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EL ASESINATO DE GUALBERTO VILLARROEL

Tal vez sea uno de los pasajes más dramáticos de nuestra turbulenta historia, por las
connotaciones violentas y sangrientas que terminaron con el Gobierno y la vida del presidente
Gualberto Villarroel.

Hace sesenta años, el 21 de julio de 1946, Gualberto Villarroel era linchado y colgado en un farol
de la plaza Murillo de la ciudad de La Paz por una chusma enfurecida que invadió el Palacio de
Gobierno.

En dos oportunidades he tenido la posibilidad de conversar, primero con el coronel Luis Arce
Pacheco, uno de los protagonistas de aquellos lamentables sucesos, y con familiares del abogado
Luis Uría de la Oliva, secretario privado de Gualberto Villarroel, que fue inmolado junto a su jefe, el
teniente Waldo Ballivián, y el señor Roberto Hinojosa.

El relato de las últimas horas de Gualberto Villarroel y sus acompañantes más leales ha sido hecho
por varios historiadores, pero creo que lo más próximo a la verdad ha sido resumido por Enrique
Rocha Monroy en su libro El rostro de la furia, porque precisamente coincide con la versión que
me contaron las personas antes nombradas.

Entre tanto, los cabecillas ubicaron el escondite. Uría corrió escaleras arriba, pudo ingresar en una
oficina del segundo piso y dejar en el escritorio un papel escrito mucho antes: «Qué Dios
misericordioso ampare a mi mujer y mis hijos», y luego lo alcanzó una ráfaga. La turbamulta lo
linchó. Abajo Waldo Ballivián, en acto desesperado, quiere cubrir con su cuerpo la puerta de
acceso para evitar la muerte de su presidente. Otra ráfaga de ametralladora lo mata. Los ojos
verdes de Villarroel miran el rostro de la furia de los victimadores. Y de pronto se llenan de sangre.
Y antes de expirar, sus ojos miran hacia el cielo, como queriéndole decir a Dios: «No soy enemigo
de los ricos, pero soy más amigo de los pobres».

Enseguida comenzó la sangrienta faena de la turba ansiosa. Los cuerpos son conducidos hasta los
balcones del Palacio de Gobierno y desde allí arrojados a la calzada. Cuatros cuerpos desnudos, ya
mutilados, fueron arrastrados en procesión macabra para colgar de los faroles a Villarroel, Uría,
Ballivián e Hinojosa.

Ésta fue, sin duda alguna, la más lamentable acción de una chusma delincuencial que recuerda la
historia del pasado siglo, tan delincuencial como el colgamiento posterior, en el mes de
noviembre, del mayor Max Toledo, en la plaza de San Pedro.

Han pasado sesenta años desde la inmolación de Gualberto Villarroel y el tiempo y su proceso
político nos dicen que fue un Gobierno militar de carácter popular con posterioridad a las
enseñanzas sociopolíticas y económicas de la Guerra del Chaco.

Actualmente, Gualberto Villarroel tiene su plaza, su lugar en la historia y su monumento, y su


tumba siempre es homenajeada. En cambio, nadie se acuerda de quienes comandaron la turba
que lo asesinó una fría tarde de julio de 1946.

Alguien escribió alguna vez: «El pasado es una obra de arte que está libre de incongruencias y de
hechos inexplicables». Mi deseo ha sido reproducir, muy brevemente, por cierto, los hechos de
este dramático pasaje de nuestra historia, después de transcurridos sesenta años, pero no antes
de que las incongruencias y los hechos inexplicables, que constituyen la parte interesante de la
historia, se hayan desvanecido.

La Caída y Colgamiento de Gualberto Villarroel


El 21 de julio de 1946, las masas estaban enardecidas y, en una especie de histeria colectiva
que ya no pudo ser controlada, le abrieron paso a las pasiones.  La caída del Gobierno era
inevitable, las columnas organizadas por mujeres de los barrios residenciales de La Paz,
llegaron a la Plaza Murillo y tomaron el Palacio Quemado. No fue suficiente la firma de
renuncia del mandatario, lo asesinaron.  Los hechos culminaron con el colgamiento del
Presidente y de tres de sus colaboradores.

Anoticiados los trabajadores de las minas de lo que había ocurrido en La Paz, asaltaron el
regimiento cercano a Siglo XX.  Al calor de la efervescencia política se organizó una
asamblea, y en ella hicieron un llamamiento para tomar las armas y marchar hacia La Paz:
“Ha muerto el amigo de los pobres.  Vamos a descolgar su cadáver”.

Lechín hizo oír su voz, señalando que no era momento de cometer locuras, les pidió sensatez
y calma, augurando que llegaría el tiempo para nacionalizar las minas y acabar con la Rosca.

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