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HUMO

Las palabras ya nunca le salían sin más. Necesitaba calcular y sopesar hasta
la última sílaba. Todo lo que decía estaba calibrado para provocar risas o
para dominar o para ganar dinero. Estaba sentado en la cocina, bebiendo
café mientras su mujer miraba una revista. Ahora la bajó un poco y le
preguntó:
—¿Qué te pasa por la cabecita?
Él solo le podía ver los ojos azules por encima de las cubiertas.
—¿Se te ha comido la lengua el gato? —dijo ella.
Cualquier respuesta que él pudiera darle resultaría trillada. Hablar de lo
que fuera… crear más palabras solo empeoraría una situación ya
deplorable. Ya hacía demasiado tiempo que el lenguaje lo usaba como
yegua de cría, de forma que había decidido no decir nada más a menos que
tuviera algo importante que decir. Había dejado de lado el crucigrama del
periódico que hacía todas las mañanas. Usaba el libro que había estado
leyendo de posavasos para su tazón de café. Ya sentía las palabras que tenía
encerradas dentro, la presión en aumento, expandiéndose hacia una
explosión. Le preocupaba la posibilidad de que el lenguaje hubiera llegado
a la Tierra y hubiera inventado a la gente a fin de perpetuarse. Lo decía la
Biblia: «En el principio estaba la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la
Palabra era Dios». El lenguaje había llegado del espacio exterior y había
apareado a los lagartos o a los monos o a quien fuera, hasta fabricar un
anfitrión personalizado que pudiera hacerle de vehículo. Luego le había
enseñado a esa primera persona la compleja secuencia de ADN de los
nombres propios y los verbos compuestos. Fuera del lenguaje él no existía.
No había un método para escapar. Sentir cualquier cosa ya requería
cantidades cada vez mayores de palabras. Depósitos enormes y cargamentos
aéreos de palabras. Hacía falta una montaña entera de charla para alcanzar
la idea más minúscula. La conversación era como una de esas máquina de
Rube Goldberg en las que un pájaro picoteaba un grano de trigo pegado a
un botón y al pulsar el botón activaba una locomotora y la mandaba a toda
velocidad por ciento cincuenta kilómetros de vía desgastada hasta que
chocaba contra una bomba atómica cuya explosión asustaba a un ratón en
Nueva Zelanda haciendo que se le cayera un trozo de queso azul sobre una
balanza y descompensara los platillos de manera que el platillo vacío se
elevara y accionara un interruptor que meneaba un cable que a su vez
liberaba un martillito que caía con la fuerza suficiente como para partir la
cáscara de un pistacho. Su esposa suspiró como si fuera a decir algo. Él se
la quedó mirando, expectante, confiando en que fuera el pistacho. Las letras
grandes y amarillas de su revista decían: «Elle Decor». Su mujer tosió y
volvió a la lectura, levantando su taza de café y apoyándosela en los labios
para convertirla en una especie de máscara blanca mientras le decía:
—Los franceses tienen una expresión para referirse a lo que estás
pensando.
Él sabía a ciencia cierta que todo el mundo estaba poblado por miles de
millones de microbios, y no solo la flora del tracto intestinal. La gente hacía
de anfitrión para unas poblaciones de ácaros y de virus que solo querían
reproducirse y seguir viviendo en otra parte. Con cada apretón de manos
abandonaban el barco. Era una locura imaginarse que fuéramos otra cosa
que simples vehículos que transportaban de un lado a otro a los mandones
de nuestros pasajeros. No éramos nada. Dio un sorbo de café, mandándole
más azúcar y cafeína a todo el mundo que iba a bordo. A fin de aliviar la
presión, se imaginó a sí mismo echando paladas de palabras a un horno en
el que se quemaban para darle energía a un transatlántico colosal en el que
cada camarote era del tamaño de un campo de fútbol y cada salón de baile
era tan grande que no se veía la pared del otro lado. Esa embarcación
cruzaba a vapor un océano donde siempre era de noche. Hasta la última luz
de la última cubierta emitía un resplandor blando de quirófano mientras
sonaba un vals, y las chimeneas escupían el rastro de cenizas de los
diálogos incinerados. Él estaba en la carbonera, con los pies bien separados
para darse estabilidad mientras echaba paladas de «Hola» y «Feliz
cumpleaños» y «Que tengas un buen día» a las llamas rugientes. Echó un
montón de «Te quiero» y una pila de «¿Eso incluye el IVA?». Se imaginó
un planeta azul y perfecto, libre de palabras hasta que algún día llegaba
aquel barco. Que ni siquiera tenía que ser un transatlántico. Bastaba con un
simple bote salvavidas. Con un solo marinero agonizante incubando todavía
un puñado de palabras viables dentro de la boca. Con su último aliento, el
marinero preguntaría «¿Quién es?», y con eso bastaría para destruir un
paraíso.

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