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No recuerdo muy bien en qué momento una de las auxiliares de la bibliotecaria se acercó, de golpe, a
hablarme. Sus ojos estaban provistos de unas pupilas rutilantes que hacían que todo mi cuerpo fuera
incendiado por brazas ardorosas, y la amplia curvatura de sus senos, cubiertos por una camiseta de
franela en la que se apreciaba el estampado de un gato de bigotes prominentes, me sedujo de una
manera violenta, lancinante. No pude disimular la turbación que me produjo la inquieta contemplación
de aquella muchacha, de mirada inquisitiva, que me preguntó por el libro que en ese momento yo
estaba leyendo. Cerrando el libro de golpe, le respondí que La sangre herida, de Tobías Noguera. Se lo
pasé y ella, sonriendo interesada, declaró que de él solo había leído un libro de cuyo nombre no se
acordaba, pero que le había gustado sobremanera. Luego de un silencio durante el que nos
contemplamos huidizamente, me mencionó a otros escritores cuyos nombres he olvidado y libros de
diversa índole. Guardaba cierta predilección por el género policial latinoamericano y por los relatos
juveniles. Añadí un comentario admirativo por aquellos géneros — a pesar de que, verdaderamente, mis
gustos literarios diferían mucho de los de ella—, y le pregunté, tras algunos segundos de vacilación, su
nombre. Aún lo recuerdo con asombroso detalle, pues todavía la paleta del tiempo no lo ha borrado de
mi mente: Lorena Gómez. Sí, ese era. Ese es. Le dije el mío y me tendió su mano, que empalmé con la
mía al instante. Llevaba sus puntudas uñas pintadas por un esmalte de fuego que semejaban lanzas
centelleantes a punto de clavarse en mi piel. Se sentó frente a mí y, en ese momento, pude observar,
arrobado, la belleza de su rostro, ornado moderadamente por un maquillaje color crema. Hablamos
durante casi media hora sobre diversos temas que se han ido borrando de mi mente. Su voz emergía de
su boca con una manifiesta determinación, como si hubiese pensando en la conversación con varios días
de antelación. Y aunque su dicción se formaba por varias alocuciones intempestivas, a las que se remitía
para darle fuerza a sus palabras, me resultó imposible no dejarme llevar por ese flujo verbal, por esa
soflama atropellada que, lentamente, incendió mi cuerpo con un fuego deleitoso, vehemente. Recuerdo
que entonces me pregunté cómo era posible que, de un momento a otro, me sintiese tan extrañamente
atraído por aquella muchacha, a la que apreciaba como alterada por un fulgor atípico, irreal, dotándola
de un carácter sacro que me resultó bellísimo. Yo solo asentía a sus palabras y, de acuerdo a lo que me
dictaba el estado de complacencia al que había ingresado en el momento en que ella comenzó a
hablarme, emitía una interjección de aprobación que ella completaba con una débil risilla de
complacencia. La holgura de sus dientes se amplificaba hermosamente por la anchura de sus labios
carnosos. Su rostro, afeado por una que otra mancha de acné casi imperceptible, me recordaba, aún no
sé por qué, al de ciertas representaciones pictóricas del Camino de Vizcaya y, esperanzando en que tal
comparación me permitiera conocer más sobre la muchacha, me convencí de que, por supuesto, ella era
mucho más bella que esas representaciones pictóricas, toda vez que su cuerpo sí participaba, al igual
que el mío, de la realidad, y solo bastaba con que yo estirara la mano para sentir el pulso templado de
su piel. Hubo un momento, si mal no recuerdo, en que nuestra conversación discurrió de un modo tan
fluido que en ella no faltaron las carcajadas de nerviosismo y comentarios socarrones sobre tal o cual
tema. Con qué anhelo deseo recordar por completo aquellos temas solo por el morbo de comprobar
que la felicidad a veces sí puede ser compartida. Pero, para seguir acrecentando mi dolor, lo único que
verdaderamente puede ser compartido es dolor de vivir, la pesadumbre por el pasado y la
incertidumbre del porvenir. La felicidad es perecedera porque se goza de una manera individual,
indivisible, y en cada individuo se manifiesta de un modo diferente. De ahí que, además, la felicidad
constituya un hecho incomunicable del que no se puede hablar a riesgo de que se disipe.