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ÁNGELA MOLINA
08 MAY 2004 - 00:00 CEST
Normal, simplemente un hombre. Ése era Laocoonte. Un padre despojado de su
sacerdocio y de todo lo que le convirtió en fábula, que se enfrentó a dos temibles
serpientes para poder liberar a sus hijos durante el asedio a Troya. El magnífico
grupo escultórico de Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas, encontrado en 1506
en las cercanías de la casa dorada de Nerón y adquirido posteriormente por Julio
II, que lo expuso en el Palazzo Belvedere de El Vaticano, es una de las
antigüedades más estudiadas y comentadas de todos los tiempos. Laocoonte no sólo es
el mármol en movimiento, es la representación del sufrimiento físico y espiritual,
la impotencia, la personificación de todas las víctimas ocasionadas por los
conflictos virulentos nacidos en la polis. Hablar de Laocoonte es hablar de una
gran obra artística que hace casi necesario hablar de todo el arte, de la vida,
pues permite analizar lo particular a partir del mito. Jacques-Louis David, Goya,
Gericault, Delacroix, Picasso, Warhol o Richter abordaron el asunto de la violencia
política con altura, idealidad, pero también con crueldad. Las serpientes de aquel
"idilio trágico", como llamó Goethe al grupo de Belvedere, son las armas de los
dioses -a la vez creación humana- que pueden llegar a actuar por sí mismos en
función de sus intereses particulares, volviéndose contra sus propios creadores.
Por ello, el sacerdote de Apolo, el más lúcido, el más humano, es devorado por la
violencia que él no ha iniciado pero que le ha empujado a romper sus lealtades
personales. Ésta es la tesis: la violencia corrompe y degrada a quienes la ponen en
marcha y a quienes conviven con ella, transformando su carácter, aunque la
rechacen. ¿Irak, País Vasco? ¿Argentina, Macedonia, Palestina, Afganistán...?
Del conjunto, destacar los paisajes desolados del Beirut de Gabrielle Basilico,
como una enorme vanitas que recuerda la desolación de una Pompeya arrasada, la
sorpresa de Cosmos und Damian, de Beuys, en su acierto cuando calificó de mártires
santos Cosme y Damián, con treinta años de adelanto, a las neoyorquinas Torres
Gemelas; el teatrillo que descubre los frágiles mecanismos de control del poder de
Ruiz de Infante; el Gora desde el Museo de Bellas Artes de Bilbao, de Jon Mikel
Euba, los perros de la guerra de Leon Golub, la virtual muerte a cámara lenta del
dictador Castro, del californiano Kevin Hanley, el baile marcial de los cuerpos
represores a ritmo de techno de Annika Larsson, la furia de los santos de Francesc
Abad -que se cuestiona si la utopía política es una variante de la utopía
religiosa- y las proyecciones a gran escala de Wodiczko sobre edificios públicos de
Tijuana, Nueva York y Madrid. A propósito del catálogo editado para la muestra, es
una lástima que no haya habido un esfuerzo por buscar textos más específicos
relacionados con la plástica contemporánea. Totalmente prescindible, el firmado por
Fernando Castro, 35 folios de incontinentes citas "corto y pego", titulado Iros
todos a tomar por el culo, que además del sentido homófobo de la expresión,
demuestra que el lenguaje, además de aparecer como el medio para acabar con la
violencia política, puede actuar también de barrera.