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ESPAÑA

LAS ACTIVIDADES COMERCIALES (siglos XVI y XVII)

Cuando se aborda el estado del comercio en el sector terciario en una economía


precapitalista, muchas veces podemos llegar a tener una visión demasiado simplista de los
intercambios, dirigiendo nuestra primera impresión hacia cualquiera de los dos grandes grupos
posibles de delimitar, dentro del esquema productivo un Estado: el interior y el exterior. Como
consecuencia, las generalizaciones dominan el análisis, aunque en otros casos, la repercusión
de determinados acontecimientos y su incidencia en el sistema mercantil imperante, como es el caso
del descubrimiento de América, pueden eclipsar la verdadera comprensión del fenómeno comercial.

Comercio interior

La primera cuestión en relación con este punto sería la de las infraestructuras existentes para
poder desarrollar un sector de esta naturaleza. En este sentido, la diferencia entre vías terrestres y
fluviales será un aspecto de indudable importancia. Si señalábamos para la agricultura la enorme
influencia del medio físico, ahora se mostrará determinante cuando contemplamos los dos ríos
navegables en la España Moderna. Los escasos tramos —localizados en el Guadalquivir y en el
Ebro— susceptibles de cursados por navíos, aun de poco tonelaje, motivaron el diseño de diversos
proyectos tendentes a salvar tal inconveniente, y en ocasiones tras los requerimientos de las ciudades
reunidas en Cortes. El más relevante lo constituyó el proyectado por Juan Bautista Antonelli,
ingeniero italiano, quien propuso un plan, entre otros, para hacer navegable el Tajo. Las obras
comenzaron casi de inmediato, pero fueron paralizadas al poco tiempo debido a la falta de dinero
para sufragarlas, y inconvenientes de todo tipo, entre los cuales Sevilla mostrará el desacuerdo en
continuarlas al ver lesionada su posición preeminente, frente a una nueva vía de enlace Toledo-
Lisboa.

Por tanto, los caminos terrestres servirán como principal vía de intercambio ante este
panorama. Sin embargo, las deficiencias, cuando no las limitaciones, se erigían como obstáculos
infranqueables. Una serie de repertorios o guías de los caminos transitados a lo largo de los siglos
XVI y XVII ponía de manifiesto la continuidad de la estructura viaria de la época romana, muy
adaptada al relieve geográfico peninsular, y una clara desproporción interregional respecto a la
cantidad de kilómetros transitados. Razones de tipo demográfico —crecimiento urbano paulatino—,
económico —centros manufactureros importantes, comerciales o financieros— o político
explicarían las desigualdades halladas. Las carencias más evidentes se daban en la parte
noroccidental —sin paliar el problema satisfactoriamente hasta hace unos pocos años— y en la
amplia franja litoral peninsular. En este último caso, las barreras naturales y el miedo a las
incursiones piráticas llevaron a las autoridades a buscar caminos más interiores, con la consiguiente
dilatación en el tiempo de los desplazamientos y el encarecimiento de los productos.

Por otra parte, las arterias principales eran las únicas con un firme adecuado para el tránsito
de carros o carretas, mientras que la inmensa mayoría del trazado viario terrestre respondía a
simples caminos de herradura, sendas o carriles. Nada contribuía a mejorar la situación; el hecho
de la falta de una apropiada planificación estatal, y tanto la construcción como el mantenimiento
de las vías existentes recaía en los ámbitos municipales, donde las maltrechas haciendas locales y los
mismos intereses contrapuestos a los de otras villas o ciudades obstaculizaban la necesaria ejecución
de las obras pertinentes.

Lo anterior repercutía lógicamente en los costes de los transportes, los cuales podían sufrir
oscilaciones hasta del 50 por 100 según se llevaran a cabo en una u otra época del año. Esto
afectaba por igual a bienes básicos de consumo y a aquellos demandados por un sector muy
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específico de la población, con una disponibilidad monetaria deshogada, para obtener
productos de calidad. Además, un elemento de capital relevancia en los posibles intercambios
interiores era la multiplicidad de aduanas particulares o reales a lo largo de los caminos de
tránsito. Concejos, nobles u órdenes o instituciones religiosas percibían una serie de derechos de
paso, en puntos estratégicos del trayecto de las mercancías, que repercutían en el precio final del
producto al llegar a su destino. Igualmente, la Corona percibía algunos gravámenes en distintos
puntos por la circulación de las mercancías. Su origen lo encontramos en el mismo proceso de
formación de la monarquía hispana, pues cada reino contaba con un sistema aduanero, y al
integrarse el territorio en la Corona Castellana, será ésta la máxima beneficiaria de lo recaudado.
Difícilmente podría plantearse la supresión de una fuente de ingresos de tal calibre, a tenor del mal
estado secular de la Hacienda regia. Así se comprende el mantenimiento de las fronteras fiscales
en los pasos castellanos con Aragón, Navarra y Valencia, bajo la denominación de puerros
secos. En Andalucía el calificado por algunos historiadores como “duro fisco de los emires” fue
adaptado a la nueva situación política una vez incorporado definitivamente el territorio nazarí a
Castilla. Por su parte, en la Corona de Aragón las Diputaciones fueron las encargadas de gestionar en
su provecho las imposiciones interiores.

Los contactos mercantiles entre distintos puntos peninsulares también se realizaban mediante la
navegación de cabotaje, aprovechando las radas o ensenadas naturales y los escasos puertos con
muelles adecuados, diseminados por la costa. El volumen de carga era mayor, y los inconvenientes
procedían de las inclemencias meteorológicas y del riesgo de hostigamiento por parte de piratas y
corsarios.

Todo ello contribuyó a tener una deficiente vertebración del mercado, con graves carencias
difíciles de superar sin una transformación de las estructuras económicas y, en último termino, sociales
y políticas.

Los intercambios tenían dos formas principales de desarrollarse, con una clara influencia de la
periodicidad observada: por un lado estaban las ferias, donde el volumen de compraventas era
considerable y el alcance de los contactos ampliaba las relaciones a los circuitos internacionales. Este
marcado carácter suprarregional facilitó la generalización de un fenómeno crediticio en el cual
quedaban implicados no pocos mercaderes y prestamistas extranjeros. Las de Medina del Campo,
Medina de Rioseco y Villalón tuvieron una fama sin igual durante el siglo aunque la conjunción
de diversos factores les hizo perder relevancia en la centuria siguiente.

Las investigaciones de Vázquez de Prada y Ruiz Martín nos informan de otras ferias
comarcales o regionales de entidad en puntos tan distintos como Daroca, en Aragón, Perpiñán, en
Cataluña, o Trujillo, en Extremadura. Su evolución siguió un mismo patrón, aunque siempre
sobresalieron las dos de mayo y octubre de cada año, celebradas en Medina del Campo. De ferias
permanentes de mercancías llegaron a convertirse en verdaderos centros temporales de «pagos y/o
cambios».

Las ferias principales constituyeron durante mucho tiempo los puntos elegidos por la Corona
para efectuar las operaciones financieras con los hombres de negocios a quienes debían pagar. Desde
ese momento, su futuro estuvo unido a la misma tendencia de la Hacienda regia. En efecto, las
bancarrotas de la segunda mitad del siglo XVI significaron un duro golpe para aquellos lugares, que
además sufrieron las repercusiones del conflicto en los Países Bajos —origen y destino de bastantes
productos— y de una traslación del eje económico principal hacia Madrid —como centro político
de la monarquía—, y en especial Sevilla, sin contar el empuje de núcleos urbanos andaluces o
valencianos. La vuelta a las tradicionales funciones estrictamente mercantiles atenuaron, en cierta
manera, el declive de finales del Quinientos, aunque los elementos negativos —demográficos,
económicos y políticos— de la centuria siguiente no sirvieron para recuperar el grado de volumen
en las transacciones de antaño.
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Con una importancia menor en cuanto a la calidad y la relevancia de los agentes sociales
implicados, se realizaban unos mercados, generalmente semanales, donde los productos básicos
para la alimentación de la población cobraban el mayor interés. En principio, las transacciones eran
efectuadas de forma libre, aunque en determinados núcleos urbanos, bajo la jurisdicción señorial,
aparecieron ciertas restricciones y limitaciones de claro espíritu proteccionista, dirigidas en muchas
ocasiones a la entrada de productos procedentes de otros términos municipales, o que dejaban al
margen de las franquicias fiscales a aquellos vendedores de localidades distintas a las del mercado.
Algunos de estos espacios de intercambio tuvieron una especialización clara, como es el caso de
los ganados o los excedentes derivados de cultivos específicos como el cereal.

El marcado carácter rural de estos tipos, cada vez más extendidos como lugares de
encuentro para vender los reducidos excedentes agropecuarios de los campesinos, y la no-
potenciación de lugares con un volumen de contrataciones mas elevado impidieron diseñar una
correcta articulación del mercado interior, cuyas consecuencias se dejaban sentir todavía durante el
siglo XIX.

Tampoco contribuyó la intervención de las distintas esferas de gobierno en la España de la


época, pues cada una, desde sus derechos y competencias, regularon una serie de normal,
teóricamente beneficiosas para el conjunto de la población, pero con evidentes perjuicios en el
juego de la oferta y la demanda. En concreto, el establecimiento de las denominadas tasas facilitó
productos concretos, como por ejemplo el trigo, a precios asequibles en unas comunidades donde
las deficientes cosechas mermaban los ya de por sí exiguos ingresos.

Este mecanismo de fijación de unos precios máximos garantizaba el abastecimiento, pero


desalentaba a los integrantes de algunos colectivos comerciales, al no poder obtener beneficios
sustanciosos en periodos de escasez y, por tanto, al no poder incrementar el valor de lo producido.
Como es evidente, los ejemplos de incumplimiento de tales restricciones fueron múltiples, existiendo
una estrecha relación entre quienes transgredían la norma y las autoridades encargadas de controlarla.

El otro recurso para paliar las situaciones de precariedad alimentaria consistía en los llamados
pósitos. Se concibieron con una doble función: facilitar créditos públicos a los productores y
almacenar en edificaciones creadas al efecto una cantidad suficiente de grano ante las eventuales bajas
productivas. La gestión era privativa de los entestes locales, los cuales debían realizar un cálculo lo
más ajustado posible de la posible demanda de los vecinos. No obstante, al margen de las
irregularidades personales, las alarmas ante una situación de carestía podían dar lugar a un
proceso de acaparamiento excesivo de grano en manos de particulares o a la intervención de las
autoridades requisando o comprando una cantidad de trigo mayor. En el primer caso, el
descontento y los temores de la población corrían el riesgo de desembocar en disturbios al ver
lesionados sus derechos. En el segundo, la adquisición de dicho grano obligaba al desembolso de
un dinero no siempre a disposición de las arcas municipales, con el consiguiente endeudamiento.
Del mismo modo, abundante cosecha originaba un problema adicional. El acopio no había
seguido unas pautas razonables, al almacenar una cantidad de trigo superior a las verdaderas
necesidades de la comunidad, con la consiguiente fluctuación a la baja de su precio de venta.

Pero este control municipal sobre uno de los elementos básicos de la dieta humana en la
España moderna no excluía al resto de productos. Así, la subasta fue un instrumento para adjudicar al
mejor postor el monopolio del abastecimiento a la ciudad de carne, pescado o aceite. La estrecha
regulación era compensada con unas franquicias nada desdeñables a quien realizaba la puja mas
elevada.

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Comercio exterior

De manera similar al comercio interior, los intercambios mercantiles de la España


moderna con el exterior aprovecharon unas rutas consolidadas o abiertas hacía poco tiempo.
Salvo el caso americano, la experiencia en tales contactos serviría de base para desarrollar un
sector de indudable valor estratégico, no sólo económicamente sino también fiscal, para la
conformación del incipiente Estado moderno. En la práctica, las rutas marítimas eran las vías a
través de las cuales circularían los productos, dadas las evidentes dificultades para realizar
desplazamientos lejanos por tierra. Los peligros no eran tampoco fútiles, pero los caminos
terrestres eran todavía más difíciles de materializar en un territorio europeo fraccionado en
monarquías cuyos intereses dinásticos impedían o estaban a expensas de los tratados entre las
distintas casas reales.

Por tanto, pese a los riesgos de la existencia de la piratería y del corso, practicados por todos
los Estados del momento el transporte por mar se erigía como la solución más favorable, y única
prácticamente, a los requerimientos de un sistema de intercambios internacionales en creciente
evolución, hasta alcanzar la denominación de «economía mundo».

Seguirá tratándose, en muchos casos, de una navegación de cabotaje y, en contadas


ocasiones, se aventuraba sin divisar el litoral. La red portuaria española era deficiente entre
otras cuestiones por las escasas inversiones para mejorar una situación cuya competencia recaía
preferentemente en los entes locales de gobierno, siempre parcos en recursos.

Allí donde los canales comerciales tenían una base sólida, las autoridades municipales
promovieron iniciativas dirigidas a la obtención de los fondos necesarios para afrontar los gastos
derivados de las obras pertinentes para acondicionamiento de los puntos de arribada de los navíos.
Generalmente, la maltratada Hacienda real no concedía directamente cantidades importantes de
maravedís, pero si facilitaba la creación de arbitrios, impuestos concretos de carácter temporal al
principio, pero casi siempre unidos indefinidamente al marasmo de cargas soportadas por los vecinos
de los núcleos rurales y urbanos, sobre todo.

Para entender el comercio exterior existen otros factores de no menos importancia. El de los
agentes implicados en su desarrollo constituirá un elemento esencial, pues su origen extranjero
mediatizaba sin duda el sistema de inversiones, los mismos intereses por comerciar con productos
manufacturados o materias primas y el control del tráfico en cada momento. El asentamiento de
mercaderes foráneos era una costumbre usual desde la Edad Media, con independencia de encontrarse
en dominio cristiano o musulmán. Es más, las colonias de comerciantes afincadas en este último
supieron adaptarse, tras momentos iniciales de incertidumbre, a una nueva situación política, con
amplísimas posibilidades, sobre todo, a partir de las expediciones hacia América. Todo ello hizo
mantener un capital comercial a expensas de las relaciones diplomáticas españolas, muy sensible a las
continuas intervenciones de la monarquía en los patrimonios de las que, a raíz de los múltiples
conflictos internacionales, podían ser consideradas «naciones» amigas o enemigas en un breve inter-
valo de tiempo.

Otro condicionante iba a determinar el trabajo mercantil exterior: la declaración oficial de


bancarrotas estatales llevadas a cabo en la segunda mitad del siglo XVI, con una periodicidad casi
exacta de veinte años desde 1557. Las suspensiones de pagos decretadas ejercieron una fuerte
repercusión a la baja en los mercados financieros, máxime cuando Francia recurría a medidas
similares ante el caos económico interno.

Así pues, los indicadores expuestos —infraestructura portuaria deficiente, capital comercial,
predominantemente extranjero, escaso grado de inversiones estatales, excesivo proteccionismo y mal
orientado— marcaban inconvenientes superables tímidamente mientras la posición hegemónica
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hispana en el concierto internacional fue clara, pero francamente negativos en el momento de la
pérdida de fuerza política y militar a lo largo del siglo XVII.

Comercio mediterráneo

Dentro de lo comprendido en este ámbito mercantil podemos distinguir dos grandes áreas: el
norte de África y la Europa mediterránea, principalmente Francia e Italia. En el primer caso, los
intercambios hundían sus raíces en los siglos anteriores a la Edad Moderna, y los puertos ubicados en
el continente cercano sirvieron como punto intermedio de un comercio más lejano, procedente de Asia,
con destino a la Península Ibérica. Igualmente, las ideas expansionistas de los monarcas hispanos desde
finales del Cuatrocientos buscaban la presencia política y militar de España en la franja septentrional
africana sin renunciar al control de las vías mercantiles. De hecho, el establecimiento de presidios
perseguía esas funciones, llegándose a desarrollar incluso una «nueva sociedad» al abrigo del
floreciente mercado alcanzado en alguno de ellos, como es el caso de Orán.

Por su parte, la república genovesa y los puertos franceses mantenían unas estrechas relaciones
con la Corona de Aragón, aunque diversos elementos económicos internos, junto a la decidida acción
de los monarcas a favor de determinados comerciantes de Genova, frenaron esa vitalidad de antaño.
Además, la irrupción y consolidación de la otra gran potencia del Mediterráneo, el imperio
turco, vinieron a trasladar la importancia de ciertas urbes como la de Barcelona a Marsella, al
establecer acuerdos puntuales Solimán y sus sucesores con los soberanos de Francia.

Los puertos del área Valencia-Murcia, en especial el de Alicante y, en segundo término, el de


Cartagena, se erigieron en los de mayor importancia en el tráfico en ambos sentidos. Los productos
castellanos, con la lana a la cabeza, continuaron tomando su salida hacia Italia desde esas ciudades,
para servir de puntos de importación del cereal procedente de Sicilia. A raíz del conflicto de los
Países Bajos, durante el último tercio del Quinientos, Italia sería el destino de las lanas de Castilla.
El estudio del peatge y otros derechos aduaneros percibidos en Valencia permite delimitar dos fases
en la evolución de los intercambios operados allí. En un primer momento, la inercia del siglo anterior
lleva a dicho puerto a una etapa de crecimiento, truncada hacia 1550-66, a semejanza de lo apreciado
en diversos centros hispanos, no solo del litoral, sino incluso del interior, como Medina del Campo.
Tras ese estancamiento, recupera el dinamismo de los circuitos hasta los primeros años del XVII. Las
exportaciones valencianas estaban constituidas por materias primas industriales —relevancia
destacada de la seda— y arroz, azúcar o frutos secos. En las entradas, el trigo representaba el
principal producto, seguido de manufacturas francesas o italianas: arenas, papel y tejidos.

Respecto al puerto de Barcelona, la contabilidad del periatge, o gravamen satisfecho por


las mercancías de paso en él, nos indica un relanzamiento del tráfico por esa urbe a partir de 1575.
El eje Barcelona-Génova, a través del cual era canalizada buena parte de la plata americana, sirvió
de revulsivo tras una etapa de franca estabilización, cuando no de recesión en algunos años.
Artículos típicos de la exportación catalana, como paños o hierro, saldrían por la capital del
Principado, junto a productos de las posesiones ultramarinas españolas.

El reino aragonés mantuvo abiertos los canales comerciales hacia Francia, aunque el
periodo más floreciente se alcanzó en los años 1567-69. A dos décadas de un menor volumen de
exportación, le seguirá una fase en la que recuperó un grado de transacciones muy significativo,
dirigidas más allá de los Pirineos, con sus productos agrarios tradicionales y materias primas.

La fachada andaluza oriental volcó sus esfuerzos sobre los contactos norteafricanos para
abastecer a los enclaves hispanos de ese territorio, a cambio del siempre insuficiente trigo. Málaga fue
el único emplazamiento portuario de cierta entidad, y experimentó una evolución positiva además de
mejorar su infraestructura para atraques de navíos, al mismo tiempo que mantenía la posición
privilegiada de salida de los artículos del reino de Granada.
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El cambio de reinado a finales del siglo XVI trajo consigo una inflexión en la tendencia
alcista como consecuencia de factores económicos, demográficos y, especialmente, de la pérdida de
mercados seculares a favor de otras naciones, poco a poco más presentes en el ámbito
mediterráneo. Exportaciones e importaciones se resintieron, quizá en mayor medida las primeras,
pero las cantidades abonadas en las respectivas aduanas descendieron nítidamente. Los comerciantes
extranjeros dominaban el engranaje mercantil, en especial en Alicante. En este puerto, las colonias
de mercaderes aprovecharon una menor presión aduanera y unas satisfactorias vías de enlace con
el interior para establecer un control sobre los productos de entrada. Los franceses vieron la
competencia de holandeses e ingleses, estos últimos vinculados estrechamente a la importación de
especias.

Pero franqueada la mitad del siglo XVII, el giro coyuntural facilitó un viraje en el volumen de
las transacciones en ambos sentidos. En Valencia, una agricultura de claro carácter especulativo —
vino, seda o barrilla—, al igual que ocurrió en Cataluña, relanzó el subsector, buscando mercados
noreuropeos o americanos. Aun siendo importantes, las cifras rara vez alcanzaron los valores de la
centuria precedente. En Murcia, la recuperación del sector secundario, de la mano de la sericultura,
propició un nuevo impulso en la década final del Seiscientos, pero sin grandes magnitudes. Málaga vio
truncada una fase ascendente cuando la crisis vitícola experimentada como consecuencia de la
incidencia de factores climáticos adversos impidió seguir comercializando los excedentes. Además,
determinados personajes de la época relacionados con la recaudación de impuestos desplazaron el
centro de transacciones de algunos productos comercializados allí hacia el área gaditana.

El comercio hacia el norte de Europa

Durante la Baja Edad Media, los castellanos fueron sentando las bases de unos intercambios en
dirección al norte de Europa, consolidados a partir de la segunda mitad del siglo XV. Aunque el sector
asturiano-gallego gozaba de puestos aduaneros para percibir derechos de los productos importados,
principalmente de Inglaterra, el volumen de mercancías nunca alcanzó los valores de la otra gran área
comprendida por las provincias vascas y la zona cantábrica.

Castilla contó desde mediados del Cuatrocientos con un consulado estable en Brujas, y los más
importantes comerciantes burgaleses controlaban todo lo relacionado con la exportación de la lana y el
fundamental capitulo de los fletes. A ellos se unieron aragoneses, navarros y vizcaínos, que se
instalaron en aquel núcleo urbano, y en especial en Amberes, cuando esta ciudad comenzó a eclipsar a
Brujas en el sistema de intercambios europeos. En España, los principales puntos de contratación y
embarque de esta cornisa eran Bilbao, Laredo y Santander. A partir de ellos, las mercancías iban
dirigidas a los puertos en auge de Flandes y, en menor medida, franceses o incluso del Báltico, aunque
en este último caso, el volumen de exportación fue mínimo, más destacado quizás en el capítulo de las
importaciones.

El principal producto en dirección a Flandes lo representó la lana, que supo competir


satisfactoriamente con la procedente de Inglaterra. Esta preeminencia venía avalada por la alta calidad de
la castellana y por la orientación de la inglesa, que se destinó, en buena parte, a elaborar manufacturas para
ser comercializadas con posterioridad. La implantación en 1558/59 del denominado nuevo derecho
perseguirá una administración más efectiva de los ingresos por este concepto, muy cuantiosos hasta el
comienzo de la contienda en los Países Bajos. Dicho conflicto motivó una reorientación del mercado
lanero, dirigiendo los excedentes al ámbito italiano. Sin embargo, aunque no desapareció por completo el
trafico lanero, los niveles de exportación nunca alcanzaron los valores del periodo 1545-60, cuando
Flandes aglutinaba la mayor cantidad de sacas recibidas fuera del territorio hispano, pues las llegadas a
Francia siempre constituyeron una mínima porción de lo vendido.

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Factores no estrictamente vinculados al movimiento secesionista modificaron también la
tendencia alcista. Las comunicaciones con el norte de Europa sufrieron un claro deterioro por el
hostigamiento del corso de distintas naciones emergentes ante una España con evidentes signos de
agotamiento a finales del siglo. Igualmente, algunos autores hablan de una doble causa en el seno de
los territorios peninsulares: la disminución de la cabaña ganadera trashumante y un aumento de la
demanda interna fruto de un descenso de los precios. Si a ello unimos la transformación de la
estructura manufacturera de los Países Bajos, tenemos la respuesta al interrogante en tomo a las
razones del viraje en las transacciones de la lana iría en esta dirección. Las argumentaciones todavía
requieren un tratamiento historiográfico mayor, pero sirven para apoyar, dentro de las hipótesis
posibles, el constatado declive del comercio lanero castellano.

Por debajo de los valores alcanzados por la lana, una multitud de productos agrícolas
centraron la atención de los comerciantes flamencos, franceses y, en menor medida, ingleses, en sus
países de origen. Los vinos, cítricos, aceite o frutos secos procedentes de España llegaban con cierta
asiduidad a los mercados europeos. Casi siempre respondían a antiguos contactos formalizados en
el siglo XV, o antes incluso, sin salir necesariamente por los puertos cantábricos, pues era
corriente registrar contratos de entrega en Flandes u otras urbes cercanas, de almendras o pasas
producidas en el sur peninsular; de Canarias arribarían a Inglaterra cargas considerables de vino. El
hierro vizcaíno era desembarcado en Inglaterra principalmente.

El encuentro con América puso en el escenario de las operaciones mercantiles una serie de
productos entre los cuales destacaban los metales preciosos, sin olvidar el azúcar, la cochinilla,
maderas de alta calidad, etc. Precisamente, Andalucía occidental obtuvo un gran beneficio de su
posición privilegiada en el comercio americano. La cantidad de navíos procedentes de naciones
diferentes se multiplicó espectacularmente una vez estructurado el sistema de intercambios con las
Indias en tomo a la Casa de Contratación de Sevilla. Los productos nórdicos, holandeses, franceses o
ingleses, sin desdeñar los italianos, eran desembarcados en la capital del Guadalquivir, y llenaban las
bodegas de los barcos dirigidos a las colonias, junto a los excedentes agrícolas de una zona de ex-
pansión como era la campiña del citado río. Estas operaciones con el norte de Europa recibían su
correspondiente tratamiento impositivo y se encuadraban en unos variados conceptos conformadores
del conocido almojarifazgo mayor de Sevilla. El análisis de los datos referidos a este gravamen
muestra una curva ascendente, solo ralentizada en el último tercio del siglo XVI al quedar influida por
los hechos de los Países Bajos, sin causar empero los estragos comerciales apreciados en los puertos de
la comisa cantábrica.

Las importaciones proporcionaban a España artículos manufacturados, textiles


preferentemente, derivados de la metalurgia, libros, papel, el tan apreciado y escaso cereal...;
todos ellos obligaban a desembolsar cuantiosas cantidades de maravedís que repercutían en una
balanza comercial general desequilibrada y deficitaria, con un peso mayor de las compras respecto
a las exportaciones. Además, debe tenerse en cuenta el valor intrínseco de estas últimas, al tratarse
muchas veces de materias primas que serían transformadas en el extranjero y, posteriormente,
adquiridas por nuestra monarquía como productos elaborados, sin obviar el capítulo, siempre
difícil de evaluar pero muy sustancioso, referido a los metales preciosos distribuidos en pago de
deudas estatales o particulares en los mercados foráneos.

El siglo XVII confirmó la tendencia a la baja del comercio hispano hacia el norte y
noroeste de Europa. Ya expuestas las razones de esta decadencia experimentada a partir de 1570,
aproximadamente, tan solo queda apuntar las tímidas repercusiones en periodos de treguas en un
contexto secular dominado por la apuesta belicista hispana y su pérdida paulatina de potencial.

Bilbao afianzó su posición de centro mercantil encargado de redistribuir al exterior la lana


castellana, con un cambio de orientación del capital mercantil autóctono, inclinándose por este
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subsector cuando la siderurgia vasca padeció una clara recesión. Desde la parte más meridional de la
Península Ibérica, la fachada andaluza occidental, en especial Sevilla y Cádiz, mantuvo intercambios
con los territorios noreupeos de quienes obtenía diversos productos, y, sobre todo, se encargó de servir
de punto intermedio de aquellas mercancías originarias o destinadas a las Indias.

El monopolio con América

Los ámbitos comerciales expuestos anteriormente habían tenido unas raíces medievales y
desarrollaron durante la Edad Moderna una organización y una estructura delimitadas ya a grandes
rasgos. Sin embargo, aquel viaje de Colón a finales del siglo XV, en busca de la ruta más corta hacia
Asia, abrió unas posibilidades insospechadas, que los Reyes Católicos quisieron integrar como motor
importante de la nueva monarquía. Los circuitos mercantiles potenciales eran inmensos aunque no se
hubiera conseguido el objetivo inicial, y esta ocasión requería una regulación de todo el tráfico
previsto, en consonancia con los presupuestos políticos e ideológicos del momento. Así debe
entenderse el diseño de un control efectivo de hombres y mercancías a través de instituciones
específicas creadas a tal fin, cuya ubicación debía situarse en el puerto principal de arribadas. Sevilla
fue la elección, pese a los inconvenientes planteados a las embarcaciones que surcaban río arriba el
curso del Guadalquivir. La ciudad hispalense hizo valer su presión, desbancando a Cádiz, sobre todo,
Palos, el Puerto de Santa María o Sanlúcar de Barrameda, del papel conferido al principio. La tradición
comercial sevillana y la indudable fuerza financiera del grupo de mercaderes asentados allí
determinaron la decisión.

En 1503 se constituye la Casa de Contratación con la misión de entender en todo lo


concerniente al circuito abierto, incluido el fundamental campo de la fiscalidad derivada de su puesta
en funcionamiento. Dos décadas más tarde, en 1524, el Consejo de Indias pasaría a dirigir el proceso
colonizador del nuevo continente, relegando a lo puramente administrativo las competencias de la
Casa. El Consulado de Sevilla vino a aglutinar al cuerpo de mercaderes implicados en el tráfico a
Indias y en el europeo, aunando intereses entre los cuales ocupaba un lugar preeminente la limitación a
los foráneos de nuestra monarquía, porque, en definitiva, en cualquier institución erigida relacionada
con los recientes mercados subyacía un espíritu de regularizar pero también de excluir a los extranjeros
de los sustanciosos beneficios esperados. Máxime cuando la mayoría de territorios de la España de
entonces fueron apartados de participar directamente de dicho comercio. En época de Carlos V, algunos
puertos castellanos —Málaga, Cartagena, ciertos puntos del litoral cantábrico recibieron la
autorización para establecer contactos mercantiles sin intermediarios con las colonias de ultramar, pero
la revocación de lo decretado contribuyó a mantener a Sevilla como plaza hegemónica y única de la
Carrera de Indias. No obstante, pese al carácter exclusivista de los comienzos, las necesidades
económicas de la Corona, junto a las transacciones cada vez mayores de flamencos, franceses e
ingleses, llevaron a éstos a solicitar la «naturalización», y, de esta forma, ser habilitados a participar de
unas rutas en expansión.

Dado el peligro constante de corsarios y piratas, la lógica imponía la formación de convoyes a la


hora de transportar las mercancías desde la metrópoli a las posesiones americanas y viceversa. El riesgo
de ser atacados era real, empero, las pérdidas de navíos debido a las inclemencias del tiempo o al mal
estado de determinados navíos llegaron a ser sensiblemente mas numerosas.

La travesía comenzaba, por lo general, en el mes de junio y tras cerca de dos meses de
navegación arribaba a Veracruz. Los puertos de Nombre de Dios y Cartagena de Indias
recibían los galeones durante el verano, para continuar el trayecto las mercancías destinadas al
Perú, a través del istmo de Panamá. En la primavera siguiente la flota partía rumbo a España,
escoltada de nuevo por buques encargados de velar por la seguridad de los ricos productos
importados. Cuando las Filipinas quedan incorporadas a la monarquía de Felipe II, en 1571,

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el acceso a los mercados orientales se materializó mediante el galeón de Manila o nao de
Acapulco, por ser dichos puntos los de partida y atraque de la otra gran ruta ultramarina.

Todo lo anterior —instituciones específicas, control del tráfico, exclusión de puertos y


personas— sentaría las bases sólidas de un monopolio perdurable durante casi tres centurias en el
orden institucional-administrativo, pero con evidentes síntomas de agotamiento en el económico a
partir de comienzos del Seiscientos. El hostigamiento de los enemigos, el contrabando, la
disminución de oro y plata extraídos en las minas americanas, la paulatina puesta en explotación
de los espacios conquistados, con el consiguiente autoabastecimiento de ciertos productos, y la
competencia de artículos extranjeros llegados a América al margen de los canales oficiales, debilitaron
el entramado diseñado a principios del siglo XVI.

Básicamente, las importaciones hispanas procedentes de sus colonias consistían en metales


preciosos —casi tres cuartas partes de ellas— y una variedad de productos naturales de reconocido
valor. En el capitulo de las exportaciones, los artículos manufacturados —españoles o extranjeros—,
junto a los agrícolas, o de primera necesidad, cultivados en las fértiles llanuras del Guadalquivir,
intentaban satisfacer inicialmente la intensa demanda de los individuos desplazados a los espacios que
se iban a conquistar.

Los ritmos de estos flujos comerciales no fueron uniformes, como ha quedado demostrado en
las investigaciones realizadas, aunque el debate sobre las cronologías internas dentro de la evolución
general o la clarificación del valor total de las cargas transportadas todavía esta sometido a análisis.
Pierre y Huguette Chaunu, apoyándose en la documentación pertinente, representaron gráficamente los
ciclos de este comercio, indicando tres fases bien perfiladas a lo largo del siglo XVI. De 1504 a 1550,
una paulatina expansión por el continente americano facilitó un espectacular aumento del tonelaje desde
Castilla hacia las nuevas posesiones, y viceversa. El aliciente de los metales preciosos llegados a la
Península Ibérica sirvió para atraer a más colonizadores deseosos de cruzar el Atlántico para alcanzar
las riquezas allí escondidas. Esta corriente migratoria demandaba una gama de alimentos y artículos en
general necesarios para el asentamiento en los distintos espacios conquistados.

Entre 1550 y 1562 un conjunto de elementos motivaron una fase recesiva, apreciada también en
las diversas monarquías europeas. La actividad corsaria obligó a generalizar los desplazamientos
marítimos en grupos de navíos, que formaban verdaderas flotas, en un intento de fortalecer la seguridad,
pero con manifiestos efectos negativos en cuanto a la rapidez de los contactos o la movilidad del capital
comercial, al requerir tal sistema de transporte un número suficiente de embarcaciones para afrontar la
travesía: los precios experimentaron un descenso considerable, frente a una subida de los fletes, y el
empuje colonizador padeció un freno muy apreciable. Tampoco contribuyeron a mejorar la situación
las sucesivas incautaciones de la Hacienda Real a particulares efectuadas en los años 1553-58.

La etapa iniciada en 1562 extendió el crecimiento hasta 1620, aproximadamente, aunque no


estuvo exenta de fluctuaciones donde brillaran con luz propia algunos años comprendidas entre 1580 y
1600. El descubrimiento de las minas de Huancavelica facilitara unos niveles de extracción de plata sin
parangón, que multiplicarían enormemente la producción del Potosí. Pero la actividad corsaria no
desapareció y los ataques de Drake a Panamá y Cádiz crearon un clima de incertidumbre en ambas
orillas del Atlántico, pese al reforzamiento militar de los convoyes. Además, las sucesivas bancarrotas
decretadas por Felipe II incidieron de manera negativa en ciertas familias relacionadas con las rutas
americanas.

El siglo XVII trajo consigo transformaciones en este tráfico. En la esfera administrativa, las
constantes reivindicaciones de Cádiz para aglutinar en su ciudad todo lo relativo a esta vía comercial
se vieron recompensadas en 1680 al serle transferida la posición de puerto obligado de salida y llegada

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de los navíos, incluidos en la Carrera de Indias. La ratificación plena se produjo en 1717 con el
traslado a la urbe gaditana de la Casa de Contratación. Los oficiales de esta última contribuyeron
mediante acciones al margen de la legalidad, a mantener unos elevados niveles de fraude, facilitados
incluso por el cambio en el sistema impositivo sobre las mercancías, pues se pagaría por el valor
declarado. Las irregularidades se hacían hasta peligrosas, cuando algunos navíos destinados a dar
escolta a la flota mercantil llevaban en sus bodegas artículos de variada naturaleza.

El contrabando practicado en América y las cercanías de Cádiz y la continua presión corsaria o


pirática no contribuyeron a mejorar la situación. Tales causas, unidas a una crisis económica de Nueva
España durante la primera mitad de la centuria y una reorientación en la circulación de plata por parte
de la emergente sociedad colonial, han llevado a determinados historiadores a referirse a esta centuria
como la del hundimiento de la Carrera de Indias, desde 1620.

Pero algunos investigadores han llamado la atención sobre los datos examinados, pues se trata
casi siempre de informaciones oficiales, y, por tanto, si pudiera evaluarse el tráfico desviado por el
contrabando o el no recogido en la contabilidad de la Casa de Contratación, ya fuera por causa de los
fraudes directos o de la pérdida de la documentación, las cifras resultantes podrían replantear la
evolución global o, al menos, matizar las coyunturas desfavorables señaladas. Así, Morineau elaboró un
estudio pormenorizado sobre la base de noticias recogidas en las gacetas de marcado carácter mercantil y
en las fuentes consulares de distintos países. Los resultados contradecían los publicados por Hamilton e
indicaban un aporte de metales preciosos a España, mayor en la segunda mitad del Seiscientos. García
Fuentes continúa la línea marcada por el profesor francés al considerar el tráfico no registrado. Un
ejemplo de esa reactivación producida en las últimas décadas del siglo lo encontraríamos al deducir la
información de los propios manuscritos oficiales. Nos referimos a los indultos, cantidad pagada a la
Corona en compensación de las cargas no registradas, cuyo montante en maravedís supuso con creces
valores millonarios. El hecho de no existir una contestación excesiva al dinero estipulado y percibido
hace pensar en un alto grado de fraude y, por consiguiente, de ocupación en los circuitos americanos
del siglo XVII.

Sin desdeñar las magnitudes cuantificadas, un aspecto cualitativo de suma importancia fue la
progresiva descapitalización española del comercio con América, en consonancia con el origen de las
mercancías destinadas allí. El monopolio impuesto no supo o no pudo contrarrestar los efectos de una
economía interna como la hispana, orientada durante demasiado tiempo hacia las empresas bélicas, sin
una reestructuración de los sectores productivos, y que permitía la entrada, soterrada o no, de los
comerciantes del resto de Europa.

MONEDA, PRECIOS Y CRÉDITO


Moneda

En 1497, los Reyes Católicos posibilitaron mediante las medidas oportunas la configuración del
sistema monetario castellano, con las reformas pertinentes para perdurar largo tiempo. El excelente vino
a representar una moneda de oro de similares características a las existentes en los reinos de la Corona de
Aragón o de Navarra. El ducado le sustituyó, y el modelo adoptado facilitaría la uniformidad en ese
metal. En cuanto a la moneda de plata, siguió con la misma denominación, el real, aunque experimentó
una revaluación respecto al oro. Por último, la de vellón, compuesta de plata y cobre, vivió un periodo
de inestabilidad a lo largo del Cuatrocientos, estableciéndose finalmente la cantidad puesta a
disposición de los súbditos.

Como unidad de cuenta estaba el maravedí y, a partir de 1537, el ducado se transformó también
en este tipo de pieza de uso corriente, dejando su lugar como moneda real al escudo. La paridad entre
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las diferentes clases fijó el ducado en 375 maravedís, a su vez, éste equivaldría a 11 reales y, cada uno
de ellos, a 34 maravedís.

Durante el siglo XVI, en Castilla se pudieron apreciar dos grandes fases en cuanto a la
existencia y movimiento de monedas. La primera etapa llegaría hasta los años centrales de la centuria y
se caracterizó por un proceso de atesoramiento de un porcentaje importante de aquellos metales
preciosos llegados a la Península Ibérica desde América, y de un volumen muy significativo de salida
al exterior —legal o fraudulentamente—, del resto. Ambas prácticas llevaron a una inevitable carencia
de los mismos en los circuitos de intercambio locales. Pero mucho mas perjudicial fue la proliferación
de oro y plata como mercancías exportables, de lo cual se benefició un grupo de escogidos asentistas, lo
cual tuvo unas consecuencias francamente a partir de 1550-1560.

Dos actuaciones ejercidas por la Corona vinieron a completar las dificultades de la época: el
resello y la deflación. El primero consistía en darle un valor nominal superior a la moneda de cobre. La
segunda representó un instrumento a través del cual intentaban hacer frente a la inflación mediante la
retirada de la circulación de cantidades considerables de piezas. Estas modificaciones coyunturales
tuvieron, sin embargo, una incidencia muy perjudicial en el orden económico y propiciaron dos
transgresiones de la legalidad vigente en materia monetaria: la importación fraudulenta y la
falsificación. El exceso de moneda de cobre no fue privativo de Castilla, pues tuvo una repercusión
significativa en la Corona de Aragón. Concretamente, en Cataluña las fluctuaciones y la inestabilidad
monetaria llevaron a una importante devaluación, además de a una bancarrota municipal coetánea con el
conflicto de los Segadores, subsanándose con posterioridad la situación tras los reajustes oportunos.

La evolución de esta problemática, de la «revolución del cobre», a lo largo del Seiscientos pone
de manifiesto la incapacidad del Estado para afrontar con garantías de éxito las irregularidades de un
contexto donde confluían elementos de crisis política, social y económica y, ante lo cual, la
intervención de la Hacienda real nunca supo dar soluciones totalmente eficaces. Escaso remedio eran
las manipulaciones monetarias a un mal de hondas heridas.

A finales del siglo XVII, la llegada de oro procedente de Brasil contribuyó a mostrar los síntomas
de una necesaria estabilidad. Por último, a semejanza de la acción de otras monarquías respecto a sus
monedas, el real de plata recibió una elevación de su valor nominal, convirtiéndose en la centuria
siguiente en unidad monetaria.

Precios

El descubrimiento de América abrió la posibilidad de extender política y geográficamente los


dominios españoles pero, de forma paralela, permitiría ampliar y fortalecer circuitos mercantiles con
un flujo en ambas direcciones de productos desconocidos o escasamente apreciados en las orillas del
Atlántico. Uno de los elementos claves en esta red comercial lo constituyeron las remesas de metales
preciosos llegadas a Europa a través de España, verdadero aliciente para los individuos de la época.

Esta dependencia monetaria de los metales americanos conformó la tesis principal expuesta por
el economista E. J. Hamilton en su libro ya clásico El tesoro americano y la revolución de los precios,
1501-1650. Desde la aparición de la citada monografía en la primera mitad del siglo XX, las
interpretaciones planteadas venían a explicar las distintas coyunturas económicas desarrolladas en
España a partir de 1492. La argumentación monetarista quedaba estructurada en tres grandes
fases de cincuenta años aproximadamente, en las que la plata sustituyó al oro como metal más
abundante en los navíos procedentes de las nuevas colonias.

Para el autor americano, la inflación experimentada en la economía española del Quinientos


tuvo su causa principal en la influencia de la llegada de metales preciosos, pues los distintos
ritmos de entrada coincidieron, básicamente, con las fluctuaciones de sus precios. Esta afirmación,
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en exceso simplista, de un fenómeno estructural, no sólo coyuntural, fue matizada por Pierre Vilar
y Jordi Nadal, quienes llamaron la atención sobre los errores de partida de Hamilton, al
considerar éste un mercado español unificado y tomar como generales y absolutos unos datos
referidos a núcleos muy determinados; además de matizar documentalmente la estrecha relación
metales preciosos-precios. La realizada es la conjugación de una serie de elementos propios de un
sistema económico mal estructurado, y en la que la intervención de la Corona, principalmente en
materia fiscal, condicionó la posibilidad de aprovechar situaciones puntuales para competir
satisfactoriamente en los mercados extranjeros. Por un lado, el volumen monetario en circulación
disminuyó a partir de 1550 debido a los envíos exteriores de particulares o del propio monarca a fin
de satisfacer las crecidas deudas contraídas. En segundo término, una doble demanda interna y de
fuera de nuestras fronteras encareció ciertos productos, al tiempo que se apreciaba una reducción
de exportaciones hacia América, una vez que se iban consolidando los asentamientos y el
autoconsumo de determinadas mercancías; cuando no, recurrían a las importaciones europeas
dados sus mejores precios.

El panorama monetario del siglo XVII se complicó aún más debido a la tremenda
inflación soportada, principalmente por las reiteradas emisiones de moneda de cobre. Máxime si
consideramos el valor de esa moneda por la cantidad de metal precioso y ley contenido. Utilizado
este vellón en el mercado interior, la pieza de plata se erigió en elemento de acaparamiento, y los
pagos casi eran exigidos en este metal, o mediante un sobreprecio llamado premio. El recto de
desembolsos, sobre todo las importaciones o el dinero destinado a las tropas en el extranjero, eran
realizados en oro y plata.

Crédito

Desde los albores de la Edad Moderna, la usura continuó estando mal considerada en los
esquemas mentales colectivos, dada la influencia del pensamiento canalizado a través de la Iglesia,
y, además, fue prohibida mediante las disposiciones legales dictadas en ese sentido. No obstante,
particulares, instituciones eclesiásticas y la misma Corona, recurrieron con frecuencia a
utilizar instrumentos precisos para, salvando el incumplimiento de las leyes, satisfacer unas
necesidades de ingresos a cambio de cantidades cuyo monto final incluía, de una u otra forma, los
preceptivos intereses.

El aparato estatal español requería sustanciosos aportes de dinero para desarrollar eficazmente
todo el engranaje burocrático y, en especial, político-militar, a partir de los Reyes Católicos. Los
recursos procedentes de la variada y profusa fiscalidad del momento eran insuficientes para
garantizar el buen funcionamiento de la monarquía. Así pues, el Estado se vio obligado a solicitar de
destacados hombres de negocios, sumas continuadas de numerario, comprometiéndose éstos, mediante
el contrato formalizado o asiento, a depositar lo prefijado donde el monarca señalara. En con-
traprestación, el soberano devolvería, con los réditos perfectamente integrados, el préstamo recibido.

Los asentistas no representaban el perfil típico de financieros. Se trataba de individuos


implicados en las grandes redes comerciales, en las cuales el dinero constituía una mercancía más.
Las ferias emblemáticas, como las de Amberes, Medina del Campo o Medina de Rioseco,
experimentaron su consolidación como centros de negociación de las letras de cambio giradas en
distintas poblaciones. Los banqueros-mercaderes fueron, en principio, durante el reinado de Carlos I,
grupos relacionados con el tráfico castellano de Burgos y Sevilla, llegando del exterior los personajes
más relevantes, con un lugar preeminente conferido a los Fugger, y en segundo término a los
genoveses quienes, a mediados del siglo recuperaron el espacio dominado por los alemanes.

En 1557, esta práctica de deuda flotante a corto plazo sufrió un cambio brusco al transformarse
en deuda consolidada, generalizando el uso de los juros para los pagos de la Corona a sus acreedores a
partir de la bancarrota de ese año. Tales juros tuvieron un carácter de títulos vendidos y situados sobre
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una renta concreta para erigirse, posteriormente, como el medio más idóneo en el desembolso
aplicando un tipo de interés inicial del 7 por 100, aunque padeció revisiones periódicas. De los juros de
caución, consistentes en darlos como garantía hasta rembolsar la deuda, se pasará a un sistema de
medio general o acuerdo entre las partes, cuando era decretada la suspensión de pagos correspondiente.

Tras la oposición inicial de aquellos hombres de negocios, muchos de ellos originarios de


Genova, los implicados vislumbraron un provechoso horizonte al existir la posibilidad de renegociar
otros títulos precedentes de títulos de Deuda Pública, eligiendo los de un rendimiento elevado, frente a
los menos beneficiosos. Hubo quien, en coyunturas desfavorables en sus actividades mercantiles,
dirigió buena parte de sus esfuerzos a las labores financieras sobre la base de estos juros, por ejemplo el
burgalés Simón Ruiz.

La depreciación de los juros durante toda la centuria del Seiscientos —en especial por las
constantes modificaciones de los intereses, pero también por el recorte incluso del nominal en la
segunda mitad del siglo— no fue un impedimento insalvable para la sustitución de los mayores
prestamistas a la Corona, los genoveses, por los portugueses, los cuales continuaron viendo atractivo
intervenir en este tipo de acciones.

Junto al crédito público, derivado de las frecuentes parquedades financieras de la Hacienda real,
nos encontramos con la esfera del crédito privado, en ocasiones germen de la formación de grandes
fortunas y del posterior paso a prestamistas de la Corona a diferente escala. Dos formulas eran las más
corrientes en la Edad Moderna: las obligaciones y los censos. Las primeras, formalizadas a través de la
preceptiva escritura notarial, comprometían a una o varias personas a entregar una cantidad de dinero o
artículos diferentes en una fecha determinada, generalmente en días señalados en el calendario, festivos
o no. Subyacía en el fondo una deuda contraída aunque, como es lógico, no se plasmaba tal
circunstancia, y mucho menos la segura presencia de réditos encubiertos.

Respecto a los censos, ya comentamos someramente más arriba su amplia tipología, y en


cuanto a aquellos más vinculados estrechamente al sistema crediticio, en la documentación recibían
el nombre genérico de «censos», tratándose en verdad de un censo consignativo o hipotecario, por
asemejarlo a una acepción actual. El censualista proporcionaba una cantidad monetaria o
«principal», que debía reintegrada por el censatario con unos intereses próximos al 7,14 por 100 —
14.000 por millar—, figurando como aval algún bien raíz. La ejecución sobre la propiedad de garantía
incrementó no pocos patrimonios particulares y de instituciones, muchas de ellas eclesiásticas.
Diversos autores han cuestionado el verdadero alcance de esta práctica censal en el orden
financiero de la época, pues para unos supuso durante el Quinientos un instrumento beneficioso
para la producción al conseguir campesinos, sobre todo, un dinero extra a fin de realizar pequeñas
inversiones, mientras otros señalan como aceptable esta premisa, pero sólo hasta el último tercio de
ese siglo, al producirse en esas fechas un gran número de ejecuciones de las deudas, y
configurarse más como un mecanismo de apropiación de bienes a partir de la no devolución de la
deuda. La caída de los tipos de interés hasta el 3 por 100, aproximadamente, revela una demanda
inferior de esta fórmula crediticia, sin poder descartar un incremento del capital individual
disponible. La auténtica dimensión de ambas consideraciones espera todavía investigaciones
rigurosas para delimitarla.

LOS ARBITRISTAS

El deterioro de la economía española desde finales del siglo XVI era una evidencia
manifiesta en cada uno de los sectores productivos, a lo cual hacían referencia cónsules, militares
o particulares extranjeros implicados en cualquier faceta de la vida pública o privada del momento.
Los españoles, al menos algunos de ellos, no eran ajenos a una realidad cuyo decurso histórico
iba paralelo en muchas ocasiones a la misma dirección de la otrora monarquía hegemónica.
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Ante tal situación, fue apareciendo una literatura muy específica, centrada en plantear los
distintos problemas de la sociedad hispana, que ofrecía un repertorio de soluciones, no siempre
demasiado viables. Los individuos que redactaron los escritos recibían el nombre de «arbitristas»,
pues en su esquema, tras describir la cuestión de interés y el origen de la deficiencia, pasaban a
presentar un «arbitrio» o remedio a los males existentes. Muchos de ellos perseguían la obtención
de cierto dinero si se cumplían sus ideales; en otros casos eran meras propuestas, desinteresadas,
pero irrealizables desde un principio. Ese conjunto sufrió la burla de personajes tan renombrados
como Cervantes, Quevedo, Lope de Vega o Tirso de Molina. Hasta los procuradores en Cortes
mostraron en más de una ocasión su desacuerdo frente a la proliferación de textos salvadores de la
nación.

Pero también se elaboraron obras con un contenido más serio, en las que se reflexiona
sobre las dificultades verdaderas de la comunidad. No obstante, los principales obstáculos para
llevar a cabo las modificaciones redactadas se encontraban en las mismas estructuras sociales,
políticas y económicas de nuestro país. Sin un cambio drástico en ellas, las soluciones sólo podrían
paliar la problemática reflejada, pero nunca reactivar globalmente el sector aludido.

Los arbitristas indagaron prácticamente en todos los campos posibles y, según Gutiérrez Nieto,
seria factible distinguir un arbitrio fiscal financiero, económico, político, social o técnico. La Escuela
de Salamanca ha sido considerada el antecedente de aquellos manuscritos o impresos que influirían en
el pensamiento económico con base científica, para desembocar en la economía política.

La nómina de individuos con una recomendación escrita para solventar las cuestiones más graves
era verdaderamente interminable, multiplicándose según avanzaba el calificado siglo de crisis.

A Luis Ortiz, en época de Felipe H, le seguirían, el marqués de Montesclaros, el licenciado


Tello o Valle de la Cerda, Martínez de Amileta, Jerónimo de Ceballos y Pedro de Meneses,
manifestando sus pareceres en tiempo de Felipe IV. Algunos personajes implicados directamente en el
poder vieron este canal de expresión como el más idóneo para formular sus pretensiones, caso del
marqués de los Vélez o el conde de Oropesa. En todos ellos subyace la necesidad de mejorar el sistema
impositivo y, por tanto, quedarían encuadrados en ese, tipo de arbitrismo fiscal y financiero. Aquí
comienzan a propugnar la oportunidad de racionalizar la reconducción de los gravámenes existentes y
concentrarlos en uno solo, pensamiento en circulación en toda Europa, no exclusivamente en España.
Por otra parte, ciertos historiadores señalaron hace tiempo la impronta perceptible en obras como la de
Fernández de Navarrete, de un sutil nacionalismo castellano de la fiscalidad en la corona aragonesa.

Un memorial de Martín González de Cellorigo, impreso en 1600 —Memorial de política


necesaria y útil restauración de la república de España—, abre el considerado arbitrismo económico. La
toma de conciencia de la situación crítica a la cual estaba abocada la monarquía española hizo
reflexionar a este y otros autores sobre las verdaderas carencias y las causas de tales deficiencias. Censos
y juros figuraban como elementos muy negativos al imposibilitar la existencia de un mercado fluido de
tierras y capitales, facilitar una bipolarización social entre ricos y pobres y reducir tremendamente el
estrato medio incapaz de afrontar los retos requeridos.

Los investigadores dedicados al tema han querido delimitar dos grandes líneas de examen: la
«prefisiócrata» y la mercantilista. Sin obviar lo reflejado en las obras de quienes se decantan por una u
otra, lo cierto es la presencia de unos presupuestos de partida parecidos, conformándose las
diferencias en razón de la preeminencia de un sector productivo concreto.

La primera corriente reunirá textos de Pedro de Valencia, Lope de Deza, Miguel Caja de
Leruela —ferviente defensor de la ganadería, en general, no sólo de la Mesta— o Cristóbal Pérez de
Herrera, promotor en aunar principios del agrarismo, junto al reconocimiento de los comerciantes.

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La línea mercantilista o «industrialista» realizaba la producción propia frente a la competencia
del resto de países. Sancho de. Moncada y Martínez de Mata son dos inmejorables exponentes de las
tesis basadas en explicar la progresiva decadencia de la economía hispana por la intervención de
extranjeros en nuestras esferas productivas, y propugnaban medidas proteccionistas de fomento de las
manufacturas españolas con la prohibición expresa de importarlas del exterior y de exportar materias
primas. Moncada constituirá, además, el referente más claro de la llamada Escuela de Toledo. Una
industria desarrollada y vital debía satisfacer la demanda de una población en constante crecimiento y
canalizar los excedentes hacia las rutas de intercambio. Los proyectos de crear compañías de comercio
a imagen de las holandesas e inglesas venían a demostrar el reconocimiento de una buena gestión u
organización en esta materia por parte de los enemigos seculares. Pero, como en tantos casos, los
intentos no pasaron de ser conjeturas más o menos bien diseñadas.

Estas tendencias fueron tratadas igualmente en la Corona de Aragón, por autores de la talla
de Narcís Feliu de la Peña o Diego José Dormer. En definitiva, respondían a un sentimiento
generalizado, inquieto por mejorar una situación de claro deterioro en todos los órdenes de la
economía.

LA HACIENDA REAL

Uno de los pilares básicos a la hora de la formación y consolidación de la monarquía era el


de la fiscalidad. La puesta en ejecución de políticas expansivas requería la existencia de un sistema
recaudatorio más o menos estructurado a fin de satisfacer las constantes necesidades financieras
generadas. Las naciones fueron adaptando las antiguas contribuciones e implantando otras
nuevas en aquellos territorios incorporados a sus dominios.

En el caso español, Miguel A. Ladero Quesada y Modesto Ulloa, para el periodo de


transición de la Edad Media a la Moderna, y la época de Felipe II, respectivamente, han
examinado el panorama impositivo imperante. Se desprende de sus escritos una tipología
diversificada de gravámenes, y la coexistencia de una fiscalidad múltiple, en función de su
receptor, ya fuera la Corona, la Iglesia, los señores o los municipios. No obstante, la Hacienda Real
obtenía por uno u otro medio parte de lo recaudado por las distintas instancias, al aparecer la
institución regia como garante del orden social y quien cedía los derechos cobrados.

Siguiendo a Ulloa, en Castilla podría distinguirse entre ingresos fijos y no fijos Los
primeros no precisaban de la aprobación en Cortes ni de la concesión papal correspondiente. La
inmensa mayoría de ellos se reunían bajo la denominación de rentas ordinarias, dando cabida a las
alcabalas, las tercias, los almojarifazgos mayor y de Indias y el de la seda, entre otros. Eran de tipo
indirecto y, en principio, atañerían al conjunto de los súbditos, pero la realidad fue bien diferente,
dado que el carácter de tales cargas incidiría en los sectores productivos más dinámicos, teóricamente
el secundario y el terciario.

Por regla general, se trataba de gravar cualquier tipo de transacción y, por citar un ejemplo, la
más importante, la alcabala, respondía al pago de un 10 por 100 sobre el valor de la compra-venta de
los artículos. El sistema de recaudación comenzó siendo el arrendamiento de la renta, pero a
comienzos del siglo XVI, el encabezamiento sustituyó a la citada formula. Mediante ese
procedimiento, los núcleos urbanos cabezas de partido concertaban con la contaduría real una suma
fija, que se repartía con posterioridad entre todos los vecinos. Esto originó una desproporción del
valor relativo a tales alcabalas respecto a la subida de los precios, al quedar petrificadas las cantidades
acordadas.

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Los ingresos no fijos también englobaban varias contribuciones de tipo directo como es el
caso de los servicios ordinarios y extraordinarios, cuya cuantía era aprobada por las Cortes para un
periodo determinado. Este carácter eventual facilitaba la revisión periódica de los mismos y recaían
sobre una capa de población sin exenciones de ningún tipo, por no pertenecer al estamento
privilegiado. El ámbito rural fue sobre quien recayó de una manera más implacable, en especial en las
localidades bajo plena jurisdicción realenga, de ahí los escasos reparos de los procuradores en
Corte a la hora de concertar los nuevos pagos.

El advenimiento de Felipe II al pleno dominio de la monarquía hispana supondría un


autentico intento de reajuste en materia fiscal, condicionado por una mala gestión en la cobranza y
administración de los diversos derechos percibidos y la necesidad de incrementar los ingresos con
nuevos gravámenes ante la desastrosa situación de la Hacienda. La esfera urbana quedaría integrada en
el sistema recaudatorio, dejando el monarca pocos resquicios a las exenciones y franquezas gozadas
hasta ese momento.

En ese clima de reformas, con una implicación mayor de todos los grupos sociales, queda
establecido el llamado «servicio de millones». La justificación para la nueva contribución la
encontraron en el fracaso de la Gran Armada, conocida posteriormente como Armada Invencible y en
las indudables repercusiones derivadas de tal acontecimiento. Desde 1590 mantuvo la vigencia hasta
1845. La dialéctica rey-reino cobraba una significación especial, pues las Cortes, en última instancia
las ciudades más importantes, dirigieron el mejor procedimiento recaudatorio a sus intereses en cada
negociación de este servicio, optando finalmente por la elección de organizar los millones mediante el
sistema de sisas, basado en el consumo de ciertos artículos. El bajo rendimiento fiscal resultante, en
esta y otras cargas, inducía a plantearse seriamente una unificación, intentada en época de Olivares
y a finales del siglo XVII, bajo el reinado de Carlos II.

Durante el siglo XVII se multiplicaron otras prácticas de ingresos en la Hacienda como fueron
la compra de sus propias jurisdicciones de las villas dependientes de algunos núcleos urbanos,
acrecentamientos o enajenaciones de oficios, «composiciones» y venta de baldíos y comunales...

A las contribuciones aludidas se unieron durante el Seiscientos otras de «carácter», voluntario-


extraordinario que afectaban a grupos sociales hasta ahora al margen de las imposiciones
normalizadas. Así, tendríamos los donativos, requeridos por la Corona a particulares desde 1625, o el
gravamen de lanzas, satisfecho a partir de 1631 por la nobleza; esa fecha es también el punto de
partida de la media annata, desembolso de la primera anualidad de quien gozara de pensiones o
mercados, y de los «funcionarios»; el papel sellado fue obligatorio para cualquier documento oficial
en 1635 y años siguientes.

La segunda mitad del siglo mantuvo el alto grado de fiscalidad soportada por los súbditos del
monarca hispano, incrementándose a veces la tipología impositiva y las cantidades a recaudar en un
clima de honda decadencia interna, con la consiguiente proyección hacia el exterior.

Pero la Hacienda real no sólo percibía dinero del territorio castellano. El resto de reinos
contribuyó de distinta forma al esfuerzo político, pero sobre todo militar, de la monarquía hispana.
En Cataluña, el rey tenía unos ingresos en concepto de su posición de señor de ese espacio
jurisdiccional, con nítidas connotaciones feudales. Además, el aparato hacendístico recibía donativos,
préstamos y servicios aprobados en las Cortes correspondientes, aunque el monto total de estos últimos
nunca superó el carácter coyuntural inicial, a diferencia de lo ocurrido en Castilla. Los quintos, an-
tiguo tributo percibido ya desde el siglo XV, en época de Fernando I de Aragón, restaba una porción
cercana al 20 por 100 de lo ingresado en los núcleos rurales o urbanos catalanes para engrosar las arcas
regias. Los ingresos de la Generalitat, que serían gestionados sin contribuir en principio con cantidad

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alguna a los monarcas, eran superiores a los de Real Patrimonio. Sin embargo, parte de lo recaudado
por esa institución se desvió para subsanar en años determinados los subsidios votados en Cortes.
Aragón, Mallorca y Valencia concedieron servicios de distinta cuantía a lo largo de los siglos XVI y
XVII pero, como ocurría en Cataluña, nunca superaron las cifras del numerario de diputaciones o
generalidades.

En Navarra y el País Vasco, el sistema fiscal existente, aunque pudiera presentar en


principio algo más de similitud con el castellano, mantuvo un cierto patrón de actuación evolutiva
próximo al catalán. Los modelos tributarios antiguos permanecieron con menos cambios dada la
situación estratégica de esos territorios, lo cual le confirió una menor presión fiscal en
comparación con Castilla, incluso más llevadera en los periodos de mayor inestabilidad militar.

Por último, la Hacienda disfrutó de las aportaciones de la Iglesia mediante una puesta en
marcha de las denominadas «tres gracias», al haberse hecho efectivas tras la oportuna concesión
papal: Excusado, subsidio y cruzada. La máxima autoridad católica confería la autorización para
poner en manos de los monarcas españoles la posibilidad de contar con unos ingresos extras pero
destinados a la defensa frente al turco, aunque en determinadas ocasiones el clima político
internacional permitiría a Felipe II derivar parte de los fondos del Excusado hacia la lucha contra
Inglaterra. Este impuesto representaba el importe íntegro de la primera casa dezmera de cada
parroquia a partir de 1571. Con el tiempo, la Iglesia optó por acordar con la Corona el
desembolso de una suma fija, a semejanza del subsidio, estimado en 420.000 ducados anuales
destinados a sufragar los gastos de las galeras en el Mediterráneo, y en vigor desde 1561. La
cruzada, la más antigua de las tres, sufrió variaciones en el transcurso de los años, pero siempre
estuvo presente el fin de su recaudación: la lucha contra el infiel. Los católicos entregarían
cantidades de maravedís estipuladas, a cambio de obtener indulgencias por el periodo establecido.

En definitiva, la Hacienda real disfrutó de una variada gama de ingresos donde el capitulo de
la fiscalidad representó un campo fundamental en el sostenimiento de un aparato estatal cada
vez más complejo. Orientado casi siempre a un esfuerzo bélico muy elevado y costoso,
repercutió en el patrimonio de los súbditos de manera desigual en la esfera particular, institucional
y territorial.

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