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En la Biblioteca Municipal, nutrida con toda suerte de volúmenes diversos que llevan años apilándose

sobre estanterías de caoba, y cuyos lomos, de rato en rato, sienten el contacto afable de unas manos que
los sopesan durante unos instantes, encontré una compañía absoluta, incondicional, imperecedera. Mi
abigarrada soledad se nutría con novelas de carácter inabarcable y con autores a quienes, si bien hasta ese
momento no había leído más que en manuales literarios y referencias bibliográficas, les comencé a
depositar un incondicional afecto, que, naturalmente, aún perdura. Ante mis ojos desfiló, como si
estuviera ante el mágico portento del alzamiento de un firmamento tachado con estrellas de brillos
perdurables, la enjundia arrobadora de Faulkner, los deliquios encomiables de Wolfe, Anderson, Saroyan,
Dos Passos, las fulgentes ficciones de Bolaño, Borges, Reinaldo Arenas, Pavese, Lezama Lima, así como
el marmóreo estilismo de Carpentier, autor por cuya obra y cuya persona siento una venerable cariño. De
hecho, durante varios meses de incontenible abulia germinó en mi mente la idea de escribir una novela
corta que, toscamente, narrara los acaecimientos que el escritor cubano vivió durante su estadía en la
agreste selva venezolana, persiguiendo las huellas perdidas de la musicalidad latinoamericana. La idea,
por supuesto, jamás fructificó y, aun así, no desdeño la posibilidad de que en los días venideros la pueda
escribir.
En la Biblioteca permanecía horas enteras, sentado en mullidas sillas reclinables, leyendo incasablemente,
de manera frenética, sin despegar los ojos de las páginas —si bien había días en que los miles de
pensamientos que germinaban en mi mente me obligaban a dejar mi atención a merced de lo que la
realidad me ofrecía—, pasándolas unas tras otras con la delicadeza de un diestro copista. Un sentimiento
de loable exultación me invadía cuando comprendía con qué destreza poética Carpentier narraba sus
elucubraciones operísticas bajo el claror intermitente de un quinqué moribundo o cuando Bolaño, deseoso
de encontrar a sus detectives salvajes en alguna colonia mexicana, escribía a fin de escuchar lo que, al
otro lado del ordenador, Belano le dictaba. Yo anhelaba, depositando mis pensamientos en una ilusión
festiva, comprender por qué mis escritos, vistos al trasluz de los de aquellas ingentes figuras literarias,
constituían elementos tan mediocres e insanos, tan cargados de una pueril afectación que, como un
carcinoma pertinaz, hacían que mis párrafos parecieran retahílas propias de infantes. No solo no lograba
comprender tal hecho, sino que, incluso, pensaba que ese era —y todavía sigue siendo— mi destino, el
del escritor fracasado, depresivo, solitario, convencido de la imposibilidad que surgía a la hora de
eslabonar una obra perdurable, agraviado por pulsiones suicidas, que, seguramente, aflorarán, en algún
indeterminado momento, de manera violenta, de la misma manera que afloraron con violencia cuando mi
madre decidió poner fin a su existencia. El único consuelo que entonces yo tenía era el de maquinar una
muerte repentina y aliviadora, con la que me libertaría de tanto lastre existencial, y con cuyo
cumplimiento podía, más que descansar aprensivamente en la huesa, refocilarme con alegría dionisiaca en
la tierra que me recibirá, puesto que, tras mi muerte, aún perdurará el frenesí literario que en vida me
dominó.
Cada vez que salía de la Biblioteca, al tiempo que, invariablemente, cargaba en mi descocido morral dos
libros de Roberto Arlt que había robado de una librería de viejo —con cuyo dueño, un hombre de tez
cetrina que se infatuaba de haber leído, en menos de cinco meses, los siete tomos de En busca del tiempo
perdido, yo había reñido en un par de ocasiones debido a discrepancias literarias que hoy me parecen
absolutas futilidades—, compraba en un puesto ambulante atendido por una señora de claros rasgos
serranos un cigarrillo y un poco de café cerrero. Pese a que, indubitablemente, el sabor del café era en
extremo inaguantable, mi cuerpo se solazaba con el cigarrillo y con el sabor que, combinando con el del
café, dejaba en mi boca. Puesto que era un cliente asiduo a su puesto, la mujer me trataba con sincera
afabilidad, contándome los pormenores de su aguerrida vida, detallándome recuerdos que mi mente
olvidaba pronto, enumerándome situaciones en las que se describía a sí misma como una suerte de férrea
heroína que a diario luchaba por seguir saliendo adelante, a pesar de los crudos embates de la vida. Al
tiempo que ella me hablaba atropelladamente —“y cuando yo tenía más o menos su edad, mi padre, alma
bendita, me aconsejaba que, bajo ningún motivo, me fuera a desviar del camino que Dios me había
trazado, porque allí podría estar la fortuna que siempre se me ha negado” —, yo, asintiendo a sus palabras
con presteza, observaba, con un dejo de irónico disimulo, a cuanta mujer pasara por mi lado. Registraba,
brevemente, la complexión de sus caderas, el culmen de los movimientos de sus nalgas (achatadas,
informes, enhiestas como un grueso promontorio, combadas como la redondez del astro rey, mustias,
disimiles, diminutas, enjutas, cadavéricas, rollizas, membrudas), el taconeo rítmico de sus pasos, la
doncellez purificante de sus muslos endrinos y, finalmente, la agria deposición que sus miradas secas que
se me clavaban en mis ojos con furia intemperante, como reclamándome mudamente por mis lascivas
injerencias oculares. No podía por menos que, intimidado, depositar mis ojos lejos de los de ellas.
Aquellas mujeres, sumidas en deliquios ajenos a los de mi interés, me parecían como fantasmagorías
huidizas de mis propios deseos reprimidos, encauzados a la irresolución de un extrañamiento conmigo
mismo, que bien podía equivaler a una decepción por todo lo que hasta ese momento me había sucedido.
Aún me siento tan alejado de las mujeres y de todo cuanto les concierne, que, resignado a mi sino de
anacoreta irredento, siento una profunda extrañeza cuando no solo entiendo que jamás podré entablar una
relación estable y duradera con alguna de ellas, sino que también me causa un terror insano la
imposibilidad de eliminar de todo mi cuerpo las ganas que siempre me han calcinado por sentir con entera
amplitud otro cuerpo junto al mío, unidos por un lazo sexual imperecedero. A veces pienso que el cuerpo
de la mujer es como un panorama infinito y diverso en el que yacen misterios y encantos que nunca podré
sentir ni, mucho menos, conocer. No sé desde hace qué momento —aunque, en rigor, podría computar
ese cálculo partiendo de mis asiduas visitas a la Biblioteca, mis paseos fluctuantes por la ciudad y las
continuas pendencias que en casa vivía con mis madre debido a, según ella, “mi enfermiza pereza por no
querer estudiar en un institución educativa superior” — empecé a sopesar tal disyuntiva acudiendo a los
prostíbulos de la Décima Avenida, en los que me empecé a granjear una fama de tramoyista equívoco; si
bien jamás, creo recordar, trabé altercado con alguien. Aun siendo menor de edad, pude entrar a aquellos
lenocinios con una cédula de identificación falsa que me consiguió un colombiano bravío que tenía un
pequeña cigarrería cerca de allí. Sin embargo, la cigarrería no era más que una fachada que encubría un
lucrativo negocio de lavado de activos y falsificación de documentos, lo que le dejaba sendos dividendos.
Junto al colombiano trabajan, si mal no recuerdo, dos hombres taciturnos de aspecto andino que no hacían
más que esnifar cocaína. Quizá en otro momento relate cómo conocí al colombiano y por qué me abrió
(casi de par en par) las umbrosas puertas de su organización.
En aquellos prostíbulos, además de encontrar un placer acerbo del que hoy no me quedan más rastros que
unas simples caricias premeditadas y una intimación que constituía el preámbulo para un contacto sexual
muy distinto al que yo me había idealizado, encontré, casi sin que yo mismo lo advirtiese, historias,
anécdotas, capítulos vitales, rememoraciones ambiguas y discusiones ignaras que conté a través del lente
nebuloso de la literatura, del que, por lo demás, me serví para darles un poco de eternidad a todas esas
historias —“escribir al menos para eternizar algo”, escribió Sabato en Abaddón el exterminador. El
resultado: una novela corta con trazas barrocas en la que coexisten diversos géneros literarios, y cuyo
protagonista, un joven que nace con una discapacidad congénita que le impide caminar con normalidad,
se sumerge, casi a trompicones, en el caótico mundo nocturno de la ciudad, arrancando de él todos
aquellos elementos que, precisamente, le servirán para escribir varios relatos que, dotados de un
contrapunto descriptivo que tomé de ciertos pasajes de Tierra de nadie, publicaría en un diario de discreto
renombre de Maturín, Venezuela. 
Cada vez que regresaba de la Biblioteca, y mientras afuera, en el cielo, se pintaban los colores
arrebolados del atardecer, mi madre ya estaba en la casa, luego de trasegar arduamente limpiando oficinas
a cambio del sueldo justo para pagar la renta del pequeño apartamento en que vivíamos, y para comer, a
veces de una manera bastante precaria. Por eso, no bien yo la veía sentada en el borde de la cama, con los
brazos recogidos, observando con sus ojos de brillo bilioso la pantalla del televisor, saludándome con un
afecto que no excluía el acre reproche, ella no podía disimular una mueca de clara
pesadumbre. Huelga admitir que al verla allí, desvalida en su cansancio y entregada a un reposo fugaz —
interrumpido sempiternamente por el trajín de sus labores diarias—, me hacía a la certidumbre reprensible
de que al otro día yo no volvería al apartamento hasta que no hubiese conseguido una suma cuantiosa de
dinero (tal vez producto de la venta de algunos de mis cuentos a alguna editorial, tal vez producto de un
encuentro fortuito con una mujer senil que me daría toda su fortuna con la condición de que congeniara
sexualmente con ella), con la que podría colaborarle a mi mamá para nuestro sostenimiento. Y, en efecto,
a la mañana siguiente, luego de que ella se marchara con rumbo a su trabajo, yo empezaba a escribir con
desenfreno, desesperación, urgido por la candorosa esperanza de que, esa misma tarde, una editorial me
avisaría, con palabras propias de esos protocolos editoriales que siempre he desdeñado, que publicaría
algo de mi obra. Eso, por supuesto, nunca ocurrió, y mientras más pasaban los días, más me hacía a la
idea que no le podría colaborar económicamente a mi madre. Y ni siquiera, por lo demás, podía apreciar
como realizable la alternativa de conseguir un empleo, pues aún me faltaba un par de años para cumplir la
mayoría de edad. Es cierto que trabajé, de manera más bien esporádica, con mi papá en algunos trabajos
de ornamentación pero desde el momento en que casi una pulidora me eviscera el estómago él decidió
alejarme de aquel mundo de hierros, aceros, laminas, ángulos, martillos y electrodos. Así que el único
dinero que a la sazón yo podía obtener él me lo facilitaba, no sin antes advertirme que eso, en algún
momento, se lo tendría que devolver. Una parte del dinero se lo daba a mi madre y el resto lo dejaba para
comprarme cigarros (imperativos a la hora de  salir de la casa), botellas de agua y, obviamente, libros y
otras tantas cosas. Mi madre, por otra parte, cada vez que recibía el dinero me miraba con una expresión
que, a la vez, era de sorpresa y descontento, decepcionada porque, de nuevo, sus ansias económicas se
veían fugazmente cubiertas por unos ínfimos pesos que se diluían en los productos básicos de nuestra
alimentación.
Fue desde ese momento en que me convencí de una manera categórica de que una suerte infausta,
calamitosa y perenne secundaría mis pasos por el resto de mis días, y que de nada valdría alejarme de su
insano influjo: a ella sigo adherido como la pústula a la piel, como la sangre a la herida, como el azogue
al espejo.  
Si bien hubo un tiempo en que preferí con intimar con mi padre debido a ciertos problemas maritales que
él había tenido con mi mamá, en algún momento de ese pasado empecé a acercarme a él con la docilidad
de un hijo contristado por violentos agravios  y que regresaba al seno paterno dispuesto a aceptar las
reprimendas de un padre que veía en su hijo un gallardete con el que se podía defender de las acusaciones
de una madre dispuesta a no dejarse avejentar por nadie. Sin embargo, con mi padre siempre me ha unido
una amistad imperecedera que encuentra sustento en el amor que le tengo. Quizá por eso los intentos de
mi madre por crearle a la persona de él un aura de malignidad nunca fructificaron en mí. Mi padre, por su
parte, siempre trató de no mencionarla, y cuando lo hacía yo podía ver en su rostro un claro distingo de
admiración. Y mientras yo observaba la invariabilidad de aquellas facciones, recordaba lo que mi madre
me decía sobre las deleznables actitudes que él tuvo hacia ella, en un pasado que vislumbrara tormentoso,
caótico, cargado de desgracias insoportables. “me maltrataba de una manera humillante, dolorosa; me
hacía hacer cosas con las que yo no estaba de acuerdo; me pegaba hasta hacerme sentir que mi vida en
verdad no valía nada”. Esas eran, más o menos, las  palabras que, una y otra vez, mi madre me repetía,
hasta el cansancio, hasta hacerme sentir que esas palabras también iban dirigidas a mí.
Fueron muy pocos los días en que mi madre, mohína y yaciendo en un estado depresivo que finalmente la
impulsaría a tomar la decisión fatídica (y que yo, mucho tiempo después, utilizaría macabramente como
material literario para escribir relatos extensos sobre la validez del suicidio en estas épocas afeadas por la
ignorancia), pudo gozar de la felicidad que concedían ciertos momentos perecederos. Si no se le veía
solazarse con estruendo ante la pantalla del televisor observando el concurso de adivinanzas presentado
por una moruna gibosa, entonces podía apreciar la bella curvatura de sus ojos fulgentes, enfocados en la
gris lontananza que se podía apreciar a través de la ventana, columbrando algo que no podía ubicarse más
que en sus propios pensamientos. Así, cuando yo la veía en aquella actitud de expectante espera, de
indecisa irresolución, de remota ausencia, mi percepción sobre lo que acaecería tiempo después cambiaba
rotundamente. Me invadía, entonces, la seguridad de que las cosas viraban hacia la dirección de la
bienaventuranza, y todo el tizne ennegrecido de la desgracia se iba, por fin, diluyendo. Y, como siempre
ha sucedido, me equivoqué rotundamente. Mi mundo siguió en tenso declive al enterarme de que a mi
mamá la habían internado en un psiquiátrico luego de ingerir cincuenta pastillas de Prosac, antidepresivo
formulado en una de sus tantas visitas al psiquiatra. A partir de ese momento, no solo su vida terminó
muriendo, sino también gran parte de la mía. Estoy seguro de los pesares  que entonces ella experimentó
fueron tan suyos como míos, y que ignorarlos sería caer en un acto de deshonrosa ignominia. ¿Y si ella
me escuchara en este momento yo sería capaz de confesarle que también quiero compartirle mis dolores
más profundos y mis penas más recónditas, puesto que, acaso, solo de ese modo podré quitarme de la
espalda tanto recuerdo doloroso, tanta memoria claudicada por el paso del tiempo? No lo sé. Pero cómo
quisiera saberlo.
Los días posteriores al suicidio de mi madre, en mí se debatió la posibilidad de emular su dolorida acción.
Tanto, que, durante algunos días, maquiné la posibilidad de acometerme contra las llantas de algún
camión, anheloso por reventar mi masa encefálica contra el asfalto o, incluso, trozar mis venas y dejar
que el sosegado caudal de sangre fuera diezmando, poco a poco, mi vida. Naturalmente, no me avoqué a
ninguna de las dos posibilidades y, sin saber muy bien por qué —aunque, tal vez, podría aseverar que fue
debido a uno de esos cambios volitivos que tanto han usufructuado mi penosa tranquilidad—, mis ánimos
se fueron amainando, aun cuando, de rato en rato, pulsiones autodestructivas hicieran mella en mí. A
modo de ridícula expiación a la que ni yo mismo daba completa credibilidad, quise escribir una artificiosa
autobiografía sobre una escritora ficticia de nombre Verónica Rodríguez de Soler (cuya convulsa vida no
era sino un hondo remedo de la de mi madre, y a excepción de algunos analepsis escabrosos, también de
la de mi padre, a cuya persona me quise remitir después de pensar que a él también le podía dar algo de
eternidad en las cuartillas). Abandoné tal empresa no tanto porque me sintiera imposibilitado para llevarla
a buen término como porque que, de nuevo, inicié la construcción de una obra enigmática, ingente, asaz
inabarcable, sobre cuyas páginas se pudiera sostener todo cuanto el hombre ha podido erigir con el
poderío de su imaginación. Al principio, me decanté por un título tan huidizo como concluyente, Los
nombres también son míos, que rememoraba el de cierto escritor chileno de cuyo nombre no me quiero
acordar y que aseveró, alguna vez, “que la narrativa de hoy es el pandemónium del futuro, y a él acudirán
los desposeídos pasado”. Pronto, preferí cambiarle el nombre, reemplazándolo por Lejanos e
inmemoriales; pero este título tampoco me satisfizo. Entonces repasé nombres, combinaciones de
palabras, adjetivaciones de arcaísmos, copulaciones de neologismos, asimilaciones de extranjerismos, así
como ambiguas fluctuaciones verbales y aciagas hermandades gramaticales que pronto vislumbré con un
distingo de asquerosa comicidad. Al final, como si la sola carencia del título hubiese deslucido la
totalidad de la obra, decidí suprimir todas las cuartillas, y me contenté, pues, con expiar la ausencia de mi
madre con la cercanía de sus recuerdos, a los que trato de remitirme cada que puedo.
Justo en los días en que me habían entregado el dictamen de la autopsia de mi madre, recogí los pocos
enseres que de ella tenía — sus ropas, aguas de colonia de aromas cargantes, cremas humectantes, el
espejo de pequeñas dimensiones en virtud de cuyo reflejo ella vio, acaso, la inminencia de su muerte, sus
jabones aromáticos, su café instantáneo empacado en bolsas reutilizables, sus anillos con incrustaciones
imitativas de jade, sus cinturones de cuero que, en una acto de afecto inexplicable, empecé a utilizar, los
pocos libros que ella, a lo largo de su vida, había leído, dos acetatos rústicos de Manolo Otero, varias
efigies santorales de José Gregorio Hernández, así como un camafeo  de la Virgen María deslucido que
ella había comprado por un precio exiguo —, y me marché a la casa de mis abuelos, en la que, además de
ellos y mi papá, vivía mi tío, con quien siempre he tenido una relación de extrema confianza e
imperdurable respeto. Mi padre, que había asimilado la muerte de mi madre de una manera instantánea,
inmediata, se contentaba, a ratos, recordando el pasado que pasó junto a ella, relatándome anécdotas
cómicas y sucedidos inauditos. Aun cuando no lo expresase, mi padre también estaba sumido en un
estado acérrima tristeza y, más  exactamente, de profundo dolor, como si gran parte de sus recuerdos se
hubiesen muerto en el momento en que ella también lo hizo. De hecho, una noche de borrascas lluviosas
lo encontré tendido en la cama, observando la televisión, de cuya pantalla emergía el rostro de una mujer
en extremo parecida a mi madre. “mira, hijo, se parece  a tu madre”, exclamó mi padre y, a los pocos
instantes, se largó en un llanto de lágrimas hoscas. Fue tanto el desespero que sentí en ese momento que,
a fin de que mi padre no se diera cuenta, me encerré en el baño a llorar con desenfreno, sin sosiego,
vapuleado por la tromba de recuerdos que invadían mi cabeza.
Dejé de frecuentar la biblioteca durante algunos meses, en los que vagué como un autómata por casi toda
la ciudad, recorriendo, siempre con los pasos cansinos de quien no esperar nada del malhadado destino,
sus calles céntricas, atestadas de vendedores informales que me acometían con su desbarajuste de
griterías, sus calles periféricas propias de barriadas en eterno decaimiento, así como algunos de los
lugares más emblemáticos de la ciudad, bajo cuyas frías sombras me guarecía a leer horas enteras,
pensando en todo menos en lo que el circunstancial libro me decía (recuerdo, aun a riesgo de
equivocarme, que entonces leía ávidamente no solo los cuentos de Robert E. Howard, cuya fuerza
sugestiva eran tan perfecta como la que se podía encontrar en los Clark Ashton Smith, sino también los de
varios escritores contemporáneos, tales como César Aira, Tomás Gonzáles, Rodrigo Fresán, Andrés
Caicedo, Roberto Burgos Cantor, José Agustín, Vicente Leñero, así como Álvaro Uribe, de cuyos calcos
clarísimos de la Ciudad de México extraje material descriptivo que me serviría para la creación de varios
cuentos), arguyendo razones, algunas de ellas asaz ridículas, para pensar que no había nada que, en
realidad, me motivara para seguir viviendo, puesto que la única que siempre tuve —mi madre— se había
marchado sin si quiera despedirse de su hijo, de su único e infortunado hijo. Me hice a la idea, incluso, de
que mi vida en verdad no valía nada y, espoleado furiosamente por tal idea, decidí, no bien arribara a la
casa, ingerir cuanta pastilla allí hubiese. El solo acto de poner de manera voluntaria fin a mi vida me
seducía sobremanera. Me empeñé en pensar en el hipotético momento en que mi padre encontrara mi
cadáver tendido bajo las frazadas y llorara con desafuero por el hijo ausente, sujetando con sus manos mi
rostro cetrino, inanimado, anhelando encontrar en él alguna respuesta que pudiera explicar mi súbita
decisión. Con todo, una vez en la casa, mi mente reprodujo la hipotética ilusión de que, en un momento
inesperado, podría encontrar ese halito vital y enternecedor que me permitiera pensar que mi vida podría
trocar su rumbo por uno mucho más diáfano y grato, en el que pudiera vivir a gusto no solo con quienes
me rodeaban, sino también conmigo mismo. De manera que, desdeñando con ahínco la posibilidad de
poner fin a mi vida, opté por adoptar esa posibilidad, tanto más misteriosa cuanto que a ella le aposté todo
cuanto entonces realizaba. Pero ¿Cuál era esa ilusión, esa posibilidad? ¿Acaso era alguna mujer
fantasmal, que llegaría a libertarme de tanta costra emocional que tenía —y aún tengo— adherida en todo
mi ser o, por qué no, la siempre inesperada noticia de que alguno de mis cuentos sería publicado en una
revista de renombre? Aunque, ahora que lo pienso, yo empecé a enviar mis textos infructuosamente a
diversas revistas mucho tiempo después. Tal ilusión sigue martilleando mi cabeza y, pese al paso del
tiempo, y pese a que hay días en que la desazón y el desespero me laceran, sigue más viva que nunca,
ardiendo, persistiendo.
Sin más ánimos que los de seguir escribiendo y, por supuesto, leyendo, y con un estado de latente
depresión que no hacía más que maltratar mi mente, y con más ganas de seguir adentrándome por mi
propia cuenta en el vaporoso mundo de la literatura que inscribirme en alguna universidad a fin de
escuchar a los envarados profesores hablar sobre conceptos que me siguen teniendo sin cuidado, decidí
distraer mi mente de cualquier pretensión intelectual acudiendo no solo a la Biblioteca, sino también a los
prostíbulos de la Décima Avenida, a los que retornaba con asidua frecuencia, buscando en ellos el
contacto huidizo de manos zalameras a las que intenté asirme durante actos de indecorosa desesperación.
No obstante, dejé de acudir a ellos cuando me enteré de que la Policía, junto a una facción urbana del
ejército, había tomado la Décima Avenida con objeto de capturar a varios cabecillas de la Familia Gómez
Palacio, vinculados con trata de blancas y comercio de ilegal de armas de fuego. Durante varios días gran
parte de la Décima Avenida se mantuvo bajo estricta vigilancia policial e incluso allí, dentro de aquellos
malsanos prostíbulos, los muertos se contaron por docenas.  Así que, temeroso, consideré oportuno no ir a
allí por un buen tiempo. La totalidad de mi tiempo, entonces, la pasaba en la Biblioteca, leyendo
irrefrenablemente, escuchando los trenos amables de los pájaros apostados en las copas de los arrayanes.
Recuerdo que en aquella época leí toda la obra de Borges, dos veces Paradiso, de Lezama Lima, los
Cuentos completos, de Bolaño, y llevé a buen término La montaña mágica, aunque nunca la he logrado
terminar. Escribí, asimismo, varios cuentos con ostensible influencia picaresca, y en los que se percibía
ciertos rasgos conceptuales del Guzmán de Alfarache, una de mis novelas predilectas. Pese a que yo vivía
tenuemente esperanzado con que se pudieran publicar los cuentos, todas mis ansias se hallaban sujetas a
la composición de una veintena de poemas elegiacos a los que denominé Las ascuas de Vivaldi, y cuyo
eje temático principal era, además del repertorio musical del compositor italiano, algunos datos
autobiográficos que intenté pasar a través del tamiz de la ficción, pero que, infructuosamente, se quedaron
a medio camino entre la verborrea injustificada y el dato memorioso y pedante. Uno de aquellos poemas,
titulado Tres, sería publicado en una revista literaria caraqueña tiempo después, y merecería el elogio de
un joven poeta dominicano de apellido Robledo.
II
Leer. Escribir. Caminar. Observar. Pensar en cuanto mis ojos veían. Registrar cuanto mi mente pensaba
para luego leer con esos mismos ojos todo cuanto mi imaginación me dictaba. Comer con glotona
ansiedad hasta sentir cómo mi estómago se revolvía por las arcadas. Fumar cigarrillos cerreros que podía
comprar gracias al dinero que mi padre me daba. Dormir. Soñar aciagas escenas. Morir a diario. Seguir
muriendo cada vez que advertía que, si se observa con detenimiento, yo no hago más que seguir muriendo
todos los días; todos los días que, juntos, componen mi pútrida vida. Volver a leer. Volver a caminar y, de
nuevo, observar los cuerpos de las mujeres galantes que pasaban junto a mí con aire prepotente, al tiempo
que anhelaba deslizar la aspereza de mis manos sobre la grácil piel de aquellos cuerpos deleitosos.
Escuchar música clásica. Satie, Ravel, Debussy, Chopin, Stravinski, Rajmáninov, Fauré, Sibelius,
Prokófiev, Schubert, Hasse, Handel, Mozart, Brahms, Bach padre, Bach hijos, Beethoven, Haydn,
Richard Strauss, Johann Strauss, Músorgski, Chaikovski, Rimski-Kórsakov, Shostakovich, Dukas, Bizet,
Elgar, Svendsen, Holst, Schumann, de Falla, Albéniz y, por supuesto, los conspicuos Adolfo Mejía
Navarro y Antonio María Valencia, cuyo Amanecer de la sierra responde a lo que pienso sobre el bello
paisaje orográfico de Colombia: montañas arreboladas por la acción del sol y de las que mana un flujo de
aire frío e impetuoso que contribuye a animar la vida de los bienaventurados colombianos. Las
composiciones de aquellos ínclitos maestros, en virtud de cuyas atemperadas melodías pude sentir el
ímpetu que provoca la máxima belleza a la que puede aspirar el ser humano, constituyeron el albor
necesario para escribir decenas de relatos que, sin caer en pretensiosas aseveraciones, tenían la misma
fuerza narrativa que la de mis muchas influencias literarias. Caminar. Fumar. Ensayar diversas
actividades para que mis estados depresivos no fueron siempre iguales. Intentar pensar que mi vida no era
tan insana para que la ansiedad no me carcomiera las entrañas. Conjeturar irresolutamente diversos modos
de quitarme la vida y, aunque muchos me seducían, el que lo hacía de una manera más demencial era
aquel en que, provisto de un revólver y un fusil de largo alcance, irrumpía fieramente en un centro
comercial y baleaba a quien se posara ante mis ojos para luego dispararme en la sien. Escribir. Corregir.
Resarcir líneas enteras por considerarlas abstrusas. Volver a corregirlas a causa de su ligereza narrativa.
Desesperarme por no saber si lo que escribía estaba provisto de alguna valía literaria. Fumar con
desespero hasta marearme. Vomitar. Beber agua directamente del grifo, sin hervirla, como mi mamá
aconsejaba. Sentir que el fracaso y la soledad serían mis únicos cofrades. Caminar. Pisar aceras
encharcadas que, como un río de sangre coagulada, herían mis pantorrillas. Defecar. Orinar. Eyacular
pensando en la corporeidad ilusoria de una mujer total e inabarcable cuya intimidante vitalidad se
manifestaba en cada una de las mujeres que yo observaba. Sentir. Vivir. Reír. Llorar. Esperar. ¿Esperar
qué? Desesperarme. Decepcionarme. Enfermarme. Vomitarme. Estresarme. Matarme. Retarme.
Retenerme. Imaginarme en un porvenir irrealizable en el que mi obra literaria sería valorada como una de
las que mejor retratara el mundo infecto en el que vivimos penosamente. Continuar llorando hasta que
mis lágrimas me supieran a mierda. Ilusionarme con la mirada ambigua de una amistosa mujer que veía
en mí un simple instrumento para realizar sus objetivos, de los que yo nada sabía. Reír en soledad. Amar
en soledad. Extrañar en soledad. Vivir en soledad. Morir de soledad recordando a mi madre, como si solo
así pudiera volver a sentir toda la magnitud de su persona. Oler. Degustar. Palpar. Ver. Oír. Escribir. Leer.
Escribir espoleado por una necesidad existencial capaz de pulverizar todas las que antes consideraba
esenciales. Seguir muriendo. Continuar muriendo. Morir sin llegar a hacerlo del todo. Agonizar.
No recuerdo muy bien en qué momento una de las auxiliares de la bibliotecaria se acercó, de golpe, a
hablarme. No pude evitar asociar su rostro con el de una compañera del bachillerato de la que guardo
gratos recuerdos, y de cuyo nombre no pienso hacer referencia. A diferencia de los que mi compañera, los
de la auxiliar estaban provistos de unas pupilas rutilantes que hacían que todo mi cuerpo fuera incendiado
por brazas ardorosas, y la amplia curvatura de sus senos, cubiertos por una camiseta de franela en la que
se apreciaba el estampado de un gato de bigotes prominentes, me sedujo de una manera violenta,
lancinante. No pude disimular la turbación que me produjo la inquieta contemplación de aquella
muchacha, de mirada inquisitiva, que me preguntó por el libro que en ese momento yo estaba leyendo.
Cerrando el libro de golpe, le respondí que La sangre herida, de Tobías Noguera. Se lo pasé y ella,
sonriendo interesada, declaró que de él solo había leído un libro de cuyo nombre no se acordaba, pero que
le había gustado sobremanera. Luego de un silencio durante el que nos contemplamos huidizamente, me
mencionó a otros escritores cuyos nombres he olvidado y libros de diversa índole. Guardaba cierta
predilección por el género policial latinoamericano y por los relatos juveniles. Añadí un comentario
admirativo por aquellos géneros — a pesar de que, verdaderamente, mis gustos literarios diferían mucho
de los de ella—, y le pregunté, tras algunos segundos de vacilación, su nombre. Aún lo recuerdo con
asombroso detalle, pues todavía la paleta del tiempo no lo ha borrado de mi mente: Lorena Gómez. Sí, ese
era. Ese es. Le dije el mío y me tendió su mano, que empalmé con la mía al instante. Llevaba sus
puntudas uñas pintadas por un esmalte de fuego que semejaban lanzas centelleantes a punto de clavarse
en mi piel. Se sentó frente a mí y, en ese momento, pude observar, arrobado, la belleza de su rostro,
ornado moderadamente por un maquillaje color crema. Hablamos durante casi media hora sobre diversos
temas que se han ido borrando de mi mente. Su voz emergía de su boca con una manifiesta
determinación, como si hubiese pensando en la conversación con varios días de antelación. Y aunque su
dicción se formaba por varias alocuciones intempestivas, a las que se remitía para darle fuerza a sus
palabras, me resultó imposible no dejarme llevar por ese flujo verbal, por esa soflama atropellada que,
lentamente, incendió mi cuerpo con un fuego deleitoso, vehemente. Recuerdo que entonces me pregunté
cómo era posible que, de un momento a otro, me sintiese tan extrañamente atraído por aquella muchacha,
a la que apreciaba como alterada por un fulgor atípico, irreal, que la dotaba de un carácter sacro que me
resultó bellísimo. Yo solo asentía a sus palabras y, de acuerdo a lo que me dictaba el estado de
complacencia al que había ingresado en el momento en que ella comenzó a hablarme, emitía una
interjección de aprobación que ella completaba con una débil risilla de complacencia. La holgura de sus
dientes se amplificaba hermosamente por la anchura de sus labios carnosos. Su rostro, afeado por una que
otra mancha de acné casi imperceptible, me recordaba, aún no sé por qué, al de ciertas representaciones
pictóricas del Camino de Vizcaya y, esperanzando en que tal comparación me permitiera conocer más
sobre la muchacha, me convencí de que, por supuesto, ella era mucho más bella que esas representaciones
pictóricas, toda vez que su cuerpo sí participaba, al igual que el mío, de la realidad, y solo bastaba con
que yo estirara la mano para sentir el pulso templado de su piel o el animoso destello de sangre correr
calmosa. Hubo un momento, si mal no recuerdo, en que nuestra conversación discurrió de un modo tan
fluido que en ella no faltaron las carcajadas de nerviosismo y comentarios socarrones sobre tal o cual
tema. Con qué anhelo deseo recordar por completo aquellos temas solo por el morbo de comprobar que la
felicidad a veces sí puede ser compartida. Pero, para seguir acrecentando mi dolor, lo único que
verdaderamente puede ser compartido es dolor de vivir, la pesadumbre por el pasado y la incertidumbre
del porvenir. La felicidad es perecedera porque se goza de una manera individual, indivisible, y en cada
individuo se manifiesta de un modo diferente. De ahí que, además, la felicidad constituya un hecho
incomunicable del que no se puede hablar a riesgo de que se disipe. 
A partir de ese momento, tal sentimiento de felicidad creó en mi mente toda suerte de posibilidades en
torno a un futuro e hipotético noviazgo con Lorena. Me solazaba pensado en el tono de su voz, en las
facciones de su rostro, en su armoniosa sonrisa, así como en el brillo inmaterial de sus pupilas. Ahora, no
solo iba a la Biblioteca a fin de enfrascarme en largas lecturas, sino, sobre todo, a verla a ella. Simulando
indiferencia —porque, en el fondo, los nervios por hablarle me consumían las entrañas—, me acercaba
hasta el lugar en que ella atendía a los visitantes de la Biblioteca, y la saludaba con sequedad,
preguntándole cualquier futilidad que ella respondía con la cortesía natural que me había expresado la
primera vez. Luego de desearle buen día, me alejaba de allí y, buscando entre los estantes cualquier libro,
la observaba desde la distancia, apreciando todos sus movimientos, risas ahogadas, palabras mudas,
ademanes ambiguos y miradas hacia cualquier parte, menos a los estantes entre los que, ansioso, yo
esperaba un fantasmal momento de comunión visual que jamás llego. No bien me di cuenta de que ella se
portaba de esa manera tan afable con todas las personas con las que trataba en la Biblioteca, me sentí tan
derrotado que entré en un periodo de depresión aguda del que solo me repuse cuando le confesé a Lorena,
en un acto de desesperada impotencia, que no había un minuto que no pensara en ella, en todo lo que le
sucedía, en todo lo que podríamos hacer juntos, en los momentos venideros que, junto a ella, vislumbraba
como prometedores, en las decenas de libros que yo podría dedicarle si solo me dijera sí, Johan, yo
también he pensado en mucho en ti, en nuestros intereses literarios, en la forma en que me tratas, en que,
en efecto, quiero compartir contigo esos momentos venideros que contigo podrán tornarse en eternos.
Pero no. No. No solo no me dijo eso, sino que, incluso, me dio a entender que mis palabras para ella
tenían la misma importancia que las futilidades de las que acostumbrábamos a hablar, pues cuando
terminé de hablar sonrió apenada y diciendo algo que no entendí, cambió de tema. Es ese instante, mis
sentimientos oscilaron entre la desazón más profunda y el encono más visceral, y pensé que la única
manera de poderme emancipar de la presencia aciaga de Lorena era arrebatándole la vida. La increparía
con furia para luego asfixiarla, cortándole de golpe el flujo vital o, provisto de un puñal de hoja corta,
reventarla a puñaladas. Desistí de tal idea porque, simplemente, mi cariño hacia ella se cortaba justo en el
lugar en que empezaba cuanto mis miedos me representaban y allí, precisamente, estaba el del asesinato.
Por lo demás, jamás he sido un asesino.
Que de golpe se hubiese segado la posibilidad de que a mi vida entrara una mujer no fue impedimento
para seguir acudiendo a la Biblioteca. Y como era indispensable anunciar mi estadía en uno de los
cubículos de las auxiliares de la bibliotecaria, se me hacía imposible no observar a Lorena y que ella, a su
vez, me observara. Simplemente evitaba hablarle, acudiendo a las otras tres auxiliares. Al parecer, su
comportamiento no sufrió alteraciones luego de mi intempestiva confesión. Y el mío tampoco. En efecto,
no hacía más que pensarla, de imaginarme estúpidamente que mis palabras la habían hecho enamorarse
de mí, y que solo esperaba el momento adecuado para rendirse a mis pies, suplicando ansiosamente que
estuviera con ella, que no la dejara sola, que quería compartir el resto de su tiempo conmigo, y que cuanto
más pasara sin ella, tanto menos tenía ganas de dejarme. Yo mismo me reía de estas ingenuas conjeturas;
mas, en el fondo, lo que yo verdaderamente quería era someterme a sus designios con la seguridad de que
así la podría tener junto a mí. Qué equivocado estaba.
Recuerdo que una tarde de borrascas lluvias que, desde el cielo, fraguaban una tormenta que duraría
horas, salí tarde de la Biblioteca y, al torcer por Caminos de La Paz a fin de tomar el colectivo en la
Avenida El Primer Libertador, me encontré con Lorena. Estaba sentada en una banca de madera, y su
cuerpo fulguraba con arrobo debido a la seca luz que manaba de una farola apostada tras unos árboles,
cuyas hojas resplandecían platinadas, bañadas por el brillo blanco de la luz. No me fue difícil elucidar que
estaba esperando a alguien. Llevaba pintados los labios de un granete oscuro y un sobrio rubor facial le
permitió disimular la turbación que le produjo mi abrupta salutación. Pude ver cómo su cuerpo era
recorrido por un violento cimbronazo que percutió en el tono de su voz. “hola, Johan”, me saludó, sin
mirarme, con los ojos fijos en el oscuro suelo de tierra. Me acerqué sin dejar de mirarla, dispuesto a
cegarle la vida puesto que la muerte sería lo único que de ella podría tener. Y, sin embargo, mi intentona
no se convirtió más que en un agrio reproche por la inclemencia del clima. Prendí un cigarrillo y le ofrecí
uno, que aceptó con temerosa indecisión. Fumamos en silencio. El humo de nuestros cigarrillos confluía
en arabescos sinuosos semejantes a dos cuerpos que, en plena unión carnal, libran una pendencia por
saber quién será el dominado y quién dominante, quién queda en la oscuridad y quién emerge a la luz,
quién vive y quién muere. No recuerdo muy bien en qué momento de entre las espesas frondas emergió,
como una sombra que de golpe se destraba del cuerpo que la habita, un hombre corpulento y de cabello
rubio, que, al verme, miró a Lorena confundido, atribulado. Ella, nerviosa, se incorporó de la banca y le
dio un beso fugaz en la boca, cuyo estallido nauseabundo me dejó con los nervios en hinojos, a punto de
reventar. Arrojé el cigarrillo cerca de un cúmulo de hojas secas y justo en el momento en que me
aprestaba a marcharme, aquel mefítico hombre le dijo algo al oído a Lorena, y ella, expeliendo una risilla
menos de contrariedad que de regocijo, le respondió algo que no logré entender. Ni siquiera se tomaron la
maldita decencia de voltear a verme cuando me alejé de allí, con rumbo hacia el lugar incognoscible en el
que pudiera olvidar la presencia infausta de Lorena. ¿Por qué se tenían que encontrar allí, en esa banca,
rodeados de la adversa luz que manaba de la farola, entre la completa y lluviosa oscuridad vesperal, solos,
sin más compañía que la que mi intrusión les podía prodigar? ¿Por qué?
III
Con el paso del tiempo, mis visitas a la Biblioteca comenzaron a espaciarse y, en su lugar, decidí
recluirme en la casa, siguiendo el dictamen de todas mis frustraciones. Leía casi hasta el mediodía y por
la tarde, luego de compulsar infinidad de cigarrillos, escribía. Al poco tiempo, completé un libro de
relatos de baja estofa que, junto con los que tiempo atrás había escrito a la luz del Guzmán de Alfarache,
compilé en un libro que titulé Los halcones permanecen en el cielo y otros relatos, en los que intenté
ceñir tradiciones costumbristas latinoamericanas con rasgos muy específicos del romanticismos europeo.
El resultado, ciertamente, no pudo ser más desastroso y, aun así, los postulé al Concurso Internacional de
Cuento de Veracruz. Nunca me dieron respuesta. Continué, no obstante, con mi trasiego literario, al que
le adicioné el de mis incursiones por distintos puntos de la ciudad, ciertas impresiones literarias de
carácter apócrifo, uno que otro deseo que, a fuerza de reprimirse, terminó aflorando de manera
intempestiva, los ardores de la pasión entre dos cuerpos que recién se conocen, sueños prietos que en las
noches me lastimaban el sosiego y dispendiosas descripciones citadinas entre cuyas líneas pude
comprobar, luego de leerlas, un inasible influjo documental, relatos defectuosos sobre temas históricos en
los que se perciben los elementos apócrifos de la ficción. 
Todo ello lo condensé —rústicamente, por supuesto— en el diario irregular que a continuación presento,
y que no solo fungió como una suerte de depurador de tantos sentimientos derrotistas que entonces tenía,
sino también como el elemento espiritual que me ayudo a confirmar que, a pesar de mis insulsas
negaciones literarias, mi camino aún sigue siendo el mismo por el que, años atrás, Carpentier,
Bolaño, Faulkner y muchos otros, caminaron, dejando sembrado en sus bellas laderas los frutos que ahora
yo continúo recogiendo.
Aun sin poner en tela de juicio las aseveraciones de ciertos plumíferos que consideran el diario como una
de las manifestaciones más lánguidas y viciadas de esta triste época, a él recurrí no tanto por la
incapacidad de adentrarme en otras expresiones literarias como porque su naturaleza irregular y
fragmentaria se acomodó a lo que yo considero esencial en la literatura: la sombras, las fugas, los vacíos,
los fogonazos, los huecos que hay entre una palabra y la otra, los vacuos estallidos que perviven entre una
página y la siguiente, los rincones en blanco que constituyen los pilares fundamentales merced a cuya
fuerza se sostiene toda expresión artística. Que yo haya escrito el diario recurriendo a la segunda persona
del singular no es por afianzar esos sentimientos escapistas que tanto abundan hoy en día, sino porque,
más bien, guardo la seguridad de que lo que a mí me sucedió también le podrá suceder a cualquier
persona. Como a ti, lector, quizá. De manera que, desde este momento, puedes empezar a fraguar la no
remota ilusión de que tú me estás dictando tus recuerdos y yo, humildemente, los termino de forjar en la
página. Así hasta que consideres oportuno cesar. 

              Capitulo I   
El sueño, a fuerza de repetirse, te va convenciendo de que en él habita un dejo de premonición que es
imposible soslayar. No obstante, lo que único que puedes hacer, a fin de expurgar ese sentimiento de
culpa que te consume cada vez que lo recuerdas, es continuar trasvasarlo a las cuartillas. Lo leerás varias
veces, repasando su enjundia premonitoria, su intrínseca desolación. ¿Cuál es ese sueño, que parece
provenir del fondo más hosco de los avernos, y cuyos protagonistas parecen cuarteados por un acezante
demonio que, tras sus espaldas, les dicta cuanto tienen que hacer? ¿Por qué se manifiesta de modo más
vívido en la madrugada, cuando tu cuerpo comienza a libertarse de la rigidez cadavérica que la noche te
impone? ¿Será por eso que a ratos piensas que el frío clima de la madrugada propicia de un modo
irrefrenable aquel sueño, al que le niegas el nombre de pesadilla? ¿En qué consiste ese obstinato, que en ti
se repite con absurda frecuencia, asfixiando tu mente, espoleando tus preocupaciones? Mientras tanto,
huelga comentarlo, no fuera que, de golpe, se te borre de la mente. 
Si bien los escenarios en que se desarrollan las imágenes del sueño han sufrido variaciones, puedes decir
que reconoces uno de los principales: las serranías latinoamericanas, con la frondosidad húmeda y agreste
de sus selvas y sus cielos de colores inamovibles que, entremezclados unos con otros, te ayudan a afianzar
la sensación de que si Dios hiciese un recorrido por su inhábil creación el último lugar al que iría sería a
aquellas regiones.
Las imágenes sí se mantienen invariables y de tanto pensar en ellas pareciera como si en verdad las
hubieses vivido. Ahora, dejando al margen tus propensiones relativas a las digresiones — no en vano te
consideras un epígono rezumado de Ryan Irving, cuya obra no es sino una extensa y laboriosa digresión
sobre la vida y la muerte, con ciertos lastres políticos que parecen la alhaja perdida de un cualquier
agitador desesperado—, comienzas a describir el sueño o, como no quisieras llamarlo, pesadilla.
Tres hombres, hincados de rodillas y esposados fuertemente con una cadena oxidada que termina
rodeando el tronco de un huaje, esperan con dolorosa paciencia el momento de la ejecución. Sus cuerpos
denotan una insoslayable tranquilidad, como si no fuesen enteramente conscientes del momento final que
pronto acaecerá. Sin embargo, esa convulsa y, por qué no, ilusoria tranquilidad pronto culminará. No
dudas en pensar que uno de aquellos hombres guarda cierta semejanza facial con el rostro de tu madre,
pero el de él luce más avejentado y carcomido por embates innominables. Los trozos de cielo que se
vislumbran a través de las hojas vencidas de los huajes parecen masas compactas de concreto que
amenazan con derrumbarse.
De un lugar indeterminado (todo en los sueños, por otra parte, es extremo indeterminado y si no fuera
porque es un proceso mental connatural al ser humano y al de otras especies, dirías,  aun a riesgo de
caer en hiperbólicas aseveraciones, que en él intervienen procedimientos
divinos y arcanos, los mismos que, justamente, operan en las
premoniciones) emergen dos hombres vestidos a la usanza marcial, con los
rostros cubiertos por pasamontañas negros, de cuyas negruras surgen las
siluetas redondas de sus ojos parpadeantes. El de estatura más baja sostiene en
su diestra un machete de hoja prominente cuya punta, a manera de obertura
intimidatoria, restalla contra el pasto, muy cerca del lugar en que los tres
hombres esperan con estoicismo la muerte. Los dos hombres hablan entre
ellos acerca de algo que a ti se te escapa, pero que te contentas en suponer que
podría ser relativo a quién será el iniciador de la acción próxima a sobrevenir.
Es en este momento cuando al sueño se le añaden recuerdos que viviste hace
bastante tiempo, matizados por un amargor surrealista. Ves un ocelote
sonriendo ante un espejo cuya superficie se empaña apenas el animal mueve
sus patas; un bífido a punto de nacer y con piel cubierta por trozos de pétalos
de begonias que terminan cayendo a un suelo escamoso y vibrátil; ves,
también, una pez dorado de anatomía rugosa que se mueve gracias a las
vibraciones trepidantes de un mar con forma de aleta de escualo y, de repente,
el hombre del machete, profiriendo una lacónica imprecación propia de
aquellas regiones, blande el machete con enérgica desesperación y comienza a
decapitar al primer hombre, que se resiste con pataleos de súplica agonizante.
Su rostro poco a poco comienza adquirir los rasgos marmóreos que la muerte
le imprime y, al fin, la cuarta vertebra se cimbra por la dureza del metal y la
cabeza se separa del tronco, dejando sobre el pasto un rastro profundo de
sangre. Sujeta la cabeza por los cabellos y, exhibiéndola envarado como si
sostuviese un mellado galardón que recién le entregaran, vuelve a proferir una
imprecación. El segundo hombre corre la misma suerte, aunque, a diferencia
del primero, aquel lanza juramentos apremiantes hacia Dios, desesperado por
lo que le acaba de suceder a su compañero. Al segundo, que al parecer era
quien estaba al mando de los otros dos, lo ponen boca arriba, le pegan una
patada en la pelvis y lo dejan completamente desnudo. El de estatura más baja
arroja el machete al pasto y extrae del bolsillo frontal de su chaqueta un puñal
de mango negro, con cuya hoja le abre el pecho al que está en el suelo y, tras
un tiempo indeterminado en el que se vuelven a alternan aquellas imágenes
surrealistas, comienza a escarbar en sus entrañas hasta extraer de ellas un
corazón palpitante, que —piensas— tiene un tamaño desacostumbradamente
anormal respecto al tamaño del cuerpo del sufriente. Los cuerpos inanimados
quedan tendidos en el pasto, al tiempo que los dos verdugos, con las manos
curtidas por la sangre aún tibia, se quedan mirándose entre ellos, acaso
confundidos por la acción que acaban de realizar.
Sientes aquel sueño con una nitidez tan viva y con una fuerza tan hilarante, que, inhabituado como estás a
creer en cualquier manifestación seudocientífica, no te queda de otra que dotarlo de un carácter
meramente utilitario. En efecto, de él te sirves para escribir lo que aquí terminas, que no es otra cosa que
la ignara descripción de lo que en tu mente se forja.
 
Capitulo II
El desprevenido viandante, concentrado en la lectura aparatosa del periódico, trastabilla con dificultad
sobre la ahuecada acera y, lanzando una reprimenda un tanto inaudible, se deja caer al suelo, del que se
levanta al instante, limpiándose, con el rostro convulso por la pena, su pantalón, así como sus zapatos de
gamuza. Recoge el periódico, lo anuda prestamente y lo guarda en uno de los bolsillos traseros del
pantalón. En su rostro, contristado acaso por el dolor de la caída, se dibuja una expresión de clara
desesperación, que intenta disimular con una sonrisilla amarga con la que, explayada de oreja a oreja,
reanuda la marcha. Al poco tiempo, se pierde entre la barahúnda de transeúntes que, cumpliendo
determinados menesteres, salpican la calle con risas, arengas, vítores, clamores, sermones, groserías y
alabanzas a las que no les puedes dar una connotación precisa.
Con todo, tu mente obstinada se empeña en seguir el hilo de todos aquellos estallidos auditivos, sin saber
que, sea cual sea la razón, terminarás olvidándolos, y solo tiempo después, cuando intentes recordarlos,
pensarás que todo cuanto los transeúntes dijeron forma parte de un aciago pandemónium verbal cuyo
objetivo principal es lacerarte, diezmar tus fuerzas, apagar tu tranquilidad. Lo mismo sucede con los
rostros que ante ti discurren. Todos estallan contra tus ojos con furia violenta y al recordarlos no dudas en
pensar que todos gozan de unas características faciales comunes tras las que se esconde un rostro unánime
y total, benefactor y bienaventurado, al que intentas dotar de los atributos endémicos de la región en que
naciste.
Pagas la gaseosa —cuyo sabor en extremo edulcorado intentas apaciguar con varios sorbos de agua— y
sales. Caminas. Te detienes. Reanudas la marcha, indeciso, sin saber muy bien hacia qué lugar dirigirte, y
prendes un cigarrillo. El último que te queda. Tendrás que pedirle a tu padre algo de dinero para comprar
otra cajetilla, aunque sabes lo mucho que le preocupa que su único hijo (que, además, sigue siendo menor
de edad) fume. Salvo por dos o tres ocasiones acaecidas bajo la efervescencia del alcohol, nunca has visto
a tu padre fumar, si bien asevera, casi hasta la saciedad más cargante, que en su adolescencia fumó y ya
entrando a los veinte lo dejó sin mayores contratiempos. Por eso, no ve problema en que fumes, confiado
en que lo dejarás no bien entres a aquella edad.
No solo tienes cigarrillos, sino que, para colmo, tampoco te queda ni una gota de agua. Observas la
botella y, en efecto, está vacía. Caminas por la Avenida José Marroquín, entre transeúntes alógenos que,
diversificados en pequeños grupos de los que emergen innúmeros comentarios incomprensibles, pasan
ante ti como una marejada de lepidópteros incesantes, fastidiosos. Subes hasta el semáforo de la
intersección de la calle Quinta y, una vez allí, te vuelves a detener, indeciso. Posas los ojos al occidente y
observas, entre las carrocerías aceradas de las busetas (que pasan como una tromba de pífanos roncos,
haciendo retemblar las losas del asfalto), la imponencia de los cerros, recortados por un manto entre
azuloso y sepia, y que parecen ascender al cielo a trechos inseguros. Al oriente observas la sinuosa
ascensión de la calle Quinta, a cuyos costados se levantan varias casas de estilo colonial, con pilastras
argentadas rematadas por volutas dóricas y provistas de antejardines de begonias y buganvilias
desflecadas, junto a las cuales se yerguen matorrales tupidos de cuyas ramas vibrátiles se desprenden los
copetones, alzando vuelo hacia aéreas regiones. Hacia el norte la situación no sufre alteraciones. La gente
continúa agrupándose en corrillos tumultuosos que caminan tardos entre risas y palabras de fuerza
atronadora. Piensas, en un rapto de efímera lucidez, que jamás podrás saber de nada de aquellas personas,
y todo cuanto a ellas atañe. Sus mentes son como inextricables lagos de profundidad pasmosa de los que
nadie jamás podrá conocer algo. Cada uno de los lagos es una mente distinta, solitaria e inaccesible para
las demás. Al igual que las de las de quienes te rodean, en la tuya coexisten penas perennes surgidas
desde el momento en que te diste cuenta de que la dicha es una fantasmagoría. Hacia el sur la Avenida
José Marroquín se ensancha en un enredijo de caminos arborescentes sobre los que es placentero caminar,
aun con la latente lobreguez de saber que es, de acuerdo con las estadísticas del Ministerio de Seguridad
Distrital, uno de los lugares más peligrosos de la ciudad. El lugar es conocido  como la arboleda Las
Palmas, y concentra la mayor afluencia de comercio de la Avenida José Marroquín. Además de ser
conocida como una zona en la que pululan las tiendas de ropa y calzado de segunda mano, en ella
también se puede encontrar atrayentes librerías de viejo a las que has ido en repetidas ocasiones —
recuerdas que en una de ellas adquiriste, por un precio módico en extremo, una selección de novelas
breves de Ramiro Fuentes Elizalde, reunidas bajo un título bastante augurador: Fragmentos de una
muerte en ciernes—  y, asimismo, cafeterías de amplios portalones tras los que se erige un tumultuoso y
abigarrado maremágnum de personas que se reúnen a conversar animosamente, desde obreros
contumaces con las manos astilladas por la crudeza de sus labores hasta solitarios bohemios heteróclitos
que, entre la algazara de los televisores, beben café como si fuera la última infusión que les fuera dado
ingerir. Pero, en estos momentos, no te apetece ir hasta allá, pues ya comienzas a sentir la pesadez propia
del cansancio —además, la carencia de cigarrillos y agua te impide disfrutar de la caminata vesperal,
hasta el punto de tornarla en un insufrible padecimiento—, y solo quieres caminar hacia el norte, a fin de
llegar a la estación de buses San Aníbal a abordar el que te llevará a casa.
Llegas a la Plaza de La Concordia, bajo el tremolar del frío vespertino sacudir tus ropas, así como tu
cabello, que intentas apelmazar con tus manos. Tus labios están secos y salvo por algunos pregoneros
desaforados que gritan anhelosos las noticias del día, te das cuenta de que en aquella plaza, a diferencia
del barullo vigorosamente incesante de la Avenida José Marroquín, reina un convulso e inquietante
silencio, que se expande de forma arbitraria en los rostros de quienes, sentados en las bancas de madera
dispuestas en torno a una fuente que exhibe la escultura de un osezno, solo esperan a que el sol inicie su
lento declive. Es como si todas esas personas estuviesen presenciando, en silencio, el lento
desmoronamiento de tus pasos sobre el asfalto, la impasibilidad progresiva de tu rostro y el irónico
desbarajuste de tus propias indecisiones, lo que te induce a pensar que vivirás rodeado, para siempre, de
atalayas inoportunos que no harán más que sojuzgar impunemente tu vida. Avanzas por un sendero
flaqueado por postas raquíticos en cuyas alturas se sostienen bombillas ennegrecidas y, volteando a la
derecha, llegas a un agrupación de quioscos pequeños, montados sobre rusticas superficies y sostenidos
en sus esquinas por cuerdas de nylon tensadas contra unos postes. Del interior de los quioscos te llega una
música de ritmo indiferenciado, asordada debido a lo abrupto de sus compases y plagada de voces
inflexibles que, alternándose sin orden aparente, hablan de un amor quimérico a causa de iniquidades de
orden afectivo. En el último quiosco, tras el cual se arracima un grupo de simpatizantes alcoholizados de
uno de los equipos de fútbol más importantes de la ciudad, observas varias cajas de cartón llenas de
libros, dispuestas sobre telas bordadas al estilo persa. Impulsado más por la insana curiosidad de enterarte
qué más cosas, aparte de libros, venden en el quiosco, que por saber realmente qué libros se agrupan en
tales cajas (de todas maneras, el único dinero que tienes lo utilizarás para pagar el pasaje de autobús), te
diriges hasta allá. Ves, en una rápida ojeada entremezclada con breves atisbos a los hinchas que cantan
arengas superfluas hacia a las hinchadas de los equipos rivales, Aeropuerto, de Arthur Hailey, novelón de
estilo reprochable —si bien las voces que a lo largo de sus páginas intervienen le dan a la obra un tinte
caleidoscópico que es imposible no ensalzar—, dos manuales de carácter esotérico, una biblia de
encuadernación bruñida en cuya tapa delantera se aprecia un grabado en latín, dietarios de pequeñas
proporciones y, más allá, lo que, ansioso, esperabas encontrar: libros de cuentos. Sí, muchos libros de
cuentos, cuyos lomos seductores aparecen ante ti como si una omnipotencia regidora comprendiese la
predilección que le tienes a aquellos libros. La felicidad te vuelve a invadir.
Con todo, no puedes dejar de pensar que, si acaso tuvieras algo más de dinero, podrías llevar si quiera uno
de los libros. No solo están disponibles por un precio eximio, sino que, a simple vista, parecen estar en
buen estado, lo que te genera un sentimiento de incomoda ansiedad, toda vez que solo podrás comprar
alguno de esos ejemplares cuando tu padre te vuelva a dar algo de dinero, que no será sino hasta mañana,
antes de irse a trabajar. Comprarás, además de libros, cigarrillos y agua, vitales para sobrellevar tus
itinerantes correrías urbanas. Esperanzado en tal seguridad, te alejas de allí y, tras caminar con paso
cansino hacia la estación de autobuses, te subes en uno en el que, apiñadas como si fueran ganado vacuno
con rumbo al matadero, se agolpa una cantidad desdora de personas, apretujadas las unas muy cerca de
las otras. Como puedes (y luego de incordiarle involuntariamente un pisotón a una mujer de complexión
anchurosa, que te clava sus ojos llameantes), te ubicas en la escalera de la puerta de salida, desde donde
atisbas mohíno la sucesión desordenada de calles. Sientes la mirada intrusiva de alguien a tus espaldas.
Volteas. Una joven de pómulos macizos y pechos tremulantes cubiertos por una blusa de brocados turquí
desvía los ojos apenas advierte que la estás mirando. Guarda cierta similitud facial con Lorena, aunque no
dudas en pensar que ahora todas las mujeres se parecen a ella, pero no por un capricho genético a todas
luces improbable, sino porque, aunque te cueste admitirlo, sigues tan arrobado con su boyante presencia
que ahora piensas que todas las mujeres son ella. Con franco disimulo, notas que la muchacha cubre la
redondez de sus pechos con una chaqueta de pana beige. Turbado, desvías ojos hacia la ventana, en la que
discurre el panorama caótico de las calles. 

(primer Intermezzo confesional)
Duermes junto a tu papá en un cuarto de proporciones discretas, en cuyas paredes enmohecidas cuelgan
cuadros de llanuras inabarcables doradas por un sol pintado a pincelazos breves, irregulares. En el mueble
bellamente barnizado que ocupa casi el ancho total de la pared están, aparte del televisor y el ordenador
(sostenido por una saliente de madera que tu padre construyó a los pocos días de que arribaras a la casa,
luego de haber vivido con tu madre por más de dieciséis años) el equipo de sonido, tus precarias ropas y
las de él, y una colección de discos de acetato de tu padre, una parte de tus libros, sobre todo a los que les
tienes un cariño más personal, perdurable. La otra parte, mucho más extensa que aquella otra, está
apiñada humildemente en varios muebles del segundo piso, junto a facturas viejas y recibos de servicios
públicos. Con frecuencia regular, desempolvas prolijamente esos libros y, de paso, aprovechas para
hojearlos, extrayendo de ellos fragmentos que pronto terminas olvidando, aunque piensas que gran parte
de lo que escribes está saturado por tales fragmentos, así como por frases apócrifas y descripciones
sueltas de numerosos autores.
En el primer piso vive tu tío, hombre de costumbres loables y de sencillez extraordinaria, con quien
charlas de cuando en cuando sobre fútbol. Es casi diez años menor que tu papá, y la relación entre ellos
dos es, si bien en el pasado estuvo impregnada de turbiedad por algunos percances económicos
relacionados con un negocio que entre los dos llevaron a acabo, compasiva. De hecho, algunas noches,
luego de la amena cena que tu abuela te da, te sientas en la sala —alrededor de cuyos sofás se levantaba
una mesa barnizada con albayalde sobre la que se puede apreciar una pequeña estatua ecuestre del
General Santander y un samovar oxidado que alguna vez fue de tus bisabuelos — a evocar, con algo de
pesadumbre, los años pretéritos de ese pasado del que tanto ellos como tu padre habían salido para
emerger a un presente de sempiterna incertidumbre. Mientras tu abuela relata prolijamente anécdotas
antiquísimas, tu tío, tu abuelo y tú, concentrados, solo asienten cuando así lo creen oportuno. Sus palabras
están cargadas de una tonalidad acre que contrasta, de una manera muy evidente, con la brillantez cerosa
de sus ojos. El recodar dota a su rostro de jovialidad, como si aún en él perviviesen las doncelleces de la
mocedad. En el segundo piso vives tus abuelos, en una habitación de paredes de color sepia encarnado
que guardan en su superficie manchones negros. Un televisor, un reproductor de películas DVD, una
casetera medio destartalada, varios retratos de personas a las que apenas reconoces (uno de ellos
corresponde, como comprobaste hará menos de una semana, al rostro de una prima lejana tuya que, presa
de una narcolepsia crónica, se arrojó, en acto desesperado del que tus abuelos prefieren hablar, de una de
las ventanas de su apartamento), presiden las pocas cosas que allí hay. Ello se debe, principalmente, a la
poca importancia que ellos le dan a las cosas materiales, sin cuyo cargante influjo viven cómodamente.
Por lo demás, la relación que llevas con tus abuelos se sostiene fuertemente en el cariño que se tienen, en
el respeto que, mutuamente, se dispensan y, sobre todo, en el apoyo incondicional que siempre te han
dado. Ambos viven de lo que reciben de los alquileres de tres locales comerciales ubicados en el barrio El
Retiro, y de cuya administración se encarga tu tío. Y en cuanto a tu padre, las ganancias que le deja la
ornamentación le alcanzan para sobrellevar, aparte de tus gastos, también los de él y, por supuesto, los
inherentes a la casa.
Como se ve, vives una vida destraba de cualquier dilema económico y carente, de algún modo, de los
típicos problemas que tanto aquejan a las familias de hoy, aun cuando, de rato en rato, broten problemas
fútiles que, no obstante, se solucionan pronto. Pese a ello, aún pervive en tu mente los bellos instantes que
pasaste con tu madre, a quien extrañas sobremanera. Unas ganas inmensas de llorar te sobrevienen y, sin
que lo notes, lloras, recordando la dulzura con que te miraba cuando le decías lo mucho que la querías
—“yo también te quiero, hijo, no sabes cuánto”— o cuando se despedía de ti por la mañana dándote un
beso en la mejilla, cuyo sonoro estadillo permanecía en tus oídos durante varios minutos. Cómo quisieras
estar con ella, a su lado, sintiendo el brillo caliginoso de sus ojos, de su sonrisa compasiva, de su cariño
absoluto, incondicional. Tienes miedo de que un día, de golpe, todos esos recuerdos se borren y no
puedas recordar nada de tu madre, cuyo rostro quedará como en un vacío oscuro e ignoto del que no lo
podrás sacar. Pero no tanto le tienes miedo a eso como a que la dejes de querer. La sola posibilidad te
lacera los nervios y, sin embargo, constituye un entero desvarío. El cariño que sientes por ella es perenne
y está aprueba de cualquier embate del tiempo. En ese cariño, sin embargo, también se apuntala un
sentimiento de profunda desazón por su repentina muerte, y por todo lo que esta ha causado no solo en ti,
sino también en tu padre. ¿Por qué tu madre, que afirmaba empecinadamente que la vida era el mayor
regalo de Dios, decidió cortar abruptamente con la suya, quitándose de en medio como quien renuncia a
una partida de ajedrez, sin haber conseguido amilanar al contendiente? ¿Por qué sientes que algo dentro
de ti te está calcinando al no anhelar más que estar con tu madre, viéndola reír o, cuando menos, viéndola
llorar, en uno de aquellos momentos en los que la aflicción hacía mella en ella? Quizá allá en la muerte,
en ese lugar en el que tú también a veces anhelas estar, ella esté esperando por ti, aguardando por tu
presencia. Pero no. No. Tal quimera es tanto menos imposible cuanto lo risible que resultaría si en verdad
fuese cierta. Ya no puedes volver a estar con tu madre, aunque tal certeza se atenúa de cierta manera cada
vez que sientes que con cada uno de los instantes que cultivaste a su lado puedes sentirla cerca, junto a ti,
en ti, recordándola siempre, eternamente. 
Todavía conservas sus ropas, que están colgadas en un perchero, cubiertas por una sábana blanca. A
veces, dejando al margen las necias aserciones de tu padre relativas al malsano influjo que las prendas de
los difuntos podrían tener en quienes las conservan, quitas la funda y agarras cualquier de ellas (un chal
de color ambarino que continúa conservando el tan característico y fragante olor de tu madre o, digamos,
una de sus chaquetas de gamuza en cuyos bolsillos todavía se guardan unas facturas de compra de la
última vez que saliste con tu madre a dar un paseo por los alrededores de la Plaza de la Concordia) y la
observas con detenimiento, cavilando en cómo se le vería de bonita si ella estuviera allí, contigo. Por lo
demás, guardas el camafeo de la Virgen María en uno de los cajones de tu mesita de noche, y de cuando
en cuando lo observas, con detenimiento, instigado por la certidumbre de que ese deslustrado camafeo
podría ser un símbolo del progresivo decaimiento que sufrió tu madre a lo largo de los años, y que
avejentó casi por completo su vitalidad, hasta el día en que, para tu dolor, decidió acabar con su vida. 

Capitulo III
Te levantaste tarde, sin mucho ánimo, con los rescoldos fuliginosos de un sueño —o pesadilla— que te
pareció el resultado obvio de lo que habías leído ayer por la noche, en el periódico. El cuerpo
desmembrado de una mujer, a la que, como se comprobó en los exámenes que le hicieron en Instituto de
Medicina Forense, accedieron carnalmente, fue encontrado la noche del sábado pasado en los costados
de la vía que de Fátima conduce a Los Arrayanales, envuelto en bolsas plásticas trasparentes. Si bien los
investigadores manejan diversas hipótesis acerca del móvil de tan macabro hecho, el principal, según lo
que pudieron colegir, estaría relacionado con el microtrafico, ya que, de acuerdo con el coronel Felipe
Tabares Achuri, “ese es el consabido accionar violento de los grupos armados que entre ellos combaten
por el control de aquellas zonas”. A este respecto, conviene mencionar que ayer se llevó a cabo un
operativo entre la Policía y el Ejército que término con la aprehensión de Emir Fernández Ariosa, uno
de los cabecillas del grupo delincuencial conocido como ‘Los Patricios’, a cuyo máximo líder, Patricio
Herrán Sinisterra, las autoridades esperan capturar en los próximos días. Te preguntas si a aquella
mujer la desmembraron estando aún viva y, si es así, debió haber sufrido de una manera inimaginable. Si
tan solo sentiste dolor cuando te laceraste la palma de tu mano manejando unas tijeras que utilizaste para
cortar las páginas desflecadas de un añoso libro, ¿cómo será entonces el que se produce si te
desmembraran vivo, con lentitud, aumentando a límites desbordantes tu sufrimiento? Recuerdas que no
hace mucho tiempo, quizá en ese mismo periódico — ¿o fue en la televisión, en un libro de crónicas
periodísticas o, simplemente, es uno de esos recuerdos inventados que se forjan a fuerza de ilusiones
truncadas, anhelos reprimidos o esperanzas que nunca se concretan? —, te enteraste de que tres mujeres,
presuntas barbies de un peligroso cártel mexicano, fueron desolladas vivas por, presuntamente,
integrantes de un cártel rival. Te preguntas por la razón de tanta sevicia, de tanto desdén por la dignidad
humana, de tanto aborrecimiento por el prójimo, como si solo violentándolo se pudiese afirmar al máximo
lo más ruin que en el fondo del ser humano anida. Lo que soñaste la noche anterior está estrechamente
relacionado con esos mortuorios hechos. Sin ninguna duda.
Tu padre ya se ha marchado y su cama luce pulcramente tendida, con las cobijas libertadas de cualquier
abultamiento. Su perfume, compuesto por acerbas fragancias que te irritan la nariz, aún navega en el aire
de la habitación, lo que te obliga a abrir las ventanas, dejando que el tibio aire matutino entre a raudales,
impregnando tu nariz de un frescor reconfortante que te hace sonreír. “hoy es un nuevo día, sí, y en él no
habrá nada que me haga pensar que dejaré de ser un miserable”, te dices, mirándote en el espejo y viendo
a través de él el brillo oscuro de tus ojos; un brillo que, por otra parte, tiene mucho de abisal. Tu padre,
con su habitual gentileza, te deja, sobre su mesa de noche, unos cuantos billetes. Los dejas ahí, pues hoy
estás dispuesto a no salir de la casa. Te quedarás tirado en tu cama, leyendo un libro o, por qué no,
durmiendo. Por la tarde, después de almorzar, comenzarás a escribir bajo las regulares melodías de una
sinfonía o los alegatos rítmicos de una cantata, cuyos compases reiterativos se acoplarán a las
disquisiciones existenciales que consignarás en las páginas.
Prendes el televisor y, tendido en la cama, con las piernas flexionadas en posición fetal, pasas los canales
con ostensible abulia, escuchando distraído las voces que brotan de la pantalla. Cierras los ojos y te
entregas a la bienhechora sensación de estar navegando en un mar de leva, de olas templadas, a cuyas
profundidades te sumerges cada vez con más ahínco. Abres los ojos y apagas el televisor y sin dejar de
mirar la lustrosa negrura de la pantalla, piensas en la etérea razón que te conminó a escribir. ¿Cuál es? No
lo sabes y, probablemente, nunca lo sepas, lo que, de otra parte, te tiene sin cuidado, porque lo que en
verdad te interesa es entender por qué sigues escribiendo, por qué sigues trenzando descripciones y
peroratas narrativas que nadie, salvo tú —sin embargo, desde hace algunos meses tienes la impresión de
que al acto de escribir se le fue vaciando cualquier tipo de delectación intelectual, quedando reducido a un
imperiosa y acezante necesidad que no tiene más objetivo que hacerte caer en la cuenta lo mucho que te
falta por aprender en materia literaria— disfrutará en leer. Sí, escribir es una necesidad tan ardorosa como
la de la carne y tan flagelante como la de fumar o esnifar cocaína. Has comprendido, casi
prematuramente, algo que a muchos escritores les cuesta aceptar, pero que constituye un hecho
insoslayable: escribir es un acto, además de abyecto, cargado de mucha exasperación, a la que hay que
anteponer una paciencia que jamás podrás poseer, y que va carcomiendo cualquier atisbo de vitalidad,
dejando convertidos a sus adeptos en simples monigotes enfermizos con ínfulas
de intellectuels consumados. Sin embargo, paralelo a esas deprimentes convicciones, también
comprendes que el escribir tiene, por lo menos, un resultado positivo, indudablemente positivo, que no es
otro que el de eternizar todos aquellos instantes que al principio se vislumbraban como superfluos y
anodinos, convirtiéndolos en esculturales y dilectos blasones, afirmantes de los más bellos sentimientos
humanos, y que quedarán incrustados en la memoria de la humanidad para que, mucho tiempo después,
alguien lea en ellos algo que, justamente, estaba escrito para él, solo para él, logrando así un intimación
muy personal con el autor, aun cuando a ambos los separen años, siglos, incluso milenios. Esto es lo que
tú piensas que es inherente a cualquier manifestación artística, pero que en la literatura se manifiesta de
modo más expedito, límpido: que quien lea sienta que los sentimientos que impulsaron al autor a escribir
son los mismos que a él lo impulsan a leer.
Te preguntas cómo hizo Bolaño para escribir dos novelas ingentes —Los detectives salvajes y 2666— sin
pegarse un tiro en la cien o cuántas veces Victor Hugo lloró de impotencia cuando tuvo la falsa certeza de
que jamás podría terminar Los miserables o, peor aún, cómo hizo García Márquez para que Cien años de
soledad, El Otoño del patriarca y El amor en los tiempos del cólera no se le salieran de las manos, y cada
uno de los personajes quedara firmemente cimentado en sus propias acciones, y que estas se pudieran
reconocer diáfanamente de las de los demás. ¿Se podría hablar de talento? ¿O, más exactamente, de
disciplina? Quizá sea un poco de las dos, quizá solo la segunda intervino en aquellos magnas creaciones.
Mas de lo que sí estás seguro es que no solo no tienes talento, sino que, para terminar de agravar las
cosas, tampoco tienes disciplina, aunque a veces pienses que sí la tienes. Y si es así, entonces la disciplina
fue acaso la que te abrió las puertas a esa vagarosa necesidad, a esa abyecta necesidad.
Te arropas y cierras los ojos, dispuesto a conciliar el sueño. El seco rastrillar del motor de una moto te
obliga a abrir los ojos, temeroso, expectante, como si en cualquier instante sujetos ignaros te fueran a
acometer a puñaladas. Tu abuela te llama a desayunar. Su voz se escucha enronquecida, debilitada por la
constipación. Bajas. En el comedor está tu tío —que luce un vestido de lana con motivos rómbicos y un
bluyín incólume que contrasta con el brillo translúcido de sus mocasines negros—, tu abuelo y tu abuela,
que te mira con afabilidad apenas los saludas. Desayunas. Tu abuelo hace un comentario bufonesco
relativo al “régimen” de pan y café al que tu abuela lo tenía sometido, y tanto él como tu tío estallan en
una risa unánime, estentórea. Ríes no tanto por simpatía hacia aquel comentario como cortesía hacia tu
abuelo, tan avejentando por diversas dolencias físicas. Terminas de desayunar y vuelves a tu cuarto.
Duermes o crees dormir y al despertar piensas que has dormido una eternidad.
 
 
 Capitulo IV
Durante tu infancia, en esa etapa en que nada sabías del rumor crispante de la muerte o el carcinoma del
fracaso cuyo amargo halito sentirías mucho después, experimentaste hermosos momentos de felicidad que
ahora, apreciándolos en retrospectiva, sientes como lejanos, inviolables, curtidos por la tristeza propia de
la evocación. Al recordarlos, no dudas en comprender cuánta razón tenía Jorge Manrique al escribir, en
las Coplas por la muerte de su padre, “que todo tiempo pasado fue mejor”. Remitirte a ese pasado a fin
de escudriñar cada uno de los recuerdos que lo componen constituye uno de los actos más valerosos y
enriquecedores de cuantos puedes realizar.
Correrías anhelosas con tus amigos luego de golpear con el balón de fútbol un portón cuyos hierros
retumbaban unánimes, escalar montículos de arena para luego lanzársela entre sí componiendo desde
pendencias que finalizaban a la brevedad hasta insultos clamorosos que percutían a lo largo de la cuadra,
intentar atisbar, siempre con tu tono de inocencia que ahora te resulta levemente macabro, las bragas de
tus compañeras de colegio para luego comentar con tus amigos sobre tus curiosas avistamientos, mascar
chicle y luego escupírselo a quien estuviera más cerca de ti, y otros tantos recuerdos que aprecias como
alterados por una bruma anémica que cada vez se hace más intensa, perjudicial, lo que te hace pensar que,
en cualquier instante, se suprimirán definitivamente de tu memoria, borrados por la guadaña del tiempo.
Pero mientras eso acontece conviene, a modo de tosco conjuro, mencionar uno de los recuerdos que más
aprecias y a cuya beatifica aura retornas siempre con un dejo de ineluctable emoción, como si volvieses a
vivirlo realmente.
Cuando tenías trece añosy cursabas segundo de bachillerato, tu maestra —una mujer
rasgos macilentos y de labios anchurosos, pintados invariablemente por un carmín
grueso— organizó un paseo a las Cañas de Dolores, hacienda recreativa de uso público,
en cuyo zoológico se podía apreciar un tigre de Bengala que pasaba sus días ente el
dormitar aciago de su cautiverio y el merendar ruin de carne cruda que un hombre en
mangas de camisa y botas de caucho le arrojaba desde una altura lo suficientemente
segura para no ser devorado por esos intimidantes colmillos. Iban, si la memoria no te
falla, más de treinta estudiantes y tres maestros, que les aconsejaron a los impúberes que
no fueran a alejarse del camino que el guía les iría dictando. Tus dos únicos amigos,
Joaquín y Esteban (o Estebanillo, como tus padres le acostumbraban a decir), no
pudieron ir ese día por no pagar la inscripción al paseo. Recuerdas que no solo te
sorprendió la misteriosa vastedad del paisaje que se abría ante ti, sino también la alegre
disposición que casi todos los niños adoptaron cuando empezaron a caminar por un
magnífico terreno de piedra caliza, flanqueado por saucos proverbiales de entre cuyas
ramas te llegaba un viento aromático y terso que se alternaba con un diáfano aroma a
tierra mojada, resultado indiscutible de las precipitaciones pluviales de la víspera.
Uno de los profesores animó a los muchachos a que, entre todos, cantaran el himno del colegio, cuya
confusa letra —consistente, como un compañero te explicaría tiempo después, en una suerte de homenaje
al fundador del colegio, el padre dominico Víctor Plazas Ureña— te tocó memorizar en menos de dos
semanas. El coro desacompasado de voces de los muchachos sonaba como trastornado por infinidad de
resuellos, jadeos, interrupciones que fueron diezmando la tardía fuerza el himno. Pronto, el silenció
cundió y, con él, el desorden. Los niños empezaron a armar corillos mientras los profesores, secundando
la fila, empezaron entre ellos a charlar sobre temas que, naturalmente, has olvidado. Tú, siempre con una
timidez reservada que te hacía recluir en un nervioso silencio, ibas solo, cansado, sudoroso, junto a Ofelia
Flórez (aunque, claro está, su apellido podría ser otro, pues ha pasado tanto tiempo desde aquellos
gozosos días), compañera de clase con quien intimabas de cuando en cuando, y que tenía un leve
estrabismo del que tus compañeros se mofaban, menos tú, obviamente. Su andar era tardo, pausado,
interrumpido por breves pausas que ella aprovechaba para tomar aire. Sin recordar muy cómo ni por qué,
tus profesores resultaron al comienzo de la fila en tanto ella y tú terminaron secundándola. El guía levantó
la mano hacia la izquierda y voltearon por un recodo arborescente, sembrado por cedros de tronco
robusto, al cabo del cual llegaron a un galpón de tejas de amianto y paredes encaladas suciamente, de
cuyo interior te llegaban los gruñidos de los cerdos. Primero entraron el guía, los profesores y luego los
estudiantes, en grupos cada vez más dispersos. Tras una rápida inspección por las porquerizas, dentro de
los cuales los porcinos comían juiciosamente, saliste de allí, con algunos de tus compañeros —incluyendo
a Ofelia. Y, sin recordar muy bien cómo, terminaste junto a ella, hablando sobre temas que no recuerdas.
Te sorprendió, por una parte, la sincera afabilidad con que ella recibió tu compañía y, por otra, lo
inusitadamente bella que la niña te pareció en ese momento, como si solo con hablarle todo su cuerpo
hubiese sido dotado de una hermosa armonía sin parangón. Reía con timidez y, al hacerlo, te miraba con
las pupilas titilantes, inquietas, como si anhelara que tú acompañaras su risa con la tuya. Te resultó
inaudito que una niña con un carisma tan especial y con una sencillez tan desbordante estuviera a merced
de los comentarios despectivos e hirientes de una camada de gaznápiros a quienes no se les podía pedir
respeto porque jamás conocerían el significado de esa palabra. Los profesores, entretanto, seguían dentro
del galpón, charlando animadamente con el guía, lo que fue aprovechado por los estudiantes, que
empezaron a adentrarse por entre la espesura de los cedros, riendo despreocupados ante la posibilidad de
recorrer a sus anchas la amplitud de la hacienda. Ofelia, con un tono de voz desenfadado, te invitó a
caminar, “por ahí”, a fin de conocer lo que el terreno les podría brindar para el disfrute sensorial. Una
sorpresiva felicidad, mezcla de disfrute momentáneo y beatitud por el aire tan impoluto que allí se
respiraba, colmó todo tu cuerpo, haciéndote sentir el niño más afortunado de la tierra. 
Te fuiste adentrando con Ofelia por un extenso potrero de pastos resecos y matorrales desconchados. Si
bien no estás completamente seguro, podrías afirmar que durante un buen rato no hablaron y se dedicaron
a contemplar la magnitud del paisaje, que se abría ante ambos como una promesa aún por cumplir. Mucho
más adelante, desvaídos por la lejanía y convertidos en áureas siluetas azulosas, podías observar a tres de
tus compañeros, caminando hacia unos establos de paredes derruidas, desastradas por el musgo. De golpe,
Ofelia te agarró la mano para que corrieras. Y así, de la mano, empezaste a correr, esquivando con
presteza las gruesas rocas incrustadas en el suelo, escuchando su risa espontanea, sincera, pulimentada
por la dicha. Corriste con ella no tanto por sentir la efervescencia rutilante del paisaje restallar contra tus
sentidos —y los de ella— como por sentir cómo tu corazón volvía a latir, desesperado, anheloso, luego de
infinidad de momentos de mudo letargo. Libertado de cualquier aspiración terrenal y de cualquier ansia
mundanal que te hiciera volver a sentir miserable, recorrías los ígneos caminos que, hermoseados por el
frescor de unos de los momentos más bellos de tu horrida vida, ascendía en línea recta al cielo, en el que
te refocilaste extensamente, junto a ella, sujetando su tibia mano de la que manaba un calor acuoso que
terminó confundiéndose con el tuyo. Ella, al igual que tú, estaba sumida en una extasiada felicidad que,
no obstante, corría el albur de ser incomunicable y, por eso mismo, pasajera. Luego de aquellos gratos
momentos, sus ojos volverían a adquirir ese brillo pétreo que tantas veces habías visto —rasgo inmanente
de una tristeza arraigada en el fondo de su ser—, al tiempo que tú seguirías allí, en aquellas impalpables
alturas, delectándote con la fugacidad del momento. Cansados, jadeantes, llegaron a una trocha sembrada
de barro provista en los flancos por varias bancas de madera, en una de las cuales se sentaron, sin mirarse,
cada uno concentrado en sus propios pensamientos. Debido tal vez al cansancio, creías escuchar,
sincopado por el aletear del viento, un rumor de pasos en demora que, sin embargo, concluyó a la misma
velocidad con que inició. Y aun así, mirabas inquieto para todas las direcciones, azorado, temeroso de
que, imprevistamente, uno de los profesores te fuera a recriminar por haberte alejado del grupo. Ofelia
comenzó a juguetear con sus dedos, cantando una canción inaudible, de tempo cadencioso, moviendo sus
finos labios como dos pliegues convexos de papel secante. De todo su cuerpo manaba tranquilidad,
sosiego, armonía, muy diferente a lo que entonces acontecía en el tuyo, agitado como estaba por furias
incoercibles, irrefrenables, que se desbordaban como un caudal de agria lava que incineraba todo tu
cuerpo. Acercaste tu mano a su cabello y lo enredaste entre tus dedos y, sintiendo cómo tus piernas se
ovillaban por el nerviosismo, le diste un beso en su mejilla rosácea, caliente por el sudor. Sentiste cómo
todo su cuerpo se cimbró por tan intempestiva acción y su rostro adquirió el brillo propio del acero. Pese
a su evidente nerviosismo, Ofelia no rehuyó a tu contacto, que empezó a extenderse por sus cachetes, su
barbilla, así como su cuello, en el que sentiste la vivacidad latente de su sangre. Limpiaste con el dorso de
tu mano el sudor incrustado en su sien derecha y, volteándole la cara con delicadeza, le diste un beso, al
que ella correspondió con una ansiedad desaforada. Su respiración se aceleró e inició un veloz escamoteo
manual por todo tu cuerpo, que concluiría en tus cachetes, agarrándolos con fuerza, sin dejar de besarte ni
de respirar afanosa. El húmedo calor de su boca confluía en el tuyo, y sentías, entre el paroxismo del
instante, el jugueteo inquieto de su lengua rastrillar contra tus dientes. Alentado por aquellas caricias que
pronto desembocarían en estímulos intermitentes a tu zona genital —un calor lancinante y a la vez
sumamente placentero acreció por todo tu cuerpo, quemándote, ardiéndote—, introdujiste tu mano dentro
de su pantalón y, sin saber muy bien qué hacer, friccionaste tus dedos con la cavernosa humedad de su
sexo, a los que ella respondió con un tardo pero regular gimoteo. A los pocos segundos, cuando ya
empezaba a afianzarse en ti la certeza de que no había nada tan placentero como ese húmedo calor, Ofelia
se puso de pie, se arregló el cabello, y te dijo que siguieran el camino. Pese a su intempestiva resolución,
podías apreciar en su rostro un ineludible resplandor de tranquilidad; se diría, incluso, de felicidad, como
si la intimación física la hubiera revitalizado. Tú también estabas conmovido por una secreta felicidad,
muy distinta, por supuesto, a la que ella en esos momentos pudo haber sentido.
No recuerdas muy bien qué sucedió después de aquellos gratos instantes (lo que, de nuevo, te deja a
merced de una expectación fúnebre por el inmedible paso del tiempo). Recuerdas, eso sí, que cuando
retornaste al galpón —Ofelia se había encerrado en un retraído mutismo del que no la pudiste sacar aun
con tus comentarios verbales sobre infidencias que habías escuchado de tus compañeros—, los
profesores, que continuaban hablando con el guía, riendo despreocupados, ajenos, al parecer, a lo que
minutos antes se había ejecutado entre Ofelia y tú. Aún en tu mano derecha pervivía la fragancia
arrobadora de un cuerpo consagrado al virgíneo reposo. Te preguntas, bajo los recuerdos de recientes y
odoríferas emanaciones femeninas, si a esa fue a la que más placer le consagraste en noches frías de
ejercicios onanistas, durante los cuales, hirviendo tu pelvis por el desfloramiento de tus propios ímpetus,
en tu mente fulguraba el recuerdo de aquellos instantes. En el autobús que los conducía de regreso al
colegio intentaste atisbar en los ojos de Ofelia un rumor de complicidad, un alborear de afinidad con el
que, tácitamente, se pudiera concentrar un próximo encuentro que jamás acaeció. En los días posteriores,
intentaste hablar con Ofelia a fin de expresarle lo beatifico que te sentiste aquel día, pero, aparte de ciertas
salutaciones obligatorias durante un receso o cambio de clase, no pudiste volver a hablar con ella.
Te preguntas, ahora, qué será de la vida de Ofelia, de su rostro cetrino, inmaculado por la palidez, de su
andar pausado, parsimonioso, de su estrabismo, del que tanto se le burlaron, de su calurosa fragancia
íntima con la que tanto te solazaste, de sus cálidos besos en los que se albergaba una fogosidad aún en
ciernes. ¿Estará muerta, gozando de los favores que la tierra prodiga y con los huesos descamados por el
interminable hervor de los coleópteros?  ¿O tal vez esté en otra ciudad, observando, como tú, el cielo
pulimentado de gris de febrero, aguardando el momento de descansar de su luctuosa vida? ¿O, por qué
no, desenvolviéndose feliz y solícita por los favores afectivos de un hombre desconocido, ignorado? 
Crees, con entera certidumbre, que ella, si todavía sigue con vida, aún se acuerda de aquellos miríficos
instantes.

            Capitulo V
El sueño, a fuerza de repetirse, te va convenciendo de que en él habita un dejo de premonición que es
imposible soslayar. No obstante, lo que único que puedes hacer, a fin de expurgar ese sentimiento de
culpa que te consume cada vez que lo recuerdas, es continuar trasvasarlo a las cuartillas. Lo leerás varias
veces, repasando su enjundia premonitoria, su intrínseca desolación. ¿Cuál es ese sueño, que parece
provenir del fondo más hosco de los avernos, y cuyos protagonistas parecen cuarteados por un acezante
demonio que, tras sus espaldas, les dicta cuanto tienen que hacer? ¿Por qué se manifiesta de modo más
vívido en la madrugada, cuando tu cuerpo comienza a libertarse de la rigidez cadavérica que la noche te
impone? ¿Será por eso que a ratos piensas que el frío clima de la madrugada propicia de un modo
irrefrenable aquel sueño, al que le niegas el nombre de pesadilla? ¿En qué consiste ese obstinato, que en ti
se repite con absurda frecuencia, asfixiando tu mente, espoleando tus preocupaciones? Mientras tanto,
huelga comentarlo, no fuera que, de golpe, se te borre de la mente. 
Si bien los escenarios en que se desarrollan las imágenes del sueño han sufrido variaciones, puedes decir
que reconoces uno de los principales: las serranías latinoamericanas, con la frondosidad húmeda y agreste
de sus selvas y sus cielos de colores inamovibles que, entremezclados unos con otros, te ayudan a afianzar
la sensación de que si Dios hiciese un recorrido por su inhábil creación el último lugar al que iría sería a
aquellas regiones.
Las imágenes se mantienen invariables y de tanto pensar en ellas pareciera como si en verdad las hubieses
vivido. Ahora, dejando al margen tus propensiones relativas a las digresiones — no en vano te consideras
un epígono rezumado de Ryan Irving, cuya obra no es más que una extensa y laboriosa digresión sobre la
vida y la muerte, con ciertos lastres políticos que parecen la alhaja perdida de un cualquier agitador
desesperado—, comienzas a describir el sueño o, como no quisieras llamarlo, pesadilla.
Tres hombres, hincados de rodillas y esposados fuertemente con una cadena oxidada que termina
rodeando el tronco de un huaje, esperan con dolorosa paciencia el momento de la ejecución. Sus cuerpos
denotan una insoslayable tranquilidad, como si no fuesen enteramente conscientes del momento final que
pronto acaecerá. Sin embargo, esa convulsa y, por qué no, ilusoria tranquilidad pronto llegará a su fin. No
dudas en pensar que uno de aquellos hombres guarda cierta semejanza facial con el rostro de tu madre,
pero el de él luce más estropeado y carcomido por embates innominables. Los trozos de cielo que se
vislumbran a través de las hojas vencidas de los huajes parecen masas compactas de concreto que
amenazan con derrumbarse.
De un lugar indeterminado (todo en los sueños, por otra parte, es extremo indeterminado y si no fuera
porque es un proceso mental connatural al ser humano y al de otras especies, dirías, aun a riesgo de caer
en hiperbólicas aseveraciones, que en él intervienen procedimientos divinos y arcanos, los mismos que,
justamente, operan en las premoniciones) emergen dos hombres vestidos a la usanza marcial, con los
rostros cubiertos por pasamontañas negros, de cuyas negruras surgen las siluetas redondas de sus ojos
parpadeantes. El de estatura más baja sostiene en su diestra un machete de hoja prominente cuya punta, a
manera de obertura intimidatoria, restalla contra el pasto, muy cerca del lugar en que los tres hombres
esperan con estoicismo la muerte. Los dos hombres hablan entre ellos acerca de algo que a ti se te escapa,
pero que te contentas en suponer que podría ser relativo a quién será el iniciador de la acción próxima a
sobrevenir. Es en este momento cuando al sueño se le añaden recuerdos que viviste hace mucho
matizados por un amargor surrealista. Ves un ocelote sonriendo ante un espejo cuya superficie se empaña
apenas el animal mueve sus patas; un bífido a punto de nacer y con piel cubierta por trozos de pétalos de
begonias que terminan cayendo a un suelo escamoso y vibrátil; ves, también, una pez dorado de anatomía
rugosa que se mueve gracias a las vibraciones trepidantes de un mar con forma de aleta de escualo y, de
repente, el hombre del machete, profiriendo una imprecación propia de aquellas regiones, blande el
machete con enérgica desesperación y comienza a decapitar al primer hombre, que se resiste con pataleos
de súplica agonizante. Su rostro poco a poco comienza adquirir los rasgos marmóreos que la muerte le
imprime y, al fin, la cuarta vertebra se cimbra por la dureza del metal y la cabeza se separa del tronco,
dejando sobre el pasto un rastro profundo de sangre. Sujeta la cabeza por los cabellos y, exhibiéndola
envarado como si sostuviese un mellado galardón que recién le entregaran, vuelve a proferir una
imprecación. El segundo hombre corre la misma suerte, aunque, a diferencia del primero, aquel lanza
juramentos apremiantes hacia Dios, desesperado por lo que le acaba de suceder a su compañero. Al
primero, que al parecer era quien estaba al mando de los otros dos, lo ponen boca arriba, le pegan una
patada en la pelvis y lo dejan completamente desnudo. El de estatura más baja arroja el machete al pasto y
extrae del bolsillo frontal de su chaqueta un puñal de mango negro, con cuya hoja le abre el pecho al que
está en el suelo y, tras un tiempo indeterminado en el que se alternan aquellas imágenes surrealistas,
comienza a escarbar en sus entrañas hasta extraer de ellas un corazón palpitante, que —piensas— tiene un
tamaño desacostumbradamente anormal respecto al tamaño del cuerpo del sufriente. Los cuerpos
inanimados quedan tendidos en el pasto, al tiempo que los dos verdugos, con las manos curtidas por
sangre aún tibia, se quedan mirándose entre ellos, acaso confundidos por la acción que acaban de realizar.
Sientes aquel sueño con una nitidez tan viva y con una fuerza tan hilarante, que, inhabituado como estás a
que creer en cualquier manifestación seudocientífica, no te queda de otra que dotarlo de un carácter
meramente utilitario. En efecto, de él te sirves para escribir lo que aquí terminas, que no es otra cosa que
la ignara descripción de lo que en tu mente se forja.

Capitulo VI (obertura nocturna)


 
Dormiste gran parte de la tarde y cuando te levantaste, entre la oscuridad espesa del cuarto y con un
desmedido dolor de cabeza que trascendía hasta tus parpados, prendiste tu ordenador y, abriendo un
paquete de frituras que compraste con el dinero que tu padre te dejó ayer y hoy, empiezas a escribir sobre
el sueño que acabas de tener, y que, como ya se dicho, guarda caracteres de pesadilla. Puesto que te
mueves con soltura por el ámbito ficcional y en este momento te sientes ajeno a cualquier expresión que
implique discurrir sobre temas informativos o documentales, escribes un cuento breve, soportando por
una burda estructura y por descripciones atípicas, vergonzosas. Abres el reproductor de música y pones
el Requiem de Mozart, cuyos aleteos sonoros, estimulados por la euritmia del soprano, comienzan a
espolear tu imaginación.
El carro renquea con un alarido seco y se detiene. Rubén, que desde hacía algunos minutos había
intentado dormitar para no sentir el influjo malsano de su conciencia que, como un punzante leitmotiv, le
advertía lo gravoso de la situación, siente un golpe seco y frío contra el costado de su muslo derecho e
intenta reprimir un gemido de dolor, que se escapa a intervalos breves a modo de injuria. Uno de los
hombres, el de la voz convertida en un retumbo en falsete y que hace gala de una verborrea infamante, le
ordena que se baje. Al hacerlo, Rubén, injuriado por el nerviosismo, no puede controlar sus esfínteres y
termina vaciando sus intestinos en su pantalón, lo que suscita las agrias burlas de los esbirros. Alguien,
incluso, encuentra divertimento en introducirle en sus nalgas lo que él cree que es un barra de metal. El
eco de sus risas estalla violentamente contra sus oídos. Siente unas inmensas ganas de llorar, de
imprecar contra aquellos hombres que, tras irrumpir violentamente en su humilde vivienda ubicada en el
poblado Berlín Segundo, arremetieron a golpes a su esposa e hijas. Pese a que desde ese momento
Rubén cree estar inmerso en una tragedia de características abyectas, siente que los gritos desesperados
de sus hijas y el violento silencio en el que su esposa se sumergió cuando recibía los trancazos de los
hombres son tan reales y verídicos como el frío cerúleo que golpeó su pecho cuando se bajó del vehículo
o las ominosas risas de los hombres por su vaciamiento intestinal. La realidad se le mostró en todo su
miserable esplendor, como esos paisajes infectos y de colores purulentos que observó cuando viajó al
paramo de Las Cruces, en cuyas terrenos lo único que podía perdurar era la desolación y el desamparo.
Su realidad, ahora, era ese paisaje y nada ni nadie lo podría sustraer de él.
Lo sujetan de los brazos y lo hacen caminar, empujándolo, interrumpiendo su andar con agiles
zancadillas que, aun teniendo obstruida por completo su visión debido a la capucha, él esquiva con
presta agilidad. Los fieros ladridos de un perro, así como el retintín monocorde de una canción norteña,
contribuyen a afianzar en él un clima de acerba incertidumbre que vuelven a disparar sus nervios,
manifestados en un temblor acezante e incontrolado en su labio superior. Aún con sus deposiciones
anidando en sus pantalones y con el perenne temblor en su labio, lo libertan de la capucha y, al empezar
sus ojos a adaptarse a la gélida luz proyectada por un reflector, aprecia, sesgados por la distancia del
reflejo de la luz, a cuatro o cinco hombres en torno a una mesa de burda madera, en donde reposan
varias botellas de cerveza y aguardiente, junto a las cuales, asimismo, puede observar, aun sin estar muy
seguro, tres pistolas. Rostros graves, escrutadores, esculpidos por facciones alabastrinas en los que
reposa una violenta ansiedad, lo miran con pormenorizado interés, moviendo sus labios ferazmente como
los yertos muñecos de la ventriloquia. Dos esbirros, vestidos con chándales holgados que cuelgan de sus
extremidades como vergonzantes muñones, se ubican ante él, intimidantes, empuñando fusiles de largo
alcance, que exhiben como trofeos fatídicos que les hubiese costado sobrehumanos esfuerzos conseguir.
Uno de ellos, de contextura desgarbada y con sus anchurosos brazos cubiertos por tatuajes de forma
tribales, lleva puesto un chaleco negro, provisto de bolsillos laterales, en el que se lee las blancas y
tortuosas siglas, F. P. P. T., pertenecientes al Frente unido Para la Protección de la Tierra, organización
armada que defiende los intereses del campesino y los pequeños comerciantes contra la extorsiones y
secuestros de los cárteles del narcotráfico, sobre todo del Cártel de San Luis y Sierra, de cuyas acciones
belicistas e intimidatorias —en las que se percibe un dejo de brutalidad solo comparable a las que se
llevaron a cabo en los años más pavorosos de la Conquista—, aunadas con cierta propugnación
misógina y racista, Rubén está enterado, perfectamente enterado. En efecto, en las humosas esquinas del
poblado Berlín Segundo no es inhabitual encontrar cadáveres envueltos en colchones ensangrentados
sobre los que reposan lacónicas pero perentorias advertencias contra todo aquel que ose usufructuar los
intereses de los cárteles, o desmembrados en múltiples pedazos, con los que los canes se solazan a modo
de pitanza matutina. Difícilmente podrá olvidar la mañana en que, después de dejar a sus hijas en el
jardín, apareció colgado de los estribos del puente que cruza el río Redentor el cuerpo de un hombre de
constitución gruesa al que le faltaban los brazos y los pies, con sus rosáceas vísceras a medio colgar, y
con el rostro cubierto por un abigarrado enjambre de sangre seca, entre la que apenas sobresalían sus
ojos impregnados por el impasible frío de la muerte. Por la acción invariable del viento, el cuerpo se
mecía con parsimonia, de un lado a otro. De la abertura abdominal de la que salían sus vísceras todavía
brotaban gotas de sangre, lo que sugería una muerte reciente. Cuando recién llegaban los policías y los
de Investigación Forense, una mujer fosca, emitiendo comentarios ociosos sobre el occiso, profirió una
disrupción a medio camino entre la burla más cínica y la hipócrita consternación, al que sucedieron
comentarios de desconcierto y pesar. “este cabrón sí está bien muerto”. A la postre, Rubén se enteraría
de que el occiso era un ebanista que, en un acto de justificada rebeldía, apuñaló a un miembro de Cártel
San Luis y Sierra que fue a su negocio a cobrarle una extorsión que él se negó a pagar. Aquel,
doblegado por la furia, optó por ajusticiar al ebanista de un modo — ¿cómo decirlo?—  bastante impío.
Por otra parte, jamás ha escuchado que el F. P. P. T lleve a cabo ese tipo de prácticas deleznables (si
bien durante un tiempo se propaló el rumor de que sus miembros estaban realizando un purga
sistemática e inclemente contra los antiguos miembros de los cárteles, a quienes ubicaron en virtud de un
intercambio de información con la policía), aun con sus enemigos más acérrimos, y menos todavía
contra quienes asegura defender. Por eso, le cuesta en demasía comprender por qué lo llevaron a ese
lúgubre y lastimero lugar y, además, por qué lo sustrajeron de su hogar de la manera en que lo hicieron,
golpeando a su familia. Darle respuesta a esas preguntas sería incurrir en tercas rememoraciones de un
pasado sombrío de cuyas acusadoras sombras todavía no se ha podido desasir. Se dice, mentalmente,
que todo va a estar bien. ¿A quién, efectivamente, le puede interesar la vida de un simple obrero, que
ahora transita por los caminos de la benevolencia? ¿A quiénes? Con todo, la oscura certidumbre vuelve
a hacer mella en él.
A Rubén se le cimbran los nervios y colige, de un modo instantáneo, que ya nada lo puede libertar del
abismo de la muerte, a cuyas negras honduras caerá en cualquier momento. Las sombras de su pasado
(que podrían ser las mismas que componen su martirizante realidad) no solo le venían a reclamar por
pretéritos destinos, sino también a devorarlo, pedazo por pedazo. Morirá y lo único que anhela es
confiar en que su esposa e hijas no corran la misma suerte. Uno de los hombres de la mesa se levanta y
camina hacia él, fatigado, con el rostro perlado por el sudor. Lleva una gorra ladeada, de la que
sobresalen finas hebras de cabello grasoso. Aun con sus facciones de canino montaraz y sus manos
convertidas en dos puños ferrosos, Rubén percibe en sus inquietas pupilas  —matizadas por los reflejos
de los reflectores de la luz— un brillo de magnanimidad que él no duda en atribuir al efecto del alcohol.
Saluda a Rubén con cordial sequedad y, percibiendo el olor que mana de él, le ordena a dos esbirros que
le traigan una pantaloneta y una prenda interior. Los dos sujetos, espoleados por la orden, salen
corriendo y entran a una casa tamizada por la oscuridad, de la que sobresalen las trasparencias de los
cristales de las ventanas. Él mismo destraba las ligaduras que atan sus manos y le propone, al oído, que
se calme, “que nada malo le va a pasar”. Siente la reciedumbre epidérmica de una palma golpear su
hombro derecho. Los dos hombres retornan, prestos, llevando en sus manos, aparte de las prendas de
vestir, dos rollos de papel higiénico, que le entregan a Rubén.
Al tiempo que se limpia, bajo las miradas inquisitivas de los esbirros, vuelve a escuchar los ladridos del
perro, ahora tornados en una monodia claudicante, como la opereta iniciática de una carnicería pronta
a acaecer. El disco de la luna, soportado sobre cúmulos nubes platinadas, expulsa chorros de luz que
rebotan contra las espesas copas de los árboles, dotando al entorno de un matiz agorero. Rubén se
termina de limpiar, avergonzado, y baja los ojos, soportando el peso de un pasado que, como las fieras
olas que terminan tragándose las enhiestas rocas, continúa lacerando su trasiego vital. El hombre de la
gorra, con los labios estampados en una sonrisa de artificial conmiseración, invita a Rubén, con un
manoteo conminatorio, a que lo siga, “solo para confirmar unas cosas”. El retumbo de la música
norteña es reemplazado por una cantata rimbombante, entre cuyos contrapunteos se perciben algunos
rasgos de las variaciones de las suites galas. Pero tal detalle, por supuesto, Rubén no lo percibe,
acostumbrado a manifestaciones musicales más populares, adocenados. Los hombres continúan
bebiendo en la mesa, ajenos a lo que acontece con Rubén, disputándose a resoplidos la preeminencia
vocal de una conversación en torno a la cual se yerguen descripciones hiperbólicas y apreciaciones
vagas, propias de beodos. Los esbirros caminan a las espaldas de él, secundando sus pasos. Además de
los fusiles de largo alcance, llevan, cada uno, un machete, terciado en el cinto, cuyas empuñaduras
doradas relucen magnamente. El cuerpo de Rubén se cimbra y, de nuevo, su labio superior se sacude
incontrolado.
Lo hacen ingresar a una habitación inmersa en una húmeda penumbra, dentro de cuyas paredes se
respira un viciado aire de curtiembres. Más allá de la oscuridad, se aprecia lo que, al parecer, es un
escritorio sobre el que reposan varios papeles en desorden y, además, una avioneta a escala, construida
con admirable exactitud. Frente al escritorio, se alcanza a observar, perdida en el maridaje de la
oscuridad, la silueta de una silla, en la que Rubén se sienta, luego de que así se lo ordenaran los
esbirros. Mueve las piernas con impaciencia, absorto en las ensenadas umbrosas de sus pensamientos,
en los que navegan suposiciones acerca de su muerte inminente y de lo que, de ahora en adelante,
constituiría su ausencia para sus hijas y su esposa. Tiene la certeza de que lo recordarán como un
hombre no solo próvido y dedicado a su familia, sino también a cuanto atañe a lo que hizo por ella.
Paralelamente, retornan a su mente los recuerdos nefandos de su pasado: costra anémica que lo
acompañará a la huesa. Del temor excesivo y descontrolado pasa a la resignación más sincera, pues
comprende que las maléficas acciones que en su pasado realizó ahora constituyen el escarnio que
siempre ha merecido. Para él no hay redención porque, justamente, jamás logró sentir algún atisbo de
piedad por el prójimo, si bien de rato en rato pensaba lo contrario.
Con qué ardor anheloso desea que su mente, ahora que poco a poco comienza a insuflarse por la
resignación del final, depure los recuerdos dantescos, malignos, de cuando, convencido de que la única
manera de salir de la inopia era uniéndose como gatillero al Cártel de San Juan y Sierra, presenció la
maldad humana en todo su emético esplendor. Hizo dinero, es cierto, pero se fue en dilemas mundanos a
la misma velocidad con que llegó, y ahora lo único que le queda de aquellos indelebles años es, además
de tales recuerdos mortuorios, la desesperación de entender que le hubiese podido dar a su vida un
rumbo diferente si no hubiera encontrado en sus ambiciones un camino libre para toda las perversiones
que a la postre encontraría.
En su mente desfilan, a manera de cortejo luctuoso, la infinidad de decapitaciones y desmembraciones
que llevó a cabo por mano propia, así como otras que presenció. Cabezas que, de un tajo certero, se
separan del cuerpo que alguna vez albergó una vida; desmembramientos que, aún estando vivo el
sufriente, parecían escenas extraídas del imaginario turbulento del enajenado Vlad Tepes;
desollamientos que no se realizan tanto para darle escarmiento al martirizado como para intimidar a
quien se atreviera a desafiar al Cártel de San Luis y Sierra; extracciones vomitivas de corazones que, en
plena concordancia con las guerras floridas, se los arrojaban a los cerdos (a veces, también, se los
daban a los canes, que se solazaban vorazmente) o, peor aún, practicas necrófagas con cadáveres de
niños a quienes en vida se les acusó de ser colaboradores, justamente, del F. P. P. T. Pero entre toda esa
desbordada barbarie, entre todo ese irrefrenable circulo vicioso que parecía engullir la poca entereza de
Rubén, hubo un momento —un solo momento— en que la vida se le tornó tan insoportable y cargada de
tanta inmundicia, que no pudo por menos que pensar en acabar de un tajo con ella, de la misma manera
que él había hecho con las de los demás. Ese momento aconteció cuando violaron, entre veinte gatilleros
deseosos de aplacar sus vehemencias sicalípticas, a una niña mulata a cuyo padre, minutos antes, habían
acribillado infamemente, luego de lacerar su cuerpo con cuchillas de afeitar. Pese a los ruegos
desesperados de la niña —sus gritos percutían como el repiquetear de las teclas de los clavicémbalos
alrededor de un escenario cargado de lobregueces—, al final terminaron viendo cómo ella agonizaba
entre estertores de agonía y postreras frases inteligibles, entre las que se oía el nombre del padre
fenecido. Cuando pudo ver el cuerpo de la infante agostado por la muerte, solo hasta ese momento
Rubén cayó en la cuenta de lo miserable que era, y de lo mucho que anhelaba morir, de golpe, tal como
le había sucedido a la niña, aunque la agonía de esta se extendió por varios minutos. Quería morir, en
efecto y, aun así, no se atrevió a empuñar su dolor contra su propia humanidad, esperando, en su lugar,
el mazazo oportuno de algún esbirro enemigo, que —reflexiona Rubén— llegó cuando menos se lo
esperaba, cuando pensaba que podría rehacer su vida, lejos de aquellos pútridos días de su pasado,
cuyas sombras, prestas a engullirlo, lo observan de reojo, hostigándolo, atisbándolo.
 
El hombre de la gorra, que ahora luce unas gafas con marco de carey tras cuyos cristales aún persiste el
brillo de apacibilidad que Rubén minutos antes observó, se sienta frente a él, mirándolo con detenida
curiosidad, sin dejar de juguetear con sus dedos, en un claro gesto de impaciencia. Le pregunta, aparte
del nombre, la edad, a qué se dedica y cuántos hijos tiene. Rubén responde prestamente, con claridad,
sin pasar por alto una silaba, como si de ello dependiese su vagarosa salvación. El hombre anota algo
en un cuaderno arrugado del que sobresalen algunas hojas sucias y, súbitamente, le pregunta si sabe por
qué está allí, con ellos, en esa casa inmersa en las tinieblas de la noche. Los dos esbirros entran a la
habitación y, caminando con extremo sigilo, se ubican detrás de Rubén. “Sí, sí, sé por qué estoy acá,
señor”. “¿pensaste, cabrón, que jamás te encontraríamos?”, le pregunta el hombre, súbitamente
enfebrecido, mostrando sus irritadas escleróticas.
 — Con todo respeto, señor, nunca me he preocupado por eso, aunque sabía que este día iba a llegar—
Rubén toma aire y limpia el sudor de sus manos con la pantaloneta, mustio, con los ojos caídos—. He
escuchado que por ahí dicen que al pasado también se le llama presente.
— ¿A qué brigada móvil pertenecías? — pregunta el hombre, desatendiendo el inopinado filosofar de
Rubén.
— A la séptima, acuartelada en la Sierra de Las Doradas, al oeste del Juan Evangelista…
— Sí, yo sé dónde queda —interrumpió el hombre, estirándose sobre la silla, cruzando los brazos en la
nuca, atento a las palabras de Rubén —. Más bien cuéntame quiénes eran tus comandantes porque tengo
entendido que tuviste varios.
—En realidad, señor, solo tuve tres. Antonio “El Toni” Morales, Luciano Rodríguez, “El Profe de San
Hilario”, y William Martin, alias “Navaja”. Bajo las órdenes de este último trabaje alrededor de quince
años. Aunque no estoy seguro. Creo que en realidad fueron trece. Sí, fueron trece, ya que los últimos dos
años los pasé en Ciudad Obregón, realizando labores de reclutamiento con “Niña Yuli”, unas de las
principales ideólogas del Cártel.
 —Muy linda esa “Niña Yuli” —apunta el hombre, mordiéndose con procacidad los labios—. Qué
posaderas que tiene. Qué posaderas.
Rubén guarda silencio, avasallado por la tromba de pensamientos que lo acometen, y a los que intenta
atajar adoptando una benefactora actitud que, durante unos segundos, parece libertarlo de todo azaroso
presentimiento. Al poco rato, no obstante, vuelve a sumergirse en las quemantes aguas del nerviosismo.
Su labio superior vuelve a sacudirse.
— ¿Cuáles eran tus funciones dentro del Cártel? — inquiere el hombre.  
—Pues fueron muchas, señor— Rubén esboza un gesto de ridícula jactancia, enarcando las cejas, como
si todas sus aprensiones se hubiesen depurado de golpe—. Las principales consistían en velar por la
seguridad de los comandantes, la estricta vigilancia de los laboratorios en donde se procesaba la droga,
y en caso de que hubiese algún traspié a la hora de la producción, castigar severamente al cocinero
responsable. También, naturalmente, repeler cualquier situación hostil que pudiese poner en peligro la
integridad de los comandantes, y castigar violentamente a los miembros de los cárteles rivales,
capturados en combate.
El hombre se incorpora de la silla con un agilísimo salto, y les ordena a los dos esbirros algo que Rubén
no puede comprender, pero que, debido a la recia actitud que adoptan ambos sujetos, podría tratarse de
algo perentorio, inaplazable. El hombre vuelve a la silla y se queda mirando a Rubén, fijamente. Agarra
un bolígrafo y subraya unas líneas, en las que, con seguridad, se leen los datos completos de Rubén.
Justo en ese momento, siente un impacto frío y contundente en su occipital, que lo hace caer al suelo,
como un obsoleto fardo. Escucha, entre el piélago de su dolor (y que está a punto de tornarse en una
inconsciencia de la que no retornaría), una risa zafia que queda incrustada en su mente con la fiereza de
un hierro ardiente.
Narrar lo que le acaeció a Rubén constituiría una autentica necedad, no solo porque me obligaría a
entrar en detalles escabrosos a los que ni siquiera pienso aludir; también porque creo oportuno no
seguir tiñendo su muerte de degeneración, ya que, pese a todo, considero imposible que, parafraseando
una máxima popular, “existan muertos malos”.
Baste decir que luego de haberlo torturado de manera inmisericorde, y de haber convertido su cuerpo en
una heredad en que cabrían todas las perversiones imaginables, arrojaron sus despojos a la carretera
que conduce a la entrada del poblado Berlín Segundo, en donde varios peritos, habituados al
atestiguamiento de ese tipo de escenas, los recogieron en menos de media hora, quedando estampado en
el suelo un friso de sangre seca que, con el pasar de los días, se fue borrando por la acción presurosa de
los carros, renqueantes, de cuyas carrocerías emergían alaridos violentos, como los gritos de un muerto
que se niega a desaparecer.
 
 
Tu papá llegó hace menos de media hora, cansado, con las manos ennegrecidas por el trato con el metal, y
ahora charla con tu abuelo sobre la situación política del país. Ambos confluyen en opiniones comunes,
pero luego se levanta el tenor de la discusión cuando tu tío, de sentires políticos reaccionarios, arguye,
exaltado, que el país está cayendo en franco declive debido a la política progresista del presidente. Tu
padre dice algo que no alcanzas a comprender y tu abuelo hace lo propio, defendiendo la inaudible
argumentación de tu padre. Apagas el ordenador y, recostándote en la cama, comienzas a leer. Te sientes
tan ajeno a la política y a cuanto a ella concierne que, tal vez por eso, crees que la literatura se debe
libertar de su insano influjo, que la ha convertido en un baladí y panfletario instrumento merced al cual
escritores animosos explayan con desafuero sus recalcitrantes opiniones. Guardas predilección por la
literatura desnuda, límpida, virgínea, sin artificios políticos ni morales, rutilante por su propio brillo, en la
que se puedan percibir dilemas tanto existenciales como metaficcionales. No en vano guardas tanta
predilección por Bolaño, sobre todo por su obra maximum, Los detectives salvajes, dentro de cuyos
esplendorosos párrafos se percibe un ansia de totalidad y amplitud difícil de igualar, si bien dudas en
paragonarla con la obra colosal de David Foster Wallace. Apagas la luz y aunque no tienes sueño, pronto
lo concilias. Abajo continúan tu padre, tu tío y tu abuelo, charlando con brío, cada uno defendiendo sus
opiniones políticas. Tu abuela ya estará, como tú, durmiendo —desde por la tarde, cuando te pidió el
favor que le ayudaras a bajar unas cajas a tu abuelo de un mueble derruido ubicado en el tercer piso, no la
ves— o, tal vez, deba estar viendo una de esas telenovelas mexicanas que tanto le gustan. 
Capitulo VII
 Los rayos del sol caen oblicuos sobre la Avenida José Marroquín, iluminando sus contornos con límpida
nitidez. En ella, a diferencia de la vez pasada, bulle una cantidad discreta de personas, dispersas en
distintos lugares, arrejuntadas en las puertas de los locales comerciales. Dentro una casa de fachada
avejentada, de la que cuelga un letrero renegrido, varias personas conversan animosamente, alentados por
el claror del alcohol. Melodías discontinuas, cargadas de tonalidades rítmicas informes que van
componiendo un monótono crescendo, estallan en tus oídos, envolviéndote en sus tensas redes, de las que
te libertas cuando, prendiendo un cigarrillo, llegas a la Plaza de la Concordia. De nuevo, el tráfago
auditivo del comercio te impide pensar con sosiego. Te diriges al quiosco en que, en días anteriores,
encontraste los libros y, como suponías, allí están, esperando el contacto libertador de tus manos. Sentado
sobre un banqueta y leyendo una revista en cuya portada se observa la sugerente foto de una mujer en
lencería, un hombre entrado en carnes, con los ojos cubiertos por una gafas oscuras, te pregunta que en
qué te puede ayudar. Le respondes, enarcando una pudorosa sonrisa, que solo estás mirando. Si hay algo
que en verdad te incomode es el hecho de que estés mirando con entera normalidad libros y que, a muy
poca distancia, el dependiente de la librería comience a mirarte con desconfianza, acaso con temor, como
si esperase el momento adecuado para descubrir tus sustracciones inapropiadas. Valga decir que a lo largo
de tu corta vida has robado solo un libro, Poemas árticos, de Huidobro, en una bella edición empastada
en caracteres nacarinos, y en la que se podían leer algunos caligramas del vate chileno. Pero más adelante
quizá habrá tiempo para que, más adelante, se rememore aquel momento. Lo cierto es que aquel hombre
de las gafas oscuras, como si hubiese comprendido tus pensamientos, se aleja a conversar con la mujer del
quiosco contiguo. Comienzas, pues, con tus pesquisas literarias.
Allí sigue Aeropuerto, de Halley y los dos manuales esotéricos. Diriges tu mirada a los libros de cuentos
y, emocionado como si recién descubrieses el mundo, extraes dos: La última hora de Rómulo Ceballos,
de un joven escritor ecuatoriano llamado Felipe Vivanco de Mesa y Lunario de color aciago y otros
cuentos, de Sergio Chacón, en cuya portada se aprecia el San Serapio, de Zurbarán. En su contraportada
se lee un corto fragmento de uno de los cuentos. “los ágiles movimientos de sus manos, cubiertos por el
enredijo humoso que manaba del cigarrillo, incitaban a la procacidad más deleznable, lasciva, al deseo
más impetuoso que del ser humano podría emerger, y que hace que cada poro del cuerpo se convierta en
una ingente caldera de la que, a trechos variables, mana un fuego que arde sin nunca consumirse.
Tragué saliva y me aclaré la garganta, nervioso, dispuesto a confrontar mi desesperación. Me levanté de
golpe y todo lo que en mi vida constituía seguridad y certeza se convirtió vagarosidad e incertidumbre
cuando le pregunté, adoptando una actitud bastante estúpida de la que después me arrepentiría, si me
podía sentar en su mesa, a lo que ella, dubitativa, respondió con un circunspecto asentimiento”. Sigues
buscando, alentado por el pudoroso, aunque levemente recargado, ritmo de la narración. Extraes otros dos
libros. El primero terminas desdeñándolo, toda vez que está escrito en francés, pese a que abunda en
epígrafes de escritores españoles, sobre todo de Ramón Gómez de la Serna y de Isaac del Vando Villar.
El otro corresponde al de un autor uruguayo para ti desconocido, llamado Eduardo Saúl de Grieg.  Su
libro, Variaciones sobre una moneda de cobre, encajona en aquellos que, estando cimentados sobre
argumentos tópicos, denotan mucha falta de experticia, amén de un uso indiscriminado del monologo, al
que recurre sin mucho impulso narrativo. Aun así, piensas llevarlo por simple capricho personal. Y,
además, ¿quién te podría objetar que de Greig no vaya convertirse, en el futuro, en un escritor con una
valía literaria desbordante, merced a la cual se podría granjear un lugar valedero en la nueva narrativa
hispanoamericana, ese lugar a cuyas excelsas cimas tú jamás podrás llegar? Ases otro libro, esta vez del
gallego Ramón Torres Antequera, de cuya obra solo has leído su más famosa novela, Don Camilo
Alderete, conde de Torre Cedeira. Se trata, esta vez, de una pequeña recopilación de cuentos, cada uno de
los cuales corresponde a una fecha específica del autor. También piensas llevarlo. Buscas. Sigues
buscando, incansable, acariciando la textura amigable de los lomos. Y, como si así te lo hubiese dictado
un hado celeste, encuentras Antes que anochezca, del gran escritor cubano Reinaldo Arenas, cuya muerte
constituyó un punto de inflexión para empezar a apreciar el régimen de Fidel Castro desde un punto de
más objetivo, critico, valedero. Antes que anochezca es una autobiografía bella y enternecedora en la que
Arenas, haciendo uso de una prosa magistral y desenfadada, confiesa cuanto siente acerca de todos los
sucesos que le acontecieron a lo largo de su proceso vital, interrumpido abruptamente cuando decide
suicidarse, en Nueva York. Abres el libro y, al instante, te remites a las fotografías que están al final, a
modo de solemne colofón. En ellas se observa a Arenas a lo largo de su decurso vital, junto a algunos
amigos y a su madre, Oneida Fuentes. Están en blanco y negro y una de esas fotografías te produce un
sentimiento de aflicción que por poco deviene en un quedo llanto. Se observa a Reinaldo un mes antes de
su muerte, vestido con un suéter holgado, con las manos aferradas a lo que, al parecer, es la puerta de un
mueble, con sus finos labios sellados por un triste mutismo, mirando hacia algún lugar indeterminado,
quizá hacia sí mismo, hacia ese lugar tan esplendoroso y compasivo que fue su espíritu. De su rostro
mana una tristeza tan profunda e insondable que parece imposible imaginarlo de otra manera, como si
siempre hubiese estado sometido a los dictámenes del desasosiego. Naturalmente, también te vas a llevar
la autobiografía y no solo te sorprende el buen estado en el que se encuentra, sino, además, el módico
precio al que la ofrecen. Dichoso por una felicidad que sientes como una recompensa divina por tus
acciones creacionistas, sigues con tu búsqueda. Hasta tus oídos llega el ritmo indiferenciado, regido por
compases binarios, de la voz abaritonada de un hombre. Intentas seguir el decurso del ritmo pero se
pierde entre la humareda auditiva que mana de la Plaza y de los lugares adyacentes. No puedes dejar de
equiparar esa voz con la principal de la ópera Borís Godunov, de Músorgski; aunque, en rigor, la voz de
la ópera mencionada resulta más fluctuante, anómala, quizá por el acompañamiento coral que se le da,
sobre todo en los tres primeros actos. Escoges una selección de cuentos de Carpentier, en una edición
ajada y con las páginas arrugadas entre las que encuentras una factura de compra fechada del año 73, y
firmada a nombre de un tal José Ruiz Gómez. Pese a que el libro está maltrecho en demasía, y pese a que
ya tienes todos los cuentos de Carpentier en una bella edición que tu padre te obsequió en uno de tus
cumpleaños, concluyes, tras algunos instantes de seria indecisión, que no sería protervo darle a ese añoso
libro un destino diferente al que, infaustamente, le tocó.
Escoges también el tomo tercero de Los grandes compositores, colección de biografías cortas de
compositores europeos, acompañadas de láminas a color de pinturas de Watteau, Boucher, y algunas
naturalezas muertas de Chardin, cuyo tratamiento colorista te resulta impresionante. Igualmente,
descubres un pequeño libro de poesía erótica castellana, escrita entre los siglos XVII y XVIII, entre la
que, indudablemente, no podría faltar la de Juan Meléndez Valdés, uno de los primeros poetas que leíste.
Vacilante, no sabes si llevártelo, ya que desde hace mucho tiempo dejaste de leer poesía. Optas,
finalmente, por devolver el libro a su sitio. Te decides por una antología de cuentos catalanes modernos y,
asimismo, por Las ventanas y las voces, de Juan Carlos Botero, autor colombiano al que conociste por un
cuento titulado Gorgona, cuya trama versa sobre el avistamiento de una ballena jorobada llevado a cabo
por un grupo de buzos. Sientes un cariño casi filial por la literatura colombiana, y ello se debe a que fue
una de las primeras de latinoamericana que descubriste. Al principio, fue García Márquez, con cuyos
cuentos encontraste un alivio a tanta herrumbre cotidiana, y Eduardo Zalamea Borda, con Cuatro años a
bordo de mí mismo, con cuyo protagonista soñabas día y noche, esperanzado en que algún día tomarías la
misma acción encomiable que él: dejar atrás esas urbes monstruosas y devorantes, que parecen
estrangular cuanto aliento de vida surge, y tomar el rumbo que tus deseos te dicten. Después arribaron
otros: Álvaro Mutis, Andrés Caicedo, Héctor Rojas Erazo, Álvaro Cepeda Samudio, Gonzalo Arango,
Albalucía Ángel, entre otros. Todos esos autores siguen siendo para ti puertas abiertas a mundos
hermosos, crueles, enternecedores, lóbregos, calmosos y, sobre todo, primorosamente intensos, cargados
de tanto centelleo creacionista que piensas que si no los hubiesen leído tu vida sería otra.
Eliges el tomo tercero de Los grandes compositores, el libro de Botero, Antes que anochezca, además de
unos cuentos de Malcolm Williams MacArthur, escritor escocés de novelas policiacas, que han tenido
cierto renombre en el mundo literario anglosajón. Las tres novelas que has leído de él — Cinco nombres
para la esfinge, ¡Vete, Henry, vete! y Doce millones de almas caritativas— están ambientadas en el bajo
mundo de la Glasgow nocturna, lucífuga, embebida en dilemas juerguistas y disensiones etílicas entre
beodos altivos; esa Glasgow de cielos de resplandores mortecinos, y entre cuyos edificios ornamentados
con hornacinas en las que se levantan esculturas sacras corre un viento frío, turbio, helado, como un
fantasma en busca de asidero. Seleccionas aquellos tres libros y te los pagas al hombre, que recibe el
dinero con una sincera sonrisa, sin contar los billetes. Los guardas en tu morral y, prendiendo un
cigarrillo, emprendes el camino a casa, observando con disimulo a un grupo de muchachas que, sentadas
en un banco de madera adyacente a la Plaza, conversan entre ellas mientras distribuyen, con risas
estrepitosas, varias botellas de cerveza. Lucen animadas y dicharacheras, alegres y festivas, ajenas a las
cuitas emocionales que te lastiman. Por un momento piensas que si tan solo te acercaras a hablar
fingiendo cualquier excusa trivial y entonces ellas te prestaran algo de atención, podrías sentir esa agria
felicidad insondable que, tiempo atrás, sentiste con Lorena o con alguna chica con la que te cruzas en la
calle y se queda mirándote con esos ojos en los que alumbra, a la vez, la timidez y la sorpresa; esa
felicidad que es mucho más perdurable e intensa que la que sientes cuando, verbigracia, compras libros,
lees o escuchas música clásica; esa felicidad perennemente inefable y etérea, porque proviene de la
intimación con una mujer, esa entidad reverencial que para ti no deja de ser más que un misterio en la que
se esconde todo lo que de eternal tiene el ser humano. Es cierto que el desfogue sexual con
Isabela, veterana prostituta andina que llegó a la ciudad luego de probar suerte como secretaria para una
agencia de viajes en Santa Sofía, te ha permitido sentir, muy fugazmente, esa felicidad, que se evapora
cuando adviertes que esas caricias premeditadas y esos gemidos empapados de lubricidad no son otra
cosa que una absurda e ilusoria cantiga que ellas repiten de una manera infatigable, con cada uno de sus
clientes. Esa verdadera y completa felicidad no la has sentido y quién sabe en qué momento la sentirás.
Puede que nunca.
Te diriges hacia uno de los costados de la Plaza y en una caseta de hierros precarios compras un café.
Mientras te lo bebes, te das cuenta de que al grupo de muchachas se le ha adicionado otro de muchachos,
vestidos a la usanza urbana, con gruesos vaqueros descoloridos y chaquetas holgadas con estampados
alusivos a equipos de fútbol americano. Uno de ellos lleva en sus manos un reproductor MP3, del que
sobresalen los audífonos negros. Hablan a los gritos, como si cada uno estuviese separado del otro por
decenas de metros. Los muchachos también beben cerveza, animados, riéndose despreocupados. Pero el
que verdaderamente está separado de ellos —y de todos— eres tú. Tus pasiones son solo tuyas y de nadie
más, al igual que tus alegrías y tristezas. Cuando las ganas de llorar te acometen, no hay nadie, ni siquiera
tu padre, tus abuelos o tu tío, que te aliente diciéndote que todo va a estar bien, que no hay de qué
preocuparse, que la vida no es, como tú piensas, un verdadero saco de excrementos, y que vale la pena
vivirla, aun con todos los problemas que podrían traer consigo. Pero no. Todos pasan ante ti como si no
existieses, como si jamás se hubiesen enterado de que tú también tienes un corazón que late incontrolado
cuando los nervios te consumen o que late sosegado cuando piensas que no existe nada que pueda
amilanar tu ánimo. No obstante, entre tanta incertidumbre, algo tienes claro: el sabor de tus lágrimas es el
mismo que el de los demás. Eso, por lo demás, es un contundente aliciente. 

Capitulo VIII, en horas de la noche 


 
 
 La lluvia cae con intermitencia contra el renegrido asfalto, levantando una turbamulta de repiqueteos
metálicos que parecen golpeteos de metralla. El cielo, cubierto por gruesas e inamovibles nubes cárdenas,
parece un océano sombrío que, infinito, tutelara las acciones de quienes trasforman sus pesares en álgidas
y prosaicas distracciones, de las que, al día siguiente, quedará un acíbar llameante que pronto devendrá en
un sentimiento de profunda vaciedad, de irónico hastío, de encarnizada nostalgia. Y, paradójicamente, a
fin de expurgar tales sentimientos derrotistas acuden, con la invariabilidad de un reloj de cuerda, de lleno
a esas distracciones, alrededor de cuyo cumplimiento inaplazable se empieza a crear un círculo vicioso
cuya envergadura se torna inmedible.
Esquivando con pericia los charcos que semejan vestigios recientes de una vigorosa catástrofe, te diriges
junto a tu padre a comprar unos panes para el desayuno del día siguiente y, justo al voltear una esquina de
una de cuyas casas brota una luz fosforescente y encandiladora entre la que se aprecian los rostros
exangües de dos mujeres, un perro grande, con el pelaje moteado por manchas grasientas, y con los ojos
cubiertos por guedejas de pelaje ondulado, arremete contra ti con ensordecedores ladridos, cuyo eco se
prolonga varias cuadras a la redonda. Entre la negra abertura de su boca asoman sus amarillentos caninos,
prestos a clavarse en tu piel. Nervioso, te escondes detrás de tu padre, que intenta reprimir los ímpetus del
perro lanzando patadas al aire que el can esquiva con asombrosa agilidad. Tanto tu padre como tú van
retrocediendo a cada ladrido del perro, intimidados por su presencia hierática, pérfida. Las patadas al aire
que tu padre lanza ayudan a que el perro no se acometa por completo contra él. Y cuando la energía
motriz de tu padre comienza a claudicar, y cuando ya el perro se apresta a enjuiciar alguna de sus piernas,
una sombra fluctuante que adopta los rasgos de un hombre joven, intimida, de un grito que tiene mucho
de jaculatoria apremiante, al animal, que, no obstante, adopta una actitud de imbatible tenacidad, de fiera
resistencia. Entonces el hombre, precavido, saca de su abultado morral una sombrilla y, abriéndola, se la
lanza al perro, cuya oscura sombra, rauda, se pierde entre la negrura nocturna. Tu padre le da las gracias
al hombre, palmeándole el hombro, reconociendo que si no es por él el animal los hubiera devorado a
ambos. Tu padre se ríe, nervioso, con el rostro contristado por una mueca de irrestricta confusión, como si
todo lo que estuviese viviendo no fuera sino una pesadilla de la que no se pudiera desasir; una pesadilla
que, por extensión, también podría ser tuya. De todos. Tu corazón continúa latiendo con fuerza y, aunque
ya la acometida del can comienza a constituir un acto puramente pretérito —como todos lo que han
venido edificando los caminos yermos de tu pasado, que con el pasar del tiempo se agiganta, devorando el
presente, así como el futuro—, piensas que, en cualquier instante, el animal va a volver y te sorprenderá
con un asalto directo a tu yugular, y ni tu padre ni ninguna sombra fluctuante vendrán en tu ayuda.
Tu abuelo yace en cama, constipado, sumido, además, en un sopor caldeado que pronto virará hacia la
fiebre. Cada vez que tose, exhala una grosería que tu abuela intenta aplacar con una agria reprimenda. Al
entrar a la habitación de ellos a desearles las buenas noches, un rumor caliente, mezclado con el típico
hedor de las flatulencias, te golpea la cara, como si desde lo más profundo del averno Satanás te lanzara
su halito inflamado. En una de las esquinas de la cama está tu tío, en silencio, con el rostro colmado por el
consabido alegato de la borrachera, con los brazos recogidos, en actitud expectante, como si esperase algo
que jamás ha de llegar. Tiene los labios amoratados, lacrados por el mutismo, y contempla a tu abuelo con
patética tristeza, con absoluta orfandad, apiadándose acaso del estado en que él se encuentra. Pero tú, que
ya conoces el comportamiento de tu tío casi que a la perfección, intuyes que esa actitud de supremo
abandono que de él emana no es por sentirse apiadado de tu abuelo, sino por la situación etílica en que se
halla. Tu abuela, por su parte, haciendo gala de una prodigalidad sobrehumana, prepara aromáticas de
frutas que todos, incluido tu tío, beben con delectación desaforada. Los ojos de tu tío son como dos
hondos pozos anegados por un agua turbia, contaminada por oscuras conmociones intestinas. Tu abuelo te
invita a sentarte en la cabecera de la cama a ver un poco de televisión, lo que, de entrada, no estaría tan
mal, pues desde hace mucho tiempo no ves televisión juiciosamente (total que es una de las actividades
que más aborreces); pero terminas de desdeñando su propuesta pretextando una urgencia estomacal. Y, en
efecto, con objeto de hacer más creíble la falsedad, te diriges al baño y allí, tumbado en el inodoro, con la
vista posada en el suelo, piensas en las muchas mentiras que en su momento le dijiste a tu madre para que
con se enterara de que te ibas a los prostíbulos de la Décima Avenida. Y aunque muchas de tales mentiras
estaban basadas en argumentos fementidos e incluso descabellos, lo cierto es que todas tenían como
núcleo común la adquisición de libros que, según decías, estaban ofertados a un bajo precio. Te acuerdas
y sientes un extraño picor en el vientre: manifestación orgánica de un remordimiento, aparte de postrero,
vano. Pero la verdad es que también le dices mentiras a tu padre; todas, lógicamente, a fin de soterrar tus
lubricas visitas a la Décima Avenida. Aunque estás seguro de que si tu padre se llegase a enterar de tales
arribos, no te expresaría ninguna reprensión, ya que unas de las tantas evocaciones de las que él te habla
son relativas a su época de sardónica mocedad, durante la cual su voracidad sexual jugó un papel
preponderante. De otra parte, desde hace unos meses has pensado con entera seriedad en dejar de acudir a
los lenocinios, pero no tanto por un dilema intrínseco con Isabela o con alguna de las otras  prostitutas
como porque no te sientes cómodo en el ambiente en que ellas llevan a cabo sus actividades sexuales.
Ante tus ojos han desfilado, como si fuera el absurdo discurrir de un filme de matices bizarros, drogas de
connotaciones destructivas, pugnas violentas entre drogadictos que, por lo común, derivan en los
relampagueos entenebrecidos de los puñales acerados, discusiones sobre tal o cual pertenencia sexual
entre beodos impulsivos y escenas tremebundas entre prostitutas febriles que, semidesnudas y con sus
cabellos adocenados convertidos en matojos oscuros de hebras calcinadas, se batían frente a los
lenocinios, lanzándose entre sí violentas arremetidas con puñales cuyas tenaces filos trastornaban sus
usufrutuadas carnes. Crees que ese ambiente te está perturbando la cabeza, y cualquier pretensión
imaginativa que en ella pudiera haber. Te ríes, sin embargo, de aquella suposición, absurda e infunda si
piensas en el goce que has experimentado estando en aquellos animosos ambientes, junto a ellas,
enterrado en sus tibias carnes de mujeres sin dueño, de féminas acéfalas entre cuyas tersas intimidades
has posado la dureza combada de tu falo. No, por el momento, no piensas dejar de ir. 
Sales del baño, mohíno, empapado por una tristeza irrebatible en la que se mezcla un sentimiento de
añoranza por los lejanos días que conforman tu pasado, y por la cada vez más enfermiza soledad en que
estás sempiternamente hundido. Estás solo, completamente solo, sin más compañía que la que te prodiga
tu propio cuerpo, compañero incondicional en tu infelicidad diaria, de tu dolor cotidiano, y del que, pese a
esos inconvenientes emocionales, jamás te quieres desasir . Con cuánto anhelo quisieras sentir el goce
perpetuo de hablar con alguna muchacha —una incorpórea noia con el rostro inmerso dulcemente en
mueca de despreocupada curiosidad, y con sus ojos argentados fijos en los tuyos, como los de la
Morisot, del excelso Manet— acerca de los temas que te apasionan, y que ella, a su vez, te comente los
suyos; enumerarle, además, no solo tus escritores predilectos, sino también los compositores a quienes les
guardas más cariño, y rememorar, por qué no, las páginas ignotas de tu pasado, del que solo te servirás
para describir a tu madre con adjetivos halagüeños, admirativos. Y cuando ella, dichosa de escucharte
hablar de tu madre de una manera tan límpida, te complazca diciéndote que eres una persona muy
especial, le darás un beso, al que ella corresponderá con sincera complacencia. Entonces podrás sentir el
goce mutuo, compartido —muy distinto al que acostumbras a sentir con Isabela, cuyos tratos
impersonales y fríos a veces te asquean hasta límites inaguantables—, de dos seres que, desde ese
momento, convergirán en un unión sideral que desembocará en una plena satisfacción espiritual y
sensorial, a la que sucederá un amor perenne, imperdurable, rayano con la más enternecedora eternidad.
O, cuando menos  —piensas, con más justeza que desesperanza, que las posibilidades de encontrar a
alguna mujer dispuesta a cargar y, por supuesto, a soportar el peso de tu miseria son extremadamente
mínimas y endrinas—, charlar con cofrades que se reirán ante tus estúpidas ocurrencias, y con los quienes
podrás caminar con rumbo desinteresado por distintos puntos de la ciudad, así como ir a comprar libros e,
incluso, ir hasta la Décima Avenida, con objeto de disfrutar del placer orgiástico que produce el
desenfreno compartido. Pero también está posibilidad constituye una quimera. Tienes la firme convicción
de que la soledad será tu única compañía a lo largo de tu vida, y que cualquier posibilidad que ejecutes
por alejarte de ella constituirá una desventura. A ella estás sujeto como una cicatriz indeleble que te
acompañará hasta la tumba. Tú y tu soledad siempre solitarios, en entera comunión, en indisputable
afinidad mística, divina. Sin embargo, si lo piensas bien, y al margen del dolor que a veces experimentas
por tu soledad, te sientes bien así, solo, pues en realidad, salvo a tu padre, a nadie le tienes que dar
explicaciones sobre lo que hagas o no hagas, y siempre cualquier cosa que hagas estará encausada en tu
propia realización personal. Al final de los años, cuando ya tu envejecido cuerpo comience a claudicar
por el peso del tiempo, te darás cuenta de que cada instante vivido, así como cada experiencia
recordaba —sea buena o mala— habrá valido la pena, y solo hasta ese momento podrás enarbolar un grito
al fastuoso cielo y decir, con dichosa vehemencia —tal como escribió el vate nipón— , "he trascurrido".
Porque lo que en realidad quieres en este momento, a pesar de que por momentos la situación se
ensombrezca y la vida se empeñe en darte la espalda, es seguir viviendo; viviendo para, entre otras cosas,
comprobar que todo mejorará.  
Capitulo IX

 Tu padre hoy no te dejó dinero, puesto que salió apurado de la casa, con la certeza de que, de nuevo,
volvería a llegar tarde al trabajo. Así que, desanimado porque tenías planeado ir a la Plaza de la
Concordia a comprar más libros, te envuelves en las cobijas, como una naciente mariposa contenida en su
capullo, esperanzado en dormir otro rato. Pero la verdad es que, sin saber muy bien desde cuándo, no
consigues conciliar un sueño duradero, sobre todo durante el día. A veces tampoco en la noche, por lo
que, en silencio, aprovechas para ir al baño a apaciguar tus ansias carnales, una y otra vez, hasta quedar
exhausto, pensando en aquellos momentos en que, de súbito, palpas la blanda dureza de las nalgas de
Isabela, entre cuyas piernas pulposas te solazas como un infante con su juguete favorito, hasta irrumpir
con violenta avidez en la blandura de sus nalgas, a la que defines con lentas caricias que ella agradece con
gemidos fantasmales, imprecisos; se diría, incluso, fingidos. Con todo, tampoco de esa manera logras
conciliar el sueño, a cuyas placidas playas arribas solo hasta después de un par de horas de excesiva
actividad mental. Antes, no bien te acostabas en la cama, te quedabas dormido, aun con las resonancias de
los programas de concursos televisivos que tu madre veía. Ahora, quizá respondiendo a ciertos percances
de índole mental que están aflorando progresiva parsimonia, te cuesta sobrehumanos esfuerzos quedarte
dormido. No basta con que la habitación esté en completo silencio e inmersa en la oscuridad más absoluta
o que tu padre duerma cómodamente: siempre hay algo que interrumpe tu descanso. El menor ruido (el
rumor tronante de voces en las casas contiguas, los cadenciosos pasos de tu tío al dirigirse al baño, la
intempestiva tos de alguno de tus abuelos, el bronco ladrido algún perro lucífugo que escarba las bolsas
de basura aspirando a encontrar algo con lo que puedan calmar su hambre o los regulares y casi
inaudibles ronquidos de tu padre) hace que tu mente comience a reproducir, de manera instantánea,
infinidad de imágenes relacionadas con ese ruido. Así, si el ruido en cuestión es el de, por ejemplo, tu tío
arrastrando sus pies, tu mente trabaja en la posibilidad que, al entrar al baño, él comience a defecar
incontroladamente, desocupando sus intestinos, o que, aletargado por una intoxicación alimentaria,
vomite sin sosiego, de modo ininterrumpido. Pero también habría que tomar en cuenta la posibilidad que,
como tú, esté dando vía libre a su desfogue sexual, lo que, no obstante, corre el albur de ser improbable,
pues tiene una novia esbelta y tímida, cuyas mamarias prominentes electrizan todo tu cuerpo. Tus
sentidos, aun en la noche, parecen profundas ánforas dispuestas a contener cualquier estimulo externo, a
dosificar cualquier información objetiva. Pero si tus sentidos son ánforas, entonces tu mente se podría
parangonar con aquellas caóticas escenas de The Dante Quartet, de Stan Brakhage  —o, más aún, con una
maravillosa narración de Juan Larrea llamada Atienza, cuyas descripciones hiperbólicas y jalonadas por
un acendrado surrealismo responden a una aspiración impoluta de superponer, uno sobre otro,
deliberadamente distintos puntos de la realidad —que se suceden sin fin a una velocidad portentosa,
formando así un incesante trafago sensorial que anula cualquier pretensión de calma.
De ahí que estés evaluando la posibilidad de acudir a una cita con algún psiquiatra para que te recete uno
de esos benéficos somníferos que tu madre tomó en los meses previos a su suicidio, y en virtud de cuyo
efecto ella dormía tan profundamente que a veces pensabas que nunca se despertaría. Tal vez más tarde la
solicites. Hasta entonces, conviene que disfrutes de la blandura calurosa de las cobijas, asperjadas por el
olor a aromatizante para la ropa, y aunque estás seguro de que no podrás dormir, te resulta imposible no
disfrutar, como quien se refocila sobre la crasa de piel de una ramera, este descanso, que piensas
prolongar por un par de horas. Te llega, de abajo, las voces de tus abuelos, que conversan en silencio, al
tiempo que desayunan, siempre juntos o, mejor dicho, juntos desde el día en que tu abuelo decidió
encaminar su hasta entonces anodina vida hacia la muda contemplación amatoria de una mujer “tan frágil
como una espiga de trigo que aún no conoce las asperezas del céfiro y tan hermosa como las eximias y
purificantes aguas del Tajo, bañadas por la reciedumbre de los rayos del sol toledano”. Tu tío madrugó
a hacer quién sabe qué diligencias relacionadas con los locales comerciales y de paso, según dijo, a verse
con su novia. Cavilas durante un rato preguntándote cuándo será el día en que, por fin, puedas ir, bajo el
claror vespertino del sol declinante y con un viento auspiciador de las más nobles acciones humanas, con
tu figurativa novia a uno de los muchos y bellos sitios de ocio que la ciudad tiene, y mientras caminan
podrás palpar sus recios hombros, así como su cuello, bajo el cual palpitará la interminable coda de su
pertinaz flujo sanguíneo. Mas te ríes de tales ensoñaciones —porque eso es lo que en verdad son—, y te
concentras en lo que único que ahora te interesa: dormir. Y, efectivamente, poco a poco tu marejada
mental comienza a cesar, y entras, de bruces, a un sueño que, de características muy distintas al de los
días pasados, consignas, una vez despierto, en el ordenador, interpolando cierto cariz patético y bucólico
que atribuyes a tus recientes lecturas de las Églogas de Virgilio, traducidas por el magno Fray Luis de
León, poeta renacentista español en cuyos bellos versos se divisa, indistintamente, un claro influjo
grecolatino que, pese a sus grandes aciertos, a veces te resulta en extremo cargante. Pero ¿por qué la
literatura tendría que ceñirse a esos términos macabros y discriminatorios si, justamente, todo cuanto a
ella concierne tiene que ver con la eternidad, con la anulación del tiempo, con la perdurabilidad de los
instantes de los entes mágicos que la habitan? En la literatura no existe eso que, arteramente, los sesudos
críticos se han empeñado en llamar la “caducidad” de los antiguos, toda vez el verdadero valor de esos
antiguos es y seguirá siendo el haber erigido las cimientes de los valores artísticos que ahora los escritores
emplean para la creación de sus obras.
Qué insana costumbre la mía, Johan, de sumergirme en digresiones que, si tú las leyeras, estallarías en
una risa prolongada, estridente, como la que se emite cuando nos damos cuenta de un error que al
principio se consideraba como una verdad irrefutable. Vamos, pues, con el sueño. 
El camino, flaqueado por árboles esbeltos y en cuyos troncos se leen inscripciones abstrusas que, no
sabes por qué, te recuerdan a las que leíste en un libro sobre ocultismo persa, te fue mostrando los
relieves oscuros de una casa de dos plantas, sobre cuyos tejados de amianto reposan, extáticos como
piedras graníticas apostadas en un desierto negro, varias aves agoreras, de gruesos penachos, enhiestos,
alzados al trastornado cielo de nubes opacas. No bien se percatan de tu intrusiva presencia, prorrumpen
en un quejido lastimero, hondo, que socava las profundidades indómitas del bosque. Al llegar frente a la
casa, y aún con los quejidos de los pájaros lastimando tus oídos, te percatas del mal estado en que se
encuentra, y de la desolación tan insondable que de ella mana, y que parece aumentar a medida que la
sigues apreciando, temeroso de entrar a sus oscuros aposentos. De entre las grietas de las enjalbegadas
paredes nacen una finas florecillas de hojas lanceoladas, que, al ser perturbadas por el viento, caen
rendidas al suelo, en donde se confunden con rastrojos de cadáveres de flores. A través de los sucios
cristales de las ventanas del primer piso, puedes distinguir, imprecisos por los reflejos de los árboles,
varios muebles desastrados, carcomidos por el comején, sobre los que reposan varios géneros de
platería decolorada, amén de candelabros de brazos retorcidos en sinuosos pliegues. Aprecias,
asimismo, sobre una de las estanterías, un pequeño cofre ornamentado con relieves dorados, que,
apreciados en conjunto, conforman un arabesco fulgente, rutilante.  
Y, merced a esas traslaciones oníricas y vagarosas de los sueños, te encuentras, de golpe, frente a la
puerta, a la que contemplas con abstraído interés. La abres lentamente, escuchado el seco crujir de los
goznes. Ahora recuerdas que ese crujir ya lo habías escuchado en tu infancia, cuando viajaste junto a tus
padres a Las Termas da San Hilario, en unas de cuyas fincas, que entonces estaban administradas por
una familia de italianos taciturnos, encontraste la dicha que proporciona el descanso prolongado y la
revitalización de los sentidos. Tendido en la cama, y sin ninguna preocupación que alterase tu estado de
ánimo, escuchabas los impalpables murmullos de las habitaciones contiguas, acompañados de aquellos
fúnebres crujidos que ahora tanto recuerdas. Entras a la casa y, al empezar a caminar en sus fríos
aposentos, adviertes que dos de aquellas aves están, con sonorosos aleteos y con metálicos picotazos,
intentando entrar a ella por una de las ventanas desde las que, minutos antes — ¿o segundos antes u
horas antes, lustros antes, siglos antes o, sin ánimos de pecar de hiperbólico, milenios antes? Todo, por
otra parte, es indeterminado en los sueños—, tú te asomaste a atisbar el interior de la casa. Parece como
si no solo quisieran entrar a la casa, sino, además, a tu cuerpo, y arrancarte, a grandes picotazos, tu
corazón, que devorarán al instante. Pero, no contentos con tal potaje sanguinoso, también te extraerán
los intestinos, con cuyo emético sabor se entretendrán el tiempo justo para que, rápidamente, comiences
a morir, tumbado en el suelo de una casa deshabitada hasta por el tiempo, que se olvidó de pasar su
irrefrenable guadaña por su gélida arquitectura de astro zozobrante en mitad de un espacio mudo,
insolente, ahogado en su extensa e inconsciente soledad.  
Caminas despacio, pisando con lentitud las frías baldosas, en las que, además del polvo, notas que hay
varias polillas negras y grandes agonizando, moviendo sus raquíticas alas con desespero, anhelando
volver a alzar vuelo, volver a surcar las frías trasparencias del aire. Pero, pese a sus denodados
esfuerzos, todo cuanto realizan resulta infructuoso. Morirán y lo que único que tú, aciago espectador,
podrás hacer es observarlas cómo mueren. Agarras una, pero, al envolverla entre tus dedos, desaparece,
aunque puedes sentir la prolongación de sus aleteos entre tus manos. Intentas sujetar otra. Mas el mismo
resultado sobreviene. Entonces tus dedos comienzas a adquirir la coloración propia del insecto alado.
Pero tal coloración desaparece en cuanto soplas sobre ellos, en repetidas ocasiones. Un inmenso reloj
de pared, enclavado junto a dos cuadros en taracea que representan la geometría de un tapiz persa,
restalla su cronométrico retumbar por toda la casa y, en ese instante, se escucha la risa queda y regular
de un infante, proveniente de la segunda planta. Subes las escaleras y ya en el segundo piso te percatas
de que en el suelo, al igual que en el del primer piso, perecen varias polillas, mucho más pequeñas que
las anteriores, cuyas estructuras anatómicas te resultan abstractamente semejantes a las de los
coleópteros. Sientes una dolorosa opresión en el pecho y las paredes, caducas por infinidad de
inclemencias relacionadas con la crudeza del ambiente, hacen aún más intolerable esa azarosa
sensación. Respiras y, espoleado por el efusión auditiva de la risa del infante, comienzas a buscar,
ansioso, su procedencia. Entras a una habitación atestada de mosquitos en cuyo techo circula un río de
sangre espesa que va a terminar sobre el marco de una puerta que conduce a un baño en el que, aparte
de los mosquitos, vuelan a sus anchas innúmeras libélulas que, en cuanto se percatan de tu presencia, se
abalanzan hacia tus brazos. Pero, paradójicamente, no sientes cosquillas ni dolor ni la mejor turbación
por esa intempestiva embestida anisoptera. Es como si desde siempre hubieses tenido las libélulas
sujetas a tus brazos, adheridas a tu piel, transformadas en simples e inservibles extensiones de tu fardo
corporal. Sales del baño, así como de la habitación, y entras a otra, a través de cuyas ventanas
maculadas por la suciedad puedes apreciar el paisaje fétido de las tupidas copas de unas coníferas
lánguidas, entronizadas por la senectud, cuyos verdes grisáceos configuran un tono pictórico acorde con
la nostalgia que en ti impera, sempiternamente. En esta habitación (de tamaño mucho más reducido que
la anterior) se desperdigan en el suelo varias fotografías, cubiertas por una irisación sepia, y sujetas
unas con otras en los bordes por tachuelas con cuyas cortantes puntas hieres tus dedos, no sabes si
adrede o de manera involuntaria.  La sangre emerge de tu piel con pausada lentitud, a intervalos
regulares y, otra vez, tus manos vuelven a adquirir la coloración anatómica de las polillas. La sangre
deja de manar y, horrorizado, te alejas de las fotos, buscando afanosamente salir de esa habitación
anémica y cuarteada por la incuria. Sin embargo, comprendes que tu miedo va más allá de un simple
temor por lo que en sí pueda representar la habitación. La verdadera razón de tu miedo es el contenido
de las avejentadas fotografías. ¿Qué hay en ellas que te motiva a querer huir despavorido de la
habitación? En cada una de esas fotografías se ven a varias babosas, nervudas y arrejuntadas unas
sobre otras en una orgía profusa, ascendiendo tardas sobre los azulejos del baño que compartes con tu
padre, en la casa de tus abuelos. Son de un tamaño desacostumbradamente inusual y parecen, más bien,
negros y gigantescos gusanos, enfebrecidos, dispuestos a devorarte lentamente. Sensaciones de gran
angustia y extrema confusión se atrincheran en todo tu cuerpo, lo que, no obstante, no es impedimento
para que salgas de allí, aterrorizado, confundido, atolondrado por esos moluscos ciclópeos, tornados en
verdugos de tus fobias. Por otra parte, constituye un hecho sorprendente el que compruebes, ahora que
estás despierto, que ese sueño fue tan vívido y tan extrañamente congruente, que pronto pasará a formar
parte de los muchos recuerdos que yacen en tu memoria, y que solo bastará retrotraerla para
recordarlo, como si en verdad lo hubieses vivido.
Das vueltas por toda la segunda planta, abriendo puertas clausuradas y arruinadas por el comején,
entrando en habitaciones en las que se guardan vestigios de quienes alguna vez las ocuparon: sábanas
salpicadas por manchones ocres, como de excremento, prendas de vestir sucias, cubiertas por un gruesa
película de polvo, trozos cortantes de pocillos rotos cuya eterna quietud te resulta terrífica, muebles a
cuyas inmovibles sombras crecen sombras jaspeadas y extáticas que, desde la distancia de unos cuantos
metros, te observan intimidatorias, atentas a tus movimientos, con sus ojos hoscos fijos en los tuyos,
cortinajes que en esencia no son cortinajes, sino pliegues abovedados que parecen hechos de mármol e
infinidad de moscardones que zumban en torno a tus oídos, y que en su vehemente trasegar aéreo se
estrellan contra ti. Huyes de las habitaciones y desesperado, y recordando las descomunales babosas de
las fotografías, te sientas, desconsolado, en un escalón y, desde allí, contemplas azorado cómo la tarde
comienza a caer alrededor de la casa, sumiéndola en una aleve oscuridad de tonos trasparentes a la que
sucede una enigmática luz marrón, soportada sobre un tono tenebrista, que se cuela por las ventanas a
una velocidad invariable, regular.
Observas tus manos con desesperado interés, no fueran a convertirse, por una repentina variabilidad
anatómica, en dos babosas con las que tuvieras que convivir por el resto de tus días. La risa, mientras
tanto, sigue ondeando por toda la casa, levantando consigo un sinnúmero de interludios inarmónicos que
se amurallan tras los abultados cortinajes, los astrosos muebles, las sucias las sabanas, las paredes
descuartizadas por las grietas, el suelo cuarteado por el paso de los años, las renegridas ventanas que
parecen estar apostadas sobre un fondo de sombras de hormigón. Te levantas y miras hacia todos lados,
confundido y, sometido al predominio del flujo encandilador de la risa, entras a una habitación a la que
no habías ingresado. A diferencia de las anteriores, esta luce organizada, aseada, con las baldosas
bañadas por una brillantez translúcida que contrasta con la oscuridad contundente de las paredes. De
las paredes cuelgan tres cuadros de mediano tamaño con representaciones de mayólica en colores
grisáceos. En todo el centro de la habitación, hay un camastro pulcramente tendido, sobre el que, con la
cabeza escondida entre los brazos y arqueado de tal modo que se le puede apreciar gran parte de la
curvatura de su columna vertebral, está sentado lo que, al parecer, es un hombre de avanzada edad.
Terminas de confirmar este supuesto, cuando, de improviso, el hombre te voltea a mirar, clavándote sus
dos ojos de yeso húmedo en tu rostro. De sus labios abiertos gotea ininterrumpidamente un fluido negro
y viscoso, como alquitrán, que, al estrellarse contra el tendido del camastro, produce un ruido hueco,
seco, contundente, cuya fuerza retumba en tus oídos con la fiereza de un hierro. Todo en él denota
extrema desidia y decrepitud, como si llevase décadas encerrado en esa casa, sin prodigar compañía
diferente a la de su propio abandono. Aunque no lo podrías asegurar con fehaciente seguridad, sus
facciones, sobre todo los pliegues musculares que recubren sus globos oculares, se asemejan mucho a
los de tu abuelo, sobre todo cuando este, aletargado por tal o cual pena, abre sus ojos como si anhelase
expulsarlos de sus cuencas. ¿Es tu abuelo ese hombre decrepito y sometido a la senectud que te mira de
ese modo tan enigmático, de ese modo que, sojuzgado como estás por su turbia presencia, te deja
exánime ante el terror de una revelación que optas por ignorar cobardemente? ¿Dirán esos ojos
cubiertos por una capa lechosa algo de los de tu abuelo? ¿O, más bien, serán el trasunto de algo más
profundo, insondable, vasto, que tiene que ver directamente contigo? Y si es así, ¿entonces es posible que
ese anciano reducido a un guiñapo humano seas tú mismo, en un futuro distante e hipotético, en donde
las sombras de la muerte no estén tras tu senda y que, de manera inequívoca y definitiva, puedas
disfrutar de las dadivas de la vida? Sea como fuere, y sin entrar en disquisiciones que constituyen
simples pero enigmáticas incertidumbres, la verdad es que, dominado por la influencia negativa y
opresiva que se desprende de todo su cuerpo, te acercas a él, despacio, subrepticiamente, temeroso de
que pudieras ser víctima de cualquier acción imprevista por parte de él. 
Cuando se da cuenta de que te estás acercando, se acuesta de un tirón en la cama, y extiende los brazos
hacia los lados, esbozando una sonrisa que tiene mucho de genuflexión de dolor. No solo su torso está
colmado por aquel fluido negro; también lo están sus muslos, así como sus huesudos pies. Su sexo está
cubierto por un abultado calzón amarillento, del que sobresale la pubescencia. A pesar de que lo
contemplas con una turbación creciente, no te mueves de allí por una suerte de inmovilización onírica y
paradójica propia de los sueños. Y, para hacer más irrebatible tal confirmación, te sientas junto a él,
quien, sin saber muy bien de dónde, extrae dos daguerrotipos deshechos que te entrega con afectada
teatralidad, como si en ellos se albergasen sus últimos instantes de vida. Los observas, y entonces del
terror más desesperante pasas a una mezcla de confusión y felicidad que te impulsa a sonreír con vaga
satisfacción. En los dos daguerrotipos se aprecia a dos caracoles jóvenes cada uno en un vaso de vidrio,
reptando anhelosos por salir. Más allá de los vasos se aprecia el dibujo anatómico de una babosa
colgado en lo que al parecer es una pared. Sus antenas son increíblemente grandes, desproporcionado
en extremo para el tamaño de su cuerpo.  Ambos caracoles son del mismo tamaño y sus conchas en
espiral presentan ciertas escoriaciones profundas, como si estuviesen quebrados. Y mientras rememoras
el sueño tendido en la cama, mirando hacia el techo, recuerdas las tardes de tu infancia en que, junto a
tu prima Juana Camila, agarrabas caracoles pequeños de una huerta próxima a la casa y,
depositándolos en una hoja de cuaderno, veías cómo empezaban a pelear con éterna parsimonia.
Aunque, ciertamente, a quien le gustaba verlos pelear era a ella. Tú, simplemente, te contentabas con
verla feliz. Durante aquellos años, comprendiste que tu animal favorito, además del tigre y el gato, sería
para siempre el caracol, y otros tipos de moluscos; pero nunca —jamás— las babosas, por las que
sientes un aborrecimiento rayano con lo más visceral.
El anciano se levanta de la cama y, trastabillando, se asoma por la ventana, abriéndola. Vas hasta allí y
te das cuenta de que el cielo ha abortado la opacidad de sus nubes. Ahora, el azul irradia un fulgor tan
diáfano y puro que pareciera que cuanto hay en el entorno se vivifica de un modo fantástico, grato. El
viejo estira la mano y la revuelve en la vaciedad del aire, atrapando de él, para tu pasmo, un escarabajo
de abdomen iridiscente que pronto se torna en un caracol en cuya concha se lee una cifra capicúa
borroneada. El anciano te muestra con morbo cada parte del caracol, que, asustado, se refugia en el
interior de su concha, dispuesto a no salir de ella hasta que la impertinencia de él no cese. Pero
la métamorphose no para ahí. Ahora el caracol se convierte en una mariposa de alas luminosas, finas,
atravesadas por manchones esplendentes de color purpúreo. Comienza a volar por toda la habitación, 
inquieta, posándose en varios lugares, hasta que lo hace en los labios del anciano y, agitando las alas
con vehemencia, se adentra en las negritudes de su boca desdentada. La mastica lentamente, como
saboreándola, y luego, con sus blanquecinos ojos fijos en algún lugar indeterminado del cuarto, te dice,
sentencioso: “esto también es tuyo”.
Al terminar de escribir el sueño, tienes la convicción de que él se condensa efusiones narrativas
incongruentes y descripciones decimonónicas que extrajiste de uno de los muchos libros que
conforman La Comedia Humana, de Balzac, y de cuya enjundiosa lectura terminaste desertando en
menos de dos días de concentrada y atenta entrega balzaquiana. Esa renuncia no hará mella en el excelso
amor que le tienes a la literatura francesa, una de las más diversas y siderales de cuantas existen, y que, al
igual que la inglesa y la estadounidense, abarca los ámbitos más recónditos del alma universal.
Reproduces el scherzo de la Sinfonía del Nuevo Mundo —unas de las primeras composiciones de música
clásica que escuchaste—, de Antonín Dvořák, e intentas escribir un relato corto relativo a la estadía del
músico checo en Estados Unidos, país en el que compuso la Sinfonía. Pero renuncias a ese imprevisto
objetivo cuando te percatas de que no solo no tienes elementos históricos suficientes para darle validez al
relato, sino que, para colmo, una apatía crónica —mezcla de molicie y desilusión— te obliga a apagar el
ordenador y, al instante, correr despavorido a la cama. Allí, aunque sabes que no podrás dormir, por lo
menos te sientes seguro, imbatible, inmortal, protegido por la coraza felpuda de las cobijas, que actúa
como un suerte de protector contra todas las inmundicias y abyecciones de la vida . Ajeno a cuanto acaece
en el mundo y ajeno, aún más, a cuanto sienten las demás personas, te entregas a la absurda tarea de
pensar, sempiternamente. 
 Capitulo X
 

Ha amanecido lloviendo y el tronar de las gotas de la lluvia rastrilla su ímpetu contra el techo entejado del
patio. Tus abuelos se han ido desde temprano a unos exámenes médicos que le tiene que realizar a tu
abuelo. Tu padre se fue hace menos de quince minutos, apurado, como siempre, no sin antes haberte
dejado algo de dinero, que piensas emplear para comprar frituras, refrescos de cola y cigarrillos y, si
sobra algo, un enlatado de salchichas, con las que harás una especie de Hot dog, al que le añadirás salsa
de tomate y varias tiras de queso. Y en cuanto a tu tío, lo escuchaste salir mientras un duermevela se abría
paso tras una huidiza ensoñación de la que poco te acuerdas. Pensaste que sus pasos bajando la escalera
era producto de una fantasía mental de alguien que, con intenciones arteras y propósitos perentorios,
venía a enterrar su cuchillo contra tu cuerpo. Pero cuando comenzaste a arribar a las fermentadas playas
de la realidad, te diste cuenta de la imposibilidad de tal pensamiento. Estás, pues, solo, y aunque quisieras
estar de nuevo con tu madre viendo cómo, ante el espejo de marco irregular y sentada sobre una banqueta
a la que acolchaba colocándole un almohadón pequeño, se peinaba con absoluta calma antes de salir para
el trabajo, casi podrías decir que estás feliz sin nadie a tu lado, dichoso de verte solo a ti mismo en la
soledad de la habitación, compasivo contigo mismo sin que nadie altere tu ánimo. Pero, claro está, la
compañía de alguien no te vendría mal. 
Tampoco hoy te apetece salir a deambular por la ciudad. En su lugar, prefieres quedarte en casa,
escribiendo, leyendo o escuchando música o, simplemente, haciendo nada, desposeído, solo observando
cómo el tiempo transcurre en marejadas lentas, agonizantes, arrancándote, a picotazos, poco a poco, cada
parte de tu cuerpo. De todas maneras, las condiciones climatológicas te impiden conjeturar una hipotética
salida vespertina. Así que el día, con su embalaje de horas vacías, se abre ante ti en toda su rancia incuria,
como unas de aquellas extensas carreteras norteamericanas a cuyos lados se extiende la inmensa y nimia
soledad de las deshabitadas llanuras recalentadas por la canícula. Te asomas por la ventana y observas la
precipitación pluvial que comienza a adquirir visos de tormenta. El cielo se ha ido ensanchando en un
espacio concentrado y reducido que alberga en su seno agrupaciones de nubes negras. En toda la mitad de
la calle encharcada, camina, casi a trompicones, una mujer senil, enfundada en un impermeable negro y
sosteniendo precariamente un paraguas. Tienes la impresión de que en un momento imprevisible se le
caerá el paraguas y sus piernas se convertirán en dos palos tembleques que pronto se partirán. Estoica y
aguerrida, y acaso habituada a ese tipo de inclemencias, la mujer continúa caminando, bajo la lluvia, entre
la borrasca, imperturbable, con rumbo para ti desconocido. Puede que, en algún momento de tu
avieso fatum, te la encuentres de frente y, entonces, tal vez, le expreses una venia de saludo. Tal vez. 

Capitulo XI
La tarde de ayer estuvo trasvasada por una lluvia intermitente y anémica que se extendió hasta bien
entrada la noche, y que imprimió en la fisionomía de la ciudad un ánimo dolorido y macilento, que, a su
vez, percutió en las facciones contristadas de quienes, a esa hora, caminaban con indeterminados rumbos
por las calles oscuras, que, apreciadas en conjunto, parecían componer un infinito laberinto entre cuyos
muros se abovedaban seres coléricos y fementidos, afanosos por componer un mazurca de puñales y
alfiles.
Al igual que la tarde, la noche también se hundió diluvios discontinuos que fueron aminorando bien
entrada la noche, cuando ya tu padre dormía enclavado en un escabroso dormir de ronquidos
clamorosos —alternados con sollozos fortuitos que tienen la imprevista virtud de asustarte sobremanera
—  y contracciones musculares violentas. La luz del cuarto de tu tío permaneció encendida durante un par
de horas más, y cuando la apagó los estallidos luminosos del televisor encendían las ventanas. Los
ronquidos crecientes de tus abuelos se alternaban unos con otros, concertando una montaña rusa de
resoplidos caninos que proyectaron por toda la casa una polifonía nasal que no cesaría sino hasta los
albores de la madrugada. Entre la vacía oscuridad de la habitación, te entregaste al acostumbrado ejercicio
de evocar tu pasado. Recorriste caminos ya por ti transitados y que ahora lucen curtidos por una
confusión temporal que no tardarán en convertirse en un joyel deslucido y afeado; viste
con fastidium ojos que, al observarlos por primera vez, te parecieron maravillosamente enternecedores, y
justo cuando volvías a desenterrar ciertas conversaciones a las que agregaste citas apócrifas para darles
mucho más realce docto,  te quedaste dormido. 

(Segundo intermezzo confesional, al que, involuntariamente, le se añade un breve e irreflexivo Allegro


con brio tomado de la Primera Sinfonía, de Beethoven)
Tu abuelo, cuya salud de hierro siempre fue motivo de admiración por parte tuya y de tus familiares,
ahora comienza a mostrar un irreversible decaimiento físico y mental, que no solo se manifiesta cuando
habla o clava los ojos hacia alguna dirección, sino, además, cuando mueve temblorosamente sus
debilitados brazos o cuando, en un vano intento por conjurar ese deterioro, ríe, con sus apergaminados
labios temblorosos meciéndose espasmódicamente. Su vitalidad ha empezado a diezmarse, y ahora te
doblega la certeza de que en cualquier instante podrá morir. De modo no basta para que aplaques tal
certeza los rezos murmurantes de tu abuela ante una efigie decolorada y marchita de la Virgen de Santa
Marta o las frases motivacionales —envueltas en una inflexión desesperada que comprime cualquier
ínfula de seguridad— que tu padre te dice o, mejor dicho, que se dice a él mismo, como para blindar sus
ánimos de las siempre contundentes intentonas de la muerte por arrebatar lo poco que le pertenece a la
vida. Pero, al tiempo que entiendes que tu padre efectúa aquellos sobrehumanos esfuerzos para no mirar
de frente a esa muerte acompasada y carnívora que se atalaya, como una carcoma insaciable, tras cada
fibra corporal de tu abuelo, sabes que tu padre concibe como inminente ese hecho al que está íntimamente
ligado. Y tú también. Y todos. Hasta la misma vida, tras cuyos delgados y frágiles velos se enarbola la
eterna explanada de la perra muerte, que, como una Neera cuyos orondos y oliváceos brazos abarcan
toda la descompuesta extensión del globo, bailotea lasciva sobre un rimero de despojos óseos,
acumulados desde el principio de los tiempos.
El cariño que le sientes a tu abuelo se torna tanto más inmedible cuanto que sabes el dolor que te provoca
su inminente partida. A la de tu madre, vendría a sumarse la de él y, con ellas dos, el padecimiento por
esas dos ausencias cava un honda y perenne fosa en todo tu ser. Y ahí está ese hueco, profundo, prieto,
abisal, desapacible, insondable como un panorama oscuro que abraza una cálida pampa sobre la que late
el revolcón de los negros cielos.
  
Capitulo XII
 
 
A tu abuelo lo tuvieron que trasladar por urgencias la noche anterior, en medio de una temporal fatídico
que, con fragores lumínicos que reventaban entre las sombrías nubes, parecía presagiar la proximidad de
un final que se había dilatado por espacio de, más que de días o meses, años. Verdaderamente, consideras
que él debió morir en esos años que deambuló por casi todo el litoral pacífico del país (dentro de cuya
vegetación húmeda e inclemente, pintada con gran acierto por el egregio del color Saturnino María de
Santiago, todavía subsisten rústicamente poblaciones enteras a las que el gobierno ha vituperado por
años) estableciendo, junto a otros tres cainitas a los que él se empeñaba en darles un origen vizcaíno, una
compleja red de contrabando de gasolina que, ulteriormente, sería desmantelada por acciones de
inteligencia de la policía. Permaneció ocho años en la cárcel. Y aunque no es de su agrado referirse a ese
pretérito tema, cuando lo hace afirma que, después de esa prolongada reclusión, su vida cambió
drásticamente, toda vez que llegaron a él “las bondades luminosas de Nuestro Señor”. Desde que
escuchaste la frase por primera vez, la has dotado de significaciones diversas, incluso disparares y, como
siempre sucede, ninguna te ha satisfecho.
Tu abuela y tu tío entran con tu abuelo al hospital. Mientras que tu padre y tú piden en una cafetería
contigua un par de refrescos cítricos, desde cuya entrada aprecias la del hospital, esperando el momento
en que alguno de los tres salga para ponerte al tanto del estado de salud de tu abuelo. La avenida que
discurre frente al hospital luce abrillantada por los reflejos lustrosos provenientes de los postes de luz
erguidos a los costados. Transitan, a intervalos cansinos, carros que, como corzas huyendo de un peligro
manifiesto, dejan en la avenida un rumor vibrátil e intermitente, como de hierros en disputa, que se
prolonga por espacio de unos segundos. Fumas con lentitud, inhalando con avidez el humo, que expulsas
lentamente por la nariz y la boca. En derredor a tu rostro se deshacen volutas grisáceas que imitan las
formas contorsionadas de la danza de tijeras. Tu padre, sentado en una de las sillas de la cafetería, tiene
adheridos los ojos a la mesa, pensativo, desalentado, con el rostro exangüe en una expresión de indudable
pesadumbre, de incoercible impotencia. Aún le cuesta sobremanera entender por qué, entre los miles de
millones de personas que trasiegan por el mundo, a tu abuelo — remedando la frase de Yu Tsun al
entender la fatalidad de su sino— le tiene que suceder lo peor, siempre lo peor. Con todo, llegará el
momento en que, a pesar del dolor, tu padre tendrá que aceptar el hecho de que todos, en algún momento,
estaremos a merced de lo peor y, cuando llegue ese momento, nada se podrá hacer para recuperar esa
felicidad arcana, disipada, incognoscible, que alguna vez iluminó nuestra tez cetrina, y que nos permitió
pensar en que había infinidad de razones para seguir viviendo.  
El frío nocturno cala tus huesos y tus manos se agarrotan. Las mueves a fin de desentumecerlas, pensando
en lo oportuno que sería, en estos casos de duelo supremo, consolar a tu padre con alguna palabra de
aliento, acaso con una sincera reflexión sobre la aceptación de cada uno de los hechos que, malos o lo
buenos, beneficiosos o perjudiciales, componen la vida. Solo así se podrá paliar el amargor de lo que él,
con seguridad, considerará una desgracia; pero que ti no deja de constituir uno de esos tantos hechos que
hacen parte del proceso vital y que, con el suceder de los años, son proclives, si no para ser olvidados, por
lo menos para sí ser apreciados desde una perspectiva mucho más legitima y racional, cuando ya los
sentimientos de aflicción y culpa han sido de algún modo superados.
Con la indecisión sobre si llevar a cabo en tu padre tal reflexión, adviertes que ha empezado a caer una
lluvia enojosa y lenta, tarda, acompañada de un viento errático que, cargado de un placentero y húmedo
olor a lavanda, te compele a entrar a la cafetería. Al hacerlo, te quedas mirando, sin disimular la turbación
que comienza a insuflarte todo el cuerpo, una muchacha de rizos cárdenos y ataviada con alhajas de
bisutería esplendente, cuyo lento caminar parece configurar una zarabanda noctívaga. Lleva consigo un
delgado atado de carpetas. Sus piernas, anchas y veladas por un pantalón negro jaspeado con lentejuelas
brillantes, están rematadas por unas posaderas prominentes que se mueven al ritmo de sus pasos.
Formadas por una precisa curvatura y delineadas pulcramente sobre la blanda inflexibilidad de sus
piernas, aquellas posaderas hacen que un cálido y eléctrico oleaje de sangre se agolpe en tu entrepierna y,
de manera simultánea, llegue a tu mente el cuerpo desnudo y almibarado de Isabela, a cuya imagen
acudes para expurgar el recuerdo de Lorena, que aún continúa hiriéndote. La muchacha se dirige a la
entrada del hospital y, desde allí, le pregunta algo al ceñudo vigilante. Algo en su mano derecha proyecta
un tenue y parpadeante reflejo. No tardas en darte cuenta de que se trata de su teléfono celular. Su
voluptuosidad se hace aún más palmaria cuando, al devolverse, puedes apreciar las amplias curvas de sus
senos enhiestos, hermoseados por el sostén. Un instinto animal, atávico, que responde a estímulos
externos primitivos, y que ha acompañado a los mamíferos desde que estos están en la Tierra, te impulsa
a seguir observando, atento, a la mujer, sin dejar de apreciar su voluptuosa complexión de escultura
itálica. Parece como si cuanto hay en derredor hubiese desaparecido para ti, y solo quedase, escoltada por
agitaciones tronantes de sombras tan acezantes como escrutadoras, aquella muchacha, solitaria,
confundida en su soledad, esperando que tú la saques de esa cárcava en la que se ha convertido su vida.
Lo harías, claro, si no fueras tan apocadamente tímido, y si el miedo al fracaso no estuviese siempre
latente. Así que, entonces, te resignas, y te sientas frente a tu padre, que sigue con los ojos fijos en la
mesa, silencioso, como un inanimado espectro que, aleve, buscase adueñarse del primer cuerpo que
encontrase. Y, repentinamente, levantando los ojos hacia los tuyos, crispando las manos sobre la mesa, te
pregunta sobre las posibilidades que tu abuelo tiene para salvarse, como si fueses el galeno que, quizá,
estuviera viendo a tu abuelo en este momento. Al principio, te cuesta responder, pues no quieres seguir
afrentando la vulnerabilidad de tu padre; pero ¿conviene que le crees equivocas expectativas con una
mentira que, más adelante, quedaría marcada en tu conciencia? Piensas en tal disyuntiva un buen rato, y
le respondes, sintiendo una aguda punzada de incomodidad en el bajo vientre, “sí, papá, no se preocupe.
Él se va a mejorar. Ahorita, lo único a lo que podemos aspirar, papá, en este momento, es a tener
paciencia”. Te responde con una breve e inaudible interjección de aprobación, precedida por comentario
aleccionador relativo a la entereza física de que siempre ha hecho gala tu abuelo, aun cuando desde hace
mucho tiempo las molestias físicas se han convertido en una constante en él. La noche termina espoleada
por un nuevo aguacero, tan recio y bronco como el de la tarde. Las gotas de la lluvia dejan sobre los
vidrios de las ventanas ribetes cenicientos que aparentan ser los ríos profundos de una negra geografía
calcinada, vista a través de una lóbrega y helada niebla. Pides una botella con agua, y tu padre, una taza
de café, que bebe con triste lentitud, con melancólica pesadez. 
Capitulo XIII
 
  Pese a la seguridad de una muerte inmediata, lo cierto es que tu abuelo ha empezado a mostrar una
rápida mejoría, que se manifiesta en la brillantez de sus ojos, velados aún por las ojeras y las risotadas
que, junto a tu abuela, emite desde el comedor. Asimismo, lejos de amilanarse por sus desvaríos
patológicos, le ha comenzado a dar rienda suelta a una súbita felicidad que no deja de sorprenderte.
Incluso, llegas a creer, durante sardónicos raptos de optimismo, que tu abuelo se va rejuveneciendo
conforme avanzan los días, como el infortunado e infeliz Benjamin Botton, del igualmente infortunado
Fitzgerald. De las inspecciones pormenorizadas a equipos de sonidos destartalados e inservibles, pasa a
mirar televisión, gesticulando con cínica apetencia frente a la pantalla cuadrangular del televisor, sentado
junto a tu abuela. Y si no ejecuta alguna de esas dos acciones, entonces se sienta en la cama de su
habitación y coloca en una casetera que tu abuela le regaló en uno de sus cumpleaños un casete Los
Éxitos de Los Visconti, cuyas salmodias evocadoras tienen mucho de motete gregoriano.
 
Voy hasta el monte mañana
Yo me voy a cortar leña verde para hacer una hoguera y en ella,
En ella echar a quemar tu cariño.
Recoger de ese amor las cenizas y después arrojarlas al viento…
 
Pero cuando ya el rasgueo opaco de las guitarras de Abel y Víctor comienza a parecerle asaz
lamentoso — similar al que, aun a riesgo de equivocarte, escuchas en el Gran Vals, de Tárrega, el
pudoroso—, coloca un casete de Julio Jaramillo que, según dice, “le regalaron cuando recién salió de la
cárcel, junto a otros de Rómulo Caicedo y Pedro Infante, que se fueron refundiendo en las vicisitudes de
la vida”. De esos nombres, el único por el que en verdad sientes predilección es por el de Julio Jaramillo.
Pero no solo por su nombre, por supuesto; también por su música, variadísima y que abarca un ingente
registro de temáticas liricas. Encerrado en tu cuarto, escribiendo de manera discontinua, pensando en
cualquier cosa que perturbe tu concentración, escuchas el tenor suspendido de quien tu abuelo se empeña
en afirmar que siempre será la mejor voz de Latinoamericana. Sí, tal vez lo sea, aunque no lo podrías
afirmar con seguridad.
Desde que en tu abuelo se operó ese cambio, tanto tu tío como tu padre ahora lucen más desahogados,
sonrientes, juerguistas, ebrios de una felicidad que, solo por esta vez, sí puede ser compartida. Ambos,
mientras desayunan entre el aroma apacible del café, revelen anécdotas olvidadas de tu abuelo, en las que,
de una manera un tanto ficcional pero sin caer en pretensiones inventivas propias de las fantasiosas
elucubraciones que a veces impregnan esas reminiscencias, columbran a tu abuelo como una suerte de
figura heroica capaz de batirse en sangrientas pendencias contra los más bárbaros espíritus de la historia,
entre las que no podía faltar aquella que él trabó con un tal Gregorio Niño, matarife sucrense cuya fama
de deslustrador de chiquillas se extendió por toda la región del Gran Chaco. Tu abuelo hirió casi hasta la
muerte a aquel matarife con su propio cuchillo, luego de arrebatárselo debido a un comentario que el
boliviano realizó contra la supuesta falsedad de los llaneros “amancebados” con prácticas tan extendidas
por aquellas heredades que muchos nativos comenzaron a anexarlas a sus costumbres cotidianas. 
En el semblante de tu abuela, aunque en cuyo rostro se aprecia un distingo de desbordada felicidad, aún
perduran rastros de esa tristeza pasada que en más de una vez devino en llanto. Pese a ello, sabes también
cuán grande es la felicidad de ella al observar la de su compañero de casi toda la vida, a cuya vera sigue
reposando, eterna. 

Capitulo XIV 
 
Dado que la ennegrecida catadura del día amenaza con lluvias, guardas en tu morral una pequeña
sombrilla, introduciéndola con desmedido cuidado, no fuera a estropear las tragedias de Marlowe que
compraste con un dinero que tu madre te dio apenas te graduaste del colegio. Te preguntas qué pasaría si
el celebérrimo doctor Fausto descubriese que uno de los ejemplares en que se halla contenida su historia
infausta fuese estropeado por la inopinada injerencia de un objeto foráneo. Mientras volteas hacia la calle
Doce de Enero en la que abordarás el autobús que te llevará a la Décima Avenida, te cercioras de que el
libro no se encuentre estropeado. Prendes un cigarrillo y, sosteniéndolo entre tus  delgados labios, vuelves
a acomodar la sombrilla, dejándola finalmente junto al libro. El entorno capitalino, como siempre, luce
impúdico, avejentado, cubierto por una gruesa membrana de hollín que hace que las casas parezcan
monolitos gigantes por cuyas superficies se escurre un limazo fétido. E irreflexivamente, como siempre
haces cada vez que te diriges a la Décima Avenida, revisas tu billetera. En efecto, ahí están los billetes
con los que, nuevamente, podrás acceder a algunos minutos de efímero placer carnal.
El autobús no tarda mucho en pasar. Está desocupado porque recién está comenzando su ruta, que va
desde el barrio en el que vives, Perdomo Nuevo, hasta más allá de la Décima Avenida, a la que se adentra
siguiendo la antigua ruta del Ferrocarril Andino, hoy convertida en un sitio de viviendas veraniegas,
cuyos motivos arquitectónicos, consistentes, entre otras cosas, en paredes acanaladas en las que se
observan bajorrelieves de reyes muslímicos sedentes, son unos de los más hermosos de cuantos has visto,
solo comparables a los que, en un enciclopedia ilustrada, observaste de los templos hindúes ubicados en
la isla Elefanta, India. A esas hermosas casas acuden las familias de los acaudalados a pasar sus fines de
semana junto a otros acaudalados cuyas vidas se reducen maquinalmente a cifras económicas consignadas
en portafolios decorosamente ordenados y Chivas Regal servidos en copas traslucidas que terminan
manchados por el impúdico carmín de las muchachas en flor que visten trajes de lino con brocados
blancos, y que, a fin de hacer más perceptible su afán intemperante, abren las piernas formando, junto con
el brillo desperfecto de sus grandes ojos que se sostienen en las cuencas como astros vacíos y rutilantes,
una escena onerosa que desembocará en un coito licencioso, indómito, propio de esos filmes bastardos
europeos del siglo pasado, que tanto te conmocionaron cuando los apreciaste por primera vez. Como ya
es habitual en ti, te sientas en los puestos traseros, junto a un crapuloso de cabello cobrizo y chaqueta de
cuero percudido, de la que se desprende un pestífero olor a alcohol barato. Con los ojos fuertemente
sellados, creando surcos marrones en torno a ellos, ronca profundamente, con las manos fijas en sus
muslos, sin moverlas. A ratos su cuerpo se estremece con violentos espasmos, seguidos de resoplidos
ahogados que parecen los borborigmos de un can agonizante, muerto a puntapiés. Cuatro o cinco
personas, ubicadas en los puestos delanteros, de rostros anónimos como los de los sueños, dormitan
abatidos por el peso del cansancio, que clava sobre sus nucas un yunque de miles de toneladas. Haces lo
propio, puesto que aún falta mucho camino por trasegar. Bebes un poco de agua, y acallas, durante unos
minutos, el impetuoso caudal de pensamientos que germinan en tu mente, ininterrumpidos.
Te despierta el brinco súbito del autobús, cuya ferrosa estructura parece que en cualquier instante se
vendrá abajo y, con ella, todos tus intestinos, junto con los de los demás ocupantes, saldrán a volar en una
ágil galopada de gaviotas despavoridas. El beodo emite una sorpresiva imprecación, a lo que el conductor
del autobús le responde con una risa sardónica, mezcla de sorpresa y nerviosismo, desde su cabina
empañada por los manchones negros del combustible. Un excesivo trancón, al que vendría a añadirse un
baladí accidente en semáforo de la Calle La Constitución, justo donde esta establece una concurrida
intersección con la Octava Avenida, te motiva a anunciar tu parada un par de cuadras antes de la Décima
Avenida. Estás resuelto a caminar, no tanto por sentir el maremágnum colectivo que, durante esas horas
de claror vespertino, está en plena y desbocada efervescencia como por libertarte, aun sin que lo logres
conseguir del todo, del aroma emético que se desprendía de aquel crápula pedestre. Si no te hubieses
bajado, con seguridad te hubieras vomitado, dentro de ese desgastado autobús, tal como te sucedió, hará
un par de años, cuando, luego de beber con desenfreno excesivo media botella de aguardiente tú solo, te
vomitaste en un autobús ante la mirada atónita de varios pasajeros. Tuviste que bajarte al cabo de algunos
minutos, pues no querías seguir usufructuando la insincera tranquilidad de los pasajeros con tus
inmodestias gástricas. Mientras esperabas a que el bus hiciera la parada, te recriminaste mentalmente por
haberte emborrachado de ese modo tan hiperbólico.
Prendes un cigarrillo, y respiras profusamente, varias veces, inhalando, exhalando, esquivando con
nerviosa presteza a quienes, inoportunos, pasan ante ti como legiones de espectros condenados al tránsito
eterno hacia el abismo. Dos mujeres anchurosas, enfundadas en sobretodos motosos, y bajo cuyos
dobleces de tela asoman los enhiestos pezones de sus senos, ofrecen sus servicios sexuales a los hombres
que trasiegan frente al malhadado bar del Florian, iluminado con sucias luces eléctricas, cuyo interior, a
consecuencia de la fastidiosa intensidad lumínica, no se puede apreciar a detalle, si bien desde la distancia
puedes corroborar, como lo suponías hace algunos segundos, que adentro, tras una agrupación de cristales
relucientes, beben animados un grupo de jóvenes prosaicos que rodean, procaces, a una mujer de
avanzada edad semidesnuda, con su ropa interior a medio poner, y con pliegues de celulitis recubriéndole
sus tostados tegumentos. Sus senos son como dos bolsas de agua que en un momento determinado
estallarán. Te ríes para tus adentros, sin dejar de pensar en la inaplazable seguridad de que, dentro unos
cuantos minutos, podrás volver a ver a aquellas furibundas prostitutas desplazarse procaces a lo largo de
la taberna del bar de Las Lajas. Piensas en Isabela, y en sus excitantes movimientos de bayadera
electrizada, en sus caderas de hierro sideral, en sus brazos que, como aspas, rasgan la vaciedad del
húmedo aire, en sus nalgas espaciosas que te ofrecen la voluptuosidad fugaz de una piel a la que jamás
podrás adéntrate del todo, ya que, como un fantasma que se escabulle entre los infinitos recodos de la
realidad, cualquier cosa que hagas por poseer con entera amplitud a alguna de aquellas mujeres,
constituye una entera y dolorosa ilusión; una ilusión que, como muchas otras que alimentan la vida,
seguirá creciendo, eterna, cebándose a sí misma, engordando, cual mofletuda oruga que repta incansable.
Arribas a la Décima Avenida cuando ya la lluvia comienza a destrenzarse en intermitentes y manidas
borrascas. Al norte, sobre el cúmulo de montañas tupidas de un color azul verdoso, se yerguen cuerpos
albos de neblina que se van dosificando sobre la totalidad de las montañas, cubriéndolas con su sucia
blancura. Don Rodri, un vendedor de cigarrillos que invariablemente lleva puesto una envejecida
camiseta de Iron Maiden, y terciado en su hombro izquierdo una especie de faltriquera sintética en la que
guarda el dinero que recibe de sus ventas de café, cigarrillos y dulces, es un hombre de ojos caídos,
melancólicos, encerrados en unas cuencas amoratadas, hinchadas, que, al entrar en contacto con la
cadavérica luz del sol, parecen reverberar como el abdomen de los escarabajos. Le compras un cigarrillo
Polmy, sin filtro, que él te entrega con desmedida cordialidad, pues sabe que frecuentas los lenocinios con
discreta regularidad. Te resguardas de las arremetidas de la lluvia bajo la pérgola de un motel de fachada
morada, y cuyas ventanas, cubiertas por celosías, y aun siendo mediada la tarde, relumbran con portentosa
nitidez. Fumas con evidente indiferencia por cuanto te rodea, con los ojos fijos en los cada vez más
grandes charcos que se van formando sobre la acera del motel, apretando dolorosamente tus labios contra
tus dientes, con un sentimiento de cólera creciente. Supones que en esta ciudad purulenta y viciada por los
humores de la caducidad, no hay lugar para ti, y que de tus angustias sentimentales, así como de tu
penosa soledad, nadie se enterará y si alguien lo hiciera de seguro te las reprobaría amargamente,
riéndose, además, frente a ti, mordaz. Quisieras vivir lejos de la odiosa presencia de estos execrables
citadinos, alejado de cuanto a ellas concierne, distante de sus caprichos mundanos y sus voluntariosos
empeños por enervar la vida del prójimo. En un rapto de ilusoria esperanza, piensas que estás en Saint
Paul, Minnesota, recorriendo sus límpidas, grises e imbricadas calles, en las mismas en que, hará más de
cien años, nació el alucinante Fitzgerald. Te trasladas, sobre las níveas alas de tu imaginación, al
suroriente, llegando a Asheville, Carolina del Norte, cuyas magras tierras vieron nacer, en el año 1900, al
conspicuo Thomas Wolfe y a su errabunda alma, que, cual niño perdido que no buscase más que su
propia sombra, aún vaga desconsolada por las cimientes de Nueva York. Te trasladas ahora a la Europa
de la posguerra, más exactamente a Turín, donde aprecias a Pavese tendido en la cama, a medio vestir,
con los ojos entrecerrados, esperando a que la muerte —esa que tiene los mismos ojos que los de infame
Constance, por cuya indiferencia y desamor Pavese terminaría suicidándose— le dé el último y definitivo
golpe, del que jamás se pudo reponer. Sigues escudriñando en tu memoria, trasladándote a lugares tanto
más bellos cuanto que resulta imposible no compararlos con los que, infectamente, tienes que convivir a
diario, casi a perpetuidad. Aquellos lugares, tan idílicos como lejanos, jamás serán testigos de cuanto te
sucede a ti y tú, a su vez, jamás podrás adéntrate a sus fastuosas sinuosidades. No solo estás condenado a
la incomprensión más absoluta sino que, para colmo, estás también condenado al eterno ostracismo de
vivir en una ciudad empozada en el más acendrado oscurantismo. Piensas en ir un rato a la cigarrería del
colombiano a invitarlo a un café. Pero desistes. No quieres importunarlo con tus afectaciones de
muchacho misántropo y depresivo. Te terminas de fumar el cigarrillo y, dándole las gracias a don Rodri,
comienzas a caminar hacia el prostíbulo de Las Lajas, en cuya convulsa cantina esperas encontrar a
Isabela. No sabes si es una respuesta fisiológica por el efecto postrero del cigarrillo o por puros nervios,
pero lo cierto es que tus manos comienzan a sudar de un modo incontrolado y tu corazón da inicio a un
golpeteo feroz que percute en las venas de tu cuello. Antes de trasponer la entrada del prostíbulo, piensas
en lo atípico que te resulta la intranquilidad que te comienza a dominar. Nunca, hasta ese momento, la
habías sentido, y menos aún bajo la inminencia de otro encuentro sexual. Pero pronto terminas
olvidándola.
La cantina, como casi todas las tardes, bulle con tranquilo descontrol, y una música de inflexiones
tropicales, de esa que se suele escuchar en los autobuses atestados o en los restaurantes de comidas
rápidas atendidos por mucamas de gruesas caderas y de pies tan grandes como de quienes padecen
elefantiasis, domina el ambiente, creando un alboroto auditivo y orgiástico que te golpea con ferocidad tu
pecho, lo que, aunado con aquella súbita intranquilidad, te deja exánime ante una plena y punzante
indecisión. No sabes si salir de Las Lajas y volver a tu casa y acostarte en la cama y cubrirte el rostro con
las cobijas y respirar una, dos, tres veces hasta sentir que poco a poco una aparente aunque bienhechora
tranquilidad comienza a apoderarse de ti, o pedir algo de beber en la barra—quizá una cerveza, un gin-
tonic helado o una copa de aguardiente, aunque todo ello para ti resulte detestable— y dejar que el
barman, un ecuatoriano cuya acción predilecta al parecer es exhibir una amplia sonrisa en la que se
incrusta una serie de blancos y límpidos dientes, le avise, a través de un radioteléfono de grandes
proporciones, a Isabela que ya tiene otro cliente. Te decantas por la segunda opción, mucho más
quimérica y azarosa que la primera. Pides una cerveza y, bebiéndotela afanoso, como si estuvieras
viviendo los últimos instantes de tu vida, intentas conversar con el barman acerca de la lluvia que,
incesante, clama alborotada allá afuera, en la avenida. Pero el barman no te escucha, pues está atareado
sirviéndoles varias copas de aguardiente a tres hombres a quienes jamás has visto (la afluencia de
personas que acuden a Las Lajas se renueve de una manera sorprendente; no en vano muchos de sus
trabajadoras sexuales, en un sincero afán contabilista, aseveran que en el prostíbulo no vuelven a ver a los
mismos clientes más de dos veces; tú, por supuesto, eres la excepción, toda vez que acudes a él desde
hace más de tres años y, en efecto, no has vuelto a ver a la misma persona más de dos veces), vestidos a la
usanza obrera, con trajes grisáceos y desvaídos, visiblemente alcoholizados, que distraen sus horas
fúnebres hablando de temas para ti intrascendentes, no solo porque los bramidos metálicos de la música te
impiden escuchar, sino, sobre todo, porque, simplemente, no te interesa escuchar cuanto acaece a tu
alrededor. Nervioso, con tu mente tornada en un trastornado vórtice del que relumbran imágenes de los
días previos al suicidio de tu madre y aquel recuerdo de tu padre viendo la televisión con abulia hasta
encontrar semejanzas en el rostro de una mujer con el de tu madre — ¡mira, hijo, se parece a tu madre!
—, te entregas a la cada vez más desesperante tarea de esperar a Isabela. En cualquier instante arribará y
lo oportuno es que no advierta tu nerviosismo. El barman, entretanto, sigue sonriendo y, de repente, tienes
la vejatoria sensación de que de los parlantes emergen cortaplumas prestos a herirte. Te levantas
intempestivamente, como eyectado por una fuerza anómala, y te diriges al baño. Te demoras allí un buen
rato, recogiendo agua con las manos y salpicándotela en el rostro, observándote en el sucio espejo que
proyecta el reflejo huidizo de un rostro agotado por las impertinencias de la vida. Regresas a la barra,
nervioso, impaciente. El barman, que se percata acaso de tu visible incomodidad, te ofrece otra cerveza,
que rechazas con un ambiguo aspaviento de cordialidad. A unos cuantos metros de ti, Luciana, prostituta
veterana que tiene el rostro consumido por arrugas oblicuas que parecen profundas grietas de algún
terreno yermo, bebe cerveza junto a un hombre que está de espaldas a ti, por lo que no le puedes apreciar
su rostro. Junto a un aparador de madera, se exhiben, a modo de catálogo sugerente, varios cuadernos
alusivos a ciertos precios, descuentos, ofertas, así como los nombres de cada una de las prostitutas, y el
precio de sus servicios, que varían significativamente de acuerdo a la experiencia y edad de la prostituta.
Isabela, junto a Luciana, es una de las más viejas y con una discreta nombradía que le ha permitido
mantenerse a flote a pesar de que uno de los puntos álgidos de Las Lajas es su amplio repertorio de
jovencitas y transexuales imberbes que te miran, si no con franco recelo, entonces sí con indubitable y
amarga curiosidad, como si supusieran que solo estás allí para importunar sus vidas.
Esperas. Sigues esperando, impaciente. Escuchas las arteras melodías de la música impregnando todo tu
cuerpo, invadiéndolo lentamente. Y cuando ya estás a punto de irte de aquel prostíbulo séptico, y pagarle
la cerveza al barman, aparece Isabela, lozana, con el cabello recogido en una rígida cola de caballo.
Saluda a los tres hombres, y luego a ti. Te estampa un sonoro beso en la mejilla que, repercutiendo a lo
largo de tu columna vertebral, te exacerba el corazón y te altera la respiración. Estás allí, de nuevo, en el
prostíbulo, ad portas de otro encuentro sexual, que, en puridad, no es sino otro conciliábulo entre dos
sombras lánguidas, perdidas en su propias regiones indivisibles, brumosas, inalcanzables, alejadas
eternamente la una de la otra. Isabela se sienta a tu lado y, como es habitual en ella, te recuerda que, pese
a que tú estás pagando por sus servicios sexuales, no cuenta con mucho tiempo, por lo que, tomándote del
brazo de un modo tal que sientes cómo una extemporánea marea de sangre asciende hasta tu parietal, sube
contigo hasta el segundo piso. Llegan hasta la habitación 202, a la que, si mal no recuerdas, has ingresado
menos de tres veces, todas ellas con Isabela. Su mobiliario, a comparación del de otras habitaciones más,
cómo decirlo, suntuosas, es sencillo, discreto, sobriamente gris. Consiste, en pocas palabras, en un
tocador de madera pelada, una cómoda en cuyos cajones se guardan sábanas limpias, preservativos y
juguetes sexuales femeninos que Isabela desdeña por considerarlos antihigiénicos, varias réplicas
pictóricas relativas a distintas posiciones del Kama-sutra, y un viejo televisor en el que, de un modo
ininterrumpido, se reproducen películas porno nacionales. Todo ello se acompasa acordemente con el
aroma irritante del incienso, y con la eterna y sólida penumbra en la que boga la habitación y, además,
finos y discretos rayos de luz, que hacen resaltar partículas de polvo flotante, se cuelan a través de las
persianas, impactando en diagonal contra las baldosas.
Sin pronunciar palabra, la grácil matrona comienza a desnudarse, dejando al descubierto sus senos
sumidos en un extático derrumbamiento, su abdomen abultado en el que se circunscriben rugosidades  de
tejido adiposo y la discreta pubescencia que resalta bajo la semitrasparencia de sus bragas. No bien se las
termina de quitar, piensas ilusoriamente que ese cuerpo membrudo y rollizo, con las extremidades
recogidas en franca actitud meditativa —tal vez esperando a que tú hagas lo propio y comiences a
desnudarte, con objeto de dar inicio cuanto antes a la jarana sexual—, es el de las representaciones
eróticas del maithuna tántrico, cuya principal realización es la de eslabonar un puente sacro-carnal entre
dos cuerpos que, a partir ese momento, se convertirán en entidades cósmicas que bogarán en las aguas del
venerable océano, en cuyo fondo mora el perenne Váruna, subido al lomo de Saumanasá, su servidor.
Pero, al pensar a más a fondo en tales elucubraciones, pronto chocas de frente contra un hecho ineludible:
el placer que Isabela te dispensará será tan efímero como violento, y en él quedará excluido cualquier
atisbo de sublimidad corporal, de acendrada perfección carnal, de púdica afinidad íntima.
Te desnudas, mirándola con timidez, como si recién la conocieses y, sin medir palabra, te acuestas en la
cama, boca arriba, esperando a que Isabela comience a hacer jugueteos labiales con tu falo. Comienzas a
sentir breves gotas de sudor bajar por detrás de tus orejas, y lerdos aguijonazos, acompañados de súbitos
espasmos en tus muslos, socavan tu zona pélvica, haciéndote exhalar gemidos regulares que pronto
devienen en comentarios achispados a Isabela, a quien conminas a que continúe con su lenta labor. Pero
pronto le sugieres que se tienda en la cama, boca abajo. Una vez dentro de ella, comienzas a balancearte
lentamente, con ímpetu contenido, sin dejar de apretar sus rubicundas nalgas. Isabela alterna sus gemidos
con insolencias verbales. Se desanuda el cabello, y hace rechinar sus dientes, impetuosamente
conmocionada por tus irrupciones fálicas. Entre el fragor de la excitación, columbras en tu imaginación
las pequeñas estatuas de Tanagra, enhiestas, envaradas, recubiertas por un brillo de dulce preciosidad, y
junto a ellas, una mosca que, denodadamente, intenta posarse sobre alguna de ellas; pero todo esfuerzo
por parte de la mosca constituye una nadería. No puede. Está condenada, al igual que tú, a volar en
regiones inaccesibles para los demás, aun para ella misma, sin encontrar ningún asidero en el que pueda
reposar su cansado cuerpo.
Cierras los ojos con fuerza y entregas de lleno al placer. Con todo, la fatiga te obliga a tomar un descanso,
que Isabela interpreta como un indiscutible signo de incapacidad viril. Te ríes nerviosamente, sin saber
muy qué responder a ese comentario tan abyecto como inadvertido, pues ella no acostumbra a hacerlos.
Vas al baño y bebes agua directamente del grifo. Antes de salir, te miras unos segundos en el espejo,
acción que responde acordemente al nerviosismo que hace poco sentiste en la cantina, y que ahora
reaparece exacerbado hasta límites inadvertidos. Las manos te tiemblan e intentas no pensar en que estás
a punto de resbalar definitivamente a las fauces de un hondo abismo, de cuyo oscuro fondo jamás podrás
salir. Sales del baño y tienes tragar saliva varias veces para no llorar cuando Isabela te pregunta si estás
bien. Gesticulando una mueca de conmiseración —cuya aparición involuntaria te hace pensar que ella ya
está enterada del miedo impersonal que te domina—, les asegura que no te pasa nada, que el incienso te
tiene un poco mareado, y que, por eso, tienes un poco de calor, que se irá con un poco de reposo. “ya me
siento bien”, le dices a Isabela al cabo de un par de minutos, durante los cuales ella te vuelve a advertir
que no cuenta con mucho tiempo, “ya que hay más clientes esperando”. Te molesta que te recuerde eso,
pues, ¿quién más que tú es consciente de las limitaciones intrínsecas del tiempo? Nadie, con seguridad.  
Ánimas a Isabela a que se acueste a tu lado. Te obedece con confusa resignación, con indecisa molestia.
Comienzas a palparla quedamente, repasando con tus manos la tibia suavidad de su piel, la fláccida
curvatura de su abdomen. Llegas, después de un rodeo por sus blandas pierdas, hasta su sexo, culmen
supremo del placer femenino. Primero lo acaricias con suavidad y luego, fustigado por los gemidos de
ella, con evidente premura. Rumias con vacilación la idea de que, pese a tus intentos, algo de ella se te
escapa, irremediable; algo indeterminado, huidizo, imposible tanto de precisar con la mente como de
definir con las palabras, porque está más allá del pensamiento y del lenguaje. Mas de lo que sí puedes
estar seguro es que ese “algo” también se haya oculto en cada una de las mujeres, y que una cantidad
ingente de personas sí han logrado averiguar de qué se trata. Tú, con seguridad, jamás podrás formar parte
de esa cantidad. Jamás. Jamás. JAMÁS. Desesperado por tan dolorosa revelación, sientes una brusca
opresión en el pecho e inadvertidamente, sujetas del cuello a Isabela, quien exhala una risilla de nerviosa
complicidad que luego se torna en un crudo aspaviento de estupefacción cuando sujetas su cuello con
fuerza, con las dos manos. Sientes bajo tus palmas el flujo de regular de los latidos de su sangre, y
aprietas con impulsivo descontrol, dispuesto a cercenar una vida para luego acabar con la tuya, puesto
que, francamente, ya estás harto de comprobar con qué morbosa delectación los demás observan cómo tú
sigues comiendo mierda y, en lugar de socorrerte con si quiera una palabra de aliento, te recriminan por
tal o cual cosa, por tal o cual situación, por tal o cual palabra. Es cierto que tú también has contribuido
ello. Ya no eres la persona que antaño solía jactarse frente a sus cofrades de haber escrito aquel soneto
bajo el influjo becqueriano, y que mereció la zalamera aprobación de tu profesor de idiomas. No. Ya no
eres la persona que, a falta de carisma corporal, apelaba a la verborrea grandilocuente para impresionar a
las chicas, de las que solo querías un húmedo beso que se extendiera por varios minutos. Ahora no eres
sino un ser indefenso, inerme, inseguro, que perdió sus últimos vestigios de amor propio cuando la boca
de la muerte le engulló a la madre un día aciago de noviembre, y cuando, sobretodo, comprendió lo
azaroso del camino que de ahora en adelante tomaría en completa soledad. Isabela comienza a balbucear
alguna palabra de de dolor, y cuanto más aprietas su cuello, tanto más se percibe la coloración cárdena
que comienza a invadir su rostro. Te resulta sorprendente el hecho de que no grite, de que no pida auxilio,
como si no anhelase cosa diferente a su muerte. Sin embargo, pronto recupera energías y, moviendo las
piernas convulsamente, te comienza a aruñar la espalda, los brazos, así como el rostro, del que comienzan
a correr hilillos de sangre. Pronto, los ojos de ella se abandonan a la quietud, y sus escleróticas se tornan
aún más blancas, lo que te permite augurar que pronto expirará. Confiado en tal hecho, aprietas aún más
fuerte su cuello; pero, repentinamente, ella te lanza un seco golpe en el ojo izquierdo que te derrumba
directamente al suelo. Pero, dejando de lado el dolor y la aparente seguridad de una lesión irreversible en
tu ojo, te lanzas de nuevo sobre ella y, con el propósito de que no vaya a gritar, le devuelves el golpe.
Pero como no lo calculas bien, tu puño se estrella contra su pómulo derecho, y la comisura de sus labios.
Comienza a llorar fuerte, con descontrol, atronando sus quejidos en toda de la habitación. “¡hijo de
perra!”, te grita Isabela, con el rostro tumefacto por las heridas, acercándose hacia ti, empuñando en su
diestra un puñal de hoja corta cuya procedencia constituye para ti un misterio. Nervioso, pensando que
quizá los esbirros de la seguridad ya deben venir por ti, le lanzas un cenicero de vidrio que ella esquiva
con presteza. El cenicero estalla contra la pared fundando una avenencia de cristales rotos que te obliga a
salir de allí con premura, luego de vestirte aparatosamente. Bajas las escaleras y justo en el entenebrecido
rellano te encuentras con tres esbirros de la seguridad, que te miran con medrosa sospecha, sin ocultar la
turbación que les produce el que no solo bajes las escaleras con violento afán, sino además que estés
cubierto de sangre —luego de salir de la habitación, observaste rápidamente en un espejo de pasillo tu ojo
dolorido, que, al parecer, luce intacto, sin ninguna herida injuriosa, aunque te cuesta abrirlo— y con el
rostro convertido en una masa informe de sangre. Escuchas los gritos de Isabela y, asustado, pasas
corriendo frente al barman. Al salir del prostíbulo, te cruzas con otro esbirro que te intenta detener; pero
le esbozas una patada que termina estrellándose en el aire pero lo suficientemente intimidatoria como para
que él se espante y te deja pasar.
La Décima Avenida es como un río de sangre coagulada sobre el que vadeas aun sabiendo que en un
momento determinado te ahogarás. Escuchas, aunque no puedes precisar si se trata de alguna alucinación
auditiva o de algo real, los gritos acezantes de Isabela, “¡hijo de perra! ¡Hijo de perra! ¡Hijo de perra!”.
Trastabillas con transeúntes asustados que te miran con aterradora estupefacción. Doblas por la Calle
novena, siguiendo el sendero peatonal, y solo hasta ese momento tomas la resolución de acabar con tu
vida. Pero primero corroboras que nadie te esté siguiendo y te limpias la sangre con un poco de agua.
Desistes de hacer un mensaje de despedida cuando recuerdas que tu mamá, al suicidarse, tampoco dejó
uno. De manera que así están mejor las cosas, sin que nadie se entere de por qué tomaste la decisión
definitiva. Revisas tu billetera, en la que se guardan tus documentos de identidad, merced a los cuales, al
momento del levantamiento de tu cadáver, la policía podrá identificarte. A tu mente acude aquella imagen
indeleble de cuando apreciaste, para tu terror, el cadáver de un suicida despatarrado en la calle Buenos
Aires, justo frente al complejo empresarial EL Bosque. Su cabeza —o lo que quedaba de ella—estaba
completamente aplastada sobre el asfalto, y restos de cráneo, además de masa encefálica, se
desperdigaban a lo largo de la calle. Los policías forenses, enfundados en trajes enterizos blancos,
sacaban fotografías del occiso. Se trataba de un hombre de obesidad pronunciada, y cuya fecha de muerte
—recuerdas— fue un caluroso día de enero en que acompañaste a tu madre a una cita médica. A partir de
ese momento, aquella imagen quedó impresa poderosamente en tu mente, y cada vez que la recuerdas
sientes un violento vacío en el estómago. Pero, paradójicamente, ahora, que estás apunto de poner fin a tu
calamitosa vida, cualquier inquietud en torno a aquella imagen se ha desvanecido, y no aspiras a nada
diferente que no sea estampillarte bajo las ruedas de algún camión, y que, tal como le sucedió a aquel
obeso, tu masa encefálica quede esparcida sobre el asfalto. Es mejor culminar de una vez por todas tus
infortunios vitales que seguir lamentando el hecho de saber que nunca dejarás de ser un miserable.
Asimismo, también está el problema de Isabela, que, si no te azuza a los esbirros para que te acribillen a
puñaladas, entonces animará a los policías para que te encierren en un hediondo calabozo durante
veinticuatro horas, tiempo suficiente para que sientes afrentado en lo más hondo de tu ser. ¿Qué dirían tus
abuelos, tu tío y tu padre al enterarse que a quien consideran un lector rezumado y probo ejemplo de
intelectualidad esté encerrado en un calabozo acusado de pegarle a una prostituta? Imposible imaginar
eso.
Atisbas hacia todas las direcciones, temeroso de encontrar a alguien que te impida cumplir tu acción. No
ves a nadie, excepto a algunos transeúntes enlutados que siguen su marcha sin percatarse de ti. A lo largo
de calle discurren raudos automóviles cuyo repiqueteo monocorde te hiela la sangre. Tu cometido es
lanzarte a algún vehículo pesado pues solo de ese modo tendrás la ulterior seguridad de que no quedarás
vivo. Nervioso, esperas a tu verdugo, con la vista en el suelo. Al poco rato, observas, en lontananza, un
camión cuya cabina tiene los vidrios discretamente ennegrecidos. Te aprestas, miras al cielo, mascullas
una muda rogativa por tu madre y tu padre. Aprietas los puños; pero cuando ya estás a punto de lanzarte
contra el camión, un impulso de frenética esperanza cimbra tu cuerpo y te hace desistir de tu empresa
fatal.  Es en ese momento en que comprendes que jamás podrás atentar contra tu propia vida, y que
cualquier acción que efectúes por mancillarla, no constituirá más que la afirmación implícita de que tu
vida perdurará hasta la más lejana senectud, a menos, naturalmente, de que un súbito accidente termine
acallando esa confirmación. El camión pasa a pocos centímetros de ti, reventando tus oídos con su pitido
interminable. Te das la vuelta y regresas al sendero peatonal. Rápidamente, concluyes que todo, aun lo
más abstruso, se puede solucionar, y que tu existencia, después de todo, no es tan desastrosa. Solo tienes
que afrontar cuantos problemas vengan porque al final, cuando estos acaben, te quedará la íntima
satisfacción de haberlos confrontado de la mejor manera. Te susurras, a modo de desesperada
expiación, "viviré, viviré, viviré, y no existe ni existirá ser en la tierra que me haga desistir de este
objetivo, al que de ahora en adelante le invertiré todas mis fuerzas. Así sea". 
Por otra parte, un cariño entrañable, casi que filial, y sobremanera efusivo, empezó a nacer por tu obra
literaria, minúscula y crapulosa, tan enfermizamente predecible y disímil, pero, al fin y al cabo, tu obra, a
la que quieres seguir siendo fiel, y sin cuyo terso influjo quedarías absolutamente incompleto, lisiado,
como un rabioso cauce al que, de súbito, mutilan. Trastabillando, te tiras en el andén y comienzas a llorar
con furia, con ímpetu irrefrenable, depurando de todo tu cuerpo todas aquellas costras emocionales y
recuerdos fallidos que se van pudriendo en tu memoria. Lloras porque te sientes perdidamente solo e
incomprendido, porque extrañas infinitamente a tu madre, y quisieras estar con ella, sintiendo el calor
benefactor de sus manos sosteniendo las tuyas, y sus tibios abrazos en los que parecías tan a salvo de las
crueles insolencias del mundo. ¿Acaso tu madre, que siempre te alentó para que siguieras adelante aun
con las naturales inclemencias de la vida, no te dijo tantas veces que no te desanimarás, que siguieras
hacia adelante, que, pasara lo que pasara, nunca dejaras de creer que la vida algún día te recompensará
por todas tus buenas acciones y que, siempre, toda herida sanará con el paso del tiempo? ¿Fue ella? En
efecto, ¿pero entonces, te preguntas, por qué se suicidó? Te pones la chaqueta, extraes de tu bolsillo un
poco de papel higiénico y, aplicándole agua, te limpias la sangre seca. Te levantas del andén y emprendes
tu camino de vuelta a casa. No bien abordas el autobús, te haces a la idea de que todo mejorará. 

Capitulo XV 
 Los días ulteriores a tu pendencia con Isabela, los aconteciste encerrado en tu casa, escribiendo sobre lo
que te había sucedido (añadiéndole, fiel a tus inventivas ampulosas, algunos rasgos heterogéneos
de Cristina baja la lluvia con sus manos, de Pilar Goyeneche, cuya trama, un tanto disparatada para tu
gusto, versa sobre el asesinato de una prostituta porteña a manos de un adolescente reprimido que, a partir
de ese momento, comenzará, cual Raskólnikov, a hacer un arduo examen de conciencia que finalmente lo
conducirá a entregarse a las autoridades), leyendo de una manera interrumpida, sin lograr concéntrate del
todo, pensando que, tal vez, la policía o los esbirros tocarán a tu puerta y te acribillarán a golpes. Te
preguntas por Isabela, y por lo que estará haciendo. Quizá esté recuperándose de los golpes, pensando,
mientras tanto, en cómo hacer para acabar con tu vida o la de tu familia —pero ahora que lo piensas, tú
nunca le dijiste que tenías familia, salvo por algún vagaroso comentario sobre tu madre al que Isabela
asintió sin interés— o quizá haya retornado a sus labores diarias, dejando de lado la ingrata situación a la
que se vio sometida contigo. Por lo demás, te da igual lo que esté haciendo. Lo único que en verdad te
importa es averiguar si ella desea tomar represalias en tu contra. Mas no sabes cómo averiguarlo. Decides,
pues, dejar que las cosas pasen como tengan que pasar y, entretanto, te recluyes en la soledad de tu cuarto.
Y en cuanto a las heridas de los rasguños que te produjo Isabela, las adjudicaste, con objeto de que tu
familia no se diera cuenta, a una riña que tuviste con un borracho mientras comprabas un cigarrillo.
Al temor de que Isabela atente contra ti, se anuda el de que el impulso tanático por suicidarte termine
desbordándose. De modo que, por el momento, prefieres estar en casa, toda vez que no quieres volver a
experimentar aquella trágica sensación de una muerte absurdamente premeditada, impulsada por las
convulsas situaciones que la precedieron. Ese tiempo lo aprovechas para, aparte de terminar de leer La
trágica historia del doctor Fausto, iniciar con la lectura de un libro que desde hacía mucho tenías
pendiente, y que intercambiaste con un compañero del colegio por uno de García Márquez, cuyas páginas
desflecadas estaban curtidas por manchones de café. El libro en cuestión es Las noches conmigo, de Jay
Lewoski, autor polaco que, meses antes de morir en un accidente de tránsito en una carretera en Gdansk,
envío una esquela confesional a una cadena de televisión de Varsovia en la que admitía su
homosexualidad. La novela, aparte de narrar linealmente la historia de vida del acuarelista ucraniano
Gregory Mayakovski (de acuerdo con una serie de cartas que Lewoski el envío a su madre durante la
estadía de aquel en Barcelona, el apellido del protagonista de la novela no está basado en el del poeta
soviético, sino en el de un desposeído campesino ucraniano con cuyo hijo Lewoski mantuvo una relación
sentimental que muchos se han empeñado en calificar de perniciosa y hasta de homicida), abunda en
aliteraciones artificiosas, redundancias repetitivas, descripciones detalladas de la menor futilidad, amén
de enredijos argumentativos, de los que Lewoski se sirve para dotar a su obra de un carácter policromo y
varío que te recuerda a ciertas narraciones de Faulkner. Este detalle narrativo es el que, precisamente, te
impidió, en un principio, leer la novela con plena e incondicional libertad y, en su lugar, te ceñiste a
ciertos prejuicios fundados en la idea de que la novela no pasaba de ser un grandilocuente laberinto entre
cuyas páginas sobresalía —si quiera momentáneamente— un atisbo de eminente talento, a pesar de que
no sabes muy bien si esa palabra encajone en la literatura, en la que la dedicación y el esfuerzo
constituyen los pilares fundamentales.
Pero tales aprensiones que tienes relativas a tu seguridad luego de la disensión con Isabela, se acaban
cuando tu tío, con su natural efusividad, te invita a ir con él y su novia al parque de La Tercera Comunión
a jugar basquetbol. Aceptas, con algo de evidente molestia. Y mientras te bañas, piensas que lo oportuno
en este momento depresiva inseguridad, es, justamente, eso, salir, distraer un poco tu mente de tanto
encierro prolongado, de tanto pensamiento intrusivo que te asfixia hasta límites dolorosos, de tanta
autoincriminación punzante que te revuelve las entrañas.
Con solapada cautela, miras a la novia de tu tío y te preguntas, con algo de desesperada lascivia, si él ya
conoce cada uno de los escondrijos secretos de ese cuerpo esbelto y torneado, en el que se resaltan los
años de dedicado ejercicio físico. Obviamente, concluyes, él los debe conocer todos, incluso lo más
insospechables para ti. Quizá la pregunta resulte un poco injuriosa para ti si en este momento no
estuvieras anhelando, con vehemencia voraz, enterrar todos tus avideces sexuales en aquella hermosa
mujer. Llegas, incluso, a sentir una descarnada envidia por tu tío que, de nuevo y como siempre, te hace
pensar que jamás podrás tener a una mujer como esas a tu lado.
Desde hacía mucho tiempo no jugabas basquetbol, y cuando terminas de hacerlo, advertiste cuánto te
hace falta hacer ejercicio físico. Tu cuerpo está ahondado en el cansancio, y tics espasmódicos en tus
músculos sacuden tus piernas. Tu tío te invita a ti y a su novia a desayunar. La boca de ella, al ingerir los
alimentos, se abre con ordinaria procacidad, dejando al descubierto sus molares ennegrecidos. Te ríes
para tus adentros, masticando con plena satisfacción hasta que, a través de los cristales de la cafetería,
adviertes que una mujer de complexión similar a la de Isabela, con los ojos cubiertos por unas gafas de
sol que la hacen ver como un abejorro, y con su torso enfundado en una americana caqui, entra a la
cafetería, dirigiéndose directamente a la caja. Tu corazón comienza tamborilear rápidamente, y tu mente
inicia un instantáneo proceso de captación de información relacionada con lo que sucedió en días
anteriores. Finalmente concluyes que esa mujer no puede ser Isabela. Pero, luego de unos segundos de
circunspecta tranquilidad, piensas en la no remota posibilidad de que ella te encuentre y se acometa contra
ti, dispuesta a zaherirte. Conviene, entonces, ser precavido.
   Capitulo XVI 
   
Hoy es sábado, y aunque tu padre no trabaja hoy, te asevera, sin disimular el nerviosismo que le produce
el decir una mentira que ni él mismo puede asimilar de la mejor manera, que trabajará solo hasta el
mediodía porque su jefe así se lo ordenó. Asimilas su mentira sonriéndole, asistiendo a sus palabras de un
modo convincente, del que él no podría dudar. Sabes que se encontrará, si no con amigos con los que
compartirá un rato ameno entre cervezas frías y charlas estentóreas sobre temas varios, entonces con
alguna amiga fantasmal y vagarosa de la que te habla con ambiguos atisbos descriptivos, insuficientes
para lograr un apreciación general y certera de aquella misteriosa mujer. Piensas en el bar de Las Lajas, y
lo que, luego de tu aparatosa huida, sucedió en él. Lo oportuno es que no te acerques allí durante un buen
rato o, mejor todavía, jamás en tu vida. Tendrías, pues, que buscar nuevos lenocinios, pese a que tienes la
impresión de que podrías vivir tranquilamente sin ellos. A tu favor, están tus ejercicios onanistas, que
tanto disfrutas, aun con el lastre mental de saber que lo que en verdad quieres es que tener a tu vera una
novia con quien pudieras hacer todas esas cosas, entre muchas otras. Ya llegará el momento (que ahora
vislumbras como lejano e inaprensible) de retornar a esas lubricas intimaciones con las rameras.
Abajo, en el segundo piso, tus abuelos prepararan, juntos, el desayuno, consistente en huevos fritos, café,
pan integral, y algo de fruta. Te llaman a desayunar. Tu abuela, que sostiene con forzada pesadez los
cubiertos, luce con la tez cadavérica, marcada por surcos profundos de arrugas, y con los ojos carentes de
cualquier barrunto vital. Su cuerpo parece uno de esos bocetos goyescos que observas de cuando en
cuando en las enciclopedias de arte e historia. Tu abuelo le intenta hablar algo a ella concerniente a lo
que, en noches pasadas, sucedió en la casa de enfrente, ocupada por una numerosa familia de costeños
que viven precariamente merced a los subsidios que el gobierno les da. Uno de los muchachos de esa
familia, que se infatúa de hablar prosaicamente y que lleva un corte de cabello de estilo carcelario, riñó
fuertemente con quien al parecer es su hermano. En la pelea, a la que se le habrían de adicionar gritos,
imprecaciones, juramentos y sollozos, los puños y los puñales protagonizaron un papel preponderante. Al
final, una patrulla de la policía tuvo que acudir al lugar y llevarse detenidos a los dos hermanos, uno de
los cuales tenía en su pecho una profunda herida. Tu padre te avisó de los gritos que emergían de la casa
de enfrente y, con anhelo apremiante, corriste hasta la ventana, cuyas cortinas descorriste con disimulo
temeroso y, efectivamente, los dos hermanos se batían fuertemente, con puñales en mano, ante la mirada
atónita de tres mujeres que, con los rostros tumefactos por la sorpresa, solo atinaban a gritar, asustadas,
que dejaran de pelear. Justo en el momento en que escuchas con atención el relato de tu abuelo, te surge,
de golpe, unas preguntas: ¿tus abuelos, así como tu padre y tu tío, acaso comprenden el dolor que te
lacera las entrañas cuando recuerdas a tu madre, y la dolorosa ausencia que ella provocó cuando decidió
acabar con su vida? ¿ellos alguna vez se han preguntado qué sentiste tú cuando te enteraste de que tu
mundo se caía en picada luego de la repentina muerte de tu progenitora? No, lógicamente, no lo saben.
Terminas de desayunar, y te quedas durante un rato en la sala de estar, viendo, sin mucho ánimo, la
televisión, de cuya lumínica pantalla mana la voz acompasada de un presentador que afirma, con algo de
exagerada vehemencia, que el senador Gustavo Robles Cobos, magnate y cofundador de la empresa de
bienes raíces Robles & Camargo, está propugnando un controvertido proyecto de ley que consiste en lo
que él se ha empeñado en denominar “un rearme radical de un grupo de autodefensas que fuera capaz de
socavar y, en último término, aniquilar los remanentes de ciertos grupos progresistas y de claras
tendencias marxistas que han arribado a la ciudad con el único objetivo de aleccionar a nuestros jóvenes
en prácticas tan perniciosas como delictivas, y claramente punibles". 
Tu tío salió desde temprano a acompañar a su novia a una cita médica. Y, quizá, la invite a almorzar, a
uno de aquellos restaurantes de fina ralea de los que él tanto te ha hablado, en los que sirven ingentes
porciones de carne adobada con especias exóticas, acompañadas de jugos frescos servidos en grandes
vasos de vidrio en cuyos contornos relumbran los rostros de quienes tienen los bolsillos pletóricos de
mierda, y que viven sus insustanciales días bajo la incertidumbre perenne de que sus utilidades, amasadas
durante años, caerán estrepitosamente en cualquier instante. Tu abuelo, con su acostumbrada amabilidad,
te conmina a que te bañes. Asientes a tus palabras, sin expresar mucho interés. 
 
Capitulo XVII
 ¿Qué es la literatura?, te preguntas mientras escuchas, concentrado, la homofonía coral de la Novena
Sinfonía, con las manos sobre el teclado, caviloso, sin decidirte a empezar a escribir. “La literatura es un
acto de soberano desenfreno llevado a cabo por quienes, errabundos en un mundo que no solo no les
pertenece sino que, incluso, a veces corre el albur de ser inexistente, comprenden que cualquier verbo que
se escriba o cualquier palabra que se diga es insuficiente para abarcar si quiera una pequeña porción de
esta enmarañada realidad y, aun así, no deja de ser prodigioso que, para tu criterio, esa insuficiencia
constituya una encantadora beldad, pues ha permitido, por los siglos de los siglos, implantar —recurres a
este verbo simplemente porque no se te ocurre ningún otro— obras literarias que perdurarán hasta el fin
de estos risibles tiempos”. Piensas, brevemente, en Sobre héroes y tumbas o en Señas de identidad, obras
señeras que se leerán en el futuro con la misma delectación y arrobo con que se leyeron en las épocas en
que se publicaron. Sientes una cruda emoción cuando conjeturas, con algo de cáustica ingenuidad, que tu
obra literaria se leerá con deleite en un futuro lejano, cuando ya tus huesos comiencen a ser roídos por la
carcoma de la eternidad, y que todo lo que has escrito en ella será tomado como un diáfano y veraz
trasunto de la época en que viviste, y de los sentimientos que entonces te arredraron. Mas, conjeturas otra
definición, que extraes del relato Sanlúcar el menor, de Rafael Banet. “la literatura es la acepción más
clara que el hombre ha hecho de sus más íntimas pasiones. Del mismo modo, ella es la depositaria más
descomunal y excelsa de cuanto siente y piensa el hombre. De suerte que constituye una entera nadería
que se le intente dar otra definición, que a los críticos palaciegos, cuyas gesticulaciones varían desde
enarcar con fatuidad sus pobladas cejas hasta enarbolar un gesto de arrogante silencio ante la verborrea
recurrente y servil de un congénere que solo quiere argumentar su punto de vista, les hubiera gustado
leer”. Piensas en otra definición, a la que le intentas interpolar un metafórico y lacónico cariz derrotista e
insidioso que, nuevamente, no te resulta. “la literatura es una perpetua avenida, agrietada, y en cuyos
costados se extienden árboles milenarios y ciclópeos, cuyas presencias venerables custodian a las de
quienes recién comienzan su tránsito por esa interminable avenida, maltrecha y marcada por las huellas
de quienes, pese al esfuerzo, terminaron abandonándolo todo, hasta la propia vida”. Piensas en esta
definición, tanto más ambigua e íntima cuanto que es insuficiente para abarcar todo lo que para ti es
literatura. Sin alguna razón aparente —prefieres escribir en el ordenador; nunca te has sentido cómodo
escribiendo a mano—, buscas un cuaderno y arrancas de él una hoja, en la que consignas esta definición,
que, al final, te termina satisfaciendo: la literatura es todo lo que está a nuestro alcance, y que, de diversos
e infinitos modos, podemos emplear a nuestro antojo. Es el gato noctívago que, deambulando solitario por
los glaciales rincones de la ciudad, escribe un poema de maullidos doloridos que se diseminan con el
tremar de los golpeteos vegetales del viento contra el follaje de los enhiestos árboles; es el obrero que,
recién clarea el alba en las ventanas de su humilde habitación, se levanta a escribir cada día una historia
de bravura y superación, en la que está incluida su mujer y sus dos hijas, que ven en su padre el terso
paradigma de la valentía; es el imberbe abogado que recién adquirió su título de abogacía y que compone
un extenso poema vital, todos los días, a los que sobrepone un ansia ímproba de que de su teléfono celular
emerja la llamada aliviadora que lo eyectará directo al éxito profesional; es la mujer soltera, taciturna y
solitaria, que anhela, con desazón excesiva, que su enamorado fantasmal toque a su puerta a fin de sacarla
de ese encierro prolongado y asfixiante al que se somete por voluntad propia, pero del que quiere escapar
cuanto antes a riesgo de que si no lo hace la locura sea la que dé los primeros aldabonazos; es el
arquitecto de complexión espigada y cabello teñido de color bruno, que viste trajes de paño ceñidos, y que
utiliza, a manera de efigie santoral, un collar hecho de abalorios que, juntos, forman la imagen de la
Virgen María; es el escritor malogrado, con las ropas desgastadas por el uso, y que, como tú, busca,
cigarrillo en mano, algo así como un atisbo de la palabra concreta, certera, infalible, cuya irrealizable
ejecución constituiría el peldaño culminante de la literatura, lo que —no está de más ser reiterativo— es
imposible; es el consumado beodo que observa sus amarillentos ojos a través de la botella ocre de la
cerveza, y que, después de trasvasar sus penas al alcohol, sale a la sombría calle a seguir alimentando sus
cuitas. Literatura también eres tú, y cada parte de tu incondicional corporeidad: tu dinámico corazón —
cuyos latidos son una prueba indefectible de que la vida aún quiere lo mejor para ti— que bombea
fielmente la sangre de la que se alimentan tus tejidos, tu cerebro, merced a cuya mente has logrado
construir tus proyectos literarios, tus ojos con los que aprecias los primores anodinos que la vida a diario
te ofrece, tu nariz y tus pulmones, indispensables para inhalar el aire que a diario respiras, y con el que te
vivificas grandemente, tus pies, así como tus piernas, de los que, perennemente, te sirves para trasegar tus
caminatas por la ciudad, que desde hace algún tiempo se han visto mermadas, pero que quieres retomar
cuanto antes. Literatura es tu padre, tus abuelos, tu tío, tu madre y su recuerdo, que, contrario a lo que
pensaste, se va recrudeciendo en tu mente con el paso del tiempo, eterno, inalterable; literatura es también
Isabela, Ofelia, y sus húmedos besos cuyo éxtasis carnal no has vuelto a sentir; es el perro atrabiliario que
escarba entre los cubos de basura, solitario, a merced del frío infalible de la noche que lo obliga a
refugiarse bajo la pérgola de un centro médico, en donde espera encontrar un mendrugo de alimento con
que saciar su hambre. Literatura es, en definitiva, todo lo que puedes imaginar, y aun lo que no puedes,
porque lo que no existe la literatura se encarga de dotarlo de vida.
 
Capitulo XVIII
Nadie se ha enterado de tu ineficaz intentona por acabar con tu vida. Y, por el momento, no le piensas
decírsela a nadie, ni siquiera a tu padre, puesto que no quieres preocuparlo con tus dilemas psicológicos.
Pero lo que sí jamás le piensas comentar es acerca de tu tramoya física con Isabela, a menos, claro está,
de que él se entere por sus propios medios. Por otra parte, a aquel miedo de que Isabela (o alguno de los
esbirros o tal vez la policía) te esté buscando para castigarte por haberla golpeado, se ha empezado a
adicionar una fluctuante e instigadora confusión que te hace pensar en cuál sería el paso que ahora tienes
que dar para depurar de tu mente tantos remordimientos y pensamientos incriminatorios contigo mismo
que te tienen al borde la locura, porque, en efecto, es lo que has estado rumiando durante un par de días
atrás: que tu mente ha empezado a entrar en una irreversible decrepitud, cuyo resultado inmediato serían,
entre otros, alteraciones en la cognición, delirios persecutorios, amén de intempestivas variaciones
conductuales que te conducirán, de lleno, a las puertas de un psiquiátrico, tal como le sucedió a tu madre,
tras haber ingerido cincuenta pastillas de Amitriptilina. Y si el destino quiere que así sean las cosas,
entonces no podrás ver a tu familia durante meses, y permanecerás encerrado entre las gélidas paredes,
adornadas con afiches relativos a la importancia de proteger la salud mental, y en las que se guardan años
enteros de padecimientos mentales de personas desventuradas que pretenden, sin mucho éxito, respirar
algo de aire fresco, algo de aire vivificante y enternecedor. A tu mente llega la imagen de Ryan Irving,
uno de los escritores más queridos por ti, con su bufanda gris anudada al cuello y sus brazos, desgarbados
como los de un adolescente anémico, recogidos sobre su pecho, sonriendo con absoluta tranquilidad, con
su cabello cortado al rape y, tras él, el paisaje sepia del río Misisipi, a la altura de Tennessee, en cuya
capital, Nashville, Irving vivió por más de cincuenta años, junto a su esposa, Eleonora Malinowski, que
murió tres años después de Irving, víctima de un cáncer mama. Te preguntas que hubiera dicho él en el
caso incierto de que tú le comentaras todos los sucesos por los que últimamente has pasado. Tal vez te
dijera, en un rapto de ensoñado optimismo, “tranquilo, Johan, solo tienes que tomar la decisión que más te
convenga. Trata de no pensar en las ulteriores consecuencias que esa decisión te traería. Nunca dejes de
pensar en ti mismo, en tu propio bienestar, en que, a fin de cuentas, a quien en verdad tienes a tu lado es a
ti mismo, a tu esbelta sombra fiel, inconmovible, que carga consigo la siempre inalterable seguridad de
que si no te preocupas por ti mismo, nadie más lo hará. Nunca olvides eso, Johan”. Estás tan abstraído en
estas cavilaciones —pronuncias esas palabras mentalmente con la voz aguda de tu madre, como si ella en
algún momento te las hubiera dicho, y tú, simplemente, las estuvieras recordando— que no escuchaste
que tu tío te llama a que bajes a desayunar. Mientas digieres con meditabunda lentitud el pan, sigues
pensando en esa decisión y, al final, no menos resuelto a sacar una cita con psiquiatría que seguir
asfixiando vanamente tus expiaciones en la literatura, te encierras en tu cuarto, luego de desayunar.
Prendes el ordenador, y buscas el número de tu entidad promotora de salud, dispuesto a sacar una cita con
psiquiatría, porque el temor de que decidas ponerle fin a tu vida te lastima en demasía, y porque ya estás
cansado de que esos pensamientos intrusivos, lóbregos y matizados por un atmosfera funesta, te estén
macerando la poca paciencia que ahora posees. 
Tienes suerte. La cita te la agendan para mañana, a las cinco de la tarde, en el centro médico Providencia
Centro, ubicado al norte de la ciudad. Piensas decirle a tu padre que te acompañe, pero, tras pensarlo
durante un rato, prefieres no hacerlo. Total, no crees que su jefe acceda a darle permiso. Así que te
contentas con ir solo. Como siempre. Y también está el inconveniente de que, si él te acompaña, tendrías
que contarle acerca de tu cita con psiquiatría y si no le comentas, él, de todas maneras, se enteraría, tarde
o temprano. La verdad es que, para bien o para mal, no quieres, de momento, que nadie de tu familia se
entere de cuanto últimamente te ha sucedido, y de cuanto últimamente te sucederá.
Al retomar la lectura de Las noches conmigo, a tu mente caprichosa, llega el recuerdo inoportuno,
capitoso, de Isabela y, concomitantemente, recuerdas que, escondido en uno de los bolsillos interiores de
una de tus chaquetas, está su número de teléfono, que te dio, hace algunos meses, el barman ecuatoriano,
por orden directa de Isabela. Especulas entre llamarla y solicitarle sinceras excusas —“por mis acciones
violentas de las que estoy profundamente arrepentido, y que fueron propiciadas, imprudentemente, por
una intranquilidad de cuyo origen no estoy muy seguro” — o dejar que los acontecimientos sigan su
decurso natural, y que, de nuevo, la impaciencia y el remordimiento comiencen a usufructuarte la
tranquilidad. Las dudas vuelven a acometerte y, esta vez, lo único que puedes hacer, a fin de amainarlas,
es leer. Pero como no te logras concentrar de un modo satisfactorio, prendes el ordenador y colocas los
conciertos de violín de Bach, que descargaste desde una página web plagada de anuncios eróticos que te
invitaban, insistentemente, a agendar, bajo un precio muy módico, una cita con una adolescente
“dispuesta a complacerte en todo lo que tú le pidas”. Cierras los ojos, colocas el libro sobre tu regazo,
respiras profundamente, dejas que, como una corriente etérea de agua que nace de las regiones más
límpidas de un afluente sacro y cristalino, la tranquilidad colme todo tu cuerpo, y que el primer adagio de
Bach empiece a llenar la habitación, suprimiendo las injerencias auditivas exteriores. Cuando ya la
somnolencia empieza a trasfigurar tu tranquilidad en una soporífera modorra, abres los ojos, sujetas el
libro con fuerza, y tomas la decisión de buscar el número de Isabela para llamarla.
Comienzas a buscar en todas tus chaquetas, muy pocas, por cierto, pues ya se te olvidó cuándo fue la
última vez que compraste ropa. Recuerdas que es un papel amarillento, como de agenda, en el que, aparte
del número, también se lee el nombre de Isabela, escrito con una caligrafía apresurada, propia del barman.
Primero, lo buscas con imperiosa tranquilidad, convencido de que pronto lo encontrarás, y que, luego de
encontrarla, marcarás el número de Isabela; ella te contestará y, como si no hubiese sucedido nada,
hablarán gratamente. Mas, al poco tiempo, comienzas a desesperarte, insuflado por la idea de que no
podrás encontrar el número, y que, por tanto, no podrás llamar a Isabela, y que las cosas entre ella y tú
quedarán así, en perpetua ruina, en inapetente desmoronamiento. Revuelvas tu ropa, desordenas papeles
polvosos guardados en los cajones de tu mesita de noche, remueves documentos del escritorio del
segundo piso. Nada. No tardas mucho en convencer a tus abuelos que lo que estás buscando es una hoja
en la que están consignadas, a manera de glosario, unas palabras cuyos significados desconoces. Tus
manos comienzan a sudar incontroladas y los latidos de tu corazón se aceleran a límites inconcebibles, tal
como te sucedió aquella vez en la cantina del bar de Las Lajas, cuando empezaste a prever que algo
nefasto estaba a punto de acontecer. “¿Por qué todo tiene que ser tan difícil?”, te preguntas, impaciente,
volviendo a buscar en tus chaquetas.  
Tras una búsqueda que se extendió por espacio de una hora, encontraste el papel en el que está
consignado el número debajo del teclado del ordenador. Rememoras que lo habías puesto allí para que tu
padre, en el incierto caso de que revisara tu ropa, no lo descubriera. Aliviado, con un vacuo escozor
lacerando la boca de tu estómago, sales de la casa y buscas unas cabinas telefónicas. Antes de marcar el
número, inhalas aire y lo retienes en tus pulmones. Sujetas el tubo del teléfono y marcas el número. Estás
tan hiperventilado que no te queda de otra que abrir la puerta de la cabina y respirar el aire pestífero de la
calle. El teléfono suena. Vuelve a sonar. Comienzas a contar el ritmo sincopado de teléfono y lo asocias
con el del fluir de tu sangre, corriendo acelerada por todo tu cuerpo. Sales de las cabinas telefónicas con
la aviesa angustia de evidenciar que las cosas no te están saliendo como tú las planificaste. 
Capitulo XIX
(Australasia lejana)
La verdad es que los gustos que te acompañan son muy diferentes a los de la mayoría de jóvenes de tu
misma edad. Salvo, naturalmente, por tus visitas a los lenocinios y por algún pasatiempo deportivo al que
—la probabilidad de que esto suceda es relativamente alta, dado que desde hace mucho no juegas al
fútbol ni tampoco lo ves por televisión — renunciarás en cualquier momento, no conoces a nadie que
comparta tus mismos gustos, tus mismas pasiones, tus mismos impulsos creativos ni mucho menos tus
exacerbada predilección por la música clásica. Es cierto que en el colegio intimaste con compañeros con
quienes hablabas de literatura e intercambiabas libros o, aun sin considerarte un dechado en cuestiones
del séptimo arte, de filmes clásicos y contemporáneos. Pero esa pasión por la literatura no excedía los
límites formales de amistades perecederas que, en cuanto terminaste el colegio, se fugaron a la misma
velocidad con que aparecieron. Ello también se debió a que, en aquellas épocas, siempre fuiste reticente a
abrirte de lleno a otras personas, toda vez creías que cuanto ellas hacían, pensaban o decían no constituía
cosa diferente a cuestiones fútiles y banales de las que te alejabas a riesgo de caer en algunas de ellas,
como si fuera una zafia bacteria, mortal y altamente contagiosa.
Indubitablemente, estás seguro de que aquí, en esta populosa ciudad, hay muchas personas que están
ocupando su tiempo en las mismas cuestiones en las que tú ocupas el tuyo, y con mejores o peores
resultados, por supuesto, lo que no es inhabitual y lo que tampoco te asombra. Siempre habrá personas
que, con anhelos semejantes a los tuyos, estén pretendiendo adquirir valía literaria ocupando los primeros
lugares de algún concurso literario o trabajando sin sosiego para ver sus escritos publicados en tal o cual
revista literaria o, simplemente, escribiendo, como tú, por la simple pero ininteligible necesidad de
escribir. Asimismo, está el caso del consumado melómano cuyo ingente conocimiento de la música
clásica será proporcional a tu desconocimiento de la gran mayoría de conceptos musicales. Te empeñas
en creer que, en algún impreciso momento de tu vida, te encontrarás con personas de ese tipo, y cuando
las veas no sentirás por ellos envidia ni rencor ni compresión. Simplemente, les estrecharás la mano y lo
saludarás apáticamente, sin mucho entusiasmo, sin mucho interés.
Muchos de los jóvenes del barrio en que vives, y con algunos de los cuales has simpatizado con una
somera salutación, sumen su tiempo en cuestiones tanto más ajenas para ti cuanto lo absurdas que se
truecan con solo pensar que tú las estás realizando. A ellas recurrirás simplemente porque, cumpliendo el
precepto lacónico de Mr. Harrisbury concerniente a la importancia de la enunciación rápida en cualquier
obra literaria, escribirlas seria como dotarlas de una nueva consistencia, de un nuevo color, quitándoles de
su seno ese céfiro oscuro y mordaz que las rodea y, además, porque, como bien sabes tú, podrás darles
una aérea chispa de eternidad a todas esas acciones en virtud del enigmático poder la literatura.
Esas cuestiones son, entre otras, videojuegos bufos trasmitidos por pantallas de grandes televisores, ante
los que muchos jóvenes pasan horas enteras, ansiosos, lanzando groserías al desgaire, mientras sus dedos
presionan con desespero los botones de los controles; fiestas etílicas, animadas con música de ritmos
extemporáneos y letras inanes cuyos temas tienden a la invariabilidad, en las que el alcohol, las drogas
recreativas y el sexo desenfrenado intervienen de una manera importante, y cuyos regentes son esos
mismos jóvenes, que, infatuados de sí mismos —y de lo que supuestamente han construido a lo largo de
sus años de supremum desenfreno—, fuman cigarrillos de mentol que les deja en la boca un agrio tufillo a
albahaca reposada. Gran parte de aquellos jóvenes también buscan en los conciertos de música urbana y
tropical un motivo de diversión que exteriorizan con silbos estridentes y genuflexiones rimbombantes,
convulsas, al tiempo que beben aguardiente hasta quedar francamente ebrios. Otra cuestión, que para ti es
tan deleznable como las anteriores, pero que, en puridad, en estos nefandos tiempos constituye una
soberana necesidad a la que, tarde o temprano, te tendrás que someter de lleno es al trabajo. Sí, es verdad
que trabajaste por un corto periodo de tiempo con tu padre en la ornamentación, pero ese tiempo no fue lo
suficientemente extenso como para argüir que te sentiste dominado por esa máquina demoledora y
adversa que es el trabajo. Muchos de esos jóvenes sí sienten ese sometimiento de una manera tan
exagerada y cruel, que no puedes más que sentir sus penas como propias, como si en realidad tú las
estuvieras viviendo. Sus vidas se balancean entre la agria monotonía de trabajos en los que ni siquiera se
sienten a gusto y los efímeros vínculos que estrechan en el transporte público con personas con las que,
imprevistamente, forjan un vínculo que se deshace cuando una de las partes involucradas se baja del
autobús, siguiendo un rumbo tan incierto como agotador. “¿para qué tanto humillante afán, tantas
correrías laboriosas a las que sucederá siempre el cansancio y la desazón, tantas pretensiones por
apostillar el cuerpo en una oficina decorosamente amueblada, y sentarse en un ordenador a consignar
guarismos enrevesados, a petición de un jefe cuyos ojos jamás se posan en los de los subalternos?”,
inquieres mentalmente, sin dejar de pensar en la palmario convencimiento de que, más adelante, en un
futuro próximo, las circunstancias te obligarán a tomar ese camino, cercado por deterioras vetas de
infortunio.    
Capitulo XX
El centro médico Providencia Centro es un edificio de tres pisos, de arquitectura precaria, con la fachada
de ladrillos rojos revestida por infinidad de cicatrices profundas que te hacen pensar que al edificio jamás
le han hecho una modernización arquitectónica. Frente a las puertas de ingreso y salida, custodiadas por
vigilantes porfiados, se extiende un jardín de geranios, hiedras y rosales, que trepan hasta alcanzar el
busto estoico de Manuel Ovalle Uribe, endocrinólogo que, junto a otros cuatro galenos, fundó la Facultad
de Medicina de la Universidad Estatal de Santa María y el Hospital Universitario Buenavista, del que el
centro médico Providencia Centro forma parte.
Antes de entrar al centro médico, prendes un cigarrillo y te sientas en un escaño de concreto ubicado
frente a una cafetería, tras cuyos cristales se asoman los rostros blanquecinos de quienes departen
alegremente entre café y pan. No detienes tu mirada allí, sino que, inquieta y revoloteadora, la diriges
hacia cualquier lugar, hacia ningún lugar, hacia un entramado inconsútil de locales comerciales dispuestos
en función de una estrecha avenida sobre la que discurren transeúntes solitarios, acompasados a la
velocidad de sus propios pasos. Abrigas la posibilidad de que, en cuanto salgas de la cita médica, entres a
alguno de aquellos locales comerciales a tomarte un café y leer un rato. En tu morral guardas dos
libros: Las noches conmigo. Vas en la página ochenta, cuando Mayakovski, siendo todavía un niño
espontaneo e hiperactivo (con el febril anhelo germinando en su mente de recorrer con su padre los
miríficos campos de trigo del Óblast de Donetsk, tal como él le prometió a su hijo), dibujaba sobre
rústicas formas de cartón que extraía de la basura las formas atípicas y surrealistas que su excedida
imaginación le dictaba. El otro libro es Lunario de color aciago, de Sergio Chacón, diestro escritor
valenciano, cuyo reconocimiento no se debe tanto a la narrativa como a la dramaturgia, que lo llevó, en
1994, a presidir la dirección del Teatro Nacional de Arequipa, ciudad a la que se trasladó a fin de escribir
una investigación relativa a la influencia de la cultura incaica en la España del siglo XVII. Encuentras
algunas similitudes entre algunos cuentos de Lunario de dolor aciago y los de Hemingway o Carver: al
igual que los dos estadounidenses, el español vierte en su obra mucha sobriedad estilística y un pulcro
minimalismo que hace que sus descripciones estén exentas de cualquier aditivo ornamental. Sus cuentos
son como objetos fríos e impersonales, pulimentados hasta extremos insospechados, de los que, pese a
ello, nace un brillo fastuoso que te arroba. Aplastas el cigarrillo con la suela de tus zapatos, y entras al
centro médico.
Una vez en la recepción, le anuncias a una mujer vestida con sobria elegancia, y cuyo cabello, formado
por surcos desiguales de color castaño, le cae recto sobre sus escuálidos hombros, que tienes una cita con
psiquiatría. Te pregunta que a qué hora tienes la cita. “a las cinco de la tarde”, respondes con tranquilo
nervosismo. La mujer comprueba tardamente algunas cosas en el ordenador, y te responde, mirándote
compasiva, apiadándose de tu aparente e innoble condición de adolescente sufriente por alteraciones de
índole mental, “cuánto lo siento, señor Johan. Pero el psiquiatra no lo podrá ver hoy. Tuvo una calamidad
doméstica. Ya casi termina la última cita de hoy”. Por un momento, llegas a creer, mientras la mujer se
esfuerza en argumentarte para qué día quedaría reprogramada la cita, que ese psiquiatra eres tú, y que la
calamidad domestica que sufrió estuvo relacionada con tu padre, que se cayó de las escaleras no hace
unos cuantos minutos, fracturándose el pie izquierdo. Desechas ese pensamiento cuando la mujer,
intrigada, te pregunta que si te parece bien que te agenden la cita médica para el día 26 de agosto, es
decir, para dentro de diez días. “sí, no hay problema”. “Bien, señor Johan, entonces la cita quedó
agendada para ese día a las diez y media de la mañana en este mismo centro médico”. Das las gracias, y te
marchas, desanimado, reflexionando que, quizás, exista la perceptible posibilidad de que, ese 26 de
agosto, la cita te la vuelvan a cancelar y te la agenden no ya para dentro de diez o quince días, sino para
dentro de un mes. Te esfuerzas en suponer que eso no va a suceder, y que podrás ver al psiquiatra y
comentarle cuanto te agobia. Sales del centro médico y, cuando ya te estás llevando el cigarrillo a la boca
—en un acto superior que tiene mucho para ti de reverencial, como si estuvieses ejecutando una acción
con la que pudieses entrar a un plano superior de la realidad, muy diferente al que estás adherido—, un
mendigo, con el rostro tornado en un cuadro informe al que se le incrustan manchones cerosos y negros,
te pide un cigarrillo, extendiendo su mano ante tu pecho, esperando el momento de recibirlo. Sus ojos
están tan vacíos de cualquier brillo de emoción y su acucioso andar denota tanto desespero, que extraes
un cigarrillo de la cajetilla y se lo das. El mendigo te agradece con efusividad, alabando tu buena
disposición.
Entras a la cafetería y pides un café. Te lo traen al instante. Te sientas en una mesa ubicada cerca de la
entrada, desde donde puedes atisbar a los transeúntes que pasan, sin percatarse de que a pocos metros un
alma silenciosa, cavilosa, enmarañada en sus propios problemas (de los que a veces no sabe cómo salir)
quiere volver a ser la persona que fue, y que, sin saber cómo ni por qué, terminó enredada en algún punto
de ese pasado, que gira en torno a su cabeza con la fuerza de una vorágine intempestiva, nublando sus
pensamientos e impidiéndole llevar una vida normal, como la de cualquier persona.
Mientras bebes con cansada parsimonia tu humeante café, extraes de un tu morral el libro de Chacón, y
comienzas a leer, haciendo heroicos esfuerzos por concentrarte, pues interferencias exógenas reclaman tu
atención, tales como la verborrea subvertida de una mujer que, sentada a unos cuantos metros detrás de ti,
le habla a un hombre su situación sentimental actual, a lo que él responde con breves pero profundos y
desesperados monosílabos, como sino anhelase más que el momento de hablar; las conciertos auditivos,
entremezclados con risas ampulosas, así como los pitidos abruptos de los carros, que te llegan de afuera, y
los canturreos átonos de uno de los mozos de la cafetería, cuyo rostro de caballo te ensombreció aún más
el ánimo cuando entraste al establecimiento. Cierras los ojos y, mentalmente, te dices que todo va a estar
bien, que nada malo va a pasar, y que ahora no tienes más objetivo que el de leer el libro de Chacón y, en
efecto, a los pocos segundos comienzas a leer, atrapado por el caustico influjo verbal del que hace gala
Chacón. “me senté en una silla con las patas torcidas y tambaleantes. Prendí un cigarrillo. Esperé
durante un rato que, debido a mi desesperación, me pareció interminable. Volví los ojos al parpadeante
letrero de neón que, en esta noche oscura de abril, me tentaba con sus luces inquietas, conmovedoras, de
las que parecía manar un flujo aceitoso y caliente que me inundó el cuerpo de una singular tranquilidad
que me impulsó a entrar al cabaret. Así lo hice. En el interior, olía a agua de colonia y ropa mojada.
Tardé un rato en encontrar a José Luis. Al verme, levantó las manos con efusividad, y me indicó que me
acercara. Visiblemente borracho, y con el rostro perlado por un sudor grueso coloreado por las luces
del cabaret, me explicó, a grandes rasgos, el plan a llevar a cabo”. Interrumpes tu lectura al notar que,
en la mesa contigua, se sientan dos mujeres, vestidas con excesiva elegancia, envaradas en su fluir de
atrabiliarias matronas sin par. Una de ellas, con el rostro cubierto por surcos de arrugas que se extienden
por su piel como los trazos violentos de algún pintor abstracto, te mira con inquisitiva inquietud, como
temiendo que le hicieses daño. Sus piernas son gruesas, y sus manos arrugadas configuran movimientos
anormales que denotan inquietud excesiva. Vuelves a posar tus ojos en el libro, y te concentras, de nuevo.
“así era José Luis. Sus hábitos de sueño se veían siempre interrumpidos por crisis de ansiedad que él
solucionaba con desmedidas ingestas de alcohol, que, según decía, ayudaban a que su mente trabajara
de un modo más espontaneo, dadivoso. Pero eso, más que una verdad insoslayable, era una mentira
irrefutable. O eso me parecía a mí. Cuando se alcoholizaba de un modo descomunal, comenzaba a
musitar frases ininteligibles que parecían el monologo recóndito de un psicótico. Era en ese momento
cuando comenzaba a rememorar su pasado. Hablaba primero de su madre. Luego de su padre, que para
aquella época vivía en su apartamento en Madrid, solitario, con un pequeño gato como única compañía.
Por último, hablaba de su hermano, a quien yo había visto en un par de ocasiones, y que se había ido
recientemente a Núremberg a terminar su doctorado en derecho. En más de una ocasión, noté que, al
entregarse a esas tareas rememorativas, sus ojos se tornaban aguados, y comenzaba a respirar con
fuerza, con objeto quizá de reprimir las ganas de llorar”. Pides otro café y, mirando con disimulo a la
nerviosa mujer de la mesa contigua, sigues leyendo por algunos minutos más.
Llegas a la casa pasadas las siete de la noche. Tu tío, tu abuelo y tu padre, concentrados en la televisión,
comentan sus impresiones sobre el secuestro que un grupo de talibanes contra dos periodistas italianos.
Tu abuela te ofrece algo de comer, pero, pretextando no tener hambre, subes a la habitación, y prendes el
ordenador. Tu padre sube a los pocos minutos y te pregunta, intentando demostrar desinterés, dónde
estabas. Sabías que esa pregunta la tendrías que responder una vez llegaras a la casa. Así que, confiado en
tus propias mentiras, le dices que estabas dando una vuelta por el centro y por el barrio La Soledad, en
uno de cuyos afamados restaurantes ingresaste a comerte un pastel de carne. Tu padre te mira con una
sonrisa de franca aceptación en sus labios, y te dice que, si te sientes mal, no dudes en comentárselo, que
él te apoyará en cualquier decisión que tomes. Asientes a sus conmiserativas y benefactoras palabras y, a
fin de no llorar, comienzas a respirar fuertemente, varias veces, como José Luis.
  Capitulo XXI 
 
Mientras lees algunos de los poemas contenidos en las Ascuas de Vivaldi (cuya obcecada artificiosidad
manierista te resulta a veces inaguantable y carente de cualquier impulso de valedera justeza literaria), te
llega a la mente, de nuevo, el recuerdo de Isabela. Entonces comienzas a sudar frenéticamente e inhalando
una abrupta bocanada de aire, sientes cómo los latidos de tu corazón se aceleran, y un malestar de índole
mental te obliga a cerrar los ojos y buscar tranquilidad en la oscuridad de tu propia conciencia. Apagas el
ordenador y sales de la casa, dispuesto a saldar tus problemas con Isabela. Abrigas la posibilidad de que
esta vez sí te conteste el teléfono, aunque, claro está, también existe la posibilidad de que no te conteste,
lo que, de acuerdo con tu criterio pesimista, constituye una probabilidad imponderable. Marcas el número
y, de golpe, te contesta. Es ella. Es su voz inconfundible, profundamente andina, marcada por requiebros
nasales. Le hablas, y le comentas que todo fue estúpido error, que no sabes cuál fue el motivo que te
impulsó a actuar de ese modo tan impulsivo y violento, y que, aunque no te mereces un perdón, te
gustaría que las cosas entre ambos retomaran el rumbo que, hasta ese momento de violenta disrupción,
habían seguido. Isabela, contrario a lo que al principio maquinaste, te escucha con aparente calma.
Escuchas su respiración inalterable, rítmica. Terminas de hablar y ella comienza a hacerlo. Te habla de un
modo pausado, cansino, como escogiendo sobriamente las palabras. Afirma sentirse muy confundida por
tu actitud, y por tu extraño accionar frenético, inducido, según ella, por la ingesta desmedida de alguna
droga alucinógena. La interrumpes para desmentirle aquella suposición. Te asevera que, pese a que al
principio pensó en ejecutar alguna acción que fuese capaz de amilanarte por completo, ahora ya ha dado
el tema por zanjado y, por tanto, está dispuesta a perdonarte. Le agradeces y, acaso para confirmar aquel
perdón, le preguntas si hay algún problema en que puedas ir a Las Lajas. “No, ninguno”. Piensas en los
esbirros y en lo que ellos pudieran hacerte si se dieran cuenta de tu presencia en Las Lajas. Le dices,
conturbado, que no quieres tener problemas con los esbirros. “tranquilo, Johan, no pasará nada con ellos”.
Más calmado, le vuelves a repetir que todo fue un error, y que, con seguridad, no volverá a pasar. Te dice
que eso espera, con la voz neutra, impersonal, fría. Al colgar el tubo, respiras tranquilo, sonriendo,
diciéndote mentalmente que, después de todo, las cosas no siempre pueden ir tan mal. Mañana irás a
comprar algunos libros en la Plaza de la Concordia, y de ahí bajarás hasta la arboleda Las Palmas a
beberte un café en uno de sus tantas cafeterías y, de paso, puede que compres un par de libros en las
librerías de viejo. Y pasado mañana irás hasta Las Lajas a hablar con Isabela, pues, pese a que acabas de
hablar con ella, aún el remordimiento por tu violento comportamiento persiste en ti. Vuelves a la casa, y
prendes el ordenador y, abriendo un nuevo archivo, empiezas a escribir un nuevo relato, al que
titulas Variaciones reflexivas en torno a mis esperanzas. Te concentras tanto en tu labor creativa, que
comienzas a teclear rápidamente, con extrema coordinación, sin equivocarte, fijos los ojos en la pantalla
del ordenador. Poco a poco, la somnolencia comienza a hacer mella en ti. Así que, apagando el
computador, te acuestas a dormir un rato. Es cierto que te cuesta quedarte dormido, pues el caudal de
pensamientos viene a interrumpir tu tranquilidad; pero luego de un tiempo indeterminado —solo
computable con los latidos de tu corazón, el ritmo normal de tu respiración, así como las conversaciones
que sostienen tus abuelos en el primer piso— te quedas dormido. Al despertar, un sentimiento de
desbordante complacencia contigo mismo se apodera de todo tu cuerpo. Te sientes feliz e intentas
expresar ese sentimiento de algún modo. Prendes el ordenador, y reproduces una composición del
magnífico Handel. 
Capitulo XXII
Te bajas del autobús, y comienzas a andar hasta la Plaza de la Concordia. Prendes un cigarrillo e inicias
un repaso visual muy breve de cuanto te rodea. Transeúntes afanosos, acosados por requerimientos para ti
insustanciales, pasea alrededor de la plaza, discutiendo con animosidad, riéndose con estentóreos alardes
de frívola desfachatez. Todos ellos te miran sin observarte, apenas concentrados en tu aspecto exterior:
cómo estás vestido y qué gestos esbozas cuando pasas ante ellos. Tú también intentas fijarte en ellos con
aparente interés, repasando cómo están vestidos y qué gestos articulan cuando pasan frente a ti.
El cielo luce despejado aunque con concentraciones de nubes negras hacia el occidente. Los rayos del sol
impactan con ímpetu alrededor del convulso entorno. La Plaza de la Concordia permanece abrillantada
debido a la acción curativa del sol. Sientes calor en demasía. De manera que te quitas la chaqueta, y bebes
varios sorbos de agua, que te hidratan lo suficiente como para prender otro cigarrillo. Inhalas con
acuciante necesidad el humo y, durante unos segundos, fantaseas con la idea de que eres un escritor de
renombre, dueño de una trayectoria literaria de éxito, con un genio desbordante y una locuacidad sin
parangón que te permitirá brindar entrevistas a todos los medios culturales del país, con las que se
seguirás acrecentando tu reconocimiento. Sin embargo, pronto caes en la cuenta de lo irracional de ese
pensamiento, y te ríes para tus adentros. Sigues caminando hasta llegar al quiosco  de los libros. Ahí está,
de nuevo, el hombre de las gafas oscuras, leyendo un pequeño libro de cuentos infantiles. Te saluda con
cordialidad, aunque sin exhibir mucha deferencia. Le dices que vas a mirar algunos libros. “claro, hijo, no
hay problema”, te dice, haciendo un gesto extensivo y teatral con su mano derecha que, al instante, te
recuerda al que realizaba un compañero de tu colegio cuando jugabas fútbol con él. Luego de un rato de
charla fugaz en que hablaste con el hombre de temas banales, comienzas con tus observaciones
literarias. Ese ese momento cuando una suerte de uniforme y relajante lasitud, como la que sientes al
entrar en el duermevela, te embriaga cada fibra corporal, cada centímetro de tu cuerpo, cada rincón hosco
de tu cansada humanidad.
Ahí continúa Aeropuerto, de Halley y los dos manuales esotéricos. A diferencia de aquella vez anterior,
hoy hay pocos libros, y muchos de ellos no son de tu interés y, aun así, no deja de ser un grato placer la
elemental acción de repasar las rugosas pero siempre relumbrantes tapas de los libros.
Seleccionas Leyendas de Guatemala, de Miguel Ángel Asturias, en una antigua edición de la Editorial
Sudamericana. Aunque te atrae sobremanera el estilo musical y experimental de Asturias —amén del
incuestionable paralelismo estético que existe entre él y Carpentier, lo que implicaría, también, hacer
hincapié, aun a riesgo de adentrarte en una garrafal y temeraria equivocación, en la narrativa indigenista
de José María Arguedas y el remolino de sensaciones que provocan las descripciones americanistas de
José Eustasio Rivera —, dejas el libro en su lugar correspondiente, motivado por una razón que te resulta
difícil precisar. Repasas los libros distrayéndote, recibiendo pasivamente los estímulos sensoriales que te
ofrece el exterior. Fijas los ojos el suelo, y te concentras en un ruido, en un solo ruido, que, al parecer,
proviene de una ostentosa taberna ubicada frente a la Plaza. Depuras cualquier desecho auditivo que te
interfiera con tu concentración, y sigues atento a aquel ruido, que comienza a acrecentarse, convirtiéndose
en una melodía discontinua, marcada por aliteraciones sonoras que te recuerdan a las Gnossiennes, de
Satie. Te vuelves a concentrar en tu búsqueda literaria. Eliges otro libro. Se trata, ahora, de Los pecados
mortales, de Santiago Navarrete. Pero no es un libro de cuentos, sino una novela corta que, según lo que
se lee en la contraportada, “narra el continuo descubrimiento del placer carnal por parte de dos
adolescentes chilenas que, enraizadas en una amistad que comenzó un par de años después del Golpe de
Estado, buscan afanosamente un reducto de rebeldía y singularidad mediante prácticas sicalípticas detrás
de las cuales se esconde una paradoja singular y moralizante no menos sorprendente que las que, años
atrás, nos ofreció Huidobro, y cuyo resultado sorprenderá al lector”. Decides llevártelo. Encuentras una
antología de cuentos contemporáneos de ciencia ficción latinoamericana. Lo hojeas con la ingenua
seguridad de que, al leer los nombres de los autores, podrás reconocer alguno. Pero no. Eso no sucede y,
con todo, también decides llevártelo. Hallas, luego de unos algunos segundos de concentrada búsqueda,
una selección de crónicas de Eduardo Marsé, periodista catalán que, a finales del siglo pasado,
documentó, desde los bellos parajes de su fina y punzante pluma, la Guerra del Golfo, además de distintas
insurrecciones armadas en Sudamérica y Europa Oriental. El libro se llama A través del paisaje
fragmentado, una selección de crónicas del Medio Oriente. Recuerdas que en su autobiografía, Max de
Torres relata cómo él y Marsé decidieron, durante un lluvioso día enero en que caminaban por La
Rambla, escribir un libro que narrase, con algunas inventivas estrambóticas que extrajeron de la
descomunal obra de Ramón Gómez de la Serna, la historia de Barcelona. Luego de algunos capítulos en
que relataban su historia primitiva, abandonaron el proyecto y, juntos, se matricularon en la Facultad de
Periodismo de la Universidad Complutense de Madrid, de la que, dos años después, de Torre terminaría
distanciándose para dedicarse de lleno a un proyecto literario que él mismo rotuló con el nombre
de Creaciones para un día sin nombre. Te llevas tres libros: el de Santiago Navarrete, la antología de
cuentos de contemporáneos de ciencia ficción latinoamericana y las crónicas de Marsé. Le das el dinero al
hombre de las gafas oscuras y te comenta que, dentro de pocos días, volverá a sacar más libros en
promoción.
Caminas hasta llegar a la estación de buses de San Aníbal fumando tu consabido cigarrillo, moviéndote
sin mucha prisa entre los transeúntes heterogéneos. Una mujer con un Walkman en la mano, sentada sobre
una banca de concreto, te mira sorprendida cuando advierte tu presencia. Asustada, guarda el Walkman y,
mirando para todos lados, se levanta de allí y se aleja, intranquila. Dibujas en tus labios una sonrisa de
conmiseración y te preguntas qué hubiese pasado si en verdad le hubieras arrebatado sus pertenencias.
Nada, obviamente. Justo cuando te estás subiendo al autobús, recuerdas que te propusiste ir hasta la
arboleda Las Palmas no solo a beberte un café, sino también a comprar otros tantos libros en las librerías
de viejo. Puede que en los próximos días sí te dirijas, con indubitable certeza, hasta allí. Hoy, de
momento, solo anhelas llegar a tu casa a descansar de la algazara mundana. 
Capitulo XXIII
 

 No puedes escribir sin escuchar música clásica. Dirías que, incluso, gran parte de tu obra literaria no es
más que una sinfonía intermitente e ininterrumpida formada por melodías diversas que, congregadas,
forman un universo de tonalidades rítmicas que a veces te resulta difícil de apreciar, dada su extraña
vastedad. Al principio, pensabas que el acto de escribir se bastaba por sí mismo para realizarse, y que, por
tanto, cualquier injerencia que fuera en desmedro de aquella propia realización podría constituir un
contundente sacrilegio. Pero luego te diste cuenta de que la música clásica te permite potenciar, a niveles
siderales, tu tarea literaria, dotándola así de una brillantez creativa de la que tú mismo a ratos te
sorprendes. Y siguiendo con tu divertimento oneroso de establecer comparaciones, los párrafos que
eslabonas son como notas musicales que se soportan unas a otras, armonizándose entre sí, uniéndose para
crear un concierto varío y multicolor, incesante, adecuadamente organizado en su propio desbarajuste.
De otra parte, cada vez que comienzas a escuchar los repiqueteos límpidos de, verbigracia, la Danzas
Eslavas, de Dvořák o la Sinfonía Fantástica, de Berlioz, un cálido estremecimiento inunda todo tu cuerpo
y, sintiendo cómo tu mente se anega de una tranquilidad uniforme que anula cualquier desasosiego
relativo a tu infortunada existencia, especulas con la quimérica posibilidad de que estás caminando por un
campo florido, sembrado por hortensias sobre cuyos coloridos pétalos las mariposas blancas reposan
serenas, luego de haber trasegado inquietas de flor en flor. El aire, desprovisto de cualquier malsano
influjo odorífero, es como un manto transparente que te envuelve, acompañándote en tu fantasioso
caminar. Aprecias, en lontananza, la formación ondulada de un río de aguas cristalinas, límpidas,
calmosas. En uno de los costados del río, aprecias a una mujer de rasgos arábigos (pero por alguna
operación mental que no logras comprender, su fisionomía se asemeja mucho a la de la esposa de Ryan
Irving), enfundada en un vestido enterizo negro, cuya parte inferior se tambalea por la brisa. Te llama,
insistente, moviendo sus manos, diciéndote algo que no alcanzas a comprender. Todas estas apacibles
escenas las imaginas mientras estás sentado ante el ordenador, con la vista fija en la pantalla. La música
es, al igual que la lectura, tu más grande impulso creador y, sin él, tu literatura quedaría vacía de cualquier
hálito humano.
Con el único objeto de emular excelso entramado narrativo Carpentier llevó a cabo en Concierto
Barroco y El acoso, iniciaste, no hace mucho, una novela de extensas proporciones en la que se
depositara un amplio esquema de recursos gramaticales, entremezclados con conceptos propios de la
música clásica —lo que te supuso una ardua investigación, fundamentada sobre todo en un blog de
Internet llamado Puntos Cardinales, en el que melómanos de toda Latinoamérica construyen y publican
sus propios glosarios de términos gramaticales de la música clásica—, y cuyo protagonista es un profesor
universitario de lenguas modernas que, cercenando cualquier posibilidad de seguir afianzando su
influencia en el mundo académico con una investigación sobre la influencia de Mendelssohn y Mahler en
los bambucos, en especial en los de Luis Antonio Calvo, emprende, luego de tenaces cavilaciones
nocturnas que le mutilaban cualquier posibilidad de descanso, un viaje hasta Venecia, Italia, la tierra que
vio nacer a Vivaldi. El profesor, cuyo espíritu sensible e íngrimo no aceptaba decepciones, terminó
llevándose una dolorosa sorpresa cuando que se dio cuenta de que la ciudad italiana no era ni la sombra
de la que imaginó durante sus noches de reconcentrado insomnio. Sus calles estrechas, atestadas de
turistas; sus cielos opacos y revestidos por una melancolía infecta; sus aguas oscuras y condensadas en
densas turbiedades sobre las que navegaban fatigosamente, como dinosaurios jadeantes, las góndolas, lo
decepcionaron tanto que no vislumbró otra alternativa para apaciguar su dolor que ahogarse en el alcohol.
Y así fueron disminuyendo sus ingresos, hasta que, “un claro día de febrero en que observó cómo el sol
maquillaba la tenue esbeltez de las nubes-pardas-rojizas-ocres-tibias-fluorescentes-disecadas por
acciones climatológicas”, advirtió que no le quedaba ni un céntimo, por lo que se vio obligado a pedirle
dinero a los transeúntes en la Piazzale Roma para suplir tanto sus necesidades digestivas como sus
exigencias etílicas. La novela, que aún planeas llevar a buen término en un día no muy lejano (en un día
en que, naturalmente, te sientas preparado para reemprender aquella enjundiosa tarea), la abandonaste al
sentir cómo tu eximia capacidad creativa se veía desbordada por distintos inconvenientes de índole
investigativo. Has renunciado a muchas cosas en tu vida, es cierto, pero aquella fue una de las que más te
dolió. 
Capitulo XXIV

Hoy es sábado, y el ambiente en la casa luce animado. Tu padre, bajo los


compases trémulos de Barón Rojo, organiza prolijamente la habitación,
limpiando el polvo concentrado en el mueble barnizado. Mientras limpia,
masculla frases pertenecientes a la banda de heavy metal español, de cuyo
repertorio has escuchado un par de canciones nada desdeñables. Con
ademanes estrambóticos que él enmarca con muecas atípicas e intempestivas,
simula que, con el palo de la escoba, toca la guitarra eléctrica. Lo ves feliz,
cándido, sin que ningún asomo de tristeza nuble su rostro, gozando de las
dadivas que la música le da. Tu tío, entretanto, hace lo propio, pero a
diferencia de tu padre, prefiere hacer aseo en completo silencio, concentrado
exclusivamente en sus labores domésticas. Y en cuanto a tus abuelos, ambos
ven televisión en la sala, sentados cómodamente el sofá, lanzando comentarios
al desgaire que te llegan trasfigurados por los eléctricos estallidos de las
guitarras de Barón Rojo. A través de las delgadas cortinas, alcanzas a apreciar
la cálida luz de sol empapar la calle. Ases Las noches conmigo y subes a la
terraza, en una de cuyas bancas de madera estropeadas por la humedad te
sientas. Recibes de lleno la intensa luz del sol, que comienza a impregnar tu
piel del murmullo reverencial del cielo. Te resulta sorprendente el hecho
elemental de que estés allí, en la terraza, tocando la bruñida luz del sol,
sintiendo no solo la pulsación chispeante del viento, sino, sobre todo, los
bellos latidos de tu corazón, que te anuncian la infinita magnitud del momento
presente.
Antes de comenzar a leer, abres los brazos, cierras los ojos, levantas la cabeza
hacia el cielo y respiras con lentitud. Te intentas asir de cualquier injerencia
auditiva que te sirva para anclarte a este presente tumultuoso. Buscas con
obsesiva concentración cualquier rumor que te permita pensar en la
certidumbre de que, en efecto, no estás sino en el lugar en el que siempre
debiste estar: en el presente, porque el pasado yace enterrado bajo las tierras
salobres y biliosas de lo que ya no es, y el futuro es una presencia ubicua pero
inmaterial que se deshace en vetas de polvo cuando se piensa en él y, aun así,
constituye un verdadero placer que, de rato en rato, te enfrasques en tus tareas
rememorativas, porque, por supuesto, en ellas, aparte de extraer material
valioso para tus construcciones literarias, también habita gran parte de todo lo
que has sido, y porque allí, cubierta por un celaje pálido de luces mortecinas,
está tu madre, sonriendo con melancólico alborozo a la incierta lontananza del
horizonte, en el que tú navegas sin saber muy bien qué camino tomar. Para ti
es tan perjudicial abandonar el pasado que, con solo llevar a cabo esa
intentona —imposible, por lo demás—, puede que de tu mente se borren
irremisiblemente todos los recuerdos que a lo largo de tu vida has construido. 

Qué puedo cambiar


1. Mi visión sobre la vida. Tal vez sea necesario, a fin de mitigar mis sentimientos derrotistas, darle
un vuelco definitivo a cómo pienso. Y eso solo se consigue mediante un examen laborioso y
completo de mis propios defectos y virtudes.
2. ¿qué me hace falta para conseguir mi objetivo, que es, por ahora, el de encauzar a buen término
mi obra literaria.

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