alma. Lo que realmente no entiendo es por qué se debe llevar a cabo tal
atrocidad si solo nos ocasiona sufrimiento a cada momento, mismo que
seguramente no tiene tampoco ningún sentido. He ahí la contradicción de
existir, el origen del encanto suicida, el halo de la desesperación. ¿Es que he
de vivir solo para sufrir? ¿Es que todo cuanto me queda es morir?

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