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David Casacuberta
Dpt. de Filosofia. Universitat Autònoma de Barcelona
David.casacuberta@uab.es
1. Introducción.
Quizás sea culpa de las dos culturas, o tal vez una extensión excesiva de la idea de
naturaleza humana estable e intemporal, pero los humanistas tendemos a olvidar que los
cambios tecnológicos llevan siempre asociados cambios culturales. Algunos son tan
radicales que hasta implican la creación de nuevos derechos.
2. Herejías lingüísticas.
Antes de entrar en materia, sin embargo, me gustaría llevar a cabo un breve excurso
filológico. Cada vez está más de moda el palabro "privacidad" y me temo que actúo
totalmente contracorriente al negarme a utilizarlo, pero creo que no hay excusa para
utilizar una mala traducción de "privacy".
Algunos analistas afirman que "intimidad" tiene una serie de connotaciones
"domésticas" -por ejemplo, ocultación de nuestra desnudez- que hacen que sea un
término poco útil para discusiones sobre leyes o derechos, y así defienden el neologismo
"privacidad" como término teórico más correcto y sin connotaciones.
Sin embargo, si vemos su uso en inglés, comprobaremos que tal afirmación no se
sostiene. Los anglosajones usan el mismo término "privacy" en contextos domésticos y
en contextos teóricos. Así, en inglés el término "privacy" se puede usar tranquilamente
para decir que en un vestuario público no tienes intimidad como para escribir un tratado
acerca de las raíces ontológicas de la "privacidad". Si los anglosajones les va bien con
un solo término, es poco creíble que en español necesitemos dos.
3. La sociedad transparente.
La intimidad es el estado natural del ser humano. Si quiero hablar con un amigo de algo
confidencial no tengo más que apartarme un poco de la multitud y podemos hablar
tranquilamente sin miedo a ser oídos. Hablándole al oído tengo la garantía de que
incluso personas cercanas no escucharán lo que le digo. El simple gesto de correr una
cortina hace que mi dormitorio sea un espacio inobservable para terceros no deseados.
O al menos así era hasta nuestro salto a la sociedad de la información. Como se
argumenta en Brin (1999) cada vez nos acercamos más a una sociedad transparente: una
sociedad en la que todas nuestras acciones quedan registradas en los más variados
dispositivos: cámaras, servidores de Internet, cuentas de correo electrónico, registros de
llamadas telefónicas…
No se trata simplemente de que cada vez las tecnologías invasoras de nuestra intimidad
sean mejores, sino de algo mucho más radical: las nuevas tecnologías de la información
y la comunicación (a partir de ahora TICs) en su estado natural ya son sistemas de
espionaje. Cualquier servidor que ofrece páginas HTML por defecto graba
absolutamente todos y cada uno de nuestros movimientos en un sitio web: qué páginas
hemos visitado, cuánto tiempo hemos pasado en ellas, a que nuevo sitio nos hemos
desviado, etc. etc. La necesidad de que nuestro móvil sea localizado para recibir una
llamada en cualquier momento hace que -por defecto- los proveedores de telefonía
móvil mantengan bases de datos con las posiciones de nuestros teléfonos móviles (y por
consiguiente las nuestras) las veinticuatro horas; la misma naturaleza del correo
electrónico hace que todos los mensajes que recibimos existan en diferentes copias en
muchos servidores; no hay ningún impedimento técnico para que el administrador de
sistema lea nuestro correo, la compañía telefónica grabe nuestras llamadas o el
proveedor de Internet cree un detallado perfil de cuáles son nuestros gustos y
preferencias en Internet. Sólo la ética o el miedo al castigo de la ley evita que estos
atentados a nuestra intimidad no sean un lugar común.
Es este cambio tecnológico, que nos lleva a un cambio social, el que exige también
cambios en nuestra concepción de los derechos humanos. De la sociedad opaca hemos
pasado a la sociedad transparente. El derecho a la criptografía en una sociedad en la que
bastaba cerrar las persianas para tener intimidad era obviamente un sinsentido, así que
no es de extrañar que no esté recogido en ninguna declaración de derechos humanos o
constitución. Pero la amenaza de la sociedad transparente hace obvia la necesidad de
debatir sobre el derecho a cifrar.
(1) El derecho a la intimidad es el poder para controlar aquello que otros puedan saber
acerca de ti y a mantener privadas aquellas acciones que culturalmente una sociedad
considera no es de buen gusto hacer públicas.
Contra los defensores de "privacidad" como término técnico me gustaría indicar que
"intimidad" no se usa exclusivamente -como suelen argumentar- en el sentido de
"mantener privadas aquellas acciones que culturalmente una sociedad considera no es
de buen gusto hacer públicas", sino que en castellano se usa mucho también en el
primer sentido, el de Katsh. Así, cuando un adolescente se queja de falta de intimidad al
descubrir que sus padres le revisan los cajones, su queja refiere al hecho de que no
puede controlar aquello que sus padres saben de él o ella, y no al hecho de que carezca
de intimidad a la hora de desvestirse o ir al lavabo.
Pero más allá de la constatación biológica en el ser humano de una necesidad innata de
intimidad, tenemos que enfrentarnos ante el hecho de que cualquier sociedad humana
necesita en ciertos momentos saber qué está haciendo una persona en concreto. Si la
policía sospecha que preparo una acción terrorista, es razonable suponer que tiene
derecho a violar mi intimidad y escuchar mis conversaciones telefónicas, leer mi correo
electrónico y de papel, seguirme las veinticuatro horas, etc. Igualmente, si hay
sospechas de que una persona da un trato vejatorio a su familia, parece razonable
invadir la intimidad de esa familia para comprobar la veracidad de los hechos.
Así pues, necesitamos encontrar algún principio ontológico general que nos permita
justificar estas invasiones puntuales a la intimidad de ciertos individuos sin que el
derecho general a disfrutarla se ponga en peligro. En Lessig (1999) se presentan tres
concepciones diferentes de la intimidad que hacen posible estas invasiones..
En primer lugar tenemos la intimidad en sentido utilitario. Partiendo de la premisa
biológica básica de la necesidad de mantener una esfera privada, en la que yo soy el
único árbitro de quién ha de saber qué, la idea es minimizar la intrusión. El estado a
través de sus diferentes agencias ha de intentar siempre reducir la invasión de nuestra
esfera privada al mínimo. Entre dos formas de invasión elegir siempre la que afecte
psicológicamente nuestra necesidad de "estar solos" al mínimo.
Seguidamente está la idea de intimidad como dignidad. Así, el derecho a la intimidad se
seguiría de la idea general de derecho a mantener la dignidad humana. Así pues,
cualquier invasión de nuestra esfera privada es un ataque a nuestra dignidad, lo sepamos
o no, nos afecte psicológicamente o no. Por tanto, sólo cuando derechos más
importantes están en peligro -vidas humanas en un atentado terrorista, la dignidad de la
familia- está legitimado el estado a invadir la esfera privada de los sospechosos.
Finalmente, tenemos una concepción substantiva de la intimidad. La intimidad como el
derecho a regular la capacidad del estado para intervenir en nuestra esfera privada. Esta
visión de la intimidad está magníficamente recogida en Stuntz (1995).
Aunque el texto de Stuntz es básicamente legal y de género constitucionalista, podemos
rehacerlo en una lectura de derechos humanos. Para Stuntz regular la invasión de la
intimidad sería una protección formal para evitar la creación de leyes que pusieran en
peligro derechos humanos básicos. Stuntz pone el ejemplo de una ley para prohibir el
uso de los métodos anticonceptivos. Supongamos que alguien quisiera aprobar una ley
así. ¿Cómo podría inculparse a alguien de utilizar métodos anticonceptivos?
Evidentemente, registrando su dormitorio y probando que dispone de, por ejemplo,
preservativos. Sin este registro no habría forma humana de demostrar que el acusado
utiliza realmente métodos anticonceptivos. Así, impidiendo que el estado lleve a cabo
registros gratuitos que pongan en peligro nuestra intimidad se garantiza que leyes como
la mencionada anteriormente no sean aprobadas y, si lo son, que no se pongan nunca en
práctica. Así, en diversos estados norteamericanos existen leyes contra la sodomía,
ridículas leyes que prácticamente nunca se han puesto en práctica, pues no sería
constitucional asaltar un dormitorio para comprobar si se está llevando a la práctica tal
práctica sexual.
En primer lugar, la protección dista mucho de ser perfecta. No hace muchos años, el
mero consumo de drogas como el hachís o la cocaína era ilegal en buena parte del
mundo occidental, y aún sigue estando penado en muchos países. Evidentemente, la
única forma de probar que una persona consumía drogas ilegales era a través de un
registro, pero ello no impidió que esta ley se aplicara muchas veces.
Así pues, debemos escoger entre la intimidad como utilidad y la intimidad como
dignidad. La elección no es fácil y dependerá básicamente del modelo de derechos
humanos que uno tenga en mente. Si postulamos la dignidad humana como principio
básico3, claramente adoptaremos una visión de la intimidad como dignidad. Por el
contrario, si tomamos un acercamiento más pragmático de los derechos, la posición
utilitaria es sin duda más razonable.
Este artículo no es precisamente el espacio para aclarar un debate filosófico tan clásico y
con un grado elevado de dificultad teórica, aunque veremos en el próximo apartado
cómo tiene implicaciones prácticas.
2 Esto, de todas formas, es un problema para mis objetivos dentro del articulo y no un problema para
Stuntz, pues él no busca una justificación filosófica del concepto de intimidad, sino argumentar una
función hasta ahora poco comentada de la tercera y cuarta enmienda de la constitución de los Estados
Unidos.
3 En Maestre (2001) se ofrece una inteligente y bien argumentada exposición de esta forma de entender
los derechos humanos en el espacio de Internet y, más concretamente, en los nombres de dominio.
6. Minimización versus dignidad.
7. La autorregulación de la intimidad.
Para entender el papel de la criptografía en todo este enredo necesitamos indicar una
propiedad formal más de la intimidad que normalmente pasa inadvertida y es muy poco
comentada. Si recordamos (1) allí hablábamos del "poder para controlar lo que los otros
saben de ti". Muchos analistas pasan por el alto la cuestión de "poder para controlar", y
simplemente piensan en la intimidad como una libertad negativa, según argumenta
Isaiah Berlin en "Dos conceptos de libertad", la idea de que te dejen en paz, de tener un
espacio en el que uno no es observado.
Sin embargo, el derecho a la intimidad implica algo más, poder para controlar. Es decir,
que sea el propio sujeto el que decida qué información revela, en cada momento y a
quien. No hace mucho, en nuestro país no existían espacios públicos en los que uno
pudiera mostrarse desnudo, como una playa nudista. De hecho, en muchos países sigue
siendo delito. Si uno tomara una visión puramente negativa de la intimidad no habría
nada malo en ello, incluso podría verse como positivo que el estado regulara de forma
clara " mantener privadas aquellas acciones que culturalmente una sociedad considera
no es de buen gusto hacer públicas". Sin embargo, nadie lo considera así. Una parte
intrínseca al derecho de la intimidad es que sea el propio sujeto el que decida si quiere
aparecer desnudo o no. Evidentemente esta opción debe regularse en los espacios
públicos para evitar que terceras personas puedan sentirse molestas por la desnudez de
terceros. Pero no nos importa ello ahora. Lo importante es que, de derecho, es el sujeto
el que decide qué información de su vida se conoce y quien la recibe. Un estado que
prohibiera que contáramos detalles de nuestra vida íntima a terceros, por muy buenas
intenciones que tuviera, violaría nuestro derecho a la intimidad de la misma forma en
que lo haría otro estado que monitorizara sistemáticamente nuestras conversaciones
telefónicas sin tener una buena razón policial para hacerlo.
Resumiendo: Para respetar el derecho a la intimidad no es suficiente con garantizar que
no hay terceros monitorizando: hay que darle al sujeto el poder de decidir qué
información privada desvela, cuando, de qué manera y a quien.
8. El derecho a cifrar.
Una vez detallados los preámbulos, no resulta difícil entender el motivo de argumentar
la existencia de un nuevo derecho, el derecho a cifrar. Revisemos las premisas:
(5) Actualmente, la única forma en que un usuario de las TICs que no dispone de un
presupuesto multimillonario puede proteger directamente sus comunicaciones
electrónicas es mediante la criptografía.
Un crítico podría objetar que la persona que utiliza la criptografía para cifrar sus
comunicaciones no sabe realmente que le están escuchando, no es equivalente a correr
las cortinas si vemos a un desconocido en frente de nuestra casa. Cifrar
sistemáticamente las comunicaciones de uno equivale más bien a paranoia que a
ejercicio de intimidad.
Contra ese argumento me gustaría observar que el espacio de comunicaciones digitales
(a partir de ahora "ciberespacio") debería ser considerado un espacio público.
Psicológicamente, cuando enviamos un correo electrónico o mantenemos una
conversación telefónica en nuestra casa tenemos una falsa sensación de intimidad. Pero
en realidad, esas comunicaciones electrónicas se desplazan por un ciberespacio público
en el que resulta absurdamente fácil interceptar las comunicaciones.
Por ello, es de cajón que para proteger nuestras comunicaciones utilicemos el mismo
tipo de medidas que en los espacios públicos.
Así, ninguna persona responsable tendrá nunca conversaciones privadas con contenidos
que no quiera sean conocidos en un bar atestado de gente. Es indiferente si, a la hora de
la verdad, nadie está prestando atención a la conversación -lo más probable es que no.
Sin embargo, la persona que quiere mantener esa conversación privada no puede saber
de cierto si alguien escucha o no, de manera que lo más razonable sería tener esa
conversación en un espacio privado, o, al menos, en una zona protegida del espacio
público. Así, cifrar un correo electrónico no es muy diferente a irse a la mesa más
alejada del bar para asegurarnos de que nadie está escuchando lo que decimos.
En primer lugar, observemos la diferencia entre objeto para cometer un delito y objeto
que facilita la perpetración de un delito, ocultando su preparación. Son dos cosas muy
diferentes. Ambas punibles, pero en grado y sentido diferente. Una pistola es un objeto
para cometer directamente un crimen (un asesinato, un robo a mano armada), mientras
que la criptografía serviría, como mucho, para camuflar las comunicaciones entre los
criminales que serían previas al delito.
En segundo lugar, hay que distinguir también entre objeto con función de arma y
aparato que ocasionalmente se utiliza como arma. Con la excepción de las escopetas de
caza y las armas deportivas, las pistolas, subfusiles, ametralladoras y otras armas que la
Asociación del Rifle quiere seguir manteniendo legales son objetos creados y diseñados
exclusivamente con la misión de herir e incluso matar a otros seres humanos. Para ello
se hicieron y esa es su función básica.
Por el contrario, un cuchillo de cocina, un hacha para cortar leña o la proverbial sierra
mecánica de las películas son objetos construidos con funciones pacíficas y que
ocasionalmente, en manos criminales, pueden utilizarse para cometer delitos. Los
tristemente célebres atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas y
el Pentágono muestran como un objeto tan útil como un avión de pasajeros puede llegar
también a ser un arma de destrucción masiva.
Así pues, la criptografía no puede compararse a las armas por los dos motivos antes
mencionados: en primer lugar, si pensamos en un uso delictivo, la criptografía no es el
objeto utilizado para cometer el crimen -como una pistola- sino una forma de mantener
en secreto la acción. En segundo lugar, la criptografía pública como PGP no fue creada
con la intención de ayudar a los criminales, sino con el muy loable uso de proteger
nuestra intimidad en el mundo de las TICs. De la misma forma en que no tendría
sentido prohibir los aviones de pasajeros porque han sido utilizados como arma
terrorista, tampoco suena razonable prohibir la criptografía porque los terroristas
responsables de los atentados del 11 de septiembre usaran la criptografía para
comunicarse.
Otra posibilidad es que, aunque la criptografía siga siendo asequible, la pena asociada a
la posesión de este tipo de software disuadiera a los criminales de usarla. Sin embargo,
como ha argumentado varias veces el abogado español Carlos Sánchez Almeida desde
el foro Kriptopolis (http.//www.kriptopolis.com) cuando hablamos de crímenes ya
suficientemente penados como el terrorismo o el tráfico de drogas, el aumento de pena
que la posesión de herramientas criptográficas implicaría sería tan ridículo que a estos
criminales no les importaría lo más mínimo cifrar a troche y moche.
12. Conclusión
Bibliografía
Katsh, E. (1995) Law in the digital world, New York: Oxford University Press.
Lessig, L. (1999) Code and other laws of cyberspace, New York: Basic Books.
Stuntz, W. J. "Privacy's problem and the law of Criminal Procedure", Michigan Law
Review, 93.