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LA QUÍMICA DE LAS EMOCIONES

La molécula del amor - Bailando con la más FEA

En este artículo también vamos a tratar de sustancias químicas, pero con un significado bastante
diferente al contenido de artículos anteriores, en aquellos hablábamos de moléculas artificiales
(plaguicidas y contaminantes) y aquí vamos a referirnos a algunas bio-moléculas, a compuestos
químicos de nuestras células, que abundan en el organismo y que nos acompañan a lo largo de
nuestra vida, con sus avatares y sus emociones. Vamos a tratar de la química de las emociones, de
los compuestos que intervienen en las sensaciones relacionadas con ellas y, como emociones
sentimos muchas, y de todas a la vez no se puede hablar, pues para empezar “hablemos del
amor”, que no es mal tema. Lo ilustraré con copias de algunas pinturas alegóricas al caso, de las
que emocionan y se acompañan de gran colorido; disculpad el blanco y negro.

¿Por qué nos enamoramos de una determinada persona y no de otra? Qué le pasa a la química
de nuestros sistemas y tejidos cuando nos ocurre algo, tan sencillo como maravilloso, que suele
sucedernos a todos alguna vez en la vida: ¡Enamorarnos! Los poetas nos han deleitado cantando
al más maravilloso de los sentimientos desde todos los ángulos, con palabras bellísimas y con
infinitos matices, pero los bioquímicos también tenemos cosas que decir al respecto, quizás menos
seductoras, pero no por ello menos importantes y realistas.

La química del amor es una expresión acertada para intentar explicar, desde el punto de vista
biológico, las reacciones químicas que subyacen y motivan el mundo de sensaciones que se
desencadena en nuestro cuerpo cuando nos enamoramos, aunque para los más románticos sea
difícil de aceptar una explicación bioquímica del amor. En la cascada de reacciones que ocasionan
las emociones hay electricidad - descargas de pequeño voltaje entre las neuronas para comunicarse
entre ellas y comunicar unos sistemas con otros y así coordinar las respuestas a los estímulos- y
hay química -hormonas y otras sustancias que salen de los nervios y de las glándulas, y viajan por
la sangre para participar en esa comunicación entre los órganos y las células-. Ellas son las que
hacen que una pasión amorosa descontrole nuestra vida y ellas son las que causan buena parte de
los comportamientos que identificamos con el estado de enamoramiento.

Los síntomas del enamoramiento, que muchas personas hemos percibido alguna vez -solo si
hemos sido afortunados-, son el resultado de complejas reacciones químicas en el organismo, que
nos hacen sentir aproximadamente lo mismo a todos, aunque a nuestro amor lo sintamos como
único en el mundo. Si alguien nos gusta mucho, cuando hablamos con él o ella nuestras rodillas
flaquean, sentimos mariposas en el estómago y apenas podemos balbucear algunas frases
incoherentes, si dormimos poco y pensamos constantemente en el o ella, todos nuestros amigos
nos dirán que estamos enamorados. ¿Qué pasa, pues, cuando encontramos a la persona deseada?
Se dispara la señal de alarma, nuestro organismo entra entonces en ebullición. De acuerdo a
algunos investigadores, el amor equivale a una sobredosis hormonal, que es la que dispara las
reacciones visibles y las sensaciones percibidas.

En el principio fue el deseo

A través del sistema nervioso, el hipotálamo – una glándula pequeñita en la base del cerebro -
envía mensajes a diferentes sistemas del cuerpo ordenando a las glándulas suprarrenales que
aumenten inmediatamente la producción de adrenalina y noradrenalina – compuestos
transmisores que comunican entre sí a las células nerviosas y a éstas con otros órganos - . La
adrenalina incrementa la presión sanguínea, acelera el ritmo cardíaco (130 pulsaciones por
minuto) y hace que respiremos más pesadamente. La alta presión sanguínea provoca el síntoma de
las palmas sudorosas y de los rubores de las primeras etapas del enamoramiento, mientras que la
respiración más profunda lleva a oxigenar más el cuerpo, dándole más energía y provocando a
veces una “sobredosis de oxígeno”, uno de esos momentos donde nos sentimos flotar. ¿O era eso
lo que llamábamos estar enamorados?

La existencia elevada de noradrenalina en el cuerpo provoca excitación sexual y una elevación


del humor y hace que nos sintamos seguros y a gusto cuando compartimos momentos con la
persona que consideramos especial. El deseo sexual responde primordialmente a la testosterona,
la hormona “masculina”. Esta hormona es de vital importancia tanto en los hombres como en las
mujeres, pues los niveles altos de esta hormona van de la mano con la pulsión sexual. El cuerpo
produce testosterona si nuestra mente conecta con la de otro en la sintonía del amor.

Los padecimientos y goces del amor se esconden, irónicamente, en esa ingente telaraña de nudos y
filamentos que llamamos sistema nervioso autónomo. En ese sistema, todo es impulso y oleaje
químico. Aquí se asientan los orígenes de un montón de emociones: el miedo, el orgullo, los celos,
el ardor y, por supuesto, el enamoramiento. A través de nervios microscópicos, los impulsos se
transmiten a todos los capilares, folículos pilosos y glándulas sudoríparas del cuerpo. El organismo
entero está sometido al bombardeo que parte de este arco vibrante de nudos y cuerdas. Las órdenes
se suceden a velocidades de vértigo: ¡constricción!, ¡dilatación!, ¡secreción!, … Todo es urgente,
efervescente, impelente... Aquí apenas manda el intelecto, ni la fuerza de voluntad. Es el reino del
“siento, luego existo”, de las atracciones y repulsiones primarias..., es el territorio donde la razón
es una intrusa.

Bailando con la más FEA

Todos estos procesos hormonales que modulan el comportamiento humano en sus relaciones
amorosas y sexuales se han ido estudiando con el desarrollo de la Fisiología, primero, y de la
Bioquímica, después, a lo largo del siglo XX. Sin embargo, hace apenas 25 años que se planteó el
estudio del amor como un proceso bioquímico que se inicia en la corteza cerebral, pasa a las
neuronas y de allí al sistema endocrino – ya se han descrito antes algunos procesos hormonales
relacionados -, dando lugar a respuestas fisiológicas intensas. El verdadero enamoramiento parece
ser que sobreviene cuando se produce en el cerebro una molécula orgánica, la Fenil-Etil-Amina
(FEA). Ese estado de felicidad y euforia que manifiesta el enamorado está provocado por la
mencionada molécula. Entre las muchas publicaciones relacionadas, se puede mencionar la obra
“The Chemistry of Love” de Michael R. Leibovitz, psiquiatra de la universidad de Columbia,
publicada en 1983, donde además de otros datos, se propone el efecto afrodisíaco del chocolate en
función de su elevado contenido en FEA.

Comúnmente conocida como la “molécula del amor”=la FEA es un estimulante natural, similar a
una anfetamina y se propone que a ella se debe la excitación que sienten las personas enamoradas.
La teoría que esgrimen los científicos afirma que la producción de feniletilamina en el cerebro
puede ser disparada por cosas tan básicas como una profunda mirada a los ojos o un simple rozar
de manos. Las sensaciones más embriagadoras, al igual que el rubor, la transpiración excesiva en
la palma de las manos, el pulso acelerado y la respiración agitada son explicadas clínicamente
como un caso de sobredosis de FEA. No es una explicación muy romántica, ¿cierto? Pero eso no
es todo: los investigadores han agrupado las sensaciones de la relación amorosa en tres etapas:
deseo, atracción y afecto; y en todas ellas intervienen factores químicos de manera muy decisiva,
aunque no queramos excluir a la magia del amor.
La secreción de FEA inicia una cadena de reacciones en el cerebro. El efecto primario de la FEA
es estimular la secreción de dopamina, un compuesto neurotransmisor que tiene el efecto de
hacernos sentir bien, relajados, y es el responsable de los mecanismos de refuerzo del cerebro. La
dopamina afecta los procesos cerebrales que controlan el movimiento, la respuesta emocional y la
capacidad de desear algo y de repetir un comportamiento que proporciona placer. La secreción de
dopamina, estimulada por la FEA, induce un proceso de aprendizaje positivo en el cerebro, que es
el responsable último de transformar lo que era un simple deseo con fines sexuales en algo mucho
más profundo, la atracción mutua. La dopamina refuerza el impulso que repite el estímulo y así
nacen las relaciones entre dos enamorados. Asimismo se estimula la producción de oxitocina, a la
que también se conoce comúnmente como “la hormona de los mimos”. Esta hormona, además de
estimular las contracciones uterinas para el parto y provocar la secreción de la leche, parece ser un
mensajero químico en el deseo sexual. Estos compuestos combinados hacen que los enamorados
puedan permanecer horas haciendo el amor y noches enteras conversando, sin sensación alguna
de cansancio o sueño.

Cuando pasa el terremoto, se imponen los lazos afectivos

La oxitocina, entonces, puede ser la responsable del último estadio del amor: el nacimiento de los
lazos afectivos en una pareja. Se sabe que esta hormona es liberada por el cuerpo principalmente
durante los momentos del parto y del amamantamiento de los recién nacidos. Al ser estimulados
sus receptores por la oxitocina se dispara la contracción del músculo uterino para que éste pueda
cumplir con sus funciones y no sólo en el trabajo del parto. Los efectos de la oxitocina no se
limitan a las mujeres; en los hombres, bajas concentraciones de esta sustancia colaboran en las
funciones propias de su órgano sexual. Por otra parte, la oxitocina promueve las conductas
maternales, que son la razón por la que nos mantenemos unidos a nuestra pareja después de que los
signos de las primeras etapas del enamoramiento ya no sean tan evidentes.

La elevada concentración de esta hormona tiene efectos no deseados, pues puede llegar a inhibir la
actividad sexual, y esto es lo que sucede en los períodos en los que los hombres no pueden
recobrar la excitación sexual, en buena medida debido a las grandes cantidades de oxitocina que
ingresan a su torrente sanguíneo. Como último efecto a mencionar, la oxitocina puede también
inducir el sueño cuando se encuentra acompañada de otra hormona, la vasopresina. Ésta también
es conocida como la “hormona monogámica”, debido a que se encuentra en grandes cantidades en
todos los animales de comportamiento monogámico. Quizás dentro de poco las compañías
farmacéuticas nos brinden una nueva solución para los maridos o las esposas infieles: vasopresina
en grageas. Cabe esperar que ni siquiera así, se consiga disminuir o desencantar la magia del amor.
El neuromarketing da más miedo que el flautista de Hamelín
Frente al poder de la manipulación, hemos de ser capaces de
fortalecer nuestra autonomía y nuestro pensamiento crítico
La evolución del marketing ha desembocado en el desarrollo del neuromarketing, que
consiste en utilizar técnicas de neurociencia para analizar las reacciones de nuestro
cerebro a determinados mensajes o estímulos; y aprovechar esta información para
vender productos. Se ha demostrado que esta metodología es muy eficiente, por lo que
tiene muchos detractores que temen su poder de manipulación. Sin embargo, no
importa tanto si estamos a favor o en contra del neuromarketing, como que seamos
capaces de fortalecer nuestra autonomía y pensamiento crítico. El poder del
neuromarketing está en realidad en nuestras manos.

Por Joan Morera Morales.

Vivimos rodeados de anuncios. Están por todos lados: en los periódicos, en la parada del autobús,
en el correo electrónico… La mayoría se nos olvidan rápidamente, claro está, pero algunos
permanecen en nuestra mente y, antes o después, terminan por generarnos el impulso de comprar.

Lo curioso es que tendemos a reconocer la influencia de la publicidad en los demás –que se dejan
manipular, decimos– mientras nos convencemos de que nosotros somos distintos, de que no somos
tan influenciables y compramos con plena libertad.

Nos engañamos. La realidad es que entre un 70% y un 80% de las decisiones de compra, las de
cualquiera, se toman de forma irracional y de acuerdo a estímulos sensoriales. El margen para
decisiones reflexivas es más bien reducido.

Hace medio siglo que los profesionales del marketing buscan mensajes que nos emocionen y
conecten con nuestros deseos inconscientes; para conseguirlo, la clave está en acceder a las
regiones que el hemisferio izquierdo de nuestro cerebro destina a la memoria a largo plazo
(especialmente a la llamada memoria semántica).

Manipulación neurológica y desafío Pepsi

La evolución del marketing se debe en gran medida a los trabajos de investigación que siempre
han promovido las grandes marcas, con el objetivo de diseñar productos más atractivos y anuncios
de mayor eficacia.

En esta carrera hacia la manipulación ‘total’ de los consumidores, la última herramienta de que
disponen es el neuromarketing, que consiste en utilizar técnicas de neurociencia para analizar las
reacciones de nuestro cerebro a determinados mensajes o estímulos.

Retroceder a los años ochenta nos puede ayudar a hacernos una idea precisa de lo que es el
neuromarketing: más concretamente, a aquellos tiempos en que los medios de comunicación nos
bombardeaban con la campaña publicitaria conocida como el ‘desafío Pepsi’.

Con un argumento que hoy en día no parece original, dicha experiencia consistía en pedir a
diversas personas que probaran dos refrescos, uno de Coca-cola y otro de Pepsi, sin anticiparles de
qué marcas se trataba.

El resultado del desafío era que más de la mitad de encuestados elegían Pepsi. Y eso, siendo
Coca-Cola la marca líder a nivel mundial, ponía en evidencia el poder de la publicidad para
hacer que los consumidores compremos mayoritariamente una marca, incluso cuando en realidad
preferimos otra.

Este hecho despertó la curiosidad de Red Montague, un especialista en neurociencias que se


dispuso a repetir el desafío Pepsi, aunque con dos variantes: la primera) los encuestados sabrían en
todo momento qué marca estaban bebiendo; y la segunda) durante el test se les practicaría una
resonancia magnética en el cerebro.

Al hacerlo, Montague observó que Coca-Cola no era sólo la marca más elegida, sino que su
consumo estimulaba regiones del cerebro que Pepsi dejaba inactivas. Eran los efectos neurológicos
de unas campañas publicitarias –las de Coca-Cola– que habían sido especialmente incisivas
durante la primera mitad de los ochenta.

Eficacia publicitaria desmesurada

El hallazgo de Montague abría las puertas al siguiente dilema: si era posible conocer las reacciones
del cerebro ante una marca o producto, ¿por qué no aprovecharlo para anticipar el efecto de un
anuncio publicitario o cualquier cambio en el producto cuestión?

Inicialmente no se planteaba de forma explícita, pero se intuía que predecir los patrones de
respuesta de los consumidores podría ser la clave para el diseño de anuncios de una “eficacia”
desmesurada. Asusta, ¿verdad? Era el nacimiento del neuromarketing.

Gracias a inversiones de empresas como Procter&Gamble, Unilever, McDonald’s o Disney (¡sí, sí,
Disney!), desde entonces se han llevado a cabo otras experiencias similares. No tan solo mediante
resonancias magnéticas, también con electroencefalogramas, mediciones del ritmo cardíaco, ritmo
respiratorio o incluso de la conductividad de la piel (respuesta galvánica).

Entre otras cosas, estos trabajos han identificado las potentes reacciones cerebrales ante anuncios
protagonizados por famosos; muy en especial cuando se trata de deportistas o celebridades del cine
–quienes más nos emocionan–, el gancho es tan potente que nos induce a pagar hasta un 20% más
de lo que pagaríamos normalmente por aquel producto.

En espera de ver qué aplicaciones se derivan de estos experimentos, ya ha quedado claro que el
neuromarketing ofrece resultados sumamente más objetivos que el marketing tradicional.
Herramientas como las encuestas, los grupos de discusión o los tests de producto, en el mejor de
los casos recogen información sobre aquello que los encuestados interpretan como sus
motivaciones; pero estas percepciones pueden tener poco o nada que ver con sus motivaciones
reales.

Observar las respuestas fisiológicas del cerebro, sin embargo, aparca esta subjetividad y basa
cualquier conclusión solamente en pruebas científicas. Nada de hipótesis, nada de especulaciones.

Temor al efecto ‘flautista de Hamelín’


Ésta es la razón por la que el neuromarketing –o mejor dicho: todo cuanto se derive de él– provoca
en algunas personas un sentimiento de indefensión y vulnerabilidad. De ahí que surjan voces
críticas que comparan a los consumidores del futuro con aquellos ratoncitos que corrían tras el
flautista de Hamelín: la diferencia estaría en que, en vez de una melodía hipnótica, el nuevo foco
de atracción serían unos anuncios diseñados con precisión quirúrgica, tan capaces de hacernos
comprar una tostadora, como un crucero, un aparato para hacer abdominales o lo que sea.

Los detractores del neuromarketing denuncian falta de ética en esta praxis, y solicitan a las
administraciones públicas que promuevan una regulación restrictiva al respecto. Nada nuevo en el
horizonte. En realidad es lógico que nos preocupemos por unas prácticas presumiblemente
amenazadoras (“pre-ocuparse” es precisamente eso: ocuparse de algo antes de que tenga
consecuencias); pero esta preocupación nunca debe hacernos confundir las amenazas con las
oportunidades, ni la prudencia con el alarmismo.

Aunque nos inquiete la manipulación del neuromarketing, también deberíamos ser capaces de
imaginar que, si bien hoy utilizamos técnicas médicas para usos publicitarios, quizá mañana
podremos seguir el camino en sentido inverso: aprovechando los conocimientos obtenidos en el
nuevo ámbito como contribuciones a la medicina. Seamos optimistas.

El debate sobre la ética del neuromarketing no es tan trivial como algunos pretenden. Para
empezar, porque lo que determina que una acción sea o no ética no son los medios que empleamos
para llevarla a cabo, sino las intenciones que nos impulsan a cometerla.

Pensemos en un homicidio, por ejemplo: que se cometa con una pistola, con una navaja o con las
propias manos, no lo hace ni más ni menos reprobable; por el contrario, que sea voluntario o
accidental, premeditado o no, condiciona su gravedad y las consecuencias que tenga para su autor,
puesto que estos aspectos son los que determinan cuáles fueron las intenciones de origen.

Pero éticamente no ha cambiado nada

Análogamente, la intención del neuromarketing es la misma que la del marketing tradicional:


persuadirnos para que compremos los productos que no siempre necesitamos. Éticamente no ha
cambiado nada. Si llevamos décadas aceptando la publicidad como uno de los pilares de la
sociedad de consumo, no es coherente que ahora nos tiremos de los pelos por haber descubierto
una nueva herramienta publicitaria.

Otra cosa será el día que nos propongamos en serio cambiar nuestro modelo económico –ese día sí
podría cambiar nuestras vidas!–; ahora bien, esto ya es de otro debate, un debate donde no
deberemos centrarnos en el neuromarketing, sino en todas las posibles formas de manipulación.

Algunas personas exigen que se impongan límites al neuromarketing. Muy bien, de acuerdo. Pero
deberíamos preguntarnos qué sentido tiene regular un mercado sin antes darle la oportunidad de
autoregularse. Sobretodo porque, a efectos prácticos, bien podría suceder que las grandes marcas o
los publicistas fueran los primeros en perder interés al respecto. Quedan demasiadas incógnitas por
responder.

¿Por qué, de veras los creativos renunciarán a su actual rol –llamémoslo artístico– para convertirse
en vasallos de los neurólogos?... ¿Y las empresas?… Mientras los medios de comunicación traten
el neuromarketing con el sensacionalismo con que lo hacen, ¿estarán dispuestas a asumir el riesgo
de vincular a él su imagen?... ¿Y qué pasa con los costes?
No es lo mismo hacer cuatrocientas encuestas a la salida de un supermercado que llevar a cabo
cuatrocientas resonancias magnéticas ¿Quién se arriesgará a asumir este coste? Una sola de estas
incertidumbres podría dejar el desarrollo del neuromarketing en la mera anécdota.

Antes de sucumbir a temores infundados, debemos plantearnos si el alarmismo no es la expresión


enmascarada de una falta de confianza hacia nosotros mismos. Cualquier medida que nazca de
infravalorar nuestra autonomía resultará excesiva, en tanto que estará cruzando la frontera invisible
entre proteger y sobreproteger. Y las reacciones sobreprotectoras –lo confirmará cualquier
pedagogo– sólo sirven para fomentar individuos cada día más débiles e inseguros.

Reconforta pensar que nuestra mente es demasiado compleja y tiene demasiada capacidad de
aprendizaje como para que el neuromarketing llegue a manipularnos más que el marketing de
siempre. Es cierto que la publicidad nos induce a comprar, y mucho, pero depende de nosotros que
seamos lo bastante críticos como para evitar que nos obligue por completo.

En esta línea opinaba recientemente el profesor Ale Smidts de la Universidad de Rotterdam,


cuando afirmaba: “Las personas no somos chimpancés en un supermercado, nuestro sistema
reflexivo tiene un gran poder para corregir nuestros instintos y respuestas primeras”.

Fortalecer la autonomía y el pensamiento crítico

En caso de que algún día se diseñara el anuncio “perfecto”, probablemente incidiría primero sobre
los colectivos más vulnerables (pienso en los adolescentes, por ejemplo).

Sería entonces cuando correspondería al resto de la sociedad tomar medidas en defensa del interés
general. Desconozco si se trataría de legislar, de promover campañas de denuncia, de imponer
códigos deontológicos o de exigir una mayor transparencia a las empresas anunciantes, pero sin
duda habría muchas posibilidades.

Mientras tanto, el mejor modo de defender la autonomía y la libertad del individuo es siempre
desde la colectividad y desde la corresponsabilidad ciudadana. Porque, aunque parezca una
paradoja, aquello que nos hace libres es que formamos parte de una comunidad.

Y la razón de que algunos vean el neuromarketing como un ogro terrible es precisamente que se
sienten solos, indefensos, enfrentados a las presiones de unos anuncios que pueden doblegarles
como un junco.

Les preocupa sucumbir a la publicidad por falta de confianza en si mismos y al grupo al que
pertenecen. Por eso defienden la idea de un individuo excesivamente tutelado, que se integra en la
sociedad a través de regulaciones sobreprotectoras e innecesarias redes de seguridad.

No comprenden que el precio de este falso progresismo es el cultivo de una apatía congénita y
eterna inseguridad. Este posicionamiento sí es una amenaza de primer orden. No lo olvidemos.
Porque no importa tanto si estamos a favor o en contra del neuromarketing, como que seamos
capaces de fortalecer nuestra autonomía y pensamiento crítico. Está en nuestras manos.

Joan Morera Morales es escritor, físico y sociólogo. Actualmente trabaja en el departamento


de Empresa y Ocupación de la Generalitat de Catalunya, tras haber ejercido como consultor
para el grupo SGS España.

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