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Mitologia y Pseudociencia Wittgenstein Lector de Freud
Mitologia y Pseudociencia Wittgenstein Lector de Freud
Jacques Bouveresse
La variedad de perspectivas
ha dejado de ser una característica
externa, que recoge la diversidad
de corrientes filosóficas,
para convertirse en un rasgo propio
de la práctica del pensamiento.
I
Filosofía, mitología y pseudociencia
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Introducción .................................................................. 35
Conclusión 233
Prólogo a la edición española
Ciencia y filosofía: Freud en medio
, , 1 Donald W Clark, Freud: The Man and the Cause, Random House,
Nueva York, 1980.
auténtica significación inscritos en el propósito de posibilitar
nos el desvelamiento de la verdad de nuestro deseo y en la
ambición de ir ampliando el ámbito iluminado de aquello que
nos constituye en lo que somos”. Chacón hace una velada crí
tica (casi un mazazo ad ridiculum) a críticas de Freud al estilo
de la de Wittgenstein, creo, cuando habla de que “ya han pasa
do los tiempos en que una madrastra filosofía podía conside
rarse legitimada para dictar juicios sobre la validez de la empre
sa científica o para establecer el catálogo de entidades existentes
en el mundo”2. Lo que sucede en el caso de Wittgenstein, creo,
pero sólo lo creo, es que su pensamiento no tiene nada que
ver con tal vieja madrastra y tales pretensiones.
Generalizaciones seductoras
4 Cfr. para esto, y para otros mil detalles de estas páginas, la magnífi
ca biografía de Louis Breger, Freud, el genio y sus sombras (Vergara, Barce
lona, 2001), saludada por Sophie, nieta de Freud, como “la biografía que
estábamos esperando” (¡después de tantas y tan volum inosas!), califi
cándola además de “acertada e imparcial”. Es, probablemente, la biogra
fía que hoy hay que leer de Freud.
de objetividad científica el ámbito pretendidamente científi
co y racional de su propio análisis, y, con ello, la función ilus
trada -al modelo de Lessing- que quería imprimir a su teo
ría como liberación y esclarecimiento racional de la conciencia,
enmarañada hasta él en sus pulsiones inconscientes. El tufo
irracionalista que esto desgraciadamente deja es debido sólo
a sus innecesarias pretensiones cientificistas. Los mereci
mientos del psicoanálisis no son precisamente científicos, ni
necesitan serlo (quizá ni siquiera se hubiera planteado esta
cuestión, eterna en el psicoanálisis, a no ser por las preten
siones cientificistas de Freud). Atraen, no predicen; conven
cen, no demuestran; ofrecen motivos, no causas... Son esté
ticos, en general, y no científicos. Los supuestos del
psicoanálisis, sobre todo el inconsciente, más bien que hipó
tesis experimentales son esencialismos hipotéticos reducibles
a simples medios de representación o a modos de hablar. La
doctrina de Freud no sería, pues, una teoría científica, sino
una especulación brillante, genial y atractiva por el poder de
seducción de sus imágenes misteriosas, subterráneas, oscu
ras, dramáticas, en las que el analizado se siente como un
personaje de la tragedia antigua, predeterminado por los hados
desde su nacimiento y siempre en sus manos contradictorias
y absurdas. Una mitología poderosa. Una narración pseudo-
científica.
6 Que pinta muy bien Marthe Roben, Die Revolution der Psychoanafy
se. Leben und W erkvon Sigmund Freud, Fischer, Fráncfort, 1970. Y cuya
base más profunda quizá sea la penosa afectación que expresan estas pala
bras que escribe a su futura esposa Martha después de ver la ópera Car
men: “La muchedumbre da rienda suelta a sus apetitos, pero nosotros
, nos privamos de tal expansión. El hábito de represión constante de los
instintos naturales nos presta la cualidad del refinamiento”. En el ele
mento pequeño-burgués que evidencia esa represión hijosdalga está segu
ramente el origen del psicoanálisis.
vo, quiso entretejer todas sus raras y novedosas ideas en un
sistema al modelo de las grandes teorías científicas del siglo
XIX. No lo necesitaba para nada, insistimos. Esa sistematici-
dad y cientificismo son sus taras. Forzó las cosas para que
encajaran en su modelo. No se limitó a una descripción de
hechos, intentó dar una explicación e interpretación causa-
lista de ellos, un principio teórico único -el de la sexualidad-
que lo llevara a la fama, olvidando la diversidad de traumas,
la seducción, el contexto social de la histeria y neurosis: todas
las neurosis y angustias tenían una causa sexual, todos los
sueños eran satisfacción de un deseo reprimido, etc. Ello le
enfrentó a Breuer, a Adler, a Jung, etc. Daba igual. Sin ese
imperialismo teórico Freud se hubiera desvanecido. Se inven
tó el edipo, olvidó el trauma, huyó a la imaginación. La gran
pregunta: ¿los pacientes de Freud sufrieron abusos sexuales
u otro tipo de traumas, o sus neurosis eran consecuencia de
sus impulsos y fantasías sexuales? Hay infinidad de pruebas
clínicas que confirman que las experiencias traumáticas con
cretas, y no las fantasías sexuales, son la verdadera causa de
la ansiedad y la depresión, dice Breger.
15
to, el simbolismo universal por encima de la interpretación
individualizada.
Eugen Bleuler, por ejemplo, jefe de Jung en el hospital
psiquiátrico Burghólzli, de Zúrich, y director de éste, famo
so experto en esquizofrenia, al dimitir como miembro inicial
de la Asociación PSicoanalítica Internacional (cuyo presidente
nombraría los psicoanalistas y ejercería censura total sobre
publicaciones y conferencias), escribe a Freud: “Existe una
diferencia entre nosotros. Es evidente que para Usted esta
blecer firmemente su teoría y asegurar su aceptación se ha
convertido en el objetivo e interés de toda su vida. Para mí,
la teoría no es más que una nueva verdad entre otras verda
des. Por consiguiente, estoy menos tentado que Usted a sacri
ficar toda mi personalidad por el fomento de la causa. El prin
cipio de ‘todo o nada’ es necesario para las sectas religiosas
y los partidos políticos, para la ciencia lo considero perjudi
cial”. Para Freud, o se aceptaba el psicoanálisis en su totali
dad o se estaba en el bando enemigo. Esa postura de con
frontación y lucha contra un mundo considerado hostil, esa
autocracia de secta y partido, es la forma por la que los indu
dables logros creativos de Freud, que abrieron todo un nue
vo mundo de entendimiento y terapia, quedaron distorsio
nados por su convencimiento de que quienes no aceptaban
sus ideas por completo eran sus enemigos, de que tenía que
ganar y derrotar a sus adversarios más que entender e incor
porar nuevas ideas y prácticas a un campo en expansión y
crecimiento.
A su pesar, decíamos, Freud nunca tuvo al “ser hum a
n o ” recostado en su diván. Tuvo gentes concretas necesi
tadas de ayuda, que seguramente le respetaron más que él
a ellas. En su afán de que las cosas encajaran teóricamen
te, abusó de la precariedad psíquica de sus pacientes, exa
geró su mejoría, despreció ideas y métodos de maestros,
discípulos, colegas y amigos muy cercanos, alguno de ellos
mejor y más efectivo analista que él. Breger pinta muy bien
el doloroso alejamiento de Breuer, Stekel, Adler, Jung, Rank,
Ferenczi. Y todos por lo mismo: por el dogmatismo e into
lerancia de Freud. Ellos hubieron de separarse del maestro
(o del discípulo, en el caso de Breuer) con dolor; y él los
rechazó, despiadado, sin sentimiento alguno. Sólo le que
daron dos fieles en su guardia pretoriana del anillo: Jones
y Abraham, los más devotos (o interesados).
¿Causas de todo ello? Detrás de la vida y de la obra del
gran Freud señorea la sombra de su oscura infancia en Frei-
berg (Moravia) y en el gueto judío de Leopoldstadt de Vie-
na. Una infancia traumática, llena de penurias económicas
(insufrible estrechez de vivienda, por ejemplo, para una fami
lia numerosísima como la de Jakob Freud: hacinamiento,
intimidad ninguna), de carencias afectivas (una madre siem
pre embarazada, a la que siempre perdía por culpa de nue
vos bebés) y pérdidas efectivas dolorosas (su hermanito Julius,
su niñera checa), a las que se añadían temores y conflictos
intemos aún más punzantes para el pequeño Sigi: los que le
causaban el deseo sexual que le inspiraba su madre y el temor
a su padre y rival por tal causa. Represiones, complejos y
carencias que no hacían de él ningún heroico guerrero edí-
pico y que hubo de superar después de algún modo glorio
so. Para ello no tenía más que una mente brillantísima, una
voluntad de hierro y una capacidad de trabajo “demoníaca”
(Stephan Zweig), todas ellas forzadas y reforzadas por las cir
cunstancias. Había que salir del agujero de la insignificancia,
en compensación, hasta lo más alto de la fama. A pesar de
todo y costara lo que costara. Con sus armas sólo podía con
seguirlo distinguiéndose por una genialidad teórica. Éste es
el origen existencial del psicoanálisis.
El psicoanálisis respondería, así, a un intento de Freud de
sobreponerse a la pobreza y carencias infantiles, a un inten
to de borrar sus orígenes reales y de ennoblecer su origen,
para lo que, además, sometió su historia personal a una fal
sificación constante, destruyó documentos inoportunos. El
psicoanálisis sería el gran relato de sus miserias: generaliza
ciones de sus infortunadas vivencias. El psicoanálisis supon
dría una reelaboración teórica de Freud de los acontecimientos
de su niñez, un autoanálisis incesante por el que habría ido
convirtiendo la versión propia de su infancia en la ortodoxia
analítica. Las ideas básicas del psicoanálisis (Edipo universal,
castración, envidia de pene, sexualidad, represión, etc.), con
sideradas al modelo de la ciencia decimonónica como ver
dades universales y únicas de las que no dio ni existe prue
ba convincente alguna, serían generalizaciones indiscriminadas,
17
invenciones surgidas de la necesidad de Freud de convertir
se en un poderoso héroe científico racionalizando sus mise
rias y sublimando heroicamente los puntos débiles de su per
sonalidad. Esos mismos: represión neurótica, homosexualidad
latente (cuyos oscuros objetos de deseo habrían sido Braun,
Fleischl, Fliess, Jung), temor ante su propia feminidad, edi-
po espantoso, identificación siempre conflictiva y frustrada
con un padre mítico (Edipo, Aníbal, Alejandro Magno, Napo
león, Moisés) o con un padre famoso y poderoso (Brücke,
Charcot, Breuer). Es curiosa, por ejemplo, la fobia de moti
vación edípica, por decirlo en sus términos, que impidió a
Freud durante muchos años (hasta septiembre de 1901) ir a
Roma: acercarse a esa ciudad más que Aníbal habría supues
to poseer a la “madre de todas las ciudades” (como la lla
maba) y eso le producía miedo a las represalias del padre...
Si es verdad todo esto, Freud no podía estar muy bien. Y si
es mera interpretación, el psicoanálisis es demasiado fuerte,
toda una pasada, como hoy decimos. Aveces parece que hay
que dar razón a Karl Kraus: uno y otro padecen, o son, la mis
ma enfermedad que pretenden curar. “Debo admitir que si
no supiese cuán seriamente se toma mi esposo sus trata
mientos, pensaría que el psicoanálisis es una forma de por
nografía”, comentó un día Martha Bemays. Pornografía “psi-
coanal” añadiría maliciosamente Kraus.
Vierta
18
la Viena burguesa y reprimida, por demás. No de la Viena de
los liebelei de Schnitzler, de la Mutzenbacher de Salten, de los
valses de Strauss o de los alegres ligues del Prater. De la Vie
na, en general, en la que en los umbrales del siglo xx la sexua
lidad se convirtió en el “territorio simbólico en el que se dilu
cidaron las cuestiones fundamentales de la época”7, cruzadas
todas, además, de antisemitismo, y el peor por parte de ju
díos mismos. (Caso paradigmáticamente trágico, el de Wei-
ninger.)
Ya en los años diez, colegas de Freud como Janet, o Starr8,
afirmaban que el psicoanálisis no era más que la proyección
teórica de las circunstancias reales de la vida vienesa de enton
ces, hedonista, libidinosa, y hasta de la propia vida de Freud,
en algún momento poco ascética, reprimida siempre; por
ello, Freud se habría inclinado fatalmente a dar una impor
tancia excepcional a la sexualidad. Freud vio en esta refe
rencia del psicoanálisis al medio vienés sólo un epifenóme
no accidental y, sobre todo, un pretexto fácil en manos de
sus contrincantes para rechazar esa teoría como algo inmo
ral, haciendo patente además, de paso, su origen judío. Qui
so volver el argumento al contrario: en una ciudad católica,
sensual como Viena, donde no se imponían límites especia
les a las relaciones sexuales, que eran efectivamente más des
preocupadas y sin prejuicios que en otras ciudades protes
tantes del norte o del oeste, que con el espíritu del capitalismo
habían asimilado también la ética calvinista, en una ciudad
poco inclinada, pues, en general a la neurosis era más difícil
relacionar ésta con la represión sexual y deducir un hecho
de otro... Pero mientras Freud más se implicaba en la polé
mica, más crecía ésta. En la década de los veinte, Malinows-
ki, por ejemplo, limitaba el valor del complejo de Edipo a las
clases altas del mundo civilizado, arguyendo que cada tipo
cultural tiene su complejo fundamental propio... Tampoco
valieron de mucho defensas a ultranza de Freud en este sen
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a su vez, era más grata, acogedora, vital, afable y simpática;
más provinciana, como decíamos. Pocas veces se habrá vis
to coexistir de forma tan descarada la promiscuidad institu
cionalizada con los cánones de la moral burguesa y de la reli
gión, dice Timms, quien cree que fue precisamente la
existencia simultánea de fuerzas incompatibles, ciertas y efec
tivas al mismo tiempo, lo que hizo de la Viena de 1900 un
medio tan extraordinariamente fértil para el surgimiento de
las concepciones psicológicas más turbadoras. La máscara
burlona de la comedia y la lujuriosa cara del sátiro, los dos
emblemas que Kraus eligió para la portada de su revista Die
Fackel, transmiten como ningún otro medio el hedonismo
vital de aquella sociedad, así como sus componentes de tea
tralidad y disfraz. Viena era, a la vez, dependiendo de formas
sociales de vida, un campo abonado tanto para la vida pul-
sional libre como para su represión y la subsecuente histe
ria; y, en este sentido, también un humus fértil para los des
cubrimientos de Freud, más dependientes de ese contexto
de lo que él pensaba.
2. Freud y W ittgenstein
10 Éste no es el tema ahora. Cfr. para ello el libro que sigue siendo clá
sico al respecto: A. Janik & St. Toulmin, La Viena de Wittgenstein, Taums,
Madrid, 1974.
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ser maestro de escuela en míseros pueblos de la montaña
austríaca, o jardinero de convento? Su hermana Margarette,
paciente por mera curiosidad de Freud y más o menos ami
ga suya (la dos veces riquísima Sra. Stonborough, la que pin
tó Klimt, era amiga de la mayor parte de la sociedad culta y
artística vienesa, a la que mecenaba, o había mecenado, su
padre Karl W ittgenstein), hubo de comentarle a Ludwig
muchas cosas con respecto a la idiosincrasia de Freud. Eran
judíos ambos, pero no pertenecían a la misma clase, las extem-
poraneidades sexuales de la teoría freudiana habrían de repug
nar a la gran burguesía a la que pertenecía la familia W itt
genstein. Los manejos intelectuales de Freud y su círculo
eran algo que Wittgenstein habría de calificar inmediatamente
de deshonesto. ¿Cómo le iban a gustar esas cosas? No gus
taban a nadie que no tuviera alma de esclavo o intereses que
aprovechar, a nadie, en realidad, que no fuera su encanta
dora hija Anna: la pitonisa de la ortodoxia, la sacerdotisa
inquisitorial del oráculo paterno; o los dos últimos esbirros
interesados que le quedaron de su originaria tabla redonda
del anillo de 1912 (tras abandonarla los auténticos caballe
ros): los censores Jones y Abraham.
Abraham, por cierto, era el que decía que la teoría de Jung
era fruto de su fijación erótica anal. Para gran enfado de Jung.
Aunque de todos modos, tales boutades, que tomaban en
serio, son típicas de ese ambiente casi obsceno que había
entre los primeros psicoanalistas, que se analizaban mutua
mente, compartían experiencias de sus pacientes, se los pasa
ban, etc. Freud mismo analizó a su propia hija Anna; a Ferenc-
zi, con quien tuvo durante 25 años la relación más fuerte de
amistad de que fue capaz. Mientras Ferenczi analizaba a jones,
Freud analizaba a la novia de Jones, que tras el análisis le
dejó. (Si se tienen en cuenta las transferencias y contra
transferencias del tratamiento se puede uno imaginar qué
mundo más pegajoso el de aquellas gentes.) Todos en un
ambiente de enredos e indiscrecciones de divanes. Todos,
además, se disputaban una relación única y exclusiva con
Freud. Jones cortejó a Anna Freud sin éxito. Freud quería
que el pasional Ferenczi se casara con su hija Mathilde. Etc.
No, ese ambiente no podía gustar a Wittgenstein. Freud no
podía gustar a alguien reprimido pero aristocráticamente auto-
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suficiente, como Wittgenstein, que hubo de sublimar su rigo
rismo existencial, al borde de la locura y el suicidio, la “cochi-
nez” de sus pecados, con el rigor de la lógica y del análisis
filosófico. Con la misma elegante decencia con que Weinin-
ger sublimó sus miserias pegándose un tiro en la habitación
en que había muerto Beethoven.
24
dencias impuestas por la pedagogía, por la costumbre social,
por la metafísica tradicional. Hay que volver, así, al sentido
común: ése es el objetivo de la cura wittgensteiniana, que
es una tarea en contra de la propia naturaleza adquirida o
condición de normalidad, en las que parece residir la autén
tica patología. Psicoanálisis y análisis filosófico: autoanálisis
ambos, profundos ambos, peligrosos ambos. Aunque Freud
no fuera consciente de esto último, sí Wittgenstein, que al
final de su vida creía haber hecho más mal que bien con su
enseñanza (y de hecho lo hizo claramente en algún caso),
de la que temía, además, que llegara a convertirse (como ha
sucedido en muchos casos) en una jerga exánime y confu
sa. Freud, sin consciencia de nada de esto, quería formar
escuela por encima de todo, apuntalándola precisamente
con su jerga: Wittgenstein no, sólo quería enseñar a pensar
a alguien, liberarlo de prejuicios, proporcionarle con ello
claridad mental y paz espiritual, y que así cambiara auto
máticamente su vida él mismo, siempre en el sentido de
mayor consciencia.
Wittgenstein no entendía la lógica del alma, al doctor del
alma freudiano. Demasiado pomposo. Como si psicoanali-
zarse fuera comer del árbol de la vida, decía: como si esa peno
sa confesión de intimidades fuera la medicina del alma. Witt
genstein pertenecía a una generación entre la confesión y el
diván, dice Bouveresse, demasiado tarde para una cosa y
demasiado pronto para la otra. Pertenecía a una generación
de seres duros que o bien aguantaban la exigencia y respon
sabilidad implacable consigo mismos en un completo domi
nio de su vida psíquica, como intentó Wittgenstein, o bien
lo subsanaban asumiendo la represión, neurosis, angustia
como algo inevitable y veraz. O bien elegían la salida del sui
cidio, como Weininger, Trakl, tres hermanos de Wittgenstein
y tantos otros (esta manera de morir llegó a ser una moda
seria en la Viena finisecular: una manera social y moralmen
te admitida de acabar la vida con responsabilidad propia). A
los más auténticos, y por eso más angustiados, de esa gene
ración, podía haberles ayudado el psicoanálisis... si hubiera
estado a su altura intelectual y moral.
A Wittgenstein la psicología le pareció siempre superficial.
Pero no la de Freud, de quien pensaba (no se sabe muy bien
25
por qué) que sí tenía algo que decir. No era posible una lógi
ca del alma, pero debe ser que al menos la de Freud suponía
un esfuerzo brillante de acceso al interior, más allá de las mon
sergas metafísicas o románticas acostumbradas hasta enton
ces. Lo malo de las pseudo-explicaciones fantásticas freudia-
nas es que fuera de la cabeza del genio se convertían en
imágenes fáciles con las que cualquier “borrico” podía creer
se capacitado para explicar los fenómenos patológicos y en
general a perorar sobre el alma. Wittgenstein las respeta por
su potencia estética explicativa, como imágenes que reunifi
can en tomo a sí muchos fenómenos que pueden describirse
entonces con cierto sentido, y las critica constructivamente en
tanto que la explicación y la descripción que permiten no son
científicas ni claras. Pero nada más. No como Popper; por ejem
plo, otro vienés, mucho menos profundo y mucho más pedan
te que Wittgenstein, resentido contra sus paisanos más céle
bres y capaces, que consideraba el psicoanálisis algo así como
basura metafísica no falsable. La seducción de un pensamiento
poderoso no es necesariamente un pecado contra la inteli
gencia, y la verificabilidad o falsabilidad en terrenos del alma
es algo grotesco: que el pensamiento de Freud no fuera falsa-
ble no quiere decir nada más que eso. Tampoco la teoría de la
falsación de Popper es falsable, ni la de sus tres mundos, ni la
que respira ninguna de las páginas que escribió. A Popper le
faltó siempre imaginación, sensibilidad para sugerencias genia
les, la magnitud de sus más grandes paisanos.
El inconsciente
26
freudiana entre razones y causas. Aquel hombre anclado en
la Edad de la Razón no amaba las razones con minúscula,
los motivos, el azar, la estética (el mundo de hoy), justamente
aquello que él de hecho ofrecía; amaba la parafemalia moder
na de la Razón: causas, leyes, determinismo, universalidad,
ciencia pura (el mundo de ayer), es decir, lo que él precisa
mente no podía ofrecer.
Freud, recuerda Bouveresse, parte de dos presupuestos
básicos que no podía admitir Wittgenstein. Uno, tradicional:
entiende la conciencia como percepción intema de objetos
intemos. Otro, en contra de la tradición: lo mental no es igual
a lo consciente, lo mental es por esencia inconsciente (y no
sólo simplemente por no percibido coyunturalmente, sino ade
más porque algo impide percibirlo). Para Wittgenstein no exis
te espacio interior alguno de causalidad intencional en el que
puedan suceder actos de conciencia o puedan localizarse obje
tos interiores, ni conscientes ni inconscientes. No existe ese
éter intencional, ese espacio aéreo, ese extravagante vaivén de
Brentano, maestro filosófico de Freud, en el que la conciencia
se define por su objeto y el objeto por su conciencia en una
inverosímil pirueta. Y, sin embargo, el psicoanálisis depende
esencialmente de esa explicación última e injustificable de la
conciencia: depende de ella demasiado como para ser ciencia.
La hipótesis del inconsciente como entidad psíquica es
absurda porque no tiene paisaje donde instalarse ni posibili
dad siquiera de bulto, de magnitud psíquica, lo cual la con
vierte en una entidad metafísica, típica de una invención filo
sófica, científicamente grosera: “Donde nuestro lenguaje nos
hace suponer un cuerpo, y no hay ningún cuerpo, allí sole
mos decir que hay un espíritu". Es gratuita porque no sirve
para nada ese fantasma psíquico ni solucionaría nada su exis
tencia: es un simple modo de hablar, innecesario incluso para
entender y admitir lo que el propio Freud dice. Ese lenguaje
no añade nada, en efecto, que no pueda decirse en el lengua
je de siempre, en el que por supuesto se habla ya de razones
desconocidas, inconfesables, inconscientes, etc. No fue Freud,
desde luego, quien inventó ese modo de hablar. Como reali
dad metafísica el inconsciente es absurdo, sobra como hipó
tesis de economía científica y como hipótesis científica, en
general, no es corroborable experimentalmente.
27
¿Qué sucede, pues? Pues que a la base de esta hipótesis
hay un malentendido lingüístico y conceptual como casi
siempre: Freud confunde causas con razones, cree pensar
científicamente y lo hace estéticamente, con una sensibili
dad, por cierto, mucho más grande que la empírica. Cuan
do Freud se las da de científico en realidad se menosprecia
a sí mismo y menosprecia su obra. Su manía cientificista deci
monónica no le deja advertir su engaño: cuando acude al
inconsciente está buscando una explicación causal de cier
tos fenómenos psíquicos, es decir, una causa experimental
mente comprobable que demuestre empíricamente las cosas,
pero lo que ofrece de hecho con esa hipótesis es más bien
una razón, un motivo que convenza al interesado del oscu
ro origen de sus cuitas. Con razones convincentes, que hablan
sensiblemente al ánimo, trabaja el pensamiento estético; con
causas de las que se sigue legaliforme y mecánicamente el
efecto, empíricamente demostrables y demostrativas, traba
ja (cuando puede) la ciencia. La ciencia trabaja con hipóte
sis comprobables empíricamente que permiten predecir ade
más el comportamiento de las cosas; la estética, con analogías
de casos, ejemplos, que no producen hipótesis ni predic
ciones en ese sentido, ni nueva información sobre los hechos,
ni nuevos descubrimientos empíricos, que no generan mode
los lógicamente compactos de explicación, sino meras visio
nes globales de aspectos de las cosas, conexiones formales
entre descripciones de rasgos, reorganizaciones retóricas de
hechos familiares para describirlos de algún modo convin
cente. Freud es un maestro en hacer buenas analogías, en
recomponer puzles, en dar razones de las cosas, incluso bri
llantes, pero no científicas. Sus hipótesis aventuradas se pare
cen a los objetos imposibles de Escher, son tan fascinantes
como ellos.
Wittgenstein no dice que no puedan verse las cosas (el
inconsciente, el sueño, el chiste, etc.) del modo que las ve
Freud, sólo dice que la brillantez en exponerlo, la fascina
ción que ella produce, el asentimiento que ambas causan,
no prueba la realidad de las entidades y los procesos que pos
tula, ni es la única manera de explicarlos. Se pudiera hacer
perfectamente de otros modos muy distintos. Él mismo,
decía, podría construir una explicación del sueño como expre
28
sión de temores, tan irreprochable como la de Freud en tér
minos de deseos reprimidos. Ni Cioffi ni Bouveresse, impre
sionados, se consideran capaces de eso: de emular al gran
Freud en establecer una red tan complicada, coherente y con
vincente de conexiones lógicas, de componer un puzle tan
sugestivamente genial con un sueño. W ittgenstein, otro
seductor genial, sí hubiera sido perfectamente capaz de ello...
si hubiera tenido menos escrúpulos intelectuales que Freud.
Creer que una forma de ver las cosas es la única manera de
pensar es una ilusión, nunca mejor dicho, inconsciente: la
ilusión de la ciencia iluminada. Freud fue un esteta incons
ciente, y con ello cometió uno de los pecados más absurdos
contra la contramoral nietzscheana: porque la ilusión estéti
ca es consciente, el artista sabe que su arte es ficción, Zara-
tustra sabe que todos los poetas mienten, él que también es
poeta. Esa conciencia de ficción inevitable no la tuvo Freud.
Freud seguía siendo un moderno iluminado, inconsciente
de su ficción. A veces parece que hay que dar razón a Kraus
cuando decía que el psicoanálisis (el “psicoanal”) es el mejor
síntoma de la misma enfermedad que cree curar, como recor
dábamos.
29
Bouveresse, el coraje real de pensar se cifraba en una com
prensión austera de la ciencia. Freud, sin embargo, cree,
por ejemplo, que puede generalizarse con pocos casos, o
incluso con uno solo bien elegido que parezca que atañe a
algo fundamental, imprescindible, esencial, necesario, últi
mo, común e idéntico en todos los casos, con lo que Goet
he llamaba el “fenómeno originario” (Urphánomen), con lo
que el W ittgenstein del Tractatus llamaba “lo com ún”, el
“símbolo”. Esto es típico del filósofo (del mal filósofo que
también había sido W ittgenstein), que cree descubrir lo
general oculto bajo las apariencias, que busca la esencia de
las cosas y los fenómenos, y que cree poder dar una única
explicación universal del sueño, la histeria o el chiste, por
ejemplo. Por eso W ittgenstein compara las proposiciones
generales de la teoría freudiana con generalizaciones filo
sóficas y no con hipótesis científicas. En realidad son hipó
tesis inverificables, no porque las confirmen o no los hechos,
sino porque su gramática, la de una imagen o escena ori
ginaria (Urbild, Urszene), modelo o prototipo simbólico en
función de la cual elegimos describir todos los fenómenos,
la gramática de lo que es explicación o prueba en ese caso,
no sigue el juego de la verificación; sigue otro: el del asen
timiento. Y si, suponiendo su verificabilidad empírica,
aparecieran contra-ejemplos, Freud los explicaría como resis
tencias inconscientes a la teoría propuesta, deseos incons
cientes de refutarla, de modo que se transformarían inclu
so en una confirmación suplementaria.
Como se ve de mano de Bouveresse, no hay salida de la
ilusión en Freud. La inconsciencia se faja de autoengaño,
y éste hasta de cinismo en ocasiones. ¿En la Traumdeutung
intenta Freud probar una teoría? ¿La ha probado? Tales pre
guntas, por lo que decimos, ni siquiera tienen sentido; es
que no se trata de eso, a pesar de Freud, en la interpreta
ción de los sueños: se trata sólo de un modo de hablar, de
una conformación conceptual, de un sistema de represen
tación. de un m étodo de descripción, de un paradigma
explicativo universal de los sueños, adoptado a priori. Se
trata de la ingeniosidad interpretativa de un artista del puz-
le. que crea incluso los propios elementos del juego: se pro
pone una conexión conceptual, una representación intui
30
tiva nunca imaginada, sospechada (sueño y deseo, sexo e
histeria, pene y envidia, etc.), se hace de la horrible trage
dia escénica de Edipo algo que sucede a todos todos los
días... de modo que todas las piezas encajen. Freud no
demuestra nada, ni puede hacerlo, ni tendría necesidad de
ello. Está en otro juego, digamos, que el de la demostra
ción científica. Pero no quiso saberlo. Por eso se trata del
juego de la mala filosofía, que tiende a generalizar como
iluminación cualquier lucecita en lo oscuro y se pierde en
la nada especulativa. Como había hecho el joven W itt-
genstein, al estilo del logicismo russelliano y de cualquier
logicismo entonces a la moda (recuérdese que las referen
cias a Freud son del Wittgenstein de la segunda época, es
decir, posterior a 1930), absolutizando el lenguaje repre
sentativo: toda proposición es una figura de la realidad,
toda figura de la realidad corresponde a una única variable
lógica, etc.
La confirmación empírica se sustituye aquí por el asen
timiento del interesado. Esas generalizaciones ilícitas des
de el punto de vista científico son una mitología poderosa
que encandila al paciente, sobre todo con el halo de las
transferencias que rodea al analista en la praxis. Freud mis
mo considera su teoría de las pulsiones como una mitolo
gía: las pulsiones como seres míticos, grandiosos en su inde
terminación. Cuando le pregunta a Einstein si a él no le
parece lo mismo su teoría física, la cuestión de Freud no es
peyorativa, es retórica: le parece positivo y está encantado
de que su teoría tenga esos ecos heroicos. El matiz episte
mológico (científicamente negativo), el poder de confusión,
de ese encanto arcaico no lo captó. Sin embargo es lo esen
cial de la validez tanto teórica (metapsiquismo) como prác
tica (cura) de su teoría. La mitología sólo es confusa cuan
do se convierte en religión o en ciencia, como hizo Freud,
es decir, cuando confunde, a su vez, razones con dogmas
o con causas. Sin esa metaconfusión y reduccionismo dog
máticos la explicación por razones y la explicación por cau
sas no tienen por qué ser incompatibles: lo único que Witt
genstein defiende es la irreductibilidad de una a otra, lo
único que achaca a Freud es que haga una cosa y diga hacer
otra.
31
Wittgenstein, mal crítico
32
de astucia gramatical -cinismo teórico, conciencia culpable-
en interés de la unidad de la teoría.)
Y cierta atribución causal sí puede aplicarse a la innega
ble (en los límites que sea) eficacia terapéutica del psicoa
nálisis. Porque, si no, ¿por qué siquiera ir al psicoanalista?
¿Es un síntoma de neurosis la misma decisión de acudir a
él? ¿No sólo están neuróticos, sino tontos, todos los que acu
den al psicoanálisis? ¿Por qué se dejan embaucar los pacien
tes, y precisamente en un camino de cura? (¿Por qué el pro
pio Wittgenstein admira unos escritos cuyo talante detesta?)
¿Es la cura sólo una sobreneurosis, sólo una especie de cas
tración espiritual, y los renacidos una especie de zombis?
¿Todo ello entra en los propios condicionamientos patológi
cos, en un círculo de histeria, en una inacabable red de trans
ferencias y contratransferencias? ¿Todos, analista y paciente,
Freud y su lector Wittgenstein, están de algún modo enfer
mos? Si no se admite cierta eficacia causal explicativa y cura
tiva (cierto carácter científico, pues) en el psicoanálisis, las
cosas no se entienden sino por una especie de locura gene
ralizada. Como la manía de Zaratustra de poetizar (mentir) a
sus discípulos, arrobados, sabiéndose todos en el anillo de
la ficción. Aunque eso era filosofía y no se presentaba, des
de luego, como lógica del alma (aunque sí de algún modo
como curación y renacimiento espiritual).
El punto débil de Wittgenstein en su rechazo del psico
análisis sería el típico de la gran burguesía vienesa victoria-
na, farisea, escandalizada por la procacidad de las interpre
taciones freudianas que desenmascaraban los agobios sexuales
que sus miembros padecían de hecho (Wittgenstein tam
bién), los abusos sexuales traumáticos efectivos o la efectiva
sexualidad infantil. Escándalo al que claudicó el propio Freud
al abandonar la teoría de seducción infantil y al olvidar los
traumas reales de la utilización sexual violenta, en general,
remitiéndose sólo a los efectos psicológicos, fuera el even
to imaginario o no. Como dice Janik, Freud sustituyó la
seducción real por el edificio metafísico del complejo de Edi-
po, más aceptable por la comunidad científica... y, sobre
todo, más aceptable por sus pacientes, la mayoría de los cua
les provenían de la burguesía a la que pertenecía Wittgens
tein, burguesía que seguramente prefería imágenes míticas
33
que no tener que admitir y considerar hipótesis y hechos
científicos tales obscenidades y tropelías reales.
Pero, en fin, aunque las observaciones de Wittgenstein
no basten para la crítica general que pretenden hacer del pen
samiento de Freud, “tienen al menos el mérito de llamar la
atención sobre el hecho de que es la misma interpretación y
las reacciones que suscita en el paciente a lo largo del trata
miento lo que constituye el asunto primordial” en el psico
análisis, dice Bouveresse. Las únicas posibilidades de verifi
cación efectiva (afectiva) de la teoría freudiana se juegan
esencialmente en lo que sucede entre analista y paciente en
el contexto de la cura. Y si se quiere mayor objetividad cien
tífica en esta curiosa lógica dialéctica del alma -freudiana,
pero psicológica en general-, que ignora todo análisis filo
sófico de ese concepto, habría que acudir a la psiquiatría y
sus fármacos. ¿No sería una pócima, en efecto, el análisis más
expeditivo y efectivo, el mejor y más imparcial analista que
merece esa fantasía del “alma” psicológica? Quizá tenga razón
Tom Wolfe cuando dice que al psicoanálisis lo destruyó hace
medio siglo el litio. Esa sería, desde luego, la prueba defini
tiva de que Wittgenstein tenía toda la razón en lo que dice
de Freud, aunque no fuera un buen crítico suyo.'
Isidoro Reguera
34
Introducción
La obra que presentamos ha sido redactada a partir de dos
estudios publicados hace algunos años: “Wittgenstein cara al
psicoanálisis”, aparecido en la revista Austríaca, n.° 21 (noviem
bre, 1985), pp. 49-61, y “Wittgenstein y Freud” en Víame au
toumant du siécle, bajo la dirección de Frangois Latraverse y
Walter Moser, Albin Michel, 1988, pp. 153-177. Su principal
ambición era intentar comprender un poco mejor las obser
vaciones, a veces enigmáticas, que Wittgenstein formuló res
pecto al psicoanálisis y, más en particular, mostrar que la posi
ción que adoptó a propósito de la teoría freudiana corresponde
con bastante exactitud a lo que podría esperarse cualquiera
que tenga una suficiente familiaridad con el conjunto de su
filosofía, pero lo ignorase todo de su interés por el psicoaná
lisis, y, así, lo que sobre él pudo decir o escribir.
Freud cuenta que: “Cuando el psicoanálisis se convirtió
en tema de discusión en Francia, Janet actúo mal, manifes
tando un escaso conocimiento de lo que está tratando y uti
lizando unos argumentos viles. Para terminar, se mostró ante
mis ojos tal como era, y ha desvaloralizado su obra anun
ciando que, cuando yo hablaba de actos psíquicos ‘incons
cientes’ no estaba diciendo nada, pues esto no era sino una
mera ‘manera de hablar’”. A m enudo me he preguntado
cómo era posible que Wittgenstein, que por razones pecu
liares consideraba, también, que la “hipótesis” del incons
ciente no era sino una manera de hablar que crea más pro
blemas filosóficos que resuelve problemas científicos, pudiera
haber disfrutado de una elevada indulgencia ante los adep
tos de la causa freudiana. No es difícil de adivinar de qué
manera el mismo Freud habría podido reaccionar a la con
cepción de un filósofo que sostiene que el inventor del psi
coanálisis no ha “descubierto” un dominio nuevo respecto
al cual, a la vez, ha creado una ciencia, sino que simplemente
propone una nueva deteririinación o una extensión de con
ceptos: “Extensión de un concepto en una teoría (por ejem
plo, el sueño como realización de un deseo)” (Zettel, § 449).
Lo que Wittgenstein no reconoce al psicoanálisis, como tam
poco a la teoría de conjuntos, es, nada menos, que su onto-
logía.
Sin embargo, bien que aparentemente acepta todo de la
nueva ciencia, salvo precisamente lo esencial, a saber, el
36
inconsciente, podría, según algunos, haber desempeñando
un papel positivo, incluso constituir un intermediario indis
pensable, en el proceso que ha conducido desde el Freud
que él discute hasta Lacan, es decir, de hecho, desde Freud
a él mismo. En esto, personalmente, no veo nada más que
un efecto más de la tendencia de los psicoanalistas a tomar
sus deseos (teóricos y filosóficos, en este caso) por realidad.
Francia, que ha resarcido a Freud, más allá de lo que podía
razonablemente esperar e incluso más allá de lo razonable,
por la decepción que evoca en pasaje antes citado, es, de
todos modos, bien conocida por su tendencia a confundir
por momentos la práctica de la filosofía con la asociación
libre y por su soberano desprecio a lo que Wittgenstein con
sideraba lo más importante en filosofía, a saber, reconocer
las diferencias. En una conversación de 1948 con Drury,
después de haber apuntado que Berkeley y Kant le parecí
an pensadores muy profundos, responde a una cuestión
concerniente a Hegel: “Hegel me parece que siempre quie
re decir que cosas que tienen el aspecto de ser diferentes
son en realidad las mismas. Mientras que lo que me intere
sa es mostrar que cosas que tienen el aspecto de ser las mis
mas son en realidad diferentes”. Esta no es una concepción,
ciertamente, muy seductora para los que consideran que el
respeto de las diferencias, comenzando por las que existen
entre los modos de pensar y los estilos filosóficos, es la mar
ca de la impotencia y pusilanimidad filosóficas, y que encuen
tran más cómodo considerar que lo que un filósofo como
Wittgenstein se prohíbe deliberadamente hacer, por razo
nes filosóficas, es algo que simplemente es incapaz de rea
lizar y que hay que llevar a cabo en su lugar. No tiene que
buscarse en otra parte la razón del escaso efecto que la lec
tura de sus escritos tiene, de manera general, sobre la con
cepción y la práctica de la filosofía de los que en principio
se consideran seguidores suyos. Igualmente esto es lo que
quizá explique que hayamos entrado manifiestamente en el
período de obras y de artículos del tipo de “Wittgenstein y
X”, en los que cabe esperar que X sea, preferentemente, el
autor más improbable posible. Pero esto es, me apresuro a
decir, un aspecto del problema sobre el que no tengo inten
ción de demorarme en este trabajo, consagrado a lo que
37
W ittgenstein dice del psicoanálisis, y no a la cuestión de
saber si el psicoanálisis podría, sin renunciar a lo esencial,
conseguir acomodarse a lo que dice o, incluso, como se ha
sugerido a veces, utilizar este tipo de crítica, considerada
generalmente mucho más “constructiva” que la de Popper,
para intentar clarificar y mejorar su posición.
Aunque estoy convencido que las anotaciones de W itt
genstein dicen bien lo que parecen decir, a saber, que el psi
coanálisis no tiene gran cosa que ver con la clase de ciencia
que pretende ser, me gustaría no dar la impresión de haber
pretendido, esencialmente, utilizarlas para formular una crí
tica más contra el psicoanálisis. No creo en absoluto que la
cuestión del psicoanálisis puede considerarse regulada por
lo que Wittgenstein ha dicho de él, por pertinentes que pue
dan ser, de modo general, sus observaciones y sus críticas.
Después de haber leído a Freud es difícil, ciertamente, admi
tir que el inconsciente podría reducirse finalmente a no ser
sino una simple “forma de representación”. Pero, desgra
ciadamente, es aún más difícil sostener que hoy dispone
mos de un concepto coherente y científicamente irrepro
chable, o incluso simplemente aceptable, de inconsciente,
que satisfaga las condiciones impuestas por la teoría freu-
diana. A pesar de la revolución copemicana que Freud cree
haber efectuado, y sobre todo aquello que el psicoanálisis
nos ha “demostrado”, se dice, de una vez por todas a pro
pósito del inconsciente, el filósofo, cuyo problema es, si cre
emos a Wittgenstein, no decir más de lo que sabe, está obli
gado ante todo a constatar que hoy no sabemos realmente
si lo que dice Freud es realmente inteligible y, más aún, ver
dadero.
En una carta de 1945, Wittgenstein escribía a Malcolm
que había comenzado a leer a Freud: “También yo he que
dado muy impresionado cuando por primera vez he leído a
Freud. Es extraordinario. Desde luego, está lleno de ideas
poco claras, y su encanto y el encanto de sus temas son tan
grandes que fácilmente podemos resultar mistificados. Freud
subraya siempre qué grandes fuerzas del espíritu, qué pode
rosos prejuicios trabajan contra la idea del psicoanálisis, pero
nunca dice qué enorme atractivo tiene esta idea entre noso
tros. Puede haber poderosos prejuicios que van contra la
38
idea de descubrir algo desagradable, pero es, a veces, infi
nitamente más atrayente que repulsivo. A menos que no
pensemos muy claramente, el psicoanálisis es una práctica
peligrosa y sucia, que hace un gran mal y, comparativamente,
muy poco bien. (Si crees que soy una vieja señorona -¡refle
xiona de nuevo-). Todo esto, entiéndase bien, no le quita
nada a las extraordinarias cosas que, desde un punto de vis
ta científico, Freud ha realizado. Aunque en nuestros días
las extraordinarias conquistas científicas suelen ser utiliza
das para la destrucción de los seres humanos (quiero decir
tanto de sus cuerpos como de sus almas, o de su inteligen
cia). Guarda bien toda tu cabeza”.
Es un poco sorprendente ver aquí evocar a Wittgens-
tein lo que llama “Freud’s extraordinary scientific achieve-
m ent”, pues las observaciones que formula a propósito de
la teoría freudiana tienen la tendencia a subrayar, de mane
ra general, hasta qué punto está alejada de la idea de una
ciencia y próxima a la de una mitología. Sin duda es pre
ciso concluir que, como m uchos otros críticos de Freud
(Kraus, por ejemplo), que encontraban inquietante el modo
en que el psicoanálisis había comenzado a conquistar el
mundo, Wittgenstein ha vacilado entre pensar que lo que
no va bien en el psicoanálisis es en primera instancia él mis
mo o si, al contrario, es la utilización que de él se hace, y
que probablemente es la que corresponde a una época como
la nuestra. Wittgenstein admite, parece, que podría existir
un buen uso de la teoría freudiana, pero considera que es
algo ya ampliamente demostrado por la experiencia que las
condiciones que eso exigiría, también en lo que concierne
tanto al estado de ánimo y las disposiciones del paciente
como a las aptitudes del analista, no pueden realizarse sino
de un modo muy excepcional. Pero es claro que un ins
trumento científico del que se haga generalmente un uso
perverso y nefasto, no puede ser criticado del mismo modo
que una construcción mitológica que no tendría a su favor
(y, desde el punto de vista filosófico, en contra) sino un
enorme poder seductor que ejerce sobre los espíritus débi
les o, en todo caso, lo que no tienen ni las ganas ni la capa
cidad de pensar claramente. W ittgenstein considera que
tenemos una necesidad imperiosa de claridad filosófica para
39
preservamos de las fechorías del psicoanálisis, pero es un
hecho que más bien se ha estimado de modo general, en
todo caso en Francia, que era la filosofía la que tenía nece
sidad de la “ciencia” psicoanalítica que el psicoanálisis de
un verdadero trabajo de clarificación filosófica: y es a esto
a lo que, si lo que Wittgenstein dice es exacto, deberíamos
atenemos.
Wittgenstein no condena necesariamente como un peca
do contra la inteligencia el hecho de aceptar una teoría que
tiene, esencialmente, la ventaja de ser particularmente seduc
tora. Pero considera un deber elemental de la inteligencia
(y, en todo caso, de la filosofía) intentar determinar, en toda
la medida de lo posible, cuál es exactamente la parte de
atracción y de repulsión más o menos instintivas e irracio
nales que entran en la aceptación que damos o el rechazo
que oponemos a una teoría cualquiera. Es, para él, el tipo
de cosa que es esencial saber, incluso si no es del todo cier
to que eso pueda entrañar una modificación radical de la
actitud que tenemos respecto de la teoría en cuestión; éste
es, precisamente, el sentido del trabajo filosófico que ha
efectuado él mismo a propósito del caso ejemplar del psi
coanálisis. Lo que el psicoanálisis nos enseña sobre noso
tros mismos podría no ser, y en todo caso no únicamente,
aquello que cree enseñar: nos pone en presencia del hecho
antropológica y epistemológicamente significativo, y tal vez
irreductible, de que explicaciones como las que propone
son susceptibles de imponerse inmediatamente y de mane
ra casi irresistible a seres constituidos como nosotros lo esta
mos. Freud sugiere que hay en nuestra organización ele
m entos que nos hacen particularm ente refractarios a la
aceptación y a la práctica del análisis. Wittgenstein sostie
ne que haciendo esto Freud decide no ver sino un lado de
la cuestión, y no necesariamente el más importante. La fas
cinación ejercida por las explicaciones psicoanalíticas sobre
el espíritu del hombre contemporáneo nos revela sin duda,
sobre las particularidades de nuestra organización, algo más
interesante y desatendido que el rechazo instintivo que somos
capaces de oponer, por otro lado, a la humillación que pue
de representar el descubrimiento de una verdad objetiva
insoportable para nuestra dignidad.
Los textos alemanes de Wittgenstein han sido citados a
partir de la Werkausgabe en ocho volúmenes, publicados por
Suhrkamp Verlag, Francfort, 1984. En el caso de Freud, cuan
do las referencias indicadas son las del original alemán, la
traducción de los pasajes citados es mía*.
44
(precisamente porque son ingeniosas [geistreich]). (Cualquier
burro tiene ahora fáciles imágenes para explicar, gracias a ellas,
los fenómenos patológicos)”2. Lo mínimo que puede decirse
es que no es el típico discurso que cabría esperar de un “dis
cípulo” común y corriente. Que Wittgenstein haya conside
rado al psicoanálisis, a la vez, como importante y erróneo es
a primera vista difícil de entender. Pero cabe señalar que ésta
es, de modo general, su actitud respecto a las teorías filosófi
cas que ha criticado (comenzando por la que él mismo había
desarrollado en el Tractatus).
La lectura que Wittgenstein ha realizado de Freud parece
concernir esencialmente a las obras que publicó antes de la
Primera Guerra Mundial. Los dos libros que con más fre
cuencia cita son Psicopatología de la vida cotidiana y sobre todo
La interpretación de los sueños. En diferentes momentos hace
igualmente alusión a la obra El chiste y sus relaciones con el
inconsciente. Pero como subraya McGuinness3 es probable que
conociese más cosas aunque sólo fuese por osmosis. Los Estu
dios sobre la histeria de Breuer y Freud estaban en la bibliote
ca de la familia Wittgenstein; y los pasajes en los cuales Witt
genstein compara su posición con la que Freud tenía respecto
a la de Breuer sugiere que, en efecto, tenía cierta idea sobre
su contenido. En una nota fechada en 1939-1940 nos dice:
45
En 1948, Wittgenstein le dijo a Drury: “La obra de Freud
murió con él. Nadie ha podido hasta el momento desarro
llar el psicoanálisis del modo en que él lo hacía. Actualmen
te un libro que me interesaría realmente es aquel que escri
bió en colaboración con Breuer”4.
Puede destacarse que, en la nota de 1930 en la que se
presenta como un pensador únicamente “reproductivo”, o
sea: alguien que no ha inventado por sí mismo una corrien
te de pensamiento, Wittgenstein ofrece una lista de autores
en los que se ha inspirado en su “trabajo de clarificación” y
por los que reconoce haber sido influenciado, se trata de
Boltzmann, Hertz, Schopenhauer, Frege, Russell, Kraus, Loos,
Weininger, Spengler, Sraffa; aquí, y es lo destacable, Freud
no figura (cff. Culture and Valué, p. 19). A primera vista, pues,
es poco probable que pueda considerarse a la obra de Freud
como una de las influencias más importantes ejercidas sobre
el pensamiento de Wittgenstein. Si en ocasiones ha utiliza
do la teoría freudiana como punto de partida en su empre
sa de clarificación, nada autoriza a suponer que la haya con
siderado como particularmente im portante y tuviese por
algo urgente, para lo que él buscaba hacer en filosofía, desa
rrollar una seria confrontación con ella. Y Wittgenstein no
es del tipo de autores que percibiese la importancia, un tan
to desmedida, que el psicoanálisis ha ido alcanzando en la
cultura contemporánea, como una prueba de su importan
cia filosófica.
Como lo subraya Stephen Hilmy, nada hay en las obser
vaciones que Wittgenstein formula a propósito del uso que
hacemos de palabras como “alma” o “espíritu”, que provo
que escalofríos de éxtasis a un espiritualista5. Para Wittgenstein
las palabras son herramientas respecto a las que se trata, en
éste como en cualquier otro caso, de describir correctamen
te su utilización. Tampoco creo que se encuentre algo que
46
proporcione a un adepto al psicoanálisis esos escalofríos de
éxtasis en las observaciones positivas que ha hecho respec
to a la teoría freudiana. Pero es un hecho que, desde el
momento en que ha comenzado a estar de moda en Francia,
se ha tenido la tendencia a considerar que lo más notorio de
la obra de W ittgenstein estaba constituido por sus anota
ciones respecto a cosas “importantes”, cosas como la estéti
ca, la literatura, el psicoanálisis, la religión y materias de este
estilo, y no en la discusión de aquellos problemas filosóficos
que realmente han estado en el centro de sus preocupacio
nes y a los cuales ha consagrado lo esencial de sus reflexio
nes. Wittgenstein deseaba que las Investigaciones filosóficas
fuesen olvidadas lo más rápidamente posible por los “perio
distas filosóficos” y preservadas en lo posible para “lectores
de una mejor índole” (cfr. Culture and Valué, p. 66). Tal y
como en este momento están las cosas su obra corre el ries
go, incluso entre los mejores de los lectores, de ser olvidada
antes de haber sido realmente conocida.
En una nota de su cuaderno, fechada en 1936, Drury
habla de una carta de Wittgenstein en la cual
47
comer del árbol del conocimiento. El conocimiento que obte
nemos por esa vía nos plantea problemas éticos (nuevos), pero
no aporta ninguna contribución a su solución” (Culture and
Valué, p. 14). No es sorprendente que la idea de tener que
revelar sus pensamientos y motivaciones más secretos a un
“doctor del alma” le haya suscitado una repugnancia tan carac
terística. Esto concuerda perfectamente con lo que McGuin-
ness considera un rasgo fundamental de su actitud, en la vida,
en la filosofía, en ética y en estética: una contención y una
reserva extremas, opuestas a toda forma de exhibicionismo,
algo que explica también su deliberada renuncia a la teoría en
filosofía Qo que es difícil en filosofía no es producir teorías
-pues es lo que hacemos del modo más natural-, sino resis
tir a la tentación de hacerlas), su aversión por la retórica en
literatura y su disgusto por el énfasis excesivo en materia de
interpretación musical. Por otro lado, es evidente que Witt-
genstein compartía del todo la desconfianza de Kraus respec
to a las pretensiones de la medicina del alma en general. Cuan
do Drury le reconoce que encuentra extremadamente difíciles
de entender algunos síntomas observados en sus pacientes,
y en muchos casos no sabe qué decirles, Wittgenstein apun
ta: “La enfermedad mental tiene que ser para usted un tema
de perplejidad. Lo que más temería si fuese alcanzado por una
enfermedad de ese tipo sería que adoptase una actitud de mero
sentido común, que considerase como obvio que soy víctima
de alucinaciones. A veces me pregunto si tiene el sentido del
humor que requiere ese trabajo. Usted se ofende con dema
siada facilidad cuando las cosas no suceden conforme a un
plan” (Drury, op. cit., p. 166). Wittgenstein se pregunta si el
concepto mismo de enfermedad es el que aquí conviene
emplear. En una nota de 1946 escribe: “No es obligatorio con
siderar la locura como una enfermedad. ¿Por qué no enten
derla como un cambio repentino -m ás o menos repentino-
de carácter?” (Culture and Valué, p. 54). Sostiene incluso que
sería urgente considerarla de otro modo que como lo hace
mos: “'Es el momento que comparemos estos fenómenos con
otra cosa’ -podríamos decir-. Pienso aquí, por ejemplo, en
las enfermedades mentales” (ibíd., p. 55).
Wittgenstein tenía ciertamente una experiencia muy con
creta de la práctica psicoanalítica y de los resultados, buenos
o malos, a los que podía conducir. Como lo destaca McGuin-
ness (Freud and Wittgenstein, pp. 28-29), había vivido mucho
tiempo en Viena, al menos desde el fin de la Primera Guerra
Mundial hasta el año de su regreso a Cambridge; tenía, pues,
un número suficiente de amigos y conocidos que habían con
siderado necesario recurrir al psicoanálisis para tratar de resol
ver sus problemas personales. Sabemos que en 1926, cuan
do se decidió a abandonar su trabajo de maestro de escuela,
fue obligado a someterse a un examen psiquiátrico. Es fácil
de imaginar que de algún modo padeció lo que a sus ojos
constituía una inadmisible intrusión “extranjera” en su per
sonalidad y vida privada. No es menos cierto que él perte
necía a un medio (el de la gran burguesía ilustrada) en el que
los descubrimientos y las revelaciones freudianas (por poco
agradables que pudiesen ser a primera vista) suscitaban una
curiosidad y un interés considerables. Su hermana Margari
ta mantenía relaciones personales con Freud y había sido psi-
coanalizada por él por razones que en gran medida, como
ha dicho McGuinness, dependían de una “curiosidad espe
culativa”. Freud le envió un ejemplar de El porvenir de una
ilusión, con una dedicatoria fechada el día de su salida hacia
Inglaterra (3 de junio de 1938). Wittgenstein y ella se com
placían contándose sus sueños y jugando al juego estimu
lante de su interpretación. Teniendo en cuenta sus orígenes
y el medio en que pasó su juventud, la cuestión no es, así,
saber cómo Wittgenstein llegó a interesarse por la obra de
Freud, sino, más bien, cómo habría podido evitar interesar
se por ella. Puede decirse con exactitud que estaba, por sus
orígenes vieneses y por su medio social y familiar, particu
larmente bien situado para saber que al lado de las protestas
indignadas y de las oposiciones feroces de las que habla Freud,
el psicoanálisis estaba en ciernes de suscitar admiraciones y
entusiasmos que no tenían nada de profesional y que eran,
de hecho, al menos tan sospechosos y, desde el punto de
vista científico, muy poco respetables.
Fue con el mismo espíritu de curiosidad esencialmente
especulativa que Wittgenstein y su hermana -e n diferentes
momentos y con propósitos muy distintos- se sometieron a
sesiones de trance hipnótico. Según cuenta David Pinsent
en sus notas de 1913, Wittgenstein, constatando que la gen
49
te en estado hipnótico eran capaces de desarrollar un esfuer
zo muscular excepcional, se preguntaba si por casualidad no
serían también igualmente capaces de un esfuerzo mental
del mismo calibre. Así se hizo hipnotizar dos veces pidien
do al facultativo (un tal Doctor Rogers) que le planteara pre
guntas sobre ciertas cuestiones de lógica particularmente difí
ciles para las que él aún no había hallado una solución. Una
tentativa que se saldó con un completo fracaso. Fue única
mente la segunda vez que el Doctor Rogers acertó a ador
mecer a Wittgenstein, pero de un modo tan completo que
necesitó media hora para despertarlo por entero. Wittgens
tein declaró que, de hecho, había permanecido consciente
durante la duración de la operación, oyendo lo que se le
decía, pero privado de todo tipo de voluntad y de fuerza,
incapaz de entender lo que oía y de llevar a cabo el menor
esfuerzo muscular o intelectual.
Entre la curiosidad y la adhesión hay naturalmente una
considerable distancia, una distancia que con toda certeza
Wittgenstein, en el caso del psicoanálisis, nunca llegó a fran
quear. Por extraño que pueda parecer a primera vista la des
confianza que ha mantenido respecto a la teoría freudiana,
tanto desde el punto de vista epistemológico como desde el
ético, contrasta singularmente con la reacción netamente más
positiva que tuvieron, en conjunto, los miembros del Círcu
lo de Viena. Heinrich Neider, en la entrevista que concedió
a la revista Conceptus, indica que, según sus recuerdos per
sonales, las relaciones entre el Círculo de Viena y el grupo
que se reunía en tomo a Freud “consistía en la circunstan
cia de que varios miembros del Círculo de Viena estaban en
proceso de análisis. En parte habían venido a Viena por esta
misma circunstancia. Sé que Camap -ya en la época de Vie
na y más tarde también en América- fue analizado durante
veinte años. Pero se trata de una vinculación de la que no se
ha hablado”6. Con independencia de la que haya podido ser
50
la actitud personal de Camap y de otros miembros del Cír
culo no es difícil de entender que para los adeptos a la “con
cepción científica del m undo” el psicoanálisis podría pre
sentar a primera vista los rasgos de una empresa de tipo
racionalista y progresista que podría permitir, si no de inme
diato sí a largo plazo, alcanzar una comprensión más cientí
fica de los fenómenos mentales y cuya inspiración iría, en
consecuencia, en el mismo exacto sentido que se indicaba
en el prefacio de Der logische Aufbau der Welt (1928) de Car-
nap y en el manifiesto del Círculo de Viena (1929). Lo menos
que puede decirse es que Wittgenstein no era precisamente
un adepto a la “concepción científica del mundo”, y no espe
raba grandes cosas buenas para la humanidad de las con
quistas reales o supuestas de la ciencia y, de todos modos,
tampoco estaba convencido de que el psicoanálisis sea o pue
da llegar a ser una ciencia. En una entrevista de 1942 con
Rhees, constata lo siguiente: “Freud pretende constantemente
ser científico. Pero lo que él ofrece no es sino especulación
-algo que es incluso anterior a la formulación de una hipó
tesis” (Lectures and Conversations, p. 44).
Contrariamente a lo que podía temerse las reticencias de
W ittgenstein respecto a la teoría freudiana raramente han
sido tema de una explicación y diagnóstico de tipo psicoa-
nalítico, como suele ser habitual en estos casos. Stephen Toul-
min, en su reseña del primer volumen de la biografía de Witt
genstein de McGuinness, se ha preguntado, sin embargo, si
Wittgenstein no habría debido ser psicoanalizado en su juven
tud y ha comparado, a este respecto, su caso con el de Vir
ginia Woolf:
54
en un sentido que poco tiene que ver con el específicamen
te freudiano, subrayando que la distinción de lo consciente
y lo inconsciente constituye más bien una fuente añadida de
confusión más que una solución real de la dificultad filosó
fica que pretende resolver. Lo cual no debería sorprender en
tanto su filosofía, también cuando toma como objeto la psi
cología, es exactamente lo contrario de una filosofía de las
profundidades: lo que a sus ojos caracteriza el método filo
sófico es precisamente el hecho de que no hay nada “ocul
to” que exhumar, que todo es en principio inmediatamente
accesible a la superficie y que sabemos ya de un cierto modo
todo lo que necesitamos saber. No es pues, ciertamente, en
su concepción filosófica sobre la naturaleza de los fenóme
nos psíquicos en general donde Wittgenstein puede ser con
siderado como un discípulo de Freud.
McGuinness concluye su artículo sobre Freud y W itt
genstein sugiriendo que las razones de proximidad que Witt
genstein mismo apunta (y, aquí también, importa subrayar
que sólo se trata de una analogía) deben, en realidad, bus
carse en otro lugar:
55
nes que hace a propósito de la naturaleza de la filosofía y del
trabajo filosófico. El mismo compara expresamente la filo
sofía con una suerte de auto-análisis que debe triunfar sobre
ciertas resistencias específicas. “El trabajo filosófico -com o
en muchos aspectos sucede en la arquitectura- consiste, fun
damentalmente, en trabajar sobre uno mismo. En la propia
comprensión. En la manera de ver las cosas. (Y en lo que uno
exige de ellas.)” (Culture and Valué, p. 16) [traducción caste
llana, p. 54], Y este trabajo sobre sí mismo es esencialmen
te un trabajo contra sí mismo. Como lo dice Wittgenstein
en uno de sus manuscritos: “La filosofía es un instrumento
que no es útil sino contra los filósofos y contra el filósofo que
hay en nosotros”. La filosofía exige un esfuerzo sobre sí mis
mo porque implica una renuncia, descrita por Wittgenstein
no como una renuncia a la inteligencia sino a la voluntad o
la afectividad. No renunciamos a nada importante cuando
lo hacemos respecto a formas de expresamos que no tienen
un sentido utilizable; “pero puede ser muy difícil abstener
se de utilizar una expresión para retener las lágrimas o con
tener una explosión de cólera”11. Si aceptamos la idea de que
lo que se le pide al filósofo es ante todo una reacción contra
sus tendencias e inclinaciones naturales (poco importa que
éstas sean, en general, de origen cultural), no sorprende ver
a Wittgenstein aludir a Freud en un contexto en el que no
es esperable que apareciese:
56
cuando aprende aritmética, etc., percibe como dificul
tades, algo que el maestro reprime, sin resolverlos. Así
les digo a estas dudas reprimidas: ¡vosotras tenéis toda
la razón, reclamad y exigid una aclaración! (Philosophis-
che Grammatik, pp. 381-382).
57
ceder de modo directo, proponiendo inmediatamente al enfer
mo el diagnóstico susceptible de mostrarle el origen de sus
dificultades. Como dice Freud: “No hay ninguna esperanza
de alcanzar un resultado penetrando directamente en el cora
zón de la organización patógena. Si pudiese él mismo averi
guar cuál es, el enfermo no sabría sin embargo qué hacer con
las aclaraciones que se le han proporcionado y no sería modi
ficado psíquicamente por ellas” (Studien über Hysterie, p. 235).
Del mismo modo, como lo subraya Wittgenstein, “en filoso
fía no se debe intentar cortocircuitar los problemas” (Witt-
gensteins Lectures 1932-1935, p. 109). No se puede hacer otra
cosa sino atacar el problema por la periferia, es decir, para
empezar dejar que el paciente formule espontáneamente su
incomprensión filosófica.
En una conversación de 1949 con Bouwsma, Wittgens
tein declaró que “todos los años de su enseñanza había hecho
más mal que bien. Lo compara a las enseñanzas de Freud.
Las cosas enseñadas, cómo el vino, habían puesto a las gen
tes exaltadas. No sabían como emplear de modo sobrio lo
que se les había enseñado. ¿Lo has comprendido? Eso creo,
ellos han encontrado una fórmula. Exactamente” (Conversa-
tions 1949-1951, pp. 11-12). Tal y como se lo comunicó a
Rhees, Wittgenstein pensaba que era preciso resignarse a ver
al psicoanálisis ejercer durante mucho tiempo una influen
cia considerable y nefasta: “[...] Pasará mucho tiempo antes
de que perdamos nuestra sumisión a su respecto” (Lectures
and Conversations, p. 41). Para aprender algo de Freud sería
preciso, insiste, tener una actitud crítica; y (como lo confir
ma retrospectivamente toda la historia del movimiento psi-
coanalítico y de la cultura psicoanalítica) teorías como la de
Freud tienen, entre otros inconvenientes, el de suscitar for
mas de adhesión que hacen particularmente difícil, por no
decir imposible, la crítica. Lo que es significativo es que Witt
genstein haya pensado que un empleo crítico y, como dice,
“sobrio” de sus propias enseñanzas filosóficas podría ser casi
tan difícil e improbable. En cierta manera, y aún cuando en
efecto no tenía ninguna duda sobre la importancia intrínse
ca de su obra filosófica, estaba convencido de que tenía todas
las posibilidades de ser, durante un primer momento o tal
vez durante mucho tiempo, tan nociva como la de Freud.
58
Freud consideraba indispensable crear una escuela para
difundir sus ideas e imponer progresivamente las verdades
revolucionarias que estaba convencido de haber descubier
to. Wittgenstein no creía que en la filosofía haya nuevas ver
dades que comunicar y no quería crear escuela. En una nota
de 1947 ha dicho que no estaba seguro “si preferir una con
tinuación de su trabajo por otros a una transformación del
modo de vida, que haría superfluas todas estas cuestiones”
(Culture and Valué, p. 61). Las inquietudes y aprensiones que
tenía a propósito de los efectos que su enseñanza podía pro
ducir y del tipo de posteridad que se arriesgaba a engendrar
incitarían a aproximar su caso más al de Breuer que al de
Freud. Se ha dicho de Breuer que resultó en cierto modo
impedido de explorar completamente sus revolucionarios
descubrimientos por un exceso de prudencia científica y una
cierta conciencia de los peligros que podía comportar la uti
lización de las nuevas técnicas que había contribuido a intro
ducir. Hay, en efecto, un singular contraste entre, por un lado,
la tendencia de Breuer a minimizar su originalidad personal
y relativizar la importancia de sus propias contribuciones, su
desconfianza respecto a las generalizaciones excesivas y
su abstención sistemática de toda conclusión definitiva y, por
otro lado, la inquebrantable seguridad, el descaro impresio
nante, la relativa ausencia de escrúpulos y la predilección por
las tesis universales y extremas, que caracterizan el compor
tamiento de Freud.
La humildad de Breuer, a la vez ante los hechos y ante las
explicaciones propuestas por otros, brilla en la conclusión
de la exposición que constituyó su contribución teórica al
volumen redactado en colaboración con Freud. Constata que
“el ensayo que aquí se ha intentado realizar es una cons
trucción sintética a partir de nuestros actuales conocimien
tos de la histeria, está expuesto, pues, al reproche de eclec
ticismo, en la medida en que este reproche esté de modo
general justificado. Hay varias formulaciones de la histeria,
desde la antigua ‘teoría del reflejo’ hasta la ‘disociación de la
personalidad’, que han tenido que encontrar aquí su sitio.
No ha podido ser de otro modo. Hay un número muy gran
de de excelentes observadores y de inteligencias penetrantes
que se han ocupado de la histeria. Es poco probable que cada
59
una de sus formulaciones no contenga al menos una parte
de verdad. La futura presentación del estado de cosas real
ciertamente las contendrá todas y no hará sino combinar las
concepciones unilaterales de objeto en una realidad que ten
ga un solo cuerpo. El eclecticismo no me parece, en conse
cuencia, que constituya algo reproblable” (Studien über hys-
terie, p. 203). Breuer termina su ensayo destacando que los
mejores conocimientos que se disponen sobre la histeria no
representan probablemente sino una suerte de juego de som
bras indecisas, pero que puede esperarse razonablemente
que “habrá un cierto grado de concordancia y semejanza
entre los procesos reales y la representación que de ellos nos
hacemos” (ibíd.).
El comportamiento de Freud ha sido manifiestamente,
desde el comienzo, bien distinto. Estaba convencido, de
modo general, que tiene que haber una explicación que fue
se la buena y rápidamente se persuadía de haberla encon
trado o, en todo caso, de poder encontrarla. A la vez por tem
peramento y porque creía que así tenía que ser, sobre todas
las cuestiones de este tipo, la posición normal del filósofo,
la actitud de Wittgenstein era más próxima al escepticismo
“improductivo” de Breuer que al dogmatismo creador de
Freud. Como se verá, consideraba que la trayectoria de Freud
es finalmente mucho más “filosófica” (en el sentido peyora
tivo del término) que propiamente científica. Si recordamos
que, para él, en el origen de todas las dificultades filosóficas
hay una convicción del tipo “esto debe ser así (aunque no
lo sea)”, esto es: el deseo de conservar, cueste lo que cues
te, un paradigma que nos seduce o un modo de descripción
que nos obsesiona; así no es difícil de entender lo que podía
encontrar (filosóficamente y afortiori científicamente) con
testable en el modo de proceder de Freud. Para él cualquie
ra que piense que, para fenómenos como los que ocupan al
psicoanálisis, tiene que haber una explicación que sea la expli
cación y una razón que sea la razón, no es alguien que adop
ta la simple actitud científica que se impone en semejante
situación, sino alguien que se encuentra ya en camino de
producir una mitología.
Breuer ha considerado que además de su característica
tendencia a formulaciones absolutas y exclusivas, Freud esta
60
ba ciertamente animado por un cierto deseo de “épater le
bourgeois” (y puede decirse que ha tenido éxito, incluso si
el escándalo no ha estado ciertamente a la medida de sus
esperanzas o de sus temores). La explicación es probable
mente muy simple. Pero lo que es en efecto característico de
la trayectoria de Freud es el modo que ha acertado en crear
y mantener el mito de un científico heroico que ha logrado
imponer sus descubrimientos revolucionarios sobreponién
dose a formidables prejuicios14; una actitud que se ve acom
pañada generalmente de la tendencia a considerar que el sim
ple hecho de oponerse a un prejuicio comporta ya una fuerte
presunción de verdad o incluso justifica por sí sola la certe
za de estar en la verdad. W ittgenstein no se ha dejado en
absoluto impresionar por este tipo de mitología, ante ella,
pues, parece haber sido, de manera general, particularmen
te insensible (es más del lado de Frege que del de Freud que
ha buscado su modelo de lo que puede ser el coraje real en
el pensamiento). También Cantor ha sido, y lo es a menudo,
presentado (con más razón) como el prototipo de científico
revolucionario que se topó con una conspiración de prejui
cios y que por ello habría sido víctima, en su caso, de una
comunidad matemática reaccionaria y obtusa. Wittgenstein,
y es lo menos que puede decirse, nunca ha estado tentado
de considerar esto como un argumento a favor de la teoría de
conjuntos transfinitos. El caso de Gódel ha sido evidente
mente muy distinto, porque la oposición que preveía y temía
no se llegó a manifestar o se encontró casi inmediatamente
desarmada. Pero hay al menos un elemento constante en el
modo en que Wittgenstein ha reaccionado a cada una de estas
tres situaciones. No estaba realmente convencido de que la
importancia filosófica de estos tres tipos de revoluciones (rea
les o supuestas) fuese tan considerable como a menudo se
decía o que esa revolución se encontrase allí donde se solía
buscar. Podría decirse que ha ido, en los tres casos, a la bús
queda de una forma de comprensión austera que no impli-
14 Sobre este punto, cfr. Frank J. Sulloway, Freud, Biologist of the Mind,
Beyond the Psychoanatytical Legend, Basic Books, Inc. Publishers, Nueva
York, 1979.
caria ninguna concesión a algo que él detestaba por encima
de todo y que consideraba una enfermedad de la época: el
sensacionalismo científico, la explotación, a su juicio desho
nesta, de la curiosidad superficial del gran público por los últi
mos descubrimientos de la ciencia. Es un hecho desgraciado
que los científicos auténticamente revolucionarios pueden
contar, para ayudarles, con la superficialidad y la incompren
sión de los filósofos, los cuales suelen estar dispuestos a ceder
a este tipo de tentación.
Es bastante posible que haya una cierta ambivalencia en
el modo en que Wittgenstein reacciona a la casi total ausen
cia de inhibición que caracteriza visiblemente la trayectoria
intelectual del creador del psicoanálisis, como por otra par
te ocurre igualmente en su actitud general respecto a Freud.
Su opinión sobre él se encuentra condensada de manera sor
prendente y clara en la siguiente nota: “Freud tiene razones
muy inteligentes para decir lo que dice, una gran imagina
ción y prevenciones colosales, prevenciones que tienen todos
los visos de inducir a las gentes a errores” (Lectures and Con-
versations, p. 26). Wittgenstein admiraba a Freud por su inte
ligencia, su imaginación, su inventiva e ingeniosidad. Pero
apreciando como es debido este tipo de cualidades en un
pensador, sucede que al mismo tiempo las ha considerado
con cierta desconfianza, incluso en lo que afecta a su propio
caso. Rhees recuerda que, en una conversación donde se dis
cutía sobre un consejo que Freud dio una vez a alguien, uno
de los presentes afirmó que no era un consejo especialmen
te sabio, y Wittgenstein subrayó: “Es cierto. Pero la sabidu
ría [sagesse] es algo que nunca esperaría de Freud. Astucia
(icleverness), seguro, pero no sabiduría” (Lectures and Conver-
sations, p. 41). Reconozco que no entiendo muy bien qué es
lo que permite a Assoun afirmar que “ésta es una posición
tomada de quien ha jugado el papel de ‘director de conciencia
de Wittgenstein’, Ludwig Hánsel”15 y que correspondería a
una reacción de puritanismo católico. Es posible que sobre
este punto, como sobre otros, Wittgenstein haya sido influi
62
do por Hánsel, que era un católico profundamente conven
cido y que reprochaba al psicoanálisis una incomprensión
de las cuestiones morales y religiosas; pero es poco proba
ble que, cuando sospecha que Freud carece de sagesse o inclu
so cuando lo acusa de ser un hombre irreligioso, Wittgens-
tein esté expresando esencialmente una opinión puritana
sobre los peligros que podría suponer el psicoanálisis para la
moral y la religión convencionales (católicos en este caso, si
he com prendido bien). Assoun nos recuerda que “W itt-
genstein, de origen judío, fue bautizado en la fe católica, pen
saba hacerse fraile y tuvo exequias católicas” (ibíd., nota 49).
Pero aparentemente olvida que, como dice con exactitud
McGuinness, “tenía más simpatía que fe”16 respecto a la reli
gión en general y el catolicismo en particular, pero en fuerte
contraste con el catolicismo nominal de la familia Wittgens-
tein, su estilo de vida era, en conjunto, más bien protestan
te; además nunca se adhirió explícitamente a ninguna con
fesión religiosa, y la cuestión de saber si debía o no ser
enterrado religiosamente planteó un auténtico problema de
conciencia a sus amigos. En 1929, Wittgenstein dijo a Drury:
“Asegúrate de que tu religión sea únicamente un asunto entre
Dios y tú ” (Personal Recollections, p. 117), y algo más tarde:
“Respecto a todo lo que tú y yo podemos decir, la religión
del futuro será sin curas ni ministros. Creo que una de las
cosas que tú y yo hemos de hacer es aprender a vivir sin el
consuelo de pertenecer a una Iglesia” (ibíd., p. 129). Como
le dijo igualmente a Drury, estaba convencido de que todas
las organizaciones religiosas hoy día apenas sirven y, de hecho,
no valen gran cosa. Resulta claro, pues, que detestaba parti
cularmente todas las formas de discurso teórico o filosófico
sobre asuntos tales como la moral y la religión, tanto como
a las organizaciones tradicionales y a los librepensadores que
las combatían en nombre de la razón. Drury reconoce que
le sorprendió oírle decir en 1929: “Russell y los curas hacen,
ambos, un mal infinito, un mal infinito” (Conversations with
63
Wittgenstein, p. 117). Si pretendemos com prenderlo que
puede significar la declaración que ha citado Rhees sería
mejor, probablemente, como él sugiere, preguntarse sobre
las razones por las que Wittgenstein encontraba en las narra
ciones de Gottfried Keller (en particular en Henri le Vert) el
tipo de sagesse que echaba en falta en Freud o preguntarse
por qué, aunque de buena gana practicaba el examen de con
ciencia y la confesión (varios de sus amigos relatan las “con
fesiones” que en un momento dado tenía la necesidad de
hacerles), no se le ocurrió, aparentemente, dirigirse a un psi
coanalista para aumentar las oportunidades de alcanzar lo
que consideraba el objetivo supremo, tanto en la filosofía
como en la vida: la claridad integral y la total honestidad en
las relaciones consigo mismo.
McGuinness apunta que “el personaje de Heinrich Lee
en Henri le Vert [...] recuerda mucho a Ludwig y sus juicios
sobre sí mismo, a la vez en la vergüenza que siente a pro
pósito de las traiciones de su juventud y en un sentimien
to (justificado en el caso de Heinrich) que se recusa cons
tantem ente y se oculta cuando se le ofrecía la menor
ocasión”17. Parece, por otra parte, que el deseo de imitar e.
ejemplo de Keller (del que había leído sus notas) tuvo ur.
papel en su manera de tener, en distintos momentos de su
existencia, un diario en el que registraba día a día los pen
samientos que le venían a la mente sobre sí mismo y su pro
pia vida (cfr. ibíd., p. 56). La cuestión interesante aquí es
saber por qué prefería netamente esta forma de autoanálisis
“ingenuo”, o el que practicaba el héroe en la Bildungsromar
de Keller a las luces “científicas ” mucho más crudas, pero
según él, no necesariamente más fiables, que podía espera:
obtener del psicoanálisis en situaciones de ese tipo. Tar
obsesionado como pudo estarlo hasta el fin de su vida pe •
el problema de sus carencias y sus fracasos personales, tena
la tendencia a considerar que la sagesse aconsej a más bier.
de modo general, desconfiar del fruto tan tentador del árh:
del conocimiento psicoanalítico.
64
Para comprender las reticencias de Wittgenstein respecto
al psicoanálisis está bien recordar que Freud y sus discípulos
habían aportado ya algunos ejemplos notables, que proba
blemente conocía, de lo que ciertamente puede considerar
se, como mínimo, una característica falta de sagesse en su
manera de utilizar, sin el menor reparo, los métodos de la
nueva ciencia del alma para analizar un cierto número de
“casos” ejemplares de escritores y artistas del pasado e inclu
so del presente inmediato. Kraus, que tuvo un tratamiento
de este tipo en una sesión del 12 de enero de 1910, una ope
ración que Thomas Szasz calificó de “psico-asesinato perpe
trado por W ittels”18 (con la complicidad pasiva de Freud),
reaccionó a este tipo de procedimiento denunciando el obse
sivo comportamiento simplificador del “psicoanal” (Psychoa-
nale), devolviéndole así al psicoanalista, a través de un juego
de palabras asesino, el tipo de cortesía que ejerce respecto a
las cosas que le sobrepasan. Lo que desencadenó la revuelta
de Kraus y consumó finalmente su ruptura con el psicoaná
lisis parece haber sido, esencialmente, la desconsiderada apli
cación, a veces francamente absurda, de la técnica psicoana-
lítica a la interpretación de obras literarias o artísticas y la
formación de diagnósticos tan pretenciosos como arriesga
dos a propósito de creadores que habrían debido, según él,
inspirar un poco más de respeto, aunque no fuese sino en
razón de la incapacidad en que se hallan los muertos de opo
ner la menor resistencia a este tipo de intrusión y de violen
cia. En “Psicología no autorizada” (1913), Kraus constata que
los psicoanalistas no dejan, de hecho, ninguna escapatoria a
sus víctimas, muertas o vivas:
65
un trauma y oyen a la hierba crecer sobre un complejo.
Estos empleados de las pulsiones obsesivas están por
todas partes: no han dejado escapar el caso de Grill-
parzer, Lenau o Kleist, y respecto al aprendiz de brujo
de Goethe, no han llegado aún a ponerse de acuerdo
para decir si se trata de sublimación o de incontinencia.
Si les digo que me dejen en paz, resulta entonces que
tengo un problema anal. Sin duda, declaran los escép
ticos, mi combate es una revuelta contra el padre y el
motivo del incesto se esconde tras cada una de mis fra
ses. Las apariencias obran en contra mía. Será inútil pre
sentar una coartada -ellos me han descubierto19.
66
prensión, hay una verdadera inconmensurabilidad entre lo
que se trata de explicar y los medios explicativos de los que
dispone una teoría como la de la evolución. Por razones de
este tipo, pensaba seguramente que el psicoanálisis no tenía
la “multiplicidad requerida” para explicar las producciones
de nivel superior a las que se dedica, como cuando emplea
al arte y la literatura como material psicoanalítico de tipo
ordinario. Hay, también en este caso, una suerte de confu
sión de “órdenes” y una diferencia que puede percibirse inme
diatamente entre la clase de presunta explicación y la del
fenómeno que pretende explicarse. Y la situación no es, evi
dentemente, muy diferente cuando lo que se trata de expli
car es de naturaleza ética o religiosa.
Wittgenstein, al margen de la cuestión del puritanismo,
católico o de otro tipo, sospechaba en un preciso sentido de
que Freud no comprendía gran cosa de la moral y de la reli
gión. Si hubiese leído El porvenir de una ilusión habría reac
cionado probablemente como lo hizo ante las explicaciones
que daba Frazer de las creencias mágicas o religiosas de los
primitivos, y habría objetado que este tipo de cosas no pue
den nunca ser tratadas como un mero error o una ilusión
que un mejor conocimiento (en este caso el conocimiento
científico) terminaría por establecer como tales. En efecto
Freud pensaba que “los métodos de examen comparativo
han revelado la fatal semejanza que existe entre las ideas reli
giosas que nosotros reverenciamos y las creaciones intelec
tuales de las edades y los pueblos primitivos”20. Pero esta
semejanza sólo puede ser considerada fatal si se conciben las
mencionadas creaciones intelectuales de la manera en que
lo hace, aproximadamente, Frazer. En una nota de 1919 escri
be Wittgenstein: “Podemos, es verdad, comparar una creen
cia sólidamente implantada con una superstición, pero tam
bién se puede decir que siempre se tiene que llegar a un
terreno firme, aunque sea una imagen, y que por tanto una
imagen que está en el fondo de todo nuestro pensar debe ser
67
respetada y no se la debe tratar como superstición” (Culture
and Valué, p. 83 -traducción castellana, p. 150-). Hay por
lo tanto creencias que son demasiado fundamentales para
que podamos pretender quitárnoslas de encima o desacre
ditarlas invocando el hecho de que no tienen ningún fun
dam ento sólido. Probablemente por esta simple razón es
imposible tratar a las religiones como meros delirios colecti
vos gracias a los cuales “los seres humanos se esfuerzan con
juntamente y en gran número para asegurar bienestar y pro
tección contra el sufrimiento en medio de una deformación
quimérica de la realidad”21.
Porque no considera la religión como consistiendo en pri
mera instancia en un sistema de representaciones (del que
podríamos proponemos demostrar su falsedad o su carácter
quimérico) y no cree en absoluto en la importancia real de
las razones y los “argumentos” que son propuestos en favor
de las doctrinas religiosas, Wittgenstein considera comple
tamente ingenua la idea de que la humanidad en su conjunto
podría terminar admitiendo, por influencia del modo cien
tífico de pensar, que aquéllas son del todo insuficientes o
inexistentes y extraer las consecuencias que así se imponen.
Pero, sobre este punto, Freud no es ciertamente más inge
nuo que él. Considera su propia empresa “como inocente y
sin peligro” (ibíd., p. 51). “No hay, admite, ningún peligre
en que un devoto, abrumado por mis argumentos, se deje
arrancar su fe” (ibíd.). El punto importante estriba, más bien,
en que proponiendo una explicación psicológica - o psico-
logista- del origen de las creencias religiosas (algo que, er.
este caso, constituiría un intento de explicación “científica"
Freud comete, también él, el error típico de los “modernis
tas” (poco importa que sean creyentes o libre pensadores
los cuales, según Wittgenstein se equivocan completamen
te sobre la naturaleza (es decir, el uso) del simbolismo res-
gioso y del simbolismo en general.
Puede señalarse igualmente que Freud llama “ilusión" ¿.
una creencia en cuya motivación la realización de un d e ^ :
68
se sobrepone, al punto de suplantarla completamente, sobre
la exigencia de una confrontación con lo real y una confir
mación por la realidad (cfr. ibíd., p. 45). Ahora bien, Witt-
genstein no considera que en el caso de las creencias religio
sas pueda estar en cuestión algo así como una confrontación
con la realidad, y esto por razones que tienen que ver más
con su “lógica” (en el sentido wittgensteiniano del término)
que con factores psicológicos. En una nota de 1947 escribe:
69
posición propiamente dicha, la credulidad, la ceguera o la
precipitación. La imposibilidad de juzgar del modo que se
ha señalado lo que en nuestro pensamiento y en nuestra
vida funciona como un sistema de referencia constituye,
como es sabido, uno de los temas centrales de la filosofía
de W ittgenstein. La tentación de tratar esa imposibilidad
como una deficiencia inaceptable para un espíritu racional
es ya la prueba de una incomprensión fundamental sobre
la índole de lo que se está tratando. En conjunto de lo que
podría acusarse a Freud no es de sobrestimar al intelecto
(un riesgo que en su caso es poco probable), sino, más bien,
sobrestimar la importancia y la pertinencia de un acerca
miento psicológico y una indagación de la “verdad” psico
lógica de situaciones de ese tipo.
En un célebre pasaje de la Psicopatología de la vida coti
diana Freud recurre a la analogía de la paranoia para explicar
el carácter irracional de las concepciones del mundo que se
expresan en la mitología, la religión y la filosofía misma:
70
o la locura (Wittgenstein mismo ha empleado o sugerido en
ocasiones comparaciones de este género). El problema, más
bien, es que no cree en la posibilidad de retraducir las cons
trucciones metafísicas (sean las de la filosofía o las de la mito
logía y la religión) en el discurso de una ciencia psicológica
o una metapsicología, ni tampoco en ninguna clase de cien
cia. La ciencia que se plantea como algo que permite esta
retranscripción metapsicológica de las sistematizaciones y
especulaciones de índole paranoico de la filosofía, presen
tándola en términos de oposiciones y de conflictos que tie
nen su sede en el inconsciente, es, de hecho, una nueva mito
logía que se ignora a sí misma. La psicología del inconsciente,
considerada como la teoría de un dominio nuevo que el psi
coanálisis ha abierto a la investigación científica, no es sino
una construcción especulativa del mismo tipo y que utiliza
los mismos procedimientos que todo aquello respecto a lo
que pretende revelar su verdadera índole y carácter ilusorio
e infantil. La terapéutica de enfermedades filosóficas debe,
pues, renunciar al consuelo de poder apoyarse sobre algún
fundamento científico. No hay ciencia que dé cuenta de las
ilusiones de las que es víctima la filosofía y tampoco técnica
científicamente fundada que permita liberar al entendimiento
filosófico de analogías obsesivas y engañosas que están en el
origen de problemas insolubles con los que se topa, en otros
términos, no hay un método comparable ni de cerca ni de
lejos con lo que pretende el método psicoanalítico, trans
formar el sin sentido latente en un sin sentido manifiesto.
W ittgenstein estaba convencido, al comienzo de los años
treinta, de haber encontrado un método que permitiría tra
tar en adelante todos los problemas filosóficos con la profe-
sionalidad y la eficacia que son de rigor en una época como
la nuestra. Pero no creía en absoluto que pudiese tratarse de
un método científico.
Freud ha tenido, es verdad, la prudencia de reconocer una
cosa que sus discípulos han solido olvidar después, a saber,
el hecho de que: “El psicoanálisis puede [...] revelar la moti
vación subjetiva e individual de las doctrinas filosóficas que
son pretendidamente el fruto de un trabajo lógico desintere
sado, y mostrar a la propia crítica los puntos débiles del sis
tema. Pero desarrollar ella misma esta crítica no es asunto del
71
psicoanálisis, porque, como es comprensible, el carácter psi
cológicamente determinado (die psychobgische Determinierung)
de una doctrina no excluye de ninguna manera su corrección
científica”23. Pero la idea de una posible retranscripción de
la metafísica en metapsicología está evidentemente muy ale
jada de este tipo de modestia y de neutralidad benévola. La
nueva ciencia psicológica se consideraba capaz de demostrar
que los sistemas metañsicos en su conjunto están condena
dos por sus orígenes a no ser sino construcciones quiméri
cas, desprovistas de toda especie de validez objetiva. Freud
tenía, también él, en mente, un ambicioso programa de eli
minación de la metafísica en favor de una concepción “cien
tífica” del mundo. Y sabemos lo que Wittgenstein pensaba
de la ingenuidad de todos los programas de este género y de
la idea según la cual lo crucial respecto a los sistemas filosó
ficos sería su “corrección científica”.
Como he sugerido anteriormente, hablando de una “ambi
valencia” de sus reacciones a propósito de Freud, las reser
vas que Wittgenstein manifiesta sobre ciertos aspectos del
talento de éste se explican probablemente en parte por el
hecho de que se consideraba dotado de cualidades compa
rables (en particular, una imaginación rica y un arte para inven
tar y explotar analogías) y estaba, así, expuesto a tentaciones,
facilidades y riesgos del mismo tipo. En particular temía, tam
bién él, ser por momentos demasiado ingenioso, y no sufi
cientemente profundo ni lo bastante sabio. Como le dijo a
Bouwsma “[...] ¿Por qué debería enseñar? De qué le servirá
a X escucharme. Sólo alguien que piensa puede extraer algún
provecho de eso”. El hacía una excepción con algunos estu
diantes que tenían una cierta obsesión y eran serios. “Pero la
mayor pane de ellos viene a mí porque soy ingenioso (cíever).
y lo soy, pero no es eso lo que importa. Ellos quieren única
mente ser ingeniosos. [...] El funámbulo es, también él, inge
nioso” (Conversations 1949-1951, pp. 9-10). Las calificacio
nes como “dever” o “geistreich”, que Wittgenstein ha utilizado
a propósito de Freud tienen, de hecho, en su boca y bajo su
74
Capítulo 2
El problema de la realidad del inconsciente
¿Qué puede [...] decir el filósofo a propósito de una
doctrina que afirma, como el psicoanálisis, que lo men
tal es [...] en sí inconsciente, que el hecho de ser cons
ciente no es sino una cualidad que puede acompañar
al acto mental individual o no hacerlo, y que no cam
bia nada de éste cuando aquélla está ausente? [S. Freud,
Die Widerstánde gegen die Psychoanafyse (1925)].
76
y a comparar su percepción por la conciencia con la
percepción de mundo exterior por los órganos de los
sentidos. Esperamos extraer de esta comparación cier
tas ganancias de cara a nuestro conocimiento. La asun
ción efectuada por el psicoanálisis de la actividad psí
quica inconsciente aparece, por un lado, com o un
perfeccionamiento que va más lejos en el mismo sen
tido del animismo primitivo en el que por todas partes
encontraba imágenes de nuestra conciencia, por otro,
como una continuación de la corrección aportada por
Kant a nuestra concepción de la percepción externa.
Lo mismo que Kant nos advierte que no hemos de olvi
dar el carácter subjetivamente condicionado de nues
tra percepción, y no considerar nuestra percepción
como idéntica a lo percibido incognoscible, también el
psicoanálisis nos advierte que no hem os de poner la
percepción de la conciencia en el lugar del proceso psí
quico inconsciente que constituye su objeto. Como lo
físico, lo psíquico no es forzosamente en la realidad tal
y como se nos aparece. Con satisfacción nos prepara
mos a hacer la experiencia del hecho de que la correc
ción de la percepción interna no representa una difi
cultad mayor que la proporcionada por la percepción
extema, pues el objeto intemo es menos incognoscible
que el mundo exterior27.
77
mación sobre las razones por las cuales una cosa es percibi
da o no”28. Pero es claro que, si los procesos psíquicos incons
cientes fueran simplemente procesos no percibidos, por opo
sición a los procesos que lo son, no habría nada de
específicamente freudiano en este uso del término “incons
ciente”. Una buena parte de los procesos mentales que deno
minamos “inconscientes”, en el sentido de que no están pre
sentes a la conciencia en el momento considerado (pero que
no lo están por ellos mismos ni de un modo permanente),
no son inconscientes en el sentido freudiano. Los procesos
inconscientes, en el sentido propiamente freudiano del tér
mino, no son solamente procesos que la conciencia no per
cibe en el momento en el que tienen lugar, sino procesos que
no puede percibir porque algo se opone a que lo haga. No
son sólo procesos desconocidos, sino procesos que el suje
to no “quiere conocer” y que no llegan a ser conocidos sino
por vías intrincadas y de un modo desfigurado que las hace
más o menos irreconocibles. Como subraya Freud, la teoría
psicoanalítica afirma que “si ciertas representaciones son inca
paces de volverse conscientes es a causa de una cierta causa
que se le opone; sin esa fuerza podrían desde luego hacerse
conscientes, lo que nos permitiría constatar en qué bien poco
difieren de otros elementos psíquicos, oficialmente recono
cidos como tales” (ibíd., p. 181). En otros términos: “Nues
tra noción del inconsciente se haya deducida de la teoría de
la represión. Lo reprimido es, para nosotros, el prototipo de lo
inconsciente” (ibíd.). Los procesos inconscientes, en el sen
tido del que se trata aquí, deben ser tales que 1) son legíti
mamente inferidos porque la hipótesis de su existencia es
indispensable para explicar efectos comportamentales y efec
tos mentales de tipo perceptible, 2) su presencia no puede
manifestarse sino en los límites y bajo las formas especifica
das por la teoría, que no corresponden a lo que percibiría
mos si no estuviéramos impedidos de hacerlo. La técnica psi
coanalítica proporciona -y es la única que puede hacerlo-
78
los medios de triunfar sobre la resistencia y alcanza así a hacer ,
conscientes las representaciones que tienen prohibido el acce
so a la conciencia.
De esto resultan dos consecuencias importantes en lo que
concierne a la posición que Wittgenstein adopta sobre el pro
blema del inconsciente. 1) En la medida en que pone en
cuestión el modelo de la conciencia como órgano de
percepción sensorial que nos da acceso al conocimiento
(directo) de lo mental, Wittgenstein no puede sino encon
trar filosóficamente confusa la idea de que los fenómenos
inconscientes tienen la particularidad de no ser percibidos
en el sentido en que lo son los fenómenos conscientes. De
manera más general los fenómenos inconscientes no son
“desconocidos” en el sentido en que los fenómenos cons
cientes podrían ser llamados, hablando con propiedad, “cono
cidos”. Un enunciado como “me duele”, por ejemplo, no
es comparable realmente a un juicio de percepción, y no se
distingue de “hay dolor” por la realización de un acto de
conocimiento directo, que es reemplazado en el segundo
caso por una inferencia. 2) Si es el modelo de la percepción
mismo el que resulta inadecuado, no es cierto que la dis
tinción, crucial para Freud, entre el sentido simplemente
descriptivo y el sentido dinámico del término “inconscien
te” pueda permanecer utilizable. Como he tratado por otra
parte con amplitud la crítica wittgensteiniana de la idea del
sentido interno o introspectivo y de la idea de que las des
cripciones que damos de nuestra experiencia inmediata se
refiere a hechos que observamos de algún modo en nosotros
mismos, no entraré aquí en muchos detalles. Me limitaré
simplemente a recalcar que la idea de que la conciencia per
cibe sucesos que tienen lugar en una suerte de espacio inte
rior y que podrían ser tales que unos son percibidos, otros
no (aunque podrían serlo) y otros que no pueden serlo por
que algo lo impide, difícilmente podría subsistir a tal crítica
o, en todo caso, no verse afectada en gran medida por ella.
Una de las metáforas favoritas de Freud consiste en em
plear la imagen espacial de dos habitaciones, entre las cuales
un guardián ejerce un control sobre las representaciones que
buscan pasar de la primera a la segunda y decide permitirle
o negarle el paso. “Os aseguro, escribe, que esta grosera hipó
79
tesis de dos habitaciones, con el guardián que se encuentra
en el umbral entre ambas y con la conciencia jugando el papel
de espectadora al fondo de la segunda de ellas, sólo signifi
can aproximaciones que se encuentran muy lejos del estado
de cosas real”29. La idea de una suerte de local en el que son
relegados y mantenidos objetos mentales que, aunque inac
cesibles a la percepción, son presentes en tanto se dejan sen
tir por efectos de muy distinta naturaleza, plantea con evi
dencia numerosos problemas que han sido discutidos muchas
veces. Pero un lector de Wittgenstein encontrará probable
mente muy problemática y contestable la de un local en el
que hay objetos que o están o pueden estar bajo la mirada de
una conciencia espectadora. Es un hecho que cuando Witt
genstein utiliza la palabra “inconsciente”, lo hace general
mente en un sentido esencialmente descriptivo y que, inclu
so en su crítica a Freud, da la impresión de desatender
curiosamente el aspecto propiamente dinámico, que es sin
embargo el esencial. Denuncia como una fuente de confu
sión constante el hecho de que hablemos de estados menta
les a la vez para designar estados conscientes y para nombrar
estados hipotéticos de un mecanismo mental inconsciente.
Ahora bien, la diferencia es mucho más grande de lo que ten
demos a creer. La “gramática” de estados y de procesos incons
cientes es verdaderamente diferente de la de los estados y pro
cesos conscientes. Es posible estar tentado a considerarla
como relativamente menor si se dice, como hace Freud, que
al margen del hecho de que unos son percibidos y otros no,
nada impide después de todo sostener que poseen exacta
mente las mismas propiedades. Como veremos, uno de los
problemas esenciales que se plantea, a ojos de Wittgenstein,
en el caso de Freud es que se halla obligado, de buen o de
mal grado, a recurrir a la gramática de los procesos conscien
tes para describir los procesos inconscientes y el funciona
miento del mecanismo inconsciente que postula, mientras
que este mecanismo obedece a leyes que son en principio
80
completamente diferentes. Desde luego no es, entiéndase
bien, en el hecho de postular la existencia de un mecanismo
mental inconsciente destinado a explicar las acciones del espí
ritu ni tampoco en el hecho de proponer un modelo concre
to de lo que podría ser ese tipo de mecanismo, donde reside
la mitología. Como siempre ésta viene engendrada únicamente
por analogías superficiales entre cosas que son, desde el pun
to de vista “gramatical”, completamente distintas. Como dice
Wittgenstein, en la gramática no hay nunca pequeñas dife
rencias. La dificultad de la posición de Freud podría pues ser
resumida con los enunciados siguientes: 1) Lo mental es intrín
secamente inconsciente y la conciencia no le añade nada que
sea esencial. 2) El inconsciente no puede, por razones intrín
secas, ser conceptualizado y descrito sino desde el punto de
vista de la conciencia: “[...] El inconsciente es, desde el pun
to de vista de su relación con la conciencia, con la cual tiene
muchas cosas en común, fácil de describir y de seguir en sus
desarrollos; acercarse a él a partir de los procesos físicos apa
rece, por contra, como algo que por el momento tiene que
ser excluido. Debe permanecer, pues, como objeto de la psi
cología” (Das Interessean der Psychoanafyse, p. 116). Como lo
subraya Koffka: “[...] Cuando se ha considerado necesario ir
más allá de lo consciente en la descripción y explicación del
espíritu, se han imaginado las partes no conscientes del espí
ritu como fundamentalmente análogas a las partes conscien
tes, es decir, como fundamentalmente análogas en todos sus
aspectos o propiedades, con la excepción del hecho de ser
conscientes. En consecuencia, los elementos del espíritu,
como se les llama, son concebidos como existiendo bajo
dos formas, la forma consciente y la forma inconsciente”30.
“A pesar de la revolución que se supone que ha efectuado en
nuestro modo de percibir y de comprender el inconsciente,
Freud no formula ninguna excepción a esta regla: ‘El deseo
inconsciente es exactamente semejante a un deseo conscien
te, salvo en que no es consciente’. Lo cual traiciona la misma
81
posición adoptada; el espíritu sería específicamente cons
ciente, por consecuencia todo lo que es mental debe ser con
cebido en términos de conciencia, incluso si no es ello mis
mo consciente” (ibíd., p. 47).
En sus Lecciones de Cambridge de 1932-1935, Wittgenstein
consagra un largo pasaje, que será útil citar integralmente, a
una discusión de lo que hace Freud:
82
mentalmente. El modo psicoanalítico de descubrir por
qué una persona ríe es análogo al de una investigación
estética. Porque la corrección de un análisis estético debe
ser la conformidad de la persona a la que se le propor
ciona el análisis. La diferencia entre una razón y una cau
sa puede ser explicitada del modo siguiente: la investiga
ción de una razón entraña como una parte esencial el
acuerdo del interesado con ella, mientras que la investi
gación de una causa es realizada experimentalmente. [“Eso
sobre lo que el paciente se pone de acuerdo no puede ser
una hipótesis concerniente a la causa de su risa, sino úni
camente el hecho de que tal o cual cosa ha sido la razón
por la cual se ha reído.”] Bien entendido, la persona que
está conforme con la razón no era consciente en el momen
to en que de hecho era su razón. Pero sólo es un modo
de hablar decir que la razón era inconsciente. Puede ser
cómodo hablar de este modo, pero el inconsciente es una
entidad hipotética que extrae su significación de la verifi
cación que tiene las proposiciones. Lo que Freud dice
sobre el inconsciente tiene el aspecto de ser algo científi
co, pero de hecho es simplemente un medio de repre
sentación. No es verdad que hayan sido descubiertas nue
vas regiones del alma, com o sugieren sus escritos. La
exposición de los elementos de un sueño, por ejemplo
un sombrero (que puede querer decir cualquier cosa), es
una exposición de comparaciones. Como en estética, las
cosas son colocadas una al lado de otra, de modo que
exhiban ciertas características. Estas arrojan una luz sobre
nuestro modo de considerar un sueño; hay razones para
el sueño. [Pero su modo de analizar los sueños no es aná
logo a un método que permitiría encontrar las causas de
una enfermedad estomacal.] Es una confusión decir que
una razón es una causa vista desde el interior. Una causa
no es vista ni desde el interior ni desde el exterior. Es des
cubierta por la experiencia. [Permitiendo a alguien des
cubrir las razones de la risa el psicoanálisis proporciona]
únicamente una representación del proceso31.
83
Este texto condensa él solo todas las objeciones esencia
les que Wittgenstein formula contra la empresa de Freud o,
quizá, más exactamente, contra la manera en que Freud
mismo comprende, describe y justifica la empresa en cues
tión. Volveré más tarde de modo detallado sobre el pro
blema de la confusión entre las razones y las causas, que,
en cierto modo, es, a los ojos de W ittgenstein, la confu
sión filosófica por excelencia. Lo que me interesa por el
momento es únicamente su manera de sugerir que la hipó
tesis es únicam ente un modo de hablar, del que podría
mos en principio vernos dispensados sin, por lo tanto,
tener que negar lo que Freud dice realmente. Podría pen
sarse que la crítica de Wittgenstein es indebidamente radi
cal por el modo en que flirteaba en esa época con el “prin
cipio de verificación” (la idea de que la significación de
una proposición es su m étodo de verificación). Pero las
Conversaciones sobre Freud repiten exactamente lo mismo,
a saber, que el psicoanálisis, en cuanto se presenta como
una disciplina experimental, no satisface, por motivos que
no son accidentales sino intrínsecos, ninguna de las con
diciones propias de una disciplina de este tipo. Las pro
posiciones en las cuales se trata del inconsciente sólo reci
birían una significación en tanto que adoptaran criterios
de verificación (experimental); y, según W ittgenstein, no
es esto lo que sucede.
Lo que dice Wittgenstein es que el hecho de explicar la
conducta de alguien por razones inconscientes no intro
duce ninguna innovación teórica radical respecto a las cosas
que hacemos corrientemente, y no corresponde de ningún
modo al descubrimiento de regiones del alma hasta ahora
desconocidas Qa “parte sumergida” del iceberg mental). Es
perfectamente posible, y legítimo, decir que Freud ha con
seguido explicar ciertos aspectos de nuestra conducta por
razones inconscientes, si se entiende por éstas simplemente
que 1) no eran conscientes en el momento considerado,
2) pueden ser reconocidas, sin embargo, por la persona
concernida como habiendo sido sus razones al término de
un proceso del tipo descrito por Freud. Decir que las razo
nes en cuestión eran inconscientes y han actuado incons
cientemente parece una hipótesis, pero no es en realidad
84
sino un m od o cóm od o, pero tramposo, de describir el resul
tado al que h e m o s llegado. Lo q u e haría de la “h ip ó te sis”
algo m ás q u e u n sim p le m o d o de p resen tación d e h ech o s
es la posibilidad de una verificación experimental; pero pre
cisa m en te ésta n o ex iste, en d etrim en to d e la im p resió n
que da Freud de haber b u sca d o y acertado en el estab leci
m ie n to ex p erim en ta l d e la e x iste n c ia d e lo q u e llam a el
“in c o n sc ie n te ”.
W ittgen stein n o d ice otra cosa en el Cuaderno azul, d o n
de compara las d iscu sion es sobre el problem a de la realidad
del inconscien te a las que tienen lugar entre los realistas, los
idealistas y los solipsistas y, de m o d o general, entre aquellos
que están en desacuerdo sobre la adopción de un sistem a de
n o tación d e u n tipo in éd ito , qu e lo s u n o s p ro p o n en y los
otros recusan, creyendo estar en desacuerdo sobre h ech o s
esenciales:
85
Porque si no quieren hablar de “pensamiento incons
ciente” tampoco deberían utilizar la expresión “pen
samiento consciente”32.
32 The Blue and Brown Books, B. Blackwell, Oxford, 1958, pp. 57-58
(trad. cast., Los cuadernos a zu ly marrón, Tecnos, Madrid, 1984).
86
de muelas pero que no lo sé? No hay aquí nada erróneo,
se trata simplemente de una nueva terminología y puede
en cada momento ser retraducida al lenguaje ordinario.
Por otro lado, aquí se está utilizando, es evidente, el tér
mino “saber” de un modo nuevo (ibíd., p. 23).
87
malmente quienes piensan que no hay nada que podamos
llamar “mental” entre lo consciente y lo que es puramente
neurofisiológico u orgánico (y, así, “inconsciente” única
mente en el sentido en que no somos conscientes de la exis
tencia de una caries dental que no se traduce en algún dolor).
Pero Wittgenstein quiere decir que podemos encontrar razo
nes para decir, en ciertos casos, que tenemos un dolor, aun
que no tengamos conciencia de él. Después de todo, pode
mos vacilar en la cuestión de saber si debemos decir que
una anestesia suprime el dolor mismo o, al contrario, que
el dolor está ahí, pero que estamos incapacitados de perci
birlo. Sea lo que sea, es perfectamente posible, pues, darle
un sentido a la idea de pensamientos que se tienen sin ser
consciente de que se tienen y es bastante difícil evitar hacer
lo. Como dice Leibniz: “Las ideas están en Dios desde toda
la eternidad, y están en nosotros antes de que pensemos
actualmente en ellas [...]. Si alguno las quiere tomar por pen
samientos actuales de los hombres, le está permitido, pero
entonces se opondrá sin motivo al lenguaje recibido”33. Para
Leibniz, lo que se llama “tener una idea” es fundamental
mente algo de la índole de una facultad o una disposición,
y no de un estado mental consciente: “La idea [...] consis
te para nosotros no en un cierto acto del pensamiento, sino
en una facultad, y puede decirse que tenemos la idea de algo
incluso cuando no pensamos en ella, con tal de que poda
mos pensar en ella si se presenta la ocasión”34. Freud dice
que: “La contestación que se opone al inconsciente se vol
vería completamente incomprensible si tomamos en consi
deración todos nuestros recuerdos latentes” (Das Unbewusste,
p. 126). Pero estamos tentados de responder, precisamen
te, que en este sentido el inconsciente ha sido siempre admi
tido. Como dice Leibniz: “Una [...] cosa es retener, y otra
recordar, porque las cosas que retenemos no son siempre
88
las cosas de las que nos acordamos, a menos que seamos
avisados por algún medio”35.
Como acabamos de ver, Wittgenstein sostiene que Freud
ha realmente descubierto algo en el dominio de la psicolo
gía, a saber, “reacciones psicológicas” de un tipo inédito, y,
por lo demás, simplemente ha inventado y pretendido impo
ner un sistema de notación que permitiría redescribir toda
la vida psíquica teniendo en cuenta estos nuevos elementos.
El lenguaje del inconsciente no dice, sin embargo, nada sobre
los hechos concernidos que no pueda ser retranscrito, en
principio, en la notación tradicional. Lo que el psicoanálisis
ha descubierto no es, ciertamente, el hecho de que las razo
nes puedan ser desconocidas para el que las tiene, puesto
que nosotros explicamos ya corrientemente las acciones de
alguien por razones de este tipo. Por la puesta a punto de
una técnica que permite obtener del sujeto el reconocimiento
de que ha tenido motivos inconfesables o, en todo caso, difí
cilmente confesables, algo que le habría sido imposible acep
tar al comienzo, nos ha proporcionado, simplemente, nue
vos criterios o nuevas razones que permiten decir que la
conducta de alguien ha sido determinada de un modo que
él ignoraba, o sea, por motivos de los que no era conscien
te. Como lo hace notar David Archard, una declaración como
“Ahora veo que durante todo este tiempo he detestado incons
cientemente a mi padre y que era esta aversión inconscien
te la que explica mi necesidad obsesiva de robar de modo
repetido”, puede significar dos cosas bien diferentes:
89
siempre he tenido y de los que ahora he llegado a ser
consciente”. La primera interpretación corresponde a la
atribución de una razón inconsciente efectuada en ter
cera persona; la segunda a un reconocimiento en pri
mera persona36.
90
del hecho de que ha descubierto la existencia de una razón
que estaba ahí, y que ha actuado durante todo este tiempo
sin saberlo él? Sólo una confusión de las razones y las cau
sas permite aquí, según Wittgenstein, tratar una razón como
se haría con una causa permanente de la que se ha descu
bierto, por los métodos utilizados en casos de este tipo, que
estaba presente y activa durante el período concernido.
Hacker contrasta el papel que desempeña la analogía en
dominios como la estética y la historia del arte con el que es
susceptible de representar en la ciencia empírica. Una analo
gía del primer tipo consiste en comparar la arquitectura con
un lenguaje e intentar explicitar el vocabulario y la gramática
de ese lenguaje. A pesar de su incontestable fecundidad no
puede, sin embargo, poner a esta analogía sobre el mismo pla
no que, por ejemplo, la analogía hidrodinámica, que ha con
tribuido en gran parte a los progresos realizados en la teoría
de la electricidad. Una analogía como la analogía lingüística
utilizada en arquitectura “no engendra hipótesis que puedan
ser comprobadas en experiencias y tampoco produce una teo
ría que pueda predecir sucesos. La comprensión que resulta
de una analogía de este tipo no es el resultado de una nueva
información y tampoco conduce a nuevos descubrimientos
empíricos. No conduce a la formulación de inéditas cuestio
nes factuales a las cuales pueda, después, ser aportada una
respuesta mediante una investigación empírica suplementa
ria. Es una nueva forma de descripción que implica una reor
ganización de hechos familiares. Instaura conexiones forma
les entre descripciones de rasgos arquitectónicos y
caracterizaciones de rasgos lingüísticos. A partir de aquí pode
mos decir con sentido respecto de características arquitectó
nicas: ‘Esto tiene un sentido (o es un sinsentido)’, ‘es retóri
ca (o es am puloso)’, ‘es espiritual (o ambiguo)’, ‘es un
solecismo’, etc. Los vemos bajo el aspecto del concepto ana
lógico. Esta es una característica particularmente evidente de
la crítica y de la descripción estética”37. Lo que hace Freud
91
consiste, según Wittgenstein, esencialmente en proponemos
“buenas analogías”. Pero estas analogías de nuevo cuño son
más bien del tipo de las que utilizan los historiadores del arte
y los críticos de arte, y no de las que emplean los físicos. En
el lenguaje de Hacker (ibíd., p. 487), no se puede decir que
sean, como las segundas, model-generating, sino, simplemen
te, como las primeras, aspect-seing Es, en todo caso, claro que
Wittgenstein las considera de esta manera.
Según una interpretación defendida por ciertos filósofos
anglosajones y que, a veces, dice provenir de las ideas de
Wittgenstein, las explicaciones psicoanalíticas no son fun
damentalmente diferentes de las explicaciones que damos,
en la vida ordinaria, de las actitudes y los comportamientos
humanos, normales o más o menos raros, que observamos.
La principal diferencia consiste en el hecho de que los de
seos, las intenciones, los motivos, etc., invocados por el psi
coanálisis son inconscientes y no pueden ser hechos cons
cientes sino en determinadas condiciones, las cuales implican
otra cosa, y mucho más, que un simple esfuerzo de atención
o de reflexión por parte de la persona concernida. Pero esto
no es tan considerable como podría parecer a primera vista
si admitimos que pertenece a la naturaleza de las razones
inconscientes poder, en principio, ser reconocidas como
tales, pues, para ellas, como diría Wittgenstein, es esencial
mente el hecho de ser reconocidas lo que las convierte en
razones. Si esto fuese así, nada nos obligaría a postular, por
razones de este tipo, la existencia de un lugar llamado
“inconsciente” en el cual son disimuladas (con otros ele
mentos de naturaleza diversa), esperando ser eventualmen
te autorizadas a aparecer sin ningún disfraz a la conciencia
del sujeto. De lo cual resulta que el único uso del vocabu
lario del inconsciente realmente esencial es el uso adjetivo
o adverbial, algo que ya está ampliamente reconocido por el
lenguaje ordinario: “Allí donde los freudianos se equivocan,
según esta concepción, es cuando hablan de un ‘espíritu
inconsciente’, al cual pertenecerían ciertos elementos, y cuan
do emplean un lenguaje causal para explicar su relación con
el comportamiento corriente. Se cree, como algo evidente,
que es necesario introducir de manera gratuita una dudosa
entidad, llamada ‘el inconsciente’, en tanto lo único que se
92
requiere está constituido por los usos adjetivos y adver
biales de ‘inconsciente’ para calificar al elemento mental
empleado en las explicaciones del comportamiento que da
el sentido común. El uso coherente del adjetivo, ‘incons
ciente’, no necesita la introducción de un nombre, que, en
sí mismo, plantea problemas filosóficos serios y, tal vez,
insolubles” (ibíd., pp. 125-126).
Como lo destaca Archard, el inconveniente de una con
cepción de este tipo es que da la impresión de no poder
dar cuenta de la distinción esencial que tiene que efectuar
entre lo que ha sido simplemente eliminado del campo de
la conciencia y lo que ahí ha sido reprimido. Ciertos ele
mentos sólo han sido temporalmente excluidos de la con
ciencia y pueden ser traídos de nuevo a ella con una rela
tiva facilidad, por procedim ientos que el propio sujeto
domina relativamente bien; otros están radicalmente exclui
dos de la conciencia, pero ejercen, sin embargo, una acción
continua sobre el comportamiento. ¿No dice Freud, en un
momento dado, que lo que hace irrefutable la teoría que
propone “es que ha encontrado en la técnica psicoanalíti-
ca un medio que permite vencer la fuerza de oposición y
conducir a la conciencia las representaciones inconscien
tes” (Le moi et le ga, p. 181)? El psicoanalista dirá, proba
blemente, que experimenta de un modo más o menos lite
ral, a lo largo del análisis, la acción de una resistencia que
mantiene las representaciones concernidas a distancia de
la conciencia; y es, en cierto modo, el hecho de que haya
conseguido anular los efectos de esa fuerza lo que demues
tra que la ha suprimido. Siendo así, una vez que se ha admi
tido que la reflexión no es el instrumento apropiado para
alcanzar ese resultado, existe el riesgo de que haya aquí una
cierta circularidad en la especificación de las condiciones
que deben cumplirse antes de que los individuos puedan
volverse conscientes de las razones inconscientes (reprimi
das) de su acción: “Si los individuos no estuviesen impe
didos por sus neurosis, podrían reconocer las razones
inconscientes de su comportamiento. Pero en este caso el
comportamiento neurótico lo es precisamente porque las
razones inconscientes no pueden ser reconocidas” (Archard,
op. cit., p. 126). La curación del comportamiento neuróti
93
co es obtenida por la producción de las condiciones de
posibilidad de ese reconocimiento; condiciones que han
permitido identificar la imposibilidad de ese reconocimiento,
y a fin de cuentas, revelar aquello que desde el comienzo
hacía padecer realmente al paciente.
Si es verdad que puede haber buenas razones para hablar
de pensamientos, deseos, voluntades e incluso, quizá, de
dolores que se tienen sin saber que se tienen, lo que parece
ser problemático es el paso de “él quería inconscientemen
te (es decir, sin saberlo) matar a su padre” a “su inconscien
te quería que matara (o quería hacerle matar) a su padre”.
“Imaginad, escribe Wittgenstein, un lenguaje en el cual, en
lugar de decir ‘No he encontrado a nadie en la habitación,
se dijera ‘He encontrado M. persona en la habitación’. Ima
ginad los problemas filosóficos que resultarían de esta con
vención. Ciertos filósofos educados en este lenguaje tendrían
probablemente el sentimiento de que no encuentran la simi
litud de las expresiones ‘M. persona’ y ‘M. Smith’” (The Blue
Book, p. 69). Del mismo modo, ciertos filósofos que han sido
educados en el lenguaje de la cultura psicoanalítica podrían
darse cuenta un día de que no aprecian la semejanza que
existe entre “El inconsciente” y un sustantivo de tipo ordi
nario. En otro lugar Wittgenstein sugiere igualmente que:
“Podríamos imaginar un uso del lenguaje en el que no se dice
‘Ignoramos quién ha hecho esto’, sino ‘ un M. ignorado lo
ha hecho’ -para no verse obligado a decir que no sabemos
algo-”38. Los problemas filosóficos que resultarían de la adop
ción de convenciones de este tipo serían comparables, ente
ramente, a las que engendra la decisión de emplear el tér
mino “inconsciente” de modo sustantivo y el uso, convertido
en corriente, del sustantivo “el inconsciente”39. Decir que t.
inconsciente hace tal o cual cosa (por ejemplo, que se expre
sa de tal o cual manera) es, en primer lugar, lo que nos
permite evitar decir que no sabemos quién (o qué) ha hecho
94
esa cosa. Toda acción tiene, en efecto, que tener algo más
que una causa, a saber: un autor; y las acciones extrañas no
pueden tener un autor de un tipo ordinario. Lo que arriesga
volverse propiamente mitológico en nuestra idea del incons
ciente es la representación de un agente oculto que tiene sus
propios deseos, voluntades, motivos, intenciones, finalida
des, astucias y estrategias, que está en disposición de alcan
zar sus objetivos con una inteligencia, una habilidad y una
seguridad a menudo muy superior a la persona a la que per
tenece, y que, además, aún ignorando en principio la lógica
y sus reglas, se revela, sin embargo, capaz de efectuar razo
namientos de una gran sutilidad. El principio de la mitolo-
gización reside en nuestra necesidad de encontrar, para todo
lo que ha sido hecho, alguien o algo que lo haya hecho, de
tal modo que, que cuando la acción ha sido realizada
“inconscientemente” y no puede, en consecuencia, tener
por autor al sujeto consciente, se está tentado de buscarle
otro autor, que no es, a su vez, difícil de concebir como un
agente consciente que sabe perfectamente lo que hace, bien
que la persona concernida no lo sepa. Tanto como los psi
coanalistas podrían estar tentados de creer, según W itt-
genstein, que han descubierto pensamientos conscientes
que son inconscientes, podría sospecharse que han creído
descubrir un agente consciente e incluso más que consciente
(el inconsciente), que precisamente no es consciente.
Wittgenstein subraya que, a propósito del conflicto entre
las diferentes “instancias”, que en el juego de engaños que
tiene lugar entre el inconsciente y la censura, a menudo es
difícil decir cuál es realmente el engañado: “[...] La mayor
parte de los sueños que Freud considera tiene que ser mira
dos como realizaciones camufladas de deseos; y en esos casos
no satisfacen simplemente un deseo. Ex hypothesi, no está
permitido al deseo ser satisfecho, y en lugar de eso algo dis
tinto lo convierte en objeto de una alucinación. Si el deseo
es engañado de esa manera, entonces el sueño difícilmente
puede ser calificado de algo que lo satisficiera. Se vuelve igual
mente imposible decir si es el deseo o el censor el que resul
ta engañado. Aparentemente los dos lo son, y el resultado es
que ninguno de los dos alcanza su satisfacción. De tal mane
ra que el sueño no es una satisfacción, bajo una modalidad
95
alucinatoria, de lo que sea” (Lectures and Conversations,
p. 47). En la Revisión der Traumlehre (1933), Freud propone,
para dar cuenta de la excepción que representan los casos
de sueños traumáticos, afirmar, más bien, que “el sueño es
el intento de realización de un deseo”. En ciertos casos, “el
sueño no puede realizar su intención sino de un modo muy
imperfecto o debe simplemente abandonarla”40. Wittgens-
tein se pregunta, sobre todo, si lo que debería decirse es que
el sueño no puede ser, en el mejor de los casos, sino una ten
tativa de realización de un deseo y la acción de la censura
una tentativa hecha para impedirla.
Cuando Freud dice, a propósito de Dostoievsky, que los
ataques epilépticos que padecía en su juventud se explican
por una identificación con la persona de su padre, al que
habría querido matar para reemplazarlo, un deseo por el
que se castigaba muriendo de algún modo bajo la forma de
su propio padre41, es tremendamente difícil saber dónde se
encuentran en este asunto, respectivamente, el engañador y
el engañado. Como indica Cioffi, lo que hace Freud en estos
casos se parece mucho a la construcción de objetos imposi
bles del mismo tipo que los de Escher y, en otro género tan
fascinantes como los suyos42. De modo más general, puede
plantearse la cuestión de saber en qué medida el incons
ciente, que busca expresarse, pero que no puede hacerlo sino
por medio de desvíos y bajo los disfraces que le impone la
censura, tiene verdadero éxito a la hora de hacerlo y en qué
medida la censura tiene éxito en impedirlo. Es verdad que
esto es exactamente lo que cabe esperar cuando es alcanza
do un compromiso entre exigencias que son siempre incom
patibles. El sueño, por ejemplo, es descrito como el resulta
do de una suerte de transacción llevada a cabo por dos
96
instancias entre las que se interpone, por otra parte, la cen
sura, una de ellas habla en nombre del deseo de continuar
durmiendo y la otra en nombre de un deseo al que se le pro
híbe ser satisfecho de modo explícito y directo. O aún, como
también lo dice Freud, es la resultante de dos fuerzas anta
gónicas, una que produce el deseo expresado por el sueño
y la o tra que ej erce una censura sobre el deseo así expresa
do. Wittgenstein no replica que no se puedan ver las cosas
de esta manera. Se pregunta, simplemente, si el hecho de
que aceptemos tan de buena gana este modo de describirlas
prueba algo en favor de la realidad de las entidades y proce
sos que postula.
En una anterior conversación, subraya, a propósito
del uso que hace Freud del lenguaje de las “instancias
psíquicas” conflictivas: “Habla de remontar la resistencia.
Una ‘instancia’ es mistificada por otra ‘instancia’ [precisa
Rhees: en el sentido en que hablamos de un ‘tribunal de
instancia superior’ que tiene autoridad para revisar el jui
cio de un tribunal inferior]. El analista supone que es más
fuerte, capaz de combatir y de remontar la mistificación de
la instancia. Pero no hay medio alguno de mostrar que el
resultado entero del análisis no pueda ser una ‘mistifica
ción’ (‘ilusión’). Se trata de algo que la gente está inclina
da a aceptar y que hace más fácil para ellos seguir ciertos
caminos: hace de ciertos modos de comportarse algo natu
ral . Han abandonado una manera de pensar y han adop ta-
do otra” (Lectures and Conversations, pp. 44-45). Es quizá,
después de todo, como si una ilusión del mismo tipo que
el sueño se hubiese engendrado en los que aceptan la expli
cación por el triunfo conseguido con la ayuda del psicoa
nálisis sobre la censura que inicialmente oponíamos a algún
deseo inconfesado. Aún cuando Freud está persuadido de
haber acertado a sacar a la luz, por procedimientos que son
los de la ciencia rigurosa, una verdad que, como la mayor
parte de las verdades científicas, no tiene nada de particu
larmente agradable y puede incluso ser inaceptable para la
mayor parte de la gente, Wittgenstein piensa que las expli
caciones que da no tienen a su favor sino el hecho de que
corresponden a un modo de pensar que, cuando nos es
propuesto, nos parece extremadamente natural y puede ser
97
aceptado con facilidad, incluso con ardor. Pero nada de esto
prueba que las cosas no podrían ser consideradas de un
modo muy distinto: “¿Podemos decir que hemos puesto al
desnudo la naturaleza esencial del espíritu? ‘Formación de
concepto’. ¿Es que todo esto no podría ser tratado dife
rentemente?” (ibíd., p. 45). El error de Freud es imaginar
se que ha hecho algo más que formar conceptos o trans
formar los que ya teníamos de un modo que está en línea
con el sentido de ciertas de nuestras más naturales incli
naciones. Una disciplina como la física, por ejemplo, acier
ta a construir teoría y a enunciar leyes que son justificadas,
cuando lo son realmente, por algo que es bien distinto de
una simple actitud para satisfacer una demanda de ese tipo.
El psicoanálisis no es quizá, exactamente, como lo sugiere
Kraus, la misma enfermedad mental de la que considera ser
su terapia; pero podría ocurrir que en una parte esencial
satisficiera un deseo que no es exactamente el que él cree,
y no, desde luego, el de conocer, por fin, la verdad sobre la
naturaleza y el funcionamiento de nuestro espíritu. Dicho
de otro modo, si Freud demuestra una gran imaginación
en la realización de su proyecto, carece, al contrario, de ella
cuando repite que las explicaciones que proporciona son
las únicas que puede ser consideradas para dar cuenta de
los hechos. Decide, así, que la forma de pensar que nos
sugiere es la única posible.
Ciertas de las críticas que Wittgenstein formula contra la
teoría de las instancias están, sin duda, bastante próximas a
las de Sartre y podría dar la impresión de que ambas repo
san sobre el mismo tipo de incomprensión. Sartre interpre
ta la construcción de Freud como si únicamente hubiese
añadido al yo consciente un segundo y extraño yo, el cual
no puede ser representado de otro modo que dotado de algu
na forma de conciencia. Como dice Archard, “es muy pro
bable que Sartre haya leído a Freud como si éste describie
ra al espíritu hum ano en término de personalidades
múltiples” (op. cit., p. 131). Evidentemente no es así como
Freud veía las cosas. Para él, el inconsciente no era una suer
te de doble de lo consciente. El consciente y el inconscien
te son sistemas de fuerzas heterogéneas y conflictivas que
obedecen a principios completamente diferentes: “El incons-
98
cíente no es considerado por Freud como una otra o una
segunda conciencia; fundamentalmente es, aunque deter
minante de ella, otra respecto a la conciencia. Afirmando
que hay un inconsciente, Freud no utiliza datos que hablen
en favor de la existencia de un agente mental razonante,
separado, en cada uno de nosotros. Lo que sería verdad es,
más bien, la existencia de procesos psíquicamente eficaces
que son de una naturaleza radicalmente diferente de la de
los procesos de los que somos inmediatamente conscientes;
procesos cuya existencia tiene que ser inferida de datos pre
cisos proporcionados por los segundos” (ibíd., p. 35). Por
eso la distinción importante no es la que Freud había esta
blecido inicialmente, diferenciando el consciente, el pre
consciente y el inconsciente, que no tenía sino un “valor de
índice”, sino la que hay entre el proceso primario, que carac
teriza el funcionamiento del inconsciente en su conjunto, y
el proceso secundario, que caracteriza al del yo precons
ciente. Aunque no deja de ser cierto que Freud, regularmente,
caracteriza la intervención del inconsciente como algo que
supuestamente no es, a saber: como un agente mental dis
tinto cuyo comportamiento se asemeja en muchos puntos
al de su homólogo consciente. Por ejemplo, así describe la
posición que ocupa el psicoanalista respecto al enfermo
durante la cura: “El médico analítico y el yo debilitado del
enfermo deben, apoyándose sobre el mundo exterior real,
formar un equipo contra los enemigos, las exigencias pul-
sionales del ello y las exigencias de conciencia del superyó”
(Abriss der Psychoanalyse, p. 32). No es del todo cierto que
el modo de expresión antropomórfico que emplea especial
mente, aunque no sólo, en sus exposiciones de índole “popu
lar”, para describir la confrontación entre los diferentes pro
tagonistas del conflicto que se trata de regular con la ayuda
del psicoanalista, pueda ser entendido como una simple
metáfora de la que sería posible, al menos en teoría, dis
pensarse completamente. Desempeña en todo esto un papel
mucho más esencial. Freud ciertamente descarta, en princi
pio, la posibilidad de asimilar la hipótesis del inconsciente
a la postulación de un segundo yo o de una segunda con
ciencia. Pero es difícil de comprender la explicación que da
de fenómenos normales o patológicos como la neurosis, el
99
sueño, los lapsus, los actos fallidos, los chistes43, etc. de otra
manera que en el lenguaje de las relaciones interpersonales
conflictivas, es decir, de otro modo que como un enfrenta
miento que termina con una transacción aceptable para las
dos partes entre dos agentes personales que se oponen en
el interior de la misma persona. Si se acepta la idea freudia-
na de que los procesos inconscientes ocupan respecto a la
conciencia una posición comparable a la de los objetos físi
cos que tienen una existencia objetiva, pero que no perci
bimos, ¿no debemos decir que tenemos aquí un ejemplo
típico de proyección animista, en el peor sentido del térmi
no, efectuada sobre una realidad en principio exterior o, en
todo caso, que hay una contradicción entre lo que esos obje
tos suponen ser (el equivalente de objetos materiales no per
cibidos) y lo que son? Lo que es contestable en la manera
de proceder de Freud, desde el punto de vista de Wittgens-
tein, no es, ciertamente, como a veces se cree, la reificación,
sino la personificación del inconsciente y, de modo más gene
ral, de los componentes subpersonales de la personalidad.
En la Psicopatobgía de la vida cotidiana, por ejemplo, Freud
afirma que es imposible que un número (o un nombre pro
pio) sean escogidos realmente al azar. Recuerda que escri
biendo a un amigo para decirle que había terminado la correc
ción de pruebas de la Traumdeutung, y que había tomado la
determinación de no cambiar nada más en texto, le señaló
“debe tener 2.467 faltas”, y después le propone una demos
tración de que, más allá de las apariencias, no había nada de
arbitrario en la elección de ese particular número: “Encuen
tras en mi carta el número 2.467, expresando la estimación
100
arbitrariamente exagerada de faltas que he podido dejar en
mi libro sobre los sueños. Ahora bien, en la vida psíquica,
no hay nada de arbitrario, de indeterminado. Así tienes dere
cho a suponer que el inconsciente ha tomado el cuidado de
determinar el número lanzado por el consciente” (p. 260).
Lo que aquí es sugerido es que, incluso si el consciente no
ha escogido, el inconsciente se encarga de hacerlo (incons
cientemente) en función de razones que le son propias. La
elección no tiene razones conscientes, bien que haya podi
do ser determinada enteramente por causas ignoradas por el
sujeto, pues había razones (y no simplemente causas) incons
cientes. Freud concluye la explicación que ha encontrado
para este caso afirmando: “Tengo, así, el derecho de decir
que incluso este número, 2.467, lanzado sin ninguna inten
ción, ha sido determinado por razones nacidas en el incons
ciente” (p. 261).
Los comentadores y los críticos de Freud han subrayado,
desde hace mucho tiempo, que una de las razones esencia
les de la dificultad que experimentó en la construcción de
un modelo estable y satisfactorio de la naturaleza del espíri
tu proviene de la oscilación frecuente, y de la tensión cons
tante, entre dos analogías o dos paradigmas, uno, el de la
mecánica, que le parecía corresponder a lo que debe ser una
aproximación científica impersonal de los fenómenos con
cernidos, y otro, el paradigma antropomórfico, que le lleva
habitualmente del lado de lo que Wittgenstein llama mito
logía. En ciertos momentos, el funcionamiento del incons
ciente es descrito como obedeciendo a leyes objetivas, de
tipo puramente mecánico, otras el inconsciente se haya inves
tido de propiedades psicológicas del mismo tipo que las de
la persona a la que pertenece, y acredita un comportamien
to intencional e inteligente que da la impresión de no poder
pertenecer, en principio, sino .a uitagente-conscienie. En el
segundo caso desempeña el papel de un “homúnculo” al que
le son aplicados los conceptos que, en principio, sólo tienen
sentido en el nivel de la persona considerada como un todo.
Como lo destacan ciertas críticas, tal y como soy yo, y no mi
mano, quien firma un cheque, cosas como la censura, la
represión, etc., si tienen un autor, no pueden ser referidas
sino a la persona entera, y no deberían ser consideradas como
101
algo ejercido por una parte de su cerebro o de su espíritu, se
trate del yo, del superyó o de otra cosa. En el lenguaje de
Dennett, podríamos decir que, a pesar de su estatuto en prin
cipio subpersonal, ^1 inconsciente es descrito habitualmen
te en términos que sólo son aplicables, en todo su rigor, a
un nivel personal445.4 Como dice Archard: “Por un lado, el
inconsciente es un agente psíquico intencional, pero que tie
ne un comportamiento de tipo puramente mecánico; por
otro, el inconsciente es cognitivamente primario, alógico,
constituido por deseos cambiantes e irreflexivos, pero que
hace un uso muy sofisticado del lenguaje” (op. cit., p. 128).
La descripción puramente mecánica, dada en términos de
flujo, distribución y descarga de energía psíquica, parece sepa
rar definitivamente al inconsciente de la esfera intencional,
con la cual, sin embargo, tiene que mantener relaciones esen
ciales y respecto a la cual se considera que desempeña un
papel explicativo fundamental. Y la descripción abiertamen
te intencional nos condena, parece, a cometer lo que Kenny
describe, inspirándose en las indicaciones de Wittgenstein,
como el “error del homúnculo”*5.
102
Como con exactitud lo hace notar Archard, hay una rela
ción directa entre la crítica que consiste en invocar la incom
patibilidad de explicación causal y de explicación intencional
y la que pone de relieve el carácter fundamentalmente ina
propiado de toda tentativa reduccionista de explicación de lo
que es propiamente psíquico o mental a partir de algo pura
mente neurofisiológico: “La explicación causal parece plau
sible en tanto que es, y en la medida en que es, una explica
ción neurofisiológica; al contrario, el lenguaje intencional
parece únicamente apropiado para una explicación de lo que
es irreductiblemente mental o psíquico. Lo que hay que decir
inmediatamente es esto: en primer lugar, la aceptada inade
cuación de las teorías neurofisiológicas de Freud no puede ni
debe considerarse como algo que demuestra el fracaso de toda
explicación reduccionista en tanto que tal; en segundo lugar,
una interpretación dualista de Freud presentaría problemas,
a la vez, en lo que se refiere a su presunto dualismo, y tam
bién como mera interpretación de Freud” (op. cit., p. 130).
En el buen entendido de que sería absurdo y deshones
to reprocharle a Freud no haber resuelto un problema que
es el de todas las teorías o filosofías de la mente, y que nin
guna de ellas, incluso las más “científicas” y las más recien
tes, no han resuelto, por ahora, de un modo realmente satis
factorio. La dificultad con la que se topa es la de todas las
concepciones que se proponen dar cuenta de la intenciona
lidad y de la inteligencia, que se manifiestan a nivel perso
nal, intentando hacerlas emerger de la combinación y de la
cooperación de constituyentes y de agentes en principio inin
teligentes y ciegos (así, en todo caso, es como tienen que
aparecer en el estadio del último análisis, en el cual han sido
eliminados todos los “homúnculos” de los estadios anterio
res) que pertenecen a un nivel subpersonál. A veces se ha
sugerido que Lacan ha resuelto la dificultad que subsiste en
103
Freud, olvidando de una vez por todas las concesiones al
materialismo vulgar, al reduccionismo y al biologismo, y a
los préstamos “desdichados” tomados del lenguaje de la ener
gética y de la causalidad bruta, para concentrarse únicamente
sobre la naturaleza propiamente lingüística del inconscien
te. Al contrario, pienso que no hay nada de esto, por razo
nes que tienen que ver con el hecho de que eso que en Lacan
aparece bajo el nombre de “lenguaje del inconsciente”, o
bien no es aún un lenguaje, o bien nos proporciona única
mente una versión lingüística un poco más sofisticada de la
aporía fundamental. La conclusión de Archard me parece,
sobre este punto, enteramente justificada: “Bien puede ser
irrealista considerar al inconsciente como un agente lingüís
ticamente sofisticado, políglota, culturalmente educado y
superinteligente. Y, en esta medida [...], poco razonable e
inútil aceptar que tal inconsciente existe. Esto puede no ser
incoherente. Lo que es imposible es exigir del lenguaje que,
por ejemplo, las palabras o los significantes estén enteramente
separadas de sus significaciones o significados; que la signi
ficación tenga que encontrarse en las interrelaciones de las
palabras en tanto que palabras. Si efectivamente el psicoa
nálisis exige semejante teoría psicoanalítica del lenguaje y de
la significación, entonces se puede argüir que la teoría psi
coanalítica es incoherente en otro nivel que el de su teoría
de la m ente.[...] Éste podría ser el totalmente involuntario
mérito de la aproximación de Lacan” (p. 132). Si la famosa
“primacía del significante sobre el significado” significa que
el inconsciente no es sensible sino a las propiedades pura
mente fonéticas y sintácticas de los significantes, en tanto
que tales, y los manipula de una manera que corresponde a
lo que denominaríamos un tratamiento puramente formal
(y, así, “mecánico”), el concepto usual de significación no es
realmente aplicable a este nivel. El sentido no puede resul
tar simplemente de las relaciones inestables y de los movi
mientos relativos de los significantes, considerados única
mente como significantes. Reemplazar la energética vulgar
por una dinámica lingüística de la metáfora y de la metoni
mia, de los cambios y los deslizamientos de sentido, etc., y
la causalidad física o psicológica por una forma más abstracta
y más etérea de “causalidad estructural”, no nos acerca más
104
al nivel en el que pueden ser realmente introducidas nocio
nes como la de intencionalidad y de significación propia
mente dichas.
Si se considera que la esencia del lenguaje es ser una acti
vidad gobernada por reglas, el lenguaje formal del incons
ciente no es un lenguaje, porque las “leyes lingüísticas” a las
cuales obedece no pueden ser sino leyes de tipo causal, y no
reglas. De lo que precisa Lacan es de un sistema que fun
cione “como un lenguaje”, es decir; por la aplicación de reglas,
pero lo que de hecho propone no es sino un mecanismo cau
sal de un tipo peculiar46. El concepto de regla no puede ser,
para Wittgenstein, completamente separado de la idea de un
usuario que conoce y aplica las reglas. Y esto significa que,
o bien el inconsciente no aplica ninguna regla y no habla nin
gún lenguaje, o bien las reglas de las que se trata en este nivel
son aplicables por un agente que las conoce o que es, en
principio, capaz de reconocerlas. Es posible que Baker y Hac-
ker hayan radicalizado bastante la posición de Wittgenstein
cuando han concluido, de sus indicaciones sobre lo que sea
“seguir una regla”, una suerte de refutación anticipada de
todas las teorías contemporáneas del lenguaje construidas
sobre la idea de reglas que el sujeto aplica sin conocerlas, y
que no pueden ser descubiertas sino por el procedimiento
científico que consiste en formular hipótesis y teorías expli
cativas sobre el comportamiento lingüístico47. Pero lo que
resulta claro, si se es sensible a los argumentos de W itt
genstein, es que tiene que concluirse que nociones como las
de significación, uso, regla, corrección (e incorrección), etc.,
no son aplicables al tipo de actividad “lingüística” que efec
túa, según Lacan, al nivel del inconsciente o en el incons
ciente. No es pues, con seguridad, su común interés por el
lenguaje y la importancia central que atribuyen a la proble
mática del lenguaje para la comprensión de los fenómenos
105
mentales (conscientes o inconscientes), aquello que puede
autorizar un acercamiento entre estos dos pensadores. Hay,
al contrario, buenas razones para concluir, como hace Gra-
hame Lock, que: “W ittgenstein es el ‘discípulo’ de Freud
que no parece hacer otra cosa que promover objeciones con
tra su maestro. Lacan es el ‘discípulo’ de Freud que preten
de imponer un retomo a la ortodoxia freudiana. La cuestión
que, sin embargo, permanece abierta es la de saber cuál de
los dos pensadores es el que se puede considerar más pró
ximo del espíritu de la obra de Freud. Lo que, en todo caso,
podemos decir es que respecto al Lacan de los años seten
ta, al menos, Wittgenstein (que murió en 1951) podría ser
denominado un anti-Lacan avant la lettre” (op. á t.,p . 176).
106
Capítulo 3
La “pulsión de generalidad” o filósofo sin saberlo
La filosofía no se opone a la ciencia, ella misma se
comporta com o una ciencia, trabaja en parte con los
mismos métodos, pero se aleja de ella aferrándose a k
ilusión de que puede proporcionar una imagen del
mundo sin lagunas y de una sola pieza, la cual no pue
de sino derrumbarse en cada nuevo progreso de nues
tro saber. Desde el punto de vista m etodológico, se
extravía al sobrestimar el valor cognoscitivo de nuestras
operaciones lógicas, aunque, eventualmente, reconoce
otras fuentes de saber, como la intuición [S. Freud, Nei*
Folge der Vorlesungen zur Einführung in der Psychoanah-
se (1933)].
108
mejorar al máximo la potencia de nuestros órganos sen
soriales, pero no cabe esperar que todos los esfuerzos
de este tipo cambien algo en el resultado final. Lo real
permanecerá siempre “incognoscible”. [...] Hemos
encontrado los medios técnicos que permiten colmar
las lagunas de nuestros fenómenos conscientes, de los
que, en consecuencia, nos servimos com o los físicos
experimentales. Por este procedimiento inferimos un
cierto núm ero de procesos que son ellos m ism os
“incognoscibles”, los interpolamos en los fenómenos
de los que som os conscientes y cuando, por ejemplo,
decimos que en este punto ha intervenido un recuer
do inconsciente queremos precisamente decir: en este
punto se ha producido algo que es para nosotros impo
sible de aprehender, pero que, si hubiese alcanzado
nuestra conciencia, no habría podido ser descrito sino
de tal o de cual manera48.
109
“modelos” para la teoría), no está en modo alguno conde
nada a describir los objetos en cuestión en los términos que
emplearíamos para describirlos si los percibiésemos tal y
como son. Al contrario, dispone de medios para caracteri
zarlos que son independientes de toda referencia a cualquier
posibilidad perceptiva. Además, ciertos de esos objetos son
tales que no solamente en la práctica, sino también en prin
cipio y por naturaleza, son incapaces de proponerse como
objetos de cualquier tipo de percepción. Son, pues, muy dife
rentes de los procesos inconscientes, en tanto su descripción
permanece, dice Freud, fundamentalmente dependiente del
lenguaje empleado para los procesos conscientes, de los que
constituyen los supuestos análogos. La teorización psicoa-
nalítica permanece, así, en último análisis, suspendida, por
razones esenciales, del hecho irreductible e inexplicado de
la conciencia, de un modo que no parece tener ningún equi
valente exacto en el caso de una ciencia como la física.
El escaso entusiasmo que manifiesta W ittgenstein, de
modo general, por la ciencia y por una forma de cultura
dominada, hasta el punto en que lo está la nuestra, por el
modo de pensar científico, incita a veces a suponer que su
concepto de lo que, de manera general, es la ciencia podría
haber sido mucho más complaciente o más holgado que el
de los miembros del Círculo de Viena o el de Popper. El
diagnóstico que formula sobre el caso del psicoanálisis bas
ta, sin embargo, para mostrar que no hay nada de esto. Igual
que en Popper, es esencialmente por referencia al ejemplo
de la física como resultan juzgadas las pretensiones del psi
coanálisis de poseer el estatuto de una ciencia experimen
tal; y el veredicto no es menos severo, incluso si los argu
mentos son diferentes y el juicio final más positivo. También
W ittgenstein considera algo evidente que hay, pese a lo
que piensa Freud, un m undo entre lo que éste hace y
lo que hacen los científicos de las disciplinas a las que se
refiere. Y, contrariamente a lo que a algunos les gustaría creer
todo indica que Wittgenstein no era más tolerante sino pro
bablemente más rigorista que ciertos de los miembros de.
Círculo de Viena, en lo que concierne a la actitud que se
puede adoptar respecto de ciertas formas típicas de pseu-
do-ciencia. Neider recuerda que el incidente que consume
110
la ruptura de Wittgenstein con Camap fue el descubrimiento
en su biblioteca de una obra de Schrenck-Notzing con
sagrada al estudio de ciertos fenómenos parapsicológicos
(cfr. Gesprách mit Heinrich Neider, p. 23). W ittgenstein no
comprendía en absoluto que uno pudiera interesarse un
solo instante, salvo por mera curiosidad “científica”, por
semejantes absurdidades. Su desconfianza en relación con
las ciencias de la naturaleza no ha significado, jamás, que
creyese en la posibilidad de ciencias de otro upo, que pudie
sen rivalizar con la ciencia oficial utilizando métodos com
pletamente distintos al suyo; como tampoco le resultaba
nada simpática la idea de una “ciencia” filosófica diferente
de la ciencia de los científicos y más profunda que ella.
Anteriormente evoqué el singular contraste que parece
haber existido entre la prudencia (algunos dirían, probable
mente, pusilanimidad) científica de Breuer y el atrevimiento
(o la temeridad) especulativa de Freud. Contrariamente a lo
que se dice a menudo, este elemento ha sido mucho más deter
minante en sus relaciones que la pretendida repugnancia de
Breuer a aceptar la idea de que la sexualidad pueda desempe
ñar un papel esencial en la etiología de la histeria y de las neu
rosis en general. Es Breuer mismo el que subraya que “la gran
mayoría de las neurosis graves en las mujeres provienen del
lecho conyugal” (Studien über Hysterie, p. 199), y que, bien
que los afectos no sexuales del temor, la angustia y el cólera
suscitan la aparición de fenómenos histéricos, sin embargo es
indispensable recordar sin cesar que “el elemento sexual
es mucho más importante y, desde el punto de vista patoló
gico, el más productivo” (ibíd., p. 200); así, la explicación que
ha dado Freud, y que se da generalmente, del desacuerdo cre
ciente y la ruptura final entre ellos dos es, como mínimo, poco
plausible. En todo caso no puede dejar de sorprender ver a
Freud, treinta años más tarde, afirmar: “Leyendo los Estudios
sobre la histeria, mal se podía adivinar la importancia que tie
ne la sexualidad para la etiología de la neurosis”49. Lo que,
111
realmente, ha ocurrido entre él y Breuer es, probablemente,
descrito de modo más exacto diciendo que “la colaboración de
Breuer con Freud finalizó cuando Freud comenzó a sostener
que la sexualidad era la causa esencial de toda histeria y de la
mayor parte de las neurosis” (Sulloway, op. cit., p. 85).
Freud mismo ha explicado que no comprendía muy bien
por qué Breuer “había mantenido en secreto tanto tiempo sus
conocimientos, que me parecían inestimables, en lugar
de añadirlos a la riqueza de la ciencia” (ibíd., p. 52). Lo que
Freud simplemente no entendía era el tipo de escrúpulo
que impedía a Breuer generalizar y publicar lo más rápida
mente posible sus resultados. “La siguiente cuestión, escribe,
era saber si se podía generalizar lo que había descubierto sobre
un solo caso de una enfermedad. El estado de cosas que había
puesto a la luz del día me parecía de índole tan fundamental
que no podía creer que pudiera revelarse ausente en un caso
cualquiera de histeria, una vez que había sido demostrado en
un solo caso. Pero esto es algo que sólo puede ser decidido
por la experiencia” (ibíd.). Una de las características más cons
tantes de la trayectoria de Freud es su convicción de que pue
de bastar el examen de un único caso bien escogido, o un
muy pequeño número de ellos, para acceder inmediatamen
te al conocimiento de lo que es fundamental y esencial, y que
debe necesariamente encontrarse en todos los demás casos.
Freud razona como alguien convencido de que, una vez que
se haya aceptado la buena explicación (la suya), nos daremos
cuenta de que sólo hay un tipo de histeria, de sueño, de lap
sus, de chiste, etc. Se comporta, pues, a ojos de Wittgenstein.
no como haría un científico propiamente dicho, sino más bien
como un filósofo que está convencido de deber y poder expli
car las semejanzas que existen entre una multitud de casos
que pueden, por otra pane, ser muy diferentes unos de otros,
por el reconocimiento (o más bien la postulación) de la exis
tencia de un estado de cosas extremadamente general que les
es común a todos, pero que está escondido a una cierta pro
fundidad bajo la diversidad de las apariencias.
No hay, así, lugar para la sorpresa cuando se ve a Wit:-
genstein comparar habitualmente las proposiciones univer
sales de la teoría freudiana no con las hipótesis científicas de
tipo usual, que piden ser probadas o confirmadas, sino, m i
112
bien, con las generalizaciones que suelen dar lugar a las teo
rías filosóficas más típicas:
113
psicológica. Me parece que mis sueños son siempre una
expresión de mis temores, y no, como creía Freud, de mis
deseos. Podría construir una explicación de los sueños exac
tamente tan inatacable como la de Freud en términos de
temores reprimidos” (Personal Recollections, p. 168). El tipo
de respuesta concreta a la que se espera llegar cuando se tra
ta de identificar la causa de un fenómeno no tiene sentido si
lo que se intenta es explicar un contenido.
En las Notas sobre los colores, Wittgenstein da como ejem
plo de “fenómeno primario”, interpretado de modo dogmá
tico y parcial, la idea ffeudiana del sueño como realización
disfrazada de un deseo: “El ‘Urphánomeri es, por ejemplo,
lo que Freud ha creído reconocer en los sueños más simples.
El Urphánomen es una idea preconcebida que toma pose
sión de nosotros”50. Sobre este punto Freud ha procedido
como Goethe había creído hacerlo en el caso del fenómeno
del color. Habiendo descubierto ejemplos particularmente cla
ros de sueños que podían ser considerados como la realiza
ción camuflada de un deseo, ha postulado que debía encon
trarse necesariamente el mismo fenómeno fundamental
en todos los ejemplos de sueños. Podría decirse, por lo
tanto, en el lenguaje de Goethe, que lo que reprochaba, de
modo general, a Breuer era no ser capaz de inclinarse ante la
evidencia del fenómeno primario y de extraer inmediatamente
de un solo caso particular ejemplar, o de un muy pequeño
número de casos, conclusiones válidas para todos los casos.
Para comprender lo que quiere decir Wittgenstein, puede
ser útil citar una de las más significativas notas que Goethe
hace a propósito del Urphánomen:
El Urphamomen
ideal en tanto que el cognoscible último
real en tanto que conocido
simbólico, porque comprende todos los casos
idéntico a todos los casos
(Maximen und Reflexionen, § 1369).
114
Wittgenstein considera que el Urphánomen es efectiva
mente simbólico en el sentido de que corresponde a la adop
ción de un modelo o un prototipo en función del cual ele
gimos describir los fenómenos (todos los fenómenos); y que,
precisamente por esta razón, no puede ser ni ideal, ni real
ni idéntico (a todos los casos que permite identificar), en el
sentido en que lo entiende Goethe. El reproche que formu
la W ittgenstein contra la manera en que Freud trata el fe
nómeno del sueño es, finalmente, del mismo tipo que el que
dirige a la morfología de la historia universal de Spengler:
“ [...] El prototipo (Urbild) debe proponerse precisamente
como tal, de modo que caracterice a todo examen u obser
vación y determine su forma. Así pues, está en la cúspide y
es generalmente válido porque determina la forma de la obser
vación y no porque todo lo que sea válido de él pueda atri
buirse a todos los objetos de la observación” (Culture and
Valué, p. 35; trad. cast., p. 51). En Freud, el modelo de “sue
ño realización disfrazada de un deseo” no es presentado como
lo que es, a saber, un principio que determina el modo de
examen de todos los fenómenos concernidos, sino como el
descubrimiento de la esencia real del sueño; se aplica a todos
los sueños no porque un examen científico de los diversos
tipos de sueño lo demuestre, sino en razón de la posibilidad
tan peculiar que le ha sido conferida en el examen.
Lo que ocurre, por lo tanto, no es que las hipótesis de
Freud se hallen confirmadas por los hechos, que podrían en
principio también contradecirlas, sino que, más bien, la “gra
mática” de lo que es susceptible de contar como una expli
cación o una razón ha sido establecida de tal manera que no
puede haber una explicación o una razón de otro tipo, que
pudiese ser considerada, además y también, como constitu
yendo una explicación o una razón. Freud no vacila a la hora
de afirmar, en ciertos casos, que un contra-ejemplo aparente
ha sido producido por el mismo deseo (inconsciente) de refu
tar la teoría propuesta, transformándolo, así, en una confir
mación suplementaria. Los sueños que están aparentemente
en contradicción directa con la interpretación del sueño como
algo que es, en todos los casos, la realización disfrazada de un
deseo “se producen regularmente, escribe, en lo largo de mis
tratamientos, cuando el paciente se encuentra en situación de
115
resistencia contra mí, y puedo contar con la total seguridad
de provocar un sueño de este tipo, después de haberle expues
to al enfermo la teoría según la cual el sueño es la realización
de un deseo” (Die Traumdeutung, p. 139). Es, por otra parte,
curioso constatar que Freud experimenta manifiestamente
mucho menos empeño en admitir la posibilidad de sueños
de complacencia, que podrían ser suscitados esencialmente
por el deseo del paciente de proporcionar una confirmación
suplementaria a la teoría que se le ha expuesto. Ahora bien,
como lo subraya Cioffi, “si un paciente fuese capaz de pro
ducir un sueño a fin de que pueda aparecer como algo en con
tradicción con las teorías de Freud, ¿por qué algún otro pacien
te no produciría uno con el propósito de confirmarlas?”51. En
un momento dado, sin embargo, después de haber descarta
do, en varias páginas anteriores, la objeción del escéptico que
temía que el soñador no tuviese sueños de cierto tipo sino
porque sabe que tiene que hacerlos así, Freud admite sin difi
cultad que “en bastantes sueños que hacen volver cosas olvi
dadas o reprimidas, es imposible descubrir otro deseo incons
ciente [que el de complacer al analista], al cual se puede atribuir
la fuerza que ha desencadenado la formación del sueño. De
manera que si alguien quisiese sostener que la mayor pane de
los sueños de los que podemos hacer uso en el análisis son
sueños de complacencia, y deben, así, tener su origen en la
sugestión, nada puede decirse contra esta opinión desde el
punto de vista de la teoría analítica”52. En consecuencia, en
ausencia de cualquier otro deseo inconsciente susceptible de
explicar por sí mismo la formación del sueño, siempre se podría
invocar la influencia misma del psicoanalista, lo que confir
maría una vez más lo que dice la teoría. Freud añade, inme
diatamente, en esta dirección, que las explicaciones dadas en
las Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanalyse (lección
116
XXVIII) sobre la relación de la transferencia con la sugestión
debían bastar para mostrar “hasta qué punto el reconocimiento
del efecto de sugestión es poco susceptible de comprometer
la fiabilidad de nuestros resultados” (ibíd., p. 267). El argu
mento esencial que permite neutralizar la objeción extraída
de la realidad de la sugestión ejercida por el psicoanalista sobre
el paciente en el contexto de la cura es, a grandes rasgos,
que el primero puede, ciertamente, influir sobre el particular
modo de expresión del inconsciente del segundo, pero no lo
que él expresa, o sea, su inconsciente mismo. Freud recono
ce sin problemas que el contenido manifiesto de los sueños
está, como cabía esperar, influenciado por la cura psicoanalí-
tica y que también puede llegar a estarlo su contenido laten
te, pero sólo en la medida en que “una parte de los pensa
mientos latentes del sueño corresponden a formaciones de
pensamientos preconscientes, capaces perfectamente de hacer
se conscientes, y sobre ellos el que sueña puede actuar inclu
so durante la vigilia bajo las incitaciones del analista, de tal
manera que las respuestas del analizado tengan el mismo sen
tido que esas incitaciones o tengan un sentido contrario” (ibíd.,
p. 264). En otras palabras, “sobre el mecanismo de la forma
ción del sueño mismo, sobre el trabajo del sueño propiamente
dicho, nunca se logra ejercer una influencia; éste es un pun
to que puede considerarse establecido con firmeza” (ibíd.).
Pero el pasaje citado anteriormente, referido a los sueños de
complacencia, parece desafortunadamente difícil de conciliar
con esta convicción tranquilizadora de que el psicoanalista no
tiene, en ningún momento, un poder real sobre el mecanis
mo de formación del propio sueño.
Timpanaro cita la lección sobre “El trabajo del sueño”
(lección XI de las Vorlesungen) como ejemplo para apoyar la
siguiente observación: “Lo que hay quizá de más capricho
so y deshonesto desde el punto de vista científico respecto
a todo lo demás es la “demostración” que Freud proporcio
na del hecho de que todos los sueños, incluso los sueños de
angustia, son expresiones de un deseo reprimido”53. Tim-
117
panaro estima que la debilidad de la teoría del sueño de Freud
no está en que pueda ser contradicha en algún momento por
hechos de los que no consigue dar cuenta, lo que haría de
ella una teoría científica comparable a muchas otras y tan res
petable como todas ellas, sino en que, por el contrario, pre
tende haber dispuesto un conjunto de medios que le per
mitirían escapar a toda posibilidad de ser refutada:
118
terística deshonestidad, sería mejor hablar, como hace Witt-
genstein, del modo en que ha fijado de una vez por todas la
“gramática” de la descripción, que no permite al teórico otra
elección que la que hace y que no autoriza precisamente, a
pesar de las apariencias, ninguna forma de fantasía o de
“capricho”. Sea lo que sea, es poco probable que el ejemplo
citado antes de la eliminación de un contraejemplo directo,
inmediatamente reinterpretado como la realización disfra
zada de un deseo de refutar al psicoanalista, pueda conven
cer a alguien que no haya admitido desde el comienzo que
la explicación de Freud debe ser correcta en todos los casos.
Incluso si se encuentra demasiado simplista y dogmática la
crítica de Popper, tiene que admitirse, de todos modos, que
es bien difícil imaginar a qué podría asemejarse un contrae
jemplo susceptible de constituir un problema serio y quizá
insoluble para la teoría del sueño de Freud.
Un lector razonablemente desconfiado de La interpreta
ción de los sueños no tarda en preguntarse si Freud verdade
ramente ha buscado probar su teoría o, en todo caso, ha lle
gado a probarla realmente. El tipo de argucia que utiliza en
última instancia para asimilar ciertos hechos recalcitrantes
muestra que lo que hace consiste, más bien, en el lenguaje
de Wittgenstein, en proponer una “formación de concepto”
(Begriffsbildung) y adoptar un método de descripción que son
universalmente aplicables no porque se compruebe progre
sivamente que los hechos están realmente conformes con lo
que dice la teoría, sino, ante todo, en razón de la decisión,
tomada desde el comienzo, de conceptualizarlos y descri
birlos de este modo. Los contraejemplos tratados constitu
yen, en realidad, menos una amenaza para el contenido de
la propia teoría y más un desafio planteado a la ingeniosidad
interpretativa, siempre superable con éxito por el teórico.
Freud nos propone, simplemente, aceptar una conexión con
ceptual que nunca habíamos sospechado entre el sueño y la
realización de un deseo. Pretende, así, persuadimos para que
en adelante consideremos al sueño de esa manera; pero no
demuestra, y no tiene realmente necesidad de demostrar, que
todo sueño es efectivamente la realización de un deseo. La
adopción de un sistema de representación de este tipo nor
malmente equivale a la decisión de describir en adelante
119
todos los casos que puedan presentarse en función de un
paradigma determinado, lo que significa, para ciertos de ellos,
que constituirán desviaciones más o menos importantes (que
se espera, por otro lado, poder explicar) respecto al paradig
ma. Pero, en el caso de la explicación esencialista que Freud
da de la naturaleza del sueño, rápidamente nos damos cuen
ta de que las desviaciones siempre serán consideradas meras
apariencias. Incluso los sueños de angustia son a fin de cuen
tas, realmente, sueños de deseo.
Como la mayoría de las teorías filosóficas, la construcción
freudiana reposa, ante todo, en una característica tendencia
a generalizar o universalizar los casos claros:
120
ño es la realización disfrazada de un deseo” es, en suma, del
mismo tipo que la del Tractatus: “Toda proposición es la ima
gen de un hecho”, y tan poco satisfactoria como ella. “He
dicho en otro momento, señala Wittgenstein, que la propo
sición era una imagen de la realidad. Esto podría introducir
una manera muy útil de considerarla, pero lo que esto sig
nifica es, únicamente, que quiero considerarla de esta mane
ra” (Wittgenstein s Lectures 1932-1935, p. 108, en nota). Freud,
en lo esencial, no hace otra cosa que esto en el caso del sue
ño. Desgraciadamente, en los dos casos, la adopción de un
modo de descripción extremadamente general aparece y es
erróneamente interpretado como correspondiendo al des
cubrimiento de un hecho no menos general, que unifica en
profundidad la multiplicidad; la comprensión filosófica, pues,
parece que no se resigna a aceptar fenómenos de superficie.
No es difícil de entender, en estas condiciones, por qué Witt
genstein encontraba a Freud tan interesante desde el punto
de vista filosófico. En una lección consagrada al libro de Freud
El chiste y sus relaciones con el inconsciente, “afirma que el libro
de Freud sobre este asunto era un muy buen libro para bus
car errores filosóficos, algo que también era cierto de sus
libros en general, porque hay abundantes casos en los que
cabe preguntarse si lo que dice es una ‘hipótesis’ y en qué
medida es únicamente un buen modo de representarse un
hecho -u n a cuestión sobre la que decía que Freud era siem
pre oscuro”56.
Wittgenstein no cree, por lo tanto, que las explicaciones
psicoanalíticas sean aceptadas sobre la base de múltiples y
diversos datos, incluso si pueden dar a primera vista esta
impresión o si es ésta la impresión que pretende dar Freud:
“Tomad la concepción de Freud según la cual la ansiedad es
siempre la repetición bajo una cierta forma de la ansiedad
que hemos experimentado al nacer. Freud no establece esto
en referencia a pruebas (evidence) -porque no podía hacer
lo-. Pero es una idea que ejerce una prominente atracción.
Tiene el carácter atrayente que poseen las explicaciones mito
121
lógicas, las explicaciones que dicen que todo es una repeti
ción de algo que tuvo lugar anteriormente. Y cuando las gen
tes las aceptan o adoptan, entonces ciertas cosas parecen
mucho más claras y fáciles para ellos” (Lectures and Conver-
sations, p. 43). Wittgenstein, aunque tenía a bien presentar
se en ocasiones como un “discípulo” de Freud, no creía,
como hemos visto, que la existencia del inconsciente mismo
haya sido demostrada o, en todo caso, suficientemente pro
bada por hechos y argumentos del tipo de los que Freud esta
ba convencido de haber proporcionado en abundancia: “Lo
mismo sucede con la noción de inconsciente. Freud pretende
encontrar pruebas en los recuerdos puestos de manifiesto en
el curso del análisis. Pero en un cierto estadio no se ve cla
ramente hasta qué punto tales recuerdos son debidos al ana
lista. En todo caso, ¿muestran que la ansiedad era una repe
tición de la ansiedad originaria?” (ibíd.).
La crítica de Wittgenstein es, sin duda, muy diferente de
la de Popper y bastante más perspicaz; pero no es menos
radical ni menos sensible al argumento del “efecto Edipo” y
a la idea de que un buen número de confirmaciones empí
ricas invocadas como apoyo a las hipótesis psicoanalíticas
podrían resultar, simplemente, de la sugestión ejercida por
el psicoanalista sobre el paciente, y ser, de hecho, contami
nadas mucho más de lo imprescindible por la propia teoría
Lo que hace inmediatamente convincentes a las explicacio
nes de Freud, incluso más o menos irresistibles a los ojos de
muchos, corresponde, según W ittgenstein, a algo que es
anterior a cualquier idea de verificación o de refutación pro
piamente dicha y permanece, a pesar de las apariencias, fun
damentalmente independiente de este tipo de idea.
En la correspondencia con Einstein, Freud plantea en ur.
momento dado la siguiente cuestión: “¿Quizá tenga la impre
sión de que nuestra teoría es un modo de mitología que n:
tiene nada de reconfortante?, ¿no le ocurre a usted lo mism:
en el dominio de la física?”57. Freud acababa de explicar qu£
“con un pequeño gasto de especulación” ha llegado a pos
122
tular en el seno del ser humano la existencia de una pulsión
de muerte que tiende a conducirle al estado inanimado, y
que está en el origen de las tendencias agresivas y destructi
vas. Es él mismo el que compara este tipo de explicación
poco tranquilizante con una forma de mitología. Lo que resul
ta curioso es su manera de suponer que la física -probable
mente en su parte más “especulativa”- podría encontrarse,
también ella, en una situación parecida. Si la ciencia en su
conjunto corriese el riesgo de ser un cierto tipo de mitolo
gía, mal se comprendería la obstinación con la cual Freud ha
intentado lograr que se reconozca al psicoanálisis como una
teoría científica. Ciertamente no es más fácil distinguir entre
una mitología científica y otra que no lo es que entre una
ciencia y una pseudociencia. Uno de los argumentos más
desconcertantes que han sido utilizados habitualmente con
tra aquellos que niegan el carácter científico del psicoanáli
sis ha consistido en subrayar que la ciencia misma no es, bien
consideradas las cosas, del todo “científica”. Puesto en cla
ro, el argumento intenta preservar una distinción habitual
mente sostenida (entre una empresa científica, como la del
psicoanálisis, y una aproximación que depende de la espe
culación o del puro y simple mito) invocando finalmente el
hecho de que es completamente engañosa, o que, simple
mente, no existe.
Freud concede que: “La teoría de las pulsiones es, por
así decir, nuestra mitología. Las pulsiones son seres míticos,
grandiosos en su indeterminación” (Note Folge der Voriesungen
zur Einjiihrung in die Psychoanatyse, p. 79). Cuando Wittgens-
tein califica el propio psicoanálisis de “poderosa mitología”
(Lectures and Conversations, p. 52), no pretende pronunciar el
tipo de condena radical que podría señalar una designación
de esa clase, pero no deja de adoptar una actitud exactamen
te inversa a la que consiste en acercar la situación del psicoa
nálisis a la de las ciencias. Sin duda, la mitología no está com
pletamente ausente de las ciencias mismas, en tanto el carácter
mitológico de una explicación tiene que ver menos con su
carácter basto, ingenuo o en exceso especulativo, que con
su capacidad de imponerse inmediatamente como una expli
cación umversalmente válida, capaz de dar cuenta de todos
los casos, de la que se está convencido a priori, por razones
123
que son del orden del deseo, y no de la reflexión. Lo que dis
tingue el caso del psicoanálisis, a ojos de Wittgenstein, es que
nunca accede realmente a un nivel que permita superar este
estadio inicial. Contrariamente a lo que anuncia, nunca alcan
za a formular leyes causales que podrían ser confrontadas con
datos experimentales propiamente dichos. El marco que pro
pone no es apropiado, y no conduce a la formulación de leyes
científicas, aunque se suponga que debe haber leyes de este
tipo en el dominio de lo mental, tal y como las hay en el de la
física. Wittgenstein no discute con amplitud este punto, que
le parece evidente.
En sus Lecciones de los años 1930-1933, sostenía que:
“Freud no ha descubierto, de hecho, algún método de aná
lisis de los sueños que sea análogo a las reglas que nos dicen
cuáles son las causas de una úlcera” (p. 316). Pero en una
de sus Conversaciones sobre Freud, donde contrasta lo que las
explicaciones psicoanalíticas hacen realmente y lo que dan
la impresión de hacer, evoca la posibilidad de un tratamien
to del sueño que podría ser calificado de científico: “Por otro
lado, podría formularse una hipótesis. Leyendo el relato de
un sueño, podría predecirse que el soñador sería conducido
a tener tales o cuales recuerdos. Esta hipótesis podría ser veri
ficada o no serlo. Cabría llamar a esto un tratamiento cientí
fico del sueño” (Lectures and Conversations, p. 46). Es una
pena que Wittgenstein no se extienda ampliamente sobre
este punto crucial, puesto que se pueden citar numerosos
ejemplos en los que Freud da la impresión de formular hipó
tesis del tipo de las que evoca Wittgenstein, y de esforzarse
a continuación de verificarlas. Wittgenstein no está mani
fiestamente dispuesto, por razones que tienen que ver, a la
vez, con la imposibilidad de demostrar que los datos verifi
cadores son realmente independientes y no sólo producto
de la sugestión y con el papel esencial e inusual que desem
peña la autentificación por el “objeto” estudiado en las con
clusiones del experimentador, a admitir que se pueda hablar
realmente de “verificaciones”.
Es verdad que, como lo señala Cioffi, es difícil estar com
pletamente confiado sobre este punto, si miramos de cerca
el tipo de validación que invoca Freud en apoyo de ciertas
de sus reconstrucciones “históricas” más famosas: “Descu-
124
brunos que o bien los acontecimientos o las escenas recons
truidas tienen una probabilidad independiente demasiado
grande de confirmar la validez de la técnica interpretativa
(como es el caso de la incontinencia urinaria de Dora), o bien
eran conocidos independientemente del análisis (como suce
de con la corrección severa que Paul había recibido de su
padre y las amenazas de castración a las que había estado
expuesto el pequeño Hans). La aparente excepción a esto
está constituida por lo que se considera a menudo el mayor
ejercicio reconstructivo de Freud, su descubrimiento del
hecho de que un paciente, a la edad de 18 meses, vio a sus
padres entregándose a 'un coitus a tergo, repetido tres veces’58,
a las cinco de la tarde. Aquí no faltan detalles precisos. Lo
que falta es su corroboración. Freud es consciente de ello y
termina proponiendo un argumento de coherencia” (Witt-
genstein’s Freud, pp. 201-202). Wittgenstein piensa, por su
parte, que el psicoanálisis está, ante todo, buscando siem
pre una “buena” historia, aquella que, una vez aceptada por
el paciente, producirá el efecto terapéutico buscado; así
ni el acuerdo del paciente ni el éxito terapéutico prueban,
por sí mismos, que esta historia sea verdadera o tenga nece
sidad de serlo.
Después de lo referido por Moore, en su discusión sobre
la explicación ffeudiana del chiste, Wittgenstein apunta que
el paciente que está de acuerdo con el psicoanalista sobre la
razón por la que se ha reído, “no ha pensado en esta razón
en el momento en que se ha reído, y decir que ha pensa
do en ella ‘inconscientemente’ nada nos dice concerniente
a lo que ha sucedido en el momento en que se ha reído”
(Wittgenstein’s Lectures in 1930-1933, p. 137). La explicación
psicogenética propuesta sobre el efecto que el chiste tiene
sobre quien lo oye no nos dice, pues, propiamente hablan
do, nada sobre lo que ha podido pasar en su mente en ese
momento concreto, aunque era precisamente eso lo que pre
tende decimos. ¿Qué ganamos, en estas condiciones, hablan
125
do de procesos inconscientes que tienen lugar en un momen
to dado en la mente? En sus Lecciones de los años 1932-1935,
Wittgenstein compara el papel que desempeñan los aconte
cimientos mentales inconscientes en el sistema de Freud con
el que tienen las masas invisibles en el sistema de Hertz. En
los dos casos, nos las habernos con lo que llama una “nor
ma de expresión”, que garantiza la posibilidad de una des
cripción muy general:
126
tipo, no se detiene ahí, pues se esfuerza por llegar en un
momento u otro a la formulación de hipótesis empíricas sus
ceptibles de ser realmente probadas. Siendo así, la manera
en que Wittgenstein trata generalmente el caso de las cien
cias propiamente dichas no hace mucho más neta, sino, al
contrario, más problemática, la distinción estricta que pre
tende establecer entre la situación del psicoanálisis y la de
una disciplina como la física. En sus Lecciones de ios años 1932-
1935, describe del modo siguiente el cambio revolucionario
introducido por Copémico: “Algo puede jugar un papel pre
dominante en nuestro lenguaje y ser descartado de una vez
por la ciencia; por ejemplo, la palabra “tierra” ha perdido su
importancia en la nueva notación copemicana. Allí donde la
antigua notación había dado a la tierra una posición única,
la notación ha puesto a una cantidad de otros planetas sobre
el mismo plano. Toda obsesión que proviene de la posición
única de una cosa en nuestro lenguaje cesa desde que apa
rece otro lenguaje que sitúa esa cosa sobre el mismo plano
que otras cosas” (p. 98). Y precisa en una nota:
127
descubrimiento de una teoría verdadera, sino de un aspec
to fructíferamente nuevo” (Culture and Valué, p. 18 - tr a
ducción castellana, p. 57-). Pero éste es, bien entendido, el
mérito real de Freud; y, si nos atenemos únicamente a esto,
la diferencia entre su caso y el de Copémico o Darwin está
lejos de ser evidente. Como Copémico y Darwin, Freud nos
propone un sistema de notación diferente, en el cual un ele
mento que ocupaba hasta aquí una posición central (en con
creto, el yo consciente) se encuentra desposeído de este
lugar privilegiado. Pero, podríamos decir: ¿qué es lo que
Copémico y Darwin realizan de más, de tal modo que resul
te justificada nuestra convicción de que aportan una con
tribución esencial a la ciencia, mientras que Freud, si hemos
de creer a W ittgenstein, sólo consigue proponem os una
construcción puramente especulativa?
Es generalmente admitido que Wittgenstein ha anticipa
do de modo directo la teoría kuhniana de que el cambio de
paradigma científico se corresponde a la percepción de un
nuevo aspecto o a una suerte de Gestalt-switch más o menos
súbita. Cuando se adopta un nuevo paradigma, no es evi
dentem ente en razón de su mayor conformidad con los
hechos, pues es demasiado pronto para que la cuestión de
la verificación pueda realmente ser planteada, en tanto que
ésta, además, probablemente sólo tiene sentido en el interior
de un determinado paradigma. Pero ¿qué es lo que, dirían
algunos, puede justificar, en este caso, la inhabitual severi
dad con la cual se tiene la tendencia a juzgar el cambio de
paradigma introducido por Freud? Si consideramos, como
hace Feyerabend, que las teorías científicas revolucionarias
(por ejemplo, la de Galileo) se han impuesto esencialmente
por la persuasión y por la propaganda, bastante antes de que
puedan ser lanzados en su favor argumentos reales, y, en todo
caso, bastante antes de poder ser efectivamente probadas,
probablemente se tendrá inclinación a concluir que el caso
de Freud no es totalmente diferente del de Galileo, o el de
cualquier otro científico revolucionario. Los defectos que
Breuer solía reprochar a Freud tendrían incluso, en este caso,
todas las apariencias de ser virtudes científicas eminentes y
absolutamente indispensables, algo de lo que el propio Breuer
estaba desgraciadamente desprovisto. Esto es lo que se pen
128
sará, sin duda, si se considera como algo establecido que
Freud realmente ha creado una ciencia nueva y revolucio
naria. W ittgenstein, como hemos visto, no piensa esto; y
sus reticencias y críticas filosóficas son, respecto a ciertos
puntos, bastante parecidas a las que Breuer formula desde
el punto de vista del científico “ordinario”.
Wittgenstein no nos dice claramente si considera o no a
la propia teoría darwiniana como una teoría científica. Si se
trata de una ciencia, es igualmente una ciencia que no for
mula leyes causales y de la que difícilmente podría decirse,
a menos que se asimile abusivamente la explicación a la pre
dicción, que no tiene un poder explicativamente real. El prin
cipal mérito que Wittgenstein le reconoce, y que es igual al
de la teoría freudiana, es el de acertar a ofrecemos una pre
sentación sinóptica esclarecedora (eine übersichtliche Darste-
llung, como la llama, el mismo tipo de cosa que en otro domi
nio, el de los conceptos, busca la filosofía) de una enorme
multiplicidad de hechos a primera vista completamente dis
pares59. Lo que en los dos casos es importante no es el aspec
to “histórico” de la explicación propuesta, los nexos genéti
cos y causales o las relaciones de proveniencia o de derivación
real, sino las conexiones conceptuales y las transformaciones
formales: “[...] Incluso la hipótesis de la evolución, escribe
Wittgenstein, puedo concebirla como no siendo nada más
que el revestimiento de una correlación formal”60. Y como
en el caso del psicoanálisis, W ittgenstein subraya que las
razones por las que la teoría darwiniana es aceptada (en la
época en que hablaba) no tienen gran cosa que ver con el
conjunto de elementos de verificación de que se dispone, los
cuales no son suficientes para sostener por sí mismos esa
convicción:
129
Cfr. la revolución darwiniana. Un círculo de admi
radores que decían: “Desde luego”, y otro círculo [de
enemigos] que decían: “Desde luego que no”. ¿Por qué
diablos alguien debería decir “desde luego”? (La idea
era la de organismos unicelulares que se volvían más
y más complicados hasta llegar a ser mamíferos, hom
bres, etc.) ¿Alguien ha visto producirse este proceso?
No. ¿Alguien lo ha visto producirse ahora? No. Las prue
bas extraídas de la cría de ganado son excelentes para
tirarlas a la papelera. Pero hay miles de libros donde se
dice que aquélla era una solución evidente. Las personas
estaban seguras por razones extremadamente endebles.
¿No podría haberse dado una actitud que consistiera en
haber dicho: “No lo sé. Es una hipótesis interesante que
finalmente puede llegar a ser confirmada”? Esto muestra
cómo podemos estar persuadidos de ciertas cosas. Final
mente se olvida del todo el asunto de la verificación, sim
plemente se está seguro de que algo deber haber sido así.
Si eres conducido por el psicoanálisis a decir que real
mente has pensado en tal o cual cosa o que realmente tu
motivo era tal o cual, no se trata de una cuestión de des
cubrimiento, sino de persuasión. Según un modo dife
rente podrías haber sido persuadido de algo diferente.
En el buen entendido de que si el psicoanálisis cura tu
tartamudeo, entonces lo ha curado, lo que constituye un
éxito. Se piensa en ciertos resultados del psicoanálisis
como en un descubrimiento que Freud haya hecho, como
distinto de algo de lo que el psicoanalista nos ha per
suadido, y quiero decir que éste no es el caso (Lectures
and Conversations, pp. 26-27).
130
del psicoanálisis (lo que no es sorprendente, si tenemos en
cuenta que la filosofía de la ciencia estaba lejos de ser su pre
ocupación central). Lo que sobre este punto dice es, pues,
muy esquemático, y podría sospecharse de confundir por
momentos las hipótesis genéricas de la teoría (de las que sería
preciso, por otra parte, precisar en qué nivel exacto se sitúan
en la construcción y de qué manera podría intentarse, si se
presenta el caso, su prueba) con las hipótesis particulares que
el psicoanalista es llevado a formular y a verificar a lo largo de
la cura. Pero está, sin duda, convencido de que, por razones
que tienen que ver con la naturaleza misma de la relación del
paciente con el analista (y quizá también del lector con Freud),
los “datos”, en el psicoanálisis, son y serán siempre, esen
cialmente, el producto de la persuasión conseguida.
Clark Glymour señala sobre este punto: “Se crea o no,
como es mi caso, que en conjunto los argumentos de Freud
en favor de la teoría psicoanalítica son espantosos, es un
error creer que la calidad y la naturaleza de sus argumentos
es uniforme, o más aún que son uniformemente malos”61.
Glymour sostiene que el análisis del caso del hombre de las
ratas proporciona, de hecho, un ejemplo de la utilización
de la “bootstrapstrategy” que puede ser comparado a lo que
cabe encontrar en los científicos más rigurosos: “El caso del
hombre de las ratas [...] consigue ampliamente convencer,
no implica un adoctrinamiento del paciente y contiene rela
tivamente pocas conclusiones arbitrarias. [...] Mi tesis, por
improbable que parezca, es que el argumento principal del
caso del hombre de las ratas no es tan diferente del argu
mento principal del Libro III de los Principia de Newton”
(ibíd., p. 265). En conjunto, según Glymour, puede afir
marse lo siguiente: “La estrategia implicada en el caso del
hombre de las ratas es esencialmente la misma que una
estrategia utilizada muy frecuentemente para probar las teo
rías físicas. Es más, esta estrategia, aun siendo bastante sim
ple, es más poderosa que la estrategia hipotético-deducti-
vo-falsacionista que han descrito un número tan grande de
131
filósofos de las ciencias”62. Pero hay que añadir, para resul
tar completos, que si el caso del hombre de las ratas ha pro
porcionado efectivamente a Freud una ocasión de modifi
car su teoría para dar cuenta de datos recalcitrantes, el
cambio aportado ha tenido un efecto que difícilmente podría
considerarse, desde el punto de vista epistemológico, como
una indiscutible mejora:
132
sus concepciones han evolucionado, bajo la presión de los
hechos, en un sentido que tendía a dispensar más y más a las
reconstrucciones psicoanalíticas del pasado de sus pacientes
de la obligación de ser verdaderas en otro sentido que en el
“psicológico”. Y esto es, en el fondo, lo que quería decir Witt-
genstein, cuando apuntaba que, a fin de cuentas, de lo que
se trataba era menos de reconstruir la historia real que de con
tar, y hacer aceptar al paciente, una historia que tiene el carác
ter satisfactorio y apaciguante de un mito plausible.
Una distinción que se realiza a menudo y que procede
del mismo Freud, es la que diferencia a la metapsicología
-considerada como una suerte de superestructura especula
tiva, provisional, inestable, más o menos facultativa y sus
ceptible de ser recortada o modificada sin peijuicio para el
psicoanálisis, si había necesidad de ello- de la teoría clínica,
que está mucho más próxima a la experiencia y se apoya en
una multitud de observaciones repetidas y de inferencias
debidamente probadas concernientes a hechos precisos de
la vida mental. La teoría clínica y su método científicamen
te probado son los que constituyen el nudo duro y estable
de la teoría psicoanalítica. Aparte de que la distinción entre
las dos partes del edificio no es tan estricta como cabría ima
ginar, no es difícil darse cuenta de que, para Wittgenstein, la
mitología no interviene solamente al nivel de los modelos
generales de la estructura y el funcionamiento del aparato
mental, introducidos para coronar en cierto modo el edificio
teórico, sino ya al nivel de los conceptos más centrales de la
teoría clínica misma, como por ejemplo el de resistencia. El
carácter especulativo de la metapsicología, desde luego, ape
nas sería inquietante si fuese lo que pretende ser, y si el esta
tuto experimental de la teoría clínica realmente hubiera podi
do ser establecido. Wittgenstein sostiene que no lo ha sido,
y que no podría serlo.
Grünbaum ha criticado con severidad dos interpretacio
nes corrientes de la teoría psicoanalítica freudiana, que le
parece que reposan, una y otra, sobre una incomprensión
fundamental. La primera es la de Popper, que sostiene que
el psicoanálisis es por naturaleza irrefutable, y, así, algo acien
tífico. Grünbaum estima que “la acusación que él formula
contra el corpus freudiano entendiendo que es intrínseca
133
mente imposible su sometimiento a algún tipo de prueba ha
cometido un error fundamental de diagnóstico sobre sus más
auténticas insuficiencias epistémicas, que son, a menudo,
bastante más sutiles”63. Freud ha sido capaz de modificar en
diferentes momentos sus teorías de una manera que mues
tra que era perfectamente capaz de tener en cuenta descu
brimientos clínicos o extra-clínicos que no le eran favorables.
E incluso, aunque finalmente no haya llegado a resolver de
modo satisfactorio el problema de la sugestionabilidad del
paciente, la ha afrontado en varias ocasiones y ha discutido
brillantemente la objeción que de aquí se extraía. De hecho,
“Freud había considerado con cuidado -aunque sin éxito-
todos los argumentos que Popper ha podido plantear contra
la validación clínica, y bastante antes de que Popper apare
ciera en la escena filosófica” (p. 285). La respuesta que da
Grünbaum a la cuestión de la respetabilidad del psicoanáli
sis, en tanto que empresa presuntamente científica, no es,
finalmente, menos negativa que la de Popper; pero, en todo
caso, las razones de éste no le parecen buenas. Contra Pop-
per, Grünbaum sostiene que Freud ha sido, de hecho, un
buen falsacionista, siempre preocupado de salvaguardar la
falsabilidad de las reconstrucciones que el analista ofrece del
pasado del paciente. La segunda interpretación rechazada
por Grünbaum es la interpretación que puede llamarse “her-
meneútica” (Ricoeur, Habermas), que sostiene que el esta
tuto del psicoanálisis es, contrariamente a lo que sugiere
Freud, bien diferente del de una ciencia de la naturaleza (y
quizá igualmente de una ciencia en absoluto), y que la noción
de causalidad (si cabe alguna) que interviene en la dinámi
ca de la terapéutica psicoanalítica no puede ser la que Freud
tiene en mente, cuando compara el caso del psicoanálisis
con el de una disciplina como la física. Puesto que W itt-
genstein tampoco creía, por sus propias razones, que la téc
nica psicoanalítica permita sacar a la luz conexiones causa
les escondidas, y que el psicoanálisis pueda ser considerado
134
como una disciplina causal, podría ser acusado, mutatis mutan-
dis, de padecer el mismo tipo de incomprensión que Rico-
eur y Habermas, y, de manera general, que todos los defen
sores de lo que Grünbaum llama la “hermenéutica acausal”.
Pero aquél no es citado, curiosamente, sino una sola vez (p.
60) en el libro (y ennoblecido en el índice con el nombre de
“von Wittgenstein”). Grünbaum estima que “adjurando de
las pretensiones causales, el hermeneuta radical ha renun
ciado no sólo a la razón etiológica que explica la presunta
terapeuticidad de la liberación de la represión, sino igual
mente a la atribución causal de esa eficacia terapéutica. Según
esto, ¿por qué un paciente cualquiera que padece tales males
debería ir a ver a un analista?” (op. cit., p. 60). Si se la lleva
hasta la completa abstinencia causal, la “racionalización sin
causación” corre el peligro de privamos, finalmente, no sólo
de la inteligibilidad racional, sino igualmente de la explica-
bilidad causal de la eficacia terapéutica del proceso que la
cura psicoanalítica parece poner en marcha.
Grünbaum recuerda que en la “Comunicación prelimi
nar” que abre los Estudios sobre la histeria, Breuer y Freud
habían alcanzado la conclusión decisiva que se volvió el pilar
de la teoría clínica de la represión, formulando la hipótesis
etiológica según la cual “en la patogénesis de una psiconeu-
rósis, la represión juega el papel causal genérico de una con
dición sine qua non” (ibíd., p. 10). Después de constatar que
los beneficios terapéuticos obtenidos por su método de tra
tamiento podían ser atribuidos causalmente a la recupera
ción catárquica de recuerdos traumáticos que habían sido
reprimidos, intentaron explicar esta eficacia terapéutica, cosa
que hicieron mostrando que la explicación buscada podía
ser deducida del “postulado etiológico de que la represión
es causalmente necesaria no sólo para el desarrollo inicial del
trastorno neurótico, sino también para su persistencia” (ibíd.,
p. 11). Breuer y Freud extrajeron de sus observaciones la
conclusión de que la conexión causal que existe entre el trau
ma psíquico que hay en el origen del trastorno y el fenóme
no histérico no era el de un “agente provocador” que habría
desencadenado un síntoma capaz de subsistir a continua
ción de un modo autónomo: el trauma psíquico o el recuer
do que había dejado se corresponde, más bien, a un cuerpo
extraño que, mucho tiempo después de haber penetrado en
el universo mental del enfermo, continúa manifestando
en él su presencia y su acción por la producción de efectos
determinados (cfr. Studien über Hysterie, p. 9). El principal
fundamento sobre el que reposa la eficacia de la terapéutica
empleada puede ser formulado, en consecuencia, de la mane
ra siguiente: “Invirtiendo el principio: cessante causa cessat
effectus, podemos sin duda concluir que el proceso que ha
causado el trastorno obra aún de algún modo después de los
años, no indirectamente por la mediación de una cadena de
intermediarios causales, sino inmediatamente en tanto que
causa desencadenante, como por ejemplo en la conciencia
despierta un dolor psíquico que se rememora y suscita aún
en una época posterior una secreción de lágrimas: la histéri
ca sufre la mayor parte del tiempo por recuerdos” (ibíd.,
p. 10). Es esta conexión causal la que nos garantiza que la
eliminación de la causa patógena tendrá por consecuencia
la desaparición del trastorno. Y, como lo subraya Grünbaum
Cop. cit., p. 12), el paciente obtendría el beneficio terapéuti
co buscado utilizando la conexión causal en cuestión, y no,
como quisiera Habermas, “superando” o “disolviendo” por
algún poder de reflexión una conexión de este tipo.
La eficacia terapéutica del método de tratamiento que füe
puesto a punto en los años siguientes por Freud no puede
explicarse, del mismo modo, que con la condición de que el
trabajo de interpretación efectuado sobre el material psíqui
co, del que dispone el analista a lo largo de la cura, conduzca
tarde o temprano a la identificación de los elementos pató
genos que han entrado en acción en un momento determi
nado en la historia de la vida mental del paciente, y conti
núan ejerciendo ahí su acción de un modo que debe ser
realmente causal. El punto débil de la crítica que Wittgens-
tein formula contra Freud bien podría ser, en estas condi
ciones, su característica tendencia a concentrarse únicamente
sobre el problema de la interpretación y sobre el “hechizo”
particular que poseen, por ejemplo, las interpretaciones que
hacen alusión a la sexualidad en general y, más precisamen
te, a episodios de índole sexual que han intervenido, o eso
se supone, durante la primera infancia. Wittgenstein parece
atender a los diversos argumentos que Freud invoca en favor
136
de la existencia y el papel patógeno de factores y episodios
de este tipo, a los cuales, según él, está obligado a atribuir
les una acción causal directa sobre la vida psíquica del indi
viduo llegado a adulto. El problema es, sin embargo, que las
hipótesis “históricas” y causales que el psicoanalista tiene
que formular respecto de la vida sexual infantil de sus pacien
tes apenas pueden ser confirmadas por los adultos interesa
dos y que, si les es evidentemente difícil su refutación, pue
den, en desquite, tener razones para su aceptación que, según
Wittgenstein, no tienen necesariamente mucho que ver con
su verdad. Como destaca Cioffi, “no nos damos cuenta, gene
ralmente, de la frecuencia con la que Freud sobre-entiende
(algo que confirmaría su práctica) que para determinar el
carácter de la vida sexual de un niño debe esperarse a que
sea adulto, y en este momento psicoanalizarlo” (Wittgens-
tein’s Freud, p. 207). Los “descubrimientos” retrospectivos
que entonces pueden efectuarse poseen el esencial acuerdo
del interesado y el beneficio terapéutico que resulta de él (por
razones de las que ignoramos, a decir verdad, su naturaleza
exacta); pero esto es algo que no puede ser considerado, cier
tamente, como una prueba suficiente de la realidad de los
presuntos acontecimientos y procesos. “La ciencia de anta
ño, escribe Kraus, renunciaba a reconocerles la pulsión sexual
de los adultos. La nueva concede que el niño de pecho expe
rimenta ya la voluptuosidad durante la defecación. La anti
gua concepción era mejor. Porque era, al menos, contradi
cha por algunas declaraciones de los interesados”64. La nueva
teoría tiene sobre la antigua la ventaja de no poder ser inva
lidada por las denegaciones de los adultos y, en contraparti
da, ser confirmada por la aprobación que son capaces de dar
a una reconstrucción histórica cuyas posibilidades de verifi
cación efectiva están constituidas esencialmente por lo que
sucede, en el contexto de la cura, entre el analista y el pacien
te. Incluso si las observaciones de Wittgenstein no bastan,
es cierto, para dar enteramente cuenta de la cuestión, tienen
al menos el mérito de llamar la atención sobre el hecho de
137
que es la misma interpretación y las reacciones que suscita
en el paciente a lo largo del tratamiento lo que constituye el
asunto primordial. Como dice Cioffi: “El comportamiento
de los pacientes en el análisis, que comienza por constituir
una señal de las vicisitudes por las que habían pasado, pro
gresivamente va proporcionando criterios para la atribución
de esas vicisitudes. Decir de un paciente que había alberga
do tales o cuales deseos o que había reprimido tales o cua
les creaciones de su imaginación, es decir que se comporta
ahora respecto al analista de tal o cual manera. La interpre
tación ha sido deshistorizada. La noción de sinceridad ha
sido reemplazada por la de verdad. El relato de los recuer
dos infantiles ha sido asimilado (de manera incoherente) al
relato de los sueños” (Wittgenstáns Freud, p. 208).
Freud ha abandonado la teoría de la seducción cuando
se ha dado cuenta de que los episodios de violencia sexual
de los que sus pacientes pretendían haber sido víctimas duran
te su infancia, y sobre cuya realidad había comenzado por
construir toda su teoría de la histeria, en realidad, en la mayor
parte de los casos, no habían ocurrido y eran, de hecho, un
simple producto de su imaginación. (Apuntemos, sin embar
go, que aunque el abandono de la teoría de la seducción pare
ce implicar, según algunos de sus críticos, la decisión de igno
rar completamente la “realidad material” en favor de la sola
“realidad psíquica”, que es, como dice, la realidad de la neu
rosis, Freud continúa admitiendo que la seducción por los
adultos era una realidad probada y que podía haber tenido
lugar efectivamente en ciertos casos, y constituir la causa de
trastornos observados [cfr. por ejemplo Vorksungen, pp. 290-
291]). Masson, en un libro que ha suscitado violentas polé
micas, sostiene que la posición adoptada por Freud a partir
del momento en el que ha renunciado a la teoría de la seduc
ción conlleva una desastrosa indiferencia sobre la cuestión,
crucial, sin embargo, de la realidad de los acontecimientos
traumatizantes que se supone están en el origen de los tras
tornos constatados en los pacientes: “Lo que Freud dice es
que la cuestión de saber si la seducción ha tenido lugar real
mente o era únicamente una invención no tiene importan
cia. Lo que importa, para Freud, son los efectos psicológicos
y estos efectos, nos dice, no son diferentes sea el evento real
138
o imaginado. Pero en realidad hay una diferencia esencial
entre los efectos de un acto que ha ocurrido y los de un acto
que ha sido imaginado”65. Lo que Ferenczi intentó en vano
en 1932 fue recordarle a Freud que “las gentes caen enfer
mos a causa de lo que les ha sucedido, y no de lo que ima
ginan que les ha sucedido” (ibíd., p. 186). La conclusión de
Masson no puede ser más clara: “Los Estudios sobre la histe
ria y La interpretación de los sueños son obras revolucionarias
de un modo que ninguna obra posterior escrita por Freud
puede servir de ejemplo. Es cierto que ha permitido a las
gentes hablar de su vida sexual de maneras que antes de sus
escritos era imposible. Pero desplazando el acento de un
mundo real triste, miserable y cruel a una escena interior
sobre la que actores interpretan dramas inventados para un
público de su propia creación, Freud ha comenzado a tomar
una dirección que lo ha alejado del mundo real y que está,
me parece, en la raíz de una esterilidad de la que son vícti
mas hoy en el mundo entero el psicoanálisis y la psiquiatría”
(ibíd., p. 144).
Es cierto que, incluso si el recuerdo de un suceso ima
ginario es, desde el punto de vista psíquico, tan real como
el de un suceso que ha tenido lugar, y puede, desde el pun
to de vista causal, tener efectos que no son muy distintos
de los suyos, la maleabilidad mucho mayor de la realidad
psíquica y la posibilidad de influir en ella en una conside
rable medida por la sugestión, no puede dejar surgir la desa
gradable im presión de que Freud se ha resignado, en la
etapa a la que nos referimos, a un debilitamiento muy impor
tante, pero que presenta en contrapartida claras ventajas,
de su construcción teórica inicial. Sea expuesto o no de
modo exacto por Masson, el desgraciado episodio de la teo
ría de la seducción llevaría, pues, parece, a confirmar el pre
dominio final del elemento que Janik llama “mitopoético”
sobre el aspecto propiamente científico de la teoría freu-
diana, es decir, a dar razón a los críticos austríacos del psi
139
coanálisis (especialmente, aunque no sólo a Wittgenstein)
que lo habían considerado como el elemento más impor
tante. Si Masson tiene razón, cuando se ve obligado a aban
donar el “cuento de hadas científico” (la expresión es de
Krafft-Ebing) que representaría la teoría de la seducción
(real), Freud la ha reemplazado por otra, que, a falta de ser
más verosímil, era en todo caso más aceptable por la comu
nidad científica Qo que Janik denomina el “edificio metafí-
sico del complejo de Edipo”). Janik estima que: “Si hay algo
que sea valioso en la tesis de Masson está en que aporta una
ayuda y un aliento a los críticos del psicoanálisis para los
cuales la pretendida ciencia de Freud representa un mito
terapéutico más o menos coronado por el éxito -h ay que
añadir que la conversa es igualmente verdadera, es decir que
las particularidades conceptuales del tipo de las de Ebner,
Wittgenstein y Schnitzler buscan hacer aflorar respecto al
psicoanálisis y tienden a confirmar, no los hechos sobre los
que Masson apoya su demostración, sino la plausibilidad
de su posición general”66.
Grünbaum me parece, sin embargo, del todo acertado
cuando apunta (op. cit., p. 50) que, si existe una conexión
etiológica real entre los recuerdos de episodios sexuales ima
ginarios y la histeria, esta conexión no es ciertamente pues
ta en cuestión por el descubrimiento del carácter ficticio de
estos episodios, y que el papel causal que podrían desem
peñar los recuerdos de sucesos inventados debe, como el del
recuerdo de sucesos reales, ser establecido por métodos que
no pueden ser los que, de modo general, utilizamos para
establecer la existencia de una conexión causal. Dicho de
otro modo, la cuestión crucial es la de saber si Freud dispo
nía o no de métodos apropiados para descubrir las causas
que busca y justificar las aserciones causales a las que llega.
Y Grünbaum no cree que, por desgracia, éste sea el caso: “Tal
y como el método de la libre asociación no es competente
para garantizar el carácter patógeno de las seducciones infan
tiles que han tenido lugar realmente, este método no puede
140
tampoco certificar que las seducciones que simplemente han
sido imaginadas sean etiológicas” (ibíd.).
En su discusión de los principios fundamentales de la
metodología freudiana, Grünbaum concede una importan
cia central a un argumento formulado por Freud en 1917
y que enseguida tuvo que abandonar, un argumento esen
cial que ha sido, según Grünbaum, inadvertido para casi
todos los comentaristas y los críticos de Freud. En las Vorle-
sungen, después de haber señalado que el paciente en efec
to podía ser llevado, a lo largo de la cura, a aceptar una hipó
tesis o una teoría errónea propuesta por el médico, pero que
esto influiría únicamente a su intelecto pero no a su enfer
medad, Freud indica que: “Sus conflictos no conseguirán
encontrar una solución y sus resistencias no serán superadas
salvo que se le hayan dado ideas anticipadoras (Erwartungs-
vorstellungen) que concuerden con la realidad en él. Lo que
era erróneo en las suposiciones del médico, eso desaparece
rá en el curso del análisis, y será retirado y reemplazado por
cosas más exactas” (Vorlesungen zur Einjuhmng in die Psycho-
anafyse, p. 335). Sobre este argumento, que Grünbaum deno
mina “argumento de la concordancia” (Jalty Argument), repo
sa la “soberana serenidad condescendiente” (op. cit., p. 170)
con la cual habitualmente trata Freud la objeción que subra
ya que el pretendido conocimiento adquirido por el pacien
te sobre sí mismo al término de la cura, considerado una con
dición necesaria de la sanación, podría ser en realidad
simplemente el producto de una sugestión ejercida por el
psicoanalista. Freud quiere decir que el efecto terapéutico
obtenido no lo sería si las “revelaciones” que han sido obte
nidas por la aplicación de la técnica analítica simplemente
fueran aceptadas, por una razón o por otra, como verdade
ras por el interesado: éstas tienen, además, que ser verda
deras o, en todo caso, suficientemente próximas a la verdad.
En otros términos, la simple creencia (dicho de otro modo,
la persuasión) no es suficiente, sólo la verdad misma tiene el
poder de proporcionar la curación.
Grünbaum interpreta el pasaje anteriormente citado de
las Vorlesungen diciendo que afirma la indispensabilidad cau
sal del conocimiento específico que obtiene el paciente, gra
cias al psicoanálisis, sobre su propia situación para la cura
141
ción de la psiconeurosis. La tesis de la condición necesaria
CTCN) tiene como consecuencia “no solamente que no hay
remisión espontánea de las psiconeurosis, sino, igualmen
te, que, si simplemente hay algún tipo de curación, el psi
coanálisis y sólo él es terapéutico para desórdenes de este
género, si lo comparamos con cualquier terapia rival” (ibíd.,
p. 140). Tal y como lo reconstruye Grünbaum, el argumento
de la concordancia com porta dos premisas, en forma de
tesis, que aseveran la existencia de una condición causal
mente necesaria y dos conclusiones:
142
duce al paciente a la rememoración de lo reprimido. En lugar
de esto, se introduce en él, si el análisis está correctamente
ejecutado, una convicción segura de la verdad de la cons
trucción, que produce, desde el punto de vista terapéutico,
el mismo efecto que un recuerdo recobrado” (Konstruktio-
nen in derAnalyse -1 9 3 7 -, XI, p. 403). Es el mismo tipo de
convicción que le lleva en ciertos momentos a presentar los
hechos vueltos accesibles por la interpretación analítica como
si fuesen directamente rememorados en el proceso mismo,
y a afirmar, por ejemplo, que el propio sueño es otra forma
de reminiscencia, lo que podría dar la impresión a un lec
tor malevolente de que la reminiscencia efectiva del pacien
te, que en principio constituye la meta del análisis, es, des
pués de todo, algo de lo que el analista puede perfectamente
prescindir67. El hecho de que las escenas infantiles no pue
dan siempre ser realmente recordadas no significa que no
lo sean de otra manera:
67 Sobre este punto, cfr. F. Cioffi, “Freud and the Idea of a Pseudo-
Science”, en Explanation in the Behavioural Sciences, editado por Robert
Borger y Frank Cioffi, Cambridge University Press, Cambridge, 1970,
pp. 480-481.
143
La propuesta de tratar los sueños como, de algún modo,
“recuerdos nocturnos” constituye otro típico ejemplo de
lo que Wittgenstein llamaría una extensión de un concep
to, en este caso del concepto de recuerdo, que Freud tie
ne tendencia a presentar como un descubrimiento. Según
Grünbaum, los críticos que encuentran muy sospechosas
afirmaciones como las que acaban de citarse comenten el
error de olvidar que Freud ha estimado, al menos durante
cierto tiempo, que estaba en posesión de un argumento
decisivo que constituía una respuesta adecuada a sus obje
ciones.
Si el argumento de la concordancia hubiera sido real
mente probado, habría permitido afirmar que “el éxito del
tratamiento psicoanalítico en su conjunto testimonia sobre
la verdad de la teoría freudiana de la personalidad, inclui
das sus etiologías específicas de las psiconeurosis e incluso
su teoría general del desarrollo psicosexual” (ibíd., pp. 140-
141). Igualmente habría tenido como corolario que el méto
do psicoanalítico “tiene la extraordinaria capacidad de vali
dar sus aserciones causales mayores por investigaciones
esencialmente retrospectivas, sin tener que asumir la obli
gación de estudios longitudinales prospectivos utilizando
controles (experimentales). Sin embargo, estas inferencias
causales no están viciadas por la falta del post hoc ergo
propter hoc ni por otras conocidas trampas de la inferencia
causal” (ibíd., p. 141). Es inútil insistir sobre lo que una
conclusión de este tipo tendría de fatal para todas las inter
pretaciones que, como es el caso, en particular el de W itt
genstein, niegan que Freud haya conseguido poner a pun
to un método, inédito y absolutamente nuevo en su género,
para la investigación y el descubrimiento de causas. Pero el
mismo Grünbaum no piensa que Freud haya logrado darle
al argumento de la concordancia una forma realmente pro
baba y estima, por otro lado, que ha sido obligado a recon
siderarlo a partir de 1926 hasta terminar por abandonarlo,
porque se ha dado cuenta de que sus dos premisas causa
les, que durante decenios había considerado empíricamen
te justificadas, estaban seriamente puestas en cuestión, por
una parte, por la existencia de remisiones espontáneas,
y por otra, por la inestabilidad y precariedad de los resulta
144
dos terapéuticos obtenidos por el tratamiento psicoanalíti-
co (cfr. ibíd., p. 160).
No estoy del todo seguro, por mi parte, de que el pasaje
crucial de las Vorlesungen tenga realmente el sentido de la
“afirmación audaz” de la tesis de la indispensabilidad cau
sal. Más razonable me parece suponer que Freud ahí sim
plemente responde, como lo hace en otras ocasiones, a la
objeción que plantea la sugestionabilidad del paciente, des
tacando, más modestamente, que, si las sugestiones realiza
das por el psicoanalista no correspondieran a hechos que le
concerniesen, sus conflictos no serían reparados y sus resis
tencias suprimidas, lo que no implica, parece, ninguna con
secuencia que directamente concierna a las posibilidades de
éxito o los riesgos de fracaso de otros métodos de tratamiento
distintos de los del psicoanálisis. Sea lo que sea, el argumento
de la concordancia prueba quizá que Freud era, como lo afir
ma Grünbaum, un epistemólogo mucho más consciente e
incomparablemente más sofisticado de lo que han recono
cido incluso sus críticos más simpáticos. Pero no es posible
-y en el fondo es lo único esencial- extraer, de la opinión del
propio Grünbaum, una respuesta adecuada al escepticismo
causal de críticos como Wittgenstein, incluso aunque sea
exacto que éste tiene necesidad de ser argumentado bastan
te más de lo que el mismo Wittgenstein ha hecho o incluso
ha podido hacer.
Lo menos que puede decirse es que la posición a la que
finalmente llega Freud respecto a la realidad de las escenas
infantiles que el análisis hace volver a la memoria del pacien
te no es ni muy clara ni muy satisfactoria. En el relato del
caso del hombre de los lobos, dice de la escena primitiva que
tiene por contenido “la imagen de una relación sexual entre
los padres en una actitud particularmente favorable a ciertas
observaciones”:
145
ducen; entonces, atendiendo a su contenido, es impo
sible que sea otra cosa que la reproducción de un hecho
real vivido por el niño. Porque éste, y en eso se parece
al adulto, no puede producir fantasmas sino en cone
xión con material que ha tomado de una fuente o de
otra; y, en el niño, los caminos de esta adquisición Qa
lectura, por ejemplo) están en parte cerrados, el tiem
po que dispone para la adquisición es limitado y fácil
de explorar en cuanto a esas fuentes (Cinco psicoanáli
sis, pp. 364-365).
146
personal no es suficiente. Completa las lagunas de la verdad
individual con la verdad prehistórica, reemplaza su propia expe
riencia por la de sus ancestros” (ibíd., pp. 399-400).
147
ren son, como aquéllos de los que se trata en los mitos,
acontecimientos que han debido de ocurrir, y no sucesos
de los que se tenga que saber si lo han hecho o no. La cues
tión de su realidad histórica es, quizá, imposible de resol
ver, pero sobre todo es una cuestión que carece de toda per
tinencia. Si Wittgenstein hubiera tenido la ocasión de leer
los pasajes que acabamos de citar, habría encontrado una
confirmación suplementaria de su idea de que el alivio apor
tado por las explicaciones “históricas” que propone el psi
coanálisis es comparable al que procuran los relatos que
conectan los aspectos y los episodios más problemáticos de
la vida individual con los sucesos míticos que alcanzaron,
en una época lejana, a la vida de la especie. Lo que nos satis
face en estas explicaciones es, primordialmente, la necesi
dad y el carácter trágico que confieren a sucesos que están
a primera vista desprovistos de todo ello:
148
-e l desarrollo trágico y la repetición de una configura
ción que ha sido determinada por la escena primitiva
(Urszene)-. En el buen entendido de que permanece la
dificultad de determinar qué escena es la escena primi
tiva -s i es la escena que el paciente reconoce como tal
o si es aquella cuya rememoración produce la curación.
En la práctica estos criterios están mezclados (Lectores
and Conversations, p. 51).
149
Capítulo 4
Las razones y las causas
La psicología pertenece a un dom inio ratioide y la
multiplicidad de sus hechos no es infinita en absoluto,
como lo ilustra la posibilidad de que exista como cien
cia empírica. Lo que es de una incalculable diversidad
, son los motivos psíquicos, y la psicología no tiene nada
que ver con ellos [Roben Musil, Skizze dar Erkaintnis des
Dichters (1918)].
152
los que él emplea, o bien propone e impone razones, y la
aceptación de una razón nada tiene que ver con la acepta
ción de una hipótesis explicativa de tipo causal, ni siquiera
con hipótesis alguna. Desde luego, es posible que el psico
analista se vea conducido, a lo largo de la cura, a proponer
a título hipotético razones de diversa índole, puede incluso
estar convencido bastante antes del fin del proceso de cono
cer la verdadera razón del comportamiento del analizado, y
que, pese a todos sus esfuerzos, fracase a la hora de hacerle
admitir que ésa era la razón de su conducta. Pero Wittgens-
tein sostiene que una razón simplemente posible es bastan
te diferente de una supuesta causa, en el sentido de que aqué
lla es presentada como algo que el agente podría en principio
(re)conocer; y cuando es aceptada, lo que hace esencialmente
de ella la razón del comportamiento por explicar es el hecho
de que el interesado la reconozca como tal.
A decir verdad, la situación es más complicada de lo que
podría parecer a primera vista, pues es difícil, por ejemplo,
subordinar en todos los casos la percepción de una rela
ción causal a una experiencia repetida de la consecución
de los dos sucesos concernidos. ¿No hay y no tiene que
haber casos en los cuales estamos en situación de apre
hender instantáneamente la causa y conocerla inmediata
mente con una certeza total? En las Investigaciones filosófi
cas, después de haber evocado la idea de que, en la lectura,
experimentamos interiormente una suerte de causalidad de
los signos que vemos sobre las palabras que pronunciamos,
Wittgenstein añade:
154
ello tiene que ser introducida como una forma particular y
específica de nuestra proposición, que de hecho, aquí, apa
rece como principio de razón suficiente de la acción, princi-
pium rationis agendi, más brevemente, ley de la motivación”
(Über die vietfache Wurzel des Satzes vom zureichenden Grande,
§ 43). Schopenhauer sostiene que la motivación no es sino
“la causalidad pasada por el conocimiento”, y el motivo obra
con la misma necesidad que todas las causas. La ley de moti
vación es, como ley de causalidad, una ley natural y se apli
ca con el mismo rigor: “La voluntad humana también tiene
su ley, porque el hombre forma parte de la naturaleza: es
una ley que puede demostrarse con todo rigor, ley inviolable,
ley sin excepción, ley firme como la roca, que posee no una
casi-necesidad, como le sucede al imperativo categórico, sino
una necesidad plena: es la ley del determinismo de los moti
vos, que es una forma de la ley de causalidad, de la causali
dad pasando por un intermediario, el conocimiento. Es la
única ley que se puede atribuir, en virtud de una demostra
ción, a la voluntad humana, y a la cual obedece por natura
leza. Esta ley exige que toda acción, simplemente, sea la con
secuencia de un motivo suficiente. Es, como la ley de
causalidad en general, una ley de la naturaleza”69. En otros
términos, el hecho de que el conocimiento sea el interme
diario obligado de la causalidad de los motivos no impediría
a la ley de motivación ser un simple caso particular de la ley
de causalidad, y dar lugar, así, a un determinismo tan rigu
roso como el suyo. Wittgenstein considera esto como una
confusión gramatical. Para él, la conexión causal simplemente
no es ese tipo de cosa que podría, por un lado, ser objeto de
una hipótesis y, por otro, de una experiencia inmediata. Como
dice en uno de sus manuscritos: “La ‘conexión causal’ no es
una conexión primaria, lo que significa que no cabe sentirla
(u otras cosas de este tipo)”.
Desde luego es destacable que el propio W ittgenstein
(como cualquiera, por otra parte), vacila a veces, y de un
158
más, a defender la tesis de la incompatibilidad entre la expli
cación por causas y la explicación por razones.
A menudo se supone que si un comportamiento pudie
ra ser explicado integralm ente por sus causas, estaría
determinado de un modo que no deja subsistir ninguna
posibilidad de intervención a cosas como intenciones, deli
beraciones, razones y motivos, y que la explicación inten
cional de la acción habría perdido en ese momento su razón
de ser y su sentido. Wittgenstein es absoluto cree que esto
sea así. Incluso una explicación rigurosamente determinis
ta del curso de los acontecimientos humanos, si pudiera
darse, no nos disuadiría necesariamente a continuar adop
tando la actitud (porque es en primer lugar una cuestión
de actitud) que consiste en imputar razones y asignar res
ponsabilidades: “Sabemos cómo utilizamos expresiones
como ‘responsable’, ‘libre’, ‘no poder dejar de hacer...’, etc.
Y bien, los usos de estas expresiones son del todo inde
pendientes de la posibilidad de saber si hay o no hay leyes
de la naturaleza. [...] Considerarse responsable, tener a
alguien por responsable -eso son actitudes-. Así la actitud
que adoptamos ante alguien borracho -e l elogio, la repro
bación- es distinta de la que adoptamos respecto a quien
se lo hace” (Conversations 1949-1951, p. 15). Una demos
tración de la verdad del determinismo en tanto que teoría,
si tiene algún sentido imaginar algo de este tipo, nada cam
biaría en esas maneras diferentes de reaccionar.
La diferencia “lógica” importante entre la Begründung y la
Verursachung y entre las razones y las causas, no debe ser bus
cada en la anterior dirección; y no es por ahí, como hemos
visto, por donde W ittgenstein la buscaba. Incluso si una
acción ha sido efectuada “maquinalmente” o “automática
mente”, es posible que pueda darle, después, una razón, si
se me pide una (indicando una regla o mostrando un para
digma) (cfr. The Blue Book, p. 14); y esto no convierte a la
explicación a través de una razón en algo más análogo a
la explicación por una causa. Lo que está en cuestión no
es la inexorabilidad más o menos mítica de las causas y la
supuesta tolerancia de las razones. Como destaca Dennett,
las explicaciones que podemos llamar, de manera general,
“intencionales” Go que significa, simplemente, que invocan
159
pensamientos, deseos, creencias, conocimientos, intencio
nes, etc., algo que no implica que atribuyan necesariamen
te su posesión consciente al sujeto de la acción) son, quizá,
entre otras cosas, explicaciones por causas, pero “no son,
cuando menos, explicaciones causales simpliciter” (Brains-
torms, p. 235). Es lo que Dennett demuestra contrastando
las explicaciones auténticamente intencionales con los “híbri
dos causales” del siguiente tipo:
160
ra de (1) y (2)- que un deseo o una creencia únicamente han
causado un síntoma, por ejemplo una parálisis, o puede
decirse que un deseo o una creencia han conducido a alguien
a querer estar paralítico - a volverse paralítico deliberada
mente-. Lo segundo se presenta como una explicación pura
mente intencional, un caso en el que la parálisis -e n tanto
que estado querido (as an intended condition)- se vuelve inte
ligible a la luz de ciertas creencias y de ciertos deseos, por
ejemplo el deseo de que se ocupen de nosotros, la creencia
de que nuestro entorno familiar se sentirá culpable” (ibíd.,
p. 236). Incluso si el deseo y la creencia han tenido que ejer
cer una acción que podamos calificar como causal, tanto en
el segundo caso como en el primero, en nada atenúa, pare
ce, la diferencia que existe entre los casos en los que son
simplemente invocados como causas de la acción y aquellos
en los que son invocados como razones que la explican inten
cionalmente.
Nada, en principio, prohíbe decir que alguien que acep
ta una razón acepta al mismo tiempo, al menos en ciertos
casos, un cierto tipo de explicación causal de su compor
tamiento. Davidson ha intentado rehabilitar la posición tra
dicional y habitual según la cual la racionalización es una
clase particular de explicación causal71. Según éste a menos
que se reconozca que las razones tienen que ser admitidas
también como causas, no tendríamos una explicación satis
factoria de lo que queremos decir cuando decimos que “el
agente X ha efectuado una acción porque tenía una razón”.
De hecho, “una razón es una causa racional” (“Psychology
as Philosophy”, ibíd., p. 233). Los partidarios de una dis
tinción totalmente estricta entre la racionalización y la expli
cación causal resaltan que la relación que hay entre una
razón y la acción de ésta explica es una relación lógica e
intema, puesto que una razón implica una redescripción de
una acción que tiene por efecto volverla inteligible, en tan
to que la relación de la causa con el efecto es una relación
161
empírica y extema entre dos sucesos. A lo cual Davidson
objeta que esto no excluye que la redescripción de la acción
la describa igualmente como habiendo sido producida por
ciertas causas y que, correlativamente, una proposición cau
sal verdadera (en el sentido de que identifique realmente la
causa) puede ser analítica o sintética, según la manera en
que ella describa la causa en cuestión. En ciertos casos,
determinar el motivo real de una acción resulta, eso pare
ce, lo mismo que identificar el agente causal que efectiva
mente ha producido la acción.
Wittgenstein insiste, por su parte, sobre el hecho de que
no podemos decir de una razón lo que diríamos de una cau
sa, a saber: que la razón es una buena razón si hace proba
ble (e incluso, quizá, en el límite, que hace cierto) el que ocu
rra el suceso concernido. Decir que una razón es una buena
razón significa, sólo, que corresponde a un cierto patrón de
una buena razón, un patrón que a su vez no remite a una
razón ulterior. Cuando decimos que el miedo está justifica
do (por una buena razón), no hay una nueva razón para con
siderar esa razón como una buena razón. Pero la cuestión de
saber lo que hace de la razón que aceptamos una verdadera
razón es precisamente lo que deberíamos plantear si la rela
ción de la razón con aquello que ella justifica fuese una
relación empírica: “Si la justificación de una creencia fuera
una relación empírica, entonces deberían preguntarse aún
‘¿Y por qué ésta es precisamente una razón de esta creencia?’
Y así continuamente”. No cabe, pues, considerar la justifi
cación por una razón como una relación que nos enseña la
experiencia sin arriesgamos, inmediatamente, a ser envuel
tos por una regresión al infinito. No es la experiencia lo que
nos justifica el que lleguemos a considerar algo como una
(buena) razón: “La experiencia enseña que la causa de B es
A, y por consecuencia que haya sucedido A es una buena
razón para suponer que sucederá B. Pero no puede decirse
que la experiencia enseña que la experiencia repetida de la
coincidencia es una buena razón para suponer que las coin
cidencias continuarán”. Es un hecho que cuando se nos pre
gunta por la razón de una creencia, no procedemos como
cuando se nos pregunta por la causa de un suceso: “Pre
guntado por las razones de una suposición, se reflexiona
162
sobre esas razones (man besinnt sich). ¿Es lo mismo que ocu
rre cuando reflexionamos sobre lo que pueden haber sido
las causas de un suceso?” En las Investigaciones filosóficas,
Wittgenstein nos invita a comparar los dos juegos de len
guaje siguientes: a) un juego de lenguaje en el cual se da a
alguien la orden de efectuar ciertos movimientos con el bra
zo o de adoptar ciertas posturas corporales; b) un juego de
lenguaje en el cual alguien observa ciertos procesos regula
res, como por ejemplo, las reacciones de diferentes metales
a los ácidos y formula predicciones sobre las reacciones que
tendrán lugar en ciertos casos. “Hay, subraya Wittgenstein,
entre estos dos juegos de lenguaje un evidente parentesco,
e igualmente una diferencia básica. En ambos casos podría
decir que las palabras expresadas son ‘predicciones’. ¡Pero
compárese el adiestramiento que conduce a la primera téc
nica con el que conduce a la segunda!” (§ 630). A fin de
cuentas, quizá, todo lo que se puede decir acerca del juego
de lenguaje de la explicación por razones y del de la expli
cación por causas, es que tienen, a la vez, un indiscutible
parentesco (el conocimiento de las razones puede, como el
de las causas, ser utilizado para realizar predicciones) y una
diferencia esencial Qos dos juegos de lenguaje en absoluto
son aprendidos ni jugados del mismo modo).
La diferencia “gramatical” que W ittgenstein establece
entre las razones y las causas y entre la explicación por razo
nes y la explicación por causas casi siempre parece haber sido
comprendida como si dijese que si algo es una razón, enton
ces no puede ser al mismo tiempo una causa. Pero W itt
genstein no dice explícitamente nada que pueda excluir esta
posibilidad; y en sus Lecciones de filosofía de la psicología de
1946-1947, hallamos la siguiente nota:
163
Si tengo miedo de algo, eso no quiere decir “Tengo
el miedo en la cara”. Y lo mismo con la sorpresa. La
expresión de miedo o de sorpresa contiene un objeto.
[...] Ofrecer el motivo de una acción es como enunciar
el objeto del miedo o de la sorpresa; el motivo, o el obje
to, puede igualmente ser una causa.
¿Debe ser el motivo una causa probable de la acción?
Si digo que lo he asesinado porque comía una manza
na y no digo que quería esa manzana o que odio a los
que comen manzanas, entonces los demás no lo acep
tarán como un motivo/como una causa probable72.
164
Pero en ausencia de una definición circular de la “buena mane
ra”, y de una versión suficientemente elaborada y plausible de
la anunciada reducción causalista, es difícil decir que la idea
de que las razones son causas de la acción intencional con
tiene algo más que la previa convicción de que debe haber un
tipo de causalidad que opere de una “buena manera”. Por otra
parte, parece haber algo que se opone intrínsecamente a que
las razones de nuestras acciones puedan revelarse un día como
meras causas, porque, entre otros muchos reparos posibles,
no se ve entonces qué es lo que podría permitir, en ese caso,
mantener la distinción, tan esencial, entre las acciones que
efectuamos y las simples cosas que nos suceden, y de las
que no nos consideramos en modo alguno autores.
La explicación por razones pertenece a la categoría de la
explicación teleológica, que “consiste en volver a los fenó
menos ideológicamente inteligibles, más que predecibles a
partir de sus causas eficientes”75. Puede decirse de Freud que
ha conseguido extender de una manera notable el dominio
de la explicación teleológica, mostrando que una gran can
tidad de fenómenos mentales y de comportamientos que no
tienen a primera vista ningún sentido pueden, a fin de cuen
tas, volverse inteligibles y recibir entonces una explicación
que, en sentido amplio, puede calificarse de “intencional”.
Contando con el hecho de que el propio Freud tiene la ten
dencia a presentar lo que hace como si consistiese en exten
der los métodos de explicación causal empleados en las cien
cias naturales a una clase de fenómenos (los fenómenos
mentales en general) que hasta aquí habían parecido resul
tar inaccesibles a este modo de tratarlos. La intervención del
inconsciente supuestamente llenaría el vacío de una expli
cación causal condenada a permanecer incompleta, en tan
to no se consiga explicar, como hacen los físicos, lo percibi
do por lo no percibido. En el lenguaje de von Wright, podría
decirse que la idea que Freud se hace de la “psicología cien
tífica” que él propone, corresponde más bien a un paradig
165
ma “galileano” que a un paradigma “aristotélico”. La difi
cultad fundamental que resulta de esta situación es bien
conocida, y ha sido muchas veces destacada. Así la resume
Davidson: “Parece que hay dos tendencias irreconciliables
en la metodología de Freud. Por un lado, quiere extender al
dominio de los fenómenos a los que se refiere a una expli
cación dada en término de razones, y, por otro, quiere tratar
esos mismos fenómenos como en las ciencias naturales son
tratadas las fuerzas y los estados. Pero, en las ciencias natu
rales, las razones y las actitudes preposicionales no tienen
sitio, y la causalidad ciega es la ley”76. Si aceptamos el pun
to de vista de Davidson, parece que Freud puede ser defen
dido al menos en un punto importante: “No existe un con
flicto de intereses entre las explicaciones por razones y
las explicaciones causales. Puesto que las creencias y los
deseos son causas de las acciones, y a la vez son ellas mis
mas razones, las explicaciones por razones incluyen un ele
mento causal esencial” (ibíd., p. 293). Pero si admitimos que
descubrir una razón puede, e incluso debe, significar al mis
mo tiempo descubrir una (clase especial de) causa, lo que
podría permanecer completamente oscuro es el hecho de
que una causa pueda ser descubierta por caminos tan com
pletamente distintos como pueden serlo, por un lado, una
causa ordinaria y, por otro lado, una razón. Como diría Witt-
genstein, “de una fuente de conocimiento distinta brota un
conocimiento distinto” (Ursache und Wirkung, p. 399).
Waismann expresa la diferencia entre las causas y los moti
vos diciendo que un motivo es fundamentalmente de la índo
le de una interpretación: “Hemos llamado la atención sobre
la incertidumbre de los enunciados que se refieren a moti
vos y sobre la capacidad que tienen de ceder a la crítica, algo
que sugiere la idea de que un motivo no es sino una suerte
166
de interpretación que damos a nuestra acción; una inter
pretación, que no es, por cierto, completamente arbitraria,
pero que sin embargo depende fuertemente de la manera de
‘ver’”77. Un motivo es lo que hace inteligible y dotada
de sentido a un acción. Igualmente podría decirse que “un
motivo es una especie de donación de sentido (Sinngebung) ”
(ibíd., p. 148). La multiplicidad de motivos, en el fondo, no
es sino la multiplicidad de posibilidades de interpretación
que se nos ofrecen cuando buscamos comprender una acción.
Waismann, bien entendido, no sugiere que los motivos no
tengan realidad alguna y que su descubrimiento no tenga
ninguna relación con el conocimiento propiamente dicho.
Lo que, más bien, quiere decir es que el vocabulario psico
lógico no nos proporciona un término apropiado para desig
nar algo que reúne, en la mayoría de los casos, algo más que
una interpretación y algo menos que un conocimiento: “Creo
que necesitamos un concepto que ocupe una posición inter
media entre tres cosas: conocer (erkennen), reconocer (beken-
nen) e interpretar (deuten) ” (ibíd., p. 153). Los motivos son,
de manera paradójica, “cosas que no son nunca del todo rea
les y nunca del todo irreales” (ibíd., p. 154).
Por lo tanto Waismann no considera que la indicación de
un motivo y la explicación causal estén separadas por un cor
te tajante. Podemos damos cuenta, sobre la base de ejem
plos concretos, de que el concepto de “motivo”, que expli
ca la acción, parece susceptible, en ciertos casos, de
transformarse gradualmente en el de causa de la acción, ter
minando por confundirse con él. La dificultad está en que
lo que normalmente llamamos un “motivo” ocupa general
mente una posición intermedia, indecisa e inasignable, que
se sitúa en algún lugar entre dos extremidades a primera vis
ta heterogéneas: la de la razón (que puede ser reconocida,
aceptada o confesada) y la de la causa (que puede ser cono
cida objetivamente): “Más un motivo está próximo a una cau
sa, mejor puede ser conocido desde el exterior y atrapado
167
bajo leyes. Más se aleja de la causa más se remite a la obser
vación de uno mismo. Lo que nos lleva a la cuestión de saber
en qué sentido cabe simplemente hablar de la existencia de
motivos determinados” (ibíd., p. 144). Más los motivos se
asemejan a causas, más parecen susceptibles de prestarse a
la formulación de leyes de tipo causal, más difieren de las
causas, menos su acción parece poder ser considerada como
sometida a leyes causales o a leyes de cualquier tipo.
Los motivos, con toda certeza, como las causas, son algo
que puede ignorarse y sobre lo cual cabe equivocarse. Pero
precisamente la cuestión se plantea en tomo a cómo es posi
ble ignorarlos o equivocarse sobre ellos. “Un motivo -obser
va Waismann-, es tan inaprensible como una nube” (ibíd.,
p. 134). Podría formularse a propósito de la motivación en
general una aporía del tipo siguiente. Si el motivo es la cau
sa del comportamiento ¿cómo es que puede, al menos en
ciertos casos, conocérsele del modo en que se lo hace? (éste
es, podría decirse, el problema de Wittgenstein, para el que
el enunciado de una causa por esencia es una hipótesis). Y
si pertenece a la naturaleza de un motivo, a diferencia de
una causa, el poder ser conocido, ¿cómo es que podemos
equivocamos sobre lo que son nuestros motivos o, más pre
cisamente, cómo puede haber motivos que, simplemente,
no podamos conocer? (es, podría decirse, el problema de
Freud). Es tentador responder, después de Freud, a la cues
tión de saber cómo las incertidumbres e incluso las ilusio
nes afectan a nuestros motivos diciendo que hay “resisten
cias” inconscientes que nos im piden penetrar en ciertos
aspectos de nuestra propia interioridad psíquica o, en todo
caso, que tienen por efecto desviar o falsear, en ciertos casos,
la mirada que tenemos sobre ella. Pero esta explicación no
satisfacía a Waismann (y tampoco, como hemos tenido oca
sión de dam os cuenta, a W ittgenstein), por la siguiente
razón: “No es creíble que se suponga que hay en acción de
modo permanente una fuerza que impide a la mirada pene
trar en nuestra propia interioridad; tampoco que los moti
vos son entidades que de algún modo tienen una existen
cia cerrada sobre sí, que están en nosotros, pero que nos
los disimulamos por un procedimiento más o menos deta
llado, por una ‘censura’ o Dios sabe qué. Pero más bien
debemos encarar una cuestión más radical, simplemente
¿hay motivos?” (ibíd., pp. 135-136). Cuanto más se parez
ca el motivo a una causa que preceda a la acción, y que ha
podido obrar de modo subterráneo o a nuestro pesar, más
plausible resulta la doctrina del realismo de los motivos;
por el contrario, cuanto más aparezca el motivo como una
interpretación de la acción propuesta con posterioridad,
más difícil resulta concebir los motivos como entidades
dotadas de una existencia real que por una u otra razón,
simplemente, puede no ser percibida.
En tanto que el modelo que Freud tiene en mente es cla
ramente el de la fisiología clásica, determinista y realista, Wais-
mann sugiere que apliquemos a la psicología de los motivos
ciertas consideraciones que la física cuántica nos ha hecho
familiares:
170
la teoría que propone. Cioffi, ciertamente, tiene razón al subra
yar que la confusión de razones y causas, en el discurso de
Freud, no es accidental, sino en cierto modo constitutivo; no
resulta simplemente, como se ha dicho y repetido, de una
simple malinterpretación cientificista efectuada por Freud res
pecto a su propia práctica interpretativa. Freud dice que “lla
mamos inconsciente a un proceso cuando tenemos que admi
tir que está activo en este momento, por más que no sabemos
nada de él en este m om ento” (Neue Folge der Vorlesungen,
p. 61). Pues, como apunta Cioffi: “Considerar al referente de
sus aserciones un proceso imperceptible, contemporáneo del
‘acto’ que se está intentado explicar, permite a Freud combi
nar la compatibilidad de la sincera desautorización, por par
te del agente, de una hipótesis sobre las causas de su com
portamiento con la invulnerabilidad al contraejemplo que
caracteriza las reconstrucciones del tipo Collingwood de las
razones que puede tener para su acción un agente histórico”
(Wittgenstán’s Freud, p. 195). Para esto es indispensable, pre
cisamente, que el proceso causal hipotético, una vez que ha
sido reconocido, constituya una razón y, al mismo tiempo,
nunca pueda ser del todo reconocido ni, en consecuencia,
pasar del estatuto de causa posible o probable al de razón
aceptada. Es posible decir, incluso, que lo que hace que las
razones inconscientes no sean simplemente causas es justa
mente el hecho de que son conocidas inconscientemente,
aunque haya algo que se opone a que ese conocimiento se
vuelva consciente, es decir, se convierta en un conocimiento
en el sentido usual del término. Freud habla, por ejemplo, de
una “ignorancia consciente y [de un] conocimiento incons
ciente de la motivación de los azares psíquicos, que consti
tuyen una de las raíces psicológicas de la superstición” (Psi-
copatología de la vida cotidiana, p. 276). Además estima que el
ser humano, independientemente de las técnicas que se han
foijado para la exploración científica del inconsciente, ha teni
do siempre un “oscuro conocimiento [que no debe confun
dirse, dice, con el conocimiento verdadero] de factores y
hechos psíquicos inconscientes”, un conocimiento que está
constituido por “la percepción endopsíquica de estos facto
res y esos hechos” y que, no pudiendo presentarse bajo la for
ma de un conocimiento consciente de ese universo incons-
171
dente, se refleja al nivel de la condencia bajo la forma des
plazada y ennobledda, pero inadecuada, de la construcción
de una realidad suprasensible. La toma de conciencia no es
pues, en este caso, el paso de la ignorancia pura y simple al
conocimiento, sino más bien de un conocimiento censurado
y desplazado, que se confunde sobre su objeto real, a un cono
cimiento actualizado.
Los procesos inconscientes son procesos de los que se
supone que han tenido lugar (realmente) en un momento
dado, sin que la persona concernida tenga noticia de ellos.
Y, teniendo en cuenta lo que se viene diciendo, no sorpren
de que Freud afirme de ellos que constituyen la causa deter
minante, que proporcionan el motivo y que contienen el sen
tido de la acción que se trata de explicar. El lenguaje empleado
es, típicamente, el de un científico que postula la existencia
de un hipotético proceso subyacente para explicar ciertos
efectos observables. Pero Wittgenstein sostiene que la reali
dad de ese proceso no está, contrariamente a las apariencias,
nunca verdaderamente en cuestión, pues si lo estuviera, el
hecho de que el paciente esté dispuesto a aceptar la expli
cación del psicoanalista, en modo alguno constituiría una
prueba de que el proceso efectivamente ha tenido lugar. Freud
dice de uno de sus pacientes: “Ha sido preciso mucho tiem
po y considerables esfuerzos antes de que termine por com
prender y aceptar que un motivo (Motiv) de este tipo podía
haber sido la fuerza motriz (die treibende Kraft) de la acción
obsesiva” (Vorlesungen, p. 219). Wittgenstein objeta que des
cubrir una causa determinante y convenir la existencia de
una razón o de un motivo, constituyen dos cosas bien dis
tintas. Y no cesan de ser diferentes, aunque se haya admiti
do que una razón, también, puede ser una causa.
172
Capítulo 5
La mecánica del espíritu
Todo puede explicarse por las [causas] eficientes y por
las finales; pero en lo que concierne a las substancias racio
nales se explica más naturalmente por la consideración de
los fines, así como lo que se refiere a las demás substan
cias se explica mejor por las eficientes. [G. W Leibniz.]
174
la existencia de causas, sino que sostiene, además, que el cono
cimiento de esas causas no permitiría, al menos en teoría, pre
decir un suceso con un grado de precisión tan grande como
se pueda desear; así la tesis del determinismo psíquico no pue
de ser, entre los que lo defienden, otra cosa que un principio
metafísico o un puro postulado metodológico. A diferencia
del determinismo físico esa tesis nunca ha conseguido verda
deramente rebasar este estado. Una cosa es afirmar que todos
los sucesos mentales están determinados por sus causas de
modo tan riguroso como los sucesos físicos; otra es conseguir
formular respecto a ellos leyes causales que permitan, en prin
cipio, y en cada caso, sobre la base de una descripción sufi
cientemente precisa de las condiciones iniciales, predecir con
certeza la dirección exacta que tomarán los sucesos de la vida
mental. Popper estima que de hecho no poseemos alguna teo
ría psicológica (desde luego no el psicoanálisis) que permita
enunciar los datos suficientes para efectuar el tipo de predic
ción deseado y calcular el grado de precisión que ha de exi-
gírseles a esos datos. Si se pregunta, como hace Wittgenstein
a propósito de la tesis del paralelismo psicofisiológico, lo que
sabemos realmente de esas cosas, es difícil no concluir, como
lo hacía Popper, que: “La idea de predecir la acción de un
hombre con el deseado grado de precisión por métodos psi
cológicos es hasta tal punto extraña al pensamiento psicoló
gico que difícilmente puede saberse lo que implicaría. Por
ejemplo, implicaría la capacidad de predecir, con el grado de
precisión deseado, la velocidad con la que un hombre subi
ría al piso superior sabiendo que ahí va a encontrar una carta
que le informa de su promoción o de su despido” (ibíd.). La
honestidad obliga a decir que, simplemente, no tenemos nin
guna idea de la manera en que el conocimiento de las condi
ciones iniciales físicas podría ser combinado con el de las con
diciones iniciales fisiológicas, psicológicas, económicas, etc.,
para efectuar una predicción de ese tipo. Pero la tesis del deter
minismo psíquico no afirma, evidentemente, que disponga
mos de ese tipo de conocimiento. Simplemente dice que el
curso de los sucesos mentales y de las acciones humanas es
condicionalmente predecible, es decir, que podría ser predi
cho si un cierto conocimiento, posible lógicamente, bien que
quizá tácticamente imposible de obtener, existiera.
175
Max Planck, en una conferencia sobre la libertad de la
voluntad, propone que se admita que, cuando decimos de
un suceso que está causalmente determinado, queremos decir
que existe una posibilidad de principio, para un observa
dor que dispusiera de una información suficiente, de prede
cir su ocurrencia. Independientemente de las cuestiones que
pueden plantearse respecto a la naturaleza y al origen de la
causalidad, parece, en efecto, que un proceso que puede ser
predicho con certeza ha sido, de un modo u otro, causal
m ente determinado, y que inversamente el carácter cau
salmente determinado de un proceso implica la posibilidad
de preverlo, por parte de un observador que tuviese un cono
cimiento completo de todas las circunstancias que concu
rren en su producción y que hacen inevitable su ocurrencia.
En estas condiciones la tesis según la cual la ley de causali
dad reina sin ninguna excepción, tanto en el ámbito de los
procesos mentales como en el de los procesos psíquicos,
puede ser comprendida del siguiente modo:
176
se reúnen para proporcionar una determinada fuerza
resultante79.
177
medida de lo posible, el punto de vista del “observador cuya
mirada lo penetra todo, pero que debe permanecer comple
tamente pasivo” (ibíd.), vemos que esta condición de pasi
vidad, en la cura psicoanalítica, no es cumplida ni por el ana
lista ni por el paciente. En el complejo juego de interacciones
que tiene lugar, en el curso del tratamiento, entre el médico
y el enfermo, la posición del primero no es exactamente la
de un observador separado que sabe, pero que no intervie
ne; y no hay ninguna garantía de que las explicaciones que
da y las predicciones que efectúa no influyan de modo más
o menos directo en el comportamiento que pretende expli
car. A esta objeción clásica se añade, desde el punto de vis
ta de Wittgenstein, el hecho de que el paciente no está en
ningún momento en la situación de el observador inactivo
que busca, con el concurso del psicoanalista, determinar
“objetivamente” los motivos de su acción, puesto que, a dife
rencia de las causas, los motivos no son descubiertos por
mera observación y lo que hace del motivo un motivo depen
de esencialmente del asentimiento del interesado que lo reco
noce como tal, lo que significa que el punto de vista a par
tir del cual puede ser identificado no es en absoluto el punto
de vista del puro observador, que no está concernido por el
proceso o que se abstiene, tanto como pueda, de intervenir
en él del modo que sea.
Una de las exposiciones más clásicas y más célebres del
principio del determinismo psíquico ha sido proporcionada
por Hume. “Está universalmente admitido, escribe, que la
materia, en todas sus operaciones, es activada por una fuer
za necesaria, y que todo efecto está determinado de manera
tan precisa por la naturaleza y la energía de su causa que nin
gún otro efecto, en tales circunstancias particulares, habría
podido resultar de la operación de esa causa”80. Y aunque
muchos expresan cierta repugnancia a la hora de admitirlo
explícitamente, todo el mundo admite igualmente, según
Hume, que no hay diferencia de naturaleza entre los efectos
que resultan de la acción de una fuerza material y bruta y los
178
que resultan de la voluntad, de la intención, del pensamiento
y de la inteligencia. La conexión entre los motivos y las accio
nes voluntarias es tan regular y uniforme como la que exis
te, en cualquier parte del universo, entre las causas y los efec
tos naturales; y las inferencias que efectuamos desde los
motivos a las acciones reposan sobre la misma base que todas
las demás inferencias causales, a saber: las consecuciones
invariables que han sido observadas en el pasado. Una acción
debe ser considerada, pues, como determinada de modo tan
preciso por la naturaleza y la energía de sus motivos que nin
guna otra habría podido resultar, en las circunstancias con
sideradas, de la operación de esos motivos. En consecuen
cia, aunque podamos tener la impresión de experimentar en
nosotros mismos una libertad, “un espectador puede habi
tualmente inferir nuestras acciones de nuestros motivos; e
incluso cuando no puede hacerlo, concluye en general que
podría hacerlo si tuviese un conocimiento perfecto de todos
los detalles de nuestra situación y de nuestro carácter, y los
resortes más secretos de nuestra complexión y de nuestras
disposiciones”. La necesidad de la acción no resulta, por lo
tanto, de ningún modo de una experiencia directa que podría
tener el agente de una conexión necesaria que existe entre el
motivo y la acción; solamente reside, como en el caso gene
ral, en la inferencia de la existencia de la acción a partir de
aquello que la precede, o sea, en una determinación realiza
ble desde el punto de vista de un espectador.
Mientras los motivos sean simplemente considerados
como fuerzas psíquicas motrices, es difícil de comprender
cómo su dinámica podría diferir de la de las fuerzas mate
riales y autorizar la libertad de elección que éstas prohíben.
Pero, como hemos visto, Wittgenstein considera como una
imagen engañosa o una confusión característica la idea de
que los motivos pueden ser, como las causas, asimilados
a fuerzas motores de una cierta clase, y rechaza, en conse
cuencia, igualmente la cuestión del determinismo de los moti
vos, la cual sólo tiene un sentido claro si los motivos sim
plemente fuesen causas. Estima, por su parte, que la tesis
del determinismo psíquico corresponde simplemente a una
manera peculiar, que nos suele parecer natural y por eso casi
obligatoria, de considerar los sucesos de la vida mental, una
manera ciertamente atractiva, pero de ningún modo impues
ta por el ejemplo de los éxitos que la ciencia ha tenido en el
ámbito de la explicación y predicción de los fenómenos natu
rales. Lo único que puede decirse a favor de la idea del deter-
minismo mental es que todo en nuestra visión de las cosas
parece apuntar en ese sentido. De un suceso mental, como
de un suceso físico, no nos preguntamos si tiene o no una
causa, sino más bien qué causa tiene. Pero nuestra actitud
podría, por razones que tienen que ver básicamente con la
evolución de nuestros conocimientos científicos, cambiar un
día a este respecto. Podríamos, en teoría, emplear un siste
ma en el cual no hubiera causas para ciertos sucesos. Pero
“no deberíamos decir que no hay causas en la naturaleza,
sino solamente que tenemos un sistema en el cual no hay
causas. El determinismo y el indeterminismo son propieda
des de un sistema que están arbitrariamente fijadas” (Witt-
genstein’s Lectures 1932-1935, p. 16).
Pensar, como lo hacemos normalmente, que nuestra con
ducta está, tal vez, determinada en los más pequeños deta
lles por causas que en lo esencial ignoramos, es una expe
riencia que nos provoca el mismo extraño efecto que lo
siguiente: “Cuando alguna vez he buscado frenéticamente
una llave, he pensado: ‘Si un ser omnisciente me mira, debe
burlarse de mí. Qué diversión para la divinidad verme bus
car lo que ella conoce desde el principio’. Suponed que pre
gunto: ¿hay alguna buena razón para mirar las cosas de este
modo?” (A Lecture on Freedom of the Wiü, p. 91). Max Planck,
en la conferencia citada anteriormente, explica que:
180
cipio. A los ojos de Dios, incluso nuestros más gran
des héroes espirituales se comportan com o seres pri
mitivos. Esto no elimina en esas personalidades úni
cas en su género el halo de misterio que para nosotros
las rodea y no disminuye la altura sublime a la que diri
gimos nuestra mirada cuando las contemplamos (Vom
Wesen der Willensjreihát, p. 164).
181
tesis del deterninismo mental no implica que todos los pro
cesos mentales deban ser considerados reductibles en últi
mo análisis a procesos neurofisiológicos. La posibilidad de
una reducción de este tipo simplemente significaría que cabe
esperar ver el determinismo que gobierna los procesos psí
quicos como una forma o un aspecto particular del deter
minismo físico; una suposición que, sin duda, contribuye
implícitamente a conferir una cierta plausibilidad a la tesis
del determinismo mental, tal y como es habitualmente for
mulada, pero que no está sin más implicada por ella. Como
se ha subrayado a menudo, Freud mismo, por más que haya
insistido, después de abandonar el desdichado ensayo que
había representado el Proyecto de psicología científica, que toda
teoría del inconsciente debía formularse en términos psico
lógicos, nunca negó explícitamente “la creencia, implícita en
la tradición materialista en la que se había educado, de que
cuando seamos capaces de conocerlo, las actividades del
inconsciente serán consideradas funciones del sistema ner
vioso”81. Pero es difícil de decir en qué medida su inque
brantable convicción en la verdad del postulado del deter
minismo mental podía estar subordinada a un presupuesto
de este tipo. El punto común entre la tesis según la cual todo
proceso mental debe tener como correlato un correspon
diente proceso neurocerebral o, finalmente, incluso, no es
otra cosa que este tipo de proceso82, y la tesis del determi
nismo mental es, de hecho, únicamente, desde el punto de
vista de Wittgenstein, que, en los dos casos, postulamos que
algo debe ser así, bien que sepamos bien poco sobre lo
que realmente sucede ahí, es decir, que lo que hacemos con
siste esencialmente en adoptar una norma de descripción
determinada, que, como siempre en casos semejantes, nos
da la impresión de estar directamente impuesta por los hechos
mismos.
81 Citado por Ronald W Clark, Freud, The Man and the Cause, Ran-
dom House, Nueva York, 1980, p. 155.
82 Para una discusión del problema del paralelismo psico-físico, cfr.
Freud, “Der psycholo-physische Parallelismus”, extraído de ZurAuffas-
sungder Aphasien (1891), en Studienausgabe, III, pp. 165-166.
182
En su reciente libro sobre la “domesticación del azar”, Ian
Hacking describe una mutación que ha ocurrido durante la
segunda mitad del siglo xix, la progresiva erosión del deter-
minismo y el reconocimiento oficial de la existencia de leyes
del azar autónomas. “A lo largo de la Edad de la Razón”, escri
be Hacking, el azar había sido considerado la superstición del
vulgo. El azar, la superstición, el modo vulgar de pensar, la
sinrazón eran de la misma calaña. El hombre racional, des
viando la vista de este tipo de cosas, podía cubrir el caos de
un velo de leyes inexorables. El mundo, decía, podía a menu
do dar la impresión de estar entregado al azar, pero solamen
te porque no conocíamos los efectos inevitables que resultan
del funcionamiento de sus resortes intemos”83. A finales del
siglo xix la situación se había vuelto completamente distinta:
“Hacia el fin de siglo, el azar había alcanzado la respetabi
lidad de un ballet de la época victoriana, dispuesto a ser
fiel servidor de las ciencias naturales, biológicas y sociales”
(ibíd., p. 2). En tanto el año 1870 ha marcado, según Hac
king, el comienzo de la erosión de la concepción determinis
ta, la tesis de Cassirer, que data de 1872, año de la famosa
conferencia de Emil Du Bois-Reymond84, verdadera inven
ción del determinismo, no puede ser más paradójica. Hac
king estima que Cassirer no tiene razón al sugerir que gentes
como Laplace, y antes de él filósofos como Hume y Kant, que
eran partidarios declarados de la doctrina de la necesidad, al
menos en lo que concierne al universo de los fenómenos natu
rales, sólo se expresaban de una manera más o menos “meta
fórica”. Pero la tesis que defendía Cassirer tenía, al menos, el
mérito de llamar la atención sobre un cambio real e impor
tante que se estaba produciendo en ese momento:
183
y el comienzo de 1870. En segundo lugar, que esto ocu
rrió en un contexto particular. Bemard en Francia y Du
Bois-Reymond en Alemania eran fisiólogos. Negaban el
vitalismo y defendían que todos los procesos vitales
estaban sometidos a las acciones químicas y eléctricas
(o cosas de este tipo). Los miembros del equipo de Ber
lín extendieron las ciencias físicas hasta el mismo cere
bro. Laplace, Kant y Hume eran notablem ente pru
dentes sobre todo lo que podía corresponder al cerebro.
Puede leerse a Laplace (¡No a La Mettrie!) como alguien
que habla de necesidad únicamente en el ámbito de la
substancia extensa, espacial, material. Du Bois-Reymond
consagró su vida a los sucesos mentales y defendía
una teoría de la correspondencia que se aproximaba
a una teoría de la identidad: los sucesos cerebrales
corresponden a los sucesos mentales, incluso pueden
ser simplemente la misma cosa que ellos. El proyecto
de su conferencia de 1872, era comprender la conciencia
y la libertad en una metafísica de este tipo. Allí afirma
ba que no los comprenderíamos jamás. Se trata de un
límite del conocimiento científico posible, un límite que
la ciencia nunca podrá traspasar. En consecuencia, Cas-
sirer tiene razón sobre algo que no es puramente ver
bal. El nuevo estilo del determinismo era mucho más
imperial que el de Laplace. Fue concebido para exten
der su dominio hasta el cerebro, el lugar de los sucesos
mentales (ibíd., pp. 154-155).
184
fesor Austin?”, a lo que respondió: “No, menos de u n a”.
Esta es una apreciación que nos parece, de modo general,
bastante justificada y que podría serlo, en todo caso, en lo
que concierne al uso que Freud mismo hace del concepto
de “determinismo”. Simplemente nos contentaremos aquí
con formular tres indicaciones, que permitirán situar con
más claridad su posición respecto a la de W ittgenstein.
1) Sobre el problema del azar, Freud se comporta típica
mente como un hombre de la Edad de la Razón, para el que
el azar no puede ser sino una apariencia y la creencia en el
azar, incluso en la vida mental, donde su existencia podría
parecer más evidente que en otros lugares, el reflejo de una
actitud anticientífica y antinacional emparentada con el oscu
rantismo y la superstición (es significativo que Wittgenstein
considera, al contrario, como una superstición característi
ca de nuestra época la evidencia según la cual la ciencia, si
se la deja el tiempo suficiente, terminará por explicarlo todo).
2) Incluso cuando se percató de que la teoría del incons
ciente tenía que ser formulada en un lenguaje que fuese,
quizá irreductiblemente, psicológico, y sin prueba alguna
de que algún día pueda ser traducido en el lenguaje de la
neurofisiología y, para terminar, en el de la neurofísica, no
se quebró en absoluto su convicción respecto a la tesis del
determinismo mental. 3) La erosión del determinismo, de
la que habla Hacking, y la evolución que ha conducido al
descubrimiento del hecho de que el propio mundo físico
no es determinista, poniendo radicalmente en cuestión la
noción de causalidad -en el centro de la doctrina de la nece
sidad de los pensadores clásicos y sus herederos modernos-,
fue algo que le resultó del todo ajeno y que, en todo caso,
no afectó a sus convicciones deterministas.
Hay, evidentemente, una diferencia considerable entre la
certeza de que la vida mental misma debe considerarse como
gobernada integralmente por el principio de causalidad y la
posibilidad de formular leyes causales precisas que den cuen
ta de lo que sucede. De todos modos, incluso si alguien estu
viese tentado de creer que Freud ha acertado efectivamente,
como él pensaba, a someter a leyes causales rigurosas suce
sos que hasta entonces parecían inexplicables o fortuitos,
debería también admitirse que el conocimiento de las causas,
185
que el psicoanálisis pretende poseer, es en general incapaz
de autorizar el tipo de predicciones que exige la tesis del
determinismo científico, si se comprende al modo de Pop-
per. A todo lo más que podría el psicoanálisis es, sobre la
base de un cierto conocimiento, adquirido por el específico
método que utiliza, de la constitución particular del incons
ciente del sujeto, indicar qué sucesos o comportamientos de
cierto tipo (sueños, lapsus, olvidos, actos fallidos, juegos de
palabras, etc. de tal o cual clase) son susceptibles de produ
cir con cierta probabilidad, y hacer inteligible, una vez que
áe ha producido, tal o cual suceso o comportamiento. Pero
para tener siquiera la oportunidad de explicar, por ejemplo,
el que tenga lugar tal o cual juego de palabras, es preciso
hacer intervenir, evidentemente, una gran cantidad de otros
factores de los que el psicoanálisis no dice nada y de lo que,
en general, casi nada sabemos. Es difícil, en estas condicio
nes, no darle la razón a Wittgenstein, cuando apunta que el
psicoanálisis no nos proporciona una explicación causal, sim
plemente nos proporciona una razón, por ejemplo, de los
chistes, razón que puede satisfacemos, incluso cuando podría
dar la impresión de lo contrario. Lo que es desconcertante,
a su juicio, en el modo en que habitualmente se consideran
las cosas es que se presente la teoría psicoanalítica como la
única capaz de explicar realmente, por ejemplo, los chistes;
esto sería un modo de decir que ninguna explicación pura
mente causal, en el sentido usual del término, de lo que ha
suscitado el que ocurra tal o cual fenómeno acierta verda
deramente, y al mismo tiempo interpretarla como siendo ella
misma una explicación causal y, lo que es más, la verdadera
explicación causal.
Como escribe McGuinness, a propósito de la tesis del
determinismo psíquico: “Lo que parece un escepticismo y
una saludable hostilidad dirigida contra el azar, en tanto que
factor que interviene en los asuntos humanos, es en reali
dad un prejuicio ciego en favor de una cierta manera de dar
cuenta de las cosas” (op. cit., p. 35). El resultado esencial
de la adopción del prejuicio es que sucesos que serían nor
mal y naturalmente atribuidos al azar (o, en todo caso, con
siderados como incluyendo una parte de azar) no pueden
ser descritos en adelante sino como sucesos que admiten y
186
requieren una explicación de un tipo bien preciso. Allí don
de Freud estima haber hecho un descubrimiento científico
mayor, Wittgenstein piensa, sobre todo, que ha acertado a
suscitar un cambio de actitud o de reacción característico
respecto a los fenómenos considerados. Se comprende lo
que se quiere decir leyendo, por ejemplo, cosas como ésta:
“No teníamos escrúpulos, por ejemplo, a la hora de pre
guntarle a un hombre, en la mesa, por qué no utiliza su
cuchara de un modo adecuado, o por qué hace tal o cual
cosa y de tal o cual manera. Era imposible que alguien mani
festase un grado cualquiera de vacilación, o que hiciera una
pausa abrupta hablando sin que inm ediatam ente fuese
requerido a explicarse. Debíamos, pues controlamos per
fectamente, siempre prestos y alerta, porque no sabíamos
cuándo y dónde llegaría un nuevo interrogatorio. Debíamos
explicar por qué silbábamos o canturreábamos una melo
día en particular, o por qué cometíamos ciertos lapsus al
hablar o ciertos errores al escribir. Pero estábamos felices
por hacer esto, aunque no fuese sino para aprender a mirar
la verdad de frente”85. W ittgenstein sugiere que una acti
tud de este tipo podría, finalmente, estar más próxima de
la superstición que del acercamiento racional que se supo
ne ha hecho posible los descubrimientos de Freud. La ven
taja de Freud es conseguir dar la impresión de que no hay
elección entre aceptar su modo de ver o resignarse a la igno
rancia o a la incomprensión pura y simple, algo que ningún
ser racional puede aceptar. Wittgenstein piensa que acep
tar, en un ámbito como éste, no saber o no tener explica
ción o razón no es necesariamente una prueba de falta de
racionalidad.
Si, por razones independientes del uso que de él hace del
psicoanálisis, no considera que el principio del determinis-
mo psíquico sea realmente digno de ser tomado en serio, por
otro lado Wittgenstein estima que, incluso en el caso de que
fuese verdad que hay leyes psicológicas de tipo causal
187
que gobiernan la totalidad de los fenómenos mentales, el psi
coanálisis no podría, de todos modos, pretender que real
mente ha descubierto leyes de este tipo. A propósito de la
clase de explicación que Freud propone en El chiste y sus rela
ciones con el inconsciente, subraya que: “Freud transforma el
chiste en una forma diferente que es reconocible por noso
tros como una expresión del encadenamiento de ideas que
nos conduce de un extremo a otro del chiste. Una manera
enteramente nueva de dar cuenta de lo que constituye una
explicación correcta. No una explicación que concuerda con
la experiencia, sino una explicación que es aceptada. Aquí
es todo lo que cuenta en la explicación” (Lectures and Con-
versations, p. 18). Además, y por un lado, como dice Clark,
“los lapsus mentales eran [...] el producto final de una cade
na de sucesos en la que cada uno estaba ligado a su prede
cesor de manera tan cierta como los estados sucesivos de una
transformación química o las interacciones de la física new-
toniana” (ibíd., pp. 204-205). Pero, por otro lado, como insis
te Wittgenstein, la única cosa que podía hacer de ese pro
ceso causal hipotético la efectiva sucesión de eventos que
conducen al lapsus es que sea reconocido como tal por la
persona concernida.
Podría decirse, desde luego, que la persona que llega a un
acuerdo con nosotros sobre la manera en que las cosas han
debido ocurrir “ve de repente la causa (o el encadenamiento
causal)”. Pero esto constituiría, precisamente, una concep
ción enteramente nueva de lo que habitualmente se llama
“conocer la causa”. Como escribe Wittgenstein: “[...] Supo
ned que quisierais hablar de causalidad en la manera en que
operan los sentimientos. “El determinismo se aplica al espí
ritu de modo tan real como a las cosas físicas”. Lo cual es
oscuro, porque cundo pensamos en leyes causales en las cosas
físicas, pensamos en experiencias. Pero no tenemos nada que
se parezca a esto en el nexo entre los sentimientos y la moti
vación. Y sin embargo los psicólogos ambicionan decir: “Aquí
debe haber alguna ley”, aunque esa ley no se haya encontra
do. (Freud: “¿tenéis la intención de decir, si no, que los cam
bios en los fenómenos mentales están dirigidos por el azar?)
Mientras que a mí el hecho de que no haya realmente algún
tipo de leyes me parece importante” (ibíd., p. 42).
188
La creencia en el deterninismo mental es, evidentemen
te, el supuesto que justifica la confianza de Freud en el méto
do de la denominada “asociación libre”. Como observa Sullo-
way (op. cit., p. 95) no hay nada tan poco “libre” como la
asociación libre. La expresión alemana jreier Einfall sugiere,
más bien, la idea de una suerte de irrupción incontrolada.
Puesto que Freud consideraba, manifiestamente, que no hay
nada verdaderamente libre en la vida mental, la técnica de
la asociación libre tenía por meta, de hecho, dejar actuar
“libremente” el mecanismo espontáneo de las causas y los
efectos psíquicos, absteniéndose, en toda la medida de lo
posible, de influenciarlo o de orientarlo en algún sentido
determinado. Pero, puesto que la asociación libre debe, en
realidad, ser igualmente dirigida, en aspectos importantes,
por las cuestiones y sugestiones del psicoanalista, es evidente
que no puede, en este sentido, ser considerada como real
mente libre. De todos modos, la manera en que hemos des
crito la situación encierra ya, en sí misma, una dificultad evi
dente y considerable. Parece sugerir, en efecto, que cuando
el encadenamiento de las representaciones mentales está
bajo el control selectivo y directivo de la conciencia crítica,
su intervención tiene como efecto falsear y desrregular de
algún modo el juego normal de causas y efectos psíquicos,
provocando así una ruptura en el determinismo, en princi
pio totalmente estricto, que lo rige. Pero esto es, bien enten
dido, una simple apariencia. El proceso de ideación reflexi
va y orientada, aunque sea de un modo más complejo, debe
estar determinado con el mismo tipo de inflexibilidad que
el de la asociación libre.
La tesis del determinismo mental proporciona a Freud,
igualmente, un medio para relativizar la importancia de la
intervención, más o menos activa, del psicoanalista en la cura,
neutralizando la objeción de que en ella tienen lugar fenó
menos de sugestión. Freud sostiene que la sugestión no podría,
en ningún caso, crear por entero manifestaciones y síntomas
que no estén rigurosamente determinados por el mecanismo
del inconsciente del sujeto. La reacción del paciente no pue
de estar orientada sino en una dirección, de alguna manera
predeterminada para él mismo. Anticipándose a la objeción
previsible de alguien que afirmase que el método de la aso-
189
dación libre no nos garantiza que encontremos la buena expli
cación de un lapsus, porque cosas distintas y capaces tam
bién de explicarlo de un modo tan bueno pueden ocurrírse-
le a la persona concernida, Freud no duda en recurrir a una
comparación sorprendente entre los resultados del análisis
químico y los de sus propios análisis:
190
la libertad (o, en todo caso, la contingencia) de la interpreta
ción, opone el carácter rigurosamente determinado de los
hechos, que han impuesto esa interpretación.
Cuando Freud dice que cree en el azar exterior (físico),
pero no en el azar interior (psíquico), no quiere decir, evi
dentemente, que admita que puede haber sucesos físicos sin
causa, y nunca sucesos psíquicos sin ella. Lo que, más bien,
quiere decir es que contrariamente a lo que suelen creer los
supersticiosos, muchos de los sucesos del mundo exterior
no tienen ningún sentido especial y no nos revelan nada de
particular, mientras que todos los sucesos del mundo inte
rior, incluso los aparentemente más insignificantes, tienen
sentido y revelan algo a quien los sepa interpretar. Si, como
se ha dicho, llamamos “azar” a lo que se produce acciden
talmente con la apariencia de haber sido querido o lo que
resulta de un mecanismo que da la impresión de estar ins
pirado por una intención, decir que no hay azar en la vida
mental podría querer decir sea que la apariencia de inten
cionalidad que se observa sólo es una apariencia y todo es,
en realidad, el producto de un riguroso mecanismo, sea, al
contrario, que todo lo que ahí sucede corresponde a una
intención, sea manifiesta o inconfesada. Decir que los suce
sos mentales no son nunca el producto del azar puede ser
un modo de decir que siempre están determinados por una
finalidad o una intención. Como indica von Wright: “Si una
acción puede ser explicada teleológicamente, en un sentido
está determinada, a saber: determinada por ciertas intencio
nes y actitudes cognitivas de los hombres. Si toda acción
tuviese una explicación teleológica, una suerte de determi-
nismo universal reinaría en la historia y la vida de las socie
dades” (Explanation and Understanding, p. 165).
Freud parece decir, en ciertos momentos, que una forma
de determinismo de este tipo reina en la vida mental de los
individuos. El segundo de sus principios o prejuicios, denun
ciado por Wittgenstein, es una versión no causal de la tesis
del determinismo psíquico consistente es sostener, en gene
ral, que todo en la vida mental tiene un sentido o una fina
lidad, responde a una cierta intención, a una cierta función,
etc. La ausencia de una clara distinción entre las razones y
las causas hace que las dos versiones de esa tesis sean habi
191
tualmente amalgamadas por Freud: “Usted subraya [...] que
el psicoanálisis se distingue por una creencia particularmente
estricta del carácter determinado (Determinierung) de la vida
psíquica. Para aquél no hay en las expresiones del psiquis-
mo nada minúsculo, nada arbitrario o fortuito; busca una
motivación suficiente (ausreichende Motivierung) allí donde,
comúnmente, no se exige algo de este tipo; incluso sugiere
una múltiple motivación (mehrfache Motivierung) del mismo
efecto psíquico, mientras que nuestra necesidad causal,
pretendidam ente innata, se satisface con una sola causa
(Ursache) psíquica”86. Cuando Freud declara que él no podía
creer que “una idea venida espontáneamente a la mente del
enfermo, que producía concentrando su atención, puede ser
completamente arbitraria y sin relación con la representación
olvidada que buscamos” (ibíd., p. 72), quiere decir, a la vez.
que todos los sucesos de la vida mental están determinados
por causas antecedentes y que están, de un modo u otro,
motivados. La idea que viene a la mente está determinada,
en el sentido causal, por la representación reprimida; pero
al mismo tiempo la significa, de un modo que Freud descri
be así: “LEinfall debe relacionarse con el elemento reprimi
do como una alusión, como una representación de ese mis
mo elemento en el discurso indirecto” (ibíd., p. 73). El
principio del determinismo psíquico, en el segundo sentido,
afirma que todo lo que sucede en el universo mental es sus
ceptible de una explicación intencional en términos de un 2
motivación consciente o inconsciente (o del encuentro, ei
conflicto y el compromiso entre los dos tipos de motivación'.
La confusión de motivos y de causas ha tenido, desgracia
damente, por consecuencia que no sepamos muy bien le
que quiere decir Freud cuando sostiene, sin ninguna preci
sión, que todo en la vida mental tiene una causa. Wittgens-
tein objeta a la teoría del sueño que aquél propone que el
hecho de que ciertos elementos del sueño tengan un senti
do no significa, necesariamente, que todo en el sueño te n p
192
sentido, y que “todo tiene un sentido” (es decir, puede ser
interpretado como lo sugiere Freud) es, de todas maneras,
bien distinto de “todo tiene una causa”:
193
Si los sueños nos mantienen algunas veces dormi
dos, puedes contar con que otras veces interrumpen el
dormir; si la alucinación onírica cumple algunas veces
con una finalidad plausible (el cumplimiento imagina
rio de un deseo), puedes contar con que haga también
lo contrario. No existe una “teoría dinámica de los sue
ños” (Culture and Valué, p. 72; trad. cast. p. 134).
194
Capítulo 6
El “principio de razón insuficiente”
y el derecho al sin sentido
¿Qué es lo que os viene a la mente a este respecto?
Es la cuestión planteada por el analista psíquico. Pero
tenemos derecho de darle la vuelta diciendo: ilo que no
le viene a la mente a usted! [Karl Kraus].
196
de muchas veces que para memorizar una palabra grie
ga cabe recitar una serie de versos homéricos, inmedia
tamente la palabra concernida se situará en su sitio. Des
pués de estar ocupado durante semanas, exclusivamente,
de la mecánica de Hertz, he comenzado una carta a mi
mujer por las palabras “Liebes Herz”, y antes de que me
diese cuenta había escrito Herz con tz.
Todos sabemos que el despertar de algo que tene
mos en la memoria a veces nos resulta difícil si no está
sostenido por mecanismos particulares (un nudo en el
pañuelo, etc.). Cuando, el día que debía mudarme a
Leipzig, fui a la ventana para consultar, como hacía fre
cuentemente, el termómetro que había mirado el día
anterior me quejaba: “¡No poseo otro mecanismo que
funcione tan mal que mi memoria, por no decir que mi
intelecto!”.
197
tualmente podría enseñamos respecto al inconsciente de su
autor. Que, probablemente, sea explicable por causas mecá
nicas banales, significa precisamente, para Boltzmann, que
no hay ningún sentido particular que buscar. Es cierto
que Freud mismo nos explica que un cigarro, a veces, pue
de no ser otra cosa que un cigarro. Pero la gran novedad es,
justamente, que en adelante tengamos la necesidad de un
experto que nos diga en qué caso un cigarro no es otra cosa
que lo que parece ser. Lo que resulta claro, en todo caso,
es que las causas en las que piensa Boltzmann y, de mane
ra general, todas las que antes de Freud han sido propues
tas por neurofisiólogos, psicólogos, psicolingüistas, etc., no
son para éste condiciones suficientes del lapsus, sino todo
lo más Begünstigungen, factores favorecedores que simple
mente han facilitado su ocurrencia, pero sin que basten para
explicarlo. Esas causas tienen, entre otros inconvenientes,
el hecho de que son, en todo caso, demasiado generales.
Y, aparte de que puedan ser condiciones realmente sufi
cientes, no pueden considerarse como condiciones necesa
rias. A propósito de la intervención de uno de sus adversa
rios en el Congreso de Amsterdam, en la que hablando de
lo que Breuer y Freud supuestamente habían demostrado
dijo, en vez de “Breuer y Freud”, “Breuer y yo”, escribe Freud:
“No hay semejanza alguna entre el nombre de mi adversa
rio y el mío. Este ejemplo, entre muchos otros del mismo
tipo, de lapsus de sustitución de nombres, muestra que el
lapsus no tiene en modo alguno necesidad de las facilidades
que ofrece la semejanza fonética y que puede producirse a
favor de relaciones ocultas, de naturaleza puramente psí
quica” (Psychopathologie de la vie quotidienne, p. 95). En otros
términos, la tarea del inconsciente puede seguramente ser
facilitada por circunstancias accidentales de índole diversa,
pero no por eso deja de ser, en todo caso, lo indispensable
y esencial. Si queremos saber por qué tal o cual lapsus ha
sido cometido en tal o cual momento, es indispensable pre
guntarse, de una manera de la que Wittgenstein diría que
nada tiene que ver con la búsqueda de causas, sobre lo que
expresa y revela.
Wittgenstein juzga del modo siguiente la explicación que
Freud da sobre la naturaleza de los chistes:
198
Respecto a lo que dice Freud sobre los chistes, decla
ra que, para empezar, éste comete dos errores, (1) supo
ner que hay algo común a todos los chistes, (2) suponer
que este carácter común es la significación de los chistes.
No es cierto, dice, como creía Freud, que todos los chis
tes permiten realizar secretamente lo que no sería conve
niente hacer abiertamente, sino que todo chiste, como
“proposición”, tiene “todo un espectro de significacio
nes” CWittgensteirís Lectures in 1930-1933, pp. 316-317).
199
ocurre raramente que podamos explicar por qué un suceso
preciso se ha producido con preferencia a tal o cuales otros
que eran a primera vista igualmente posibles. Pero no duda
mos que un conocimiento completo de las causas tendría
por efecto eliminar todas las otras posibilidades distintas a
las que efectivamente se ha realizado. Lo que hace Freud en
el caso del lapsus no consiste, según Wittgenstein, en com
pletar y precisar la descripción de sus causas posibles de tal
modo que el efecto producido aparezca determinado de
manera perfectamente unívoca, no pudiendo ser de otro
modo que como es; más bien consiste en resolver un pro
blema distinto: encontrar una razón que haga al lapsus inte
ligible. Y puesto que lo que hace que la razón freudiana sea
una buena razón (si es que lo es) no es que haga al preciso
suceso sobre el que nos preguntamos más probable que si
no existiese, la respuesta que se obtiene a la pregunta del por
qué no prueba que la ocurrencia del suceso no pueda ser
explicada completamente por causas ordinarias (no freudia-
nas), si conociéramos en su menor detalle las que han podi
do intervenir en ese caso preciso. Aunque tampoco, desde
luego, prueba lo contrario.
McGuinness se refiere, sobre esta cuestión, al libro de
Timpanaro que citamos anteriormente, cuya meta esencial
era mostrar que una buena parte de los lapsus88 respecto a
los que Freud propone una explicación, que muchos suelen
considerar más ingeniosos que realmente convincentes o
indispensables, podrían ser explicados de manera mucho
más banal, acudiendo, por ejemplo, a los principios que dan
cuenta de los errores que se producen en la transmisión de
textos, y los fenómenos de alteración y de corrupción que
tienen lugar en ellos. Timpanaro justifica del siguiente modo
la decisión que tomó para dedicar una obra entera a una dis
cusión profunda de las explicaciones que Freud da de los
lapsus y otros fenómenos semejantes: “[...] Creo que [estas
200
discusiones] ayudan a desmitificar un modo de razonamiento
que se puede encontrar igualmente en otras obras de Freud
-e n particular en La interpretación de los sueños y, de manera
general, en todos los escritos presididos por el trabajo de la
‘interpretación, que revela un aspecto anticientífico del psi
coanálisis” (The Freudian Slip, p. 12). Puesto que lo que Witt-
genstein encuentra interesante, incluso fascinante, en el psi
coanálisis no es todo lo que supuestamente le aproximaría a
la ciencia, sino, al contrario, precisamente lo que hace de él
un arte de la interpretación de nuevo cuño, inventado y prac
ticado con una impresionante virtuosidad (y al mismo tiem
po un poco inquietante) por Freud, no hay que insistir en
que no hay gran cosa en común entre el espíritu de su críti
ca y la del libro de Timpanaro, cuya filosofía es una forma de
cientificismo de inspiración abiertamente marxista. La con
vicción de Timpanaro es que lo que las explicaciones freu-
dianas tienen de arbitrario y erróneo se explica principal
mente a partir de un prejuicio hiperpsicologista:
201
principios materialistas y una construcción metafísica e inclu
so mitológica” (ibíd., p. 184). Así propone una explicación
mandsta totalmente clásica de las razones por las que el segun
do aspecto ha predominado, cada vez más en el desarrollo
de su obra, sobre el primero. Pero no considera, como sue
le hacerse a menudo, que sólo en la última fase de su evo
lución Freud ha abandonado la exigencia científica a favor
de un apriorismo. Fuertes tendencias anticientíficas, ahon
dadas cada vez más, ya eran perceptibles en obras como La
interpretación de ¡os sueños y Psicopatología de la vida cotidiana.
“Lo que ante todo debe ser criticado es Freud como intér
prete” (ibíd., p. 180), es decir, lo que precisamente interesa
más a autores, como Ricoeur y Habermas, que estiman que
Freud fue víctima de una malinterpretación típicamente cien-
tificista de su propia creación. Timpanaro no sospecha ni un
solo instante que la explicación “científica” que reclama y la
“ciencia” que la proporcionaría pueden reposar sobre el mis
mo tipo de mitología que está, según Wittgenstein, en el fon
do de toda la construcción freudiana, la convicción a priori
de que todos los hechos de una cierta categoría deben poder
ser explicados de un modo completamente determinado, y
que lo serán tarde o temprano. En su Lección sobre ¡a libertad
de la voluntad, Wittgenstein subraya que. “Si vuestra atención
se dirige, por vez primera, sobre el hecho de que los asun
tos económicos tienen consecuencias enormes y evidentes,
mientras que asuntos como los estados mentales generales
de las gentes no las tienen, o que es mucho más fácil profe
tizar a partir de las situaciones económicas que a partir del
estado del espíritu de una nación, es completamente natu
ral pensar que todas las explicaciones deberían proporcio
narse como explicaciones económicas de las situaciones his
tóricas. “Un vago entusiasmo religioso se ha desplegado sobre
Europa”, mientras que en realidad no se trataría sino de una
simple metáfora. “Los cruzados tienen su origen en la men
talidad de la caballería. Y puede ponerse como ejemplo lo
que ocurre en este momento” (p. 97). Los pensadores mar-
xistas que postulan, todavía hoy, que incluso las opciones
filosóficas y epistemológicas de un individuo deben poder
explicarse, en último análisis, en términos de causas eco
nómicas y sociales, de posiciones de clase, de imposiciones
202
y limitaciones “ideológicas” venidas del exterior etc., sim
plemente afirmarían una predilección que poco tiene de
científica por un cierto tipo de explicación, y serían mucho
menos escrupulosos que Freud a la hora de hacer pasar la
cientificidad por el apriorismo. En el lenguaje de Wittgens-
tein, confundirían tanto o más que él la adopción de una
forma de representación nueva con la producción de una
nueva ciencia.
Éste no es, de todos modos, el aspecto más interesante e
importante, de manera general y, más particularmente, des
de un punto de vista wittgensteiniano, del libro de Timpa-
naro; lo relevante es la crítica detallada que realiza de las expli
caciones inútilmente complicadas y a veces del todo arbitrarias
proporcionadas por Freud de un cierto número de lapsus,
omisiones, confusiones, deformaciones, olvidos e inadver
tencias de diversa naturaleza. De modo muy wittgensteinia
no, Timpanaro observa que Freud “eleva al rango de regla
general casos de los que es posible que sean verificables en
ciertas ocasiones”, pero que constituyen poco más que una
minoría insignificante en relación a los innumerables ejem
plos que son explicables de un modo puramente “mecáni
co”: “[...] Una manía de la psicologización es la convicción
de que el error más trivial responde siempre a una ‘inten
ción’, lo que conduce a la invención de una esencia inexis
tente -o , lo que sería lo mismo, totalmente indemostrable-,
situada, pues, a un nivel que no puede ser estudiado” (ibíd.,
p. 144). Pero es claro que: “Cualquiera que se lance al estu
dio de los ‘lapsus’ con una convicción a priori tan firmemente
anclada, y desprovista del fundamento de lo que constituye
su esencia, o que está de tal manera ansioso de verificarla a
cualquier precio que considera como axiomático lo que úni
camente es una hipótesis de trabajo, impondrá no importa
qué interpretación con tal de alcanzar sus fines. Ya hemos
visto cómo ocurría esto en el caso de aliquis y Signorelli, y
podemos encontrar confirmación en otros numerosos ejem
plos. Las páginas de La psicopatología nos revelan progresi
vamente una relación de antagonismo, y sin embargo al mis
mo tiempo de colaboración y complementariedad, entre
Freud y sus ‘cobayas’” (ibíd., p. 132). Evidentemente es
mucho menos importante convencer al sujeto de que la expli
203
cación propuesta para tal o cual falta de atención a primera
vista del todo banal e inocente es verdadera, que de persua
dirle de que el tipo de explicación debe ser verdadera en
todos los casos que podrían presentarse. A partir del momen
to en el que el investigador consigue que el sujeto de su expe
rimento comparta con él su convicción “axiomática” de que
es necesaria una explicación, y que no puede ser otra que
ésta, no hay, evidentemente, gran dificultad en hacerle acep
tar incluso las interpretaciones menos plausibles y más extra
vagantes. Freud insiste regularmente sobre los fenómenos de
resistencia a los que se enfrenta en psicoanalista. Wittgens-
tein le reprocha ser mucho más discreto sobre lo que cons
tituye su contrapartida inevitable: la diligente colaboración
que puede proporcionar inocentemente un sujeto ante un
tipo de explicación que seduce en proporción exacta con la
repugnancia que inspira.
En Psicopatobgía de la vida cotidiana, Freud expresa su espe
ranza de que “los casos de lapsus, incluso los en apariencia
más simples, puedan un día ser referidos a los trastornos que
tienen su fuente en una idea en parte reprimida, externa a la
frase o al discurso pronunciado [...]” (p. 92). Pero un poco
después lo que simplemente era una esperanza se transforma
visiblemente en una certeza: “El modo de considerar los lap
sus que preconizamos aquí resiste todas las pruebas, y encuen
tra su confirmación incluso en los casos más insignificantes.
En más de una ocasión he mostrado que los errores lingüís
ticos, incluso los más naturales en apariencia, tienen un sen
tido y se prestan a la misma explicación que los casos más sor
prendentes” (p. 109). No se contenta, pues, con explicarlos
casos más impresionantes, que efectivamente podrían reque
rir una explicación de tipo freudiano; la misma explicación
debe aplicarse a todos los casos. En el caso del olvido de los
nombres propios, Freud concluye en primer lugar con pru
dencia en el análisis del ejemplo Signorelli: “[...] No llegaría a
afirmar que todos los casos de olvido de los nombres propios
pueden ser incluidos en esta categoría. Ciertamente hay olvi
dos de nombres donde las cosas ocurren de un modo mucho
más simple. Así, para no sobrepasar los límites de la pruden
cia, resumiremos así la situación: además del simple olvido
de un nombre propio, hay casos cuyo olvido está determina
204
do por la represión” (p. 11). Pero, en el capítulo siguiente, no
duda en escribir, a propósito del olvido de la palabra aliquis,
estimando haber demostrado que nada debe al azar: “[...]
Nada impide admitir que la producción de un recuerdo de
sustitución, del tipo que sea, constituye un signo constante,
característico y revelador, de un olvido motivado por la repre
sión. Esta formación sustitutiva tendría lugar en los casos don
de faltan los nombres incorrectos de sustitución: entonces se
manifiesta por la acentuación de un elemento que se relacio
na inmediatamente con el elemento olvidado” (p. 17, nota
1). De hecho, después de limitarse a afirmar que “los factores
reconocidos desde hace mucho tiempo en el papel de causas
determinantes del olvido de un nombre se complican, en cier
tos casos, con un motivo suplementario” (p. 9) del que des
cribe su operación, Freud, para terminar, se comporta como
si realmente hubiera demostrado que todos los olvidos de este
tipo estuviesen motivados y requiriesen un motivo de la cla
se indicada. En un principio no se trataba de contestar las
explicaciones no psicoanalíticas propuestas para dar cuenta
de los lapsus, que hacen intervenir cosas como los trastornos
circulatorios, la fatiga, la sobreexcitación, la distracción, las
perturbaciones de la atención, etc., sino simplemente com
pletarlas. Freud escribe: “No sucede, de hecho, frecuente
mente que el psicoanálisis conteste algo que sea afirmado des
de otro sitio; por regla general no hace sino añadir algo nuevo,
y trata de comprobar si ese elemento que hasta ahora había
sido ignorado, y que viene a añadirse a los otros, es precisa
mente lo esencial” (Vorksungen zur Einjührung in die Psychoa-
nafyse, pp. 35-36). Pero ese algo “esencial” no puede ser una
cosa sobre la que estemos, sin más, autorizados a postular su
omnipresencia. Si, teniendo en cuenta lo que sugieren un cier
to número de casos particularmente claros, “el efecto del lap
sus linguae tiene quizá el derecho de ser concebido como un
acto psíquico perfectamente válido, que tiene su propia meta
y es una expresión que tiene un contenido y una significa
ción”, y el acto fallido en general un derecho a ser considera
do como un acto en realidad logrado, “que únicamente ha
tomado el sitio de otro acto, esperado o querido”(ibíd., p. 28),
la conclusión que se le impone a Freud no puede ser sino la
siguiente:
205
[...] Si conseguimos demostrar que los lapsus linguete
que presenta un sentido, lejos de constituir una excep
ción son, por el contrario, muy frecuentes, este senti
do, del que hasta ahora no habíamos tratado en nues
tra investigación de los actos fallidos, vendrá a constituir
el punto más importante de la misma y acaparará todo
nuestro interés, retirándolo de otros extremos. Pode
mos, pues, dar de lado todos los factores fisiológicos y
psicofisiológicos y consagramos a nuestras investiga
ciones puramente psicológicas sobre el sentido de los
actos fallidos, esto es, sobre su significación y sus inten
ciones (ibíd., pp. 28-29).
206
co, de lapsus debidos a la sustitución de palabras ‘comple
tamente diferentes’ que ‘están en una relación asociativa’ con
las palabras que trataban de pronunciarse” (op. cit., p. 129).
El tipo de relación asociativa en el que piensa Wundt debe
ser comprendido, probablemente, en sentido tradicional de
la asociación de ideas. Pero Freud lo identifica implícitamente
con su propia asociación entre elementos del discurso que
están perturbados y el elemento perturbador que proviene
del pensamiento reprimido. Es por eso que, como dice Tim-
panaro: “Todos los lapsus no freudianos, y no simplemente
los que sean puramente fonéticos (los que son debidos a
la banalización, al intercambio de sinónimos, a la influencia
del contexto, etc.) son implícitamente descartados” (ibíd.,
pp. 129-130). Es posible, efectivamente, que ni los fenóme
nos de contaminación y de sustitución que preceden de seme
janzas puramente fonéticas, ni los vínculos asociativos del
tipo usual (no psicoanalítico) puedan bastar para explicar un
buen número de lapsus. Pero, piensen lo que piensen Freud
y sus discípulos (que usan y abusan, sobre este punto, de la
demostración del tipo ¿qué otra?), esto no constituye en abso
luto un argumento a favor de la corrección de la explicación
psicoanalítica. Como diría Wittgenstein, un lapsus puede
tener múltiples causas, más o menos banales, de las que igno
ramos la mayoría; y la insuficiencia de las explicaciones cau
sales que se han propuesto habitualmente no nos obliga por
sí misma a aceptar una interpretación más que otra, ni,
por otro lado, a aceptar cualquier interpretación. Deducir de
una ausencia de causalidad la existencia de una significación,
de una incapacidad de explicación la verdad de una explica
ción intencional es, para Wittgenstein, un non sequitur típi
co o, más exactamente, una metabasis eis alio genos.
El objetivo principal de la teoría freudiana de los Fehlleis-
tungen era establecer que numerosos fenómenos que dan la
impresión de poder ser simplemente imputados a los “engra
najes” de un mecanismo fisiológico o un mero mecanismo
son, en realidad, actos psíquicos auténticos. Es decir, son:
1) acciones efectuadas por el sujeto, y no sucesos acciden
tales que ocurrirían sin algún tipo de participación suya,
2) acciones psíquicas, esto es, dotadas de sentido. Freud se
pregunta qué diferencia hay entre decir que son actos psí
207
quicos y decir que tienen un sentido. Y responde que la pri
mera afirmación contiene, de hecho, la segunda: “Aunque
se trata de una aseveración más indeterminada, y por eso
más susceptible de ser mal comprendida” (Vorlesungen zur
Einführung in die Psychoanalyse, p. 47). Respecto a la cues
tión de saber qué se quiere decir exactamente cuando se
afirma que los Fehlleistungen están dotados de sentido, e
incluso son ricos en sentidos, la respuesta es la siguiente:
“Por sentido entendemos significación, intención, tenden
cia y posición en una serie de conexiones psíquicas” (ibíd.,
p. 48). Parecía, pues, que los conceptos utilizados para carac
terizar los Fehlleistungen deben ser recogidos, por razones
esenciales, de la teoría de la acción humana en general, no
siendo, pues, los que utilizamos para la descripción de un
mecanismo que funciona de manera puramente causal. Nun
ca consideraríamos, desde luego, una producción que es
explicable por causas puramente mecánicas como una acción
dotada de sentido y susceptible de ser imputada realmente
a un agente que sea su autor. Inversamente, lo que no pue
de ser explicado de otro modo que a partir del sentido que
tiene y la intención que expresa no parece reductible a un
efecto que podría sim plem ente resultar de la acción de
un mecanismo cualquiera. Pero, por razones de las que ya
tenemos alguna idea, Freud no se preocupa apenas de esta
aparente incompatibilidad (o no la considera, precisamen
te, sino como aparente) y no ve en las dos aserciones “Todo
en la vida mental tiene una causa” y “Todo en la vida men
tal tiene un sentido” sino dos formulaciones diferentes, pero
en la práctica equivalentes, de un único principio determi
nista. Apenas sorprende ver que ciertos críticos, como Tim-
panaro, le reprochan estar influenciado más de lo debido
por una concepción intencionalista de la naturaleza de los
actos psíquicos que proviene de Brentano, mientras que
otros deploran, al contrario, que haya intentado imponer a
la ciencia de los sucesos mentales que creía estar constru
yendo un modelo de explicación causal tomado esencial
mente de las ciencias de la naturaleza.
La confusión de razones reconocidas y de causas supues
tas es en gran parte responsable, sin duda, de la frecuente
tendencia en Freud a proceder como en el caso del aliquis,
208
donde “explota de manera engañosa la autenticidad de un
temor (o de un deseo) que preocupa al sujeto y su manifes
tación por asociaciones puestas en marcha por un determi
nado acto fallido, para conferir plausibilidad a la atribución
causal de ese acto fallido al temor (o al deseo) así revelado”
(Grünbaum, op. cit., p. 198). Timpanaro subraya que su
crítica no significa que “no tengan que buscarse explicacio
nes lo más ‘individualizantes’ posible que sean consistentes
con lo propuesto por alguna otra ciencia” (The Freudian Slip,
p. 90). Es, precisamente, la necesidad de buscar explicacio
nes de este tipo lo que le parece justificar los vínculos y la
cooperación entre las “humanidades” (de las que forma par
te la filología) y la medicina, igualmente la psiquiatría, la psi
cología y otras disciplinas semejantes que pertenecen, como
solemos decir, a la categoría de “ciencias blandas”, aspiran
tes a la exactitud. Pero “las explicaciones individualizadas, si
realmente deben mejorar las explicaciones generales, deben
satisfacer unas condiciones que en general no satisface el
freudismo. Toda conexión que se proponga, todo vínculo
que añadan a la cadena que une un síntoma a su presunta
causa originaria deber ser susceptible si no de una confir
mación absoluta, al menos demostrativamente más proba
ble que otras explicaciones igualmente posibles” (ibíd.). Pero
el punto importante es que “no es suficiente para establecer
un expreso determinismo aseverar que todo ‘lapsus’ tiene
una causa y, basándose en esto, presentar como ciertas cone
xiones causales extravagantes. Incluso el brujo en que podría
pensar consultar para que tratase mi mal de garganta [...]
podría con razón ser un determinista en ese sentido del tér
mino. ‘Ningún mal de garganta se desarrolla por azar’, podría
decirme, ‘hay un mal de ojo responsable en cada caso’” (ibíd.,
pp. 90-91). Como a menudo han destacado los antropólo
gos (en particular Lévi-Strauss), el pensamiento mágico no
se caracteriza por la negación del determinismo, sino más
bien por la adhesión a una forma universal y particularmen
te rigurosa de determinismo. Ese pensamiento excluye el azar
y el accidente de modo mucho más definitivo y radical de lo
que lo hace la creencia científica en la existencia de leyes
naturales que determinan el curso de los acontecimientos.
Timpanaro sostiene con razón que, en el caso de Freud, las
209
convicciones deterministas invocadas, como se plantean al
nivel de la “ciencia abstracta” no impiden que las explica
ciones causales detalladas propuestas para los casos parti
culares se revelen más propias de la “magia concreta” que
de la ciencia propiamente dicha.
Freud concede, en su teoría del lapsus, una gran impor
tancia a la confirmación introspectiva que el sujeto puede
aportar al análisis que se le propone: ella es la encargada de
garantizar que la supuesta causa del lapsus efectivamente lo
es. “Debe concedérseme”, escribe Freud, “que el sentido de
un acto fallido no autoriza ninguna duda, cuando el anali
zado mismo lo admite. En revancha os concederé que una
demostración directa del sentido supuesto no puede obte
nerse cuando el analizado rehúsa proporcionamos las infor
maciones que necesitamos, y menos aún cuando no está a
nuestra disposición para informamos” (Vorlesungen zur Ein-
fiihrung in die Psychoanafyse, p. 40). Esta no es una situación
muy satisfactoria, si se admite que no hay ninguna razón para
aceptar que el sujeto concernido ocupe una posición privi
legiada y posea un autoridad particular cuando se trata de
identificar las causas de su comportamiento. Los que, como
es el caso de Wittgenstein, piensan que el sujeto no tiene
ninguna experiencia directa de las causas de su acción y que
el conocimiento de una causa, en cualquier caso, no es sino el
resultado de una inferencia, se ven llevados a preguntarse si
el consentimiento dado por el interesado a la reconstrucción
causal, que emerge finalmente de los datos recogidos por los
procesos de asociación libre, puede constituir una garantía
real de que la causa buscada ha sido descubierta. ¿Por qué
la explicación causal que satisface al autor del lapsus debe
ser una buena explicación más que cualquier otra intrínse
camente plausible que éste no esté dispuesto, por razones
que no tienen, esta vez, nada de psicoanalítico, a aceptar o
sobre la que no tenga ninguna opinión?
Timpanaro estima que los únicos ejemplos realmente con
vincentes tratados en la Psicopatología de la vida cotidiana y en
las Vorlesungen son del tipo de los que se llaman gaffes ver
bales (op. cit., p. 104). Estos son casos en los que “es efecti
vamente legítimo considerar la similitud fonética entre las
dos palabras como una causa simplemente subsidiaria, pre
210
cisamente porque esta similitud no es por sí misma suficiente
para explicar el ‘lapsus’” (ibíd., p. 126). Pero añade: “Aquí
repetiría lo dicho ya en la página 104 y siguientes: todos los
ejemplos realmente persuasivos pertenecen al tipo de los que
hemos llamado un gaffe. Los lapsus de este tipo presuponen
ciertamente que algo ha sido suprimido, pero el locutor es
plenamente consciente de y está preocupado por aquello
que, sea lo que sea, quiere disimular de cara a aquellos a los
que está hablando. Pero no es algo que haya sido auténtica
mente ‘reprimido’ (olvidado) y que vuelva a emerger de las
profundidades del inconsciente” (ibíd., pp. 126-127). Dicho
de otro modo, la explicación freudiana es convincente en un
caso en el que la génesis del lapsus no tiene nada de espe
cíficamente freudiano. Por el contrario, las explicaciones se
vuelven cada vez más artificiales, contestables y controverti
das a medida que nos alejamos del caso típico del gaffe para
acercarse a los casos propiamente freudianos, en los cuales
se trata de exhumar una causa oculta profundamente ente
rrada en el inconsciente (cfr. ibíd., p. 105).
Grünbaum es, sobre este punto, tan escéptico como Tim-
panaro. La conclusión importante es, según él, ésta: “Si hay
algunos lapsus que realmente están causados por auténticas
represiones, Freud no nos ha dado ninguna buena razón para
creer que sus métodos clínicos pueden identificar y certifi
car esas causas como tales, por interesantes que puedan ser,
por otra parte, las asociaciones ‘libres’ realizadas por el suje
to. Como se deduce de mis argumentos, esta conclusión
negativa no sería anulada incluso aunque se conceda que el
analista no ha influido en las asociaciones ‘libres’ del suje
to” (op. cit., p. 206).
En cambio, es posible ciertamente considerar que a falta
de revelar al sujeto, con el concurso del psicoanalista, las cau
sas reales de su acción, el método de la asociación libre es
susceptible de colocamos sobre la pista de razones que ter
minará por aceptar, por desagradables que puedan ser en pri
mera instancia. Para responder a la objeción según la cual el
psicoanalista considera que el sujeto constituye la autoridad
última, cuando éste está de acuerdo con la reconstrucción
propuesta, cuando se rehúsa a creerla, o cuando manifiesta
su desacuerdo, Freud mismo propone una comparación con
211
el caso de un juez, que trata el consentimiento del inculpa
do como una prueba definitiva del delito, pero no se siente
de ningún modo obligado a tener en cuenta sus denegacio
nes (efe Vorlesungen, pp. 39-40). La comparación es un poco
inquietante, porque da la impresión de traer agua al molino
de los que sospechan que el psicoanálisis busca arrancar a
los pacientes, por métodos más o menos inquisitoriales, la
confesión de cosas que son a primera vista tan inconfesables
como un delito. Pero no es del todo cierto que esto consti
tuya una respuesta satisfactoria a la objeción que se intenta
refutar. Pero lo que es claro es que la asimetría que Freud des
cribe e intenta justificar es exactamente el tipo de cosa que
debe esperarse si, como afirma Wittgenstein, la meta del ana
lista no es identificar causas por métodos realmente adapta
dos a este tipo de propósito, sino más bien sugerir y hacer
aceptar razones. Si el sujeto reconoce una razón como sien
do su razón, entonces ella efectivamente lo es; pero el hecho
de que recuse con indignación un motivo que se propone
para explicar su acción no significa necesariamente que ten
ga razón y que el psicoanalista que se lo plantea esté equi
vocado. La meta de la cura es, precisamente, producir el tipo
de transformación que le conducirá a considerar las cosas
bajo un aspecto bastante diferente. Pero lo que no es total
mente evidente es que esa transformación deba ser obteni
da esencialmente por un mejor conocimiento de las causas
reales de su comportamiento.
212
Capítulo 7
El “mensaje” del sueño
Entonces aprendí a traducir, en el modo de expre
sión habitual y directo de nuestro pensamiento, el len
guaje del sueño [S. Freud, Fragmento de un análisis de
histeria (Dora)].
214
conceptos son todavía ambivalentes; reúnen en sí sig
nificaciones opuestas, condición que, según las hipó
tesis de los filólogos, presentaban también las más anti
guas raíces de las lenguas históricas (Das Interesse an
der Psychoanalyse. pp. 113-114).
215
esto ni ha sido hecho ni puede hacerse. Por eso pode
mos preguntamos si soñar es un modo de pensar en algo,
o sea, simplemente, si es un lenguaje (ibíd., p. 48).
216
debe haber una interpretación de la cosa completa, o de
cada detalle que procede de manera semejante.
La situación puede ser análoga en los sueños.
Freud preguntaba: “¿Qué es lo que nos conduce a
experimentar esta situación bajo la forma de una aluci
nación?” Podría respondérsele que no es necesario que
haya algo que me hace ver la alucinación de esa cosa
(ibíd., pp. 48-49).
217
tación, sustituir los sueños por ideas fácilmente inser-
tables en puntos reconocibles de la vida psíquica en el
estado de vigilia. Habría podido proseguir diciendo que
el sentido del sueño se revelaba tan variado como lo son
los pensamientos en el estado de vigilia; que unas veces
eran un deseo realizado, otras un temor realizado, o tam
bién una reflexión que se continúa en el sueño, una deci
sión (como en el sueño de Dora), o un tipo de produc
ción intelectual durante el sueño, etc. Esta manera de
presentar la cosa ciertamente habría seducido por su
claridad y habría podido apoyarse sobre un buen núme
ro de ejemplos bien interpretados, com o por ejemplo
el sueño aquí analizado.
En lugar de esto, he propuesto una afirmación gene
ral que limita el sentido de los sueños a una sola forma
de pensar, a la representación de deseos, y he suscita
do una tendencia general a la contradicción (Cinq psy-
chanafyses, p. 49).
218
sentada como una confirmación suplementaria, y será inter
pretada cada vez como una renovada demostración de la
pujanza de la teoría. La impresión que se trata de ofrecer no
es, pues, que una regla concebida para aplicarse a todos los
casos efectivamente lo ha sido, pese a un cierto número de
complicaciones previstas o imprevistas, sino la de que una
aseveración teórica particularmente constringente y extre
madamente audaz ha sido probada con éxito tomando como
base ejemplos que, en muchos casos, eran a primera vista
todo lo desfavorables que se pueda imaginar.
Freud no tiene ninguna duda sobre el hecho de que la
solución al problema planteado al analista que trata de expli
car un sueño está determinada de un modo completamente
unívoco. Es en cierto modo comparable a un puzle, que no
ofrece realmente más que una posibilidad de llenar comple
tamente el espacio disponible con las piezas dadas:
219
aceptado por él. Una vez obtenida la solución incluso el ana
lizado, que al comienzo se resistía fuertemente, está gene
ralmente en disposición de darse cuenta de que no había
otra. Freud considera inverosímil que una construcción que
acierta a acomodar un número tan grande de elementos dis
pares, y que presenta un grado semejante de coherencia glo
bal pueda deber algo esencial a circunstancias favorables,
pero totalmente fortuitas, que hayan intervenido en el cur
so del análisis, a la inventiva y al ingenio del analista o a sus
capacidades de persuasión. Considerada desde este punto
de vista, la objeción que extrae su argumento de la sugesti
bilidad del paciente atribuye al analista un poder exorbitan
te que, simplemente, no puede tener.
Freud dice, en la historia del análisis del caso del hom
bre de los lobos, que el analista que reprochase el hecho de
que las escenas infantiles que han sido reconstruidas no son,
quizá, sino fantasmas personales que ha conseguido impo
ner al analizado, “recordará, para calmar su conciencia, con
qué progresiva lentitud ha tenido lugar la reconstrucción
del fantasma del que se dice que ha sido inspirado por él,
con qué independencia de las incitaciones del médico tie
ne lugar su edificación sobre muchos puntos, cómo, a par
tir de una cierta fase del tratamiento, todo parece converger
hacia el fantasma y de qué manera, más tarde, después de
la síntesis, las más variadas y notables consecuencias empie
zan a desarrollarse; así los grandes y los más pequeños pro
blemas y particularidades de la historia del enfermo se acla
ran sólo gracias a esta hipótesis; entonces mostrará que no
se le puede atribuir verdaderamente una ingeniosidad tal
que le permitiría crear a partir de esas piezas una ficción que,
a la vez, cumpliese todas las condiciones (Cinq psychanaly-
ses, p. 362).
La diferencia en el caso del puzle es, evidentemente, que
éste ha sido concebido explícitamente para comportar una
y sólo una solución, mientras que nada obliga a priori a supo
ner que el material psíquico fragmentario y dispar que el psi
coanálisis tiene a su disposición no pueda ser dispuesto y
completado sino de una sola manera, que constituya la solu
ción única del problema. El mismo Wittgenstein compara
bastante a menudo la resolución de un problema filosófico
220
a la de un puzle. Pero para él esta imagen significa, esencial
mente, que de lo que se trata es de ensamblar correctamen
te elementos que, como las piezas de un puzle, ya poseemos,
en cambio Freud tiene que utilizar, para completar las lagu
nas de su construcción, elementos hipotéticos que desem
peñan un papel esencial y que, en ausencia de toda posibi
lidad real de corroboración independiente, se justifican por
la completud y cohesión que procuran al conjunto. Ahora
bien, la coherencia de la historia reconstruida, por notable
que pueda ser, no le confiere, en el mejor de los casos, más que
una presunción de verdad, no permitiendo por sí sola con
cluir que sea verdadera. Todo lo más que puede decir a su
favor es que, si fuese verdadera, explicaría todos los hechos
concernidos. La hipótesis de la escena primitiva, que cons
tituye de algún modo la clave del enigma, puede ser consi
derada como el resultado de una abducción, la cual dice que,
si tal o cual preciso suceso pudo tener lugar durante tal o
cual momento de la infancia del sujeto, tales o cuales cosas
extrañas se explicarían con una relativa facilidad, por lo que,
y en consecuencia, hay buenas razones para suponer que
efectivamente tuvo lugar. Pero en todo esto en ningún
momento hemos sobrepasado el estadio de la formulación
de una hipótesis cuyo poder explicativo no autoriza por sí
solo a considerarla verdadera. Otra importante diferencia es
que, para Wittgenstein, en filosofía se trata simplemente de
encontrar un orden satisfactorio entre nuestros conceptos,
el orden que resuelve el problema, y no el orden en sí, ine
xistente; en cambio Freud quiere, a cualquier precio, encon
trar el sentido real de los fenómenos que estudia y la orga
nización única que han de poseer, y no, simplemente, un
sentido posible entre otros, que eventualmente podría ser
obtenido a partir de principios o de presupuestos diferentes.
Lo que Wittgenstein encuentra contestable en asevera
ciones como: 1) Todo sueño tiene un sentido determinado,
expresado en un lenguaje que simplemente tiene que ser des
cifrado, 2) Este sentido es siempre el de la representación
deformada de un deseo inconsciente, 3) Todos los elemen
tos del sueño, incluidos los que son aparentemente incon
gruentes, aportan una contribución específica al sentido del
sueño; y también que estas aseveraciones, comprendidas de
221
esta manera, sean presentadas como correspondiendo a des
cubrimientos científicos capitales. Si la analogía lingüística
es pertinente debería precisamente disuadimos inmediata
mente de creer en la existencia de un procedimiento cientí
fico que permitiera determinar lo que el sueño significa real
mente. El sentido del sueño no puede ser otra cosa que lo
que explica la explicación del sueño. Y Freud en ningún
mom ento ha demostrado que el sueño tuviera, indepen
dientemente de la técnica interpretativa que utiliza para expli
carlo, un sentido determinado que sólo puede hacerse apa
recer de esta manera. Según él, “es posible, incluso muy
verosímil, que el soñador sepa pese a todo lo que el sueño
significa, únicamente no sabe que lo sabe y cree por esa razón que
no lo sabe” (Vorlesungen, p. 81). En consecuencia, no sola
mente el sueño tiene un sentido, sino que es un sentido
conocido por el soñador mismo, sin saber que lo conozca,
tal como domina y utiliza, sin saber que lo hace, un lengua
je (el lenguaje de la actividad psíquica inconsciente) del que
ignora, en principio, las reglas. En rigor podríamos decir que
alguien conoce la significación de una expresión, en el sen
tido de que es capaz de utilizarla correctamente, sin saber
que la conoce, si con esto queremos decir que no tiene gene
ralmente un conocimiento explícito de las reglas que deter
minan el uso que hace de ella. Pero, en el caso del sueño,
sólo la interpretación puede revelar al sujeto que ha expre
sado a su pesar un pensamiento determinado en un lengua
je que no tiene consciencia de poseer y de hablar. La idea de
que el sentido del sueño ya era conocido (y al mismo tiem
po ignorado) por el soñador se reduce, pues, a un simple
modo de decir que puede ser llevado no solamente a acep
tar la explicación psicoanalítica de su sueño, sino igualmen
te a considerarla como una mera explicitación de algo que el
ya “sabía”.
Wittgenstein subraya que el sueño es, típicamente, la cla
se de objeto que da la impresión de “decir” algo de un modo
más o menos enigmático; y no es sorprendente que este
mos dispuestos a aceptar una reconstrucción plausible e
ingeniosa de lo que podría querer decir. Lo que es más pro
blemático es la idea de que esa cosa que parece decimos ya
ha sido realmente dicha, sin saberlo el soñador, en el momen
222
to del sueño. Wittgenstein no está del todo convencido de
que exista un método de interpretación determinado, en
este caso la técnica psicoanalítica, que sea susceptible de
revelamos lo que el sueño significa realmente en el momen
to en que ha tenido lugar, lo que Freud llama el “sentido
profundo y real” del sueño. El embrión de sentido que com
porta, de algún modo, el sueño pide ser desarrollado y com
pletado; pero, contrariamente a lo que supone Freud, nada
prueba que la manera en que puede (o nos parece deber)
serlo esté determinada de modo unívoco. Lo que es más, el
hecho de que acertemos a descubrir con posterioridad un
sentido con una disposición (más o menos) lingüística que
a primera vista no tenía, no significa que haya sido utiliza
do con ese sentido.
La narración del sueño es, dice Wittgenstein, de la índo
le de “un fragmento que nos impresiona fuertemente (a saber,
algunas veces), de modo que buscamos una explicación,
conexiones” (Culture and Valué, p. 83, trad. cast, p. 150).
Pero esto no implica que las cuestiones del porqué y de la
procedencia, que nos gustaría plantear a propósito de cada
uno de los elementos del sueño, siempre tengan un sentido
y una respuesta: “Pero ¿por qué se presentan ahora esos
recuerdos? ¿Quién puede decirlo? -Puede estar en relación
con nuestra vida presente, es decir, con nuestros deseos,
temores, etc. ‘Pero ¿quieres decir con ello que este fenóme
no puede no tener una conexión causal determinada?’ -Quie
ro decir que no tiene que tener necesariamente un sentido
el hablar de un descubrimiento de su causa” (ibíd.).
Wittgenstein apunta lo siguiente: “Cuando un sueño es
interpretado, podríamos decir que es integrado en un contexto
en el cual cesa de ser enigmático. En un sentido el soñador
vuelve a soñar su sueño en un entorno tal que su aspecto cam
bia” (Lectures and Conversations, p. 45). El punto importante
aquí está en que el sueño no es simplemente analizado “cien
tíficamente”, como puede analizarse una sustancia química
para descubrir sus constituyentes reales, sino que es de algún
modo soñado de nuevo en un contexto modificado, por lo
que se transforma en otro sueño del que aquél constituye el
punto de partida y el pretexto. Las diferentes cosas que, cuan
do reflexionamos sobre el sueño, pueden llevamos a recordar
223
lo hacen cambiar, cada vez, de aspecto; y todo esto “aún per
tenece, en cierta manera, al sueño” (ibíd., p. 46).
La idea de que hay un sentido oculto, que constituye el
sentido del sueño no puede resultar, de hecho, sino de una
decisión que concierne al tipo de interpretación que esta
mos dispuestos a considerar como respuesta a la cuestión
del sentido del sueño. Como dice Wittgenstein, es el reco
nocimiento de la interpretación lo que determina y lo que
nos enseña qué es lo que buscamos cuando buscamos el
sentido (como cuando hemos encontrado, de repente, la
palabra que dice exactamente lo que queremos decir). Witt
genstein considera que no hay ninguna razón para esperar
que el método que combina la asociación libre con las suges
tiones del psicoanalista que pretende confirmar sus hipóte
sis, conduzca necesariamente a un mejor resultado o a un
resultado más aceptable que cuando obedecemos al simple
impulso que nos incita a buscar el conjunto del que el sue
ño parece constituir un fragmento suficiente para que nos
anime a completarlo, pero insuficiente para ser por sí mis
mo comprensible. Freud está convencido de que utiliza
métodos científicos comparables a los del arqueólogo que
reconstruye pacientemente un conjunto arquitectónico a
partir de fragmentos que, a menudo, son insignificantes, en
los dos sentidos de la palabra. Pero Wittgenstein piensa que
se trata, sobre todo, de alcanzar una construcción que nos
satisfaga y que, eventualmente, podría ser bien distinta de
la que propone Freud.
Todo depende de lo que se considere que es el criterio de
la “buena interpretación”. Y Wittgenstein sospecha que Freud
utilizaba, de hecho, varios, sin que nada garantizara que coin
cidiesen:
224
Grünbaum discute, como se ha visto, que el método de
la asociación libre, incluso si fuese realmente libre, pueda
constituir un medio apropiado y fiable para remontarse des
de los síntomas patológicos hasta las causas patógenas que
los producen. No la considera capaz, tampoco, de llevamos
por un camino seguro desde los síntomas “normales” que
constituyen los sueños hasta las motivaciones que los expli
can. En una discusión sobre los antecedentes históricos del
psicoanálisis Freud cita una carta de Schiller a Komer, en la
cual el primero recomienda a los que quieren ser producti
vos que concedan la máxima importancia a las ideas que
espontáneamente les vienen a la mente. Freud precisa, sin
embargo, que la utilización sistemática que él hace del méto
do de la asociación libre debe ser considerada menos como
una prueba de la naturaleza “artística” de su temperamento
que como “una consecuencia de su convicción, firmemen
te mantenida al modo de un prejuicio, del carácter comple
tamente determinado de todos los sucesos psíquicos” (“Zur
Vorgeschichte der analytischen Technik” (1920), en Studie-
nausga.be, XI, p. 254). “La pertinencia de esta idea se impon
dría”, escribe, “como la posibilidad más inmediata y la más
probable, igualmente confirmada por la experiencia que se
hace en los análisis, si no hubiese enormes resistencias que
desdibu jan la conexión supuesta” (ibíd.). En virtud de la tesis
del determinismo psíquico, se puede razonablemente supo
ner que la primera idea que se presenta debe necesariamen
te tener un nexo temático con el asunto que se trata, inclu
so si ese nexo puede ser, en ciertos casos, imposible de
reconocer. Pero el problema es, justam ente, que la perte
nencia temática de esta idea al asunto del relato del sueño
no constituye necesariamente la prueba de la existencia de
una conexión genética o causal.
Freud está seguro de que la producción de asociaciones
libres que tienen como punto de partida el contenido mani
fiesto del sueño conducirá, en todos los casos, al deseo repri
mido que está en el origen de la formación del sueño. Pero
una de las razones por las cuales estima que todo sueño debe
tener por origen un deseo reprimido es, precisamente, que
la asociación libre le parece conducir a un deseo reprimido,
incluso en el caso de sueños cuyo contenido manifiesto está,
225
a primera vista, tan alejado como sea posible de la satisfacción
de cualquier deseo. Podríamos estar tentados a objetarle que
aunque la asociación libre tiene, efectivamente, todas las opor
tunidades de conducir a un elemento que desempeña un papel
permanente e importante en la vida mental del soñador, esto
no basta para que ese elemento pueda considerarse la causa
o el motivo que ha producido el sueño. A pesar de la confir
mación que parece aportar la “experiencia” repetida del ana
lista, bien podría ocurrir que por mera definición el deseo
inconsciente al que la asociación libre (o convenientemente
dirigida) tarde o temprano termina por llevar, deba ser consi
derado, sin más, como la causa o el motivo buscados.
Wittgenstein duda que Freud haya encontrado el medio
de utilizar la asociación libre como un método de investiga
ción científica, que se opondría al uso esencialmente “crea
dor” que los artistas hacen del mismo procedimiento. Según
él, es completamente comprensible que la asociación libre, o
más bien orientada en el sentido que conviene por las suges
tiones del psicoanalista, invariablemente lleve a temas que,
como, por ejemplo, la sexualidad, ocupan un lugar conside
rable en las preocupaciones del sujeto: “Es un hecho que siem
pre que estamos influidos por algo, por un aburrimiento o un
problema que es importante en nuestra vida -como es el sexo,
por ejemplo- entonces, sea cual sea el punto del que parta
mos, la asociación conducirá final e inevitablemente a ese mis
mo tema” (Lectures and Conversations, p. 60). A pesar de las
repetidas protestas de Freud, Wittgenstein sospecha que no
es solamente el tema mismo (el sueño), sino igualmente un
cierto modo de tratarlo, lo que es impuesto insidiosamente
por el analista al paciente. Freud no puede pretender, como
hace, que ha encontrado la verdadera explicación causal del
sueño. Y si se tratase, de hecho, más bien, de encontrar una
explicación “estética”, nada prueba tampoco que a la que se
llega por su método sea la mejor que quepa imaginar.
Una idea que nos viene a la mente tiene, de hecho, dema
siadas causas posibles diferentes para que se pueda estar
seguro de que contendrá siempre una alusión reconocible a
su causa real; e, inversamente, nada prueba que la cosa a la
cual parece hacer alusión sea el factor causal determinante
que la ha producido:
226
Lo que sucede en el Jreier Einfall está probablemen
te condicionado por todo un ejercito de circunstancias.
No parece haber razón para decir que debe estar con
dicionado únicamente por el tipo de deseo que intere
sa al analista. Si queremos completar lo que parece ser
un fragmento de un cuadro podrían aconsejamos que
dejásemos de devanamos los sesos sobre el modo más
verosímil en que se continuaría el cuadro, en lugar de
esto, podríamos, sin pensar en ello, hacer el primer tra
zo que se nos venga a la cabeza. Pero sería sorprenden
te que esto produjese siempre los mejores resultados.
Que hagamos tales o cuales trazos es una cosa suscep
tible de ser condicionada por todo lo que sucede den
tro y fuera de nosotros. Y si conociésemos uno de esos
factores, no bastaría para que adivinásemos con certeza
qué trazo vamos a hacer (ibíd., p. 47).
227
quiera, porque yo no he sido capaz de producir de ningún
modo disposiciones tan convincentes como las de Freud.
Pero la fuerza de esta consideración es débil si recordamos
que Freud dispone de su propia mesa: “El material que per
tenece a un sujeto individual no puede ser reunido sino peda
zo a pedazo, en momentos diversos y en contextos diversos”
(Wittgenstein’s Freud, p. 203). El otro factor que contribuye
a reducir la improbabilidad a priori de acertar a producir unas
disposiciones significativas entre los elementos considerados
es, como apunta Cioffi, la elasticidad y la multiplicidad de
las reglas utilizadas. Es cierto que antes de Freud nadie sos
pechaba la posibilidad de establecer una red tan complica
da y tan coherente de conexiones lógicas entre hechos que
a primera vista carecen de lazos entre sí. Pero, justamente,
podría decirse que si existiese alguna otra manera, que se ins
pirase en principios completamente distintos a los de Freud,
de producir tal apariencia de coherencia lógica, nos parece
ría inimaginable hasta el preciso momento en que la hubié
semos encontrado.
Uno de los pasajes más largos y más interesantes que
Wittgenstein consagra al problema de la interpretación psi-
coanalítica de los sueños es el siguiente, escrito en 1948:
228
mismo que al escribir buscas una palabra y dices: “¡Eso
es, eso dice lo que quiero decir!”. Tu reconocimiento
convierte la palabra en lo encontrado y por ello busca
do. (Aquí habría que decir en realidad: sólo cuando se
ha encontrado algo, se sabe lo que se buscaba -de mane
ra semejante a lo que Russell dice sobre el desear).
Lo que intriga en el sueño no es su relación causal
con sucesos de mi vida, etc. sino más bien que tiene el
efecto de constituir parte de una historia muy viva,
el resto de la cual permanece en la oscuridad. (Querría
mos preguntar: “¿De dónde vino esta figura y qué ha
ocurrido con ella?”). Incluso si alguien me mostrase que
no se trata en absoluto de una historia verdadera, que en
realidad tenía por fundamento otra historia, diría con
tono de decepción: ¡Ah, ¿fue así?!, sin embargo hay aquí
aparentemente algo que nos ha sido sustraído. Segura
mente, la primera historia se destruye al desdoblar el
papel; el hombre que vi fue tomado de ahí, sus palabras
de allá, el ambiente del sueño, a su vez, de otra parte;
pero, con todo, la historia soñada tiene su encanto pro
pio, como un cuadro que nos atrae e inspira.
Muy bien puede decirse que consideramos la ima
gen del sueño inspirados, que estamos inspirados. Por
que cuando contamos a otro nuestro sueño, la imagen
no lo inspira la mayor parte del tiempo. El sueño nos
toca como una idea necesitada de desarrollo (Culture
and Valué, pp. 68-69).
229
ese simbolismo constituye un instrumento cómodo que la
censura utiliza, “porque conduce a la misma meta, la extra-
ñeza e incomprensibilidad del sueño” (ibíd.). A este respec
to puede apuntarse que la imagen del dibujo que se dobla o
pliega es, sin duda, más apropiada para representar opera
ciones como la condensación o el desplazamiento que la
transposición de imágenes visuales, puesto que ésta se corres
ponde, sobre todo, más bien a un paso efectuado desde la
expresión verbal hasta el dibujo mismo (Freud dice que “en
el sueño las representaciones son transformadas en imáge
nes visuales, los pensamientos latentes del sueño son, así,
dramatizados e ilustrados” [Note fulge der Vorlesungen, p. 20]).
Pero éste es un punto de podemos considerar como relati
vamente secundario.
La interpretación (el despliegue o desdoblamiento) cons
tituye el procedimiento simétrico por el cual el trabajo del
sueño es anulado y recuperada la imagen inicial: “No hay
ninguna duda de que hemos conseguido por nuestra técni
ca [la asociación libre] lo que es reemplazado por el sueño,
allí donde podemos encontrar el valor psíquico del sueño,
algo que no tiene las particularidades desconcertantes del
sueño, su extrañeza, su confusión” (ibíd., p. 15). Así hemos
obtenido, a la vez, la respuesta a la cuestión de saber cuál era
en realidad la verdadera historia, y la explicación del hecho
de que algo aparentemente tan insignificante como el sueño
pueda, como dice Wittgenstein, inspiramos tanto. El comen
tario de Wittgenstein es, entre otras cosas, una crítica implí
cita de la concepción realista que Freud tiene de la natura
leza del contenido del sueño latente que preexistiría al trabajo
deformante del sueño, que ha sido reactualizado por la inter
pretación del contenido manifiesto. No niega que se pueda
encontrar interesante representar las cosas de este modo.
Pero defiende que no se trata, precisamente, sino de una for
ma de representación. Si decidimos describir las cosas de
esta manera, no debemos olvidar que el único criterio que
hemos utilizado para introducir este nuevo modo de expre
sión está constituido por la reacción específica que se obser
va en el sujeto, cuando se le propone una interpretación que
le convence. Lo que queremos decir cuando afirmamos que él
expresaba inconscientemente algo y conocía inconsciente
230
mente el sentido de lo que expresaba no está determinado
más allá de lo que podríamos formular diciendo, simple
mente, que reconocía la traducción propuesta como algo que
constituye la expresión clara y desarrollada del sentido enig
mático y embrionario del sueño. Con esto no tenemos una
idea clara de lo que sería, de manera general, tener y expre
sar (con los medios del inconsciente) un pensamiento incons
ciente, sino que únicamente hemos indicado una manera
particular de descubrir cuál era el pensamiento inconscien
te que alguien había tenido y expresado en un momento
dado. Es un hecho que la Anerkennung de la que habla Witt-
genstein es percibida como una suerte de Wiederkennung, de
reconocimiento de algo que conocíamos ya sin saberlo. Y, si
aceptamos el punto de vista de Freud, esto es lo que suce
de efectivamente. Por su parte, Wittgenstein piensa que esto
pertenece más bien a una manera de expresar las cosas que
nos parece natural, aunque no sea seguro que verdadera
mente la comprendemos, y menos a una cosa de la que Freud
haya demostrado efectivamente su realidad.
231
Conclusión
La cuestión de las relaciones de W ittgenstein y Freud
puede, sin duda, tratarse al modo de Assoun (cfr. op. cit.,
pp. 13-14), como una confrontación entre dos tipos de racio
nalidad. La diferencia esencial, desde este punto de vista, es,
me parece, que Freud defiende una forma de racionalismo
científico completamente clásico, en tanto que Wittgenstein
pertenece, sin duda, a un universo intelectual bien distinto.
La posición de Freud es, sobre este punto, bastante compa
rable a la de los miembros del Círculo de Viena, como ellos
mismos llegaron a percibir. Puede subrayarse, por otra par
te, que la actitud de Freud respecto a la filosofía, aunque no
sea la de alguien que la critica desde dentro con la ambición
de revigorizarla o renovarla, manifiesta sin embargo, a fin de
cuentas, el mismo tipo de optimismo racionalista. Allí don
de los miembros del Círculo de Viena cuentan principal
mente con las virtudes de la lógica y el análisis lógico para
detectar y eliminar la ilusión (es decir, para ellos, el sin sen
tido) filosófico, Freud busca la solución (o, en todo caso,
estima que por ahí tiene que buscarse) por el lado de la psi
cología científica. Por su parte, Wittgenstein no cree en nin
guna de estas dos posibilidades.
Pero la confrontación me parece revelar sobre todo, por la
parte de Wittgenstein, una verdadera incompatibilidad de
humor o temperamento filosóficos. Sospecha abiertamente
que Freud, bajo el nombre de “ciencia” o en nombre de la
ciencia, hace (mala) filosofía, es decir, que erigía en virtudes
científicas los vicios más característicos del comportamiento
filosófico ordinario. Mientras que Wittgenstein se esfuerza en
mostrar, desde un punto de vista que considera el obligato
riamente propio del científico, que no hay fundamentalmen
te sino una clase de sueño, chiste, lapsus, etc., Wittgenstein
considera que esto es, exactamente, el tipo de cosa que debe,
en filosofía, evitarse presuponer o postular, porque es de ahí
de donde provienen generalmente las más típicas de las con
fusiones filosóficas y los problemas filosóficos más difíciles de
resolver.
Al mismo tiempo, puede considerarse que las observa
ciones que formula sobre el caso del psicoanálisis ilustran
bien la dificultad de la posición general que defiende res
pecto al tipo de relación que puede existir entre la filosofía
234
y las ciencias. Si reprocha a Freud un cierto número de “peca
dos filosóficos” característicos, le critica igualmente por em
plear métodos de observación, experimentación, verificación
e inferencia que no están conformes con los principios de la
metodología científica admitida, a los que presuntamente se
adhería. No es fácil de determinar a cuál de estas dos cate
gorías pertenecen exactamente las insuficiencias y las debi
lidades que cree encontrar en la construcción ffeudiana. Su
tendencia general es considerar que, si la confusión con
ceptual puede, sin duda, ser un obstáculo a la constitución
o al progreso de una ciencia, la clarificación que la filosofía
puede aportar en ese ámbito tiene, en general, una impor
tancia y una utilidad muy limitadas, cuando el estatuto cien
tífica es, como ocurre respecto a las matemáticas, por ejem
plo, perfectamente establecido. En el caso de una ciencia
propiamente dicha es, a fin de cuentas, la propia práctica
científica lo que es en verdad decisivo. La claridad filosófica
tiene, como suele decir, más o menos tanta importancia para
el desarrollo de la ciencia como la luz del sol para el creci
miento de las patatas. La dificultad, en el caso del psicoaná
lisis, es que no se sabe muy bien qué es lo que podría sub
sistir dentro de un proyecto propiamente científico, una vez
que las clarificaciones pertinentes se hayan realizado. En su
caso, la confusión no es accidental, sino constitutiva, lo cual,
desde un punto de vista filosófico es muy importante. Witt-
genstein piensa probablemente que, como en el caso de la
teoría de conjuntos hay un “nudo sólido” en todas esas bri
llantes formaciones conceptuales que debemos al genio de
Freud. Pero, haya sido concebida o no bajo el pecado origi
nal de la confusión filosófica, la teoría de conjuntos es, sin
embargo, una teoría matemática; y Wittgenstein no piensa
que Freud haya producido algo que verdaderamente se parez
ca a una teoría científica.
Contrariamente a lo que se suele sugerir a veces, W itt
genstein no discute la diferencia que hay entre una empresa
calificable de científica y otra que no lo sea. Al contrario, todo
lo que dice sobre el psicoanálisis presupone, precisamente,
la existencia de una diferencia de este tipo. Sin esto no se
comprende lo que autoriza a considerarla como algo seme
jante a una mitología, y no a una ciencia, y aplicarle una for
235
ma de crítica filosófica que una ciencia propiamente dicha
no necesitaría ni tampoco permitiría. Lo que es menos cla
ro es la respuesta que habría que dar, desde su punto de vis
ta, a la cuestión de saber si un tratamiento científico de los
fenómenos concernidos es posible y en qué condiciones, o
bien si, como dice a veces, el psicoanálisis no es quizá cien
tífico, pero constituye sin embargo lo más convincente que
quepa encontrar dada la naturaleza de los fenómenos en cues
tión.
Como se ha visto, Wittgenstein no cree que la presunta
cientificidad de las explicaciones psicoanalíticas tenga mucho
que ver con la adhesión que se le ha dado. £1 éxito del psi
coanálisis no se entendería si sus explicaciones no tuviesen
un particular “encanto” y si, contrariamente a lo que sugie
re Freud, un encanto irresistible capaz de destruir muchos
prejuicios: “El hecho de que la explicación sea extremada
mente repelente puede ser lo que lleva a adoptarla” (Lecto
res and Conversations, p. 24). “Si fuésemos conducidos, escri
be, a decir que hemos pensado realmente tal o cual cosa o
que nuestro motivo era tal o cual, no se trata de una cues
tión de descubrimiento, sino de persuasión. De una mane
ra diferente habríamos podido ser persuadidos de algo dife
rente. Bien entendido, si el psicoanálisis cura un tartamudeo,
lo cura, y eso es un resultado. Se piensa en ciertos resulta
dos del psicoanálisis como un descubrimiento hecho por
Freud, independientemente de algo de lo que nos haya con
vencido un psicoanalista, pero lo que quiero decir es que no
es esto lo que sucede” (ibíd., p. 27). Es preciso, sin duda,
hacer aquí una distinción entre la persuasión y la sugestión,
pues es posible que las explicaciones psicoanalíticas tengan
un encanto “objetivo” suficiente para que baste dejarlas hablar
por sí mismas, sin tener necesidad de intervenir de manera
activa para imponerlas. Freud siempre se defendió con vigor
de haberse dedicado a intervenciones de ese tipo. (Vinien
do de alguien que como pocos sabía de qué va eso, su fir
meza en sostener que siempre había respetado escrupulosa
mente las reglas de la neutralidad científica no deja de ser un
poco ingenua.) Se comprende que sin cesar, incluso excesi
vamente, haya aparecido la objeción que se apoya en el fenó
meno de la sugestión, siendo el término sugestión una pala
236
bra que dispensa generalmente de preguntar en qué consis
te realmente, de dónde proviene y en qué momentos opera.
Freud, por su parte, estimaba haber demostrado suficiente
mente que a diferencia de lo que ocurre en otras terapéuti
cas que recurren a la sugestión, el psicoanálisis lo toma en
cuenta en la teoría de la transferencia, controlada realmente
y utilizada juiciosamente con el propósito de obtener del
paciente un cierto trabajo psíquico indispensable a la cura
ción. Pero la resolución de la transferencia implica, también,
que el paciente pueda ser persuadido de lo que significa real
mente.
Wittgenstein piensa que este elemento de persuasión es
esencial. El psicoanálisis, cuando afirma que el sueño es la
realización disfrazada de un deseo, no efectúa una identifi
cación teórica del tipo que la ciencia nos ha hecho familia
res, como por ejemplo la liga el agua y la fórmula H20 . No
es que las explicaciones reductivas realmente científicas no
planteen ningún problema de comprensión y nunca sean
engañosas. Wittgenstein piensa que desgraciadamente no es
así: “Nuestros chicos aprenden ya en la escuela que el agua
está constituida de hidrógeno y oxígeno, o el azúcar de car
bono, hidrógeno y oxígeno. Quien no lo comprendiese sería
estúpido. Pero con ello las cuestiones más importantes se
han ocultado” [Culture and Valué, p. 71, trad. cast., p. 132],
Ciertamente nunca diríamos que el químico que afirma que
el agua está constituida por dos gases simplemente busca
persuadimos de que la consideremos de esta manera. Y aun
que esta identificación plantea la cuestión de saber cómo una
cosa puede ser, a la vez, lo que es, y algo que a primera vis
ta es totalmente diferente, hay, sin embargo, buenas razones
para decir que constituye un descubrimiento que nos reve
la la verdadera naturaleza del agua. Wittgenstein sostiene que
nada de lo que hace Freud puede ser tenido por un descu
brimiento, en el sentido expuesto.
Cuando el psicoanálisis nos persuade de que “Esto es en
realidad aquello”, significa que “hay ciertas diferencias que
se nos ha convencido que debemos dejar de lado” (Lectures
and Conversations, p. 27). W ittgenstein admite explícita
mente que cuando intenta, en filosofía, llamar la atención
sobre ciertas diferencias se dedica, también él, a una tenta-
237
tiva d e p e rs u a s ió n : “Si alg u ien d ice: ‘N o h a y d ife ren c ia ’, y
yo digo: ‘H ay u n a d iferen cia’, trato d e p e rsu a d ir y digo: ‘N o
q u iere q u e m iréis la co sa d e esa m a n e ra ’” (ib íd .). S ab em o s
q u e el a u to r d e las Investigaciones filosóficas ten ía u n a p a rti
c u la r p re d ile c c ió n p o r el fam o so d ich o : “Everything is what
it is and not another thing”. P ara él é sta d e b ía ser, e n cie rto
m o d o , la c o n s ig n a d e la filosofía; lo q u e sig n ifica q u e lo s
o b je tiv o s d e la filo so fía s o n b ie n d is tin to s d e lo s d e u n a
em p resa teórica, sea realm en te científica o só lo tenga, co m o
o cu rre c o n la d e F reu d se g ú n W ittg e n ste in , la ap ariencia d e
serlo. El filósofo es, ta m b ié n él, alg u ien q u e in te n ta p e rs u a
d im o s d e algo, sin q u e fo rz o sa m e n te te n g a éxito. In te n ta ,
p o r ejem p lo , q u e a d m ita m o s q u e la teoría freu d ian a p ro p o
n e, y fin a lm e n te im p o n e , s im p le m e n te u n m o d o p o sib le ,
pero n o obligatorio, d e c o n sid erar los o b jeto s d e los q u e tra
ta. A lo c u a l a lg u ie n p u e d e r e s p o n d e r c o n u n d e s a c u e rd o
total d icie n d o q u e el psicoanálisis n o s h a d e scu b ie rto la ver
d a d e ra n a tu ra le z a d e los o b je to s e n c u e stió n , lo cual sig n i
fica s im p le m e n te q u e h a a c e p ta d o to ta lm e n te las ex p lica
ciones q u e p ro p o n e. La obligación d e recurrir a la persuasión
n o es u n d e fe c to d e p lo ra b le , p o r q u e la filosofía n o tie n e ,
p re c isa m e n te , g ran co sa q u e v er c o n la cien cia; el erro r del
psicoanálisis es, e sen cialm en te, creer q u e es u n a ciencia. Su
error, p u e s, al m argen d e q u e n o sea necesario utilizar la p er
suasión co m o lo hace, está, m ás bien , en ignorar q ué es esen
c ia lm e n te lo q u e h a c e y, así, s u b e s tim a r lo s c o n s id e ra b le s
peligros q u e ello c o m p o rta .
238
c o l e c c i ó n p e r s p e c t i v a s
Jacques Bouveresse
E n e s te lib r o , d e s d e a h o r a u n c lá s ic o , t r a d u c id o a n u m e r o s a s le n g u a s ,
J a c q u e s B o u v e r e s s e a n a liz a c o n p r e c is ió n la le c tu r a q u e W ittg e n s te in
h a p o d id o h a c e r d e la o b r a d e F r e u d y se a v e n tu r a e n el “ d e s a rm e filo só fic
d e lo s m ito s y d e la s r a z o n e s d e l p s ic o a n á lis is .
F r e u d n o s h a e n s e ñ a d o a d is c e r n ir u n p r o p ó s ito , u n a in te n c ió n
o u n s e n tid o en f e n ó m e n o s q u e , c o m o el s u e ñ o y el lapsus,
a p r im e r a v is ta p a re c e n n o te n e r n in g u n o . P e r o p a ra c o n s e g u ir e s to
lo s h a c o lo c a d o , s im p le m e n te , e n u n a p e r s p e c tiv a e n te r a m e n te d is tin tí
d e la q u e e s h a b itu a l. C o m e te a s í. s e g ú n W ittg e n s te in ,
u n a c a r a c te r ís tic a c o n f u s ió n f ilo s ó f ic a , c u a n d o e s tim a h a b e r p u e s to
e n e v id e n c ia la e x is te n c ia d e u n a a c tiv id a d p s íq u ic a in c o n s c ie n te
q u e c o n s titu ir ía la s u p u e s ta c a u s a d e lo s f e n ó m e n o s e n c u e s tió n .