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Axiomatico - Greg Egan
Axiomatico - Greg Egan
Axiomático
ePUB r1.2
betatron 14.01.14
Título original: Axiomatic
Greg Egan, 1995
Traducción: Pedro Jorge Romero
Diseño de portada: LaNane
Comunicante
ya había visto a
012 988 0,
la quimera en su
vecindario
La quimera
013 mató a Freda 945 0,
Macklenburg
Comunicante
014 quiere matar a 903 0,
la quimera
Comunicante
015 mató a Freda 830 0,
Macklenburg
(Si me desespero, podría ver, una a
una, las mil setecientas treinta y tres
llamadas de los puntos 14 y 15. Pero
todavía no; todavía me quedan formas
mucho mejores de malgastar el tiempo).
Un gobierno
016 extranjero creó 724 0,18
a la quimera
La quimera
es resultado de
017 690 0,14
la guerra
biológica
La quimera
118 es una mujer- 604 0,09
leopardo
Comunicante
desea mantener
019 582 0,58
contacto sexual
con la quimera
Comunicante
ha visto antes un
020 527 0,89
cuadro de la
quimera
No tenía nada de sorprendente,
considerando el número de cuadros que
debe haber de criaturas fantásticas y
mitológicas. Pero en la siguiente página:
La quimera
se parece
mucho a la
criatura
034 94 0,92
representada en
la pintura
titulada La
caricia.
Sintiendo curiosidad, mostré algunas
de las llamadas. Las primeras no me
indicaron nada más que el resumen de
una línea del listado. Luego un hombre
sostuvo un libro abierto frente a la lente.
El brillo de la bombilla que se reflejaba
en el papel satinado hacía que algunas
partes fuesen casi invisibles, y el
conjunto estaba ligeramente
desenfocado, pero lo que podía ver me
intrigó.
Un leopardo con cabeza de mujer,
agachado cerca del borde de una
superficie plana elevada. Un joven
esbelto, desnudo hasta la cintura, estaba
de pie sobre el suelo, inclinándose de
lado hacia la superficie elevada,
tocando con su mejilla la mejilla de la
mujer leopardo, que a su vez apretaba
una de sus garras contra el abdomen del
joven, en un abrazo torpe. El hombre
miraba directamente al frente con
frialdad, la boca una línea, ofreciendo la
impresión de distanciamiento afectado.
La mujer tenía los ojos cerrados, o casi,
y su expresión parecía menos definida
cuando más la miraba, podría ser de
satisfacción plácida y soñadora, podría
ser deleite erótico. Los dos tenían pelo
castaño.
Seleccioné un rectángulo del rostro
de la mujer, lo amplié hasta llenar la
pantalla y luego apliqué algunos filtros
para evitar que los píxeles ampliados
me distrajesen. Con el brillo, el enfoque
deficiente y la resolución limitada, la
imagen era un desastre. Como mucho
podía determinar que el rostro de la
pintura no era excesivamente diferente
al de la mujer encontrada en el sótano.
Pero media docena de llamadas más
tarde ya no quedaba duda. Un
comunicante incluso se había tomado la
molestia de capturar un fotograma del
noticiario y lo había insertado en la
llamada, justo al lado de una ampliación
bien iluminada del cuadro. Una visión
de una única expresión no define a un
ser humano, pero el parecido era
demasiado bueno para ser una
coincidencia. Dado que —como me
habían dicho muchos y más tarde
comprobé por mí mismo— La caricia la
había pintado en 1896 el simbolista
belga Fernand Khnopff, era imposible
que la pintura se basase en la quimera.
Así que tenía que ser al contrario.
Reproduje las noventa y cuatro
llamadas. La mayoría no contenía nada
excepto el puñado de hechos simples
sobre el cuadro. Una ofreció un poco
más.
Un hombre de mediana edad que se
presentó como John Aldrich, tratante de
arte e historiador amateur del arte.
Después de comentar el parecido, y
hablar un poco sobre Khnopff y La
caricia, añadió:
—Dado que esta mujer
desgraciadamente tiene exactamente el
aspecto de la esfinge de Khnopff, me
pregunto si han tenido en cuenta la
posibilidad de que estén implicado
algunos defensores del lindhquistismo
—enrojeció un poco—. Quizá sea una
tontería, pero me pareció que debía
mencionarlo.
Así que consulté la Britannica
online y dije:
—Lindhquistismo.
Andreas Lindhquist, 1961-2030, fue
un artista performance suizo, con la
clara ventaja financiera de ser heredero
de un importante imperio farmacéutico.
Hasta 2011 se dedicó a una amplia gama
de actividades de naturaleza
bioartística, pasando de generar sonidos
e imágenes procesando por ordenador
las señales fisiológicas (ECG, EEEG,
conductividad de la piel, niveles
hormonales comprobados continuamente
por sondas immunoeléctricas), a
someterse él mismo a operaciones
quirúrgicas en una tienda transparente y
estéril en medio de un auditorio repleto,
en una ocasión para intercambiar
gratuitamente las corneas de un ojo al
otro, y una segunda vez para volver a
colocarlas como estaban (hizo pública
una versión más ambiciosa, en la que
afirmaba que le sacarían todos los
órganos del torso y los volverían a
colocar mirando al otro lado, pero le
resultó imposible encontrar un equipo de
cirujanos que lo considerasen
anatómicamente plausible).
En 2011 desarrolló una obsesión
nueva. Proyectaba diapositivas de
pinturas clásicas en las que habían
retirado las figuras, y hacía que modelos
vestidos y maquillados de la forma
apropiada posasen frente a la pantalla,
ocupando los huecos.
¿Por qué? En sus propias palabras
(o quizá una traducción):
A los grandes artistas se les
concede entrever un mundo separado,
inmutable y trascendental. ¿Existe ese
mundo? ¿Podemos viajar hasta él?
¡No! ¡Debemos forzar su existencia a
nuestro alrededor! Debemos tomar esas
visiones fragmentarias y convertirlas
en sólidas y tangibles, hacer que vivan,
respiren y caminen entre nosotros,
debemos importar arte a la realidad, y
al hacerlo, transformar nuestro mundo
en el mundo de la visión artística.
Me pregunté qué hubiese opinado
ARIA de esas palabras.
Durante los siguientes diez años,
abandonó las diapositivas proyectadas.
Empezó a contratar diseñadores de
decorados para el cine y expertos en
paisajismo para recrear en tres
dimensiones los fondos de los cuadros
que escogía. Descartó el uso de
maquillaje para alterar la apariencia de
los modelos, y, cuando le resultó
imposible encontrar dobles perfectos,
sólo empleaba a aquéllos que, tras un
pago suficiente, estaban dispuestos a
pasar por la cirugía estética.
Su interés por la biología no había
desaparecido por completo; en 2021, en
su sesenta cumpleaños, hizo que le
implantasen dos tubos en el cráneo, lo
que le permitía medir, y alterar,
constantemente el contenido
neuroquímico exacto del fluido
ventricular de su cerebro. Después de
eso, sus requerimientos se volvieron
más estrictos. Prohibió las técnicas
«tramposas» de los decorados de cine:
una casa, una iglesia, un lago o una
montaña entrevista en la esquina de un
cuadro en proceso de ser «realizada»,
debían estar allí, en toda su escala y
completo en todo detalle. Se creaban
casas, iglesias y pequeños lagos; las
montañas tenía que buscarlas, aunque
trasplantó o destruyó miles de hectáreas
de vegetación para alterar su color o
textura. A sus modelos les exigía que
pasasen meses antes y después de la
«realización», «viviendo sus papeles»
escrupulosamente, siguiendo las reglas
complejas y los escenarios que
Lindhquist ideaba, basándose en su
interpretación de la «personalidad» de
un cuadro. Ese aspecto se le fue
haciendo cada vez más importante.
La realización precisa de la
apariencia —lo llamo la superficie, por
tridimensional que sea— no es más que
un comienzo rudimentario. En la red de
relaciones entre los sujetos, y entre los
sujetos y su entorno, es donde se
encuentra el desafío para las
generaciones que me sigan.
Al principio, me resultó asombroso
no haber oído hablar jamás de semejante
pirado; su extravagancia total debió
ganarle cierta fama. Pero en el mundo
hay millones de excéntricos, y miles de
ellos son muy ricos, y yo sólo tenía
cinco años cuando Lindhquist murió de
un ataque al corazón en 2030, dejándole
su fortuna a un hijo de nueve años.
En cuanto a sus discípulos, la
Britannica detallaba media docena
dispersa por Europa del este, donde
aparentemente había disfrutado de
mayor respeto. Todos parecían haber
abandonado por completo su excesos,
ofreciendo volúmenes de teorías
estéticas defendiendo el uso de
contrachapado pintado y artistas de
mimo con máscaras estilizadas. De
hecho, la mayoría se limitaba a eso, a
ofrecer los volúmenes, y ni siquiera se
molestaban con el contrachapado y los
mimos. Tampoco podía imaginar que
ninguno de ellos dispusiese del dinero o
de las ganas de pagar una investigación
embriológica a miles de kilómetros de
distancia.
Por razones impenetrables de la ley
de derechos de autor, las obras visuales
rara vez están presentes en las bases de
datos públicas, así que durante el
almuerzo salí y compré un libro sobre
pintores simbolistas que incluía una
lámina en color de La caricia. Realicé
una docena de copias (ilegales),
ampliaciones en varios tamaños,
furiosamente, en cada una la expresión
de la esfinge (como la había llamado
Aldrich) me resultaba sutilmente
diferente. La boca y los ojos (uno
totalmente cerrado, el otro abierto
infinitesimalmente) no se podía decir
que representasen una sonrisa definitiva,
pero la sombra de las mejillas la
sugería, en ciertas ampliaciones, vistas
desde ciertos ángulos. El rostro del
joven también cambiaba, de vagamente
inquieto a ligeramente aburrido, de
decidido a disoluto, de noble a
afeminado. Los rasgos de los dos
parecían habitar los bordes complicados
e inciertos entre regiones de humores
diferentes, y el más mínimo cambio en
las condiciones de visión era suficiente
para forzar una reinterpretación
completa. Si ésa había sido la intención
de Khnopff, era el logro de un maestro,
pero también me resultaba
extremadamente frustrante. El breve
comentario del libro tampoco me
ayudaba, alabando «la composición
perfectamente equilibrada y la deliciosa
ambigüedad temática», y sugería que la
cabeza del leopardo había sido
«perversamente modelada según la
hermana del artista, con cuya belleza se
sentía constantemente obsesionado».
Al no estar seguro por el momento
sobre cómo —en caso de que debiera
hacerlo— proseguir con esta línea de
investigación, me quedé sentado frente a
mi mesa durante varios minutos,
preguntándome (pero sin sentir deseos
de comprobarlo) si cada una de las
manchas del leopardo del cuadro estaba
fielmente reproducido in vivo. Quería
hacer algo tangible, poner algo en
marcha, antes de dejar La caricia a un
lado y regresar a una línea de
investigación más rutinaria.
Así que realicé una ampliación más
de la pintura, en esta ocasión empleando
las capacidades gráficas de la máquina
para rodear la cabeza y los hombros del
hombre con un fondo oscuro uniforme.
La llevé a comunicaciones y se la
entregué a Steve Birbeck (el hombre que
sabía había filtrado el registro del casco
a la prensa).
Le dije:
—Da una alerta sobre este tipo. Se
le busca para interrogarlo en relación
con el asesinato de Macklenburg.
EN CASO DE EXPERIENCIA
EXTRACORPORAL
LLAME AL 137 4597
Estoy confuso: nunca he visto un
número local que empiece por uno, y
cuando vuelvo a mirar, queda claro que
el dígito en cuestión es realmente un
siete. También me había confundido a
propósito del «polvo»; no es más que un
juego de la luz sobre la superficie
ligeramente desigual de la pintura.
Polvo en una sala estéril con filtrado
como ésta, ¿en qué estaba pensando?
Dirijo la atención a mi cuerpo,
cubierto de verde excepto un cuadradito
abierto sobre la sien izquierda, donde la
sonda del macrocirujano sigue la herida
de entrada en el cráneo de la bala. El
robot zanquilargo dispone de la mesa de
operaciones para él solo, aunque hay
presentes un par de humanos con
mascarillas y cofias, a un lado, mirando
lo que supongo que son vistas de rayos
X de la sonda acercándose al blanco;
desde mi punto de vista, la pantalla
aparece achatada y las imágenes son
difíciles de descifrar. Los
microcirujanos inyectados ya debían
haber restañado la hemorragia, reparado
cientos de vasos sanguíneos,
despedazando cualquier coágulo
peligroso. Pero la bala en sí, es
demasiado resistente físicamente e
inerte químicamente para que un
enjambre de diminutos robots pueda
romperla y retirarla como una piedra de
riñón; no hay más alternativa que meter
algo y sacarla. Yo solía leer sobre este
tipo de operaciones, y luego me quedaba
despierto preguntándome cuándo me
llegaría finalmente la hora. A menudo
imaginaba este momento, y ahora juraría
que cuando lo imaginaba, tenía
exactamente este aspecto, hasta el
último detalle. Pero no sabría decir si se
debe a un déjà vu normal y corriente o si
mi visualización obsesivamente repetida
está alimentando la alucinación actual.
Comienzo a interrogarme, con
tranquilidad, sobre las implicaciones de
mi exótico punto de vista. Las
experiencias extracorporales se suponen
que sugieren proximidad a la muerte…
pero claro, las miles de personas que
han hablado de ellas sobrevivieron para
contarlo, ¿no? Sin forma de equilibrar
esa cifra con la cantidad desconocida de
las que murieron, es absurdo interpretar
la situación como significativa para mis
posibilidades de morir o vivir.
Ciertamente el efecto está relacionado
con un severo trauma físico, pero es
sólo la idea ridícula de que el «alma» ha
partido del cuerpo —y está
peligrosamente cerca de alejarse
flotando por un túnel de luz hasta la otra
vida— lo que asocia la experiencia con
la muerte.
Empiezan a regresar vagamente los
recuerdos del asalto. La llegada para
hablar de la reunión anual de Zeitgeist
Entertainment. (Físicamente presente por
primera vez en un año: mala decisión.
¿Simplemente por haber vendido Hyper
Conference Systems tenía que rechazar
la tecnología?). Ese lunático de
Murchison montando una escena fuera
del Hilton, aullando algo sobre que yo
—¡yo!— le había estafado con el
contrato de su miniserie. (Como si yo lo
hubiese leído, y menos aún hubiese
redactado personalmente todas sus
páginas. ¿Por qué no fue a cargarse al
departamento legal?). La ventanilla
automática del Rolls a prueba de balas
subiendo para acallar sus ladridos, el
vidrio espejado moviéndose lentamente,
tranquilizador… y luego atascándose…
Me equivoqué en un detalle: siempre
pensé que la bala vendría de un cinéfilo
obsesivo, enfurecido por algunas de las
continuaciones de Zeitgeist a los
Clásicos del Celuloide. Los avatares de
software que empleamos como
directores siempre son construidos con
exquisito cuidado, por parte un comité
de psicólogos e historiadores del cine
dedicados a recrear las personalidades
reales de los autores originales… pero
algunos puristas nunca están satisfechos,
y recibí amenazas de muerte durante más
de un año tras Hannah y sus hermanas
II, en 3D. Lo que no se me ocurrió fue
que un hombre que había firmado un
contrato de siete cifras por los derechos
de la historia de su vida —que había
salido en libertad condicional
precisamente gracias al generoso
adelanto de Zeitgeist— fuese a pegarme
un tiro a causa de una tasa de derechos
residuales por las transmisiones por
satélite dobladas al inuit.
Me doy cuenta de que la pegatina
improbable sobre las luces ha
desaparecido. ¿Qué presagia? ¿Si mi
fantasía se va desmoronando, eso
significa que me deterioro o me
recupero? ¿Una alucinación inestable es
más saludable que una consistente? ¿La
realidad está a punto de caer? ¿Qué
debería estar viendo ahora mismo?
Oscuridad total, si realmente me
encuentro bajo toda esa cubierta verde
con los ojos cerrados y anestesiado.
Intento «cerrar los ojos», pero la idea no
tiene sentido. Intento perder la
consciencia (si ésa es la palabra
correcta para lo que estoy
experimentando); intento relajarme,
como si quisiese dormir, pero luego un
ligero zumbido de la sonda del cirujano
al cambiar de dirección atrapa mi
atención.
Observo —físicamente incapaz de
apartar mi mirada nada física— cómo la
reluciente aguja plateada de la sonda
retrocede lentamente. Parece una
eternidad, y rebusco en mi cerebro para
estimar si se trata de una muestra
masoquista de teatralidad onírica o un
toque de autenticidad, pero no puedo
decidirme.
Al fin, —y lo sé un momento antes
de que suceda (pero la verdad es que me
he sentido así continuamente)— la punta
de la aguja aparece, unida
estrafalariamente por nada más
esotérico que un poco de pegamento de
gran resistencia (o eso leí una vez) a la
bala gris y ligeramente retorcida.
Veo que la tela verde que me cubre
el pecho se eleva y cae en un suspiro
empático de alivio. Dudo que sea muy
plausible en un hombre anestesiado
conectado a un respirador artificial;
luego de pronto, totalmente agotado por
intentar imaginar el mundo, dejo que la
visión se desintegre primero en estática
psicodélica y luego en la oscuridad.
Mi programa de administración
financiera trabajó toda la noche para
liberar el dinero de las inversiones. A
las nueve en punto de la mañana
siguiente, transferí medio millón de
dólares a la cuenta especificada, y luego
me quedé sentado en mi oficina,
esperando a ver qué pasaría. Consideré
cambiar la clave de entrada al viejo
«Benvenuto»… pero luego decidí que si
realmente tenían mi escán a su
disposición, no tendrían problemas para
deducir mi nueva elección.
A las nueve y diez, la máscara del
secuestrador apareció en la pantalla
gigante, y dijo a bocajarro, sin
pretensiones poéticas:
—Lo mismo, dentro de dos años.
Asentí.
—Sí —podía ganarlo para entonces,
sin que Loraine lo supiese. Tiempo
justo.
—Mientras siga pagando, la
mantendremos congelada. Sin tiempo,
sin experiencias… sin angustia.
—Gracias —vacilé y luego me
obligué a hablar—. Pero al final, cuando
yo…
—¿Qué?
—Cuando me resuciten… ¿la
dejarán unirse a mí?
La máscara sonrió magnánima.
—Por supuesto.
Daphne
¡ADÚLTEROS! ¡SODOMITAS!
¡ARREPENTÍOS Y SALVAOS!
¡ABANDONAD AHORA
VUESTRA INIQUIDAD
O MORIRÉIS Y ARDERÉIS
PARA SIEMPRE!
No podía decirlo con mayor
claridad, ¿verdad? Nadie podría decir
que no le habían advertido.
¡ADÚLTEROS! ¡SODOMITAS!
¡MADRES DANDO EL
PECHO A BEBÉS DE MÁS DE
CUATRO SEMANAS!
ARREPENTÍOS Y OS
SALVARÉIS…
Cercanía
Nadie quiere pasar la eternidad a solas.
—La intimidad —le dije en una
ocasión a Sian, después de que
hubiésemos hecho el amor— es la única
cura para el solipsismo.
Ella rió y dijo:
—No seas tan ambicioso, Michael.
Por ahora, ni siquiera me ha curado de
la masturbación.
Pero mi problema nunca fue el
verdadero solipsismo. Ya la primera vez
que analicé la cuestión, acepté que no
había forma de demostrar la realidad de
un mundo externo, y menos aún la
existencia de otras mentes, pero también
comprendí que aceptar la existencia de
ambos por pura fe era la única forma
práctica de lidiar con la vida diaria.
La cuestión que me obsesionaba era
la siguiente: dando por supuesto la
existencia de otras personas, ¿cómo
percibían ellas esa existencia? ¿Cómo
experimentaban el ser? ¿Podría
realmente llegar a comprender algún día
cómo era la consciencia para otra
persona… mejor que en el caso de un
mono, un gato o un insecto?
Si no era posible hacerlo, estaba
solo.
Deseaba creer desesperadamente
que los demás eran, de alguna forma,
cognoscibles, pero no era algo que
estuviese dispuesto a dar por sentado.
Sabía que no podía haber prueba
absoluta, pero deseaba la persuasión,
deseaba alguna convicción.