una larga ausencia, para celebrar un gran y glorioso aniversario. Hace veinte años, os encontrabais acampados en la selva que cubría la margen del Uruguay, en el lugar donde hoy se levanta la villa Colon. Hacía frío, un sol de calentaba a duras penas vuestros miembros entumecidos, la brisa reinaba, el pampero silbaba entre los árboles; por la noche el frío partía las piedras. Nada estaba preparado para recibirlos. Os fue necesario tomar vuestras hachas para talar el monte y las cañas para construir refugios, algo así como una tienda de campaña apoyada contra los troncos de algarrobos y ñandubays, en un recoveco del terreno. Un hacha y una azada son todo lo que el hombre necesita para domar la naturaleza y conquistar el mundo. Y bien... A pesar de aquellos sinsabores, recuerdo que vosotros estabais contentos y pletóricos de esperanzas. La alegría reinaba en torno a los campamentos, y las canciones resonaban en el bosque. Esperabais pacientemente que el agrimensor trazara las concesiones. Y cuando el momento de la instalación llegó, se cargaron en carretas de las estancias vuestros equipajes, se os dejo en medio del campo, diciéndoles: Arréglatelas! Sin embargo, no se podía dormir bajo las estrellas. Y pronto se levantaron refugios de trecho en trecho. Los animales sorprendidos, las tropillas de caballos semi salvajes, parecían preguntarse qué significaba aquello; los avestruces, los ciervos huyeron, desterrados de sus dominios. Muy pronto el arado abrió el seno de la tierra virgen; el campo cambió de aspecto; la colonia “San José” estaba fundada. Han pasado veinte años desde entonces. Quien viera este campo, cuando todavía era sólo una estancia con tres o cuatro chozas con techo de paja, colocadas sólo en las cuatro esquinas, anunciaban la presencia del hombre, y quien lo vería hoy, ¿creería en sus ojos? ¿No pensaría que ha sido transportado a un mundo fantástico? La agricultura ha obrado estos milagros: la agricultura ha renovado la faz de la tierra, como dicen la Escrituras. Amigos míos, otros se reúnen para celebrar el aniversario de una batalla, es decir, de una jornada en que miles de criaturas humanas fueron asesinadas y muchas más quedaron lisiadas. Es un medio magnífico para abonar un terreno. Cuando se le ha regado con la sangre de veinte o treinta mil hombres, y los esqueletos pulverizados se han mezclado con la tierra, es indudable que producirá abundantes cosechas. Durante mucho tiempo no necesitaremos estiércol. ¡Mientras tanto los vencedores cantan el hosannah, se coronan de laureles y levantan arcos de triunfo! se llama la gloria militar. Y bien, confieso que prefiero el arte de alimentar a los hombres al de matarlos, y que pongo el mérito del granjero infinitamente por encima del guerrero. El aniversario de la fundación de una colonia es mucho más importante que el de una batalla. ¡Los agricultores, señores, estos son los verdaderos soldados de Dios! Estos son los verdaderos conquistadores. ¡Que los famosos guerreros dejen sus coronas para ceñir la frente de estos trabajadores! Que los héroes, bronceados por la pólvora, inclinen sus espadas ensangrentadas ante las rejas de los pacíficos arados. ¡Que el cañón Krupp se humille ante la segadora Mac Cornick! ¡Que el mismo Napoleón, el gran Napoleón, ceda su sitio a Mathieu de Dombasle! Así lo entendieron los autores de la Constitución que rige la República Argentina. El Dr. Alberdi establece un paralelismo entre el héroe antiguo y el moderno, del que destruye y del que crea; naturalmente da preferencia a este último, y, elevándose a consideraciones más elevadas, pronuncia el axioma fundamental de la política sudamericana: “gobernar es poblar.” “El ministro que no ha duplicado en diez años la población de estas tierras, ha perdido el tiempo en vano”. Apenas el gobierno nacional estaba instalado, se apresuró en tomar este rumbo, a pesar de las formidables dificultades de la situación contra la que tuvo que luchar. Y los gobiernos provinciales siguieron su ejemplo. Esto fue en 1854. La provincia de Corrientes celebró contratos con el doctor Brougnes y con el señor John Lelong para el establecimiento de varias colonias. La provincia de Santa Fe lo realizó con el Sr. Aarón Castellanos. Una nueva era se abrió para la República. Los hombres que rodearon al general Urquiza, Carril, Gutiérrez, Gorostiaga, Fragueiro, Peña, habían comprendido que el asentamiento del territorio argentino debía ser el complemento de la victoria de Caseros; vieron que no bastaba con hacer la más bella de las constituciones, que ésta quedaría en estado de quimera inaplicable, de letra muerta, mientras se redujera a reinar sobre el desierto. Gracias a ellos, la Colonia “Esperanza” se convirtió en el punto de partida de la colonización de Santa Fe: había que sembrar para cosechar. Aunque reducido a sus propios medios, el Gobierno de Paraná no dudó en hacer un gran sacrificio para asegurar el futuro. Señores, no temo decir que se trató de un acto de la mayor magnitud, de esos que la historia tendrá en cuenta y que lo mantendrá vivo en la memoria de la posteridad. La colonización de Corrientes no fue tan feliz. La colonia del señor Brougnes se dispersó después de algunos años de existencia; los colonos se vieron obligados a emprender una nueva emigración; sin embargo, algunos permanecieron agrupados y se establecieron en las antiguas Misiones del Uruguay, donde han conquistado bienestar y prosperidad. En cuanto a la colonia proyectada por el Sr. Lelong, nunca se realizó. Me equivoco: esta colonia es la que ven ante ustedes. Los emigrantes que tenían que ir a Corrientes debieron cambiar de destino. El contrato había caducado. El empresario los había enviado a la aventura. ¿Qué sería de ellos? El agente que les había precedido, el Sr. Bek Bernard, también había venido con intenciones colonizadoras; su responsabilidad moral y material estaba comprometida; no sabía dónde acudir. Se le sugirió la idea de dirigirse al Presidente de la Confederación. Pero como ya he dicho, el gobierno era pobre. Quedaba por hablar con el ciudadano. El general Urquiza, actuando como simple particular, no dudó en intentar la empresa. Acogió a los colonos en sus dominios y los instaló a su propio costo. Faltaba determinar la posición más adecuada. Se pensó primero en los terrenos del Ibicuy en el departamento de Gualeguay; y los emigrantes fueron dirigidos a este punto. El coronel Sourigues, encargado de reconocer la localidad, no tardó en convencerse de que no era de ninguna manera adecuada para una colonia agrícola. Los colonos debieron regresar y navegar durante varios días más. Finalmente llegaron al final de su larga peregrinación, y anclaron a orillas del río Uruguay. Habían llegado a la tierra prometida.
Es difícil dejar la patria; abandonar los campos
que nos han visto nacer; no volver a ver el campanario de nuestro pueblo ni los árboles a cuya sombra descansábamos, ni las montañas donde pacían nuestros rebaños. Hemos contemplado esas montañas durante mucho tiempo, y al irse alejando y perdiéndose en las brumas del horizonte, nuestros ojos húmedos les enviaron un eterno adiós. Pero la ley del trabajo pule al género humano: cuando la tierra carece de su fértil actividad, debe ir a buscarla más lejos. La emigración es una de las leyes de los pueblos: tanto si se realiza por medios violentos, por la guerra y la conquista, como por medios pacíficos, por la colonización. ¡Que el emigrante se consuele! por encima de la patria está la humanidad: antes de ser ciudadano de un cantón, es un hombre, un habitante del globo, un ciudadano del universo. ¡Marcha, marcha pues, conquistador pacífico, trabajador infatigable, pionero de la civilización, explorador del desierto, señor de la idea, soldado del progreso! ¡Ve lejos, más lejos todavía! Para ti no hay barreras, ni columnas de Hércules, ni montañas, ni torrentes, ni valles. Mira siempre delante del triunfo, consuélate: el futuro pertenece a tus hijos.
Cuando dije la tierra prometida, quizás fui
demasiado lejos; ciertamente debí bajar las expectativas, pero ¿qué país no tiene sus plagas? Además, la vida del hombre es una lucha perpetua. Si conquistara la felicidad con el primer esfuerzo, pronto se adormecería, y con la riqueza no tardaría en llegar la relajación, la corrupción, la muerte moral. La colonia tuvo que luchar contra los elementos, contra las plagas, contra la sequía, contra insectos nocivos, contra las hormigas, contra el bicho moro, contra la langosta, especialmente la langosta, la terrible plaga de Egipto. Amigos míos, ella les dio la bienvenida cuando llegaron. ¡Qué bienvenida! Fue un comienzo desafortunado. Afortunadamente, durante varios años pareció haberos olvidado, habíamos perdido el hábito de ver a sus formidables y apretados batallones atacar sus cultivos, cuando reapareció más devastadora que nunca. Sin embargo, a pesar de todos los contratiempos, a pesar de todas las alternativas y vicisitudes, la colonia no ha dejado de progresar. Fundada con un centenar de familias, pronto triplicó su población con los nuevos contingentes que el general Urquiza hizo traer de Europa por medio de un agente especial, adelantando muchas veces el costo del pasaje. Desde el principio la corriente de la emigración espontánea no había tardado en establecerse; habría tomado una gran extensión, si el terreno colonizable no se hubiera encontrado demasiado escaso para los recién llegados. La colonia contaba con un puerto natural: era necesario abrirlo a la navegación para que tuviera un comercio directo. Esta medida, que se había previsto desde el principio, se llevó a cabo en 1863. El general Urquiza y el gobernador de la provincia, José María Domínguez, vinieron a colocar la primera piedra de la villa de Colón. Esta creció rápidamente y se convirtió en la capital del departamento en 1869. La guerra civil sólo detuvo momentáneamente el crecimiento de la colonia. Los herederos del general comprendieron la necesidad de ampliar sus predios, demasiado reducidos. Los puestos y las estancias que obstaculizaban su desarrollo fueron finalmente removidos; los colonos ocuparon el lugar de las vacas y las ovejas; hacia el oeste y el sur, así la colonia pudo expandirse y triplicar su superficie; en la actualidad se extiende desde Perucho Verna hasta el arroyo de Urquiza. Iría aún más lejos si le permitieran hacerlo. En cuanto a mí, si hubiera tenido voz en el asunto, si hubiera dependido de mí, ya ocuparía cuarenta leguas cuadradas; se extenderían hasta el río de Gualeguaychú y hasta el Arroyo del Medio, y se conectaría con los suburbios de la capital de la provincia. La agricultura habría hecho retroceder al pastoreo; o al menos lo habría convertido en crianza científica.
Nada esta concluido mientras falte algo por
hacer. El pensamiento de los fundadores de la Constitución está lejos de cumplirse. En Entre Ríos, en Santa Fe, en Buenos Aires, se han realizado algunos ensayos de colonización, es cierto, pero aún no se ha abordado con franqueza la solución del gran problema. La colonización, que debería haber sido una empresa nacional, patriótica, humanitaria, filantrópica, amplia y desinteresada, ha permanecido en todas partes, o en casi todas partes, reducida a las estrechas proporciones de un cálculo mezquino, de una especulación egoísta. Hemos olvidado el axioma de Alberdi “gobernar es poblar”; en lugar de introducir grandes olas y propagar la planta humana en el desierto, dijimos: debemos vender la tierra y venderla lo más caro posible a los trabajadores del viejo mundo que los obliga la necesidad a venir entre nosotros a buscar una nueva patria. El interés particular primó sobre el interés general; y el movimiento colonizador amenaza con detenerse. Las abejas laboriosas ya no acuden, ¿y por qué habrían de venir si han de encontrar allende los mares las pasiones codiciosas y usureras, la avaricia, los contratos leoninos, la explotación rapaz que han hecho endémica la pobreza y la miseria en la vieja Europa? Y qué es eso! en un país deshabitado, en “un desierto poblado por excepción”, sigue siendo necesario todavía crear el vacío, es necesario alejar a los habitantes y decirles que se vayan a Australia, a las antípodas! Esto es lo que no puedo explicar. O más bien lo entiendo demasiado bien, porque durante más de veinte años he repetido que la colonización debe ser un asunto nacional y no una especulación particular. Mientras no lleguemos a esto, todos los discursos, todos los mensajes, todos los artículos de prensa, todos los panfletos, todos los libros serán un inútil desperdicio de tinta y papel. La colonización es como una inversión de capital a largo plazo: un simple individuo no puede arriesgar su fortuna en una operación sujeta a mil contratiempos, como la experiencia nos ha demostrado. Pero el Gobierno, el Estado, siempre puede hacerlo: pues dispone de medios para recuperar los anticipos que efectúe. Porque con la introducción de los inmigrantes aumenta necesariamente la masa de los consumidores y la masa de los contribuyentes, el capital humano del país. Señores: dicho esto como tesis general, y sin entrar en desarrollos que cansarían su benévola atención. En lo que respecta a esta colonia en particular, he aquí los resultados que nuestra experiencia nos ha permitido documentar. Una falta, una gran falta se cometió cuando no se cedió suficiente tierra a las familias fundadoras. Durante mucho tiempo han sufrido, todavía hay quienes sufren las consecuencias de este error primordial. Sin tierras, no pudieron cumplir sus compromisos, especialmente cuando los años malos agotaron sus recursos.
Por lo tanto, una familia necesita una extensión
considerable para poder combinar la agricultura propiamente dicha con la ganadería. Por cierto es reconocido por todos los agrónomos que lo uno no va sin lo otro. La tierra más fértil del mundo no tarda en agotarse; debe ser restaurada con estiércol y fertilizantes los elementos que la vegetación le ha quitado. La ciencia nos dice: los vegetales y los animales forman una cadena en el vasto laboratorio de la naturaleza; reciben la vida unos de otros, se alimentan, se mantienen recíprocamente. El animal debe devolver al vegetal lo que éste le ha dado. Por otra parte, sólo a través de los asentamientos semi agrícolas y semi pastoriles se puede resolver el gran problema de poblar el territorio argentino. La lejanía de los centros de población, la falta de mercados y la dificultad de los transportes no permiten limitar a los colonos a la agricultura propiamente dicha. Esto es lo que proclama la experiencia y la razón! Ahora, pasemos a otros temas. No basta con establecer una colonia en un punto determinado y abandonarla a si misma. Al cabo de algunos años veréis reproducirse en su seno los vicios sociales del viejo mundo unidos a los inconvenientes del nuevo, es decir, la desigualdad, la usura, la explotación del hombre por el hombre. Por consiguiente me gustaría que hubiera instituciones cooperativas en las colonias, bancos de crédito agrícola para proporcionar capital barato a los trabajadores rurales y protegerlos de la expropiación. Es doloroso para una familia que ha regado durante diez años la tierra con su sudor y verse obligada a dormir bajo las estrellas, abandonando el suelo fecundado y valorizado por su trabajo. Me gustaría ver depósitos en cooperativas donde el agricultor pudiera almacenar su cosecha mientras espera el momento de venderla a precios rentables, en lugar de verse obligado a abandonarla por falta de refugio, y entregarla al primer especulador que se presenta. Me gustaría también que las cooperativas vendieran a los colonos, a precio de costo, todos los artículos de consumo local. De este modo los colonos gozarían de los beneficios y utilidades que hoy van a llenar los bolsillos de algunos comerciantes. Podrían también de esta forma asegurarse artículos de excelente calidad. Me gustaría que hubiera fabricas cooperativas para la explotación de todos los productos agrícolas, molinos de vapor, destilerías, trilladoras, arados de vapor, todas las máquinas necesarias para centuplicar las fuerzas del trabajo humano, y distribuir los beneficios entre todos en lugar de permitir que se repartan entre unos pocos. Me gustaría que hubiera granjas modelo, con viveros centrales, cabañas, haras, en fin, todo lo necesario para realizar experimentaciones y colocar la ciencia agronómica al alcance de todos. Esto es, me parece y no quiero extenderme demasiado, lo que se debería lograrse. Estas instituciones son necesarias, son indispensables para el éxito de una colonia.
Amaos los unos a los otros, dice el Evangelio.
No basta con amarse, hay que unirse, es necesario ponerse de acuerdo, es necesario asociarse para llevar más fácilmente la carga de la vida. El interés bien entendido en si mismo se convierte en una ley, y entonces ya no hay obstáculos insuperables. La fe mueve montañas y cubre los valles, como dice el Evangelio. ¿Cual es esta fe todopoderosa? Es la fe de la solidaridad social, de la fraternidad humana. En estas manifestaciones morales, que no dudo que se extenderá entre vosotros, os felicito, mis viejos camaradas, mis viejos amigos con los que he convivido tanto tiempo. Todo hombre debe tener un ideal al servicio del cual consagra su existencia. El mío fue la colonización, por él sacrifiqué muchos años de mi vida, pues creía trabajar por la felicidad de la humanidad y por el futuro del mundo en estas hermosas tierras de América del Sur que ofrecen tan magnifico teatro para el desarrollo de las actividades humanas. Mi ideal no lo he visto realizado sino en parte. Que otros continúen la obra! Y se vera cumplido; no tengo dudas. Y ojala, todos los que me estáis escuchando, todos sería mucho pedir, pero la mayoría, os reunáis aquí dentro de veinte años para celebrar un nuevo aniversario, y entonces ofrecer un recuerdo a los que los ayudaron a sentar las bases de esta colonia, como se lo ofrecemos a todos aquellos a los que la muerte les impidió asistir a esta fiesta del trabajo, a este banquete de fraternidad. Los hombres pasarán, los colonos pasarán, la colonia “San José” no pasará jamás.