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LECTURAS MÓDULO I

1.PASEO NOCTURNO

(Rubem Fonseca)

Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios,


investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de
whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado.
Los sonidos de la casa: mi hija en su dormitorio practicando impostación de la voz, la
música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín?, preguntó mi
mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.
Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado, y como siempre no
hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números,
yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto a que tus socios no trabajan ni la
mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya
puedo mandar a servir la comida?

La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos


gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió
dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi
mujer no pidió nada: teníamos una cuenta bancaria conjunta.

¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la
teleserie. No sé qué gracia tiene pasear en auto todas las noches, también ese auto costó
una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales,
respondió mi mujer.

Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase el mío.
Saqué los autos de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los
dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron
levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial
doble de acero cromado, sentí que mi corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la
ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó
aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle
desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no
podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros,
el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía
nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me
gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer
fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevaba un
bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa,
andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante
problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella solo
se dio cuenta de que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los
neumáticos pegando en la cuneta. Le di a la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de
las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del
impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé
como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al
asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en oncesegundos. Incluso pude
ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un
muro, de esos bajitos de casa de suburbio.
Examiné el auto en el garaje. Con orgullo pasé la mano suavemente por el guardabarros,
los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad
en el uso de esas máquinas.

La familia estaba viendo televisión. ¿Ya diste tu paseíto, ahora estás más tranquilo?,
preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenas
noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.

2.EL GORDITO

(EtgarKeret)

¿Sorprendido? Pues claro que estaba sorprendido. Sales con una chica. Una primera cita,
una segunda cita, un restaurante por aquí, una película por allá, siempre en sesiones
matinales, exclusivamente. Empezáis a acostaros, los polvos son una pasada y después
llega también el sentimiento. Cuando de pronto, un buen día, viene a ti llorando, tú la
abrazas y le dices que se tranquilice, que no pasa nada, y ella te contesta que ya no
puede más, que tiene un secreto, pero no un secreto cualquiera, que se trata de algo
tenebroso, de una maldición, un asunto que ha querido revelarte todo este tiempo pero no
ha tenido valor para hacerlo. Porque se trata de algo que la oprime constantemente como
si de un par de toneladas de ladrillos se tratara. Algo que te tiene que contar, porque es
que tiene que hacerlo, aunque también sabe que desde el momento en que te lo revele la
vas a dejar, y con razón. Y al momento vuelve a echarse a llorar. –No te voy a dejar –le
dices– yo no, yo te quiero. Puede que parezca que estés algo emocionado, pero no, y si
lo estás es porque ella sigue llorando, no por el secreto en sí. La experiencia te ha
enseñado que esos secretos que repetidamente llevan a las mujeres a hacerse trizas son
la mayoría de las veces algo de la importancia de haberse echado un polvo con un
animal, con un familiar o con alguien que les dio dinero a cambio. –Soy una puta –acaban
diciendo siempre. –No, que no –insistes tú abrazándolas, o –: Shshshsh –si siguen
llorando.
–De verdad que es algo muy gordo –insiste ella, como si hubiera descubierto esa
pachorra tuya que tanto has intentado ocultar. –Puede que dentro de ti suene espantoso
–le dices –pero es por la acústica. Ya verás cómo, en cuanto lo saques fuera, de repente
te parecerá mucho menos grave. Ella casi se lo cree y tras dudar un instante dice: –¿Si te
dijera que por las noches me convierto en un hombre peludo y enano, sin cuello y con un
anillo de oro en el meñique, entonces también seguirías queriéndome? Y tú le dices que
por supuesto, porque qué vas a decirle, ¿que no? Lo único que está intentando es
ponerte a prueba para ver si la quieres incondicionalmente, y tú siempre has estado
soberbio ante cualquier prueba. Además, la verdad es que en cuanto se lo dices ella se
derrite y ya estáis follando, así, en el salón. Después os quedáis abrazados y ella llora,
porque se siente aliviada, y tú también lloras, anda a saber por qué. Pero a diferencia de
otras veces ella no se marcha. Se queda a dormir contigo. Y tú te quedas despierto en la
cama, mirando su hermoso cuerpo, el sol que se está poniendo ahí afuera, la luna, que
aparece de repente como de la nada, la luz plateada que le toca el cuerpo acariciándole el
vello de la espalda. Y en menos de cinco minutos te encuentras con que a tu lado, en la
cama, tienes a un hombre bajito y regordete. El hombre en cuestión se levanta, te sonríe y
se viste algo turbado. Sale del dormitorio, y tú tras él, hipnotizado. Ahora ya está en el
salón, pulsando con sus rollizos dedos los botones del mando de la tele, dispuesto a ver
los deportes. Fútbol, un partido de la Liga de Campeones. Cuando fallan el tiro maldice y
con los goles se levanta y hace la ola. Después del partido te dice que tiene la garganta
seca y el estómago vacío. Que le apetecen unospinchos, a ser posible de pollo, aunque
también se apañaría si fueran de vacuno. Así que te subes con él en el coche y lo llevas a
un restaurante cercano que conoce. La nueva situación te tiene preocupado, muy
preocupado, pero no sabes muy bien qué hacer porque tus redes neuronales están
bloqueadas. Tu mano, como la de un robot, cambia las marchas mientras bajáis hacia
Ayalon y él, en el asiento de al lado, tamborilea en el salpicadero con el anillo de oro que
lleva en el meñique, cuando en el semáforo que hay junto al cruce de BeitDagon baja la
ventanilla electrónica, te guiña un ojo y le grita a una soldado que está haciendo
autoestop: –Chata, ¿quieres que te subamos atrás como una cabra? Después, en Azor, te
pones a comer carne con él hasta reventar mientras lo ves disfrutar de cada bocado y
reírse como un niño. Y todo el rato te dices a ti mismo que no es más que un sueño, un
sueño extraño, es verdad, pero de esos de los que enseguida te vas a despertar. A la
vuelta le preguntas dónde se quiere bajar, pero él se hace el sordo y pone cara de
víctima. Así que te ves volviendo a tu casa con él. Son casi las tres de la mañana. –Me
voy a dormir –le comunicas, y él te dice adiós con la mano desde el puf y sigue con la
mirada clavada en el canal de la moda. Por la mañana te despiertas cansado, con un
poco de dolor de estómago, y la encuentras en el salón, todavía dormitando. Pero en
cuanto has terminado de ducharte se levanta, te abraza con cierto aire de culpabilidad y tú
te sientes demasiado confuso como para decirle nada. El tiempo pasa y seguís juntos.
Los polvos no hacen más que mejorar de día en día. Ella ya no es tan joven, ni
tútampoco, así que un buen día te encuentras hablando de tener un hijo. Por la noche
cuando salís, tu gordito y tú os lo pasáis en grande como nunca te lo habías pasado en la
vida. Te lleva a restaurantes y a bares de los que antes no te sonaba ni el nombre, bailáis
juntos encima de las mesas y rompéis platos y más platos como si el mañana no existiera.
El gordito es muy majo, pero un poco grosero, sobre todo con las mujeres. A veces hace
unas observaciones que tú no sabes dónde meterte. Pero, aparte de eso, la verdad es
que es una pasada estar con él. Cuando os conocisteis, a ti el fútbol no te interesaba
demasiado, mientras que ahora ya te conoces a todos los equipos y cada vez que el
equipo del que sois hinchas gana te sientes como si hubieras pedido un deseo y éste se
hubiera cumplido, un sentimiento muy poco frecuente, especialmente en alguien como tú,
que normalmente no sabe ni lo que quiere. Y así, todas las noches, te duermes con él
cansado viendo los partidos de la liga argentina y por la mañana vuelves a despertarte al
lado de una mujer guapa y comprensiva a la que también amas a rabiar.

3. EL GATO ROJO

(LuiseRinser)
Constantemente me viene a la mente ese diablo rojo de gato y todavía no sé si fue
correcto lo que hice. Todo empezó cuando me hallaba sentado en nuestro jardín, sobre
un montón de escombros al lado de un socavón causado por los bombardeos.

El montón de escombros es la mitad mayor de nuestra casa. La menor, todavía en pie, es


donde vivimos, yo y mamá y Peter y Leni, que son mis hermanos menores. Bien, pues
estoy sentado en las piedras, por todas partes crece hierba y ortigas y otras plantas.
Tengo un mendrugo de pan en la mano, en realidad es pan duro, pero mi madre dice que
el pan duro es más sano que el tierno. A decir verdad eso es porque ella cree que el pan
seco hay que masticarlo durante más tiempo y así uno se sacia mejor con menos. En mi
caso no es así. De pronto me cae un trocito al suelo. Me agacho, pero en ese instante
aparece una garra de entre las ortigas y caza el trozo de pan. A duras penas he podido
percatarme de ello, de lo rápido que ha ocurrido. Y entonces veo que entre las ortigas hay
un gato sentado, rojizo como un zorro y muy delgaducho. —“Maldito bicho”, me digo y le
arrojo una piedra. No quería darle, sólo ahuyentarlo. Pero debo haberle dado, pues ha
maullado, sólo una vez y como si fuera un niño. No se ha marchado. Me ha sabido mal
haberle arrojado una piedra, entonces decido atraerlo hacia mí. No ha querido salir de su
escondrijo. Respiraba con dificultad. He podido ver su pelaje rojizo por completo. A su vez
él me observaba constantemente con sus ojos verdes. Entonces le he dicho: —“Qué
quieres tú?” ¡Vaya tontería! Ni que fuera un ser humano con el cual uno puede entablar
conversación. Me he enojado con él y conmigo mismo, y ya no he querido mirar más, y
me he zampado el pan hasta atragantarme. El último mordisco, quedaba todavía un buen
pedazo, se lo he arrojado y me he alejado furioso.

A la entrada del jardín estaban Peter y Leni, y cortaban judías verdes. Se han llenado la
boca de ellas, de modo que se oían sus dientes rechinar, y Leni me ha preguntado en voz
baja, si ya no me quedaba ni un pedazo de pan. —“¡Bah!, a ti te han dado un trozo tan
grande como el mío y sólo tienes nueve años, en cambio yo tengo diez. Los mayores
necesitamos más”. —“Sí, es verdad”, es lo único que ha dicho ella. Y entonces Peter ha
añadido: —“Porque ella le ha dado pan al gato”. —“¿A qué gato?”, inquirí. —“¡Ah!”,
exclamó Leni, “aquí ha venido un gato rojizo, como un zorro pequeño y muy delgaducho.
Siempre me observa cuando me como el pan”. —“¡Cabeza hueca!”, dije enojado, “¡si no
tenemos casi para comer!”. Pero ella tan sólo ha encogido los hombros y enseguida ha
dirigido la mirada hacia Peter, que se ha sonrojado; por lo tanto, estoy seguro de que él
también le ha dado pan al gato. Entonces me he enfadado en serio y me he marchado
rápidamente.

Cuando llego a la calle principal, hay un coche americano parado, un coche grande y
largo, un Buick, creo, y el conductor me pregunta por el ayuntamiento. Me ha preguntado
en inglés y yo sé un poco de inglés. —“Thenextstreet”, le he dicho, “and thenleft and
then”— recto no sabía decirlo en inglés, entonces se lo he señalado con la mano y él me
ha comprendido. —“And behindtheChurchisthemarketplacewiththe Ayuntamiento”. Creo
que era un americano bastante bueno, y la mujer del coche me ha dado un par de
rebanadas de pan blanco, bien blanco, y cuando las he separado, dentro había embutido,
una buena loncha. Entonces he vuelto enseguida a casa con el pan. Cuando llego a la
cocina, los dos pequeños esconden rápidamente algo debajo del sofá, pero he podido
verlo. Era el gato rojizo. Y en el suelo había derramada un poco de leche, entonces lo he
sabido todo. —“¡Estáis locos!”, les he gritado, “tenemos sólo medio litro de leche
desnatada al día para cuatro personas”. He arrastrado el gato de debajo del sofá para
afuera y lo he lanzado contra la ventana. Los dos pequeños no han dicho ni una palabra.
Después he cortado el pan blanco americano en cuatro partes y he puesto el trozo de
mamá en el armario de la cocina.

“¿De dónde lo has sacado?”, han preguntado mirándome con temor. —“Robado”, les he
dicho, y me he ido. Quería ver rápidamente si en la calle había algo de carbón, porque ha
pasado un carro con carbón, y a veces pierden algo. El gato rojizo está sentado a la
entrada del jardín y me mira fíjamente. —“¡Vete!”, le he dicho y le he propinado un
puntapié. Pero no se ha ido. Simplemente ha abierto su pequeño hocico y ha dicho:

“Miau”. No ha soltado un grito como otros gatos, simplemente ha hecho esto, no me lo


explico. Luego ha seguido mirándome fíjamente con sus ojos verdes. Entonces, molesto,
le he tirado un pedazo del pan blanco americano. Enseguida me he arrepentido de ello.

Cuando salgo a la calle, ya hay allí dos más, mayores que yo, que han recogido los restos
de carbón. He echado un vistazo al lugar, y veo que han llenado un cubo. En un
santiamén he escupido dentro. Si no hubiera estado con el gato, lo habría cogido todo yo.
Y habríamos podido hacer una buena cena. ¡Eran cosas aquellas tan preciosas! Después
me he encontrado con un carrito repleto de patatas primerizas, me he tropezado con él,
un par de patatas se han caído y yo me las he metido en los bolsillos y dentro de la gorra.
Cuando el carretero se ha percatado de ello, le he dicho: —“Está usted perdiendo sus
patatas”. Después me he ido deprisa a casa. Mamá estaba sola en casa y en su regazo
estaba el gato rojizo. —“¡Diablos!”, exclamé, “¿ya está el bicho este de nuevo aquí?”.
—“¡No hables en ese tono!” dijo mamá, “es un gato sin dueño, y quién sabe cuánto hace
que no ha comido nada. ¡Fíjate cómo está de delgaducho!”. —“Nosotros también estamos
delgados” dije. —“Le he dado algo de mi pan”, dijo mamá mirándome de soslayo. Me he
acordado de nuestro pan, de la leche y del pan blanco, pero no lo he mencionado.
Después hemos hecho las patatas y mamá se ha puesto contenta, pero no me ha
preguntado siquiera de dónde las había sacado. Creo que podría haberlo hecho. Después
mamá se ha tomado su café negro, y todos hemos vistocómo ese bicho rojizo se ha
bebido la leche. Después por fin ha pegado un brinco y ha salido por la ventana. Me he
apresurado a cerrar, para poder respirar tranquilo. Por la mañana, a las seis, me las he
apañado para pillar algo de verdura. Cuando llego a casa a las ocho, los pequeños están
sentados para el desayuno, y en una silla entre ellos está agazapado el animal
zampándose el pan mojado en leche del plato de Leni. En unos minutos llega mamá, que
desde las cinco y media estaba haciendo cola en la carnicería. El gato entonces salta de
pronto hacia ella y cuando mamá cree que yo no me doy cuenta, deja caer al suelo una
loncha de embutido. Era embutido sin marca, una cosa parduzca, pero nosotros nos la
habríamos puesto en el pan: mamá tendría que saberlo. Me trago mi enfado, cojo mi gorra
y me voy. He sacado la vieja bici del sótano y me he ido a la ciudad. Allí se encuentra un
estanque con peces. No tengo caña, sólo un bastón que acaba en dos ganchos
puntiagudos, con el que puedo ensartar algún pez. Normalmente he tenido suerte, y esta
vez también. Todavía no son las diez y ya he pillado dos buenos ejemplares, suficiente
para el almuerzo. Me voy con la bici a casa, lo más rápido que puedo, y una vez en casa
dejo el pescado sobre la mesa de la cocina. Voy sólo un momento al sótano, y se lo digo
a mamá, que hoy tiene su día de colada. Sube de vuelta conmigo, pero en la cocina sólo
hay un pez, y precisamente el más pequeño. Y en el alféizar de la ventana, se encuentra
aquel diablo rojo, zampándose el último bocado. Entonces me enciendo de ira y le arrojo
un trozo de madera. Le doy, se cae de la ventana y oigo como si al jardín se precipitara
un saco con todo su peso. —“Ahora tiene su merecido” exclamo, pero mamá me da un
bofetón, que prácticamente no me hace nada. Tengo trece años, y con toda seguridad
desde los ocho no me había dado ninguno.

“¡Eres un tortura—animales!”, me grita mamá, y se pone pálida de ira. No puedo hacer


otra cosa que irme. Al mediodía hemos tenido ensalada de pescado, con más patatas que
pescado. En cualquier caso hemos perdido de vista a aquel bicho rojizo, pero nadie cree
que eso sea lo mejor. Los pequeños, corriendo por el jardín, llaman al gato, y mamá cada
tarde ha puesto un pequeño tazón de lecheante la puerta, y me ha mirado en tono de
reproche. Entonces yo mismo he empezado a buscar al animal por todas partes: podría
estar enfermo o yacer muerto por algún sitio. Pero al cabo de tres días ya estaba el gato
de nuevo allí. Cojeaba y tenía una herida en la pata, en la pata delantera derecha, y era
de mi estacazo. Mamá le ha vendado la pata y le ha dado algo de comer. Desde entonces
venía cada día. No ha habido desde aquel momento una comida sin aquel bicho rojizo, y
ninguno de nosotros ha podido jamás disimular algo acerca de él. Apenas habíamos
terminado de comer, lo teníamos allí sentado mirándonos con detenimiento. Y todos
siempre le daban lo que él quería, incluso yo, a pesar de que estaba furioso. Con el
tiempo iba engordando, y a mi parecer, se ha puesto precioso. Y entonces llegó el
invierno del cuarenta y seis al cuarenta y siete. En aquellos tiempos apenas teníamos ya
algo que llevarnos a la boca. Durante algunas semanas no tuvimos ni un gramo de carne,
sólo patatas heladas, y la ropa empezaba a irnos holgada. Una vez, por hambre, Leni
robó un pedazo de pan en la panadería. Pero eso sólo lo sé yo.
A principios de febrero le dije a mamá: —“Deberíamos matar a ese bicho”. —“¿A qué
bicho?”, me interrogó con mirada penetrante. —“¡Toma, el gato!”, dije, e hice como si
nada, aunque ya sabía cuál sería la reacción. Todos se me echaron encima. —“¿Qué?,
¿nuestro gato? ¿No te da vergüenza?”. —“No”, dije, “no me da vergüenza. Lo hemos
cebado con nuestra comida, y está rollizo como un puerco, y además es todavía joven,
por lo tanto...”. Entonces Leni se puso a llorar y Peter me propinó un puntapié por debajo
de la mesa, y mamá con toda la tristeza me dijo: —“Nunca pensé que tuvieras tan mal
corazón”. El gato estaba sentado sobre la cocina y se echó a dormir. Estaba hecho
verdaderamente una bola, y era tan perezoso que apenas salía de casa para cazar.

Visto que en abril se terminaron las patatas, no supimos qué más teníamos que comer.
Un día, estaba ya que me subía por las paredes, y me propuse hacer algocon el gato. Le
dije: —“Escucha, no nos queda nada, ¿no te das cuenta?”. Entonces le mostré la caja de
las patatas vacía, y lo mismo el cajón del pan. —“¡Vete!”, le dije, “ya ves cómo está la
cosa”. Pero el gato apenas parpadeó y se dió la vuelta sobre la cocina. Estallé de ira y
pegué un porrazo sobre la mesa de la cocina, pero el gato apenas se inmutó.
Seguidamente lo cojí bajo el brazo —fuera ya había oscurecido un poco, y los pequeños
habían salido con mamá a buscar algo de carbón al terraplén. Aquel bicho rojo era tan
perezoso que incluso se dejaba llevar impasiblemente. Me dirijí al río. De pronto me crucé
con un hombre, que me preguntó si le vendía el gato. —”Sí”, le dije, y me las prometí
felices con la respuesta, pero él se echó a reír y siguió su camino. Llegué al río. Había
trozos de hielo flotando y niebla, y hacía frío. El gato se restregaba conmigo, lo acaricié y
hablé con él: —“No puedo soportarlo más”, le dije, “no puede ser que mis hermanos
pasen hambre, y que tú estés así de rollizo, no puedo soportarlo por más tiempo”. De
pronto solté un grito a voz en cuello, agarré aquel bicho rojo por las patas traseras y lo
estampé contra el tronco de un árbol. Apenas maulló. No tardaría en morir. Lo golpeé
contra un trozo de hielo, pero sólo le hice un boquete en la cabeza, y de ahí empezó a
salir sangre. Por todas partes aparecieron manchas oscuras en la nieve. Entonces gritó
como un niño. Querría haber terminado, pero tuve que llegar hasta el final. Seguí
golpeándolo contra la capa de hielo, se oyó un crujido, —no sé si fue el hielo o bien sus
huesos—, y a pesar de todo seguía vivo. Un gato tiene siete vidas, dice la gente, pero
éste tenía más. A cada golpe soltaba un fuerte maullido, y una vez también yo grité.
Estaba empapado de sudor en aquel frío. Por fin murió. Después lo tiré al río y me lavé
las manos en la nieve, y cuando volví a mirar el bicho, estaba allí flotando entre los
pedazos de hielo hasta que desapareció en la niebla. Estaba helado, pero no me apetecía
ir a casa. Di una vuelta por la ciudad y me fui a casa. —“¿Qué te pasa?”, me preguntó
mamá, “estás blanco como la cal, y ¿cómo es que tienes sangre en la chaqueta?”. —“De
la nariz”, contesté. Ni siquiera me miró, se fue a la cocina y me preparó una infusión de
menta. De pronto me sentí mal y tuve que salir fuera; me fui después directo a la cama.
Más tarde vino mamá y con toda la tranquilidad me dijo:

“Te comprendo. No pienses más en ello”. Toda la noche oí llorar a Peter y Leni en su
cama. Y en estos momentos ya no sé si hice bien en matar aquel bicho rojo, pues en
realidad, estos animales tampoco comen tanto.

4. LA BIBLIOTECA DE BABEL

(Jorge Luis Borges)

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número indefinido, y tal


vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio,
cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y
superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte
anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su
altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las
caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera
y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite
dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral,
que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente
duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es
infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las
superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas
esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales.
La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en


busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden
descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que
nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será
el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el
viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es
interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria
del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es
inconcebible una salatriangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les
revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la
vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro
cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una
esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel
encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez
páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de
color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o
prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció
misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas
proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab alterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la


eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el
imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el
universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables
escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de
un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar
estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con
las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente
simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación


permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver
satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza
informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del
circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas
desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero
laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe:
por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de
fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios
repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan
a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los
inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que
esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos
no es del todo falaz.)

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas
pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros
bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que
unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es
incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de
inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario
que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor
de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en
otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en
criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en
que la formularon sus inventores.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como
los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un
descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron
que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto
samoyedo—lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el
contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con
repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera
la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por
diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las
veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han
confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas
incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las
posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque
vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la
historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la
Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos
catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de
Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio,
la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las
interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no
escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue
de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y
secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en
algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las
dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las
Vindicaciones: libros de apología y deprofecía, que para siempre vindicaban los actos de
cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de
codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos
por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los
corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras
divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por
los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo
he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias)
pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la
suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el


origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan
explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca
habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese
idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores
oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre
rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de
escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en
busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La


certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que
esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema
sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos,
hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las
autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. Lasecta desapareció, pero
en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos
discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían
los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un
volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la
insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran
los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es
tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada
ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios
centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra
o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias
de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror
que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono
Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún
anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra
y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es
análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese
funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en
vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo
hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar
previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar
previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y
consumido mis años. No meparece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un
libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre — ¡uno solo, aunque sea, hace
miles de años! — lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no
son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que
yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se
justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la
humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la
Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en
otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas
palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también,
notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la
Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los
veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que
el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y
otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxasmlo». Esas proposiciones, a primera vista
incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa
justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos
caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus
lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no
esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre
poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya
existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables
hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo
vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y
perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier
otra cosa, y las sietepalabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás
seguro de entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre


de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los
jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben
descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que
inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber
mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el
temor, pero sospecho que la especie humana — la única — está por extinguirse y que la
Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de
volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo
que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan
que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden
inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que
los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo
problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en
cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se
repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se
alegra con esa elegante esperanza.

5.EL GATO NEGRO

(Edgar Allan Poe)

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a
escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia.
Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera
aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple,
sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias
de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido.
Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos
espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia
reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y
mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que
temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales. Desde la
infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi
corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis
compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener
una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más
feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció
conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de
placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no
necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que
recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al
corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del
hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al


observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los
más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro,
conejos, un monito y un gato. Este último era un animal de notable tamaño y hermosura,
completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi
mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua
creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero
decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón —tal era el nombre del gato— se había convertido en mi favorito y mi camarada.
Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho
impedir que anduviera tras de mí en la calle. Nuestra amistad duró así varios años, en el
curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron
radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más
melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar
descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos,
claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino
que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración
como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el
perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi
enfermedad, empero, se agravaba —pues, ¿qué enfermedad es comparable al
alcohol?—, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo,
empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor. Una noche en que volvía a casa
completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció
que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me
mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no
supe lo que hacía. Fue como

si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica,
alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del
chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y,
deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan
condenable atrocidad. Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en
el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el
remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no
alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto
ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido. El gato, entretanto, mejoraba poco a poco.
Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no
parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de
imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de
ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me
había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y
entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La
filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy que mi alma
existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón
humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que
dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en
momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no
debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta
descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por
el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi
caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar
su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a
consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a
sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol;
loahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me
apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba
seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al
hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla
—si ello fuera posible— más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más
misericordioso y más terrible. La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel
acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva
y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración
mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y
desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza. No incurriré en la debilidad
de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero
estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al
día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían
desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en
el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El
enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente
aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas
parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!,
¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca
superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El
contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del
pescuezo del animal. Al descubrir esta aparición —ya que no podía considerarla otra
cosa— me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi
ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse
la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió
de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían
tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de lasparedes comprimió a
la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción
de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver. Si bien
en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño
episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses
no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un
sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de
lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente
frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame,
reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando
dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en
lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande
como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo
blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha
blanca que le cubría casi todo el pecho. Al sentirse acariciado se enderezó prontamente,
ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones.
Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De
inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y
que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él. Continué acariciando al gato y, cuando
me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que
lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en
casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente
lo contrario de lo que había anticipado, pero —sin que pueda decir cómo ni por qué— su
marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de
disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el
animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban
maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de
cualquier violencia; pero gradualmente —muy gradualmente— llegué a mirarlo con
inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una
emanación de la peste. Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a
la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto.
Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya
dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi
rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros. El cariño del gato
por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una
pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía
a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si
echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien
clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En
esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el
recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo —quiero confesarlo ahora mismo— por un
espantoso temor al animal. Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin
embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de
reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer
que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las
más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había
llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya hehablado, y que
constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector
recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma
indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante
largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de
rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello
odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de
atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…¡la imagen del
patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la
muerte! Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que
una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de
producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella
criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más
horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso
—pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme— apoyado
eternamente sobre mi corazón. Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí
lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi
intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual
de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la
entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y
paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me
abandonaba. Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la
vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba
la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó
hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta
entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe quehubiera matado
instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su
trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me
zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a
mis pies. Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría
a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día
como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos
proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar
los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también
si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara
de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa.
Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver
en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus
víctimas. El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco
resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la
atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia
de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al
resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte,
introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada
pudiese descubrir algo sospechoso. No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué
los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo
contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la
mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda,
preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo
enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no
mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento
de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he
trabajado en vano”.

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al


final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí,
su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la
violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi
humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de
la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera
vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir,
aun con el peso del crimen sobre mi alma. Pasaron el segundo y el tercer día y mi
atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el
monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de
una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se
practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso
hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi
tranquilidad futura me parecía asegurada. Al cuarto día del asesinato, un grupo de
policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección.
Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los
oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin
revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara
un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la
inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el
pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente
satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande
para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de
triunfo y confirmar doblemente mi inocencia. —Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo
subía la escalera—, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo
felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy
bien construida… (En mifrenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me
daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas
paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez. Y entonces,
arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la
mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de
mi corazón. ¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas
había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba.
Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego
creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal,
como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo,
como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su
agonía y de los demonios exultantes en la condenación. Hablar de lo que pensé en ese
momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por
un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una
docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy
corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los
espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego,
estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya
voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
6.TRIPAS

(Chuck Palahniuk)

Tomen aire. Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que
logren retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les
sea posible. Cuando tenía trece años, un amigo mío escuchó hablar del “pegging”. Esto
es cuando a un tipo le meten un pito por el culo. Si se estimula la próstata lo
suficientemente fuerte, el rumor dice que se logran explosivos orgasmos sin manos. A esa
edad, este amigo es un pequeño maníaco sexual. Siempre está buscando una manera
mejor de estar al palo. Se va a comprar una zanahoria y un poco de jalea para llevar a
cabo una pequeña investigación personal. Después se imagina cómo se va a ver la
situación en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la jalea moviéndose sobre
la cinta de goma. Todos los empleados en fila, observando. Todos viendo la gran noche
que ha planeado. Entonces mi amigo compra leche y huevos y azúcar y una zanahoria,
todos los ingredientes para una tarta de zanahorias. Y vaselina. Como si se fuera a casa a
meterse una tarta de zanahorias por el culo. En casa, talla la zanahoria hasta convertirla
en una contundente herramienta. La unta con grasa y se la mete en el culo. Entonces,
nada. Ningún orgasmo. Nada pasa, salvo que duele. Entonces la madre del chico grita
que es hora de la cena. Le dice que baje inmediatamente.

Él se saca la zanahoria y entierra esa cosa resbaladiza y mugrienta entre la ropa sucia
debajo de su cama. Después de la cena va a buscar la zanahoria, pero ya no está allí.
Mientras cenaba, su madre juntó toda la ropa sucia para lavarla. De ninguna manera
podía encontrar la zanahoria, cuidadosamente tallada con un cuchillo de su cocina,
todavía brillante de lubricante y apestosa. Mi amigo espera meses bajo una nube oscura,
esperando que sus padres lo confronten. Y nunca lo hacen. Nunca. Incluso ahora, que ha
crecido, esa zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de Navidad, cada fiesta de
cumpleaños. Cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los nietos de sus
padres, esa zanahoria fantasma se cierne sobre ellos. Ese algo demasiado espantoso
para ser nombrado. Los franceses tienen una frase: “ingenio de escalera”. En francés,
esprit de l’escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta, pero es
demasiado tarde. Digamos que usted está en una fiesta y alguien lo insulta. Bajo presión,
con todos mirando, usted dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta, cuando baja la
escalera, entonces, la magia. A usted se le ocurre la frase perfecta que debería haber
dicho. La perfecta réplica humillante. Ese es el espíritu de la escalera. El problema es que
los franceses no tienen una definición para las cosas estúpidas que uno realmente dice
cuando está bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que uno en verdad
piensa o hace. Algunas bajezas no tienen nombre. De algunas bajezas ni siquiera se
puede hablar.

Mirando atrás, muchos psiquiatras expertos en jóvenes y psicopedagogos ahora dicen


que el último pico en la ola de suicidios adolescentes era de chicos que trataban de
asfixiarse mientras se masturbaban. Sus padres los encontraban, una toalla alrededor del
cuello, atada al ropero de la habitación, el chico muerto. Esperma por todas partes. Por
supuesto, los padres limpiaban todo. Le ponían pantalones al chico. Hacían que se viera...
mejor. Intencional, al menos. Un típico triste suicidio adolescente. Otro amigo mío, un
chico de la escuela con su hermano mayor en la Marina, contaba que los tipos en Medio
Oriente se masturban distinto a como lo hacemos nosotros. Su hermano estaba
estacionado en un país de camellos donde los mercados públicos venden lo que podrían
ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta es una delgada vara de plata lustrada o
latón, quizá tan larga como una mano, con una gran punta, a veces una gran bola de
metal o el tipo de mango refinado que se puede encontrar en una espada. Este hermano
en la Marina decía que los árabes se ponen al palo y después se insertan esta vara de
metal dentro de todo el largo de su erección. Y se masturban con la vara adentro, y eso
hace que masturbarse sea mucho mejor. Más intenso. Es el tipo de hermano mayor que
viaja por el mundo y manda a casa dichos franceses, dichos rusos, útiles sugerencias
para masturbarse. Después de esto, un día el hermano menor falta a la escuela. Esa
noche llama para pedirme que le lleve los deberes de las próximas semanas. Porque está
en el hospital. Tiene que compartir la habitación con viejos que se atienden por sus tripas.
Dice que todos tienen que compartir la misma televisión. Su única privacidad es una
cortina. Sus padres no lo visitan. Por teléfono, dice que sus padres ahora mismo podrían
matar al hermano mayor que está en la Marina. También dice que el día anterior estaba
un poco drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la cama, con una vela
encendida y hojeando revistasporno, preparado para masturbarse. Todo esto después de
escuchar la historia del hermano en la Marina. Esa referencia útil acerca de cómo se
masturban los árabes. El chico mira alrededor para encontrar algo que podría ayudarlo.
Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz, demasiado grande y duro. Pero cuando la
punta de la vela gotea, se logra una delgada y suave arista de cera. La frota y la moldea
entre las palmas de sus manos. Larga y suave y delgada. Drogado y caliente, se la
introduce dentro, más y más profundo en la uretra. Con un gran resto de cera todavía
asomándose, se pone a trabajar. Aun ahora, dice que los árabes son muy astutos. Que
reinventaron por completo la masturbación. Acostado en la cama, la cosa se pone tan
buena que el chico no puede controlar el camino de la cera. Está a punto de lograrlo
cuando la cera ya no se asoma fuera de su erección. La delgada vara de cera se ha
quedado dentro. Por completo. Tan adentro que no puede sentir su presencia en la uretra.
Desde abajo, su madre grita que es hora de la cena. Dice que tiene que bajar de
inmediato. El chico de la cera y el chico de la zanahoria son personas diferentes, pero
tienen vidas muy parecidas. Después de la cena, al chico le empiezan a doler las tripas.
Es cera, así que se imagina que se derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la
espalda. Los riñones. No puede pararse derecho. El chico está hablando por teléfono
desde su cama de hospital, y de fondo se pueden escuchar campanadas y gente gritando.
Programas de juegos en televisión. Las radiografías muestran la verdad, algo largo y
delgado, doblado dentro de suvejiga. Esta larga y delgada V dentro suyo está
almacenando todos los minerales de su orina. Se está poniendo más grande y dura,
cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra las suaves paredes de su vejiga,
obturando la salida de su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que gotea de su
pene está rojo de sangre. El chico y sus padres, toda la familia mirando las radiografías
con el médico y las enfermeras parados allí, la gran V de cera brillando para que todos la
vean: tiene que decir la verdad. La forma en que se masturban los árabes. Lo que le
escribió su hermano en la Marina. En el teléfono, ahora, se pone a llorar. Pagaron la
operación de vejiga con el dinero ahorrado para la universidad. Un error estúpido, y ahora
jamás será abogado. Meterse cosas adentro. Meterse dentro de cosas. Una vela en la pija
o la cabeza en una horca, sabíamos que serían problemas grandes. A lo que me metió en
problemas a mí lo llamo “Bucear por perlas”. Esto significaba masturbarse bajo el agua,
sentado en el fondo de la profunda piscina de mis padres. Respiraba hondo, con una
patada me iba al fondo y me deshacía de mis shorts. Me quedaba sentado en el fondo
dos, tres, cuatro minutos. Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad pulmonar. Si
hubiera tenido una casa para mí solo, lo habría hecho durante tardes enteras. Cuando
finalmente terminaba de bombear, el esperma colgaba sobre mí en grandes gordos
globos lechosos. Después había más buceo, para recolectarla y limpiar cada resto con
una toalla. Por eso se llamaba “bucear por perlas”. Aun con el cloro, me preocupaba mi
hermana. O, por Dios, mi madre.

Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que mi hermana adolescente virgen pensara
que estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos cabezas retardado. Las dos
cabezas me mirarían a mí. A mí, el padre y el tío. Pero al final, lo que te preocupa nunca
es lo que te atrapa. La mejor parte de bucear por perlas era el tubo para el filtro de la
pileta y la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse allí. Como
dicen los franceses, ¿a quién no le gusta que le chupen el culo? De todos modos, en un
minuto se pasa de ser un chico masturbándose a un chico que nunca será abogado. En
un minuto estoy acomodado en el fondo de la piscina, y el cielo ondula, celeste, através
de un metro y medio de agua sobre mi cabeza. El mundo está silencioso salvo por el
latido del corazón en mis oídos. Los shorts amarillos están alrededor de mi cuello por
seguridad, por si aparece un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué falté al
entrenamiento de fútbol. Siento la continua chupada del tubo de la pileta, y estoy
meneando mi culo blanco y flaco sobre esa sensación. Tengo aire suficiente y la pija en la
mano. Mis padres se fueron a trabajar y mi hermana tiene clase de ballet. Se supone que
no habrá nadie en casa durante horas. Mi mano me lleva casi al punto de acabar, y paro.
Nado hacia la superficie para tomar aire. Vuelvo a bajar y me siento en el fondo. Hago
esto una y otra vez. Debe ser por esto que las chicas quieren sentarse sobre tu cara. La
succión es como una descarga que nunca se detiene. Con la pija dura, mientras me
chupan el culo, no necesito aire. El corazón late en los oídos, me quedo abajo hasta que
brillantes estrellas de luz se deslizan alrededor de mis ojos. Mis piernas estiradas, la parte
de atrás de las rodillas rozando fuerte el fondo de concreto. Los dedos de los pies se
vuelven azules, los dedos de los pies y las manos arrugados por estartanto tiempo en el
agua. Y después dejo que suceda. Los grandes globos blancos se sueltan. Las perlas.
Entonces necesito aire. Pero cuando intento dar una patada para elevarme, no puedo. No
puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado. Los paramédicos de emergencias dirán que
cada año cerca de 150 personas se quedan atascadas de este modo, chupadas por la
bomba de circulación. Queda atrapado el pelo largo, o el culo, y se ahoga. Cada año,
cantidad de gente se ahoga. La mayoría en Florida. Sólo que la gente no habla del tema.
Ni siquiera los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla arriba y un pie debajo de
mi cuerpo, logro medio incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el pie pateo el
fondo. Me estoy liberando pero al no tocar el concreto tampoco llego al aire. Todavía
pateando bajo el agua, revoleando los brazos, estoy a medio camino de la superficie pero
no llego más arriba. Los latidos en mi cabeza son fuertes y rápidos. Con chispas de luz
brillante cruzando ante mis ojos me doy vuelta para mirar... pero no tiene sentido. Esta
soga gruesa, una especie de serpiente azul blancuzca trenzada con venas, ha salido del
desagüe y está agarrada a mi culo. Algunas de las venas gotean rojo, sangre roja que
parece negra bajo el agua y se desprende de pequeños rasguños en la pálida piel de la
serpiente. La sangre se disemina, desaparece en el agua, y bajo la piel delgada azul
blancuzca de la serpiente se pueden ver restos de una comida a medio digerir. Esa es la
única forma en que tiene sentido. Algún horrible monstruo marino, una serpiente del mar,
algo que nunca vio la luz del día, se ha estado escondido en el oscuro fondo del desagüe
de la pileta, y quiere comerme. Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y gomosa y llena
de venas, pero cadavez sale más del desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna,
pero aún me retiene el culo. Con otra patada estoy a unos dos centímetros de lograr
tomar aire. Todavía sintiendo que la serpiente tira de mi culo, estoy a un centímetro de
escapar. Dentro de la serpiente se pueden ver granos de maíz y maníes. Se puede ver
una brillante bola anaranjada. Es la vitamina para caballos que mi padre me hace tomar
para que gane peso. Para que consiga una beca gracias al fútbol. Con hierro extra y
ácidos grasos omega tres. Ver esa pastilla me salva la vida. No es una serpiente. Es mi
largo intestino, mi colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores llaman prolapso.
Mis tripas chupadas por el desagüe. Los paramédicos dirán que una bomba de agua de
piscina larga 360 litros de agua por minuto. Eso son unos 200 kilos de presión. El gran
problema es que por dentro estamos interconectados. Nuestro culo es sólo la parte final
de nuestra boca. Si me suelto, la bomba sigue trabajando, desenredando mis entrañas
hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 200 kilos de mierda y podrán apreciar cómo eso
puede destrozarte. Lo que puedo decir es que las entrañas no sienten mucho dolor. No de
la misma manera que duele la piel. Los doctores llaman materia fecal a lo que uno digiere.
Más arriba es chyme, bolsones de una mugre delgada y corrediza decorada con maíz,
maníes y arvejas. Eso es la sopa de sangre y maíz, mierda y esperma y maníes que flota
a mi alrededor. Aún con mis tripas saliendo del culo, conmigo sosteniendo lo que queda,
aún entonces mi prioridad era volver a ponerme el short. Dios no permita que mis padres
me vean la pija. Una de mis manos está apretada en un puño alrededor de mi culo, la otra
arrancael short amarillo del cuello. Pero ponérmelos es imposible. Si quieren saber cómo
se sienten los intestinos, compren uno de esos condones de piel de cabra. Saquen y
desenrrollen uno. Llénenlo con mantequilla de maní, cúbranlo con lubricante y
sosténganlo bajo el agua. Después traten de rasgarlo. Traten de abrirlo en dos. Es
demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo que no se puede sostener. Un condón de
piel de cabra, eso es un intestino común. Ven contra lo que estoy luchando. Si me dejo ir
por un segundo, me destripo. Si nado hacia la superficie para buscar una bocanada de
aire, me destripo. Si no nado, me ahogo. Es una decisión entre morir ya mismo o dentro
de un minuto. Lo que mis padres encontrarán cuando vuelvan del trabajo es un gran feto
desnudo, acurrucado sobre sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del patio.
Sostenido por atrás por una gruesa cuerda de venas y tripas retorcidas. El opuesto de un
adolescente que se ahorca cuando se masturba. Este es el bebé que trajeron del hospital
trece años atrás. Este es el chico para el que deseaban una beca deportiva y un título
universitario. El que los cuidaría cuando fueran viejos. Aquí está el que encarnaba todas
sus esperanzas y sueños. Flotando, desnudo y muerto. Todo alrededor, grandes lechosas
perlas de esperma desperdiciada. Eso, o mis padres me encontrarán envuelto en una
toalla ensangrentada, desmayado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la
cocina, mis desgarradas entrañas todavía colgando de la pierna de mis shorts amarillos.
Algo de lo que ni los franceses hablarían.

Ese hermano mayor en la Marina nos enseñó otra buena frase. Rusa. Cuando nosotros
decimos: “Necesito eso como necesito un agujero en la cabeza”, los rusos dicen:
“Necesito eso como necesito un diente en el culo”. Mneeto nado kakzuby v zadnitse. Esas
historias sobre cómo los animales capturados por una trampa se mastican su propia
pierna; cualquier coyote puede decir que un par de mordiscos son mucho mejores que
morir. Mierda... aunque seas ruso, algún día podrías querer esos dientes. De otra manera,
lo que tenés que hacer es retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la rodilla y
tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu propio culo. Uno se queda sin aire y mordería
cualquier cosa con tal de volver a respirar. No es algo que te gustaría contarle a una chica
en la primera cita. No si querés besarla antes de ir a dormir. Si les cuento qué gusto tenía,
nunca nunca volverían a comer calamares. Es difícil decir qué les disgustó más a mis
padres: cómo me metí en el problema o cómo me salvé. Después del hospital, mi madre
dijo: “No sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y aprendió a cocinar huevos
pasados por agua. Toda esa gente asqueada o que me tiene lástima... la necesito como
necesito dientes en el culo. Hoy en día, la gente me dice que soy demasiado delgado. En
las cenas, la gente se queda silenciosa o se enoja cuando no como la carne asada que
prepararon. La carne asada me mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis
entrañas durante más de un par de horas sale siendo todavía comida. Chauchas o atún
en lata, me levanto y me los encuentro allí en el inodoro. Después de sufrir una disección
radical de los intestinos, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un
metro y medio de intestino grueso. Yotengo la suerte de conservar mis quince
centímetros. Así que nunca obtuve una beca deportiva, ni un título. Mis dos amigos, el
chico de la cera y el de la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo nunca
llegué a pesar un kilo más de lo que pesaba cuando tenía trece años. Otro gran problema
es que mis padres pagaron un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre le dijo
al tipo de la piscina que fue el perro. El perro de la familia se cayó al agua y se ahogó. El
cuerpo muerto quedó atrapado en el desagüe. Aun cuando el tipo que vino a arreglar la
piscina abrió el filtro y sacó un tubo gomoso, un aguachento resto de intestino con una
gran píldora naranja de vitaminas aún dentro, mi padre sólo dijo: “Ese maldito perro
estaba loco”. Desde la ventana de mi pieza en el primer piso podía escuchar a mi papá
decir: “No se podía confiar un segundo en ese perro...”. Después mi hermana tuvo un
atraso en su período menstrual. Aun cuando cambiaron el agua de la pileta, aun después
de que vendieron la casa y nos mudamos a otro estado, aun después del aborto de mi
hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron a mencionarlo. Esa es nuestra
zanahoria invisible. Ustedes, tomen aire ahora. Yo todavía no lo hice.
7. MADIÁN, LUGAR DE JUICIO

(Ariel Torres)

—Dios mío —repitió Myrna y luego, tocándole un hombro, dijo: —Mirá eso.

Eran naves de sangre con el cielo en las axilas y un ojo y una boca debajo de cada
pluma.

—¿Puede ser —preguntó Myrna— que vuelen tan rápido? ¿Puede ser?

Una chica nerviosa. Adelantó la cabeza para mirar el velocímetro y le obstaculizó la vista.
Siro sacó el pie del acelerador.

—Ciento diez, Myrna. ¿Podrías correrte, así veo la ruta, la vida, los interminables recursos
de una torre alimentada con niños?

—¿Qué?

—Son las voces. De nuevo —dijo Siro.

—Siguen ahí.

—Los veo.

—¿Qué son?

—Cóndores. Los más grandes que haya visto nunca.


—Decime, ¿viste muchos?

—Morite.

—¿Y las voces, qué son?

Como les había advertido Mílena, los cóndores aparecieron en cuanto entraron a la
precordillera, bajaron como puentes y los escoltaron, y junto con ellos llegaron las voces.

—¿Cantan los cóndores? —preguntó Myrna.

—Tenemos que estar cerca.

—¿Qué te dijo Mílena, exactamente?

—Lo mismo que te dijo a vos.

—Y lo mismo que escribió en su tesis. El Sapo dijo que nunca en su vida había leído algo
tan descabellado.

—Pero yo lo creo.

—Yo no. Además, no me parece una cuestión de fe.

—¿Por qué viniste, entonces?

—Por eso, justamente. De otro modo... Decime, ¿no se cansan nunca los bichos éstos?

—No sé —siseó Siro.

—Si creyera en lo que dijo Mílena, ¿te crees que me arriesgaría?

—Ella les sacó fotos. A las ruinas.

—Podríamos sacarles fotos a los cóndores. ¿Cóndores me dijiste?

—Probá.

—No, no sé usar tu cámara.

—Entonces, olvidate. Yo no puedo dejar el volante.

—¿Te dijo Mílena que iban a aparecer los cóndores?

—Sí.

—A mí también.
—Y que, cuando se vayan...

—¿Te mostró las fotos?

—Sí.Estaban nuevas y dormidas, recién estrenadas como el Sol.

—Voces —murmuró Siro.

—Tienen como música, ¿no? —agregó Myrna, y Siro le preguntó si todavía no creía en la
historia de Mílena, en su teoría.

—¿Refutás aún la horrenda historia de Mön, que parió un árbol con dientes y caminó
hasta el fondo del mar y se lo bebió?

—Nos vamos a volver locos —se quejó Myrna, por las voces.

—Mala suerte —murmuró Siro, irritado.

Myrna de pronto gritó. Tenía uno de los cóndores a la altura de la ventanilla. Pero estaba
a unos buenos diez metros de la camioneta. El otro, a la izquierda, observaba cada tanto
a Siro con un ojito metálico. Lentamente, empezaron a rebasarlos. Las alas en olas
inmensas.

—Hace veinte minutos que...

—Ya lo sé, Myrna, ya lo sé, callate. No hables más.

Siro miró de nuevo el velocímetro. Ciento veinte. Tenía el corazón lleno de timbrazos. Los
cóndores se llevaron la delantera y siguieron alejándose como dos desertores enfermos
de paralelismo Riemanniano. Siro aceleró hasta los ciento cuarenta. Pero eran naves de
sangre con la boca llena de viento.

—¿Se van?

—Callate, Myrna, por favor —dijo Siro y pensó: "Son cóndores, realmente son cóndores.
Los más grandes. Yo sabía que tenías razón, Mílena. Y ahora se van. Estamos llegando."

Cien metros más adelante, las aves gigantescas quebraron el aire en una espiral de dos
focos y se elevaron hacia las montañas en línea recta, como misiles con collar de perlas.
Las voces volvieron, multiplicadas.

—Pongo música —informó Myrna mientras inyectaba un casete en el autoestéreo. "I


justwant to be free, I'mhappy to be lonely. Can'tyoustayaway? Justleave me
alonewithmythoughts."

—Bruñidas como escalas cromáticas, fijate bien en los peldaños, siguen la serie de
Fourier. La solucionan —agregó Mílena e hizo un silencio y un ademán.

—No, no puede ser —había opinado Siro.

—Vas a ver.

—¿Y ahora? —preguntó Myrna, asustándose. Siro había estacionado en la banquina.

—Ahora apagás la radio. I justwant to be free

—¿Qué decís? Run away

—Myrna, apagá eso. Leave me alonewith

—Andate, Myrna.

—¿Irme? ¿Cómo irme?

Siro bajó la cabeza, harto de todo. mythoughts. Levantó la pierna derecha hasta el pecho
y estrelló su bota de montar (porque Madian está lleno de víboras, llévatelas, amor, ya
que impiden la muerte aunque no la dulce ceguera) contra el autoestéreo: Just run.

—¿Te volviste loco?

—Sigo solo, Myrna. Mílena estaba en lo cierto. ¿Qué más querés ver?

—No pienso dejarte abandonado acá. Esto es un desierto.

—Te vas a quedar ciega, ya lo dijo Mílena.

—Nictálope.

—Es lo mismo.

—¡Es peor!

—Por eso. Da la vuelta y andate.

—Rompiste la radio, sos un histérico.

Siro no dijo nada. No hizo nada. Myrna se le quedó mirando todavía un rato más con ojos
como liebres, mientras Siro bajaba de un salto y extraía la mochila de la caja. Empezó a
cruzar la ruta a grandes trancos.
—¡Siro! —llamó Myrna, sacando la cabeza por la ventanilla del conductor. Siro se detuvo
en el medio de la ruta, sin darse vuelta. —Siro —repitió Myrna. Y dijo: —Hagamos el
amor.

Siro no contestó. Un momento después, reanudó la marcha hacia el Sur.

—Vos la querías a Mílena, ¿no? —le gritó Myrna.

Siro no respondió. Siguió caminando. Sobre la loma celeste de metal que precede a la
ventanilla fueron cayendo las lágrimas como si fuesen ofrendas.

—¡Está muerta, Siro! —regurgitó, como si Siro no lo supiera, y luego volvió a llamarlo,
muchas veces, con la voz ruinosa del mar, harto de decir ola y que nadie le responda.

Finalmente, puso en marcha la camioneta, dio la vuelta y tomó el camino de regreso.


Cuando ya no era más que un barquito mudo en la reverberación, bajaron los cóndores y
la persiguieron durante muchos kilómetros, hasta la frontera con el mundo.

—No te preocupes por las voces, las trae el viento.

—Pero, ¿qué son, Mílena?

—¿En mi opinión?

—Sí.

—Gente. Gente cantando. Sólo eso.

—Gente. ¿Quiénes?

—No sé. No los vi.

—Pero, oíme: ¿vive alguien ahí?

—No, supongo que no.

Al anochecer, Siro llegó a las ruinas. Descansó un rato y después comió, sin hambre. No,
al menos, esa hambre anémica y medio hinchada de la pobre, pobrecita Luna.
—¿Qué? —preguntó, dándose vuelta. Cerró los ojos. Bebió café, lentamente, y fumó.
"Esas voces," pensó. —Te enteraste de lo de Martí.

—Se volvió loco —dijo Mílena—. Pero me dejó algunos datos interesantes.

—Sus hipótesis —agregó Siro, en tono casi de reprensión— se parecían mucho a las
tuyas. —Sí, es verdad. Pero cometió un error.

—¿Cuál, por favor?

—Trató de encontrar una explicación.

—¿Y?

—Lo que hay que hacer es encontrar las ruinas.

—Teosofía. Así se llama lo que vos estás haciendo.

—No te creas —afirmó Mílena frunciendo el ceño y dando la última pitada a su cigarrillo,
dijo:— A valores constantes, no sé si es peor tratar de encontrar una explicación o las
ruinas. Una cosa lleva a la locura; la otra a la muerte. O eso creo, al menos.

Plenilunio. Mílena había encontrado las ruinas, pero no se había atrevido a entrar. Al
volver hablaba solamente de su cobardía. Le mostró las fotos y le contó toda lahistoria,
los cóndores, las víboras, todo eso. Al día siguiente desapareció. Nunca más volvieron a
saber de ella. Hacía ya un año. Hacia las once de la noche, Siro se levantó, cargó la
mochila al hombro, se sumergió en las ruinas y se perdió en la noche. Las víboras se le
cruzaban a cada paso. El suelo de polvo gris —como el manganeso, ese gris, como el de
la ceniza de cigarrillo muy machacada— estaba repleto de huellas. Como letras del árabe.

—Sin duda —le dijo Mílena, que estaba sentada sobre una de las muchas esferas
blancas, pulidas, semienterradas en el polvo—, las huellas de las víboras tienen su
significado. El árabe, o cualquier otro idioma, sufre monstruosas dualidades. El de las
huellas es un lenguaje totalmente real: no hay dos cosas. Ni tampoco una.

Siro ya estaba junto a ella, mirándola como con muchos ojos. Guardaron silencio durante
un rato. Siro notó que Mílena iba descalza.

—Sabía que iba a encontrarte aquí.

—Por eso la echaste a Myrna.


—La eché porque no la aguantaba más. ¿Cómo sabías que vine con ella?

—Veo que me hiciste caso —dijo Mílena, señalando las botas de montar con el mentón.

—¿Y vos? ¿No te pican?

—Sí, claro.

—Pero aquí no hay Vida y Muerte, supongo.

—Me alegro de que comprendas. Bueno, creo que de otro modo no habrías venido.

—Podría descalzarme.

—Depende —murmuró Mílena—, si querés volver, no. En el mundo, te llamarían "muerto".


Te enterrarían y todas esas cosas.

Siro prestó atención al sonido. Como en una cámara anaecoica. La Luna ya estaba alta
en el lomo del cielo. Cuando Siro bajó la mirada, Mílena se habíaesfumado. Siguió sus
huellas entre las esferas de porcelana bruñida y recién entonces se preguntó dónde
estaban las ruinas, o si las ruinas eran simplemente aquello, o en qué medida podía
llamársele "ruinas" a ese páramos gris sembrado de perlas gigantes. Más adelante perdió
el rastro; poco a poco, los piecitos cóncavos se habían ido disolviendo en un chubasco de
culebreos. Luego, el suelo entero se volvió un hervidero de huellas de víboras. No había
dónde fijar la vista. Y no podía sentarse en el suelo. —Si querés volver, no —recordó.
Observó una Coral tratando de trepar, infructuosamente, a una de las esferas blancas y
descubrió la función de estos objetos y hasta la razón de su esmerado pulimento.

—De todos modos —se dijo—, debo estar equivocado al pensar así.

—Depende —respondió una de las voces—, si querés volver, no.

Estuvo sentado, pensando, por espacio de una hora. La pobre Luna llegó al cenit y
empezó a derramar líquidos nauseabundos que formaron charquitos tornasolados en la
ceniza.

—Pero, ¿de qué sirve llorar? —le preguntó a la Luna.

—Y ordenaron a un ejército de canallas vestirse de blanco, —cantaron las voces— y


respondieron a la orden con una gran carcajada lluviosa.
Así que Siro entendió que habría de encontrarla entre la gente, esa gente que cantaba.

—¡Por qué no le pregunté sobre las voces! —se dolió, pero se le había llenado el alma de
entusiasmo y de júbilo y ya estaba en camino. Aunque no sabía a dónde debía ir. —Voy a
encontrar a esa gente. Como sea —afirmó.

—Depende —contestaron las voces—. Si querés volver, no.

Parecían venir de todos lados. Siro caminó sin rumbo durante horas. Pensaba: "Algún
rumbo, sin embargo, estoy siguiendo, aunque sea azaroso. Porque de no ser así, estaría
quieto." Siguió caminando, hasta que dijo:

—No. Aún si me quedase quieto estaría siguiendo un rumbo. Aquí no hay movimiento y
quietud. No hay dos cosas.

—Ni tampoco una —acotaron las voces. Así que buscó la esfera más cercana, se sentó y
esperó.

—Dormir —dijo, sonriendo.—Eso sí que no puedo hacerlo. Salvo, claro, que no quiera
volver. Las serpientes navegaban como trenes alrededor de sus botas, había cada vez
más. "Pero el misterio —pensó— no es dormir, sino soñar. Supongamos que yo soñara."

—El sueño que soñaste crece como el rocío en la gramilla nuevay cada imagen
dejanuevas huellas en torno a los muchos mundos de marfil, apuntaron las voces y Siro
se levantó, sobresaltado.

—Soñar —dijo en voz alta—, eso es.

De la mochila sacó una pala, la bolsa de dormir y una birome Bic. Espantó las serpientes
a golpes de pala y extendió la bolsa sobre el suelo. Se introdujo y, con un movimiento
rápido y decidido, se encerró herméticamente. Con el cortaplumas agujereó la bolsa
desde dentro a la altura de su boca, desarmó la birome para formar un respirador.
Mientras le duró la fatiga de la ansiedad aspiró por la boquilla y espiró por la nariz,
obligándose a realizar esta operación con exasperante lentitud, como un yoguin.
Finalmente sintió que se adormecía y escupió el respirador. Se despertó entre la gente
que cantaba. Había una nación de coreutas, millones de ellos ordenados de espaldas a la
pared en los corredores de una construcción infinita. Siro descubrió que si la música
cesara, la construcción desaparecería. Sí, porque es la música quien edifica titanes con
tus besos redondos de oboe, y poco a poco crece un mundo puro donde no hay fuego,
sino tus tibias cuerdas, ni aire,sino un océano de armonía, ni tierra, sino la brisa del cello y
el orfeón inextricable del piano, ni hay tampoco agua, porque, yo lo sé, basta una melodía
para que vivan en ella los peces.

Nadie le prestó atención. Algunos se mantenían erguidos, sujetando con una mano la
partitura y, con la otra, sus diafragmas; otros jugaban a las cartas, o se peleaban, o
dormían profundamente, aun morían, pero no en silencio, sino cantando, cantando todo el
tiempo. Siro miró a lo lejos. El corredor se perdía adelante y atrás, revestido de corifeos.
Por encima de su cabeza había un palco, cuya baranda servía de apoyo a las espaldas
de más cantantes. Uno dejó caer un cigarrillo fumado hasta el filtro. El palco, como el
corredor, seguía hasta donde alcanzaba la vista. Y arriba se divisaba otro, y luego otro, y
así hasta que el humo y la música hacían imposible distinguir nada en las alturas. El canto
estaba en todos los rincones, como un líquido. Siro lo descubrió también dentro de su
propio organismo. "¿Cómo voy a encontrarte entre toda esta gente?", pensó, y como a
menudo ocurre en los sueños, arribó a una conclusión inverosímil: "El director de este
coro —razonó— va a decirme en dónde está Mílena." Y empezó a caminar. Encontró
pasillos laterales y cuartos polvorientos, en todos lados había gente que cantaba, pero
nadie lo miró ni trató de detenerlo. Las paredes tenían casi tanta solidez como la música.
Y viceversa.

En una intersección recordó la brújula que tenía en el bolsillo. Cuando la hubo sacado se
quedó mirándola estúpidamente, sin saber qué uso darle. Se la guardó y siguió
caminando. Poco después advirtió que estaba cantando junto con los demás. No se
resistió. El canto lo ayudaba a encontrar el camino, o simplemente lo ayudaba a seguir
adelante. Avanzó durante muchas horas, y empezó a cansarse o a sentirse resignado.

Lo despertó el calor. El mediodía no es buen lugar para una bolsa de dormir. Estaba
asfixiándose. Pero no se atrevió a abrir el cierre sino hasta que recordó que las víboras se
esconden durante las horas bochornosas. Al anochecer volvió a encerrarse y volvió a
dormir. Allí estaba el director, bajo una cúpula inmensa y tan alta que se formaban nubes
de lluvia en su cima. Estaba rodeado de cientos de miles de cantantes, sentados en los
escalones del anfiteatro. Lo mareó la altura. Recordó haber caminado en sueños,
mientras esperaba el anochecer, recordaba una puerta oculta bajo unas gradas de
madera semipodrida, y recordaba que tras aquella puerta había hallado la bóveda
gigantesca. En el centro de la arena había una figurita, como un bichito desnudo y negro,
que gesticulaba. "Es él," sospechó Siro. Pero estaba a cincuenta pisos de altura, por lo
menos, y aunque lo hubiera deseado con toda su alma, aunque era lo que más deseaba
en el mundo ("Este es el mundo" —pensó) no podía, nunca hubiera podido llegar hasta el
director y preguntarle por Mílena. Pidió permiso, no obstante, y descendió algunos
escalones. "La serie de Fourier —pensó, y pensó—: Tenías razón. ¿Pero cuál es la
solución? ¿Dónde está?" Y supuso que esa respuesta también estaba junto al director.
Cuando le hicieron otro hueco para dejarlo pasar, en vez de intentar otro paso, se sentó.
Nadie lo miraba. Puso la cabeza entre las manos y las manos sobre las rodillas.

Lloró, mientras cantaba, sin darse cuenta ni de lo uno ni de lo otro. Al cabo de varias
horas, volvió a despertarse enfermo de calor. Salió de la bolsa sin demasiada precaución.
Juntó sus cosas y las fue guardando en la mochila. Tenía los ojos encandilados por el Sol
impiadoso, oblicuo ahora a las tres o las cuatro de la tarde. Tenía un nudo brutal en la
garganta y, sin embargo, cantaba obsesivamente las palabras últimas que había cantado
en el anfiteatro, con la cabeza entre las manos, antes de despertarse o de volver a dormir:
Vi un bichito insignificante, negro y desnudo, posado en el tallo de una cortadera: subió y
bajó. Subió y miró y bajó y miró. Subió, batió alas, bajó y dijo: "Esos espacios vacíos me
atormentan." Al agacharse para enrollar la bolsa de dormir sintió un dolor punzante en el
cuello. Se quedó paralizado de espanto. Con la punta de los dedos notó la tumefacción y
la leve rugosidad de la herida doble y entonces, automáticamente, sus ojos cayeron sobre
el pequeño, casi imperceptibledesgarro en la bolsa de dormir.

Al levantar la vista, aterrado, pidiendo quizás clemencia, se encontró rodeado por las
ruinas. Un minuto antes se las había hecho invisibles el resplandor del Sol. Nictálope. Vio,
como lo había visto mucho antes Mílena, que las ruinas no estaban malgastadas por el
tiempo, sino nuevas y bruñidas, recién estrenadas como el Sol, y que sin embargo eran
las verdaderas ruinas, sin pasado para justificar su gloria, ni un futuro para desvanecerla.
Puramente ruinas. Y sintió, claramente, que él no estaba vivo, como no lo estaban las
construcciones magníficas que ahora veía, y sintió que ya, por fin, no estaba muerto.

8. UN DÍA PERFECTO PARA EL PEZ BANANA

(J. D. Salinger)
En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como
monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar
su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo.
En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su
peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón
de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar.
Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi
había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda. No era una chica a la que una
llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera
estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el
teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el
borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano
pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó
hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas
gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.

—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de


seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos
estaban en el cuarto de baño.

—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.

—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero. A través


del auricular llegó una voz de mujer:

—¿Muriel? ¿Eres tú?

La chica alejó un poco el auricular del oído.

—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.

—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?

—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...

—¿Estás bien, Muriel? La chica separó un poco más el auricular de su oreja. —Estoy
perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida
desde...

—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...

—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé


dos veces. Una vez justo después...

—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás
bien, Muriel? Dime la verdad.

—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.

—¿Cuándo llegasteis?

—No sé... el miércoles, de madrugada.

—¿Quién condujo?

—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.

—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...

—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No


pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.

—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?

—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se
mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió
perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por
cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?

—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...

—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo

para...

—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...

—Muy bien—dijo la chica.

—¿Sigue llamándote con ese horroroso...?

—No. Ahora tiene uno nuevo

—¿Cuál?

—Mamá... ¿qué importancia tiene?

—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...

—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una
risita. —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es
triste. Cuando pienso cómo...

—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó


de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la
cabeza...

—Lo tienes tú.

—¿Estás segura?—dijo la chica.

—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no
había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?

—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo


había leído.

—¡Pero está en alemán!

—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo
que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo.
Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma...
nada menos...

—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...

—Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos,


encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada
de humo.

—Muriel, mira, escúchame.

—Te estoy escuchando.

—Tu padre habló con el doctor Sivetski.

—¿Sí?—dijo la chica.

—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese
asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos
sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!

—¿Y...?—dijo la chica.

—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta
del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad
muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.

—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.

—¿Quién? ¿Cómo se llama?

—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.

—De todos modos, dicen que es muy bueno.

—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es
que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras
inmediatamente a casa...

—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma

—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por
completo la...

—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo
en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría
viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.

—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta?
Está...

—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.

—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?

—Me he quemado toda, mamá, toda.

—¡Qué horror!

—No me voy a morir.

—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?

—Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica.

—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?

—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos
pasado aquí.

—Bueno, ¿qué dijo?

—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado,
jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le
dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces
yo le dije...

—¿Por qué te hizo esa pregunta?

—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión
es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo
acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que
vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que
tener un pequeño, pequeñísimo...

—¿El verde?

—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour
era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la
mercería... —Pero ¿qué dijo él? El médico.

—Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho
barullo.

—Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?

—No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de


nuevo. Se pasa todo el día en el bar.

—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo
así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?

—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que
saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que
apenas podíamos hablar.

—En fin. ¿Y tu abrigo azul?

—Bien. Le subí un poco las hombreras.

—¿Cómo es la ropa este año?

—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.

—¿Y tu habitación?

—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban
antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a
los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
camión.

—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?

—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.

—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?

—Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.


—¿Y no quieres volver a casa?

—No, mamá.

—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a
algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...

—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—. Mamá, esta llamada va a costar
una for...

—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra...
quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...

—Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.

—¿Dónde está?

—En la playa.

—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?

—Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.

—No he dicho nada de eso, Muriel.

—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la
arena. Ni siquiera se quita el albornoz.

—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?

—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca. —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por
qué no lo obligas?

—Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere
tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.

—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?

—No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te


llamo otra vez mañana.

—Muriel, hazme caso.

—Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.

—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?

—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.

—Muriel, quiero que me lo prometas.


—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.

—Ver más vidrio—dijo SybilCarpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—.
¿Has visto más vidrio? —Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a
mamaíta. Estáte quieta, por favor. La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con
bronceador,repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba
precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano.
Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en
realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.

—No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se
acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora
Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.

—Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.

—Estáte quieta, Sybil, cariño...

—¿Viste más vidrio?—dijo Sybil. La señora Carpenter suspiró.

—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va
a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.

Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa
hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un
castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los
clientes del hotel. Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr
oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un
hombre joven que estaba echado de espaldas.

—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo. El joven se sobresaltó, llevándose


instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando
caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a
Sybil.

—¡Ah!, hola, Sybil.


—¿Vas a ir al agua?

—Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?

—¿Qué?—dijo Sybil.

—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?

—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.

—No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de
Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.

—¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.

—¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es
difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo
de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres. Se puso
boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre
el de arriba.

—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me
gusta, es un bañador azul. Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente
barriga.

—Es amarillo—dijo—. Es amarillo.

—¿En serio? Acércate un poco más. Sybil dio un paso adelante.

—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.

—¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.

—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio. Sybil hundió
los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.

—Necesita aire—dijo.

—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó
que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte.
Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos
de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?

—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburetedel piano—dijo


Sybil.

—¿Sharon Lipschutz dijo eso? —Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos,
encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho. —Bueno —dijo—. Tú
sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías
perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía
echarla de un empujón, ¿no es cierto?

—Sí que podías.

—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?

—¿Qué?

—Me imaginé que eras tú. Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.

—Vayamos al agua—dijo.

—Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.

—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.

—¿Que eche a quién?

—A Sharon Lipschutz.

—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y
deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos
hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.

—¿Un qué? —Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz. Se lo quitó.


Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el
albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había
puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se
agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano
izquierda, tomó la de Sybil. Los dos echaron a andar hacia el mar. —Me imagino que ya
habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo eljoven. Sybil negó con la cabeza. —¿En
serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?

—No sé—dijo Sybil.

—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene
tres años y medio.

Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó
con estudiado interés. Luego la tiró.

—Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.


—Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de
Whirly Wood, Connecticut?

Sybil lo miró:

—Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.

Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres
saltos.

—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él. Sybil soltó el pie:

—¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.

—Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo
anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?

—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?

—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.

—No eran más que seis—dijo Sybil.

—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?

—¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.

—¿Si me gusta qué?

—La cera.

—Mucho. ¿A ti no?

Sybil asintió con la cabeza:

—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.

—¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.

—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.

—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los
perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense.
Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo
con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la
quiero tanto.

Sybil no dijo nada.

—Me gusta masticar velas—dijo ella por último.

—Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó
caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un
poquito más adentro. Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el
joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador. —¿Nunca usas gorro de baño ni nada
de eso?—preguntó él.

—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?

—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate


sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.

—No veo ninguno—dijo Sybil.

—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas—. Siguió empuiando
el flotador. El agua le llegaba al pecho. —Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que
hacen, Sybil? —Ella negó con la cabeza. —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que
está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una
vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han
entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y
ochoplátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el
horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por
la puerta.

—No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?

—¿Qué pasa con quiénes?

—Con los peces plátano.

—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
—Sí—dijo Sybil.

—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.

—¿Por qué?—preguntó Sybil.

—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.


—Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.

—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos


engreídos. Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El
flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil,
pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se
apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:

—Acabo de ver uno.

—¿Un qué, amor mío?

—Un pez plátano.

—¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?

—Sí—dijo Sybil—. Seis. De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que
colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.

—¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.

—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?

—¡No!

—Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybildescendió. El resto
del camino lo llevó bajo el brazo.

—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.

El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo.
Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo,
trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel. En el primer nivel de la
planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia—
entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.

—Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.

—¿Cómo dice?—dijo la mujer.

—Dije que veo que me está mirando los pies.

—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la mujer, y se volvió hacia
las puertas del ascensor.

—Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de
hacerlo con tanto disimulo.

—Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista. Cuando se


abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.

—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que
mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.

Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz. Bajó en el quinto piso, caminó
por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de
ternera y a quitaesmalte de uñas. Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las
camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática
de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el
cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama
desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.
9. RECOLECTORES

(Raymond Carver)

Estaba sin trabajo. Pero esperaba recibir noticias del norte de un momento a otro. Me
había echado en el sofá y escuchaba la lluvia. De cuando en cuando me levantaba y
miraba a través de la cortina para ver si venía el cartero.

No había nadie en la acera. Nada.

No llevaba echado ni cinco minutos cuando oí pisadas en el porche. Alguien llegaba a la


puerta, esperaba unos segundos y llamaba. Me quedé quieto. Sabía que no era el cartero,
porque conocía sus pisadas. Nunca es mucha la prudencia cuando uno está sin trabajo y
le llegan notificaciones por correo o por debajo de la puerta. Además vienen con ganas de
hablar, en especial si no tienes teléfono.

Llamaron de nuevo a la puerta, esta vez más fuerte (mala señal). Me incorporé un poco y
traté de ver el porche. Pero quienquiera que fuese estaba justo detrás de la puerta (otra
mala señal). Yo sabía que el piso crujía, así que ni siquiera podía deslizarme hasta el otro
cuarto a mirar por la ventana.

Volvieron a llamar, y dije: ¿Quién es?

Soy Aubrey Bell, dijo un hombre. ¿Es usted Mr. Slater.

¿Qué quiere?, dije desde el sofá.

Traigo algo para Mrs. Slater. Ha ganado un premio. ¿Está en casa?

Mrs. Slater no vive aquí, dije.

¿Usted es Mr. Slater, entonces?, dijo el hombre. Mr. Slater…, dijo, y estornudó. Me bajé
del sofá. Descorrí el cerrojo y entreabrí la puerta. Era un tipo mayor, gordo y corpulento,
con gabardina. La lluvia le resbalaba por la gabardina y caía sobre el enorme artilugio con
forma de maleta que traía.

Sonrió y dejó el trasto en el suelo. Me tendió la mano.

Aubrey Bell, dijo.

No le conozco, dije.

Mrs. Slater empezó. Mrs. Slater rellenó una postal. Se sacó unas postales de un bolsillo
interior y las estuvo barajando unos segundos. Slater, leyó. ¿South Sixth East, doscientos
cincuenta y cinco? Pues ha resultado ganadora. Se quitó el sombrero, asintió con
solemnidad y se sacudió la gabardina con el sombrero como si eso fuera todo, como si
todo estuviera resuelto, el viaje cumplido, el tren en su destino.

Aguardó.

Mrs. Slater no vive aquí, dije. ¿Qué es lo que ha ganado? Se lo tengo que mostrar, dijo él.
¿Puedo pasar? No sé… Si no es más que un momento, dije. Estoy muy ocupado.
Estupendo, dijo él. En primer lugar me quitaré la gabardina. Y los chanclos. No quisiera
dejarle mis pisadas en la alfombra. Veo que tiene usted alfombra, Mr… A la vista de la
alfombra sus ojos se iluminaron, y luego volvieron a apagarse. Lo recorrió un escalofrío.
Después se quitó la gabardina. La sacudió hacia el exterior y la colgó por el cuello en el
pomo de la puerta. Ahí está bien, dijo. Un tiempo de perros, sí señor. Se agachó y se soltó
los chanclos de goma. Dejó la maleta dentro. Se sacó los chanclos y entró en la casa en
zapatillas. Cerré la puerta. Me vio mirándole las zapatillas, y dijo: W. H. Auden iba en
zapatillas cuando fue a China por primera vez, y no se las quitó en todo el viaje. Me
encogí de hombros. Eché otra mirada a la calle por ver si venía el cartero y cerré de
nuevo la puerta. Aubrey Bell se quedó mirando fijamente la alfombra. Hizo un gesto con
los labios. Luego se echó a reír. Rió y sacudió la cabeza. ¿Qué le hace tanta gracia?, dije.
Nada. Santo Dios, dijo. Volvió a reír. Creo que estoy perdiendo el juicio. Creoque tengo
fiebre. Se llevó una mano a la frente. Tenía el pelo enmarañado, y el sombrero le había
dejado un surco alrededor de la cabeza. ¿Le parece que estoy caliente?, dijo. No sé.
Puede que tenga fiebre. Seguía mirando la alfombra. ¿Tiene aspirinas? ¿Qué es lo que le
pasa?, dije. Espero que no se me ponga enfermo aquí. Tengo cosas que hacer. Negó con
la cabeza. Se sentó en el sofá. Empezó a arañar la alfombra con la zapatilla. Fui a la
cocina, pasé agua a una taza, saqué dos aspirinas de un frasco. Aquí tiene, dije. Creo que
luego debe irse. ¿Habla en nombre de Mrs. Slater?, dijo como en un siseo. No, no, olvide
lo que he dicho, olvídelo. Se secó la cara. Tragó las aspirinas. Sus ojos brincaron a un
lado y a otro de la habitación desnuda. Luego se inclinó hacia adelante con cierto
esfuerzo y abrió los cierres de la maleta. La maleta se abrió de golpe y dejó al descubierto
una serie de divisiones con tubos flexibles, cepillos, tubos rígidos y brillantes, y una
especie de pesado artefacto azul montado sobre unas ruedecitas. Se quedó mirándolo
todo como con sorpresa. Quedamente, como si estuviera en una iglesia, dijo: ¿Sabe
usted lo que es esto? Me acerqué. Yo diría que es una aspiradora. No tengo intención de
comprar nada, dije. No se piense que le voy a comprar una aspiradora. Quiero mostrarle
algo, dijo él. Sacó una postal del bolsillo de la chaqueta. Mire esto, dijo. Me tendió la
postal. Nadie ha dicho que quiera usted comprar nada. Pero mire la firma. ¿Es o no es la
firma de Mrs. Slater? Miré la postal. La levanté y la puse a la luz. Le di la vuelta, pero el
dorso estaba en blanco. ¿Y qué?, dije. La postal de Mrs. Slater fue sacada al azar de una
cesta de postales. Entre cientos de postales como ésta. Y ha ganado una limpieza
completa y gratis, con espuma detergente incluida. Mrs. Slater es una de las ganadoras.
Sin compromisos. Y le voy a aspirar también el colchón, señor… Le sorprenderá ver lo
que puede acumularse en un colchón con los meses, con los años. Todos los días, todas
las noches de nuestra vida vamos dejando briznas de nosotrosmismos, pizcas de esto y
lo otro que se quedan ahí. ¿Y adónde van estas briznas y pizcas? Pues pasan a través de
las sábanas y se incrustan en el colchón. ¡Ahí es adónde van! Y con las almohadas pasa
exactamente lo mismo. Había ido sacando tramos de tubo cromado y uniéndolos unos
con otros. Acopló el tubo resultante al tubo flexible. Estaba de rodillas, y gruñía. Ajustó al
extremo del tubo flexible una especie de pala plana y levantó el artefacto azul con ruedas.
Me dejó examinar el filtro que pensaba utilizar. ¿Tiene coche?, preguntó. No, no tengo,
dije. No tengo coche. Si lo tuviera le llevaría a alguna parte. Qué lástima, dijo. Esta
pequeña aspiradora viene provista de un cordón alargador de veinte metros. Si tuviera
coche, se podría llevar la aspiradora rodando hasta la misma portezuela, y aspirar el piso
de felpa y los asientos reclinables de lujo. Le sorprendería ver lo mucho de nosotros que
perdemos, lo mucho de nosotros que se va acumulando en esos magníficos asientos a lo
largo de los años. Bell, dije, creo que será mejor que recoja sus cosas y se vaya. Y se lo
digo sin la menor hostilidad por mi parte. Pero él buscaba un enchufe. Encontró uno al
lado del sofá. El aparato empezó a traquetear como si tuviera una canica dentro, o algo
suelto, y luego el ruido amainó hasta convertirse en un zumbido. Rilke pasó toda su vida
adulta de castillo en castillo. Mecenas, dijo en voz alta por encima del zumbido de la
aspiradora. Muy raras veces montaba en automóvil. Prefería los trenes. Y fíjese en
Voltaire en Cirey con Madame Châtelet. Y en su mascarilla mortuoria. Qué serenidad.
Levantó la mano derecha como si pensara que yo iba a disentir. No, no, me equivoco, ¿no
es eso? No lo diga. Pero quién sabe. Acto seguido se dio la vuelta e hizo rodar la
aspiradora hasta el otro cuarto. Había una cama, una ventana. Las mantas estaban
hechas un ovillo en el suelo. Encima del colchón, una almohada y una sábana. Quitó la
funda de la almohada y luego, con suma ligereza, la sábana del colchón. Se quedó
mirando elcolchón y me dirigió una mirada por el rabillo del ojo. Fui a la cocina y cogí una
silla. Me senté en el umbral y me puse a observarlo. En primer lugar comprobó la succión
aplicándose la boquilla aspiradora contra la palma de la mano. Se agachó a girar un disco
del aparato. Para una tarea como ésta hay que darle la máxima potencia, dijo. Volvió a
probar la succión; luego estiró el tubo flexible hasta la cabecera de la cama y empezó a
pasar la boquilla aspiradora por encima del colchón. La boquilla se adhería y tiraba del
colchón. El zumbido del aparato se hacía más fuerte. Dio tres pasadas al colchón, y
apagó el aparato. Apretó una pequeña palanca y la tapa se abrió hacia arriba. Sacó el
filtro. Este filtro es sólo para demostración ante el cliente. En el uso normal, todo esto,
esta materia, iría a parar a la bolsa, aquí. Cogió una pizca de aquella suciedad entre los
dedos. Debía de haber como una taza de ella. Tenía en la cara aquella expresión suya…
No es mi colchón, dije. Me incliné hacia adelante en la silla y traté de mostrar interés por
lo que hacía. Ahora la almohada, dijo. Puso el filtro usado sobre el alféizar y miró por la
ventana unos instantes. Se volvió. Quiero que sostenga este extremo de la almohada,
dijo. Me levanté y cogí la almohada por las puntas de un extremo. Me dio la sensación de
que estaban cogiendo algo por las orejas. ¿Así?, dije. Asintió con la cabeza. Fue hasta la
otra habitación y vino con otro filtro. ¿Cuánto cuestan esos filtros?, dije. Casi nada, dijo.
Son de papel y un poco de plástico. No pueden costar mucho. Puso en marcha con el pie
el aparato, y yo así con fuerza la almohada mientras la boquilla se hundía en ella y se
movía de extremo a extremo una, dos, tres veces. Apagó la aspiradora, quitó el filtro, lo
mantuvo en alto sin decir media palabra. Luego lo puso sobre el alféizar, junto al otro.
Luego abrió la puerta del armario ropero, pero dentro sólo había una caja de raticida. Oí
pisadas en el porche. La tapa del buzón se alzó y luego volvió a cerrarse. Nos miramos.

Hizo rodar la aspiradora y lo seguí hasta la otra habitación. Vimos que la carta
descansaba sobre el anverso en la alfombra, junto a la puerta. Hice ademán de ir hacia
ella, me volví y dije: ¿Qué más? Se está haciendo tarde. Con la alfombra ésta no merece
la pena perder el tiempo. No es más que una alfombra de cuatro por cinco, de algodón y
con base antideslizante, comprada en Rug City. No vale la pena perder el tiempo con ella.
¿Tiene un cenicero lleno?, dijo. ¿O una planta en un tiesto o algo parecido? Serviría
también un puñado de tierra. Encontré un cenicero. Lo cogió, esparció el contenido sobre
la alfombra, pisó la ceniza y las colillas con la zapatilla. Volvió a arrodillarse y colocó un
filtro nuevo. Se quitó la chaqueta y la tiró sobre el sofá. Sudaba por las axilas. La grasa le
desbordaba el cinturón. Desenroscó la boquilla y ajustó al tubo flexible otro dispositivo.
Giró el disco regulador de la potencia. Puso en marcha el aparato y empezó a pasar la
aspiradora de un lado a otro de la maltrecha alfombra. Dos veces hice ademán de ir a
coger la carta. Pero él parecía que se me anticipaba, que me cortaba el paso, por así
decir, con sus tubos y su pasar y repasar la alfombra… Llevé la silla de nuevo a la cocina
y me senté a ver cómo trabajaba. Al rato apagó la máquina, abrió la tapa y me trajo en
silencio el filtro, rebosante de polvo, pelos, y pequeñas partículas granulosas. Miré aquel
filtro, y luego me levanté y lo eché al cubo de la basura. Se puso a trabajar sin descanso.
Nada de explicaciones. Entró en la cocina con una botella que contenía unos dedos de
líquido verde. Puso la botella bajo el grifo y la llenó hasta arriba. Sabrá que no puedo
pagarle ni un centavo. No podría pagarle ni un dólar aunque mi vida dependiera de ello.
Tendrá que contabilizarme como incobrable. Está perdiendo el tiempo conmigo, dije.
Quería dejarlo todo claro, sin malentendidos. Él siguió con lo suyo. Ajustó otro dispositivo
al tubo flexible, y se las arregló no sé cómo para acoplar la botella a tal dispositivo. Se
movía despacio por laalfombra, y de cuando en cuando soltaba pequeños chorros de
color esmeralda. Pasó la escobilla por toda la alfombra, levantando aquí y allá retazos de
espuma. Yo ya había dicho todo lo que tenía que decirle. Seguí sentado en la cocina,
relajado ya, viéndole trabajar. De vez en cuando miraba la lluvia por la ventana.
Empezaba a oscurecer. El hombre apagó la aspiradora. Estaba en un rincón, cerca de la
puerta principal. ¿Le apetece un café?, dije. Respiraba con fuerza. Se enjugó la cara.
Puse agua a hervir, y para cuando hube preparado dos tazas y lo tuve todo listo él había
desmontado y metido en la maleta todos sus trastos. Entonces fue y cogió la carta. Leyó
el nombre del destinatario y miró con detenimiento el del remitente. Dobló la carta en dos
y se la metió en el bolsillo del pantalón. Yo seguí mirándole. Eso fue todo lo que hice. El
café empezó a enfriarse. Es para un tal Mr. Slater. Me ocuparé de ello. Dijo: Creo que no
tomaré café. Será mejor que no pise la alfombra. Acabo de darle la espuma detergente.
Es cierto, dije. Luego dije: ¿Está seguro de que la carta es para él? Se llegó al sofá a por
su chaqueta. Se la puso y abrió la puerta principal. Seguía lloviendo. Se calzó los
chanclos, se los ajustó, se puso la gabardina y volvió a mirar hacia el interior. ¿Quiere
verla?, dijo. ¿No me cree? No, sólo que me extraña, dije. Bien, será mejor que me vaya,
dijo. Pero siguió allí de pie. ¿Quiere o no quiere la aspiradora? Miré la enorme maleta, ya
cerrada y lista para seguir viaje. No, dije, creo que no. Voy a dejar esta casa pronto. Lo
único que haría sería estorbarme. Muy bien, dijo, y cerró la puerta.

10.TAZOS, UN MANGO Y ESA MUGRE

(Dán Lee)

A mí ni me gustan estas cosas. Siempre he preferido arreglar las broncas como los
hombres, con puños y patadas. Cuando yo era joven, el que se metía conmigo ya sabía a
qué le tiraba. Me la rifaba con todo, hasta que uno de los dos no pudiera pararse. Que si
el otro era boxeador o karateca, me valía madre… Ya no, y menos con estos chavos de
ahora, todos traen filete o hasta fusca. Un cuchillo como sea, pero un fogón…el que
inventó esa mugre fue el puto más puto de la historia. Aunque no me guste, aquí la traigo,
pegada con maskin abajo del asiento, escondida por si se sube un oficial. Dicen que
también los militares las pueden confiscar, que me pueden detener por traerla, y en esta
ruta se suben hartos sardos. A los cacos les vale madre que haya soldados, ya nos
agarraron de bajada. Quién sabe por qué si transportamos casi puro empleado y las
colonias de por acá están medio jodidas. A lo mejor por eso, porque los que trabajamos
por la derecha queremos estar en paz con lo poco que tenemos, salir en la mañana a
chambear y regresar con los nuestros, tranquilos, sanos y completos; lo demás es
ganancia. Entre nosotros hay menos chance de que un güey le quiera jugar al héroe y se
ponga al brinco con ellos. ¿Cuánto podrán sacar de un micro? Unos cuantos celulares y
menos de mil pesos… A mí no me ha tocado, gracias a Dios. No sabría qué hacer. Si
fuera antes, les rompía todita la madre hasta que no les quedaran ganas de volver a
robar, pero ya no. Tengo las piernas débiles por andar en el volante todo el día, y el torso
igual. Sigo siendo rápido, aunque no como antes, y de qué me serviría la velocidad sin
músculo; lo más probable es que me lastimara yo solo. En aquellos tiempos me peleé con
uno que otro viejo, y aunque tenían más callo, sus golpes no lastimabanigual, era como si
varearan con carrizos huecos. No, no tendría sentido que me parara a exponer el físico…
Ahora que tampoco podría quedarme como si nada, viendo cómo un vago sin beneficio se
lleva mi trabajo. Desde las cinco de la mañana estoy aquí trepado rascándole monedas a
la avenida para que llegue cualquier cabrón a encuerarme. No, eso está mal. Si lo permito
soy cómplice, por agachón. Mejor me cuido para no tener que llegar a ese momento. Más
vale prevenir que lamentar. Si veo a unos güeyes muy malandros, o uno medio nervioso,
mejor no lo subo. Prefiero verme ojaldra que atracado. Como ese güey que está haciendo
la parada. Nel, se ve de plano muy chacalón. Tiene todo el perfil. Cuerpo de ratero: flaco y
correoso; cara de ratero: barba, nariz desviada y toda la cosa; ropa de ratero: tenis,
sudadera de capucha… pero es más ese gesto hambriento de pesos, de sobajar a
alguien, lo que lo delata. Trae a un chamaco, pero ha de ser el puro anzuelo. Se para en
el tope, el muy mañoso. Intenta subirse. Acelero, me vale gorro que brinque todo el pasaje
y que el chacal salga rebotado. Nel, tú no, carnal, aunque me la mientes. “Chinga tu
madre, puto”, grita. Pues sí, pero ni modo. Mejor ojaldra que atracado. Miro el retrovisor,
el tipo me mira con ojos de fusca. Qué bueno que no me detuve… ¿Y justo ahorita hace
la parada, señora?, con todo respeto, chingue a su madre. ¿Qué no ve que ese alacrán
quiere picar? Apúrese… Su puta madre, ahí viene, arrastrando al chamaco. Corriendo
como el pinche ratero que es. Bájese rápido, señora, o me arranco y la dejo dando vueltas
como pirinola borracha, seguro se le rompe la cadera o un tobillo y no vuelve a caminar
en su vida. Ni pedo, doña, no se mueve. Ahí va el acelerador. “¡Bajan!”, grita medio micro.
La doña queda volando como bandera. Alguien le ayuda con sus bolsas. Carajo. No
quiero llevar sobre la conciencia que esta viejano vuelva a dar un paso. Freno, listo para
salir disparado en cuanto la señora ponga la segunda chancla en el piso. Retrovisor.
¿Dónde quedó el malandro? “No se pase de verga, hijo de su puta madre”, escucho al
tiempo que veo una suela volar hacia mi cara. ¿De dónde salió? Esquivo y mi camisa
blanca se enmugra con el tallón. “Tranquilo, ñero, ¿qué te pasa?”, me repliego. “No se
haga pendejo, piche ruco culero; si vengo con mi hijo, ¿pa qué nos tiró?”, sube medio
cuerpo, el niño se queda en la banqueta. El chacal está flaco, pero pega recio. Sus ojos
quisieran que yo cayera muerto. Resopla y tensa los brazos, perro hambriento al que le
robaron sus pellejos. ¿Por qué no ataca? Está dudando. Hay que actuar. “No les pasó
nada, ¿no? Ya estuvo”, digo. Hago como que lo ignoro, pero de reojo no lo pierdo de vista
mientras meto primera y pongo las manos en el volante, para que se confíe. Avanzo lento,
tendrá que decidir entre dejar a “su hijo” en la banqueta o seguir aquí, en lo que sea que
estamos metidos. “Muy cabrón, ¿no?, pinche ruco…” Sigo haciéndome menso. “Si quiero
te atraco ahorita, ¿cómo ves?” Tira un manazo. No sé si va con la palma o los nudillos.
Bajo la cabeza. Me raspa un hombro. Está huesudo, el puro rozón me hace arder la piel,
pero no me rajo, nunca me he rajado.

“Ya estuvo”, repito sin dejar de acelerar. Tiene que decidirse por el pequeño. Cualquiera
con tantita conciencia lo haría. “¿Quieres ver?”, escupe al hablar, mete la mano debajo de
la sudadera. Ni siquiera ha vuelto la mirada hacia donde dejó al niño. No, no quiero ver.
Clavo la mano debajo del asiento. Sigo siendo bastante rápido. II Isra se pica la nariz. No,
hijo, lo reprendes y le extiendes un manojo de servilletas. Límpiate bien. El niño toma el
papel sin mirarte, separa una hoja y con ella sigue picándose. ¿Cómo es que Pati no le ha
enseñado a sonarse la nariz? ¿Está muy chico para hacerlo? Vale madre, no sabes nada
de criar hijos. Te acuclillas y lo giras. Tomas una servilleta y le aprietas las fosas nasales.
Sóplale. Isra exhala con fuerza; abres los dedos y vuelves a apretar dos veces. Recibes
en el papel la sustancia viscosa, la miras para identificar la consistencia y color antes de
tirarla en la banqueta. Son mocos verdes y espesos. Según el doctor, eso está bien, es
señal de que las noches en vela están a punto de terminar. Un micro pasa junto a
ustedes. No lo viste venir por limpiar al niño. Tendrán que esperar otros cinco minutos en
lo que viene otro. Te paras cerca de un camión estacionado para atajarte del frío. Isra va
bien cubierto: chamarra, doble pants, gorro. Tú llevas sólo jeans y sudadera. Subes la
capucha a ver si se te desentumen las orejas. Tú aguantas, el que importa es el niño. Te
prometiste cuidarlo por todo el tiempo que no lo has hecho desde que nació. Allá adentro
no te lo llevaban. Pati no quería que te viera allí, que presenciara por lo que tenía que
pasar para poder visitarte. Te dio unas fotos con las que tapizaste la pared junto a tu litera
y sólo así notaste cómo creció. Lo miras. Imaginas su sonrisa. Casi nunca sonríe cuando
está contigo. Le das miedo, como que no se acostumbra a tu nariz chueca y tus dientes
incompletos. Es normal, tanto tiempo de convivir con otras personas. Hace rato sí rió un
poco, cuando probó el mango. Viene todo manchado de la cara, si lo viera Pati segurose
ponía loca. Llegando a la casa lo lavas y ya está, ni quien se entere que se puso como la
Pájara Peggy de amarillo y barbón. Qué bueno que le gustan las frutas, son más sanas…
no le queda de otra, porque no hay para comprarle pastelitos, chicharrones y las otras
porquerías que comen sus primos. Allá adentro te daban puras frutas y verduras,
cereales, a veces pan. Quesque son los alimentos más sanos. Eso a quién le importaba,
“alimentos sanos” y una madre. Había que volarle la carne y el queso a los otros internos,
había que ser el más gandalla, el que rifara en el patio. Había que ser bien cabrón hasta
que un día Pati te dijo que Isra venía en camino, que ella no regresaría, que le iba a
buscar un papá de a de veras. Puta si no se te movió el suelo. Por diosito que ibas a
cambiar. Pregúntale a los celadores, a los compas; por ésta que desde mañana me
incorporo a un taller. No mames, vas a ser papá. Tienes que ver cómo sacar un billete
para que el niño no pase hambre, para que tenga carriola, pañales, leche. Debes portarte
bien para salir más rápido. Debes, tienes, hay que, te llegaron los mandamientos de la
responsabilidad. Se te metieron en la cabeza, en las manos. Dejaste de juntarte con los
gordos. Cuando supieron del chavito agarraron la onda, pero no se alejaron sin la
despedida: dos descalabradas, la nariz rota, menos dientes, el cuerpo puteado por todos
lados. Ni pedo, así es allá. Acá es igual de frío, pero al menos tienes chance de ir a donde
quieres, de ver a tu hijo comerse un mango. Al menos uno. Cuando tengas chamba, le
vas a comprar lo que pida. Hoy te dieron chance de ayudar a montar unos puestos en el
tianguis, pero eso no es diario. Lo bueno es que te pagaron con fruta y verdura además
del varo. Cuando fuiste por el niño a la casa de tu suegra, Isra hasta brincó cuando vio las
peras y el mango. Éntrale, hijo, es para ti. Vale madre que se ensucie la cara, la fruta le
hace bien y además llegando van a limpiar la casa y después se bañan, bueno, si baja el
frío, porque cada vez lo sientes más intenso y el micro no pasa. Como a una cuadra se ve
uno. Chido, ya te vas. Jalas a Isra hacia el tope. Ahí es más fácil abordar porque tienen
que detenerse casi totalmente. Cuando andabasde lacra, te las sabías todas. Hay que
agarrarlos cuando están en la pendeja. En un tope pronunciado se paran porque se
paran, o desmadran la suspensión. Casi siempre se subían dos cabrones, uno se iba para
atrás y el otro al frente, sacaban el fierro o el cuete, lo que hubiera y va, chin chin el que
deje algo. Señores pasajeros, ya se los cargó la verga. Ahora hay que buscar la chamba,
hay que irse derechito si quieres que tu hijo sea alguien mejor que tú. Apenas tienes un
pie en el vehículo cuando da el arrancón. ¿Qué trampa? Sales despedido. Tiras del brazo
de Isra para evitar que choque con la llanta en movimiento. Grita. Gritas. “Chinga tu
madre, puto.” Te enrabias. Sientes eso rojo que te sube a la garganta antes de mancharte
con alguien, cuando la boca no sirve más que para gruñir, morder; y las manos para
crisparlas, para hacer nudillos o garras. Hijo de la chingada. Vio tu aspecto y te juzgó,
como todos, como tu suegra, como Isra que te hace gestos, como los cabrones que no
quieren contratarte ni para limpiar pisos. Ni que fueras a atracarlos. Hijo de la chingada.
¿Quiere tener miedo? Va. Corres, llevas un ancla en la mano derecha. Es Isra. Aguanta,
hijo, nomás le voy a dar un susto, casi te agarra en la llanta, te pudo haber matado o
lisiado. En tu mente ves a Isra en una silla, sin una mano. Rojo. Rojo que te obliga a
apretar los dientes y a correr más rápido al ver que el micro se detiene unos metros
adelante. Todo se tiñe del color que facilita hacer lo que deseas. Nomás un susto, hijo,
aguanta aquí. Alcanzas al micro. La jeta del viejo que por sus puterías casi tulle a Isra.
Tratas de controlarte, pero los años de práctica lanzan la patada en automático mientras
te coges de los tubos para subir. Nomás un tallón y te bajas, nomás el susto. Respiras
lento, como te enseñaron. La rabia debe bajar. Allí hay billetes y monedas. Montones.
Qué fácil sería… Nel, nomás es un susto. Quién sabe quédice, qué dices. No oyes bien
cuando te entra la rabia. Que se espante, que crea que traigo fierro, que se cague pa
dentro. Nomás eso y bajo por ti, hijo. III El camión avanza antes de que puedan abordarlo.
Isra tropieza. Samuel lo jala del brazo mientras trata de recuperar el equilibrio. El mango
escapa de la mano de Isra y se aleja rodando junto a la banqueta. ¡Mi mango!, piensa Isra
al ver la fruta tirada en la calle. Estira la mano hacia lo que fuera su postre. Siente un tirón
en el brazo izquierdo. No me gusta jugar a las coleadas; quisiera decir, pero ya lo llevan a
rastras igual que cuando le toca ser cola y sus primos más grandes lo remolcan por todo
el patio ondeando cual papalote, con los pies apenas rozando el suelo como los perritos
más chicos del parque. El aire le sopla frío en los cachetes. Samuel corre muy rápido. Isra
escucha su colección de tazos agitándose en las bolsas de Samuel. Se van a caer,
piensa. Siente su hombro izquierdo estirarse igual que en las caricaturas, pero no es
chistoso. “¡Samuel!”, grita. “Me está doliendo.” La carrera no cesa. “¡Samuel!” Isra casi
cae de rodillas, lo llevan en vilo. Usa su último recurso. “Papá, me duele.” No le gusta
llamar “papá” a Samuel. No entiende porqué su mamá le ha pedido que lo llame así. No
se parece al papá de la foto, el que tenía pelo largo, dientes y una nariz normal. Samuel
no tiene nada de eso y además no le compra dulces como los verdaderos papás de sus
amigos; los papás son señores que se van a trabajar todos los días, regresan en la noche
y los domingos llevan a los niños alparque, no son muchachos que llegan nada más un
día y quieren que les digas “papá”. Isra no termina de creerlo, pero Samuel parece
alegrarse mucho cuando él lo llama así, aunque sea obligado por su mamá. “Papá.
¡Papá!, me duele.” Samuel parece no escucharlo. A lo mejor no es mi papá, piensa Isra.
Un tazo metálico sale disparado de la sudadera. Isra escucha el clac—clac cuando el
objeto choca con el piso, seguido de otro más. Mis tazos, papá, mi mango… me duele;
suéltame, no te quiero. Isra llora. Por fin se detienen junto al microbús. Isra libera la mano
izquierda y se limpia las lágrimas. Se soba el lugar adolorido. Mira hacia atrás y descubre
un tazo junto a la acera. Va hacia él. Más allá hay otro, uno de los holográficos. El rastro
sigue a lo largo de la calle. Isra lo recorre. Bum. Un ruido explosivo parecido al de las
palomas que Samuel tronó en Navidad. A Isra le daba miedo. “No le saques, hijo; ira, no
pasa nada”, decía Samuel y arrojaba el triángulo de papel al aire, donde hacía explosión;
las alarmas de los autos se activaban. Isra se estremece, busca a Samuel alrededor;
espera verlo lanzar cuetes al aire. No está. El microbús se ha detenido. Va a volver por
mí; mejor me regreso con mi abuelita, piensa Isra y, tazos en mano, se aleja corriendo por
la banqueta.

10. LA SEÑORITA CORA

(Julio Cortázar)

No entiendo por qué no me dejan pasar la noche en la clínica con el nene, al fin y al cabo
soy su madre y el doctor De Luisi nos recomendó personalmente al director. Podrían traer
un sofá cama y yo lo acompañaría para que se vaya acostumbrando, entró tan pálido el
pobrecito como si fueran a operarlo enseguida, yo creo que es ese olor de las clínicas, su
padre también estaba nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura de que
me dejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quince años y nadie se los daría,
siempre pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos quiere disimular y hacerse
es hombre grande. La impresión que le habrá hecho cuando se dio cuenta de que no me
dejaban quedarme, menos mal que su padre le dio charla, le hizo poner el piyama y
meterse en la cama. Y todo por esa mocosa de enfermera, yo me pregunto si
verdaderamente tiene órdenes de los médicos o si lo hace por pura maldad. Pero bien
que se lo dije, bien que le pregunté si estaba segura de que tenía que irme. No hay más
que mirarla para darse cuenta de quién es, con esos aires de vampiresa y ese delantal
ajustado, una chiquilina de porquería que se cree la directora de la clínica. Pero eso sí, no
se la llevó de arriba, le dije lo que pensaba y eso que el nene no sabía dónde meterse de
vergüenza y su padre se hacía el desentendido y de paso seguro que le miraba las
piernas como de costumbre. Lo único que me consuela es que el ambiente es bueno, se
nota que es una clínica para personas pudientes; el nene tiene un velador de lo más lindo
para leer sus revistas, y por suerte su padre se acordó de traerle caramelos de menta que
son lo que más le gusta. Pero mañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago es
hablar con el doctor De Luisi para que la ponga en su lugar a esa mocosa presumida.
Habrá que ver si la frazada lo abriga bien al nene, voy a pedir que por las dudas le dejen
otra a mano. Pero sí, claro que me abriga, menos mal que se fueron de una vez, mamá
cree que soy un chico y me hace hacer cada papelón. Seguro que la enfermera va a
pensar que no soy capaz de pedir lo que necesito,me miró de una manera cuando mamá
le estaba protestando... Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a hacer, yo
soy bastante grande para dormir solo de noche, me parece. Y en esta cama se dormirá
bien, a esta hora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos el zumbido del ascensor que
me hace acordar a esa película de miedo que también pasaba en un clínica, cuando a
medianoche se abría poco a poco la puerta y la mujer paralítica en la cama veía entrar al
hombre de la máscara blanca. La enfermera es bastante simpática, volvió a las seis y
media con unos papeles y me empezó a preguntar mi nombre completo, la edad y esas
cosas. Yo guardé la revista en seguida porque hubiera quedado mejor estar leyendo un
libro de veras y no una fotonovela, y creo que ella se dio cuenta pero no dijo nada, seguro
que todavía estaba enojada por lo que le había dicho mamá y pensaba que yo era igual
que ella y que le iba a dar órdenes o algo así. Me preguntó si me dolía el apéndice y le
dijo que no, que esa noche estaba muy bien. “A ver el pulso”, me dijo, y después de
tomármelo anotó algo más en la planilla y la colgó a los pies de la cama. “¿Tenés
hambre?”, me preguntó, y yo creo que me puse colorado porque me tomó de sorpresa
que me tuteara, es tan joven que me hizo impresión. Le digo que no, aunque era mentira
porque a esa hora siempre tengo hambre. “Esta noche vas a cenar muy liviano”, dijo ella,
y cuando quise darme cuenta ya me había quitado el paquete de caramelos de menta y
se iba. No sé si empecé a decirle algo, creo que no. Me daba una rabia que me hiciera
eso como a un chico, bien podía haberme dicho que no tenía que comer caramelos, pero
llevárselos... Seguro que estaba furiosa por lo de mamá y se desquitaba conmigo, de puro
resentida; qué sé yo, después que se fue se me pasó de golpe el fastidio, quería seguir
enojado con ella pero no podía. Qué joven es, clavado que no tiene ni diecinueve años,
debe haberse recibido de enfermera hace muy poco. A lo mejor viene para traerme la
cena; le voy a preguntar cómo se llama, si va a ser mi enfermera tengo que darle un
nombre. Pero en cambio vino otra, una señora muy amable vestida de azul que me trajo
un caldo y bizcochos y me hizo tomar unas pastillas verdes. También ella me preguntó
cómo me llamaba y si me sentí bien, y me dijo que en esta pieza dormiría tranquilo porque
era una de las mejores de la clínica, y es verdad porque dormí hasta casi las ocho en que
medespertó un enfermera chiquita y arrugada como un mono pero muy amable, que me
dijo que podía levantarme y lavarme pero antes me dio un termómetro y me dijo que me lo
pusiera como se hace en estas clínicas, y yo no entendí porque en casa se pone debajo
del brazo, y entonces me explicó y se fue. Al rato vino mamá y qué alegría verlo tan bien,
yo que me temía que hubiera pasado la noche en blanco el pobre querido, pero los chicos
son así, en la casa tanto trabajo y después duermen a pierna suelta aunque estén lejos de
su mamá que no ha cerrado los ojos la pobre. El doctor De Luisi entró para revisar al nene
y yo me fui un momento afuera porque ya está grandecito, y me hubiera gustado
encontrármela a la enfermera de ayer para verle bien la cara y ponerla en su sitio nada
más que mirándola de arriba abajo, pero no había nadie en el pasillo. Casi en seguida
salió el doctor De Luisi y me dijo que al nene iban a operarlo a la mañana siguiente, que
estaba muy bien y en las mejores condiciones para la operación, a su edad una
apendicitis es una tontería. Le agradecí mucho y aproveché para decirle que me había
llamado la atención la impertinencia de la enfermera de la tarde, se lo decía porque no era
cosa de que a mi hijo fuera a faltarle la atención necesaria. Después entré en la pieza
para acompañar al nene que estaba leyendo sus revistas y ya sabía que lo iban a operar
al otro día. Como si fuera el fin del mundo, me mira de un modo la pobre, pero si no me
voy a morir, mamá, haceme un poco el favor. Al Cacho le sacaron el apéndice en el
hospital y a los seis días ya estaba queriendo jugar al fútbol. Andáte tranquila que estoy
muy bien y no me falta nada. Sí, mamá, sí, diez minutos queriendo saber si me duele aquí
o más allá, menos mal que se tiene que ocupar de mi hermana en su casa, al final se fue
y yo pude terminar la fotonovela que había empezado anoche. La enfermera de la tarde
se llama la señorita Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita cuando me trajo el
almuerzo; me dieron muy poco de comer y de nuevo pastillas verdes y unas gotas con
gusto a menta; me parece que esas gotas hacen dormir porque se me caían las revistas
de la mano y de golpe estaba soñando con el colegio y que íbamos a un picnic con las
chicas del normal como el año pasado y bailábamos a la orilla de la pileta, era muy
divertido. Me desperté a eso de las cuatro y media y empecé a pensar en la operación, no
que tenga miedo, el doctorDe Luisi dijo que no es nada, pero debe ser raro la anestesia y
que te corten cuando estás dormido, el Cacho decía que lo peor es despertarse, que
duele mucho y por ahí vomitás y tenés fiebre. El nene de mamá ya no está tan garifo
como ayer, se le nota en la cara que tiene un poco de miedo, es tan chico que casi me da
lástima. Se sentó de golpe en la cama cuando me vio entrar y escondió la revista debajo
de la almohada. La pieza estaba un poco fría y fui a subir la calefacción, después traje el
termómetro y se lo di. “¿Te lo sabés poner?”, le pregunté, y las mejillas parecía que iban a
reventárseles de rojo que se puso. Dijo que sí con la cabeza y se estiró en la cama
mientras yo bajaba las persianas y encendía el velador. Cuando me acerqué para que me
diera el termómetro seguía tan ruborizado que estuve a punto de reírme, pero con los
chicos de esa edad siempre pasa lo mismo, les cuesta acostumbrarse a esas cosas. Pero
me mira en los ojos, por qué no le puedo aguantar esa mirada si al final no es más que
una mujer, cuando saqué el termómetro de debajo de las frazadas y se lo alcancé, ella me
miraba y yo creo que se sonreía un poco, se me debe notar tanto que me pongo colorado,
es algo que no puedo evitar, es más fuerte que yo. Después anotó la temperatura en la
hoja que está a los pies de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no me acuerdo de lo
que hablé con papá y mamá cuando vinieron a verme a las seis. Se quedaron poco
porque la señorita Cora les dijo que había que prepararme y que era mejor que estuviera
tranquilo la noche antes pensé que mamá iba a soltarle alguna de las suyas pero la miró
nomás de arriba abajo, y papá también pero yo al viejo le conozco las miradas, es algo
muy diferente. Justo cuando se estaba yendo la oía mamá que le decía a la señorita Cora:
“Le agradeceré que lo atienda bien, es un niño que ha estado siempre muy rodeado por
su familia”, o alguna idiotez por el estilo, y me hubiera querido morir de rabia, ni siquiera
escuché lo que le contestó la señorita Cora, pero estoy seguro de que no le gustó, a lo
mejor piensa que me estuve quejando de ella o algo así. Volvió a eso de las seis y media
con una mesita de esas de ruedas llena de frascos y algodones, y no sé por qué de golpe
me dio un poco de miedo, en realidad no era miedo pero empecé a mirar lo que había en
la mesita, toda clase de frascos azules o rojos, tambores de gasa y también pinzas y
tubos de goma, el pobredebía estar empezando asustarse sin la mamá que parece un
papagayo endomingado, le agradeceré que atienda bien al nene, mire que he hablado
con el doctor De Luisi, pero sí, señor, se lo vamos a atender como a un príncipe. Es
bonito su nene, señor, con esas mejillas que se le arrebolan apenas me ve entrar. Cuando
le retiré las frazadas hizo un gesto como para volver a taparse, y creo que se dio cuenta
de que me hacía gracia verlo tan pudoroso. “A ver, bájate el pantalón del piyama”, le dije
sin mirarlo en la cara. “¿El pantalón?”, preguntó con una voz que se le quebró en un gallo.
“Sí, claro, el pantalón”, repetí, y empezó a soltar el cordón y a desabotonarse con unos
dedos que no le obedecían. Le tuve que bajar yo misma el pantalón hasta la mitad de los
muslos, y era como me lo había imaginado. “Ya sos un chico crecidito”, le dije,
preparando la brocha y el jabón aunque la verdad es que poco tenía que afeitar. “¿Cómo
te llaman en tu casa?”, le pregunté mientras lo enjabonaba. “Me llamo Pablo”, me
contestó con una voz que me dio lástima, tanta era la vergüenza. “Pero te darán algún
sobrenombre”, insistí, y fue todavía peor porque me pareció que se iba a poner a llorar
mientras yo le afeitaba los pocos pelitos que andaban por ahí. “¿Así que no tenés ningún
sobrenombre? Sos el nene solamente, claro.” Terminé de afeitarlo y le hice una seña para
que se tapara, pero él se adelantó y en un segundo estuvo cubierto hasta el pescuezo.
“Pablo es un bonito nombre”, le dije para consolarlo un poco; casi me daba pena verlo tan
avergonzado, era la primera vez que me tocaba atender a un muchachito tan joven y tan
tímido, pero me seguía fastidiando algo en él que a lo mejor le venía de la madre, algo
más fuerte que su edad y que no me gustaba, y hasta me molestaba que fuera tan bonito
y tan bien hecho para su años, un mocoso que ya debía creerse un hombre y que a la
primera de cambio sería capaz de soltarme un piropo. Me quedé con los ojos cerrados,
era la única manera de escapar un poco de todo eso, pero no servía de nada porque
justamente en ese momento agregó: “¿Así que no tenés ningún sobrenombre? Sos el
nene solamente, claro”, y yo hubiera querido morirme, o agarrarla por la garganta y
ahogarla, y cuando abrí los ojos le vi el pelo castaño casi pegado a mi cara porque se
había agachado para sacarme el resto de jabón, y olía a shampoo de almendra como el
que se pone la profesora de dibujo, o algún perfume deesos, y no supe qué decir y lo
único que se me ocurrió fue preguntarle: “¿Usted se llama Cora, verdad?” Me miró con
aire burlón, con esos ojos que ya me conocían y que me habían visto por todos lados, y
dijo: “La señorita Cora.” Lo dijo para castigarme, lo sé, igual que antes había dicho: “Ya
sos un chico crecidito”, nada más que para burlarse. Aunque me daba rabia tener la cara
colorada, eso no lo puedo disimular nunca y es lo peor que me puede ocurrir, lo mismo
me animé a decirle: “Usted es tan joven que... Bueno, Cora es un nombre muy lindo” No
era eso, lo que yo había querido decirle era otra cosa y me parece que se dio cuenta y le
molestó, ahora estoy seguro de que está resentida por culpa de mamá, yo solamente
quería decirle que era tan joven que me hubiera gustado poder llamarla Cora a secas,
pero cómo se lo iba a decir en ese momento cuando se había enojado y ya se iba con la
mesita de ruedas y yo tenías unas ganas de llorar, esa es otra cosa que no puedo
impedir, de golpe se me quiebra la voz y veo todo nublado, justo cuando necesitaría estar
más tranquilo para decir lo que pienso. Ella iba a salir pero al llegar a la puerta se quedó
un momento como para ver si no se olvidaba de alguna cosa, yo quería decirle lo que
estaba pensando pero no encontraba las palabras y lo único que se me ocurrió fue
mostrarle la taza con el jabón, se había sentado en la cama y después de aclararse la voz
dio: “Se le olvida la taza con el jabón”, muy seriamente y con un tono de hombre grande.
Volví a buscar la taza y un poco para que se calmara le pasé la mano por la mejilla. “No te
aflijas, Pablito”, le dije. “Todo irá bien, es una operación de nada.” Cuando lo toque echó
la cabeza atrás como ofendido, y después resbaló hasta esconder la boca en el borde de
las frazadas. Desde ahí, ahogadamente, dio: “Puedo llamarla Cora, ¿verdad?” Soy
demasiado buena, casi me dio lástima tanta vergüenza que buscaba desquitarse por otro
lado, pero sabía que no era el caso de ceder porque después me resultaría difícil
dominarlo, y a un enfermo hay que dominarlo o es lo de siempre, los líos de María Luisa
en la pieza catorce o los retos del doctor De Luisi que tiene un olfato de perro para esas
cosas. “Señorita Cora”, me dijo tomando la taza y yéndose. Me dio una rabia, unas ganas
de pegarle, de saltar de la cama y echarla a empujones, o de... Ni siquiera comprendo
cómo pude decirle: “Si yo estuviera sano a lo mejor me trataría de otramanera”. Se hizo la
que no oía, ni siquiera dio vuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de leer, sin
ganas de nada, en el fondo hubiera querido que me contestara enojada para poder pedirle
disculpas porque en realidad no era lo que yo había pensado decirle, tenía la garganta tan
cerrada que no sé cómo me habían salido las palabras, se lo había dicho de pura rabia
pero no era eso, o a lo mejor sí pero de otra manera. Y sí, son siempre lo mismo, una los
acaricia, les dice una frase amable, y ahí nomás asoma el machito, no quieren
convencerse de que todavía son unos mocosos. Eso tengo que contárselo a Marcial, se
va a divertir y cuando mañana lo vea en la mesa de operaciones le va a hacer todavía
más gracia, tan tiernito el pobre con esa carucha arrebolada, maldito calor que me sube
por la piel, cómo podría hacer para que no me pase eso, a lo mejor respirando hondo
antes de hablar, qué sé yo. Se debe haber ido furiosa, estoy seguro de que escuchó
perfectamente, no sé cómo le dije eso, yo creo que cuando le pregunté si podía llamarla
Cora no se enojó, me dijo lo de señorita porque es su obligación pero no estaba enojada,
la prueba es que vino y me acarició la cara; pero no, eso fue antes, primero me acarició y
entonces yo le dije lo de Cora y lo eché todo a perder. Ahora estamos peor que antes y no
voy a poder dormir aunque me den un tubo de pastillas. La barriga me duele de a ratos,
es raro pasarse la mano y sentirse tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de todo y
del perfume de almendras, la voz de Cora, tiene una voz muy grave para una chica tan
joven y linda, una voz como de cantante de boleros, algo que acaricia aunque esté
enojada. Cuando oí pasos en el corredor me acosté del todo y cerré los ojos, no quería
verla, no me importaba verla, mejor que me dejara en paz, sentí que entraba y que
encendía la luz del cielo raso, se hacía el dormido como un angelito, con una mano
tapándose la cara, y no abrió los ojos hasta que llegué al lado de la cama. Cuando vio lo
que traía se puso tan colorado que me volvió a dar lástima y un poco de risa, era
demasiado idiota realmente. “A ver, m’hijito, bájese el pantalón y dése vuelta para el otro
lado”, y el pobre a punto de patalear como haría con la mamá cuanto tenía cinco años, me
imagino, a decir que no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas y a chillar, pero el
pobre no podía hacer nada de eso ahora, solamente se había quedado mirando el
irrigadory después a mí que esperaba, y de golpe se dio vuelta y empezó a mover las
manos debajo de las frazadas pero no atinaba a nada mientras yo colgaba el irrigador en
la cabecera, tuve que bajarle las frazadas y ordenarle que levantara un poco el trasero
para correrle mejor el pantalón y deslizarle una toalla. “A ver, subí un poco las piernas, así
está bien, echáte más de boca, te digo que te eches más de boca, así.” Tan callado que
era casi como si gritara, por una parte me hacía gracia estarle viendo el culito a mi joven
admirador, pero de nuevo me daba un poco de lástima por él, era realmente como si lo
estuviera castigando por lo que me había dicho. “Avisá si está caliente”, le previne, pero
no contestó nada, debía estar mordiéndose un puño y yo no quería verle la cara y por eso
me senté al borde de la cama y esperé a que dijera algo, pero aunque era mucho líquido
lo aguantó sin una palabra hasta el final, y cuando terminó le dije, y eso sí se lo dije para
cobrarme lo de antes: “Así me gusta, todo un hombrecito”, y lo tapé mientras le
recomendaba que aguantase lo más posible antes de ir al baño. “¿Querés que te apague
la luz o te la dejo hasta que te levantés?”, me preguntó desde la puerta. No sé cómo
alcancé a decirle que era lo mismo, algo así, y escuché el ruido de la puerta al cerrarse y
entonces me tape la cabeza con las frazadas y qué le iba a hacer, a pesar de los cólicos
me mordí las dos manos y lloré tanto que nadie, nadie puede imaginarse lo que lloré
mientas la maldecía y la insultaba y le clavaba un cuchillo en el pecho cinco, diez, veinte
veces, maldiciéndola cada vez y gozando de lo que sufría y de cómo me suplicaba que la
perdonase por lo que me había hecho. Es lo de siempre, che Suárez, uno corta y abre, y
en una de esas la gran sorpresa. Claro que a la edad del pibe tiene todas las chances a
su favor, pero lo mismo le voy a hablar claro al padre, no sea cosa que en una de esas
tengamos un lío. Lo más probable es que haya una buena reacción, pero ahí hay algo que
falla, pensá en lo que pasó al comienzo de la anestesia: parece mentira en un pibe de esa
edad. Lo fui a ver a las dos horas y lo encontré bastante bien si pensás en lo que duró la
cosa. Cuando entró el doctor De Luisi yo estaba secándole la boca al pobre, no terminaba
de vomitar y todavía le duraba la anestesia pero el doctor lo auscultó lo mismo y me pidió
que no me moviera de su lado hasta que estuviera bien despierto. Los padres siguen en
la otra pieza, labuena señora se ve que no está acostumbrada a estas cosas, de golpe se
le acabaron las paradas, y el viejo parece un trapo. Vamos, Pablito, vomitá si tenés ganas
y quejáte todo lo que quieras, yo estoy aquí, sí, claro que esto aquí, el pobre sigue
dormido pero me agarra la mano como si se estuviera ahogando. Debe creer que soy la
mamá, todos creen eso, es monótono. Vamos, Pablo, no te muevas así, quieto que te va
a doler más, no, dejá las manos tranquilas, ahí no te podés tocar. Al pobre le cuesta salir
de la anestesia, Marcial me dijo que la operación había sido muy larga. Es raro, habrán
encontrado alguna complicación: a veces el apéndice no está tan a la vista, le voy a
preguntar a Marcial esta noche. pero sí, m’hijito, estoy aquí, quéjese todo lo que quiera
pero no se mueva tanto, yo le voy a mojar los labios con este pedacito de hielo en una
gasa, así se le va pasando la sed. Sí, querido, vomitá más, aliviáte todo lo que quieras.
Qué fuerza tenés en las manos, me vas a llenar de moretones, sí, sí, llorá si tenés ganas,
llorá, Pablito, eso alivia, llorá y quejáte, total estás tan dormido y creés que soy tu mamá.
Sos bien bonito, sabés, con esa nariz un poco respingada y esas pestañas como cortinas,
parecés mayor ahora que estás tan pálido. Ya no te pondrías colorado por nada, verdad,
mi pobrecito. Me duele, mamá, me duele aquí, dejáme que me saque ese peso que me
han puesto, tengo algo en la barriga pesa tanto y me duele, mamá, decíle a la enfermera
que me saque eso. Sí, m’hijito, ya se le va a pasar, quédese un poco quieto, por qué
tendrás tanta fuerza, voy a tener que llamar a María Luisa para que me ayude. Vamos,
Pablo, me enojo si no te estás quieto, te va a doler mucho más si seguís moviéndote
tanto. Ah, parece que empezás a darte cuenta, me duele aquí, señorita Cora, me duele
tanto aquí, hágame algo por favor, me duele tanto aquí, suélteme las manos, no puedo
más, señorita Cora, no puedo más. Menos mal que se ha dormido el pobre querido, la
enfermera me vino a buscar a las dos y media y me dijo que me quedara un rato con él
que ya estaba mejor, pero lo veo tan pálido, ha debido perder tanta sangre, menos mal
que le doctor De Luisi dijo que todo había salido bien. La enfermera estaba cansada de
luchar con él, yo no entiendo por qué no me hizo entrar antes, en esta clínica son
demasiado severos. Ya es casi de noche y el nene ha dormido todo el tiempo, se ve que
está agotado, pero me parece que tiene mejor cara, unpoco de color. Todavía se queja de
a ratos pero ya no quiere tocarse el vendaje y respira tranquilo, creo que pasará bastante
buena noche. Como si yo no supiera lo que tengo que hacer, pero era inevitable; apenas
se le pasó el primer susto a la buena señora le salieron otra vez los desplantes de
patrona, por favor que al nene no le vaya a faltar nada por la noche, señorita. Decí que te
tengo lástima, vieja estúpida, si no ya ibas a ver cómo te trataba. Las conozco a éstas,
creen que con una buena propina el último día lo arreglan todo. Y a veces la propina ni
siquiera es buena, pero para qué seguir pensando, ya se mandó mudar y todo está
tranquilo. Marcial, quedáte un poco, no ves que el chico duerme, contáme lo que pasó
esta mañana. Bueno, si estás apurado lo dejamos para después. No, mirá que puede
entrar María Luisa, aquí no, Marcial. Claro, el señor se sale con la suya, ya te he dicho
que no quiero que me beses cuando estoy trabajando, no está bien. Parecería que no
tenemos toda la noche para besarnos, tonto. Andáte. Váyase le digo, o me enojo. Bobo,
pajarraco. Sí, querido, hasta luego. Claro que sí. Muchísimo. Está muy oscuro pero es
mejor, no tengo ni ganas de abrir los ojos. Casi no me duele, que bueno estar así
respirando despacio, sin esas náuseas. Todo está tan callado, ahora me acuerdo que vi a
mamá, me dijo no sé qué, yo me sentía tan mal. Al viejo lo miré apenas, estaba a los pies
de la cama y me guiñaba un ojo, el pobre siempre el mismo. Tengo un poco de frío, me
gustaría otra frazada. Señorita Cora, me gustaría otra frazada. Pero si estaba ahí, apenas
abrí los ojos la vi sentada al lado de la ventana leyendo una revista. Vino en seguida y me
arropó, casi no tuve que decirle nada porque se dio cuenta en seguida. Ahora me
acuerdo, yo creo que esta tarde la confundía con mamá y que ella me calmaba, o a lo
mejor estuve soñando. ¿Estuve soñando, señorita Cora? Usted me sujetaba las manos,
¿verdad? Yo decía tantas pavadas, pero es que me dolía mucho, y las náuseas...
Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí, usted se ríe pero yo sé, a lo mejor
la manché y todo. Bueno, no hablaré más. Estoy tan bien así, ya no tengo frío. No, no me
duele mucho, un poquito solamente. ¿Es tarde, señorita Cora? Sh, usted se queda
calladito ahora, ya le he dicho que no puede hablar mucho, alégrese de que no le duela y
quédese bien quieto. No, no es tarde, apenas las siete. Cierre los ojos y duerma. Así.
Duérmaseahora. Sí, yo querría pero no es tan fácil. Por momentos me parece que me voy
a dormir, pero de golpe la herida me pega un tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y
tengo que abrir los ojos y mirarla, está sentada al lado de la ventana y ha puesto la
pantalla para leer sin que me moleste la luz. ¿Por qué se quedará aquí todo el tiempo?
Tiene un pelo precioso, le brilla cuando mueve la cabeza, y es tan joven, pensar que hoy
la confundí con mamá, es increíble. Vaya a saber qué cosas le dije, se debe haber reído
otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por la boca, eso me aliviaba tanto, ahora me
acuerdo, me puso agua colonia en la frente y en el pelo, y me sujetaba las manos para
que no me arrancara el vendaje. Ya no está enojada conmigo, a lo mejor mamá le pidió
disculpas o algo así, me miraba de otra manera cuando me dijo: “Cierre los ojos y
duérmase.” Me gusta que me mire así, parece mentira lo del primer día cuando me quitó
los caramelos. Me gustaría decirle que es tan linda, que no tengo nada contra ella, al
contrario, que me gusta que sea ella la que me cuida de noche y no la enfermera chiquita.
Me gustaría que me pusiera otra vez agua de colonia en el pelo. Me gustaría que me
pidiera perdón, que me dijera que la puedo llamar Cora. Se quedo dormido un buen rato,
a las ocho calculé que el doctor De Luisi no tardaría y lo desperté para tomarle la
temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho bien dormir. Apenas vio el termómetro
sacó una mano fuera de las cobijas, pero le dije que se estuviera quieto. No quería mirarlo
en los ojos para que no sufriera pero lo mismo se puso colorado y empezó a decir que él
podía muy bien solo. No le hice caso, claro, pero estaba tan tenso el pobre que no me
quedó más remedio que decirle: “Vamos, Pablo, ya sos un hombrecito, no te vas a poner
así cada vez, verdad?” Es lo de siempre, con esa debilidad no pudo contener las lágrimas;
haciéndome la que no me daba cuenta anoté la temperatura y me fui a prepararle la
inyección. Cuando volvió yo me había secado los ojos con la sábana y tenía tanta rabia
contra mí mismo que hubiera dado cualquier cosa por poder hablar, decirle que no me
importaba, que en realidad no me importaba pero que no lo podía impedir. “Esto no duele
nada”, me dijo con la jeringa en la mano. “Es para que duermas bien toda la noche.” Me
destapó y otra vez sentí que me subía la sangre a la cara, pero ella se sonrió un poco y
empezó a frotarme el muslo con un algodón mojado. “Noduele nada”, le dije porque algo
tenía que decirle, no podía ser que me quedara así mientras ella me estaba mirando. “Ya
ves”, me dijo sacando la aguja y frotándome con el algodón. “Ya ves que no duele nada.
Nada te tiene que doler, Pablito.” Me tapó y me pasó la mano por la cara. Yo cerré los
ojos y hubiera querido estar muerto, estar muerto y que ella me pasara la mano por la
cara, llorando. Nunca entendí mucho a Cora pero esta vez se fue a la otra banda. La
verdad que no me importa si no entiendo a las mujeres, lo único que vale la pena es que
lo quieran a uno. Si están nerviosas, si se hacen problema por cualquier macana, bueno
nena, ya está, déme un beso y se acabó. Se ve que todavía es tiernita, va a pasar un
buen rato antes de que aprenda a vivir en este oficio maldito, la pobre apareció esta
noche con una cara rara y me costó media hora hacerle olvidar esas tonterías. Todavía no
ha encontrado la manera de buscarle la vuelta a algunos enfermos, ya le pasó con la vieja
del veintidós pero yo creía que desde entonces habría aprendido un poco, y ahora este
pibe le vuelve a dar dolores de cabeza. Estuvimos tomando mate en mi cuarto a eso de
las dos de la mañana, después fue a darle la inyección y cuando volvió estaba de mal
humor, no quería saber nada conmigo. Le quedaba bien esa carucha de enojada, de
tristona, de a poco se la fui cambiando, y al final se puso a reír y me contó, a esa hora me
gusta tanto desvestirla y sentir que tiembla un poco como si tuviera frío. Debe ser muy
tarde, Marcial. Ah, entonces puedo quedarme un rato todavía, la otra inyección le toca a
las cinco y media, la galleguita no llega hasta las seis. Perdóname, Marcial, soy una boba,
mirá que preocuparme tanto por ese mocos, al fin y al cabo lo tengo dominado pero de a
ratos me da lástima, a esa edad son tan tontos, tan orgullosos, si pudiera le pediría al
doctor Suárez que me cambiara, hay dos operados en el segundo piso, gente grande, uno
les pregunta tranquilamente si han ido de cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace
falta, todo eso charlando del tiempo o de la política, es un ir y venir de cosas naturales,
cada uno está en lo suyo, Marcial, no como aquí, comprendés. Sí, claro. Pero es que todo
empezó mal por culpa de la madre, eso no se ha borrado, sabés, desde el primer minuto
hubo como un malentendido, y el chico tiene su orgullo y le duele, sobre todo que al
principio no se daba cuenta de todo lo que iba a venir y quiso hacerseel grande, mirarme
como si fueras vos, como un hombre. Ahora ya ni le puedo preguntar si quiere hacer pis,
lo malo es que sería capaz de aguantarse toda la noche si yo me quedara en la pieza. Me
da risa cuando me acuerdo, quería decir que si y no se animaba, entonces me fastidió
tanta tontería y lo obligué para que aprendiera a hacer pis sin moverse, bien tendido de
espaldas. Siempre cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, está a punto de
llorar o de insultarme, está entre las dos cosas y no puede, está chico, Marcial, y esa
buena señora que lo ha de haber criado como un tilinguito, el nene de aquí y el nene de
allá, mucho sombrero y saco entallado pero en el fondo el bebé es siempre, el tesorito de
mamá. Ah, y justamente le vengo a tocar yo, el alto voltaje como decís vos, cuando
hubiera estado muy bien con María Luisa que es idéntica a su tía y que lo hubiera
limpiado por todos lados sin que se le subieran los colores a la cara. No, la verdad, no
tengo suerte, Marcial. Estaba soñando con la clase de francés cuando encendió la luz del
velador, lo primero que le veo es siempre el pelo, será porque se tiene que agachar para
las inyecciones o lo que sea, el pelo cerca de mi cara, una vez me hizo cosquillas en la
boca y huele tan bien, y siempre se sonríe un poco cuando me está frotando con el
algodón, me frotó un rato largo antes de pincharme y yo le miraba la mano tan segura que
iba apretando de a poco la jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio, haciéndome
doler. “No, no me duele nada.” Nunca le podré decir: “No me duele nada, Cora.” Y no le
voy a decir señorita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le hablaré lo menos que pueda y no
la pienso llamar señorita Cora aunque me lo pida de rodillas. No, no me duele nada. No,
gracias, me siento bien, voy a seguir durmiendo. Gracias. Por suerte ya tiene de nuevo
sus colores pero todavía está muy decaído, apenas si pudo darme un beso, y a tía Esther
casi no la miró y eso que le había traído las revistas y una corbata preciosa para el día en
que lo llevemos a casa. La enfermera de la mañana es un amor de mujer, tan humilde,
con ella sí da gusto hablar, dice que el nene durmió hasta las ocho y que bebió un poco
de leche, parece que ahora van a empezar a alimentarlo, tengo que decirle al doctor
Suárez que el cacao le hace mal, o a lo mejor su padre ya se lo dijo porque estuvieron
hablando un rato. Si quiere salir un momento señora, vamos a ver cómo anda este
hombre. Ustedquédese, señor Morán, es que a la mamá le puede hacer impresión tanto
vendaje. Vamos a ver un poco, compañero. ¿Ahí duele? Claro, es natural. Y ahí, decíme
si ahí te duele o solamente está sensible. Bueno, vamos muy bien, amiguito. Y así cinco
minutos, si me duele aquí, si estoy sensible más acá, y el viejo mirándome la barriga
como si me la viera por primera vez. Es raro pero no me siento tranquilo hasta que se
van, pobres viejos tan afligidos pero qué le voy a hacer, me molestan, dicen siempre lo
que no hay que decir, sobre todo mamá, y menos mal que la enfermera chiquita parece
sorda y le aguanta todo con esa cara de esperar propina que tiene la pobre. Mirá que
venir a jorobar con lo del cacao, ni que yo fuese un niño de pecho. Me dan unas ganas de
dormir cinco días seguidos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a Cora, y despertarme justo
cuando me vengan a buscar para ir a casa. A lo mejor habrá que esperar unos días más,
señor Morán, ya sabrá por De Luisi que la operación fue más complicada de lo previsto, a
veces hay pequeñas sorpresas. Claro que con la constitución de ese chico yo creo que no
habrá problema, pero mejor dígale a su señora que no va a ser cosa de una semana
como se pensó al principio. Ah, claro, bueno, de eso usted hablará con el administrador,
son cosas internas. Ahora vos fijáte si no es mala suerte, Marcial, anoche te lo anuncié,
esto va a durar mucho más de lo que pensábamos. Sí, ya sé que no importa pero podrías
ser un poco más comprensivo, sabés muy bien que no me hace feliz atender a ese chico,
y a él todavía menos, pobrecito. No me mirés así, por qué no le voy a tener lástima. No
me mirés así. Nadie me prohibió que leyera pero se me caen las revistas de la mano, y
eso que tengo dos episodios por terminar y todo lo que me trajo tía Esther. Me arde la
cara, debo de tener fiebre o es que hace mucho calor en esta pieza, le voy a pedir a Cora
que entorne un poco la ventana o que me saque una frazada. Quisiera dormir, es lo que
más me gustaría, que ella estuviese allí sentada leyendo una revista y yo durmiendo sin
verla, sin saber que está allí, pero ahora no se va a quedar más de noche, ya pasó lo peor
y me dejarán solo. De tres a cuatro creo que dormí un rato, a las cinco justas vino con un
remedio nuevo, unas gotas muy amargas. Siempre parece que se acaba de bañar y
cambiar, está tan fresca y huele a talco perfumado, a lavanda. “Este remedio es muy feo,
ya sé”, me dijo, y se sonreíapara animarme. “No, es un poco amargo, nada más”, le dije.
“¿Cómo pasaste el día?”, me preguntó, sacudiendo el termómetro. Le dije que bien, que
durmiendo, que el doctor Suárez me había encontrado mejor, que no me dolía mucho.
“Bueno, entonces podés trabajar un poco”, me dijo dándome el termómetro. Yo no supe
qué contestarle y ella se fue a cerrar las persianas y arregló los frascos en la mesita
mientras yo me tomaba la temperatura. Hasta tuve tiempo de echarle un vistazo al
termómetro antes de que viniera a buscarlo. “Pero tengo muchísima fiebre”, me dijo como
asustado. Era fatal, siempre seré la misma estúpida, por evitarle el mal momento le doy el
termómetro y naturalmente el muy chiquilín no pierde tiempo en enterarse de que está
volando de fiebre. “Siempre es así los primeros cuatro días, y además nadie te mandó
que miraras”, le dije, más furiosa contra mí que contra él. Le pregunté si había movido el
vientre y me dijo que no. Le sudaba la cara, se la sequé y le puse un poco de agua
colonia; había cerrado los ojos antes de contestarme y no los abrió mientras yo le peinaba
un poco para que no le molestara el pelo en la frente. Treinta y nueve era mucha fiebre,
realmente. “Tratá de dormir un rato”, le dije, calculando a qué hora podría avisarle al
doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizo un gesto como de fastidio, y articulando cada
palabra me dijo: “Usted es mala conmigo, Cora.” No atiné a contestarle nada, me quedé a
su lado hasta que abrió los ojos y me miró con toda su fiebre y toda su tristeza. Casi sin
darme cuenta estiré la mano y quise hacerle una caricia en la frente, pero me rechazó de
un manotón y algo debió tironearle en la herida porque se crispó de dolor. Antes de que
pudiera reaccionar me dijo en voz muy baja: “Usted no sería así conmigo si me hubiera
conocido en otra parte.” Estuve al borde de soltar una carcajada, pero era tan ridículo que
me dijera eso mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que me pasó lo de siempre, me
dio rabia y casi miedo, me sentí de golpe como desamparada delante de ese chiquilín
pretencioso. Conseguí dominarme (eso se lo debo a Marcial, me ha enseñado a
controlarme y cada vez lo hago mejor), y me enderecé como si no hubiera sucedido nada,
puse la toalla en la percha y tapé el frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamos a qué
atenernos, en el fondo era mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare de contar. Que el
agua colonia se la pusiera la madre, yo teníaotras cosas que hacerle y se las haría sin
más contemplaciones. No sé por qué me quedé más de lo necesario. Marcial me dijo
cuando se lo conté que había querido darle una oportunidad de disculparse, de pedir
perdón. No sé, a lo mejor fue eso o algo distinto, a lo mejor me quedé para que siguiera
insultándome, para ver hasta dónde era capaz de llegar. Pero seguía con los ojos
cerrados y el sudor le empapaba la frente y las mejillas, era como si me hubiera dado
cualquier cosa para que se agachara y volviera a secarme la frente como si yo no le
hubiera dicho eso, pero ya era imposible, se iba a ir sin hacer nada, sin decirme nada, y
yo abriría los ojos y encontraría la noche, el velador, la pieza vacía, un poco de perfume
todavía, y me repetiría diez veces, cien veces, que había hecho bien en decirle lo que le
había dicho, para que aprendiera, para que no me tratara como un chico, para que me
dejara en paz, para que no se fuera. Empiezan siempre a la misma hora, entre seis y siete
de la mañana, debe ser una pareja que anida en las cornisas del patio, un palomo que
arrulla y la paloma que le contesta, al rato se cansan, se lo dije a la enfermera chiquita
que viene a lavarme y a darme el desayuno, se encogió de hombros y dijo que ya otros
enfermos se habían quejado de las palomas pero que el director no quería que las
echaran. Ya ni sé cuánto hace que las oigo, las primeras mañanas estaba demasiado
dormido o dolorido para fijarme, pero desde hace tres días escucho a las palomas y me
entristecen, quisiera estar en casa oyendo ladrar a Milord, oyendo a tía Esther que a esta
hora se levanta para ir a misa. Maldita fiebre que no quiere bajar, me van a tener aquí
hasta quién sabe cuándo, se lo voy a preguntar al doctor Suárez esta misma mañana, al
fin y al cabo podría estar lo más bien en casa. Mire, señor Morán, quiero ser franco con
usted, el cuadro no es nada sencillo. No, señorita Cora, prefiero que usted siga
atendiendo a ese enfermo, y le voy a decir por qué. Pero entonces, Marcial... Vení, te voy
a hacer un café bien fuerte, mirá que sos potrilla todavía, parece mentira. Escuchá, vieja,
he estado hablando con el doctor Suárez, y parece que el pibe... Por suerte después se
callan, a lo mejor se van volando por ahí, por toda la ciudad, tienen suerte las palomas.
Qué mañana interminable, me alegré cuando se fueron los viejos, ahora les da por venir
más seguido desde que tengo tanta fiebre. Bueno, si me tengo que quedar cuatro o cinco
días más aquí,qué importa. En casa sería mejor, claro, pero lo mismo tendría fiebre y me
sentiría tan mal de a ratos. Pensar que no puedo ni mirar una revista, es una debilidad
como si no me quedara sangre. Pero todo es por la fiebre, me lo dijo anoche el doctor De
Luisi y el doctor Suárez me lo repitió esta mañana, ellos saben. Duermo mucho pero lo
mismo es como si no pasara el tiempo, siempre es antes de las tres como si a mí me
importaran las tres o las cinco. Al contrario, a las tres se va la enfermera chiquita y es una
lástima porque con ella estoy tan bien. Si me pudiera dormir de un tirón hasta la
medianoche sería mucho mejor. Pablo, soy yo, la señorita Cora. Tu enfermera de la
noche que te hace doler con las inyecciones. Ya sé que no te duele, tonto, es una broma.
Seguí durmiendo si querés, ya está. Me dijo: “Gracias” sin abrir los ojos, pero hubiera
podido abrirlos, sé que con la galleguita estuvo charlando a mediodía aunque le han
prohibido que hable mucho. Antes de salir me di vuelta de golpe y me estaba mirando,
sentí que todo el tiempo me había estado mirando de espaldas. Volví y me senté al lado
de la cama, le tomé el pulso, le arreglé las sábanas que arrugaba con sus manos de
fiebre. Me miraba el pelo, después bajaba la vista y evitaba mis ojos. Fui a buscar lo
necesario para prepararlo y me dejó hacer sin una palabra, con los ojos fijos en la
ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y media en punto, todavía le
quedaba un rato para dormir, los padres esperaban en la planta baja porque le hubiera
hecho impresión verlos a esa hora. El doctor Suárez iba a venir un rato antes para
explicarle que tenía que completar la operación, cualquier cosa que no lo inquietara
demasiado. Pero en cambio mandaron a Marcial, me tomó de sorpresa verlo entrar así
pero me hizo una seña para que no me moviera y se quedó a los pies de la cama leyendo
la hoja de temperatura hasta que Pablo se acostumbrara a su presencia. Le empezó a
hablar un poco en broma, armó la conversación como él sabe hacerlo, el frío de la calle, lo
bien que se estaba en ese cuarto, y él lo miraba sin decir nada, como esperando,
mientras yo me sentía tan rara, hubiera querido que Marcial se fuera y me dejara sola con
él, yo hubiera podido decírselo mejor que nadie, aunque quizá no, probablemente no.
Pero si ya lo sé, doctor, me van a operar de nuevo, usted es el que me dio la anestesia la
otra vez, y bueno, mejor eso que seguir en esta cama y con esta fiebre. Yo sabíaque al
final tendrían que hacer algo, por qué me duele tanto desde ayer, un dolor diferente,
desde más adentro. Y usted, ahí sentada, no ponga esa cara, no se sonría como si me
viniera a invitar al cine. Váyase con él y béselo en el pasillo, tan dormido no estaba la otra
tarde cuando usted se enojó con él porque la había besado aquí. Váyanse los dos,
déjenme dormir, durmiendo no me duele tanto. Y bueno, pibe, ahora vamos a liquidar este
asunto de una vez por todas, hasta cuándo nos vas a estar ocupando una cama, che.
Contá despacito, uno, dos, tres. Así va bien, vos seguí contando y dentro de una semana
estás comiendo un bife jugoso en casa. Un cuarto de hora a gatas, nene, y vuelta a coser.
Había que verle la cara a De Luisi, uno no se acostumbra nunca del todo a estas cosas.
Mirá, aproveché para pedirle a Suárez que te relevaran como vos querías, le dije que
estás muy cansada con un caso tan grave; a lo mejor te pasan al segundo piso si vos
también le hablás. Está bien, hacé como quieras, tanto quejarte la otra noche y ahora te
sale la samaritana. No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro que lo hizo por mí pero
perdió el tiempo, me voy a quedar con él esta noche y todas las noches. Empezó a
despertarse a las ocho y media, los padres se fueron en seguida porque era mejor que no
los viera con la cara que tenían los pobres, y cuando llegó el doctor Suárez me preguntó
en voz baja si quería que me relevara María Luisa, pero le hice una seña de que me
quedaba y se fue. María Luisa me acompañó un rato porque tuvimos que sujetarlo y
calmarlo, después se tranquilizó del golpe y casi no tuvo vómitos; está tan débil que se
volvía dormir sin quejarse mucho hasta las diez. Son las palomas, vas a ver, mamá, ya
están arrullando como todas las mañanas, no sé por qué no las echan, que se vuelen a
otro árbol. Dame la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve soñando, me
parecía que ya era de mañana y que estaban las palomas. Perdóneme, la confundí con
mamá. Otra vez desviaba la mirada, se volvía en su encono, otra vez me echaba a mí
toda la culpa. Lo atendí como si no me diera cuenta de que seguía enojado, me senté
junto a él y le mojé los labios con hielo. Cuando me miró, después que le puse el agua
colonia en las manos y la frente, me acerqué más y le sonreí. “Llámame Cora”, le dije. “Yo
sé que no nos entendimos al principio, pero vamos a ser tan buenos amigos, Pablo.” Me
miraba callado. “Decíme: Sí, Cora.” Me miraba,siempre. “Señorita Cora”, dijo después, y
cerró los ojos. “No, Pablo, no”, le pedí, besándolo en la mejilla, muy cerca de la boca. “Yo
voy a ser Cora para vos, solamente para vos.” Tuve que echarme atrás, pero lo mismo me
salpicó la cara. Lo sequé, le sostuve la cabeza para que se enjuagara la boca, lo volví a
besar hablándole al oído. “Discúlpeme”, dijo con un hilo de voz, “no lo pude contener”. Le
dije que no fuera tonto, que para eso estaba yo cuidándolo, que vomitara todo lo que
quisiera para aliviarse. “Me gustaría que viniera mamá”, me dijo, mirando a otro lado con
los ojos vacíos. Todavía le acaricié un poco el pelo, le arreglé las frazadas esperando que
me dijera algo, pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía sufrir todavía más si me
quedaba. En la puerta me volví y esperé; tenía los ojos muy abiertos, fijos en el cielo raso.
“Pablito”, le dije. “Por favor, Pablito. Por favor, querido.” Volví hasta la cama, me agaché
para besarlo; olía a frío, detrás del agua colonia estaba el vómito, la anestesia. Si me
quedo un segundo más me pongo a llorar delante de él, por él. Lo besé otra vez y salí
corriendo, bajé a buscar a la madre y a María Luisa; no quería volver mientras la madre
estuviera allí, por lo menos esa noche no quería volver y después sabía demasiado bien
que no tendría ninguna necesidad de volver a ese cuarto, que Marcial y María Luisa se
ocuparían de todo hasta que el cuarto quedara otra vez libre.

11. FALADA, EL CABALLO PRODIGIOSO

(Compilado por los Hermanos Grimm)

Érase una vez una Reina cuyo esposo había muerto hacía ya años y sólo tenía una hija
muy hermosa. Cuando fue mayor, la Princesa se prometió con un Príncipe de un país
lejano. Llegada la época de la boda, tuvo que partir para el reino de su marido. La Reina
estaba delicada de salud y no podía acompañarla, por lo cual le dio gran cantidad de
vestidos y joyas de oro y plata, vajilla y adornos, y, en fin, todo cuanto corres-ponde a una
novia de tal alcurnia, pues la Reina amaba a su hija muy tiernamente. Le dio también una
Camarista para que la acompañase y pusiera su mano en la de su prometido. Iban las dos
montadas cada una en un caballo. El de la Princesa se llamaba Falada y sabía hablar.
Llegada la hora de partir, la Reina madre fue a su habitación y con un cuchillito se cortó
un dedo y se hizo sangre. Tomó un pañuelito de blanca batista y vertió sobre él tres gotas
de su sangre. Después lo dio a su hija, diciendo:
‑Querida niña, guarda bien este pañuelo, que debe acompañarte y hacerte feliz en todo
el viaje.
Después, madre e hija se despidieron muy tristes, y la Princesa guardó el pañuelo en su
bolsa, montó a caballo y se dirigió al país de su prometido.
Cuando hubieron cabalgado un buen rato, la Princesa sintió sed y pidió a la Camarista:
‑Bajad y traedme mi copa de oro llena de agua del manantial. Tengo mucha sed.
‑Si tenéis sed -dijo la Camarista, bajaos del caballo e id a buscar agua. Yo no soy
vuestra criada.
Como tenía mucha sed, la Princesa se apeó del caballo, llegó al manantial y bebió en la
misma fuente, pues la Camarista no quiso darle la copa de oro. La Princesa suspiró, y las
gotas de sangre del pañuelo le dijeron:

-¡Oh, si su madre lo supiera,


su corazón se partiera!...

La Princesa era muy humilde y no dijo nada; sin quejarse volvió a subir al caballo y
cabalgó algunas millas; el día era muy caluroso, el sol abrasaba y sintió sed de nuevo. Al
llegar a un arroyo, ordenó a la Camarista:
-Bajad y dadme un poco de agua en mi copa de oro.
Había olvidado las ásperas palabras de la Camarista, que esta vez le contestó aún más
altanera:
-Si queréis beber, id a buscar agua. Yo no soy vuestra criada.
La Princesa tenía mucha sed y se bajó del caballo, arrodillándose junto a la corriente.
Suspiró: "¡Ay de mí!", y las gotas de sangre contestaron:

-iOh, si su madre lo supiera,


su corazón se partiera!...

Mientras estaba bebiendo, el pañuelo de batista con las gotas de sangre se le cayó de
la bolsa y fue arrastrado por la corriente; pero ella no lo advirtió. La Camarista sí que lo vio
y se alegró mucho, pues ahora tendría todo el poder sobre la Princesa, que, sin la
protección maternal, quedaba débil y desamparada.

Así, cuando fue a montar en Falada otra vez, la Camarista se lo impidió diciéndole:
‑Falada me pertenece; montad vos en este rocín.
La pobre Princesita se vio obligada a obedecer. Entonces la Camarista, con voz
imperativa, le mandó que se quitara sus regios vestidos y se pusiera los sencillos que ella
llevaba. Por último, la obligó a jurar ante el Cielo que no diría a nadie de la corte lo que
había sucedido entre las dos.
La Camarista montó en Falada y dio a la verdadera novia su pobre rocín, continuando el
viaje así. Cuando llegaron al palacio, hubo gran regocijo. El Príncipe se apresuró a ir a
recibirlas y bajó a la Camarista de su caballo, tomándola por la novia. La condujo a los
bellos salones, mientras la verdadera Princesa permanecía abajo, en el patio.
El anciano Rey vio desde su ventana aquella linda y delicada doncella que se quedaba
en el patio, y tanto le encantó, que fue a los aposentos nupciales y preguntó a la novia
quién era su compañera, la que se había quedado en el patio.
-Es una mendiga a quien he recogido en el camino y que me ha hecho compañía
durante el viaje. Si tenéis algún empleo para ella, podéis dárselo -contestó la falsa novia
al Rey.
Pero el anciano Rey no tenía ningún trabajo que dar a la doncella, y, por último,
después de mucho pensar, recordó:
-Tengo un Pastorcillo que cuida de mis gansos; ella le podrá ayudar.
El Pastorcillo se llamaba Conrado, y la verdadera Princesa fue enviada con él a guardar
los gansos. La falsa novia no tardó en decir al Príncipe:
‑Querido esposo, quiero rogarte que me concedas un favor.
Y él le contestó:
-Con mucho gusto te lo concederé.
-Di entonces al Matarife que corte la cabeza del caballo en que he venido; todo el
camino me vino molestando y no le quiero ni ver.
En verdad, lo que ella temía era que el caballo hablase, contando cómo había tratado
a la Princesa. Su deseo se cumplió y el fiel Falada hubo de morir.
Cuando esta triste nueva llegó a oídos de la verdadera Princesa, fue a buscar al
Matarife y le ofreció una moneda de oro si quería hacerle un pequeño servicio. Había una
puertecilla a la salida de la ciudad, por la cual, detrás de los gansos, pasaba ella mañana
y tarde.
-¿Queréis colgar la cabeza de Falada en esta puerta, para que pueda verla cada vez
que pase? -le rogó.
El Matarife prometió lo que ella le pedía y, cuando hubo cortado la cabeza del caballo, la
colgó en la puertecilla.
Por la mañana temprano, cuando ella y Conrado pasaron la puerta, dijo la Princesita:

-¡Ay de ti, cabeza de Falada,


que de la puerta estás colgada!

Y la cabeza le contestó:

‑¡Ay de ti, Princesa amada,


hoy convertida en criada!
Si tu madre lo supiera,
su corazón se partiera...
Entonces salieron de la ciudad y llegaron al campo siguiendo a los gansos. Al llegar al
prado, la Princesa se sentó sobre la hierba y soltó sus cabellos. Brillaban al sol como oro
purísimo, y, al verlos, el pequeño Conrado quiso acariciarlos, pero ella se puso a cantar:

‑ Vuela, vuela, viento alado,


llévate el sombrero de Conrado.
Para que él vaya detrás,
corre, y corre, y correrás.
Mientras peino mis cabellos,
que brillan al sol más bellos.

Entonces sopló el viento, llevándose el sombrero de Conrado por los campos adelante y
obligando al Pastorcillo a correr detrás de él. Cuando volvió el Pastor junto a la verdadera
Princesa, ella había acabado de peinarse y se había recogido los cabellos; Conrado no
pudo robarle ni uno solo. Esto le enojó y ya no quiso decir ni una sola palabra más a su
compañera. Cuidaron de los gansos en silencio, hasta el caer de la tarde, en que
regresaron a Palacio.
A la mañana siguiente, cuando pasaron por la puertecilla, la Princesa dijo:

-¡Ay de ti, cabeza de Falada,


que de la puerta estás colgada!

Y la cabeza contestó:

-¡Ay de ti, Princesa amada,


hoy convertida en criada!
Si tu madre lo supiera,
su corazón se partiera...

Y otra vez, al llegar a los prados, la Princesa soltó sus cabellos y empezó a peinarlos.
Conrado corrió para acariciarlos, pero ella se apresuró a decir:

-Vuela, vuela viento alado,


llévate el sombrero de Conrado.
Para que él vaya detrás,
corre, y corre, y correrás.
Mientras peino mis cabellos,
que brillan al sol más bellos.

El viento sopló más fuerte, llevándose el sombrero de Conrado campos adelante, y el


Pastorcillo tuvo que correr detrás de él. Cuando volvió junto a la Princesa, ella se había
recogido la cabellera y el chiquillo no pudo coger ni un solo cabello. En silencio cuidaron
de los gansos hasta el caer de la tarde, y, cuando volvieron a palacio, Conrado fue en
busca del anciano Rey y le dijo:
-No quiero volver más al campo con la nueva Pastorcita.
-¿Por qué no? -le preguntó el Rey.
-Porque todos los días se burla de mí.
El anciano Rey le preguntó cómo y por qué se burlaba de él. Entonces Conrado se lo
contó todo.
-Por la mañana -explicó, cuando pasamos por la puertecilla de la ciudad llevando los
gansos, ella habla con una cabeza de caballo que está colgada en la pared y le dice:

-¡Ay de ti, cabeza de Falada,


que de la puerta estás colgada!

"Y la cabeza le contesta:

-¡Ay de ti, Princesa amada,


hoy convertida en criada!
Si tu madre lo supiera,
su corazón se partiera...

Y Conrado acabó de contar id Rey lo que sucedía en el prado y que cada día se veía
obligado a correr detrás de su sombrero.
El anciano Rey ordenó a Conrado que saliera al día siguiente con la Pastorcita, como de
costumbre. Entonces fue a colocarse detrás de la puertecilla de la ciudad y oyó a la
Princesa hablar con la cabeza de Falada. También los siguió a los campos y, escondido
detrás de unas matas, vio con sus propios ojos cómo la Pastorcita empezaba a peinarse
sus bellísimos cabellos, que brillaban al sol. Y le oyó decir:

-Vuela, vuela, viento alado,


llévate el sombrero de Conrado.
Para que él vaya detrás,
corre, y corre, y correrás.
Mientras peino mis cabellos,
que brillan al sol más bellos.

Entonces vino una racha de viento que se llevó el sombrero de Conrado y el Pastorcito
tuvo que correr detrás. Cuando volvió de nuevo junto a la doncella, ella se había recogido
el cabello. Todo esto lo observó el viejo Rey, sin que ellos se dieran cuenta, pero al caer
la tarde, cuando la Pastorcita volvió a palacio, la llamó y le preguntó por qué hacía
aquellas cosas tan extrañas.
‑No puedo decirlo ni a vuestra Majestad ni a nadie en el mundo; lo he jurado así ante los
Cielos y si faltara a mi palabra, perdería la vida.
El anciano Rey insistió e insistió, pero no logró que dijese una palabra más. Entonces le
propuso:
‑Si no quieres decírmelas a mí, cuenta tus tristezas a esta chimenea de hierro.
Y se marchó.
La verdadera Princesa se acercó a la chimenea, y empezó a llorar y a lamentarse,
desahogando así su acongojado corazón, y diciendo:
‑Aquí estoy yo, olvidada de todo el mundo, a pesar de ser la verdadera Princesa.
La pérfida Camarista me obligó a cambiar por los suyos mis regios vestidos; tomó mi lugar
al lado de mi prometido y me convirtió en una mísera pastora de gansos. ¡Si la Reina mi
madre lo supiera, el corazón se le partiera!
El anciano Rey estaba al otro lado de la chimenea y oyó por el cañón todos estos
lamentos. Entonces fue a buscar ricos vestidos, que se puso la Pastorcita, cuya belleza le
maravilló. Llamó luego el Rey a su hijo y le dijo cómo había tomado por esposa a una
Camarista y que la verdadera Princesa era aquella a quien había convertido en pastora de
gansos.
El joven Príncipe quedó admirado ante tanta juventud y tanta belleza. Se celebró un
gran banquete, al cual fueron invitados todos los cortesanos y amigos del Rey. El novio se
sentó a la cabecera de la mesa, teniendo a un lado a la Princesa y al otro a la Camarista.
Ésta no sabía nada de lo sucedido y no reconoció a la Princesa al verla tan
espléndidamente ataviada.
Cuando hubieron comido y bebido y reinaba en la mesa la mayor alegría, el anciano Rey
propuso un enigma a la Camarista.
‑¿Qué culpa comete la persona que engaña a su señor? -dijo. Y le contó toda la historia,
para terminar preguntando:
-¿Qué castigo debe tener?
La falsa novia contestó:
-He aquí el castigo que yo le daría. La metería, completamente desnuda, en un barril
lleno de clavos y la haría arrastrar por dos caballos blancos, de calle en calle, hasta que
cayese muerta.
-Pues ése será vuestro castigo -dijo el Rey. Vos sois la culpable y el juez.
Cuando la sentencia se hubo cumplido, el joven Príncipe se casó con la verdadera
Princesa y juntos gobernaron su reino, en paz y felicidad.

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