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Leer. Escribir. Caminar. Observar. Pensar en todo cuanto veían mis ojos.

Registrar todo cuanto mi mente


pensaba para luego leer con esos mismos ojos todo cuanto mi imaginación me dictaba. Comer con
glotona ansiedad hasta sentir cómo mi estómago se revolvía por las arcadas. Fumar cigarrillos cerreros
que mi padre me brindaba. Dormir. Soñar. Morir a diario. Seguir muriendo cada vez que caía advertía
que, si se mira con detenimiento, yo hago más que seguir muriendo todos los días que, juntos,
componen mi pútrida vida. Volver a leer. Volver a caminar y, de nuevo, observar los cuerpos de las
mujeres galantes que pasaban junto a mí con aire prepotente, al tiempo que yo anhelaba deslizar la
aspereza de mis manos sobre la grácil piel de aquellos cuerpos. Escuchar música clásica. Satie, Ravel,
Debussy, Chopin, Stravinski, Rajmáninov, Fauré, Prokófiev, Schubert, Handel, Mozart, Brahms, Bach
padre, Bach hijos, Beethoven, Haydn, Chaikovski,  Shostakovich, Dukas, Bizet, Holst, Schumann, etc. Las
composiciones de aquellos ínclitos maestros, en virtud de cuyas atemperadas melodías pude sentir el
ímpetu que provoca la máxima belleza a la que puede aspirar el ser humano, constituyeron el albor
necesario para escribir decenas de relatos que, sin caer en pretensiosas aseveraciones, tenían la misma
fuerza narrativa que la de mis muchas influencias literarias. Caminar. Fumar. Ensayar diversas
actividades para que mis estados depresivos no fueron siempre iguales. Intentar pensar que mi vida no
era tan insana para que la ansiedad no me carcomiera las entrañas. Conjeturar irresolutamente diversos
modos de quitarme la vida y, aunque muchos me seducían, el que lo hacía de una manera más
demencial era aquel en que, provisto de un revólver y un fusil de largo alcance, irrumpía fieramente en
un centro comercial y baleaba a quien se posara ante mis ojos para luego dispararme en la sien. Escribir.
Corregir. Resarcir líneas enteras por considerarlas abstrusas. Volver a corregirlas a causa de su ligereza
narrativa. Desesperarme por no saber si lo que escribía estaba provisto de alguna valía literaria. Fumar
con desespero hasta marearme. Vomitar. Beber agua directamente del grifo, sin hervirla, como mi
mamá aconsejaba. Sentir que el fracaso y la soledad serían mis únicos cofrades. Caminar. Pisar aceras
encharcadas que, como un río de sangre coagulada, herían mis pantorrillas. Defecar. Orinar. Eyacular
pensando en la corporeidad ilusoria de una mujer total e inabarcable cuya intimidante vitalidad se
manifestaba en cada una de las mujeres que yo observaba. Sentir. Vivir. Reír. Llorar. Esperar. ¿Esperar
qué? Desesperarme. Decepcionarme. Enfermarme. Vomitarme. Estresarme. Matarme. Retarme.
Retenerme. Imaginarme en un porvenir irrealizable en el que mi obra literaria sería valorada como una
de las que mejor retratara el mundo infecto en el que vivimos penosamente. Continuar llorando hasta
que mis lágrimas me supieran a mierda. Ilusionarme con la mirada ambigua de una amistosa mujer que
veía en mí un simple instrumento para realizar sus objetivos, de los que yo nada sabía. Reír en soledad.
Amar en soledad. Extrañar en soledad. Vivir en soledad. Morir de soledad recordando a mi madre, como
si solo así pudiera volver a sentir toda la magnitud de su persona. Oler. Degustar. Palpar. Ver. Oír.
Escribir. Leer. Escribir espoleado por una necesidad existencial capaz de pulverizar todas las que antes
consideraba esenciales. Seguir muriendo. Continuar muriendo. Morir sin llegar a hacerlo del todo.
Agonizar.

No recuerdo muy bien en qué momento una de las auxiliares de la bibliotecaria se acercó, de golpe, a
hablarme. Sus ojos estaban provistos de unas pupilas rutilantes que hacían que todo mi cuerpo fuera
incendiado por brazas ardorosas, y la amplia curvatura de sus senos, cubiertos por una camiseta de
franela en la que se apreciaba el estampado de un gato de bigotes prominentes, me sedujo de una
manera violenta, lancinante. No pude disimular la turbación que me produjo la inquieta contemplación
de aquella muchacha, de mirada inquisitiva, que me preguntó por el libro que en ese momento yo
estaba leyendo. Cerrando el libro de golpe, le respondí que La sangre herida, de Tobías Noguera. Se lo
pasé y ella, sonriendo interesada, declaró que de él solo había leído un libro de cuyo nombre no se
acordaba, pero que le había gustado sobremanera. Luego de un silencio durante el que nos
contemplamos huidizamente, me mencionó a otros escritores cuyos nombres he olvidado y libros de
diversa índole. Guardaba cierta predilección por el género policial latinoamericano y por los relatos
juveniles. Añadí un comentario admirativo por aquellos géneros — a pesar de que, verdaderamente, mis
gustos literarios diferían mucho de los de ella—, y le pregunté, tras algunos segundos de vacilación, su
nombre. Aún lo recuerdo con asombroso detalle, pues todavía la paleta del tiempo no lo ha borrado de
mi mente: Lorena Gómez. Sí, ese era. Ese es. Le dije el mío y me tendió su mano, que empalmé con la
mía al instante. Llevaba sus puntudas uñas pintadas por un esmalte de fuego que semejaban lanzas
centelleantes a punto de clavarse en mi piel. Se sentó frente a mí y, en ese momento, pude observar,
arrobado, la belleza de su rostro, ornado moderadamente por un maquillaje color crema. Hablamos
durante casi media hora sobre diversos temas que se han ido borrando de mi mente. Su voz emergía de
su boca con una manifiesta determinación, como si hubiese pensando en la conversación con varios días
de antelación. Y aunque su dicción se formaba por varias alocuciones intempestivas, a las que se remitía
para darle fuerza a sus palabras, me resultó imposible no dejarme llevar por ese flujo verbal, por esa
soflama atropellada que, lentamente, incendió mi cuerpo con un fuego deleitoso, vehemente. Recuerdo
que entonces me pregunté cómo era posible que, de un momento a otro, me sintiese tan extrañamente
atraído por aquella muchacha, a la que apreciaba como alterada por un fulgor atípico, irreal, dotándola
de un carácter sacro que me resultó bellísimo. Yo solo asentía a sus palabras y, de acuerdo a lo que me
dictaba el estado de complacencia al que había ingresado en el momento en que ella comenzó a
hablarme, emitía una interjección de aprobación que ella completaba con una débil risilla de
complacencia. La holgura de sus dientes se amplificaba hermosamente por la anchura de sus labios
carnosos. Su rostro, afeado por una que otra mancha de acné casi imperceptible, me recordaba, aún no
sé por qué, al de ciertas representaciones pictóricas del Camino de Vizcaya y, esperanzando en que tal
comparación me permitiera conocer más sobre la muchacha, me convencí de que, por supuesto, ella era
mucho más bella que esas representaciones pictóricas, toda vez que su cuerpo sí participaba, al igual
que el mío, de la realidad, y solo bastaba con que yo estirara la mano para sentir el pulso templado de
su piel. Hubo un momento, si mal no recuerdo, en que nuestra conversación discurrió de un modo tan
fluido que en ella no faltaron las carcajadas de nerviosismo y comentarios socarrones sobre tal o cual
tema. Con qué anhelo deseo recordar por completo aquellos temas solo por el morbo de comprobar
que la felicidad a veces sí puede ser compartida. Pero, para seguir acrecentando mi dolor, lo único que
verdaderamente puede ser compartido es dolor de vivir, la pesadumbre por el pasado y la
incertidumbre del porvenir. La felicidad es perecedera porque se goza de una manera individual,
indivisible, y en cada individuo se manifiesta de un modo diferente. De ahí que, además, la felicidad
constituya un hecho incomunicable del que no se puede hablar a riesgo de que se disipe. 

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